31. De C a T con N y U

El cielo se estaba cubriendo de nubes negras y la temperatura ambiente dentro del húmedo piso había descendido en picado. Bunyan y Williams llevaban los abrigos y aun así tenían frío. Bunyan no sabía cómo se las arreglaba la familia para vivir en esas condiciones. Williams estaba perdiendo la paciencia con Harris y había pasado de la táctica del extraño curioso a la de la intimidación. Dakar tenía razón, era muy bueno en eso. El interés amable no había funcionado con Harris, ambos querían volver a casa el fin de semana y Jimmy Harris era un hombre al que no era difícil tenerle antipatía; de hecho, no era un hombre agradable.

– Jimmy -dijo Williams-, sólo queremos saber lo que le pasó a Ann entre el día en que se fue de casa hasta que llegó a la casa de acogida.

– Nunca le pegué -dijo Harris.

Williams suspiró. Llevaba casi una hora de pie y le dolían las piernas.

– Jimmy -dijo con suavidad-, no podemos seguir dándole vueltas a lo mismo. ¿Podemos dejar de lado un minuto si le pegaste o no? ¿Sólo un minuto? Volveremos a ese tema…

Harris lo interrumpió.

– Pero yo nunca…

– Es posible -dijo Williams-, pero lo que nos ocupa ahora es saber qué le pasó a Ann cuando se fue de casa. Parece ser que hizo unos cuantos viajes a Londres en autobús. Ahora bien, su hermana la vio cada vez que estuvo allí pero no dormía en su casa. ¿Sabe si conocía a alguien más en Londres? -Harris lo miraba perplejo-. ¿Alguna amiga o compañera de trabajo? ¿Quizás algún familiar?

– Tenía muchas deudas -dijo Harris.

– Eso ya nos lo ha dicho.

– Jamás le pegué.

Williams volvió a suspirar.

– Eso ya nos lo ha dicho.

Le dio un golpe a Bunyan en el brazo y le indicó que le ofreciera un cigarro a Harris. Ella abrió el paquete y se inclinó hacia delante, ofreciéndole el paquete abierto.

– Jimmy, ¿quiere uno? -le dijo.

Los ansiosos ojos de Jimmy Harris acariciaron el paquete de Silk Cut. Se pasó la lengua por los dientes afilados y relamió el pliegue de sus finos labios.

– Sí, por favor -dijo, sin un amago de levantar el brazo y coger uno.

A Williams no le caía nada bien. Había algo malicioso en él, algo diminuto y vil. A Williams le gustaba imaginar que los interrogatorios se desarrollaban en una clase, imaginarse cómo reaccionarían los interrogados antes el orden natural de las cosas, cómo se relacionarían con los demás y cómo reaccionarían ante la autoridad. Seguro que cuando Harris era pequeño, los demás se burlaban de él, le pegaban, le daban patadas y él se levantaba sonriendo y se iba a jugar con ellos.

– Bueno, pues coja uno -dijo Williams, con suavidad.

Harris levantó el brazo despacio, mirando a Williams y a Bunyan, como si esperara que le golpearan la mano. Sacó un cigarro del paquete y encogió el brazo rápidamente. Williams no fumaba pero era un aspecto interesante del interrogatorio, el repentino y falso sentido de comunidad que se creaba durante una pausa para un cigarro.

Bunyan se inclinó para ofrecerle un encendedor, pero había algo en el suelo que le llamó la atención.

– Perdone -dijo Bunyan, agachándose junto a la silla-. ¿Puedo?

Harris asintió y Bunyan cogió un montón de fotos que había en el suelo.

– Jimmy -dijo Williams-, ¿qué puede explicarme de Ann?

Harris se encogió de hombros y dio una calada al cigarro.

– Bebía. Mucho.

– Le dieron una paliza. Una buena paliza. Le dijo a todo el mundo que había sido usted.

– Yo no fui. Jamás le pegaría.

– ¿Cree que está mal pegar a su mujer?

Harris asintió, moviendo la cabeza arriba y abajo. El fino pelo le caía por encima de la oreja y se lo echó hacia atrás con la mano.

– Pero algunas veces -Williams hablaba en voz baja, poniéndose de su lado antes de dar la estacada-, una mujer puede hacer algo imperdonable, como hacerles daño a los niños o salir con otro hombre.

Harris agitó la cabeza. Estuvo en desacuerdo con Williams incluso antes de oír lo que le iba a decir.

– ¿Estaría mal, por ejemplo -dijo Williams-, pegarle a su mujer porque se ha gastado el dinero de la compra en bebida?

Harris levantó la cabeza y se dio cuenta de que los dos lo estaban observando, esperando que dijera algo.

– No se debería pegar a la gente -dijo.

– ¿No se debería pegar a la gente? -dijo Williams, indignado-. O sea, que si alguien les hiciera daño a sus hijos, usted lo permitiría.

Jimmy Harris se quedó cabizbajo. Él estaba allí, alguien les estaba haciendo daño a los niños, los moretones alrededor de sus ojos se oscurecían, se le acentuó el temblor de la mano.

– Por Dios, no -dijo.

– ¿Dejaría que alguien le hiciera daño a sus hijos y usted se quedaría quieto, sin hacer nada?

– No. No.

– Entonces, ¿qué haría?

Harris abrió la boca para decir algo pero se dio cuenta de la trampa que le habían tendido. Se quedó con los dientes apretados para no decir nada y bajó la mirada.

– No siempre está mal pegar a alguien, ¿verdad? -dijo Williams.

Harris miró al suelo y dio una calada al cigarro. Los ojos se le empezaron a llenar de lágrimas. Iba a llorar, estaba bien, estaba bien, se iba a echar a llorar y un hombre que llora no tiene defensas. Lágrimas de culpabilidad se amontonaron en sus ojos de cerdo. Estaba jugando con el cigarro, desesperado, tirando la ceniza en el plato, estaba a punto de derrumbarse.

– ¿De dónde las ha sacado? -dijo Bunyan.

Williams la miró fijamente. Harris estaba a punto de derrumbarse y ella iba y cambiaba de tema. Le pasó las fotos a Williams y él las miró. Eran fotos de la mujer muerta.

– Son fotos de Navidad, ¿verdad? -le preguntó Bunyan a Harris-. Son por Navidad en la Casa de Acogida Hogar Seguro.

– Sí -dijo Harris.

Ella lo miró curiosa.

– Pero, Jimmy, usted nos ha dicho que no la veía desde el mes de noviembre.

Harris parecía confundido.

– Sólo son fotos.

Williams sonrió.

– Jimmy -dijo, todavía sonriendo, incluso después de que los ojos se hubieran clavado en él-, usted dijo que Ann no había vuelto a casa después de estar en el albergue.

– Exacto -dijo, rotundamente-. No volvió.

– Así que, no la ha visto desde antes de Navidad, ¿no?

– No.

– No la ve desde noviembre.

– No.

– Ningún contacto.

– No.

– Está bien, escúcheme atentamente -dijo Williams, muy despacio-. Si una persona sale del punto A llevándose el objeto X… -Sujetó las fotos con la mano derecha, mirando la cara de Harris. Estaba observando las fotos-… y esa persona va hasta el punto B… -puso las fotos en la mano izquierda y los ojos de Harris las siguieron cuidadosamente-… ¿cómo es posible que el objeto X… -tiró las fotos en el regazo de Harris-… aparezca en el punto C?

Harris estaba mirando las fotos, confundido por la historia.

– Las fotos. -Williams le habló como si le estuviera haciendo una confidencia, como si estuviera de su parte-. ¿Cómo es posible que estén en su casa si Ann no volvió a casa?

Harris levantó la cara.

– Pero me las dejaron por debajo de la puerta. -Suspiró-. Creo que, una chica que conozco, ella me las pasó por debajo de la puerta.

Williams agitó la cabeza. A Harris se le mojaron los ojos y él miró hacia arriba. Se había terminado el juego. Iba a confesar.

– Las pasaron por debajo de la puerta. -Suspiró-. No le he vuelto a ver.

– No la ha vuelto a ver -dijo Williams, corrigiéndolo gramáticamente sin darse cuenta-. ¿Igual que no la pegó?

– Jamás le pegaría -dijo Harris, retorciéndose en la silla, poniéndose histérico, perdiendo la poca compostura que pudiera tener-. Nunca, jamás le pegaría. No lo haría.

– ¿No le pegaría si les estuviera haciendo daño a los niños?

Harris estaba llorando, con la mirada fija en el cenicero, enseñando los dientes amarillos y sollozando. El problema eran los niños. Confesaría si ellos estuvieran en un lugar seguro. Quería confesar o, si no, no se habría guardado las fotos.

Williams le hizo una señal a Bunyan y ella se fue al recibidor y llamó por teléfono. El recepcionista de la comisaría de Carlisle le dijo que podían ir a cualquier hora de la tarde. Le dijo que no necesitaban reservar una sala de interrogatorios, que los viernes por la tarde solían estar muy tranquilos. Conseguir contactar con los asistentes sociales sería más difícil. A Bunyan le saltó el contestador, que le dio el número de otro contestador que le dio el número de un móvil que sonó unos treinta y pico tonos y en el que no contestó nadie. Volvió al salón y le dijo a Williams en voz baja que no había podido contactar con los asistentes sociales.

– Jimmy -dijo Williams-, vamos a llevarle a la comisaría de Carlisle para un interrogatorio oficial. Antes de llamar al Departamento de Asistencia Social de Urgencias para que envíen a alguien, ¿no hay nadie que pueda quedarse con los niños?

– ¿Tía Isa?

– Sigue sin contestar nadie, Jimmy. Sus hijos estarán bien con los asistentes sociales.

– Me preocupan.

– ¿Por qué está tan preocupado?

Bunyan se apoyó en la pared. Williams no tenía hijos. Si tuviera hijos no le habría hecho esa pregunta. Parecía que Williams pensaba que había algo siniestro en el temor de Harris por dejar a sus hijos con los asistentes sociales, pero Bunyan lo entendía. Ella tenía una casa limpia para su familia, armarios llenos de comida, la calefacción central encendida en todo momento, a juzgar por las facturas, y aun así no le gustaría que algún funcionario le diera consejos sobre cómo cuidar a sus hijos.

– No los llame -dijo Harris, llorando e intentando hablar con la boca abierta-. Por favor… por el amor de Dios.

– ¿A quién, Jimmy? ¿A quién no quiere que llamemos?

– A los asistentes sociales -dijo-. No llamen a los asistentes sociales.

Williams miró a Bunyan y se agachó junto a la silla.

– ¿Por qué no quieres que los llamemos, Jimmy? ¿Te conocen? ¿Han estado aquí antes?

– Jimmy -interrumpió Bunyan-, ¿a quién más podríamos llamar? Alguien que pudiera quedarse con los niños para que usted pudiera relajarse.

Harris se sentó recto.

– Leslie -dijo-. La hija de Isa, pero no sé dónde vive. Posiblemente en Drum.

Bunyan asintió, confortándolo.

– ¿Leslie está casada?

Harris se quedó aún más desconcertado.

– ¿Se ha casado y se ha cambiado el apellido? -preguntó Bunyan.

– Oh, no. No creo.

– O sea, ¿que también se apellida Findlay?

Jimmy Harris asintió impaciente.

– Debe de vivir en Drumchapel. Todos los Findlay viven allí.

Bunyan volvió a salir al recibidor. Estaba intentando encontrar su dirección cuando, de repente, el nombre le era muy familiar. Lo había oído hacía poco, relacionado con la hermana de la mujer muerta que vivía en Streatham, pero no se acordaba dónde lo había oído. La operadora le dio el número y mientras llamaba a su casa se repetía el nombre una y otra vez.

– Hola, ¿Leslie Findlay?

– No -dijo Cammy-. En estos momentos no está.

– Soy la detective Bunyan de la policía de Londres. Estoy intentando hablar con la señorita Findlay por un tema relacionado con su primo James Harris. ¿Sabe cómo podría localizarla?

– Puede llamarla al trabajo.

– ¿Dónde trabaja?

– En las Casas de Acogida Hogar Seguro. Si no está, puede dejarle un mensaje.


Sarah estaba muy cansada. Su camisa limpia estaba toda arrugada, el pelo sin brillo y se había cambiado los zapatos y se había puesto unas zapatillas de hombre con la piel quemada. Ni siquiera tenía fuerzas para ponerse contenta por los bollos de Chelsea que Maureen le había comprado y que solían ser sus preferidos. Subió con Maureen al piso de arriba y le enseñó su dormitorio.

– Creo que lo tienes todo -dijo.

La cenefa del techo era un dibujo con delicadas hojas y uvas. La cama era grande y blanda. A los pies, apoyada en un banco, había una televisión de plástico con un botón giratorio. Una pequeña puerta en una pared del dormitorio daba directamente a un escalón que llevaba a un baño tipo suite, de mármol negro con espejos que hacían aguas en las paredes y tenía manchas de moho en los grifos.

– ¿Quizá te apetecería ducharte antes de la cena?

– No creo que aguante despierta toda la cena -dijo Maureen, y Sarah pareció aliviada.

– Está bien, si quieres, métete directamente en la cama -dijo-. Como si estuvieras en tu casa. Hay agua caliente y toallas.

– Si alguna vez tengo que limpiar casas, quiero que sea la tuya.

Sarah no entendió la broma, pero vio que Maureen sonreía y ella hizo lo mismo. Debía de haber tenido un día infernal.

– Gracias por dejarme quedar aquí -dijo Maureen.

– De nada -dijo Sarah.

Maureen se dio un baño, pero el agua estaba tan dura que no consiguió hacer ni una pizca de espuma, y se formó una capa aceitosa encima del agua. Se secó con una toalla y se notó la piel escamosa, chirriante, como un vaso recién sacado del lavaplatos.

Cuando salió del cuarto de baño se encontró una bandeja plateada de cocina encima de la mesita de noche. Sarah le había traído una taza grande de té, y un plato tibio de comida india picante. Mientras comía, le llamó la atención algo que había en un extremo de la mesita de noche, justo al lado de la cama: una vieja Biblia con tapas de piel negra restaurada con cinta adhesiva. Sarah debía de tener cientos de Biblias familiares. Maureen se sentó en la cama y encendió la tele en blanco y negro antes de levantar las frías sábanas de lino y meterse dentro. Se durmió escuchando un programa para los televidentes que le advertía de que debía tener mucho, mucho cuidado con el concesionario en el que compraba su Land Rover.


Leslie llamó a la puerta y retrocedió. En el pasillo soplaba un fuerte viento, arremolinando los montones crujientes de desperdicios y polvo en un rincón. Si no fuera por salvar a Isa, no se habría comprometido a venir después del trabajo. Llamó otra vez a la puerta y una rubia bajita con un traje austero le abrió la puerta.

– Hola, ¿Leslie?

– Hola, ¿es usted Bunyan?

– Entre.

Abrió la puerta y Leslie vio a Jimmy sentado en el sillón, hecho polvo y aterrorizado. Levantó la mano y la saludó sin demasiado ánimo, y ella movió la cabeza para devolverle el saludo. Tenía los ojos muy rojos. Los bebés estaban sentados en el suelo delante de él y Alan, el niño que había conocido la noche anterior, estaba de pie detrás del sillón apoyado en el hombro de Jimmy como si estuviera charlando con él. Un hombre gordo y calvo con unas gafas doradas estaba de pie en medio del salón, con un montón de fotos en la mano y mirándola. El niño de la Polaroid la estaba mirando desde el otro lado de la sala.

– Hola -dijo, y miró su casco-. ¿Eres una poli?

– No. -Leslie entró en el salón. Hacía mucho frío y pensó que debería haberse llevado un jersey. Miró a la mujer-. ¿Por qué tienen que llevárselo hasta Carlisle?

– Bueno. -La mujer puso los ojos en blanco-. Queremos grabar el interrogatorio y, como somos una autoridad inglesa, tenemos que hacerlo en Inglaterra.

– Menudo lío, ¿no?

– Sí.

– Leslie -dijo Jimmy-. Gracias por venir.

– No hay de qué, Jimmy -dijo Leslie-. ¿Os vais ya?

La mujer del traje miró al hombre gordo y este miró a Leslie.

– En realidad, señorita Findlay, también queríamos hablar con usted -hablaba con un suave acento de Glasgow, respirando mientras hablaba, tragándose las palabras.

– ¿Conmigo? -dijo Leslie, consciente de que pasaba algo-. ¿Sobre qué?

– Tengo entendido que trabaja en Hogar Seguro.

Leslie frunció el entrecejo.

– ¿Puedo pedirle que me acompañe al pasillo un momento?

Leslie vio la cara de desconcierto de Jimmy. El hombre gordo la llevó por el recibidor hasta la galería, azotada por el viento, y cerró la puerta tras de sí.

– Lo siento mucho -dijo, sonriendo-. No me he presentado. Soy el inspector Williams, Arthur Williams, de la policía de Londres. -Se apoyó en la baranda de la galería y miró los coches que pasaban por la calle, los grandes autobuses amarillos parados recogiendo pasajeros y los coches parados detrás de ellos-. ¿Conoce las circunstancias por las que la señora Harris se fue de la casa de acogida?

– Sí, ya se lo conté a los policías por teléfono. Recibió una carta o algo por el estilo y un par de horas más tarde había desaparecido.

El hombre gordo chasqueó los dedos y la señaló como si acabara de recordarlo todo.

– Es verdad, llegó por correo y usted no entendía cómo alguien podía saber la dirección.

Leslie cogió un cigarro y puso la mano delante mientras lo encendía.

– También creo saber qué recibió en ese sobre.

– ¿Qué?

– Una foto. Una Polaroid que quedó entre sus cosas. Es una foto de su hijo -señaló hacia el piso-, el segundo. Estaba con un hombre bastante grande.

– ¿Todavía tiene la Polaroid?

Leslie dio una calada y mezcló el humo con el aire.

– Oh, no, no la tengo, la tiene una amiga mía.

– ¿Puede conseguírmela?

– Bueno, en estos momentos no puedo localizarla.

El hombre gordo asintió hacia la calle.

– Ya veo, ya veo. -Se metió la mano en el bolsillo-. De hecho, yo tengo una suya. -Sacó un montón de fotos y las miró una a una. Cuando encontró la que buscaba se le iluminó la cara y se la dio a Leslie-. ¿Ve?

Leslie la miró. Era el día de Navidad en la casa. Ann, Senga y las otras residentes estaban de pie, rígidas, delante del árbol de plástico. Leslie estaba detrás de ellas, gruñéndole a la cámara, con las pupilas rojas. El disparador automático no había funcionado. Estaba diciendo palabrotas y justo iba a acercarse a la cámara para ver qué había fallado cuando saltó el flash y tomó la foto.

– Sí -sonrió-. Soy yo. ¿De dónde la ha sacado?

– ¿De dónde cree que las he sacado?

– ¿De la oficina?

– No.

Él estaba sonriendo con benevolencia, parecía bastante afable, Leslie no se sintió amenazada en ningún momento. Le devolvió la foto.

– Pues debe de haberla sacado de la oficina. Sólo hay ocho copias, una para la oficina y una para cada residente.

– ¿Está segura?

– Sí, muy segura. Yo hice las copias. Sé que sólo había ocho copias.

El hombre gordo se puso recto y se pasó la lengua por detrás de los dientes.

– Esta -dijo, descaradamente- es la copia de Ann.

Leslie soltó una risa.

– Nah -dijo-, Ann se dejó la suya en la casa. Yo tengo las copias de Ann.

– Las hemos encontrado en casa del señor Harris.

De repente, Leslie se dio cuenta de que no era ninguna casualidad. El hombre gordo se había colocado entre ella y las escaleras.

– Si yo barajara la posibilidad de que el señor Harris mató a su mujer -dijo, hablando despacio, lo suficientemente alto como para que Leslie lo oyera con todo el tráfico de la calle-, tendría que explicar cómo se las arregló para encontrarla después de que ella se escondiera, ¿no?

Leslie se apoyó en la baranda y dio una larga calada al cigarro.

– Mire, llevo cuatro años trabajando en ese lugar, cobrando y sin cobrar. ¿Cree que pondría todo eso en peligro para decirle a Jimmy que ella estaba allí? Conocí a ese tío ayer por la noche.

El tipo gordo se quedó muy sorprendido.

– ¿Ayer por la noche?

– Sí-dijo Leslie, en un tono muy agresivo-. Ayer por la noche.

– Pero si es su primo.

– Perdimos el contacto -dijo, irónicamente.

– O sea, que una mujer joven y atractiva como usted lo dejaría todo un viernes por la noche para venir aquí y cuidar a sus hijos, ¿no? Toda la noche si fuera necesario. No hay duda de que le ha causado muy buena impresión.

Leslie negó con la cabeza categóricamente.

– Escuche, no lo hago por él. Si no me quedo yo con los niños, lo hará mi madre y ella está enferma del corazón.

Sin embargo, él no la estaba escuchando, estaba mirando el montón de fotos que tenía en la mano.

– ¿Así que usted hizo las copias?

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