22. Mono de discoteca

Ya estaban en la parte este de la ciudad, en una extensión cuadriculada amplísima con casas apareadas de cemento gris. Cada casa tenía cuatro plantas y un gran jardín delantero. Las casas, que habían construido en los años sesenta para albergar a las familias sin hogar a causa de la demolición de viviendas insalubres, estaban rodeadas cada dos o tres bloques por amplias calles, diseñadas para facilitar la vuelta a casa de los trabajadores. Los pocos coches que había aparcados daban la impresión de no poder superar los quince kilómetros por hora.

Delante de la casa de Senga Brolly no había ningún coche aparcado. La alta verja de metal que rodeaba el jardín estaba oxidada, las empinadas escaleras del jardín estaban erosionadas y a punto de romperse en pedazos.

Senga tenía la nariz chata y los dientes rodeados por caries ennegrecidas, como si fuera una vidriera de colores. Llevaba un peinado veinte años demasiado joven para su cara: el pelo teñido de negro medianoche con mucho flequillo, recogido en una coleta alta que le caía por la espalda, firme por los lados, por la cantidad de laca que se ponía para que le cayera como una cortina encima de las orejas flácidas. Era tan silenciosa que casi parecía una muda voluntaria. Más que hablar, señalaba, y clavaba la mirada en el suelo cuando le preguntaban cualquier cosa. Era amiga de Ann, ¿verdad? Movimiento de cabeza. ¿Hablaban mucho? Movimiento de cabeza. ¿Sabía dónde había ido Ann cuando se fue de la casa de acogida? Encogida de hombros. ¿Ann le enseñó un sobre? Encogida de hombros. Le enseñaron la Polaroid: ¿conocía a ese hombre? Encogida de hombros. Maureen pensó un par de veces que Senga dibujaba una sonrisa tímida en su rostro, pero esta se contuvo.

Leslie hizo las preguntas, dejando a Maureen sola, inmersa en sus pensamientos sobre Vik. Quería un novio amable, quería amabilidad y respeto y decencia. No quería pasarse la vida con gente que le conviniera, quería estar con alguien como él. Una chispa de honor le dijo que debería dejarlo ir si realmente le importaba su felicidad, pero ella se resistía. Senga volvía a asentir con la cabeza, pero incluso aquella respuesta parecía desvanecerse en el aire. Pero habló con Ann, ¿no? Movimiento de cabeza. ¿Ann hablaba a menudo de sus hijos? Encogida de hombros. ¿De alguno de ellos en particular? Encogida de hombros. Maureen se excusó por la interrupción y Senga consiguió indicarle el camino hasta el baño con dos palabras.

– Derecha -murmuró, gesticulando con las manos-. Izquierda.

Los sanitarios del baño eran de plástico de color burdeos, con marcas de pasta de dientes imborrables en el lavabo y quemaduras de lejía en el váter. Maureen se lavó las manos y se las secó en una toalla gris muy áspera. Cuando volvió al salón, Leslie y Senga estaban de pie. Leslie se acercó a ella para darle un abrazo y Senga se quedó rígida y un poco torpe, dejando que fuera Leslie la que mostrara su afecto.

– Bueno, pues nos vamos -dijo Leslie, apartándose-. Muchas gracias, Senga.

Senga dibujó uno sonrisa tímida mirando al suelo y vio cómo se iban hacia la puerta. Las escaleras del jardín eran tan empinadas que las tenían que bajar de lado.

– Habla por los codos -dijo Maureen, cuando llegaron a la calle-. ¿Has conseguido sonsacarle algo?

– Sí -dijo Leslie-. Es bastante habladora en un cara a cara.

Maureen parecía bastante escéptica.

– ¿En serio?

Miró hacia atrás por encima del jardín hasta la casa gris. Senga estaba medio escondida detrás de la cortina, observando desde la penumbra, como una calavera con peluca. La saludó con la mano. Maureen le devolvió el saludo.

– Sí. Dice que eran buenas amigas -dijo Leslie-, pero Ann se peleó con ella y unos días más tarde se fue. Dice que no discutieron, que un día estaban leyendo el periódico y Ann reconoció la foto de un hombre; dijo que lo conocía. Senga dice que ella conocía a la mujer que estaba con él, habían ido juntas al colegio, y que Ann le hacía bromas sobre eso. Le he comentado lo de la tarjeta y ella dice que no la pudo haber enviado cualquiera. Dice que todo el mundo sabe dónde están las casas de acogida.

Maureen se puso el casco.

– Eso es una tontería.

– Lo sé -dijo Leslie, mirando hacia la casa y despidiéndose de Senga con la mano-. No sé por qué lo ha dicho.

– ¿Quién era la pareja del periódico?

– Neil Hutton y su novia. Dice que a él lo arrestaron por tráfico de drogas -dijo Leslie, abrochándose la correa del casco-, y que ella lo acompañó durante el juicio.

– ¿A través de quién conocería Ann a un traficante de drogas? Ella no se drogaba, ¿no?

Leslie miró a través del cristal del casco, unos ojos que pestañeaban despacio como el recuerdo de Douglas para Maureen.

– No, ella sólo bebía. Puede que lo conozca del edificio de Finneston. De todos modos, Senga me ha dicho que la mujer trabaja en el departamento de maquillaje de los almacenes Fraser.

– Podemos ir a ver a Liam y preguntarle -dijo Maureen-. Si es un traficante, lo conocerá.

– ¿Podemos ir antes a ver a la mujer?

– ¿Me estás pidiendo que vayamos a un mostrador de maquillajes de doscientos metros cuadrados?

– Pues sí.

– Acepto la invitación.


Toda la planta baja de la galería victoriana estaba dedicada a los maquillajes y los perfumes. Las mujeres fraudulentas con la bata blanca estaban de pie junto a sus mostradores, vigilando su puesto, hablando entre ellas, mirándose las uñas e ignorando a los clientes desagradables y empapados por la lluvia que chafardeaban las etiquetas de los precios. Los almacenes Fraser tenían cinco plantas, y los distintos departamentos estaban distribuidos en unos balcones de madera. En el techo había una claraboya que dejaba entrar luz natural al interior, un recurso que los posteriores diseñadores de grandes almacenes habían ignorado y, en su lugar, habían colocado hileras de fluorescentes deslumbrantes por todas partes. El Departamento de Maquillaje estaba en la planta baja, un inmenso bazar brillante lleno de viejos anuncios de perfumes y fotografías gigantes de adolescentes con el pelo suelto.

Maureen y Leslie preguntaron por ella en varios mostradores y Maureen se dio cuenta de que avisaban a Maxine, le llamaban la atención y las señalaban. Eran fáciles de localizar: el abrigo de Maureen era bueno, pero llevaba unas botas viejas y su pelo rizado estaba hecho un desastre. La chaqueta, el pantalón de cuero y el pelo sucio de Leslie podían ser muy chic en un bar de motoristas, pero en aquella galería tan brillante parecían tan apropiados como una uña del pie podrida en unas sandalias de tiras.

Maxine tenía unos rasgos muy secos, los labios delgados y la barbilla muy prominente. Llevaba un traje dos pieza, de color rosa pastel, y estaba detrás de un mostrador lleno de cajas negras y doradas. Entre ella y las estanterías del fondo había una silla de piel blanca con un brazo incorporado donde había una selección de muestras. Llevaba demasiado maquillaje que, a pesar de estar muy bien aplicado, la hacía parecer una víctima de un incendio que disimulaba muy bien las cicatrices. Había torturado su pelo corto y rubio recogiéndolo en un moño en la nuca, la raya en medio del flequillo, marcada con gomina; el pelo le quedaba tieso a ambos lados de la cara y se lo adornaba con clips de brillantes. Tenía mucha práctica en mantener la boca cerrada. Avanzó hasta el mostrador, aparentemente ajena a su interés por ella.

– Buenas tardes. ¿Puedo ayudarlas?

– Sí -dijo Leslie, apoyándose en el espacio de salida del mostrador-. Hemos venido a hacerle unas preguntas. Creo que conoce a una amiga nuestra.

Maxine puso cara de desconfianza.

– Oigan -dijo, hablando en voz baja, con un acento muy vulgar, mirando por encima del hombro de ellas-. Estoy trabajando, déjenme en paz, ¿quieren?

– En un minuto. -Leslie sonrió, con la certeza de que llevaba las de ganar-. Nuestra amiga se llamaba Ann Harris. Quizá la reconozca con esto. -Sacó la fotocopia del bolsillo y se la enseñó.

Maxine siguió mirando al horizonte, buscando a alguien. Miró un momento la foto pero algo le llamó la atención y volvió a mirarla.

– Dios -dijo, mirando fijamente la foto.

– ¿La conoce? -preguntó Maureen, metiéndose por el hueco del mostrador, delante de Leslie.

– ¿Qué le ha pasado en el labio? -Maxine señaló la foto y se estremeció-. Mierda.

– ¿Cómo es que la conoce? -dijo Leslie.

Maxine reaccionó y miró a Leslie con odio.

– Yo no he dicho que la conociera, ¿o sí?

Sin embargo, Maxine la conocía. Las miró, retándolas a contradecirla. Maureen sacó la Polaroid del pequeño John y el hombre con el abrigo de piel de camello.

– ¿Y qué hay de este tipo, lo conoce?

Maxine estaba repasando con la vista por encima del hombro de Maureen toda la planta baja.

– El director está ahí -dijo, sin mover los labios-. No puedo hablar con las clientas, una de ustedes tendrá que sentarse.

Leslie empujó a Maureen hacia la silla blanca y ésta se encontró mirando directamente a una luz halógena empotrada en una estantería. Maxine reclinó la silla con un pedal y siguió de reojo al director, observándolo deslizarse por toda la tienda. Colocó un par de pañuelos de papel en el cuello de Maureen para no mancharle el abrigo y empezó a mover las manos por su cara.

– El director es un pesado -dijo, trazando líneas sobre los ojos y labios de Maureen, dibujando círculos en las mejillas-. A la chica que estáis buscando, yo no la conozco.

Maureen decidió no insistir.

– ¿Conoces al tipo de la Polaroid? -preguntó, tratando de sentarse derecha.

Maxine apretó los delgados labios, molesta.

– No te muevas -dijo.

Maureen hizo lo que le decían y Maxine cogió una botella blanca de debajo del mostrador. Empezó a extender crema en la frente y las mejillas de Maureen, retirándola con pañuelos mientras se inclinaba sobre Maureen y le susurraba agresiva:

– Si me meto en un lío, me echan, ¿vale?

A Maureen le daba miedo tener a Maxine tan cerca de sus ojos.

Un hombre joven, con la cara marcada de viruelas y un traje negro se apoyó en el mostrador. Tendría unos veinte años, los mismos que Maxine.

– Buenos días, señoras -dijo, con un insultante acento nasal de Edimburgo-. ¿La están maquillando?

– Sí -dijo Leslie.

– ¿Está disfrutando de la experiencia?

– Sí -dijo Maureen-, mucho.

– Buen trabajo, Maxine, buen trabajo.

Se levantó y se fue, mirando a izquierda y a derecha, jugando con las llaves que llevaba colgadas del cinturón.

– Vaya un gilipollas -dijo Leslie.

Maxine suspiró.

– Le mataría, ¿sabéis?

Lo dijo como si nada, mientras retiraba la crema del cuello de Maureen. Maureen y Leslie estaban demasiado asustadas como para preguntarle qué quería decir.

– ¿Dónde aprendiste a hacer eso? -preguntó Maureen, con los ojos casi cerrados ante la luz tan brillante que tenía enfrente-. Lo haces muy bien.

– Te hacen hacer un cursillo de una semana y ahí aprendes todos los secretos.

– ¿Es un buen trabajo?

– Es un buen trabajo para mí -dijo Maxine-. Estoy embarazada otra vez y no puedo estar de aquí para allá. Siempre puedes trabajar en un sitio como este si eres responsable.

– Oh -dijo Leslie-. ¿Estás embarazada? Felicidades.

Por alguna razón, Leslie no le caía demasiado bien a Maxine. Se sintió ofendida por los buenos deseos de Leslie y dejó de limpiarle la piel a Maureen para poner la lengua contra la mejilla y mirar fijamente a Leslie. Maureen se estaba quedando ciega con aquella luz, y la visión de los grandes orificios nasales de Maxine se intercalaba con algunas manchas blancas brillantes.

– Esta crema que te he puesto -dijo Maxine, cuando se giró hacia Maureen-, contiene un producto especial que abre los poros y los deja transpirar. -Ilustró el efecto, girando las manos hacia fuera-. Y luego contrae la piel -giró las manos hacia dentro-, para protegerla de la polución.

– Es una sensación fantástica -dijo Maureen, que era amable con cualquier mujer capaz de matar a su jefe por ser un completo estorbo.

– Es bastante cara -avisó Maxine, acercando botellas de base de maquillaje a la cara de Maureen para escoger el color más adecuado.

– ¿Cuánto vale? -dijo Maureen, que tenía una debilidad por los productos cosméticos que prometían efectos milagrosos.

– Treinta y dos libras.

– Bueno, tengo suficiente, dame una botella.

– De acuerdo -dijo Maxine, muy contenta, dejando entrever que el trabajo se basaba en la comisión. Se giró para coger una botella de la estantería y Leslie puso cara de asustada mientras no la veía. Maxine puso la botella en una bolsa y la dejó encima del mostrador para obligar a Maureen a quedársela incluso si cambiaba de idea. Había decidido que Maureen era una taza llena de dinero y no dejaría de hablar maravillas de los productos.

– Es cremosa, cremosa, cremosa, y dura desde primera hora de la mañana hasta la noche sin tener que retocarla. Eso es lo increíble de esta base. -Embadurnó la cara de Maureen con una esponja cubierta de crema de color, golpeándola suavemente por debajo de la barbilla-. Es el error que cometen la mayoría de las mujeres cuando se aplican la base, no la extienden por el cuello, y les queda la cara como una máscara. -Se sonrió-. Todas hemos visto a alguien con la cara así.

Maxine acompañó a su novio traficante al juicio y había sido capaz de matar a su jefe, sin embargo, todo el mundo tiene unas reglas y ella nunca cometería el delito de llevar el maquillaje mal aplicado. Maureen entrecerró los ojos, intentando mirarla.

– Maxine, ¿conoces a Senga?

– Sí, conozco a Senga. ¿Nariz chata?

Maureen asintió.

– Sí -dijo Maxine-. Pobre Senga, era una chica que no estaba mal. Iba al colegio con mi hermana. Viene por aquí algunas veces. Es vergonzoso lo que ese tipo le hizo en la cara.

Leslie trasladó el peso sobre la otra pierna.

– ¿Quién es el hombre de la Polaroid? -dijo-. ¿Es el novio de Ann?

Maxine centró su atención en los ojos de Maureen, revisando las pestañas para el maquillaje.

– Os lo dirá cualquiera. Se llama Frank Toner. Es un tipo duro. Vive en Londres. ¿Llevas rímel?

– Sí.

– Te lo sacaré y te dejaré probar el nuestro. Realmente riza las pestañas. Tienes unos ojos azules preciosos, te pondré este -cogió una sombra de ojos de un color azul intenso- para hacer resaltar el color de los ojos. Los ojos son realmente tu punto fuerte. Deberías sacarles más partido.

Leslie se inclinó, haciendo ver que miraba la cara de Maureen.

– ¿Toner era el novio de Ann? -repitió.

Maxine empezó a aplicarle el pastoso rímel negro y a Maureen le pareció que le estiraban las pestañas por encima de la cabeza. Soltó un pequeño grito y cerró los ojos, muy asustada.

– Te costará un poco acostumbrarte -le dijo Maxine-. No creo que sea su novio, no. Pero -entonces hizo una pausa y miró la caja con las sombras de ojos-, puede que sí lo sea. No lo sé, de verdad.

– ¿Viene a Glasgow a menudo?

– ¿Y por qué tendría que saberlo yo?

– ¿Viene o no?

– No lo creo.

Maxine le peinó las cejas a Maureen y le aplicó la sombra de ojos, difuminándola sobre la piel con un pequeño pincel.

Estaban apiñadas sobre la cara de Maureen en un grupo de maquillaje, pintándola mientras ella se quedaba ciega. Pensó que ya había sido suficientemente paciente.

– ¿Con quién sale, ese Toner?

A Maxine no le gustó nada esa pregunta. Se fue al mostrador y jugueteó un poco con sus pinceles. Cuando volvió parecía realmente enfadada.

– Maxine -dijo Maureen-, Ann está muerta.

– Ya, y vosotras sois polis -dijo Maxine.

– No. -Maureen intentó sentarse recta pero Maxine la echó hacia atrás sujetándole la barbilla con una mano-. Trabajamos en las Casas de Acogida Hogar Seguro. Ann estuvo allí después de que le hicieran la foto. Dijo que su marido le había pegado.

Maxine se aclaró la garganta.

– Así que trabajáis allí. ¿En las casas de acogida para mujeres?

– Sí. -Maureen intentó asentir pero Maxine tenía la barbilla muy bien agarrada, como si estuviera reteniendo la cabeza de Maureen como rehén.

– ¿Las dos?

– Sí -dijo Leslie.

– Sí -dijo Maureen, rezando para que la soltase.

– Bien -dijo Maxine, soltando la barbilla de Maureen-. Buen trabajo. Necesitamos las casas. -Se quedó quieta y dejó el pincel, cogió un lápiz-. Su marido nunca le pegó.

– ¿Fue Toner?

– En cierto modo. -Se paró y le levantó la mandíbula-. No -dijo-. No fue Toner pero tampoco fue su marido.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Leslie.

– La gente habla, ya sabes.

– Verás -dijo Maureen-, la policía va a arrestar a su marido. Está criando a cuatro hijos y si le encierran tendrán que irse con la asistenta social.

Maxine empezó a pintarle los labios a Maureen con un pincel seco.

– Hay cosas peores que crecer en un orfanato -dijo pausadamente, siendo brusca, apretando fuerte los labios de Maureen. Dejó el pincel y recuperó la compostura, cogió una barra de labios y la sostuvo enfrente de la cara de Maureen.

– Estoy usando «Melocotón Fiesta» por el color de tu piel -dijo, en tono de amenaza-. Combinará con el azul de los ojos y resaltará la boca.

– No queremos hacerte ningún daño -dijo Leslie-. Sólo que sería una lástima si va a la cárcel…

Maxine miró a Leslie, clavando sus ojos en los de ella y haciéndola callar. Maureen no había visto nunca a nadie hacer eso. Terminó de pintarle los labios con Melocotón Fiesta y retrocedió sin ofrecerle un espejo.

– ¿Aún quieres el limpiador maximizante?

– Sí -dijo Maureen con timidez-. Has dicho que la gente habla, ¿saben dónde están las casas de acogida?

Maxine se lo pensó.

– Algunas personas, sí.

– ¿Tú lo sabes?

– ¿Por qué tendría que saberlo?

Era tan obvio que sabía la dirección por habérsela escuchado decir a Senga que ni Leslie ni Maureen se molestaron en contradecirla. Maxine torció el gesto por el código de barras de la crema, con cara de culpabilidad y de cansada. Marcó el precio y cogió la tarjeta de crédito de Maureen.

– Esa Polaroid -dijo, mirando la pantalla de la caja, esperando la autorización de la cuenta-, quemadla o algo así. No vayáis por ahí enseñándola.

– ¿Por qué? -preguntó Maureen.

– No lo hagáis.


Un vendedor del Big Issue miró con cara de lástima a Maureen cuando salían por las puertas de la tienda.

– ¿Cómo estoy? -preguntó Maureen.

– Como un mono enfadado camino de la discoteca -dijo Leslie-. No, no te lo quites, déjatelo, deja que Liam se ría un poco.

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