18. Interesada

El sol invernal al amanecer era una viga horizontal abrasadora que recortaba el plano cuadriculado de la ciudad, dejando trozos irregulares de escarcha y charcos helados en los cruces de las calles. Las sombras de los peatones eran de casi cinco metros y los grandes edificios Victorianos se derretían en el suelo. Leslie giró la esquina, reduciendo la velocidad a medida que se iba acercando al semáforo.

Maureen iba sentada detrás, con la cabeza por encima de la de Leslie, los bajos de su abrigo rozaban los coches y el pelo que salía del casco flotaba en el viento. Se trasladó mentalmente al pasado, a la profunda calma y al torbellino del viento que la esperaba en el alféizar de la ventana. Aún estaba viva y tenía un día más, ocupándose de los problemas de Ann y de Jimmy y sintiéndose bien por momentos. Miró a la gente que paseaba por la calle y se dio cuenta de que el mundo debe estar lleno de personas que intentaron suicidarse la noche anterior, personas que hoy se habían levantado, con náuseas y decepcionadas, que tenían que ir a trabajar, viviendo el día después. Pensó en Pauline, y le vino a la cabeza la idea de que el suicidio nunca es la declaración definitiva; era un impulso, una coma, no un punto y aparte. Si ella hubiera saltado por la ventana, la coma hubiera sido eterna, como con Pauline, un silencio lleno de expectación que queda ahí para la eternidad sin la posibilidad de resolverlo.

Pensó en la mano menuda de Winnie y ya estaba otra vez. Estaba llorando debajo del casco, tan sentimental como una divorciada en Nochevieja. Y entonces, por un claro e iluminado momento, tuvo la imagen de cómo sería todo si ella estuviera equivocada. Michael sería un padre pródigo, que sería muy bienvenido tras su larga ausencia. Una y Marie serían sus pacientes hermanas, esperando que ella actuara como una hermana con ellas. Y Winnie, la madre generosa, luchando por el cariño de su hija trastornada a pesar de haber sido rechazada miles de veces. Todo era muy sencillo desde el otro lado.

Leslie se detuvo delante del semáforo en Woodlands Road y Maureen alzó la vista. En el escaparate de una tienda abandonada había dos pósteres de su campaña de Hogar Seguro. Leslie y Maureen se dieron un codazo, recordando aquella mañana a las seis y media, con las manos pegajosas después de estar encolando pósteres toda noche, mientras soplaba el viento del amanecer y los somnolientos trabajadores del turno de la mañana esperaban en la parada del autobús. El semáforo se puso en verde y Leslie aceleró calle arriba.

El pasillo del edificio de Siobhain olía a gato y a lejía y a comida caliente. En la puerta de enfrente, la televisión estaba muy alta y hablaba alguien con tono apremiante y en otro idioma. Leslie llamó a la puerta y retrocedió. Siobhain abrió la puerta con la cadena puesta y las miró por el hueco de unos cinco centímetros. Era muy guapa. Tenía la piel blanca como la luna, los labios de un rosa salmón, incluso las canas entre su melena negra parecían brillantes.

– Estoy mirando la televisión -dijo, con una voz susurrante aunque contundente, que parecía una orden para hablar más bajo.

– ¿Podemos entrar, de todas formas? -dijo Maureen-. Venimos desde la otra punta de la ciudad para verte.

– Pero es que están dando «Quincy».

Al otro lado del recibidor se oía la televisión monolítica, parloteando mientras Quincy hacía nuevos amigos, les solucionaba los problemas y luego no los volvía a ver jamás. Douglas le había dado a Siobhain un fajo de billetes antes de morir y ella se lo gastaba esporádicamente en cosas caras. La televisión de pantalla gigante era el deleite de Siobhain. Hablaba de ella como de un caballo nuevo, de lo bien que funcionaba, de lo bonita que era, de que no conocía a nadie con una televisión tan buena como la suya. A veces, cuando estaban sentadas viendo la tele, se giraba hacia Maureen con una sonrisa y le decía «escucha el sonido, mira el color, ¿no es genial?». También se había hecho socia de un videoclub y alquilaba comedias románticas y películas de terror de serie B cada noche. Como no tenían muchos temas de conversación durante sus visitas quincenales, Maureen le había hablado de las películas de Liam. No eran muy buenas y no contaban ninguna historia, pero pensó que quizá le gustaría ver una película y hablar con el director. A Siobhain no le gustaron nada. Liam estaba sentado en una punta del sofá beige cuando pasaron los veinte minutos de cinta y Siobhain se giró y le preguntó, sinceramente, por qué se había molestado en rodarla.

Leslie se puso enfrente de Maureen.

– Oye, Siobhain, sólo hemos venido para ver si estás bien.

Siobhain frunció su bonita boca.

– Deberíais haberme llamado antes de venir -dijo-. Esto no es un salón de té.

– Intentamos llamarte -dijo Leslie-, pero has vuelto a apagar el móvil.

Como la mayoría de personas con algo de dinero ahorrado en Inglaterra aquellas Navidades, Siobhain había sentido la necesidad de llevar un teléfono en el bolsillo a todas horas y se había comprado un móvil, pero no soportaba el ruido que hacía. Se olvidaba de recargarlo y lo guardaba en un cajón de la cocina para no oírlo, si sonaba.

– Oh, supongo que sí.

Siobhain cerró la puerta, sacó la cadena y las dejó entrar, cerró la puerta y volvió a poner la cadena. Dibujó una sonrisi-ta complacida y reservada, como si fuera por ahí sin bragas, y les indicó con la mano que entraran en el salón.

Siobhain no cuidaba demasiado su imagen. En general, se ponía lo primero limpio que encontraba. Hoy llevaba un jersey de golfista rojo, ceñido en la cintura, y unos pantalones de chándal de nailon naranja que hacían ruido cuando andaba. Después de salir del psiquiátrico, había hecho todo lo posible por engordar. Una vez la vieron desayunar, media barra de pan mojada en un tazón de leche entera. Tampoco se preocupaba demasiado por la decoración de su piso. Unos asistentes sociales, con la mejor intención del mundo, habían decorado el piso, pintaron las habitaciones con pintura plástica de color beige, el suelo estaba forrado con alfombras beige y los muebles eran, básicamente, de color beige. Por lo general, Maureen no prestaba atención al significado espiritual de la decoración de una casa, pero el piso de Siobhain le marchitaba el alma. Lo único interesante del salón era el cuadro. Había utilizado el dinero de Douglas para encargar un óleo de su hermano muerto a partir de una fotografía y lo tenía colgado encima de la chimenea. Parecía exactamente una fotografía enmarcada, los gestos espontáneos del niño, levantando un dedo y medio guiñando un ojo, de repente cobraban un sentido indescriptible. El niño pequeño estaba de pie mirando a la cámara con una sonrisa triste, con las rodillas rosadas por de-bajo de los pantalones cortos, las botas de agua rojas llenas de barro.

Las condujo al salón e hizo sentar a Leslie en el sillón y a Maureen en el lado del sofá que estaba junto a la puerta, para que ella estuviera más cerca de la televisión y no se perdiera nada de lo que Quincy dijese. Leslie cruzó las piernas, apoyando una de las botas de motorista en el brazo del sillón. Siobhain le recriminó el gesto.

– Saca los pies de los muebles -le ordenó-. Por favor.

Leslie chasqueó la lengua y sacó la pierna. Se quedaron calladas, escuchando cómo Quincy le resumía el caso a su ayudante. Siobhain se inclinó sobre el sofá y cogió del suelo dos álbumes de fotos de plástico azul y se los puso encima de las piernas. Se sentó con ellos sobre las rodillas, dándoles golpes con las uñas esporádicamente, riendo cuando Quincy hacía alguna broma. Empezaron los anuncios.

– ¿Habéis traído algo para comer? -le dijo a Maureen.

– Creo que tengo unos chicles.

Maureen sacó un paquete de chicles aplastado del bolsillo trasero de los pantalones. Siobhain extendió la mano mientras Maureen sacaba a presión dos grageas brillantes y se quedaba con una. Leslie no quiso ninguna. Se quedaron sentadas, mascando chicle hasta que Siobhain se giró hacia Maureen, puso un álbum en su falda, se levantó lentamente, fue hacia Leslie y le dio el otro álbum.

– Echadles una ojeada -dijo, y se volvió a sentar.

Maureen lo abrió por la primera página. Debajo del papel de celofán, saltaba a la vista una cacofonía de color por toda la página. Eran fotos recortadas de revistas, de un papel muy fino. Eran fotos de bebés, de modelos y personas de la vida pública, fotos de tubos de pasta de dientes, botellas de ketchup, casas, coches nuevos y premios de competiciones deportivas.

Cada foto había sido recortada con mucho cuidado, ningún detalle era tan insignificante como para que fuera olvidado. Eran perfectas. En la página siguiente esperaba otro derroche de color, y en la siguiente y en la otra. Debió de tardar horas en hacerlo. Siobhain estaba encantada por sus caras de sorpresa.

– ¿Ves? -dijo, con una sonrisa en la cara.

– ¿Si veo el qué? -le preguntó Leslie.

– Mis cuadros -dijo Siobhain.

Maureen sabía que Siobhain se tomaba su medicación religiosamente y sabía que estaba en tratamiento por una depresión, pero no sabía cómo tomarse aquello.

– Están hechas por y para mí. ¿Os gustan?

Maureen sonrió, incómoda por la situación.

– Sí, pero ¿de qué tratan?

– Hablan de mi gente -dijo Siobhain-, de cuando era pequeña y de los mártires.

Leslie le enseñó una foto de un bebé en una bañera, con un gorro de espuma de jabón.

– ¿Esta habla de los mártires?

– De mi madre bañando bebés en Sutherland -dijo, y se quedó quieta.

– ¿Deberías de estar haciendo esto, Siobhain? -dijo Leslie, pasando la página y mirando un folleto turístico de Mallorca.

– Sí, sí, son de mis libros -dijo Siobhain, moviendo la cabeza hacia un montón de revistas sensacionalistas mutiladas detrás de la televisión-. Me los han dado en el centro de día. Puedo hacer con ellos lo que quiera. -Señaló la foto que Leslie estaba mirando-. Shangri-La.

– ¿Cuánto has tardado en hacer todo esto? -preguntó Maureen.

– Toda la noche de ayer y esta mañana -dijo solemnemente, como si hubiera batido un récord histórico. Señaló el álbum de Leslie-. Pasa unas cuantas páginas, esa, esa, mira esa.

Era la foto de un coche. Maureen miró a Siobhain. No parecía inestable ni cambiante pero estaba bastante agitada y las fotos eran muy raras. Puede que también recibiera cartas de Angus, debió de haberse aumentado la dosis de medicación si la perturbaban, eso explicaría por qué estaba tan agitada. Siobhain le sonrió, no la sonrisa somnolienta que Maureen conocía, sino una amplia sonrisa consciente.

– ¿Te gustan? -dijo, esperanzada.

– Para ser honesta, no las entiendo demasiado bien -contestó Maureen.

Siobhain asintió.

– No -dijo-. Ya lo sé. Hablan de una historia que tú no conoces, sobre mi casa y mi gente.

Maureen estaba completamente perpleja.

– ¿Estás pensando en volver a casa? -le preguntó.

– No. Mi casa ya no existe. -Le dio un golpecito al álbum de Maureen-. Ahora está todo aquí.

Leslie dejó su álbum en el suelo y se levantó.

– Necesito ir al baño -dijo, y se fue hacia el oscuro recibidor.

– Si olvidas de dónde vienes -dijo Siobhain, cuando Leslie hubo salido del salón-, si olvidas a tu gente, es como si los traicionases, ¿no crees?

Maureen se aclaró la garganta.

– ¿Recibes muchas cartas, Siobhain?

– No -dijo, y volvió a mirar el álbum de Maureen-. ¿Qué te parece esta?

– Es bonita -dijo Maureen-. Bueno, ¿y qué más has es-todo haciendo? ¿Has ido al centro de día?

– Sí.

Maureen se rascó el brazo.

– ¿Cómo está Tanya?-dijo.

– Bien.

Maureen no sabía cómo preguntarle por Angus sin asustarla.

– ¿Las entiendes ahora? -preguntó Siobhain.

– Un poco. ¿Recibes cartas?

– No muchas. -Siobhain mascó chicle un momento, mirando hacia el recibidor por si veía a Leslie-. ¿Por qué tarda tanto? Espero que no esté revolviendo mis cosas.

– ¿No has recibido ninguna carta últimamente?

Siobhain suspiró y miró a Maureen con insolencia.

– No. Ninguna carta. Cero -dijo, con rencor-. Y deja ya de preguntarme por eso.

– ¿Estás segura?

– Mira -dijo Siobhain, insidiosa y tranquila, como una canguro intimidadora metiéndose con un niño mientras los padres no la oyen-. No soy tu paciente. No puedes venir a mi casa a media mañana y empezar a hacerme preguntas.

– Lo siento -dijo Maureen, que notaba que iba a llorar otra vez-. Yo sólo… No entiendo las fotos.

Siobhain volvió a mirar hacia el recibidor.

– Ya sé que no las entiendes -susurró-. ¿Eso no quiere decir que esté equivocada, verdad?

Maureen la miró. Ya tenía un poco de color en la cara, las mejillas se le habían sonrojado. Le tocó el pelo, poniéndoselo detrás de la oreja. Parecía tan distinta, como alguien que a Maureen conociera de quien sería amiga, como una chica de su edad.

– Siobhain, nunca te había visto así.

– Hace mucho tiempo que no me sentía así.

– ¿Así, cómo?

Siobhain tocó el álbum de Maureen y la miró a los ojos.

– Interesada por algo.

Oyeron la cadena del váter y la puerta del baño se abrió, escuchándose más el ruido. Siobhain esperó hasta que Leslie se sentó y se acomodó en el sillón para decirles que tenían que marcharse porque ahora empezaba su serie favorita.


El pasillo estaba mojado y brillante, y las escaleras resbalaban.

– ¿Crees que deberíamos llamar al médico? -dijo Maureen, cuando salieron a la luz cegadora del sol.

– No lo sé. Es bastante rara casi siempre.

– Pero está muy agitada. Los depresivos no se agitan a no ser que les esté pasando algo.

– ¿Le preguntaste por lo de las cartas?

– No le está escribiendo -dijo Maureen.

– Entonces, ¿sólo te escribe a ti?

– Sí.

– Bueno, ella sabe más de él que tú. Si fueran amenazas de verdad, también le escribiría a ella.

– Pero, si no son amenazas -dijo Maureen-, ¿qué son?


Había mucho tráfico en Duke Street y había un atasco porque varios autobuses trataban de abrirse paso entre los peatones. La luz mordaz del sol se reflejaba en toda la calle, cegando a todos los que se dirigían al oeste, y reflejándose en los retrovisores de los que iban hacia el este. Leslie se metió entre los coches, provocando a los taxistas y continuó por el carril central, manteniendo la cabeza baja para aprovechar la poca sombra que pudiera hacer la visera del casco. Pasaron un cruce y siguieron colina abajo, dejando atrás el matadero y la cervecería. Se pararon en el semáforo que había enfrente del Model Lodging House Hotel, un ruinoso refugio para vagabundos que se había construido a la sombra de la Necrópolis. Detrás de una barrera de protección de peatones, había un grupo de hombres con la cara sucia y de edad indeterminada acumulados en las escaleras, bebiendo cerveza de lata y fumando cigarros, mirando calle arriba y abajo.

Leslie aparcó enfrente de la oficina y dejó a Maureen en la moto mientras ella subía. Katia y Jan estaban en el portal apoyadas en el ventilador de la panadería, calentándose las cabezas con el aire caliente y manteniendo una conversación poco natural. Se sentó en la moto dándoles la espalda y no se quitó el casco. Si le estaba pasando algo, quizás es que estaba enferma. Quizá se había equivocado al pensar que ya no necesitaba ir al psiquiatra. Quizá su familia tenía razón respecto a ella, quizás estaba loca. Le estuvo dando vueltas a esa idea, disfrutando con la posibilidad, filtrándola por su mente como si fuera arena cálida entre los dedos. No le pasaba nada. El lo había hecho y su familia se puso de su parte y el mundo era un lugar oscuro y de desesperación.

Leslie estaba a su lado, jadeando de nerviosismo.

– La policía la ha llamado un par de veces pero aún no han ido a verla, y Senga me ha dicho que podemos ir mañana.

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