19. Galería

Tenían un par de horas libres y Leslie sentía hambre y quería ir a cenar. Dijo que la única cena decente en Glasgow era la de Frattelli e insistió para que volvieran a Drumchapel. Maureen no quería volver a casa de Leslie. Tenía el presentimiento de que Leslie y Cammy vivían juntos y no estaba segura de si lo de Frattelli era una excusa de Leslie para volver y verlo. Nunca hasta entonces le había mencionado Frattelli. Sin embargo, Leslie la avergonzó tanto que al final aceptó y volvieron por Great Western Road, adentrándose en una dorada puesta de sol.

En Frattelli ya empezaba a formarse cola a la hora del té. Los padres compraban cinco raciones de patatas cuando volvían del trabajo y los solteros iban en busca de un plato caliente. Maureen se sintió aliviada cuando Leslie pidió dos raciones de pescado para ellas y nada para Cammy. También pidió una botella de vino blanco y dos barritas de chocolate como postre. Maureen insistió en pagar.

– No seas tonta -dijo Leslie-. Fue idea mía venir aquí.

Sin embargo, Maureen se le adelantó y sacó un billete de diez libras. Pusieron la bolsa de plástico en el lateral de la moto y Leslie aceleró como una poseída para llegar a casa antes de que las patatas se enfriaran. Cammy no estaba y la casa estaba a oscuras, pero había dejado una nota a mano en la cocina y Leslie la leyó, se rió indulgentemente para sus adentros y miró a Maureen como si se sorprendiera de verla allí.

– Se ha ido al fútbol -dijo.

– O sea, que estáis viviendo juntos -dijo Maureen, cogiendo dos viejos platos planos de la Barbie del armario para ponerlos encima de los manteles individuales.

– A medias. Vive con sus amigos pero pasa la mayor parte del tiempo aquí.

– ¿Le has dado una copia de la llave?

Leslie le lanzó una mirada fulminante. Siempre había jurado que jamás le daría la llave de su casa a ningún hombre porque veía lo que les pasaba a las mujeres del albergue. Era siempre la misma trampa. Las mujeres conocían a un tipo agradable, se enamoraban, y él poco a poco se iba instalando en su casa. Les daban una copia de la llave para una mayor comodidad y cuando ellos les pegaban, la solución más práctica para ellas era marcharse y dejar que ellos que se quedaran con el piso.

– No -dijo, desenvolviendo su cena y arreglando el papel alrededor del plato-. El señor Gallagher, que vive enfrente, le abre la puerta -se sonrojó y cogió dos vasos de la Barbie del armario, descorchó la botella y llenó los vasos meticulosamente mientras Maureen la observaba.

– ¿Le has dado una copia, no?

– Sí -dijo Leslie, dejando la botella en la mesa dando un golpe-, le he dado una copia. ¿Contenta?

Maureen le sonrió.

– No te enfades conmigo, Leslie, no fui yo quien impuso tus ridículas normas.

– Vale, ¿por qué la has tomado conmigo?

– Leslie -dijo Maureen-, tú la has tomado contigo misma.

Leslie la emprendió con la comida.

– No sé. Te pasas años dando esos consejos y cuando te ocurre a ti, no sé, sólo sé que pierdo el control cuando se trata de él.

– Ya -dijo Maureen, desenvolviendo su ración-. Ya lo sé.

Leslie miró por la ventana y se cruzó de brazos. Parecía horrorizada.

– A veces -dijo, con la voz reducida a un susurro y sin que pudiera hacer nada para cambiarla-, le preparo la cena para cuando llegue.

– Uy, uy, uy -dijo Maureen-, eso es muy mala señal. Dentro de un mes, estarás muerta.

– ¿Es una mala señal? -dijo Leslie, nerviosa.

Maureen se dio cuenta de que no bromeaba.

– Sólo te has enamorado de un chico. Disfruta siendo tú misma.

– Pero no me siento yo misma.

– En eso consiste enamorarse. Tan sólo pierdes el control y te sientes rara. Se supone que es bonito. ¿No lo es?

– ¿Tú te sentiste así con Douglas?

Maureen apartó las patatas más marrones, las más pasadas que habían frito dos veces y que sabían a caramelo, y se quedó pensando. No recordaba demasiado bien la relación, toda la ternura y los buenos momentos se perdieron con el violento final, pero supuso que sí que debió de sentirse así, y su comportamiento debió de ser tan confuso como el de Leslie. Douglas estaba casado, era mayor y un poco rapaz. Cuando pensaba en ello, se imaginaba lo enfadada que debía de estar Leslie y empezaba a ser un poco más comprensiva con Cammy, pero entonces se acordaba de que a Leslie no le gustaba Douglas y de que nunca se había esforzado por ser ni siquiera un poco amable con él.

– Supongo que sí -dijo, recogiendo el plato y el vaso y tapando la botella con la servilleta-. Se me está enfriando la cena.

Afuera, en la galería, pasaron por encima de los tiestos con plantas muertas y se sentaron en unas sillas de playa de colores, con los platos en las rodillas y comiendo con las manos. Se crearon unas nubes de vapor aromático cuando empezaron a comerse el pescado, llenando la galería con un tentador olor a vinagre.

La galería daba a una gran explanada. Los chicos del edificio se reunían allí; los mayores charlaban entre ellos en grupos, vigilando a sus hermanos pequeños mientras estos montaban por turnos la bicicleta de montaña alrededor de los montículos, y salpicando con los charcos de barro. Leslie tenía razón con lo de las cenas de Frattelli. El pescado era fresco y consistente y las patatas estaban crujientes.

– Bueno, ¿verdad? -dijo Leslie, clavando los dientes en le rebozado hasta llegar a la tierna carne del pescado.

– Delicioso -dijo Maureen.

Cada vez había menos luz. El cielo amarillo brillante estaba teñido con unas vetas de nubes naranjas y finas. Unos nubarrones negros acechaban en el horizonte. Maureen se reclinó y suspiró ante el plato lleno de comida.

– Dios, no sé si me lo podré acabar.

– Más te vale, porque si no te vas a quedar sin barrita de chocolate.

Maureen sonrió ante el paisaje de montículos embarrados y el cielo inmenso.

– La otra noche también dejaste la ensalada de queso -dijo Leslie, con calma-. ¿Comes bien?

Los hábitos alimenticios de Maureen siempre eran un buen medidor de su estado mental. Tragaba con dificultad siempre que tenía algún problema porque se le cerraba la garganta. Cuando tuvo la crisis, perdió casi veinte kilos y tuvieron que alimentarla a base de purés y cosas trituradas en el hospital.

– Sí, como bien -dijo.

– Bueno, pero ¿cómo estás?

Maureen sacó su paquete de cigarros.

– Triste. Estoy muy triste. No estoy enfadada ni alterada ni nada, sólo muy triste.

– Quizás estás sacando la pena por la muerta de Douglas.

– Siento como si estuviera sacando la pena por todo. -Le ofreció un cigarro a Leslie-. No dejo de llorar. No puedo controlarlo y siempre me pasa en los momentos más inoportunos, como en medio de una discusión, o en el supermercado o sitios por el estilo.

Leslie cogió un cigarro y dejó el plato en el suelo, subiéndose el cuello de su chaqueta de motorista para protegerse del frío.

– Si es pena, es bueno -dijo.

– ¿Por qué?

– Porque está curando y la pena no es infinita.

– Pero parece infinita.

En la calle, un chico muy pícaro vino corriendo, se montó en la bicicleta y se alejó pedaleando con todas sus fuerzas hacia las colinas. El grupo de niños, enfadados, corrió tras él, gritándole y llamando a sus hermanos y hermanas para que lo persiguieran. Los mayores lo miraron con los brazos cruzados, y ni se inmutaron.

– Eh -dijo Maureen, incorporándose en la silla-, ese chiquillo les acaba de robar la bici.

– Es su bici -dijo Leslie-. Se la regalaron por Navidad. Ese grupo de críos se la roban cada día de su casa. Tiene que venir por la noche para recuperarla.

Maureen se reclinó en la silla.

– ¿Tienes la Polaroid de Ann aquí?

– Sí -dijo Leslie, y la sacó del bolsillo interior de la chaqueta.

Maureen la miró aprovechando la luz que salía de la ventana de la cocina.

– Mira -dijo, señalando la mano del niño- ¿ves la tarjeta de Navidad que tiene en la mano? ¿Podría ser la que recibió por correo en el albergue?

– No sé, es más grande que el sobre que recibió.

– Pero sólo es un niño. Puede que parezca más grande en esa mano tan pequeña.

Leslie miró la tarjeta fijamente, tirando la ceniza del cigarro en el suelo.

– Sí, todavía más y tiene algodón en la portada. La tarjeta de Ann era blanda y delgada, era esponjosa. Y cuadrada.

– ¿Cómo de cuadrada?

Leslie estaba explicando que era tan cuadrada como la Polaroid y que pesaba lo mismo que la Polaroid cuando se calló y miró la foto.

– Hmm -dijo Maureen-. ¿Qué podría ser?

Leslie dibujó una pequeña sonrisa y miró la foto.

– Pero ¿por qué iba alguien a enviarle la foto de un niño? -dijo Maureen.

– Quizás era su preferido -dijo Leslie.

– Cierra los ojos y cógela otra vez.

Leslie lo hizo y aseguró que era de ese tamaño.

– Y era como resbaladizo en el interior -dijo-. Como una tarjeta brillante.

– O sea, que podría haber sido esta.

– Podría haberlo sido.

Maureen señaló al plato que había dejado en el suelo.

– ¿Ya he comido suficiente para la barrita de chocolate?

Leslie miró el plato.

– Mmm -dijo, a regañadientes-, vale. -Y sacó una barrita del bolsillo.

Estaban sentadas masticando las barritas dulces, fumando y mirando cómo las nubes negras ganaban terreno en el cielo y engullían el atardecer. Los niños del descampado empezaron a dispersarse y oían la lluvia acercarse en la distancia. Mau-reen pensó en lo que le había dicho Liam, que no debería recriminarle nada a Leslie.

– ¿Eres feliz con Cammy? -dijo Maureen, mirando al horizonte.

Leslie la miró.

– Sí -dijo-, soy feliz.

– Siento lo que dije en el Grove -dijo Maureen, pausadamente-. Últimamente estoy muy centrada en mí misma. Quiero que seas feliz, Leslie, eres la mejor persona que conozco. -Las palabras casi no le salían cuando se le inundaron los ojos de lágrimas. Se dio un golpe con la mano, nerviosa, en la frente y miró a Leslie-. ¿Ves? -dijo, señalándose los ojos mojados-, ya estamos otra vez con esto.

Sin embargo, Leslie también estaba llorando, mirando cómo una cortina de agua caía encima del descampado.

– En Millport me dio un ataque de pánico -dijo, con la voz temblorosa-. Tuve miedo y estaba decepcionada conmigo misma porque no podía hacerlo, simplemente no podía hacerlo.

Maureen se inclinó y acarició a Leslie en la mejilla, secando los rastros de las lágrimas con los dedos.

– Oh, pobrecita -dijo, dulcemente-. Creo que con Jimmy pasa lo mismo. Creo que él tampoco podría.

Se quedaron una junto a la otra un rato, llorando, con las cabezas inclinadas juntas, llorando y pensando.

– Entiendo cómo te sentiste en aquel momento -dijo Maureen-. Ahora mismo quisiera hacer las maletas, largarme y no volver nunca más.

– ¿En serio? -Leslie la miró-. Siempre pienso que no le temes a nada.

Maureen agitó la cabeza.

– Sólo quiero irme, lejos de Winnie y de Una. Incluso mi piso ha dejado de ser un lugar confortable.

Leslie nunca se había imaginado a ninguna de las dos mudándose. Siempre había dado por sentado que tendrían hijos, serían madres solteras, trabajarían y, de algún modo, se las arreglarían.

– Pero ¿qué ganarías con irte? -le dijo.

– No lo sé, pero no puedo estar peleándome con todo el mundo a todas horas, ¿no? Eso no es vida.

– No te estás pelando a todas horas.

Maureen suspiró hacia su pecho y levantó la mirada.

– Pues me siento como si lo hiciera.

– No puedes dejar de pelearte y desaparecer. No eres el tipo de persona que decide pasar de algo por el hecho de que vive en otro lugar. ¿Crees que lo que le hiciste en Millport te afectó?

– No lo sé. -Maureen se encogió de hombros-. Supongo. La violencia corrompe.

– ¿De veras?

– Tiene que corromper. Tienes que dejar de sentir empatia hacia alguien antes de hacerle daño deliberadamente, ¿no crees? Si no, sería como hacértelo a ti mismo y entonces no lo harías.

Leslie pensó en eso y dudó un poco antes de hablar.

– ¿Es necesario que corrompa? ¿No puedes dejar de sentir empatia de manera selectiva.

Maureen resopló.

– ¿Y atacar sólo a los malos?

– Exacto.

– En teoría, quizás. Esas distinciones son difíciles de definir. Puede que sea fácil si tienes una base teórica sólida de cómo distinguir a los buenos de los malos, pero las distinciones nunca están claras, ¿verdad? -Suspiró y dio una calada al cigarro-. Te corrompe. La sangre trae sangre.

– Sí, establecer distinciones es problemático -dijo Leslie, mirándose el regazo-. Yo llevo años hablando como una psicópata y ni siquiera puedo pegarle a un niño en la mano. Les digo a las mujeres de la casa de acogida que no le den las llaves a nadie y luego voy yo, conozco a alguien y a los dos meses ya le digo si se quiere venir a vivir conmigo.

Maureen quería olvidar y dejar de lado sus dudas acerca de Cammy pero no podía.

– Cammy no me cae muy bien pero me da la sensación de que es de los buenos.

Leslie se sentó recta y la miró fijamente, con la cálida luz de la cocina reflejándose en el cuello de su chaqueta de piel.

– ¿En serio? -dijo.

Maureen asintió.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Leslie, y esperó ansiosa una respuesta.

Maureen se la quedó mirando.

– ¿Honestamente no sabes si te pegará o no?

– No. No lo sé. No sé cómo diferenciarlos, a los que lo harán y a los que no.

– Entonces, ¿por qué coño le das las llaves de tu casa?

Leslie agitó la cabeza y miró a otra parte. Estaba lloviendo mucho, golpeando la galería y mojándoles las puntas de los zapatos. Veían cómo los charcos de agua se iban acumulando en el descampado. Los pocos niños que quedaban se ponían a cubierto, amontonados en las puertas de los pasillos mientras esperaban que dejara de llover.

Leslie se abalanzó sobre las rodillas, dejando la cabeza colgando mientras fumaba.

– ¿Te acuerdas de cuando buscaban al Descuartizador de Yorkshire? -dijo-. Una de las cosas que hizo que tardaran tanto fue que muchas mujeres sospechaban de sus parejas y los denunciaron, y la policía tuvo que investigarlos a todos. En ese momento pensé que era ridículo.

Maureen le dio un golpe en la mano.

– No creo que Jimmy sea el Descuartizador de Yorkshire,

Leslie.

– Ya lo sé. Pero crees que te conoces, crees que tienes unos principios, y entonces ocurren cosas y descubres que no eras quien creías ser.

– A eso lo llaman madurar.

– Bueno, pues me da miedo -dijo Leslie, reclinándose en la silla y sacando humo de los pulmones como si fuera una nube-. No me gusta.

– A mí tampoco.

Загрузка...