4

La mitad de los clientes habituales de Merlotte's creían que Bill había tenido que ver con las marcas en los cuerpos de las fallecidas. El otro cincuenta por ciento pensaba que algunos de los vampiros de otro pueblo o ciudad más grande habían mordido a Maudette y a Dawn cuando iban de copeo, y que se merecían lo que les había pasado por querer irse a la cama con chupasangres. Algunos creían que las chicas habían sido estranguladas por un vampiro, y otros que simplemente habían proseguido su promiscua vida sexual hasta acabar de mala manera.

Pero aparte de eso, todos los que venían al bar estaban preocupados porque otra mujer pudiera ser asesinada. Perdí la cuenta de las veces que me dijeron que tuviera cuidado, que vigilara a mi amigo Bill Compton, que cerrara con llave la puerta y no dejara entrar a nadie en casa… Como si fueran cosas que no hiciera ya de por sí.

Jason se convirtió en blanco tanto de la conmiseración como de las sospechas, por haber tenido "citas" con ambas mujeres. Cierto día vino a nuestra casa y se lamentó largo y tendido, mientras la abuela y yo tratábamos de empujarlo a que prosiguiera -con su trabajo como haría un hombre inocente. Pero por primera vez (que yo recordara) mi atractivo hermano estaba de verdad preocupado. Por supuesto, no me alegraba que se viera en problemas, pero tampoco llegaba a lamentarlo del todo. Sé que eso fue mezquino y ruin por mi parte. No soy perfecta.

Soy tan imperfecta que, a pesar de la muerte de dos mujeres a las que conocía, me pasé una buena parte del tiempo preguntándome qué quería decir Bill con lo de que lo dejara en buen lugar. No tenía ni idea de lo que constituía el atuendo adecuado para visitar un bar de vampiros, y no estaba dispuesta a vestirme con una especie de disfraz estúpido, como se decía que hacían algunos asiduos a dichos bares. Y desde luego, no conocía a nadie a quien preguntar. Tampoco era lo bastante alta o esbelta como para ponerme un vestido de licra como el que había visto a la vampira Diane.

Al final saqué un vestido del fondo del armario, uno que había tenido pocas ocasiones de llevar. Era un atuendo para una cita especial, siempre que desearas conseguir la atención personal de tu acompañante. Tenía un corte bajo y cuadrado en el cuello y carecía de mangas. Estrecho y blanco, la tela tenía repartidas algunas brillantes flores rojas con largos tallos verdes. Así vestida, destacaba mi bronceado y me resaltaban las tetas. Me puse unos pendientes de esmalte rojo y zapatos de tacón alto muy sexys, a los que añadí un monedero rojo de paja. Me retoqué con maquillaje suave y dejé que mi largo pelo ondulado cayera por mi espalda.

La abuela se quedó asombrada cuando me vio salir del cuarto.

– Cariño, estás preciosa -dijo-. Pero, ¿no tendrás algo de frío con ese vestido?

Sonreí.

– No, señora, no creo. Hace bastante bueno al aire libre.

– ¿Y no quieres ponerte un bonito suéter blanco encima de eso?

– No, me parece que no -respondí riéndome. Ya había apartado lo suficiente de mi cabeza a los otros vampiros y me parecía que tener aspecto sexy volvía a ser positivo. Me sentía bastante excitada ante la perspectiva de volver a tener una cita, aunque más o menos le había contado a Bill que se trataría de una especie de misión para descubrir lo ocurrido. También intenté olvidarme de eso, para poder disfrutar de la ocasión.

Sam me llamó para decirme que mi cheque estaba listo. Me preguntó si podía ir a recogerlo, que era lo que solíamos hacer cuando no me tocaba trabajar al día siguiente. Me acerqué con el coche hasta Merlotte's, un poco nerviosa por entrar en el bar tan arreglada.

Pero cuando crucé por la puerta, recibí el premio de un instante de asombrado silencio. Sam se encontraba de espaldas a mí, pero Lafayette estaba mirando a través de la ventanilla y Rene y JB estaban en el bar. Por desgracia también estaba mi hermano, Jason, que se quedó con los ojos como platos cuando se giró para ver qué estaba mirando Rene.

– ¡Tienes buen aspecto, muchacha! -gritó Lafayette con entusiasmo-. ¿De dónde has sacado ese vestido?

– Oh, hace muchísimo que guardo esta cosa-dije bromeando. Él se rió.

Sam se giró para ver de qué hablaba Lafayette, y él también me miró con ojos atónitos.

– Cielo santo-dijo, soltando el aliento. Me acerqué a él para pedirle el cheque, sintiéndome bastante cohibida-. Pasa al despacho, Sookie-me indicó. Lo seguí hasta su pequeño cubículo en el almacén. Rene me dio un semiabrazo al pasar junto a él y JB me besó en la mejilla.

Sam revolvió los montones de papeles que tenía encima del escritorio, y al fin sacó mi cheque. Aunque no me lo entregó de inmediato.

– ¿Vas a algún sitio en especial? -me preguntó, casi a regañadientes.

– Tengo una cita-dije, tratando de que sonara como si fuera de lo más normal.

– Estás magnífica-dijo Sam, y lo vi tragar saliva. Tenía los ojos ardientes.

– Gracias. Emm, Sam, ¿puedo coger mi cheque?

– Claro. -Me lo entregó y yo lo guardé en el bolso.

– Entonces adiós.

– Adiós. -Pero en vez de indicarme que me fuera, Sam se acercó a mí y me olfateó. Puso la cara cerca de mi cuello e inhaló. Sus brillantes ojos azules se cerraron brevemente, como si estuviera analizando mi olor. Exhaló con suavidad; sentí sobre mi piel su cálido aliento.

Salí por la puerta y dejé el bar, asombrada y llena de curiosidad por el comportamiento de Sam.

Cuando regresé a casa, había un coche que me resultaba desconocido estacionado delante, un Cadillac negro que brillaba como el cristal: el coche de Bill. ¿De dónde sacaban los vampiros el dinero para comprarse esos coches? Sacudí la cabeza y cubrí los escalones del porche hasta entrar en la casa.

Dentro, Bill se giraba expectante hacia la puerta, sentado en el sofá mientras charlaba con la abuela. Esta se acomodaba en el brazo de una vieja silla llena de trastos. Cuando Bill me vio, supe que me había excedido, se puso muy enfadado. Su rostro permaneció bastante sereno, pero sus ojos despidieron llamas y torció los dedos como si estuviera recogiendo algo con ellos.

– ¿Te parece bien? -le pregunté nerviosa. Sentí que la sangre se me subía a las mejillas.

– Sí -respondió él al fin. Pero su pausa había sido lo bastante larga como para enfurecer a mi abuela.

– Cualquiera con algo en la sesera tendrá que admitir que Sookie es una de las chicas más guapas que hay por aquí-dijo, con una voz en apariencia amable pero dura en el fondo.

– Oh, desde luego -reconoció Bill, pero su voz carecía de inflexión, lo cual resultaba significativo.

Bueno, que lo jodan. Yo había intentando hacerlo lo mejor posible. Me enderecé y dije:

– ¿Vamos entonces?

– Sí-repitió él, y se puso en pie-. Adiós, Sra. Stackhouse. Ha sido un placer volver a verla.

– De acuerdo, os deseo que lo paséis bien-dijo ella, apaciguada-. Conduce con cuidado, Bill, y no bebas demasiado.

Él arqueó una ceja.

– No, señora.

La abuela lo dejó correr.

Bill me abrió la portezuela del coche para que entrara, parte de una calculada serie de maniobras destinadas a que no se me saliera nada del vestido. Cerró la puerta y se pasó al lado del conductor. Me pregunté quién le habría enseñado a conducir un coche. Henry Ford, probablemente.

– Lamento no estar vestida de modo correcto-dije, mirando justo al frente.

Nos alejábamos con lentitud por el bacheado camino de entrada, bajo los árboles. El coche se paró dando más tumbos.

– ¿Quién ha dicho eso? -preguntó Bill con voz muy gentil.

– Me has mirado como si hubiera hecho algo malo -le espeté.

– Solo dudaba de mi capacidad para meterte allí y luego sacarte sin tener que matar a alguien que te deseara.

– Estás siendo sarcástico. -Seguí sin mirarlo.

Sus manos me agarraron el cuello por detrás, obligándome a girar la cara hacia él.

– ¿Te parezco sarcástico?-preguntó.

Sus oscuros ojos estaban muy abiertos y no parpadeaban.

– Ah… no-admití.

– Entonces créete lo que te digo.

Hicimos el trayecto a Shreveport casi en silencio, pero no resultó incómodo. Bill puso cintas casi todo el rato. Sentía debilidad por Kenny G.

Fangtasía, el bar de los vampiros, estaba localizado en un área comercial suburbana de Shreveport, cerca de un Sam's [7] y de un Toys'R' Us. Se encontraba dentro de una galería comercial, que a esas horas estaba por completo cerrada salvo por el bar. El letrero con el nombre del local se dibujaba con llamativo neón rojo encima de la entrada, y la fachada estaba pintada de gris acero, por lo que la puerta, roja, proporcionaba un buen contraste. El dueño del local debía de considerar que el gris resultaba menos opresivo que el negro, porque el interior estaba decorado con las mismas tonalidades.

A la entrada, una vampira me pidió la documentación. Ni que decir tiene que reconoció a Bill como uno de los suyos y le hizo un gesto de asentimiento, pero a mí me inspeccionó con atención. Pálida como la tiza, como todos los vampiros de raza blanca, resultaba misteriosamente imponente con su largo vestido negro de mangas colgantes. Me pregunté si su sobrecargado "look vampírico" obedecía a sus propios gustos o solo lo había adoptado porque los clientes humanos pensaban que era lo apropiado.

– No me han pedido el carné desde hace años-dije, rebuscando en mi bolso rojo el permiso de conducir. Nos encontrábamos en una pequeña sala de admisión, de planta cuadrada.

– Ya no logro deducir las edades de los humanos, y debemos tener mucho cuidado puesto que no servimos a menores. En ningún sentido -añadió con lo que debía de ser una sonrisa ingeniosa. Lanzó una mirada de soslayo hacia Bill, y sus ojos lo inspeccionaron de arriba abajo con interés ofensivo. Ofensivo para mí, al menos.

– Hace meses que no te veía -le dijo, y su voz no podía ser más atrevida y melosa.

– Estoy integrándome-explicó él, y ella asintió.


– ¿Qué le has comentado?-le susurré mientras caminábamos a través del corto pasillo y cruzábamos las dobles puertas rojas que conducían a la sala principal.

– Que estoy tratando de vivir entre los humanos.

Me hubiera gustado enterarme de más, pero en ese momento contemplé en detalle por primera vez el interior de Fangtasía. Todo era gris, negro o rojo. Los muros estaban llenos de fotogramas pertenecientes a todos los vampiros de cine que habían mostrado colmillos en la gran pantalla, desde Bela Lugosi a George Hamilton o Gary Oldman, incluyendo los muy antiguos y los poco conocidos. La iluminación era tenue, por descontado; no había nada inusual en ello. Lo que era inusual era la clientela. Y los letreros.

El bar estaba lleno. Los clientes humanos se dividían en fans de los vampiros y turistas. Los fans ("colmilleros", como los llamaban) estaban vestidos con todo su esplendor. Entre sus atuendos abundaban las tradicionales capas y esmóquines para los hombres y muchos plagios de Morticia Adams para las damas. Se veían copias de las ropas usadas por Brad Pitt y Tom Cruise en Entrevista con el vampiro, y también algunos estilos modernos que me parecieron influencia de El ansia. Algunos de los colmilleros llevaban puestos colmillos falsos, otros se habían pintado hilillos de sangre cayéndoles de las comisuras de los labios o marcas de mordiscos en el cuello. Eran asombrosos, y también asombrosamente patéticos.

Los turistas tenían el aspecto que siempre tienen los turistas, aunque quizá estos fueran más valientes que la mayoría. Para congeniar con el espíritu del bar, casi todos estaban vestidos de negro como los colmilleros. ¿Es posible que el local estuviera incluido en un paquete turístico? "¡Traiga ropa negra para la excitante visita a un auténtico bar de vampiros! Siga las normas y estará a salvo, y podrá saborear ese exótico submundo".

Esparcidos entre la masa humana, como verdaderas joyas en un barril de bisutería, estaban los vampiros. Habría unos quince más o menos, y la mayoría también prefería los ropajes negros.

Me quedé en medio de la sala, mirando a mi alrededor con interés, asombro y algo de asco, y Bill me susurró:

– Pareces una vela blanca en una mina de carbón.

Reí y nos abrimos paso entre las mesas, distribuidas de modo irregular, hasta llegar a la barra. Era la única barra que he conocido que tuviera a la vista un mostrador con botellas de sangre caliente. Bill, como es natural, pidió una y yo respiré hondo y solicité un gin tonic. El camarero me sonrió, mostrándome que sus colmillos asomaban un poco ante el placer de servirme. Traté de devolverle la sonrisa y parecer modesta a la vez. Él era indio, de largo pelo negro como ala de cuervo y nariz aguileña, de boca recta y delgada y constitución ágil.

– ¿Qué tal te va, Bill? -le preguntó el camarero-. Largo tiempo sin verte. ¿Esta es tu comida para la noche? -hizo un gesto hacia mí mientras colocaba nuestras bebidas sobre la barra.

– Es mi amiga Sookie. Tiene algunas preguntas.

– Lo que sea, mujer hermosa-dijo el camarero, sonriéndome de nuevo. Me gustaba más cuando su boca no era más que una línea recta.

– ¿Has visto a esta mujer o a esta otra en el bar?-le pregunté, sacando del bolso las fotos de Maudette y Dawn aparecidas en el periódico-. ¿O a este hombre? -añadí con cierto recelo, echando mano de la imagen de mi hermano.

– Sí a las mujeres, no al hombre, aunque parece delicioso – dijo el camarero, sonriéndome una vez más-. ¿Tu hermano, tal vez?

– Sí.

– Menudo acierto-susurró.

Fue una suerte que yo tuviera tanta práctica en el control de mis músculos faciales.

– ¿Recuerdas con quién solían ir las mujeres?

– Eso es algo que no sabría-replicó con rapidez, acercando su rostro al mío-. No nos fijamos en eso, aquí. Tú tampoco lo harás.

– Gracias -dije de manera educada, comprendiendo que había roto una norma del bar. Resultaba evidente que era peligroso preguntar quién había salido del bar con quién-. Te agradezco las molestias.

Me miró, reflexionando.

– Esa -dijo señalando con un dedo la imagen de Dawn -quería morir.

– ¿Cómo lo sabes?

– Todos los que vienen aquí lo desean, en mayor o menor grado -dijo, como si fuera algo tan indiscutible que supe que para él estaba claro-. Eso es lo que todos somos. Muerte.

Sentí un escalofrío. La mano de Bill me condujo a un reservado que acababa de quedar vacante. Subrayando las advertencias del indio, a intervalos regulares las señales de las paredes proclamaban: "Prohibido morder en el bar", "No os retraséis en el estacionamiento", "Encargaos de vuestros asuntos personales en otra parte", "Agradecemos su visita. Entre por su cuenta y riesgo".

Bill rodeó el cuello de la botella con un dedo y echó un trago. Traté de no mirar, pero no lo logré. Desde luego, él se fijó en la cara que puse y sacudió la cabeza.

– Esta es la realidad, Sookie-dijo-, necesito vivir.

Tenía restos rojos entre los dientes.

– Por supuesto-dije, tratando de reproducir el tono pragmático del camarero. Respiré hondo-. ¿Crees que quiero morir, ya que he venido aquí contigo?

– Creo que quieres descubrir por qué otras personas están muriendo -respondió, aunque no me quedó muy claro que fuera lo que de verdad pensaba.

Me parece que Bill aún no se había dado cuenta de que su propia situación personal era precaria. Di unos sorbos a mi bebida y sentí la reconfortante calidez de la ginebra recorrer mi cuerpo.

Una colmillera se acercó al reservado. He de reconocer que yo quedaba medio escondida tras el cuerpo de Bill, pero todos me habían visto entrar con él. La chica era delgada y de pelo ensortijado, y se guardó las gafas en el bolso mientras se aproximaba. Se inclinó sobre la mesa para situar su boca apenas a cinco centímetros de la de Bill.

– Hola, chico peligroso -dijo, tratando de imitar una voz seductora. Tapó la botella de sangre de Bill con una uña pintada de escarlata-, yo tengo el producto genuino. -Se acarició el cuello para asegurarse de que él lo pillaba.

Respiré muy hondo para controlar mi furia. Había sido yo la que había invitado a Bill a ir a aquel local, no al revés, así que no podía inmiscuirme en lo que él decidiera hacer allí, aunque me invadió una imagen mental sorprendentemente nítida en la que estampaba la huella de una bofetada en la pecosa cara de aquella fresca. Me quedé del todo inmóvil para no darle a Bill pistas de lo que me gustaría que hiciera.

– Tengo compañía -dijo Bill con educación.

– Ella no tiene marcas de mordiscos en el cuello-indicó la chica, reconociendo mi presencia con una mirada desdeñosa. Lo mismo podría haber dicho "¡Gallina!" y agitado los brazos como si fueran alas. Me pregunté si resultaría visible el vapor que me salía de las orejas.

– Tengo compañía-dijo Bill de nuevo, aunque su tono no fue esta vez tan educado.

– No sabes lo que te estás perdiendo-insistió ella, con sus grandes ojos claros resplandeciendo por la furia.

– Sí lo sé.

Se retiró con tanta precipitación como si se hubiera llevado de verdad la bofetada que deseaba darle, y marchó dando tumbos hasta su mesa.

Para mi disgusto, solo fue la primera de cuatro. Esas personas, hombres y mujeres, querían intimar con un vampiro y no les daba vergüenza demostrarlo. Bill los despachó a todos con sereno aplomo.

– No dices nada-comentó, después de que un hombre de cuarenta años se marchara llorando literalmente ante el rechazo de Bill.

– No tengo nada que decir-repliqué, con gran autocontrol.

– Podrías haberlos mandado a paseo. ¿Quieres que te deje sola? ¿Hay alguien más que te atraiga? A Sombra Larga, el de la barra, le encantaría pasar un rato contigo, te lo puedo asegurar.

– ¡Oh, por el amor de Dios, no! -No me hubiese sentido a salvo con ninguno de los otros vampiros del bar, me aterraba que fueran como Liam o Diane. Bill había vuelto sus ojos oscuros hacia mí y parecía esperar que añadiera algo más-. Aunque tendré que preguntarles si vieron por aquí a Maudette o a Dawn.

– ¿Quieres que te acompañe?

– Por favor-dije, y parecí más asustada de lo que pretendía. Hubiese preferido que sonara como si fuera un placer tenerle a mi lado.

– Ese vampiro de ahí es atractivo, y ya te ha mirado dos veces -dijo. Casi me pareció que él también se estaba mordiendo un poco la lengua.

– Estás burlándote de mí-respondí tras un instante, insegura.

El vampiro que me señalaba Bill era desde luego atractivo. De hecho era radiante: rubio, ojos azules, alto y de anchos hombros. Llevaba puestos unos vaqueros, un chaleco y botas, y nada más. Se parecía a los hombres de las portadas de las novelas rosas. Me dio miedo hasta el tuétano.

– Se llama Eric -dijo Bill.

– ¿Cuántos años tiene?

– Muchos. Es el ser más anciano de este bar.

– ¿Es malo?

– Todos somos malos, Sookie. Somos muy fuertes y muy violentos.

– Tú no -dije. Vi que hacía una mueca-. Quieres vivir integrado, no vas a hacer nada antisocial.

– Justo cuando pienso que eres demasiado ingenua para andar sola por la calle, dices algo sagaz -comentó, con una breve carcajada-. Muy bien, vayamos a ver a Eric.

Eric, que sí había mirado en mi dirección una o dos veces, se sentaba con una vampira tan hermosa como él. Ya habían rechazado varios intentos de acercamiento por parte de humanos. De hecho, un joven perdidamente enamorado se había arrastrado por el suelo y besado las botas de la vampira, la cual lo miró y le dio una patada en el hombro. Estaba claro que para ella había sido todo un esfuerzo no patearle la cara. Los turistas se estremecieron y una pareja se levantó y salió de modo apresurado, pero los colmilleros parecieron considerar la escena como algo normal.

Cuando nos acercamos, Eric alzó la mirada y frunció el ceño hasta que se dio cuenta de quiénes eran los nuevos intrusos.

– Bill-dijo con un asentimiento. Al parecer, los vampiros no se dan la mano:

En vez de dirigirnos directamente a su mesa, Bill permaneció a cierta distancia. Como me sujetaba el brazo por encima del codo, yo también tuve que detenerme. Parecía ser la distancia de cortesía entre aquella gente.

– ¿Quién es tu amiga?-preguntó la vampira. Aunque Eric tenía un ligero acento, esta mujer hablaba americano puro, y su cara redonda y sus rasgos suaves hubieran sido el orgullo de una lechera. Sonrió y sus colmillos salieron al exterior, arruinando un tanto esa imagen.

– Hola, soy Sookie Stackhouse-respondí de manera educada.

– ¿No es una dulzura?-señaló Eric, y confié en que hablara de mi carácter.

– No tanto-dije.

Eric me miró sorprendido durante un momento. Después se rió, y lo propio hizo la vampira.

– Sookie, esta es Pam y yo soy Eric -anunció el vampiro rubio. Bill y Pam se ofrendaron el uno al otro el asentimiento vampírico.

Hubo una pausa. Yo hubiera dicho algo, pero Bill me apretaba el brazo con fuerza.

– A mi amiga Sookie le gustaría haceros un par de preguntas -declaró.

La pareja de vampiros sentados intercambió miradas aburridas. Pam dijo:

– ¿Como qué longitud tienen nuestros colmillos y en qué clase de ataúd dormimos? -Su tono se entremezclaba con el desdén. Seguro que esa era la clase de preguntas que les hacían los turistas.

– No, señora -respondí. Ojalá Bill no me pellizcara tanto. En mi opinión, estaba siendo serena y cortés.

La vampira me miró con curiosidad. ¿Qué era lo que resultaba tan interesante? Ya me empezaba a cansar de aquello. Antes de que Bill pudiera darme más indicaciones dolorosas abrí el bolso y saqué las fotos.

– Me gustaría saber si han visto a alguna de estas mujeres en este bar. -No iba a sacar la foto de Jason con esa vampira presente, sería como poner un cuenco de leche delante de un gato.

Miraron las fotos. A Bill se le quedó la cara blanca. Eric me miró.

– He estado con esta-dijo con tranquilidad, señalando la foto de Dawn-. Le gustaba el dolor.

Pam se sorprendió de que Eric me respondiera, lo deduje por el movimiento de sus cejas. De algún modo, se sintió obligada a seguir su ejemplo.

– Las he visto a las dos, aunque nunca he estado con ellas. Esta -movió su dedo sobre la imagen de Maudette- era una criatura patética.

– Muchísimas gracias, no les robaré más de su tiempo-dije. Traté de girarme para irme, pero Bill todavía sostenía mi brazo.

– Bill, ¿estás muy unido a tu amiga? -preguntó Eric.

El significado de la frase tardó un segundo en calarme. Eric el Cachas estaba preguntando si me podía tomar prestada.

– Es mía-dijo Bill, aunque no lo rugió como hizo ante los desagradables vampiros de Monroe. Aun así sonó bastante convincente.

Eric inclinó su dorada cabeza y me volvió a echar un vistazo. Al menos empezó por mi cara.

Bill pareció relajarse. Se inclinó ante Eric, logrando incluir de alguna manera también a Pam en el gesto, dio dos pasos hacia atrás, y por último me permitió darle la espalda a la pareja.

– Caramba, ¿de qué va todo esto? -le pregunté con un susurro furioso. Seguro que al día siguiente me salía un feo moretón.

– Son siglos mayores que yo-dijo Bill, con un aspecto muy vampírico.

– ¿Así se decide la jerarquía? ¿Por la edad?

– Jerarquía -respondió Bill pensativo-. No es mala palabra para describirlo-casi se rió, o así lo indicaba el modo en que se le tensaron sus labios-. Si tú hubieras estado interesada, tendría que haberte dejado ir con Eric -añadió, después de haber regresado a nuestros asientos y beber un poco de los vasos.

– No -dije con brusquedad.

– ¿Por qué no has dicho nada cuando los colmilleros han venido a la mesa tratando de seducirme para alejarme de ti?

No estábamos funcionando en la misma longitud de onda. Puede que los vampiros no se preocuparan por los matices sociales. Tendría que explicarle algunas cosas que en el fondo no tenía mucho sentido explicar. Hice un sonido de pura exasperación muy poco apropiado para una dama.

– ¡Muy bien -dije con brusquedad-, escúchame, Bill! Cuando viniste a mi casa, tuve que invitarte. Cuando decidimos venir aquí, yo tuve que invitarte. No me has sacado a ninguna parte: acechar en la entrada de mi casa no cuenta, y pedirme que me pase por tu casa y te deje una lista de obreros tampoco. Así que siempre soy yo la que te pide a ti salir. ¿Cómo puedo obligarte a estar a mi lado, si quieres irte? ¡Si esas chicas (o ese hombre, lo mismo da) te dejan chuparles la sangre, no creo que yo tenga derecho a entrometerme en tu camino!

– Eric es mucho más atractivo que yo-dijo Bill-. Es más poderoso, y tengo entendido que el sexo con él es inolvidable. Es tan viejo que solo necesita un sorbo para mantener su fuerza, ya casi nunca mata. Así que, para ser un vampiro, es un buen tipo. Todavía puedes ir con él, te sigue mirando. Probaría su glamour sobre ti si no estuvieras conmigo.

– Yo no quiero ir con Eric -dije con tenacidad.

– Yo no quiero ir con ninguna colmillera -respondió él. Permanecimos en silencio durante un minuto o dos.

– Así que estamos en paz-dije, de manera un tanto abstracta.

– Sí.

Nos tomamos unos minutos más, pensando en ello.

– ¿Quieres otra copa?-me preguntó.

– Sí, a no ser que necesites volver.

– No, estamos bien.

Fue a la barra. Pam, la amiga de Eric, se marchó, y Eric parecía contarme las pestañas. Traté de mirarme las manos, para indicar modestia. Sentí una especie de pellizcos de poder que flotaban a mi alrededor, y la incómoda sensación de que Eric estaba tratando de influir en mí. Me arriesgué a lanzarle una mirad fugaz, y no me cupo duda de que me observaba expectante. ¿Se suponía que yo tendría que quitarme la ropa? ¿Ladrar como un perro? ¿Darle una patada en la espinilla? ¡Mierda!

Al fin regresó Bill con nuestras bebidas.

– Va a descubrir que no soy normal-le dije con amargura. No necesitó que le explicara de qué hablaba.

– Está rompiendo las normas solo por intentar aplicarte su glamour cuando yo ya le he dicho que eres mía -comentó Bill. Parecía bastante molesto. Su voz no se hacía cada vez más furiosa, como me hubiera pasado a mí, sino cada vez más fría.

– Pareces estar diciéndole eso a todo el mundo-murmuré. No hice nada al respecto, me limité a mencionarlo.

– Es una tradición vampírica-me explicó de nuevo-. Si te declaro mía, nadie más puede tratar de alimentarse de ti.

– Alimentarse de mí. Es una frase preciosa-intervine con hosquedad, y Bill llegó a poner cara de exasperación durante unos segundos.

– Te estoy protegiendo-dijo, y su tono no era tan neutral como siempre.

– ¿Se te ha ocurrido pensar que yo…?

Y me detuve. Cerré los ojos y conté hasta diez. Cuando me atreví a mirar de nuevo a Bill, tenía sus ojos fijos sobre mí, sin parpadear. Casi podía oír rechinarlos mecanismos de su cabeza.

– ¿Que tú… no necesitas protección? -sugirió en voz baja ¿Que me estás protegiendo… a mí?

No dije nada. Sé quedarme calladita.

Pero me cogió la parte posterior de la cabeza con la mano e hizo que girara el cuello como si fuera una marioneta. Aquello estaba empezando a ser un hábito muy molesto por su parte. Me miró a los ojos con tanta fuerza que me dio la impresión de que me estaba excavando túneles en el cerebro.

Fruncí los labios y soplé en su cara.

– Buu-dije. Me sentía muy incómoda. Contemplé a la gente del bar, y dejé caer mis protecciones. Escuché.

– Aburrida -le dije-, esta gente es muy aburrida.

– ¿En serio, Sookie? ¿Qué están pensando? -fue un alivio oír su voz, aunque sonara algo forzada.

– Sexo, sexo, sexo. -Y era verdad. Todo el mundo de aquel bar tenía lo mismo en mente. Incluso los turistas, aunque la mayoría no pensaba en tener ellos sexo con los propios vampiros, sino en los colmilleros con los vampiros.

– ¿En qué estás pensando tú, Sookie?

– No en sexo-respondí con rapidez. Y era cierto, acababa de recibir una impresión desagradable.

– ¿Y entonces?

– Estaba pensando en qué posibilidades tenemos de salir de aquí sin meternos en problemas.

– ¿Por qué estabas pensando en eso?

– Porque uno de los turistas es un policía disfrazado. Acaba de ir a los servicios y sabe que allí hay un vampiro chupando del cuello de una colmillera. Ya ha avisado a la comisaría con su mini-radio.

– Larguémonos -dijo en voz baja, y con presteza salimos del reservado y nos dirigimos a la puerta. Pam había desaparecido, pero al pasar junto a la mesa de Eric, Bill le hizo un signo. Con igual prontitud, Eric se levantó de su silla y se irguió en toda su magnífica estatura. Con su zancada, mucho más larga que la nuestra, atravesó la puerta el primero, cogió del brazo a la vampira de la entrada y la condujo hacia el exterior con nosotros.

Cuando estábamos a punto de cruzar la puerta, me acordé de que el camarero, Sombra Larga, había respondido con amabilidad a mis preguntas, así que me giré y apunté con el dedo en dirección a la puerta, indicándole sin posibilidad de error que se marchara. Me miró todo lo asustado que puede estar un vampiro, y mientras Bill me arrastraba a través de las puertas dobles, el indio tiraba al suelo su delantal.

En el exterior, Eric nos esperaba junto a su coche: un Corvette, por supuesto.

– Va a haber una redada -dijo Bill.

– ¿Cómo lo sabes?

Bill se atascó con la respuesta.

– Por mí-dije, sacándolo del apuro.

Los amplios ojos azules de Eric brillaban incluso en la penumbra del estacionamiento. Iba a tener que explicarlo.

– He leído la mente de un policía -murmuré. Le lancé una mirada disimulada a Eric para ver qué tal se lo tomaba, y vi que me contemplaba del mismo modo que los vampiros de Monroe. Pensativo. Hambriento.

– Interesante -dijo-. Tuve un psíquico una vez. Era increíble.

– ¿Pensaba eso el psíquico? -mi voz sonó más agria de lo que pretendía.

Pude oír que Bill contenía el aliento, pero Eric se rió.

– Por un tiempo-respondió, con ambigüedad.

Escuchamos sirenas a lo lejos, y sin más palabra Eric y la portera se metieron en su coche y desaparecieron en la noche. De algún modo, su vehículo parecía más silencioso de lo normal. Bill y yo nos pusimos veloces el cinturón de seguridad y abandonamos el estacionamiento por una salida, justo cuando la policía entraba por la otra. Traían con ellos el furgón para vampiros, un transporte especial de prisioneros con barrotes de plata. Era conducido por dos polis de la misma condición, que salieron del vehículo y llegaron a la puerta del club con una velocidad tal que para mi visión humana solo eran borrones.

Apenas nos habíamos alejado unas manzanas cuando Bill paró de repente en el estacionamiento de otra galería comercial a oscuras.

– ¿Qué? -comencé a decir, pero no pude añadir más. Bill soltó mi cinturón, echó atrás el asiento y me agarró antes de que lograra terminar la frase. Temí que estuviera furioso, así que al principio luché contra él, pero era como empujar un árbol. Entonces su boca alcanzó la mía, y supe lo que pretendía.

Oh, y tanto que sabía besar. Puede que tuviéramos problemas de comunicación a algunos niveles, pero aquel no era uno de ellos. Pasamos un rato estupendo durante unos cinco minutos; pude sentir las oleadas de sensaciones que me atravesaban el cuerpo. A pesar de la incomodidad de estar en el asiento delantero de un coche, logré sentirme cómoda, principalmente porque él era muy fuerte y delicado. Le mordisqueé la piel con mis dientes, lo que le hizo soltar una especie de aullido.

– ¡Sookie! -tenía la voz entrecortada. Me alejé de él, apenas un centímetro-. Si vuelves a hacerme eso te tomaré tanto si quieres como si no-me dijo, y no me cupo duda de que hablaba en serio.

– No quieres hacerlo -dije por último, tratando de no plantearlo como una pregunta.

– Oh, sí, sí quiero. -Arrastró mi mano y me lo demostró. De repente apareció una brillante luz rotatoria detrás de nosotros.

– La policía -dije. Observé una silueta que salía del coche patrulla y se dirigía hacia la ventana de Bill-. No les permitas descubrir que eres un vampiro, Bill-dije rauda, temiendo las repercusiones de la redada del Fangtasía. Aunque casi todos los cuerpos de policía estaban encantados de tener vampiros en nómina, tenían muchos prejuicios contra los vampiros de a pie, en especial con una pareja interracial.

La pesada mano del policía repiqueteó contra la ventanilla. Bill encendió el motor y pulsó el botón para bajarla, pero no dijo nada y me di cuenta de que no había podido retraer los colmillos. Si abría la boca, resultaría muy obvio que era un vampiro.

– Hola, agente-dije.

– Buenas noches-dijo el hombre con corrección. Se inclinó para mirar por la ventanilla-. Ya sabéis que todas las tiendas están cerradas, ¿verdad?

– Sí, señor.

– Bien, ya veo que estáis retozando un poco, y no tengo nada en contra de ello, pero debéis iros a casa a hacer estas cosas. -Lo haremos -asentí con efusión, y Bill logró inclinar también la cabeza.

– Hemos hecho una redada en un bar a algunas manzanas de aquí-dijo distraídamente el agente. Solo podía verle parte de la cara, pero me pareció fornido y de mediana edad-. ¿Por casualidad venís de allí?

– No -dije yo.

– Un bar de vampiros-remarcó el policía.

– No, nosotros no.

– Déjeme iluminarle el cuello, señorita, si no le importa.

– Por supuesto.

Y vaya si no apuntó con su vieja linterna a mi cuello, y después al de Bill.

– Muy bien, solo era una comprobación. Marchaos ya.

– De acuerdo.

El asentimiento de Bill fue incluso más seco. Mientras el policía aguardaba, me recliné en mi asiento y me puse el cinturón de seguridad. Bill arrancó el coche y dio marcha atrás.

Estaba furioso. Durante todo el trayecto a casa mantuvo un silencio huraño (o eso me pareció), pero yo me sentía más inclinada a considerar gracioso todo lo ocurrido.

Me alegraba haber descubierto que Bill no era indiferente a mis atractivos personales, por escasos que fueran. Comencé a desear que algún día quisiera besarme de nuevo, puede que con más pasión y durante más tiempo, y tal vez incluso… ¿podríamos ir más allá? Traté de no elevar demasiado mis esperanzas. De hecho, había un par de cosas que Bill todavía no conocía de mí, que nadie conocía, por lo que me esforcé por mantener expectativas modestas.

Cuando llegamos a casa de la abuela, Bill rodeó el coche y me abrió la puerta. Eso me hizo arquear las cejas, pero no iba a oponerme a una acción tan cortés. Supuse que Bill se daba cuenta de que mis brazos funcionaban bien y tenía la capacidad mental necesaria para imaginarme cómo funcionaba el mecanismo de apertura. Cuando salí, él se apartó.

Me sentí herida. No quería volver a besarme, lamentaba el episodio anterior. Seguramente languidecía por esa maldita Pam. O tal vez incluso por Sombra Larga. Empezaba a darme cuenta de que la posibilidad de mantener relaciones sexuales durante varios siglos proporcionaba oportunidades de sobra para experimentar largo y tendido. ¿Tan malo sería añadir una telépata a su lista?

Encogí los hombros y me rodeé el pecho con los brazos.

– ¿Tienes frío? -me preguntó al instante, poniendo su brazo sobre mis hombros. Pero no era más que el equivalente físico de un abrigo; parecía tratar de mantenerse todo lo alejado de mí que le permitía la longitud de su extremidad.

– Lamento haberte molestado. No te volveré a pedir una cita -le dije, manteniendo la voz serena. Mientras hablábamos me di cuenta de que la abuela aún no había fijado una fecha definitiva para que Bill diera la conferencia ante los Descendientes, pero tendrían que arreglarlo entre los dos.

Se quedó inmóvil. Por último dijo:

– Eres increíblemente ingenua -y ni siquiera añadió esa coletilla sobre mi sagacidad, como la vez anterior.

– Vaya -dije sin comprender-, ¿de verdad?

– O puede que seas uno de los inocentes de Dios-añadió, y eso sonó mucho menos agradable, como si yo fuera Quasimodo o algo así.

– Supongo -dije con amargura-que eso tendrás que descubrirlo.

– Mejor que sea yo quien lo descubra-dijo de modo misterioso, y entendí aún menos. Me acompañó hasta la puerta, y yo ansiaba otro beso, pero solo me dio un besito en la frente-. Buenas noches, Sookie-susurró.

Dejé mi mejilla contra la suya por un instante.

– Gracias por sacarme-dije. Me alejé con rapidez antes de que pensara que le pedía otra cosa-. No te volveré a llamar.- Antes de que mi determinación flaqueara, me introduje en la oscura casa y cerré la puerta delante de sus narices.

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