20. Malki el borracho

Se hizo de noche muy deprisa y las nubes que venían del norte continuaban tapando el cielo. La carretera era de un negro brillante con destellos naranjas, a causa de las luces de las farolas. Leslie aparcó la moto en un callejón de gravilla en un lateral de la casa, y la ató a la verja, asegurándose de que quedaba camuflada en la sombra, de que no se veía desde la calle. Maureen la dejó allí sola y salió a chafardear por la calle solitaria. Llovía mucho, las gotas rebotaban en el suelo, y estaba muy contenta de llevar ese abrigo tan grueso. Estaba de pie, mirando a izquierda y a derecha, intentando imaginarse cómo se habría sentido Ann estando de pie a su lado, recién llegada a la casa de acogida con el cuerpo lleno de moretones en los huesos y cuatro hijos ausentes, buscando algún sitio para tomarse una copa.

Era una calle ancha, lo suficiente como para que se cruzaran dos carros sin tocarse, y había unos viejos árboles que se levantaban un lado de la ancha carretera. Maureen se levantó el cuello del abrigo y miró la casa de estilo Victoriano, que no estaba adosada a ninguna otra, situada detrás de ella. Estaba hecha con enormes bloques de arenisca rojiza y tenía tres plantas, con un pequeño ático para las habitaciones del servicio. Las casas del vecindario eran igual de impresionantes, separadas de la carretera por un patio delantero de gravilla delimitado por unos muros bajos. Resultaba obvio a los ojos de cualquier observador, que la casa de acogida era más pobre que las demás casas. No había coches delante de la puerta, la hierba del jardín delantero estaba muy alta y había luz en cada una de las ventanas de la casa. Leslie salió de la penumbra y cruzó la calle hasta donde estaba Maureen. Miraron la casa de acogida, se oía una radio a todo volumen a través de una ventana helada del cuarto de baño. El locutor emitía sonidos incomprensibles y había pinchado música dance.

– Hemos arruinado esta casa, ¿verdad? -dijo Leslie.

– No hemos hecho nada que no podamos arreglar -dijo Maureen, mirando calle abajo-. ¿Ann conocía esta zona antes de venir aquí?

– No -dijo Leslie-. Le teníamos que indicar dónde se cogía el autobús para ir a la ciudad.

– De acuerdo -Maureen asintió-. Entonces, se debió limitar a seguir la calle más ancha.

Leslie se encogió de hombros. A unos cien metros, había un cruce señalizado con una luz amarilla que brillaba como una joya en la oscuridad. Caminaron lentamente hacia allí, pasando por delante de casas con coches muy caros aparcados en la puerta. Había una casa que tenía las cortinas abiertas, y se veía a un matrimonio ya mayor y muy elegante sentado en un enorme sofá de piel blanca, mirando la televisión, una de esas con una pantalla gigante. Su delgada hija adolescente entró en el salón y movió los labios, hablando con ellos. Parecía enfadada. Tenía una melena rubia que le llegaba por debajo de la cintura, con un pelo tan grueso, ondulado y joven que habría hecho llorar a cualquier hombre mayor. La madre le dijo algo y ella se golpeó la pierna con el puño y se fue malhumorada. El matrimonio parecía cómodo y satisfecho, y Maureen deseó ser aquella chica, un alegre miembro de una familia agradable, con unos padres lo suficientemente equilibrados como para poder contestarles.

– Bonita vida -dijo, secándose la lluvia de la frente.

– Sí -dijo Leslie-. La hija está aprendiendo a conducir. La veo pasar calle arriba y calle abajo a cinco kilómetros por hora con el Mere.

– ¿Está aprendiendo a conducir con un Mere?

Leslie asintió.

– Dios. -Maureen volvió a mirar otra vez la calidez y la falta de necesidad, con codicia y perplejidad-. Bonita vida.

Los coches y los camiones pasaban por el cruce alumbrado. Se pararon ahí, miraron a ambos lados y Leslie señaló a la derecha. Caminaron unos cien metros hasta que llegaron a las luces blancas de un bar, que brillaban en medio de la lluvia. Era una casa independiente, más amplia y vieja que la suya, blanqueada y con un cartel de plástico de un rojo chillón y dorado. En las repisas de las ventanas había tiestos con flores de plástico. Había un Jeep y un Jag aparcados en el jardín delantero.

– Es imposible que Ann viniera aquí a beber -dijo Maureen-. No lo habría visto desde el cruce y de todos modos, es una cervecería y siempre son más caras. No tendría dinero para demasiadas copas y no me imagino a nadie invitándola.

– Sí -dijo Leslie-, aunque queda bastante cerca.

– Si estuvieras llena de moretones y con ganas de emborracharte, ¿entrarías ahí?

Leslie miró la fachada de la casa.

– No -dijo.

Volvieron hasta el cruce y esta vez fueron hacia la izquierda. Lo único que veían era la fachada de un bar sombrío, un poco más adelante. Era un bar llamado Lismore, poco iluminado y sin ningún cartel en la fachada.

– Ahí -dijo Maureen, y se dirigió hacia el bar.

El Lismore era un bar bastante agradable. El barniz del suelo había desaparecido después de años de sufrir a los clientes arrastrando los pies; una tira de madera desgastada y lijada guiaba a los visitantes por el bar, como una ruta en unos grandes almacenes. Chocaba más la ausencia de música; los únicos sonidos que se oían era el murmuro ondulante de las voces y el ruido de los vasos que fregaban detrás de la barra. En una mesa de un rincón había un grupo de hombres mayores, amontonados los unos encima de los otros, hablando entre ellos. El camarero sonrió automáticamente mientras ellas se acercaban y dejó el vaso que estaba secando.

– Buenas noches, señoras. ¿Qué les pongo?

– Dos whiskys, por favor -dijo Maureen, sacudiéndose la lluvia del pelo.

Se sentaron en dos taburetes en la barra y echaron una ojeada al bar, mientras el camarero les servía las bebidas. Les puso los vasos delante, con un posavasos debajo, y les acercó un cenicero.

– Quizá podría ayudarnos -dijo Maureen, sacando el dinero exacto para pagar las bebidas-. Una amiga nuestra ha desaparecido y estamos preocupadas. Quizá la haya visto.

El camarero cogió el dinero y la miró con desconfianza.

– Depende -dijo.

Leslie sacó la fotocopia del bolsillo. No había hecho su trabajo demasiado bien. Había hecho una fotocopia de la foto de cuerpo entero al doscientos por ciento, de modo que sólo podía verse a Ann de cintura para arriba. Tuvieron que doblar la fotocopia por la mitad para que no se vieran el sujetador y los pechos llenos de golpes, y el color de la fotocopia no estaba bien ajustado: la cara de Ann era de un intenso color naranja y los iris muy negros. Parecía que la hubiera pintado un niño.

– Ah, sí, Ann. Entonces, ¿ha desaparecido? -El camarero hizo una pausa y las miró muy serio-. ¿No os ha enviado su marido, no? Porque sé que él le pegaba.

– No -dijo Leslie rápidamente-. Estamos intentando asegurarnos de que no ha vuelto con él.

– De hecho, ni siquiera queremos encontrarla a ella -añadió Maureen-. Sólo queremos saber si la ha visto.

– De acuerdo. -Se lo pensó un poco-. De acuerdo, no, no sé dónde está. Vino durante una temporada, un par de semanas, tenía el labio partido. Era una de las preferidas de aquellos hombres de ahí. Solía escuchar sus historias y flirteaba con ellos. Sí, era una de sus preferidas.

– ¿Cuándo dejó de venir por aquí? -preguntó Maureen.

– Hará un mes, más o menos. Antes de Nochevieja. Vino el día que había boxeo, pero tuve que echarla. Le estaba suplicando a la gente, ya no pidiendo, sino suplicándoles que la invitaran a una copa.

Leslie se abalanzó encima de la barra, impaciente, dejando las manos colgando por el otro lado de la barra.

– ¿La echó?

– Sí -dijo, y señaló un viejo cartel esmaltado en blanco y negro que estaba colgado en la pared:

prohibidas las camisetas de fútbol

prohibido molestar

prohibida la venta ambulante

– No lo necesito -dijo, limpiando la barra cada vez más cerca del brazo de Leslie, reclamando su espacio.

Leslie se sentó recta.

– Es imposible que le estuviera molestando, ¿está seguro? -preguntó Maureen.

– ¿Ven a esos canallas de ahí? -dijo, refiriéndose a sus únicos clientes. Los viejos lo oyeron y se callaron inmediatamente. El camarero alzó la voz-. Le preguntaban qué obtendrían a cambio de su dinero. Pobres viejos, jugando con la debilidad de la chica a cambio de una copa -bajó la voz-. Para ustedes eso son los jubilados, pueden oler una oportunidad a kilómetros de distancia -dijo refunfuñando, como si la habilidad de los jubilados de encontrar oportunidades fuera una verdad universal tácita.

Maureen se giró hacia la barra.

– O sea, ¿que le estaba molestando?

– No me estaba molestando a mí, mujer, pero soy el dueño del bar, no un buitre, y si estás tan desesperado por una copa no la encontrarás aquí.

– ¿Dónde la encontrarías? -preguntó Maureen.

– En el Clansman. Un par de manzanas más abajo. -Señaló por encima de su hombro izquierdo-. Oí que estaba bebiendo allí. Es un tugurio.

Maureen se terminó el whisky.

– Bien -dijo-. Muchas gracias por su ayuda.

– A servir, señoritas. Vuelvan cuando quieran.

El viento soplaba más fuerte, y Maureen tenía que apartarse el pelo mojado de la cara mientras caminaba. Se alejaron de la calle principal, siguiendo las indicaciones del camarero, pasando por delante de casas cada vez más humildes con ventanas más y más pequeñas. Aquella zona empeoraba con rapidez, los bloques de pisos eran cada vez más altos y más descuidados. Eran pseudocasas, construidas durante los años cincuenta y sesenta con losas de cemento prefabricadas, y se levantaban en los agujeros que habían provocado las bombas alemanas. Tres bloques por debajo del Lismore encontraron un bloque de pisos quemado y cerrado con tablas. El Clansman estaba en la esquina. En la puerta había un hombre muy borracho, aguantándose en una farola, balanceando las caderas como si tuviera las rodillas de mercurio. Las ventanas, heladas, eran altas; una antigua estratagema de los bares para impedir que las mujeres y los niños vieran lo que había dentro. La puerta de entrada cedía ante la presión de los hombres y estaba medio abierta, el olor dulce a alcohol llegaba hasta la calle, tan sutilmente tentador como una señal de feromona. Leslie abrió la puerta, se abrió camino entre la multitud frente a la puerta y Maureen la siguió.

El bar era asqueroso, pero incluso parecía demasiado elegante para los hombres exageradamente borrachos que estaban allí, bebiendo vino y fumando paquetes de diez cigarros Club. La alfombra era tan brillante que parecía de linóleo. Unas luces eléctricas en forma de vela, que había en la pared, se convertían en unos débiles faros tras la nube de humo, y había vasos vacíos por todas partes. Los hombres, borrachos, hablaban a gritos y se reían; algunos entretenían y otros se entretenían, una distinción que sólo quedaba patente mirando quién tenía el dinero en la mano. Tipos duros zarandeaban a tipos disfrazados de gángsteres, los últimos mortales que quedaban de aquella raza, imitando su vocabulario y robándoles las historias. Maureen se imaginaba a Ann en un bar así. No había ninguna mujer y Ann no tendría que soportar a ningún tipo con esperanzas, ansioso por invitarla a una copa y ver qué podía obtener a cambio. Maureen y Leslie se abrieron paso hasta la barra.

– Tú pides las bebidas y yo iré a preguntar por ahí -dijo Maureen gritando, para que Leslie la oyera con todo el ruido que había.

– Esto no me gusta -dijo Leslie, con cora limosa porque estaba asustada.

– Eh, vosotras -dijo una voz profunda y ronca-. Las chicas, vosotras.

Ellas miraron por encima del hombro pero no podían localizar al que hablaba hasta que un hombrecillo llegó hasta ellas. Tenía una cabeza grande y el pelo negro canoso, la mandíbula prominente y los hombros asimétricos a causa de una graciosa curva de la columna. Estaba bebiendo un vaso de vino tinto y les sonreía.

– Me llamo Malki -les gritó, mirando la chaqueta de piel de Leslie, levantando la mano a la altura de la cara para que se la chocasen. Leslie miró la mano y declinó la oferta, pero Malki se tomó el desaire como un progreso y le volvió a sonreír-. ¿Sois polis?

Maureen le susurró algo al oído de Leslie.

– Leslie -dijo, a regañadientes-. ¿Nos sentamos con él? Nadie más habla con nosotras. -Leslie asintió de mala gana y se fue en dirección opuesta a la barra. Maureen fue a pedir las dos bebidas-. Y deja de poner esa cara de enfadada -dijo-. Pensarán que estamos metidas en un lío.

– No pongo cara de enfadada -dijo Leslie bruscamente-. Lo siento, no tengo otra.

– Pero ¿lo sois o no? -Malki estaba mirando la espalda de Leslie-. ¿Sois polis? Me encantan las mujeres, sobre todo las de uniforme. -Soltó una carcajada, mirando primero a Maureen y luego a Leslie. Vio que no le seguían el juego. Sin inmutarse, dejó de reír y bebió un poco de vino.

– Me voy allí -dijo Leslie, señalando una mesa vacía al fondo del local.

– Vale -dijo Maureen-. Vete.

Leslie desapareció entre el gentío y Maureen volvió a su sitio en la barra.

– Oye, Malki -dijo-. ¿Vienes a menudo por aquí?

– Sí, ¿por?

– Estamos buscando a una chica que se llama Ann, ¿la has visto?

Los ojos de Malki iban de un lado para otro.

– No -dijo, y se giró hacia la barra.

Maureen se inclinó hacia él y le sonrió.

– ¿Cómo sabes que no la has visto?

Malki buscaba a alguien con la mirada por todo el bar.

– ¿Me dejarás que te invite a una copa? -dijo ella, rozándole la nariz con un billete de diez.

Malki se relajó un poco.

– De acuerdo -dijo, brindando con ella-. Un tinto grande.

Maureen se inclinó hacia la barra, agitando el billete, intentando llamar la atención de algún camarero. Iban de bólido por todo el bar, llevando bebidas y cobrando, esperando su turno en la caja. Malki, impaciente por su bebida gratis, se alzó en el apoyapiés.

– ¡Camarero! -gritó más de lo que nadie debería hacer en un sitio cerrado-. ¡Camarero!

Un camarero joven se les acercó, se le cerraban los ojos solos, con cara de hastío y cansancio. Movió la barbilla hacia Malki.

– Más vino -gritó Malki, y señaló el billete de Maureen. El camarero movió los ojos del billete a Maureen.

– Y dos whiskys -gritó Maureen.

El camarero dudó un segundo, mirándola, preguntándose qué coño hacía en un lugar como ese. Decidió que no era de su incumbencia y fue a prepararles las bebidas. Malki estaba orgullosos de que le vieran con una mujer y con un billete de diez libras. Sonrió a Maureen.

– ¿Qué tal andas de dinero? -preguntó Maureen.

Malki frunció el ceño.

– La próxima la pago yo -dijo poco convencido.

– No quiero que me invites -dijo Maureen-. Sólo pensé… si andas mal de dinero…

Maureen estaba acercándose íntimamente a él cuando, de repente, el grupo de detrás se separó y un rayo de luz iluminó el lateral de la cabeza de Malki. Maureen miró de cerca la oreja de Malki y se encontró a unos milímetros de las espinillas más grandes y purulentas que jamás había visto. Echándose hacia atrás con náuseas, se reprimió y volvió a hablar a gritos, pero ahora mirando por encima de su hombro.

– Pensé que, como yo quiero información sobre mi amiga, quizá tú podrías encontrarle un uso a un billete de cinco libras, o algo así, ¿no?

Malki levantó la mirada, con un rayo de avaricia en los ojos. Se quedó quieto y volvió a mirar por todo el bar. Quien fuera que estaba buscando, no estaba. Malki se volvió hacia ella.

– Nos sentaremos -dijo, dirigiéndose al camarero que ya venía con sus bebidas.

Maureen pagó y los dos llevaron los grasientos vasos hasta Leslie. Estaba sentada sola, en una mesa sobre una tarima, a la que se llegaba subiendo dos escalones, con una mirada fija y desafiando a cualquiera que se atreviera a hablar con ella. Nadie lo había intentado. Se sentaron y repartieron las bebidas encima de la mesa sucia. Maureen le ofreció a Malki un cigarro y él lo cogió.

– Entonces, ¿quieres cinco libras? -le preguntó ella mientras le encendía el cigarro.

– No -dijo-. Pero quiero diez. -Sonrió, arrugando los ojos; no era tanto una sonrisa como una máscara.

Maureen dudó un segundo, intentando parecer reacia a esa idea, para que no volviera a subir la cantidad.

– De acuerdo -dijo finalmente-. Pero nos vas a contestar a todo, ¿vale?

Malki miró su vaso de vino lleno.

– Dámelos ahora -dijo.

Maureen agitó la cabeza.

– Después -dijo Maureen, deseando que se les hubiera acercado cualquier otro baboso menos ese.

– Ahora.

Maureen se reclinó en la silla.

– Olvídalo -dijo.

Malki tardó menos de treinta segundos en tirarle de la manga.

– Vale, vale -dijo-. Después.

Maureen sacó la fotocopia doblada, desrizándola por debajo de la mesa, en las rodillas de Malki. Él miró hacia abajo.

– ¿La reconoces?

Malki asintió con fuerza, mirando el vaso, imaginándoselo lleno otra vez.

– ¿Cuándo estuvo aquí?

– Hace semanas, desde entonces no la he vuelto a ver.

– ¿Dónde fue?

– No lo sé. Sencillamente ya no viene por aquí.

– ¿Hablaste con ella?

– Lo intenté. -Malki sonrió, cachondo-. Siempre lo intento.

– ¿Con quién se relacionaba?

Obviamente, esa era la pregunta que Malki quería evitar. Miró las caras de la gente del bar.

– Con todos -dijo-. Todos somos amigos.

– Puedes decírmelo -dijo Maureen, flirteando con él-. Es amiga mía.

Sin embargo, Malki no estaba jugando. Tomó un trago de vino y apagó el cigarro muy nervioso, mirando a la izquierda y girando la vista tan deprisa que Maureen supo que había visto algo.

– ¿Se relacionaba con alguien en particular?

Volvió a sonreír arrugando toda la cara.

– ¿Sois polis?

– No -dijo Maureen, inclinándose sobre la mesa, estrechando el círculo, reduciéndolo otra vez a ellos dos solamente-. Mira, Malki, su marido le pegaba. Queremos asegurarnos de que no ha vuelto con él.

Todavía con la sonrisa en la boca, Malki agitó su gran cabeza hacia ella.

– No está con su marido -dijo, a regañadientes.

– ¿Está con otro hombre?

Malki estaba a punto de responder. Estaba al borde de la indiscreción, balanceándose en el precipicio, mirando hacia abajo y mareándose. Leslie se sentó recta para aumentar la presión y volvió a pisar terreno estable. La miró.

– Tía, tienes un culo precioso -dijo gritando.

Leslie quería darle un guantazo y Malki se dio cuenta.

– Dame mi dinero -dijo.

Maureen estaba consternada.

– Pero si no me has contestado.

– Sí que lo he hecho -dijo Malki, dispuesto a montar un número si no le conseguía el dinero.

– Malki, este es el trato -dijo Maureen-. Deja aquí el vaso. Ve al baño y vuelve, y te daré las diez libras. ¿De acuerdo?

Malki parecía desconcertado.

– Sé que está aquí -dijo Maureen-. Sé que has mirado por el bar y lo has visto. Así que, vas al baño y cuando pases por su lado te rascas la cabeza, y yo lo sabré. De ese modo tú no me dices nada y yo igualmente te doy el dinero. ¿Vale?

Malki se quedó ahí de pie, reacio a dejar el vaso en la mesa, pero todavía más reacio a alejarse de alguien que sostenía su billete de diez libras.

– Es la única manera que tienes de conseguir el dinero -dijo ella.

Se quedó quieto mirando su vaso.

– Creo que me llevaré el vaso -dijo, y se levantó-. Así siempre me quedaré con algo.

– Puedes comprarte diez vasos de vino con diez libras, Malki. Te puedes pasar aquí toda la noche, ¿no crees?

Malki se adentró entre el gentío arrastrando los pies. Cuando había recorrido una tercera parte de la barra, levantó bien alta la mano y se rascó la cabeza. Estaba en medio de un grupo de borrachos y podía referirse a cualquiera, pero Maureen supo inmediatamente a quién se refería. Estaba más gordo, con la cara hinchada y llorosa, colorado por la bebida, pero lo reconoció. Era un palmo más alto que los que estaban a su alrededor, llevaba un abrigo impermeable y estaba bebiendo medio vaso de vino tinto. La estaba mirando, y él también la reconoció. Levantó una mano, apartó a los tipos que estaban delante de él y se dirigió hacia la mesa de ellas.

– Por Dios Santo -dijo Maureen, retrocediendo en su asiento-, Mark Doyle.

– ¿Qué? -preguntó Leslie.

– Mark Doyle, el hermano de Pauline -susurró Maureen.

Leslie no la había entendido pero él estaba de pie junto a su mesa antes de que pudiese volver a preguntar.

– ¿Cómo estás? -dijo Maureen.

– Eh, ¿qué estáis haciendo por aquí? -arrastraba las palabra al hablar, igual que un tipo duro que está acostumbrado a tener los labios hinchados por los golpes de las peleas. Se quedó junto a la mesa, mirándolas.

– Estamos buscando a una amiga -dijo Maureen.

Él asintió despacio y la miró. Tenía la piel muy dañada, llena de escamas y excesivamente reseca. Tenía una herida abierta debajo del ojo izquierdo de la que salía un líquido transparente, y el cuero cabelludo se le desprendía a pedazos debajo de su pelo grueso.

– ¿Cómo se llama vuestra amiga? -dijo.

– Ann -dijo Leslie, levantando la cara para hacerle frente-. Se llama Ann.

Mark Doyle se sentó en la silla vacía de Malki, dejó la bebida en la mesa y se tocó el tobillo con la mano. Por un segundo, Maureen pensó que llevaba un cuchillo en el zapato y se estremeció antes de darse cuenta que sólo se estaba rascando la pierna. Sacó un cigarro del paquete y lo encendió. Puso la mano, grande y escaldada, encima de la mesa. Acabó de rascarse y levantó la mirada, curioso, y parpadeó despacio como si estuviese borracho o meditando.

– Te he visto antes -le dijo a Maureen-. Pero no recuerdo dónde.

– Creo que -Maureen estaba aterrada-, conocía a tu hermana.

– ¿A Pauline? -dijo con nostalgia-. ¿Conocías a Pauline? -Se quedó con la mirada fija en la mesa y Maureen lo observaba. Él levantó la mirada-. ¿La conocías bien? -Mark estaba observando la cara de Maureen, intentando descubrir lo que ella sabía.

Maureen le dio una calada al cigarro. Él todavía la miraba, esperando una respuesta a su pregunta, con los ojos cansados y viejos, amenazadores como un cuchillo.

– No -dijo ella-. No muy bien. Estaba en el funeral por mi amiga…

Moviéndose ligeramente, se las arregló para inspirar, hinchando el pecho hasta llenar la camisa arrugada.

– ¿Conoces a Ann? -dijo Maureen, cambiando de tema antes de que él volviera a lo mismo.

Él se encogió de hombros despreocupado. Maureen sacó la fotocopia y la dejó delante de él, encima de la mesa sucia. Los ojos negros de Ann lo miraban directamente.

– Sí, estuvo aquí. Pero no ha vuelto desde hace un tiempo. La vi en Londres.

Leslie se abalanzó sobre la mesa.

– ¿En Londres?

Él se giró hacia ella.

– Sí. En Brixton. En un bar llamado Coach and Horses. Mucha gente de Glasgow se reúne allí para beber.

– ¿Cuánto hace que la viste? -preguntó Maureen.

– Un mes, más o menos. -Hizo una pausa y se quedó mirando sus manos-. Iba con malas compañías. Eso es algo muy malo para una mujer. Yo ya se lo advertí.

Miró a Maureen, con los ojos brillantes y completamente abiertos, diciéndole algo que ella no entendía. Sintió que se le helaba hasta el corazón. Mientras Maureen doblaba la fotocopias con manos temblorosas, Mark Doyle se levantó y se alisó el abrigo. Ella no debería estar sentada ahí, tranquilamente en compañía de ese hombre. Por respeto a Pauline, lo mínimo que podía haber hecho era insultarlo.

– ¿Cómo está tu hermano? -preguntó ella.

La pregunta lo cogió desprevenido.

– Está muerto, ya sabes… -se limitó a decir, y cruzó con aire arrogante el bar lleno de humo.

Maureen lo miró. Era alto, con la espalda muy ancha, un hombre fuerte con una sombra de conciencia.

Malki volvió a la mesa, con un vaso vacío en las manos. No se movió para sentarse sino que se quedó de pie junto al codo de Maureen, evitando que nadie del bar viera las manos de ella.

– ¿A quién te referías? -preguntó Leslie, inclinándose sobre la mesa mugrienta y señalándolo-. ¿Al tío alto, con las manos llenas de costras?

Malki asintió.

– Enhorabuena, Malki. -Maureen le dio el billete de diez.

En el mismo instante que el billete estuvo en su bolsillo, ellas dejaron de existir para él. Dio media vuelta y se marchó sin decir nada.

– Larguémonos de aquí -dijo Maureen.

Se marcharon, apartando a la multitud, y los ojos hambrientos de Mark Doyle las siguieron hasta la puerta, recordando sus caras. Maureen caminó tan deprisa que, al llegar al albergue estaba jadeando.

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