12

Sam vino con noticias alrededor de las once en punto.

– Van a arrestar a Jason tan pronto como recobre la consciencia, Sookie, y parece que eso será pronto. -Lo que Sam no me dijo es cómo había llegado a enterarse, y yo no le pregunté.

Clavé la mirada en él, con las lágrimas resbalándome por la cara. Cualquier otro día hubiera pensado en lo tonta que parezco cuando lloro, pero en aquel momento no estaba para preocuparme de mi aspecto. Se me acumulaba todo, el miedo por Jason, la pena por Amy Burley, la furia porque la policía cometiera un error tan estúpido, e impregnándolo todo, lo mucho que echaba de menos a Bill.

– Piensan que da la impresión de que Amy Burley se resistió. Creen que Jason se emborrachó después de matarla.

– Gracias, Sam, por avisarme. -Mi voz venía de muy lejos-. Será mejor que ahora vayas a trabajar.

Después de que Sam comprobara que necesitaba estar sola, llamé a información y conseguí el teléfono del Blood en el casco viejo de Nueva Orleáns. Marqué los dígitos, sintiendo que de alguna manera estaba haciendo algo malo, aunque no se me ocurría cómo o por qué.

– ¡Bloooooood… en el casco viejo -anunció de manera dramática una voz profunda-, su ataúd lejos de casa!

Vaya por Dios.

– Buenos días. Soy Sookie Stackhouse llamando desde Bon Temps-dije con educación-. Necesito dejar un mensaje para Bill Compton. Se aloja allí.

– ¿Colmillo o humano?

– Eh… colmillo.

– Un momento, por favor. -Aquella voz profunda regresó a la línea unos instantes después-. ¿Cuál es el mensaje, madame?

Eso me hizo pensar.

– Por favor, dígale al Sr. Compton que… que mi hermano ha sido arrestado, y que me gustaría que pudiera regresar a casa tan pronto como solucione sus asuntos.

– Ya lo he apuntado-se coló el sonido de garabatear-. ¿Me puede repetir su nombre?

– Stackhouse. Sookie Stackhouse.

– Muy bien, señorita. Me aseguraré de que recibe su mensaje.

– Gracias.

Y esa fue la única acción que se me ocurrió adoptar, hasta que me di cuenta de que sería mucho más práctico llamar a Sid Matt Lancaster. Hizo lo posible por parecer horrorizado al enterarse de que Jason iba a ser detenido, y dijo que saldría disparado hacia el hospital en cuanto acabara en los tribunales por la tarde, y que me informaría de lo que se enterase.

Fui de nuevo al hospital para ver si me dejaban sentarme con Jason hasta que recuperara la consciencia. No me dejaban. No sabía si ya estaba consciente, y ellos no querían decírmelo. Vi a Andy Bellefleur al otro extremo del pasillo y se giró para alejarse. Maldito cobarde.

Me fui a casa porque no se me ocurría nada más que hacer. Recordé que, de todos modos, no me tocaba trabajar ese día, y eso resultó positivo aunque en aquellos momentos no me preocupaba demasiado. Pensé que no me estaba enfrentando a la situación tan bien como debería, que había sido mucho más fuerte cuando murió la abuela.

Pero aquello había sido una situación definida. Enterraríamos a la abuela, arrestarían a su asesino y la vida seguiría adelante. Pero si la policía de verdad creía que Jason había matado a la abuela, además de a las otras mujeres, entonces el mundo era un lugar tan malo y arriesgado que no quería tomar parte en él.

Mientras me sentaba y miraba a mi alrededor durante aquella larga, larga tarde, me di cuenta de que había sido justo esa misma ingenuidad la que había conducido al arresto de Jason. Si me hubiera limitado a meterlo en la caravana de Sam y limpiarlo un poco, a esconder la cinta hasta saber lo que contenía, y sobre todo no haber llamado a la ambulancia… Eso fue lo que estaba pensando Sam cuando me miró con tantas dudas. Sin embargo, la llegada de Arlene había limitado bastante mis opciones.

Pensé que el teléfono empezaría a sonar en cuanto la gente se enterara. Pero nadie llamó, no sabrían qué decirme.

Sid Matt Lancaster llegó alrededor de las cuatro y media. Sin ningún preámbulo, me dijo:

– Lo han detenido, por asesinato en primer grado.

Cerré los ojos y, cuando los abrí, Sid me contemplaba con expresión perspicaz en su afable rostro. Sus gafas clásicas de montura negra magnificaban sus confusos ojos castaños, y tanto su mandíbula como su afilada nariz le hacían parecerse a un sabueso.

– ¿Qué dice él? -pregunté.

– Dice que anoche estuvo con Amy. -Suspiré-. Dice que se acostaron juntos y que ya había estado con ella antes. Afirma que no se habían visto en largo tiempo, que la última vez que estuvieron juntos Amy se puso muy celosa por las otras mujeres con las que él salía, realmente furiosa. Así que se sorprendió cuando se le acercó anoche en el Good Times. Jason dice que Amy actuó de modo extraño toda la noche, como si tuviera un plan que él no conocía. Recuerda haber mantenido relaciones sexuales con ella y que bebieron después, pero no se acuerda de nada más hasta que se despertó en el hospital.

– Le han tendido una trampa-dije con firmeza, pensando que sonaba igualito que un telefilme malo.

– Por supuesto. -Los ojos de Sid Matt eran tan firmes y seguros como si hubiera estado en casa de Amy Burley la noche anterior.

Qué diablos, puede que así fuera.

– Escuche, Sid Matt. -Me incliné y lo obligué a mirarme a los ojos-. Incluso si de algún modo pudiera creerme que Jason hubiera matado a Amy, Dawn y Maudette, nunca podría aceptar que alzara un solo dedo para hacerle daño a nuestra abuela.

– Muy bien, entonces. -Sid Matt se preparó para enfrentarse a mis impresiones de modo directo, todo su cuerpo así lo afirmaba-. Señorita Sookie, supongamos solo por un minuto que Jason ha tenido algún tipo de implicación en esas muertes. La policía podía pensar que tal vez su amigo Bill Compton mató a su abuela, ya que se interponía entre ustedes dos.

Traté de dar la impresión de considerar con seriedad esa estupidez.

– Bueno, Sid Matt, a mi abuela le gustaba Bill, y estaba contenta de que saliera con él.

Hasta que volvió a colocarse la cara de póquer, vi la incredulidad brillar en sus ojos de abogado. Él no estaría contento en absoluto de que su hija saliera con un vampiro; no podía imaginarse a ningún padre responsable que no estuviera horrorizado. Y lo que aún podía imaginarse menos es cómo podría tratar de convencer a un jurado de que mi abuela había estado contenta de que yo saliera con un chico que no estaba ni siquiera vivo, y que además era más de cien años mayor que yo.

Esos eran los pensamientos de Sid Matt.

– ¿Conoce a Bill? -pregunté. Eso lo echó para atrás.

– No-admitió-. Ya sabe, señorita Sookie, no me va esto de los vampiros. Creo que es abrir una grieta en un muro que deberíamos mantener firme, un muro entre nosotros y los que se dicen infectados por el virus. Pienso que Dios quería que ese muro estuviera ahí, y al menos yo mantendré mi sección.

– El problema con eso, Sid Matt, es que yo misma fui creada a medias entre un lado y otro de ese muro-tras toda una vida de mantenerme callada sobre mi "don", descubrí que si era para ayudar a Jason, se lo pasaría por la cara a todo el mundo.

– Bien -dijo Sid Matt con valentía, ajustándose las gafas sobre el puente de su afilada nariz-, estoy seguro de que el Buen Dios le dio este problema del que he oído hablar por algún motivo. Tiene que aprender a usarlo para Su gloria.

Nadie lo había planteado antes de ese modo. Era una idea sobre la que tendría que meditar cuando tuviera tiempo.

– Me temo que nos hemos alejado del tema en cuestión, y sé que su tiempo es muy valioso. -Recompuse mis ideas-. Quiero que Jason salga bajo fianza. Lo único que lo relaciona con el asesinato de Amy son pruebas circunstanciales, ¿estoy en lo cierto?

– Ha admitido que estuvo con la víctima justo antes del asesinato, y la cinta de vídeo, según me ha sugerido con mucha claridad uno de los policías, muestra a su hermano manteniendo relaciones sexuales con la víctima. La hora y la fecha de la cinta indican que se rodó en las horas, quizá minutos, inmediatamente anteriores a la muerte.

Malditos fueran los peculiares gustos de Jason en el dormitorio.

– Jason nunca bebe mucho. Olía a licor en el camión, pero creo que se limitaron a echárselo por encima. Me da la impresión de que una prueba médica lo demostrará. Puede que Amy le metiera algún narcótico en la bebida que le preparó.

– ¿Y por qué iba a hacer eso?

– Porque, como tantas mujeres, estaba loca por Jason, lo deseaba con pasión. Mi hermano es capaz de salir con casi cualquiera que le apetezca. No, eso es un eufemismo. -Sid Matt pareció sorprendido de que conociera esa palabra-. Es capaz de irse a la cama con casi cualquiera que le apetezca. La mayoría de los chicos pensaría que es una vida de ensueño. -El cansancio cayó sobre mí como una espesa niebla-. Ahora se sienta en una celda.

– ¿Cree que otro hombre le ha preparado esto, que lo ha querido incriminar por el asesinato?

– Sí, lo creo. -Me incliné hacia delante, tratando de persuadir a aquel escéptico abogado por la fuerza de mi propia convicción-. Alguien que le tiene envidia, alguien que conoce su horario, que mata a estas mujeres cuando Jason está fuera del trabajo. Alguien que sabe que Jason había mantenido relaciones con estas chicas, y que conoce que le gusta grabarlo en cinta.

– Podría ser casi cualquiera -dijo su abogado con pragmatismo.

– Sí -reconocí con tristeza-. Incluso si Jason fuese lo bastante delicado como para no comentar con quién pasaba las noches, todo lo que tendría que hacer uno es ver con quién salía de un bar a la hora del cierre. Con ser observador, tal vez preguntarle por las cintas en una visita a su casa… -Mi hermano podía ser algo inmoral, pero no creía que hubiera enseñado aquellos vídeos a nadie más. Aun así, podía haberle contado a otros hombres que le gustaba grabar cintas-. Así que este hombre, quien quiera que sea, hace una especie de pacto con Amy, sabiendo que ella estaba loca por Jason. Puede que le dijera que iba a gastarle a Jason una broma pesada, o algo así.

– Su hermano no ha sido arrestado en ninguna ocasión anterior-observó Sid Matt.

– No. -Aunque en un par de veces había estado a punto, según afirmaba él mismo.

– No tiene antecedentes, es un miembro respetado de la comunidad, tiene un trabajo estable. Puede haber alguna posibilidad de que lo saque bajo fianza. Pero si huye, usted lo perderá todo.

Ni siquiera se me había ocurrido que Jason pudiera saltarse la fianza. No sabía nada de fianzas ni de cómo se preparaban, pero quería que Jason saliera de esa celda. De alguna manera, tener que estar en la cárcel hasta que se cumplieran los procesos legales anteriores al juicio… de algún modo, eso le haría parecer más culpable.

– Usted se enterará de todo lo necesario y me hará saber lo que tengo que hacer -afirmé-. Mientras tanto, ¿puedo ir a verlo?

– Él prefiere que no lo haga -dijo Sid Matt.

Eso me hizo mucho daño.

– ¿Por qué?-pregunté, tratando con todas mis fuerzas de no volver a echarme a llorar.

– Está avergonzado-explicó el abogado.

La idea de que Jason pudiera sentir vergüenza resultaba fascinante.

– Entonces -dije, tratando de seguir adelante, cansada de repente de esta reunión tan poco satisfactoria-, ¿me llamará cuando de verdad pueda hacer algo?

Sid Matt asintió, y la mandíbula le tembló un ápice por el movimiento. Lo incomodaba. Sin duda se alegraba de poder alejarse de mí.

El abogado se perdió en la distancia en su camioneta, incrustándose un sombrero de vaquero en la cabeza cuando aún podía verlo.

Cuando oscureció del todo salí a ver qué tal se encontraba Bubba. Estaba sentado debajo de un roble de los pantanos, con las botellas de sangre alineadas a ambos lados de su cuerpo, las vacías a uno y las llenas al otro.

Yo llevaba una linterna, y aunque sabía que el vampiro estaba allí, siguió siendo bastante impactante verlo a la luz del haz. Sacudí la cabeza. Era cierto que algo había ido muy mal cuando Bubba "resucitó", no cabía duda al respecto. Me alegré mucho de no poder leerle los pensamientos; tenía los ojos enloquecidos por completo.

– Ey, monada -dijo, con un acento sureño tan denso como el almíbar-. ¿Qué tal te va? ¿Vienes a hacerme compañía?

– Solo quería asegurarme de que estuvieras cómodo-dije.

– Bueno, se me ocurren otros lugares en los que estaría más cómodo, pero como eres la chica de Bill, no voy a comentártelos.

– Estupendo -dije con firmeza.

– ¿Hay algún gato por aquí? Estoy aburriéndome de manera soberana de esta cosa embotellada.

– No hay gatos. Seguro que Bill vuelve pronto y entonces podrás irte a casa.-Comencé a regresar hacia casa, sin sentirme lo bastante cómoda en presencia de Bubba para prolongar la conversación, si es que se la podía llamar así. Me pregunto qué pensamientos asaltarían a Bubba durante sus largas noches de vigilancia. ¿Recordaría su pasado?

– ¿Y qué ha pasado con el perro? -me dijo desde lejos.

– Se fue a casa-respondí, girándome por encima del hombro.

– Qué pena -dijo Bubba para sí, tan bajo que casi no lo oí. Me preparé para meterme en la cama. Vi la televisión, tomé algo de helado, e incluso piqué un pastelito de postre. Aquella noche no parecía funcionar ninguna de las cosas que habitualmente me tranquilizan. Mi hermano estaba en la cárcel, mi novio en Nueva Orleáns, mi abuela muerta y alguien había asesinado a mi gato. Me sentí sola y me autocompadecí sin parar.

A veces no tienes más remedio que dejarte llevar.

Bill no me devolvió la llamada, y eso añadió leña a la hoguera de mi tristeza. Seguro que había encontrado alguna furcia complaciente en Nueva Orleáns, o alguna colmillera como las que rodeaban el Blood cada noche con la esperanza de conseguir una "cita" con un vampiro.

Si fuera de las que beben, me habría emborrachado. Si fuera una mujer fácil, habría llamado al adorable JB du Rone y me hubiera acostado con él. Pero no soy tan dramática ni tan drástica, así que me limité a comer helado y ver películas antiguas que echaban por la tele. Por una de esas curiosas coincidencias, ponían Amor en Hawai[13].

Al final me fui a la cama alrededor de medianoche.

Un chillido al otro lado de la ventana de mi habitación me despertó. Me senté muy tiesa en el colchón. Oí golpetazos y ruidos sordos, y al final una voz que sin duda era la de Bubba, que gritaba:

– ¡Vuelve aquí, mamonazo!

Cuando no se oyó nada durante un par de minutos, me puse un albornoz y abrí la puerta principal. El patio, iluminado por la farola, estaba vacío. Entonces atisbé movimiento a la izquierda, y cuando saqué la cabeza por la puerta vi a Bubba que se arrastraba cansino de vuelta a su escondrijo.

– ¿Qué ha sucedido? -le pregunté en voz baja.

Bubba cambió de dirección y se acercó cabizbajo hacia el porche.

– Pues que algún hijoputa, si me permite, estaba rondando la casa-me explicó. Sus ojos castaños brillaban y se parecía más a su antiguo yo-. Lo he oído varios minutos antes de que llegara, y pensé que lo tenía, pero ha atajado a través de los árboles hasta la carretera, donde tenía estacionado un camión.

– ¿Has podido verlo?

– No lo suficiente para poder describirlo-dijo Bubba con pesar-. Conducía una camioneta, pero ni siquiera puedo decirle de qué color era. Estaba oscuro.

– Aun así, me has salvado -respondí, confiando en que la sincera gratitud que sentía se revelara en mi voz. Experimenté una oleada de cariño por Bill, que se había encargado de mi protección. Incluso Bubba parecía más aceptable que antes-. Gracias, Bubba.

– Oh, no tiene importancia -dijo con garbo, y por un momento se irguió, echó un poco atrás la cabeza, y con esa sonrisa adormilada en su rostro… era él. Abrí la boca para pronunciar su nombre, pero recordé la advertencia de Bill y la cerré.


Jason salió bajo fianza al día siguiente.

Costó una fortuna. Firmé todo lo que me indicó Sid Matt, aunque la mayor parte de la garantía caía sobre la casa de Jason, su camión y su bote de pesca. Si lo hubieran arrestado antes una sola vez, aunque fuera por imprudencia al cruzar la calle, no creo que le hubieran permitido una fianza.

Yo estaba en los escalones del tribunal, con mi horrible y sobrio traje de color azul oscuro, bajo el calor de la mañana. El sudor me caía por la cara y se me colaba entre los labios de esa manera tan desagradable que hace que quieras lanzarte de cabeza a la ducha. Jason se detuvo frente a mí. No estaba segura de que dijera algo; parecía haber envejecido años. Al fin le habían tocado problemas serios, problemas muy graves que no desaparecerían o aflojarían su presa como la tristeza.

– No puedo hablarte de esto -dijo, en voz tan baja que apenas pude oírlo-. Sabes que no fui yo. Nunca he sido violento, aparte de una pelea o dos en algún estacionamiento por una mujer.

Le toqué el hombro, pero dejé caer la mano al ver que no reaccionaba.

– Nunca he pensado que fueras tú, y nunca lo haré. Lamento haber sido lo bastante tonta como para llamar ayer al 911. Si me hubiera dado cuenta de que no era tu sangre, te hubiera llevado a la caravana de Sam para limpiarte y quemar la cinta. Pero me daba tanto miedo que fuera tu sangre…

Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas, pero no era momento de llorar, y lo retuve. Noté que se me endurecía el rostro. La mente de Jason era un caos, como una porqueriza mental. Allí se cocía una mezcla poco saludable de remordimientos, vergüenza porque sus costumbres sexuales salieran a la luz, culpa por no sentirse peor por la muerte de Amy, horror ante la idea de que cualquiera del pueblo pudiera creer que había matado a su propia abuela mientras esperaba a su hermana…

– Lo superaremos-dije, impotente.

– Lo superaremos -repitió él, tratando que su voz sonara firme y tranquila. Pero yo pensé que pasaría mucho, mucho tiempo antes de que la seguridad de Jason, esa certidumbre dorada que lo había hecho irresistible, regresara a su rostro, a su gesto y a su tono de voz. Tal vez nunca lo hiciera.

Nos separamos allí, en los juzgados. No teníamos nada más que decirnos.

Me senté todo el día en el bar, mirando a los hombres que entraban, leyéndoles la mente. Ninguno de ellos pensaba en cómo había matado a cuatro mujeres y había salido impune. A la hora de comer, Hoyt y Rene cruzaron la puerta pero se marcharon al verme. Era demasiado embarazoso para ellos, supongo.

Al final, Sam me obligó a marcharme. Dijo que resultaba tan siniestra que espantaba a cualquier cliente que pudiera proporcionarme información útil.

Me arrastré hacia la puerta y quedé bajo el deslumbrante sol. Estaba a punto de ponerse. Pensé en Bubba, en Bill, en todas esascriaturas que estaban surgiendo de su profundo sueño para caminar sobre la superficie de la Tierra.

Me paré en el Grabbit Kwik para comprar algo de leche para los cereales del desayuno. El nuevo dependiente era un chico con acné y una enorme nuez que me miró ansioso, como si yo fuera a constituir su idea mental de lo que a sus ojos era la hermana de un asesino. Supe que apenas podía esperar el momento en que yo saliera de la tienda para poder llamar por teléfono a su novia. Deseaba poder ver las marcas de colmillos de mi cuello, y se preguntaba si había algún modo de saber cómo se lo montaban los vampiros.

Esa era la clase de basura que tenía que escuchar día tras día. No importaba lo que me esforzara en pensar en otra cosa, en lo alta que mantuviera mi guardia ni lo extensa que fuese mi sonrisa, siempre se colaba.

Llegué a casa justo cuando anochecía.

Tras sacar la leche de la bolsa y quitarme el vestido, me puse unos pantalones cortos y una camiseta negra de Garth Brooks, y traté de pensar en algo que hacer durante la noche. No podía tranquilizarme lo bastante para leer, y de todos modos tenía que ir primero a la biblioteca para cambiar los libros, lo que en aquellas circunstancias sería un auténtico trauma. No había nada bueno en la televisión, al menos aquella noche. Se me ocurrió que podría volver a ver Braveheart; Mel Gibson con faldita escocesa siempre levanta la moral, pero era una película demasiado sangrienta para mi estado de ánimo. No podría soportar que le cortaran otra vez la garganta a aquella chica, incluso aunque ya sabía cuándo tocaba taparse los ojos.

Fui al baño para quitarme el maquillaje, que estaba empapado de sudor, cuando por encima del ruido del agua que corría me pareció oír un alarido en el exterior.

Cerré el grifo y me levanté, escuchando con tanta intensidad que casi pude sentir cómo se me desplegaba la antena. ¿Qué…? El agua que me mojaba el rostro caía hasta mi camiseta.

Ningún ruido, ningún ruido en absoluto. Me arrastré hasta la puerta delantera, porque era la más cercana al punto de vigilancia de Bubba entre los árboles.

Abrí la puerta un poquito. Grité:

– ¿Bubba?

No hubo respuesta. Lo intenté otra vez.

Daba la impresión de que hasta los grillos y los sapos retenían el aliento. La noche era tan silenciosa que podía contener cualquier cosa. Algo merodeaba ahí fuera, en la oscuridad.

Traté de pensar, pero mi corazón palpitaba tan fuerte que interfería con el proceso.

Primero, llama a la policía.

Descubrí que esa no era una opción. El teléfono no daba línea. Así que podía esperar en casa a que llegaran los problemas, o podía lanzarme a los bosques. Era una decisión complicada. Me mordí el labio mientras iba por todas las habitaciones apagando las lámparas, tratando de trazar un curso de acción. La casa proporcionaba cierta protección: cerrojos, muros, rincones y grietas. Pero sabía que cualquier persona decidida podría entrar, y en ese caso estaría perdida.

Vale, ¿cómo podía salir al exterior sin que me vieran? Para empezar, apagué las luces de fuera. La puerta trasera estaba más cerca de los árboles, así que era la mejor elección. Conocía bastante bien los bosques, debería ser capaz de esconderme hasta que amaneciera. Y tal vez pudiera llegar hasta la casa de Bill; era casi seguro que su teléfono sí funcionase, y tenía copia de su llave.

O podría tratar de llegar a mi coche y arrancar. Pero eso me retenía en un punto en particular durante varios segundos. No, los bosques parecían la mejor opción.

Me guardé en uno de los bolsillos la llave de Bill y una navaja de mi abuelo, que la abuela guardaba en un cajón de la mesa del salón para abrir los paquetes. Embutí una linterna pequeña en el otro bolsillo. Además, la abuela guardaba un viejo rifle en el armario de los abrigos, junto a la puerta principal. Había pertenecido a mi padre cuando era pequeño, y ella lo había usado casi exclusivamente para disparar a las serpientes. Bueno, yo también tenía una serpiente a la que disparar. Odiaba el maldito rifle, odiaba la idea de tener que usarlo, pero parecía ser el momento adecuado.

No estaba allí.

No pude creer lo que veían mis ojos. Rebusqué por todo el armario.

¡El asesino había estado en mi casa!

Pero no había forzado ninguna puerta. Tenía que ser alguien a quien yo hubiera invitado. ¿Quién había estado allí? Traté de enumerarlos a todos mientras me aproximaba a la puerta trasera, con las zapatillas bien atadas para que no pudiera pisarme los cordones en ningún momento. Me recogí el pelo en una coleta de modo descuidado, casi con una sola mano, para que no se me viniera a la cara, y lo sujeté con una cinta de goma. Pero todo el rato estuve pensando en el rifle robado.

¿Quién había estado en mi casa? Bill, Jason, Arlene, Rene, los niños, Andy Bellefleur, Sam, Sid Matt. Sin duda a todos los había dejado solos un minuto o dos, quizá lo suficiente para tirar el rifle fuera y recogerlo más tarde.

Entonces me acordé del día del funeral. Casi todas las personas a las que conocíamos habían estado entrando y saliendo de la casa cuando murió la abuela, y no podía recordar si había visto el rifle desde entonces. Pero hubiera sido complicado salir de una casa tan atestada de gente con un rifle en las manos, y sin llamar la atención. Y creo que si hubiera desaparecido entonces, a estas alturas ya hubiera notado su ausencia; de hecho estaba casi segura de ello. Tuve que dejar eso a un lado por el momento, y concentrarme en ser más lista que quien me estuviera aguardando allí fuera en la oscuridad.

Abrí la puerta trasera. Salí agachada, lo más baja que pude, y entorné con suavidad la puerta tras de mí. En vez de usar los escalones, alargué una pierna y la puse sobre el suelo mientras me agachaba sobre el porche. Apoyé mi peso sobre ella y retiré la otra pierna. Volví a agazaparme. Se parecía mucho a cuando jugaba al escondite con Jason entre los árboles, cuando éramos críos.

Recé para que ahora no fuera también Jason mi oponente.

Primero usé como cobertura la bañera llena de plantas que había puesto la abuela, y después me arrastré hasta su coche, mi segundo objetivo. Miré hacia el cielo; la luna resultaba enorme, y como la noche estaba despejada las estrellas adornaban el firmamento. El aire resultaba pesado con tanta humedad, y seguía haciendo calor. En pocos minutos mis manos quedaron empapadas de sudor.

Siguiente paso, del coche a la acacia.

Esta vez no fue tan silencioso.

Me tropecé con un tocón y me di de bruces contra el suelo. Me mordí los labios para no gritar. El dolor se extendió por mi pierna y por la cadera, y supe que los bordes del irregular tocón habían raspado mi muslo de manera considerable. ¿Por qué no lo habría arrancado antes? La abuela le pidió a Jason que lo hiciera, pero este nunca encontró el momento.

Escuché un movimiento, o más bien lo intuí. Dejando la precaución para otra ocasión, me incorporé y corrí hacia los árboles. Alguien irrumpió en la linde del bosque a mi derecha y se dirigió hacia mí. Pero yo sabía adónde iba, y con un salto que me sorprendió, me agarré a la rama inferior de nuestro árbol favorito de la infancia para trepar, y me impulsé hacia arriba. Si sobrevivía hasta el amanecer me quedarían los músculos hechos papilla, pero merecía la pena. Me equilibré sobre la rama, tratando de mantener una respiración suave, cuando lo que me pedía el cuerpo era gemir y quejarme como un perro que sueña.

Ojalá aquello fuera un sueño. Pero resultaba innegable: Sookie Stackhouse, camarera y lectora de mentes, se sentaba sobre una rama de los bosques en medio de la noche, sin más armas que una navaja de bolsillo.

Movimientos debajo del árbol; un hombre avanzaba entre los bosques. De una de sus muñecas colgaba un cordel. Oh, Dios. Aunque la luna estaba casi llena, su cabeza se empeñó en permanecer a la sombra del árbol y no pude ver quién era. Pasó por debajo de mí sin verme.

Cuando desapareció de la vista, volvía respirar. Con tanta lentitud como me fue posible, bajé al suelo. Comencé a avanzar entre los árboles, hacia la carretera. Tardaría un rato, pero si lograba llegar a ella, tal vez pudiera hacer señales a alguien para que parara. Entonces pensé en los pocos coches que viajaban por allí. Quizá fuera mejor cruzar el cementerio hasta la casa de Bill. Pensé en el camposanto de noche, con el asesino buscándome, y me tembló todo el cuerpo.

Asustarse más no tenía sentido. Tenía que concentrarme en el momento actual. Vigilé dónde ponía cada pie, avanzando con mucha lentitud. Entre los arbustos, cualquier caída resultaría muy ruidosa y lo tendría encima en un instante.

Encontré el gato muerto unos diez metros al sudeste del árbol al que me había subido. Su garganta no era más que una herida goteante. Bajo el efecto blanqueador de la luz de la luna no pude deducir siquiera de qué color era su pelaje, pero las manchas oscuras alrededor de su pequeño cadáver tenían que ser de sangre. Tras metro y medio más de movimiento furtivo me topé con Bubba. Estaba inconsciente o muerto; con un vampiro resultaba difícil diferenciar ambos estados. Pero como no le atravesaba el corazón ninguna estaca y la cabeza seguía en su sitio, confié en que solo estuviera inconsciente. Me imaginé que alguien le había traído un gato envenenado. Alguien que sabía que Bubba me protegía y que había oído de su afición a desangrar gatos.

Oí un crujido detrás de mí. El chasquido de una ramita. Me deslicé hasta la sombra de un árbol grande. Estaba desquiciada, desquiciada y muy asustada, y me pregunté si moriría aquella noche.

Puede que no dispusiera del rifle, pero tenía un arma incorporada a mi cuerpo. Cerré los ojos y busqué con mi mente. Una maraña oscura, roja, negra. Odio.

Me estremecí. Pero era necesario, era mi única protección. Bajé hasta el último rastro de defensa.

En mi cabeza se vertieron imágenes que me enfermaron, que me aterraron. Dawn, pidiendo a alguien que la pegara, y después descubriendo que ese alguien tenía sus medias en las manos y las estiraba preparándose para rodear su cuello con ellas. Una imagen repentina de Maudette, desnuda y pidiendo piedad. Una mujer a la que nunca había visto, dándome la espalda, cubierta de moratones y verdugones. Después mi abuela, mi abuela, en nuestra cocina, furiosa y luchando por su vida.

Me sentí paralizada por la conmoción, el horror de todo aquello. ¿De quién eran esos pensamientos? Obtuve una imagen de los hijos de Arlene, jugando en el suelo de mi sala de estar. Me vi a mí misma, pero no me parecía a la persona que siempre me recibía en el espejo. Había enormes agujeros en mi cuello, y resultaba lasciva. Una sonrisa impúdica adornaba mi rostro, y me acariciaba sugerente la parte interior del muslo.

Estaba en la mente de Rene Lenier. Así era como me veía él.

Rene estaba loco. Ahora sabía por qué nunca había podido leer con claridad sus pensamientos: los mantenía en un agujero secreto, un lugar de su cerebro oculto y separado de su yo consciente.

En ese momento veía una silueta detrás de un árbol y se preguntaba si se parecía a la de una mujer.

Me estaba viendo.

Salté y corrí hacia el oeste, hacia el cementerio. Ya no lograba escuchar sus pensamientos, porque mi cabeza estaba demasiado concentrada en correr y esquivar los obstáculos de árboles, arbustos, ramas caídas y hasta un pequeño barranco donde se había acumulado el agua de lluvia. Mis fuertes piernas me impulsaron, mis brazos siguieron el ritmo, y mi aliento se parecía a los silbidos de una gaita.

Salí del bosque y me encontré en el camposanto. La parte más antigua se encontraba más al norte, hacia la casa de Bill, y poseía los mejores lugares para ocultarse. Rodeé lápidas modernas, situadas casi a ras de suelo, nada buenas para esconderse. Salté por encima de la tumba de la abuela, con la tierra aún sin cubrir, ni losa. Su asesino me siguió. Me giré para ver lo cerca que se hallaba, como una tonta, y a la luz de la luna vi a la perfección su mata de pelo mientras se me acercaba.

Me adentré en la suave depresión que formaba el cementerio y comencé a subir por el otro lado. Cuando consideré que ya había las suficientes lápidas y estatuas de gran tamaño entre Rene y yo, me agaché detrás de una alta columna de granito coronada por una cruz. Permanecí muy quieta, apretándome contra la dura y fría piedra. Me puse una mano sobre la boca para amortiguar mis esforzados jadeos por meter aire en los pulmones. Me obligué a calmarme lo necesario para tratar de escuchar a Rene, pero sus pensamientos no eran lo bastante coherentes como para poder descifrarlos, salvo por la rabia que sentía. Entonces apareció un concepto claro.

– Tu hermana -grité-. ¿Todavía está viva Cindy, Rene?

– ¡Zorra! -aulló. Y supe en ese instante que la primera mujer en morir había sido su hermana, esa a la que le gustaban los vampiros, la que supuestamente aún visitaba de vez en cuando, según Arlene. Rene había matado a Cindy, la camarera, mientras aún vestía su uniforme rosa y blanco de la cafetería del hospital. La estranguló con las cuerdas de su propio delantal. Y después de que muriera, mantuvo relaciones sexuales con ella. Rene pensó (hasta donde era capaz de razonar) que, ya que ella había caído tan bajo, no le importaría hacerlo con su propio hermano. Cualquiera que permitiese a un vampiro hacerle eso merecía morir. Después, avergonzado, había ocultado el cuerpo. Las otras no eran de su carne, no tenía nada de malo dejarlas a la vista.

Me vi absorbida al interior enfermo de Rene como una rama arrastrada por un remolino, y aquello hizo que me mareara.Cuando regresé a mi propia cabeza, lo tenía encima. Me golpeó en la cara con toda su fuerza, y esperó verme caer. El golpe me rompió la nariz y me hizo tanto daño que casi me desmayé, pero logré resistir. Le devolví el golpe, pero mi falta de experiencia lo hizo ineficaz. Solo le impacté en las costillas, haciendo que gruñera, pero de inmediato contraatacó.

Su puño me rompió la clavícula. Pero no caí.

No sabía lo fuerte que era yo. Bajo la luz de la luna, vi que se sorprendió cuando le devolví los golpes, y di las gracias a toda la sangre vampírica que había ingerido. Pensé en mi valiente abuela y me lancé contra él, agarrándolo por las orejas y tratando de estampar su cabeza contra la columna de granito. Alzó las manos para sujetarme por los antebrazos, y trató de apartarme para que lo soltara. Al final lo consiguió, pero por su mirada supe que estaba asustado y más atento. Traté de darle un rodillazo, pero se me adelantó, girándose lo suficiente para esquivarme. Mientras estaba sin equilibrio me empujó, y golpeé el suelo con un impacto que hizo que me temblaran los dientes.

Se puso a horcajadas sobre mí. Pero había perdido el cordel en la lucha, y mientras sostenía mi cuello con una mano, tanteaba el suelo con la otra en busca de su herramienta preferida. Mi brazo derecho estaba inmovilizado, pero el izquierdo no, y luché y lo arañé. Él no podía hacerme nada, necesitaba buscar el cordel para estrangularme porque era parte de su ritual. Mientras le atacaba, mi mano se topó con un bulto familiar.

Rene, que aún llevaba puestas las ropas de trabajo, tenía su cuchillo en el cinturón. Abrí el cierre y saqué el cuchillo de su funda, y mientras él todavía pensaba "debería haberme quitado eso", lo clavé en la carne de su cintura, apuntando hacia arriba, y lo extraje.

Entonces gritó.

Se puso en pie, girando de lado la parte superior de su torso y tratando de contener con ambas manos la sangre que manaba de la herida.

Me arrastré hacia atrás y me levanté, tratando de poner distancia entre mi cuerpo y el de aquel hombre, que era tan monstruoso como Bill.

Rene gritó:

– ¡Ah, Dios, mujer! ¿Qué me has hecho? ¡Oh, Dios, duele mucho!

Eso fue estupendo. Ahora me tenía miedo. Le aterraba que lo descubrieran, que se acabaran sus juegos, su venganza.

– ¡Las chicas como tú merecen morir! -aulló-. ¡Puedo sentirte dentro de mi cabeza, bicho raro!

– ¿Quién es aquíelbicho raro? -siseé-. ¡Muere, bastardo!

No sabía que me iba a salir eso. Estuve junto a la lápida, agazapada, sujetando aún el cuchillo empapado de sangre en mi mano, esperando a que volviera a lanzarse contra mí.

Se tambaleó en círculos, y yo lo vigilé con rostro pétreo. Cerré mi mente a él, a sus pensamientos de que la muerte lo llamaba. Me preparé para usar el cuchillo una segunda vez, pero él cayó al suelo. Cuando me aseguré de que no podía moverse, fui hacia la casa de Bill, pero sin correr. Me dije que era solo porque no podía de lo agotada que estaba, pero no estoy muy segura. No dejaba de ver a mi abuela, atrapada para siempre en los recuerdos de Rene, luchando para salvar la vida en su propia casa.

Saqué la llave de Bill del bolsillo, casi sorprendida de que aún siguiera ahí. De alguna manera logré tambalearme hasta el salón, en busca del teléfono. Toqué los botones con los dedos, tratando de imaginarme cuál era el nueve y cuál el uno. Apreté los números lo suficiente para lograr que hicieran bip, y entonces, sin previo aviso, caí inconsciente.


Estaba en el hospital. Me rodeaba el olor a limpio de las sábanas hospitalarias.

Lo siguiente que supe es que me dolía todo.

Y había alguien en la sala conmigo. Logré abrir los ojos, no sin gran esfuerzo. Andy Bellefleur. Su rostro cuadrado estaba aún más agotado que la última vez que lo vi.

– ¿Puedes oírme?-dijo.

Asentí con un movimiento mínimo, pero que envió una oleada de dolor a través de mi cabeza.

– Lo tenemos-dijo, y procedió a contarme algo más, pero volvía quedarme dormida.

Ya era de día cuando me desperté, y en esta ocasión parecía estar mucho más alerta. También había alguien en la sala.

– ¿Quién está ahí?-dije, y mi voz surgió como un carraspeo dolorido.

Kevin se levantó de la silla de la esquina, apartando una revista de crucigramas y guardándosela en el bolsillo del uniforme.

– ¿Dónde está Kenya? -susurré. Me sonrió inesperadamente.

– Ha estado aquí durante un par de horas -me explicó-. Volverá pronto. La he enviado a comer. -Su cuerpo y su rostro esbelto formaban un claro gesto de aprobación-. Eres una mujer dura.

– No me siento muy dura-logré responder.

– Te han herido -me dijo, como si yo no lo supiera ya.

– Rene.

– Lo encontramos en el cementerio-me contó Kevin-. Lo golpeaste bastante bien, pero seguía consciente y nos contó que había tratado de matarte.

– Bien.

– Le daba mucha pena no haber terminado la tarea. No puedo creerme que cantara de aquel modo, pero para cuando lo encontramos estaba herido y aterrado, nos contó que todo había sido culpa tuya porque no te limitabas a dejarte matar como las otras. Dijo que debía de estar en tus genes, porque tu abuela… – allí Kevin se interrumpió, consciente de que estaba en terreno incómodo.

– También se resistió-susurré.

En ese momento entró Kenya, enorme, impasible, sosteniendo un vaso de espuma de poliestireno lleno de humeante café.

– Está despierta -comentó Kevin, dirigiéndose a su compañera.

– Estupendo. -Kenya no parecía tan contenta de oírlo ¿Ha explicado lo que ocurrió? Tal vez debamos llamar a Andy.

– Sí, es lo que nos dijo que hiciéramos, pero solo lleva cuatro horas durmiendo.

– El hombre dijo que lo avisáramos.

Kevin se encogió de hombros y se dirigió al teléfono que había al lado de la cama. Me adormilé mientras le oía hablar, pero pude escucharlo murmurar con Kenya mientras esperaban. Le estaba hablando de sus perros de caza. Kenya, imagino, atendía.

Llegó Andy, pude sentir sus pensamientos, el esquema de su cerebro. Su cuerpo se detuvo junto a mi cama. Abrí los ojos y vi que se inclinaba para estudiarme. Intercambiamos una larga mirada.

En el pasillo, se oyeron dos pares de pies con zuecos de enfermera.

– Rene todavía está vivo-dijo Andy de repente-. Y no para de largar.

Hice un levísimo movimiento de cabeza, con la intención de que pareciera que asentía.

– Dice que esto se remonta a su hermana, que salía con un vampiro. Obviamente la chica quedó tan baja a de sangre que Rene pensó que se convertiría en una vampira si no la detenía. Una noche, en el apartamento de ella, le lanzó un ultimátum. Ella le replicó, diciendo que no abandonaría a su amante. Mientras discutían ella se ponía el delantal para salir a trabajar, así que Rene se lo arrancó, la estranguló e… hizo otras cosas.

Andy parecía algo asqueado.

– Lo sé-susurré.

– Me da la impresión-prosiguió Andy- de que, de algún modo, decidió que podía justificar aquel horrible acto si se convencía de que todos los que estuvieran en la situación de su hermana merecían morir. De hecho, estos crímenes son muy similares a dos sucedidos en Shreveport y que no se han resuelto hasta hoy. Esperamos que Rene nos cuente algo al respecto mientras suelta su perorata. Si sobrevive.

Noté que mis labios se apretaban en horrorizada simpatía por esas otras pobres chicas.

– ¿Puedes contarnos lo que te ha pasado?-preguntó Andy en voz baja-. Ve con lentitud, tómate tu tiempo y mantén la voz en el nivel de los susurros. Tienes la garganta bastante dañada.

Ya había deducido eso yo solita, muchas gracias. A base de murmullos, relaté los sucesos de la noche, y no me olvidé de nada. Andy había puesto en marcha un pequeño grabador después de preguntarme si no tenía objeciones. Lo colocó en la almohada cerca de mi boca, para no perderse nada de la historia, cuando indiqué que por mí no había problema.

– ¿El señor Compton sigue fuera del pueblo? -me preguntó cuando hube terminado.

– Nueva Orleáns -susurré, apenas capaz de hablar.

– Buscaremos el rifle en la casa de Rene, ahora que sabemos que es tuyo. Será una prueba ratificatoria muy importante.

En ese instante entró en la habitación una mujer joven reluciente, vestida de blanco, que me miró y le dijo a Andy que tendría que volver en otro momento. Él asintió en dirección a mí, me dio una palmadita avergonzada en la mano, y se marchó. Mientras se iba, lanzó a la doctora una mirada de admiración. Era muy guapa, pero también llevaba un anillo de casada, así que Andy volvía a llegar demasiado tarde. Ella pensaba que él parecía demasiado serio y sombrío.

No quería escuchar aquellas cosas, pero no tenía las fuerzas suficientes para mantener a la gente fuera de mi cabeza.

– Señorita Stackhouse, ¿cómo se siente? -me preguntó la chica con voz demasiado alta. Era morena y delgada, con grandes ojos castaños y boca amplia.

– Fatal-susurré.

– Ya me lo imagino-dijo, asintiendo repetidas veces mientras me examinaba. Por algún motivo, no creí que pudiera imaginárselo. Seguro que nunca la había golpeado un asesino múltiple en un cementerio-. También ha perdido a su abuela, ¿no es así? -añadió con afecto. Asentí, apenas un milímetro-. Mi marido murió hace unos seis meses -explicó-. Sé lo que es el dolor. Es duro enfrentarse a ello, ¿verdad?

Vaya, vaya, vaya. Esbocé una pregunta con mi rostro.

– Tenía cáncer -me explicó. Traté de mostrar mis condolencias sin mover nada, lo que es casi imposible-. Bien añadió mientras se erguía, retomando sus maneras bruscas Señorita Stackhouse, su vida no corre peligro. Tiene una clavícula rota, y también dos costillas y la nariz.

¡La madre del cordero! No era de extrañar que me sintiera tan mal.

– Su cara y su cuello han sido golpeados con fuerza. Por supuesto, ya sabe que ha sufrido daños en la garganta.

Traté de imaginarme el aspecto que tendría. Menos mal que no había un espejo a mano.

– Y tiene gran cantidad de contusiones y cortes relativamente leves en brazos y piernas. -Sonrió-. Su estómago está bien, y también sus pies.

Jajaja, qué graciosa.

– Le he prescrito medicación contra el dolor, así que cuando comience a sentirse mal, solo tiene que llamar a la enfermera. Una visita asomó la cabeza por la puerta. La doctora se giró, tapándome la visión, y dijo:

– ¿Sí?

– ¿Es la habitación de Sookie?

– Sí, estaba terminando de examinarla. Puede pasar. -La doctora, cuyo apellido, según la placa, era Sonntag, me miró inquisitiva para obtener mi permiso, y yo logré pronunciar un leve: "Claro".

JB du Rone se acercó hasta mi cama, con un aspecto tan adorable como el modelo de la cubierta de una novela rosa. Su cabello leonado brillaba bajo las luces fluorescentes. Sus ojos eran del mismo color, y su camiseta sin mangas mostraba una definición muscular que parecía cincelada con un… bueno, con un cincel. Mientras él me miraba, la doctora Sonntag se lo comía con los ojos.

– Hola, Sookie, ¿te encuentras bien? -preguntó. Me pasó con suavidad un dedo por la mejilla y besó un punto de mi frente que había escapado a las magulladuras.

– Gracias -susurré-, me pondré bien. Te presento a mi doctora.

JB dirigió su mirada hacia la Dra. Sonntag, que prácticamente se moría por presentarse ella misma.

– Los doctores no eran tan guapos cuando venía a ponerme inyecciones-dijo JB con sinceridad y sencillez.

– ¿No has estado en el médico desde que eras un niño? – preguntó la doctora, sorprendida.

– Nunca me pongo enfermo-le sonrió-. Soy fuerte como un buey.

Y también tenía su cerebro. Pero era probable que la Dra. Sonntag tuviera los sesos necesarios para los dos. Ya no podía imaginarse ningún motivo para seguir rondando por allí, pero mientras salía lanzó una mirada triste por encima del hombro. JB se inclinó hacia mí y dijo con amabilidad:

– ¿Puedo traerte algo, Sookie? ¿Unas Nabs u otra cosa? La idea de tratar de comer galletas crujientes hizo que me vinieran lágrimas a los ojos.

– No, gracias -musité-. La doctora es viuda.

Con JB podías cambiar de tema sin que se le ocurriera preguntarse por qué lo hacías.

– Guau -dijo, impresionado-. Es inteligente y soltera. – Arqueé las cejas de manera significativa-. ¿Crees que debería pedirle salir? -JB parecía todo lo pensativo que era posible en él-. Eso sería una buena idea. Siempre que tú no quieras salir conmigo,Sookie -me dijo sonriente-. Tú siempre serás la primera para mí. Solo tienes que agitar el meñique y vendré corriendo.

Qué chico tan dulce. No me creí ni por un instante su devoción, pero sí que sabía cómo hacer que una mujer se sintiera bien, incluso si, como yo, estaba segura de que tenía un aspecto penoso. Y me dolía bastante. ¿Dónde estaban esas malditas pastillas para el dolor? Traté de sonreír a JB.

– Te duele-me dijo-. Llamaré a la enfermera.

Eso era estupendo. La distancia hasta el pequeño botón parecía hacerse cada vez mayor mientras trataba de mover el brazo.

Me besó una vez más antes de irse y dijo:

– Buscaré a esa doctora tuya, Sookie. Será mejor que le haga unas cuantas preguntas más sobre tu recuperación.

Después de que la enfermera inyectara alguna cosa en mi goteo intravenoso, me limité a esperar que desapareciera el dolor. La puerta se abrió de nuevo.

Era mi hermano. Permaneció junto a mi cama durante largo tiempo, estudiando mi cara. Al final dijo, con voz pesada:

– He hablado durante un minuto con la doctora antes de que se fuera a la cafetería con JB. Me ha contado todo lo que tienes. -Se alejó, dio un paseo por la habitación y volvió. Me contempló un rato más-. Tienes un aspecto horrible.

– Gracias -susurré.

– Ah, sí, tu garganta. Lo había olvidado.-Empezó a darme unas palmaditas, pero se lo pensó mejor.

– Escucha, hermanita, debo darte las gracias, pero me molesta que ocuparas mi lugar cuando llegó la hora de pelear. De haber podido, le habría dado una patada.

¡Que había ocupado su lugar, demonios!

– Te debo muchísimo, hermanita. He sido tan tonto, pensando que Rene era un buen amigo.

Traicionado. Se sentía traicionado.

Y entonces entró Arlene para acabar de poner las cosas interesantes.

Estaba hecha un desastre. Llevaba el pelo enredado en una maraña rojiza, iba sin maquillaje y había escogido la ropa al azar. Nunca había visto a Arlene sin el pelo rizado ni todo su brillante maquillaje encima.

Me miró desde arriba (oh, sería feliz cuando pudiera volver a incorporarme) y, durante un segundo, su rostro fue duro como el granito. Pero cuando de verdad me miró a la cara, empezó a derrumbarse.

– Estaba tan furiosa contigo, no podía creerlo. Pero ahora que te veo y compruebo lo que te ha hecho… Oh, Sookie, ¿podrás perdonarme algún día?

Maldición, no quería que estuviera allí. Traté de telegrafiárselo a Jason, y por una vez lo logré, porque puso un brazo alrededor de los hombros de Arlene y se la llevó. Antes de llegar a la puerta ella ya estaba llorando.

– No lo sabía -dijo, apenas coherente-. ¡No lo sabía!

– Diablos, yo tampoco-añadió Jason con firmeza.

Me eché una siestecita después de tratar de ingerir una deliciosa gelatina verde.

Mi gran ilusión por la tarde fue caminar hasta el baño, más o menos sola. También me senté en la silla durante diez minutos, tras los cuales estaba más que dispuesta a volver a la cama. Me miré en un espejo que había en la mesita con ruedas, y lamenté que estuviera ahí.

Tenía algo de fiebre, lo suficiente para parecer destemplada y con la piel dolorida. Mi cara era azul y gris, y mi nariz estaba inflada hasta el doble de su tamaño. Tenía el ojo derecho hinchado, casi cerrado del todo. Me encogí de hombros, e incluso eso me dolió. Mis piernas… oh, demonios, ni siquiera quise comprobarlo. Me tumbé con mucho cuidado y esperé a que aquel día terminara. Quizá en cuatro días me sintiera estupendamente. ¡Y el trabajo! ¿Cuándo podría volver a trabajar?

Me distrajo un leve toque en la puerta. Otra maldita visita. Bueno, al menos a esta no la conocía. Era una señora mayor con el pelo azul y gafas de montura roja que paseaba un carrito. Llevaba la bata amarilla que las voluntarias hospitalarias llamadas Damas de la Luz del Sol vestían cuando trabajaban. El carrito estaba lleno de flores para los pacientes de esa ala.

– ¡Te traigo un cargamento de buenos deseos! -dijo la señora, alegre.

Sonreí, pero el efecto debió de ser deprimente, porque su alegría se tambaleó un poco.

– Estas son para ti -dijo, sacando una planta de interior decorada con un lazo rojo-. Aquí está la tarjeta, cariño. Veamos, estas también son para ti-ahora se trataba de un arreglo floral que contenía capullos de rosas, claveles rosas y gisófila blanca. También sacó su tarjeta. Inspeccionando el carrito, añadió-: ¡Vaya, eres una chica con suerte! Aquí hay algo más.

El centro del tercer presente floral era una extraña flor roja que nunca antes había visto, rodeada por una hueste de flores más comunes. Lo observé dubitativa. La Dama de la Luz del Sol me la presentó obediente junto a la tarjeta que colgaba del plástico.

Después de que se marchara de la habitación con una sonrisa, abrí los pequeños sobres. Observé con cierta ironía que me movía con más facilidad cuando estaba de mejor humor.

La planta de interior era de Sam y de "todos tus compañeros de trabajo en Merlotte's", según decía la carta, aunque la letra era solo la de Sam. Acaricié las brillantes hojas y me pregunté dónde la pondría cuando me la llevara a casa. El arreglo era de Sid Matt Lancaster y Elva Deene Lancaster. Pues vaya. El de la peculiar flor roja en el centro (en mi opinión, aquella flor parecía casi obscena, como las partes íntimas de una mujer) era sin duda el más interesante de los tres. Abrí la tarjeta con cierta curiosidad. Solo llevaba una firma: "Eric".

Eso era lo único que me faltaba. ¿Cómo demonios se había enterado de que estaba en el hospital? ¿Y por qué no tenía ninguna noticia de Bill?

Tras tomar una deliciosa gelatina roja de cena, me concentré en la televisión durante un par de horas, ya que no tenía nada que leer y, de todos modos, mis ojos no estaban para eso. Mis hematomas se hacían más coloridos a cada hora que pasaba y me sentía cansada hasta los huesos, a pesar de que solo había caminado una vez hasta el baño y dos alrededor de la habitación. Apagué la televisión y me tumbé de lado. Me quedé dormida, y el dolor que sentía por todo el cuerpo se filtró en mis sueños y me hizo tener pesadillas. En ellas corría, corría a través del cementerio, temiendo por mi vida, cayendo sobre las losas y a tumbas abiertas, donde me encontraba a toda la gente que sabía que estaba allí: mi padre y mi madre, mi abuela, Maudette Pickens, Dawn Green, incluso un amigo de la infancia que se mató en un accidente de caza. Yo tenía que buscar una lápida en particular; si la encontraba, me salvaría. Todos volverían a sus tumbas y me dejarían sola. Corrí de una a otra, poniendo la mano encima de ellas, con la esperanza de que cada una fuera la adecuada. Gimoteé.

– Cariño, estás a salvo-me llegó una voz familiar.

– Bill-murmuré. Me giré hacia una losa que aún no había tocado. Cuando puse mis dedos sobre ella se dibujaron las letras de "William Erasmus Compton". Como si me hubieran echado un jarro de agua fría, abrí los ojos y respiré hondo para gritar, pero la garganta me dolió intensamente. Tosí por el exceso de aire, y el dolor que sentí al hacerlo consiguió que me despertara del todo. Una mano recorrió mi mejilla, y sus fríos dedos resultaban muy agradables contra mi piel caliente. Traté de no lloriquear, pero un pequeño ruidito logró abrirse paso entre mis dientes.

– Vuélvete hacia la luz, querida-dijo Bill con voz amena y cotidiana.

Me había quedado dormida dando la espalda a la luz que había dejado encendida la enfermera, la del baño. Obediente, me dejé caer sobre la espalda y contemplé a mi vampiro.

Bill siseó.

– Lo mataré -dijo, con una férrea certeza que me asustó hasta la médula.

Había tensión suficiente en el cuarto como para enviar una flota de histéricos en busca de sus tranquilizantes.

– Hola, Bill -grazné-. Yo también me alegro de verte. ¿Dónde has estado tanto tiempo? Gracias por devolverme todas las llamadas.

Eso lo paró en seco. Parpadeó. Pude ver que hacía un esfuerzo por calmarse.

– Sookie-dijo-, no te he llamado porque quería contarte en persona lo que ha sucedido. -No pude interpretar la expresión de su rostro, pero si tuviera que arriesgarme hubiera dicho que parecía orgulloso de sí mismo.

Se detuvo e inspeccionó todas las zonas visibles de mi cuerpo.

– Esto no me duele-grazné servicial, alargándole la mano. La besó, cerniéndose sobre ella de un modo que envió un débil hormigueo por todo mi cuerpo. Y un débil hormigueo era más de lo que me sentía capaz de soportar.

– Dime lo que te han hecho -me ordenó.

– Entonces agáchate para que pueda susurrar. Hablar me duele.

Arrastró una silla hasta ponerla junto al lecho, bajó la barandilla de la cama y apoyó la barbilla sobre sus brazos. Su cara quedaba a unos diez centímetros de la mía.

– Tienes la nariz rota-observó.

Giré los ojos.

– Menos mal que lo has descubierto -susurré-. Se lo diré a la doctora en cuanto la vea.

Entrecerró los ojos.

– Deja de tratar de desviar mi atención.

– Vale. La nariz rota, dos costillas y una clavícula.

Pero Bill quería examinarme por completo y bajó la sábana. Mi vergüenza fue absoluta. Por supuesto, llevaba puesta una terrible bata de hospital (que ya era deprimente de por sí), no me habían bañado como era debido, mi rostro mostraba varios colores distintos y estaba despeinada.

– Quiero llevarte a casa -anunció, después de recorrerlo todo con sus manos y examinar con minuciosidad cada rasguño y cada corte. El Vampiro Médico. Le indiqué con la mano que se acercara.

– No -dije con un hálito. Señalé a la bolsa de goteo. La contempló con cierta suspicacia, aunque sin duda tenía que saber de qué se trataba.

– Puedo sacarla-afirmó.

Sacudí la cabeza con vehemencia.

– ¿No quieres que me encargue de ti?

Resoplé exasperada, lo que dolió muchísimo. Hice un gesto de escribir con la mano, y Bill rebuscó en los cajones hasta que encontró un bloc. Curiosamente, él llevaba un bolígrafo encima. Le escribí: "Mañana me dejarán irme del hospital si no me sube la fiebre".

– ¿Quién te va a llevar a casa? -me preguntó. Estaba de nuevo junto a la cama, mirándome desde arriba con franca desaprobación, como un profesor cuyo mejor alumno resultaba ser un lerdo crónico.

"Tendré que llamar a Jason o a Charlsie Tooten", escribí. De haber sido diferentes las cosas, hubiera apuntado de inmediato el nombre de Arlene.

– Estaré allí por la noche -dijo.

Miré hacia arriba, hacia su pálida cara. La córnea de sus ojos casi brillaba en la penumbra de la habitación.

– Te curaré -ofreció- Deja que te dé algo de sangre.

Recordé cómo se me había aclarado el pelo, y que era casi el doble de fuerte que antes. Sacudí la cabeza.

– ¿Por qué no? -dijo, como si ofreciera un vaso de agua a un sediento y este lo rechazara. Pensé que quizá hubiese herido sus sentimientos.

Tomé su mano y la llevé hasta mis labios, besando con suavidad la palma. Apreté la mano contra mi mejilla más sana. "La gente nota que estoy cambiando", escribí un instante después, "Y yo también lo noto".

Inclinó la cabeza unos momentos, y después me miró triste.

"¿Sabes lo que ha ocurrido?", escribí.

– Bubba me ha contado parte-dijo, y su rostro adquirió una expresión temible al mencionar al vampiro medio obtuso-. Sam me ha explicado el resto, y he ido al departamento de policía para leer sus informes.

"¿Andy te ha dejado hacer eso?", garabateé.

– Nadie se ha enterado de que estaba allí-explicó despreocupado.

Traté de imaginármelo, y me dieron escalofríos. Le lancé una mirada desaprobadora.

"Cuéntame lo que ha pasado en Nueva Orleáns", escribí. Comenzaba a sentir modorra de nuevo.

– Tendrás que aprender algunas cosas sobre nosotros – dijo, dubitativo.

– ¡Vaya, vaya, secretitos de los vampiros! -grazné.

Fue su turno de mirarme con desaprobación.

– Estamos algo organizados-me explicó-. Traté de pensar algún modo de mantenernos a salvo de Eric. -Al decir Bill eso, miré de forma involuntaria hacia la flor roja-. Sabía que si me hacía agente, como Eric, le sería mucho más difícil interferir en mi vida privada:

Puse expresión interesada, o al menos lo intenté.

– Así que asistí a la reunión regional -prosiguió-, y a pesar de que nunca me he implicado en política me presenté para un cargo. ¡Y gracias a un poco de cabildeo, he ganado!

Eso sí que era sorprendente. ¿Bill era un representante sindical? También me surgieron preguntas sobre eso del cabildeo. ¿Quería decir que Bill había matado a la oposición? ¿O que había comprado a los votantes una botella de A positivo por cabeza?

"¿En qué consiste tu trabajo?", escribí con lentitud, mientras me imaginaba a Bill sentado en una reunión. Trate de parecer orgullosa, que claramente era lo que él esperaba.

– Soy el investigador del Área Cinco -explicó-. Ya te contaré en qué consiste cuando estés en casa. No quiero cansarte ahora.

Asentí, sonriéndole contenta. Confié en que no se le pasara por la cabeza preguntarme quién me había enviado las flores. Me planteé si debía escribirle a Eric una nota de agradecimiento. ¿Por qué se me iban las ideas a detalles sin importancia? Debía de ser por los analgésicos.

Le hice un gesto a Bill para que se acercase más. Así lo hizo, y su cara descansó sobre la almohada, al lado de la mía.

– No mates a Rene -susurré.

Me miró con frialdad. Con hielo en los ojos.

– Puede que yo ya haya hecho el trabajo-le expliqué-. Está en cuidados intensivos. Pero aunque sobreviva, ya ha habido suficientes asesinatos. Deja que la ley se encargue, no quiero más cazas de brujas contra ti, quiero que vivamos en paz.

Se me hacía cada vez más difícil hablar. Tomé su mano entre las mías, la apoyé contra mi mejor mejilla. De repente, todo lo que le había echado de menos se concentró como un nudo en mi pecho, y relajé los brazos. Se sentó con cuidado al borde de la cama, e inclinándose sobre mí, con muchísimas precauciones, pasó sus brazos por debajo y me incorporó hacia sí, milímetro a milímetro, para que me diera tiempo a quejarme si me dolía.

– No lo mataré-dijo por último a mi oído.

– Cariño -musité, sabiendo que su agudo oído lo captaría-, te he echado de menos. -Escuché su rápido suspiro, y sus brazos me apretaron levemente, sus manos comenzaron a acariciarme con suavidad la espalda.

– Me pregunto-dijo-con qué velocidad podrás curarte sin mi ayuda.

– Oh, trataré de darme prisa -susurré-. Apuesto a que sorprenderé a la doctora.

Un collie trotó por el pasillo, se asomó por la puerta abierta, soltó un "grouff", y se alejó. Asombrado, Bill se giró para echar un vistazo al pasillo. Ah, claro, esa noche había luna llena, podía verla a través de la ventana. También vi algo más: un rostro blanco apareció de la oscuridad y flotó entre la luna y yo. Era una cara hermosa, rodeada de pelo dorado. Eric el Vampiro me sonrió y de manera gradual desapareció de la vista. Estaba volando.

– Pronto volveremos a la normalidad-dijo Bill, tumbándome de nuevo con delicadeza para poder apagar la luz del cuarto de baño. Su cuerpo brillaba en la oscuridad.

– Claro -susurré-, desde luego. De vuelta a la normalidad.


***

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