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Para mi alivio, la abuela ya estaba dormida cuando llegué a casa, y logré meterme en la cama sin despertarla. No fue de extrañar que a la mañana siguiente me levantara muy tarde.

Cuando sonó el teléfono, yo estaba tomando una taza de café en la mesa de la cocina y la abuela limpiaba la despensa. Apoyó el trasero en el taburete que había al lado de la encimera, su percha habitual para el parloteo, antes de descolgar.

– ¿Quién es? -dijo. Por algún motivo siempre sonaba enojada, como si una llamada de teléfono fuera lo último que deseaba en ese momento. Pero yo sabía que nunca era así-. Hola, Everlee. No, estaba aquí sentada charlando con Sookie, que se acaba de levantar. No, todavía no he oído ninguna noticia hoy. No, nadie me ha llamado. ¿Qué, qué tornado? Anoche estaba despejado. ¿En Four Tracks Comer? ¿En serio? ¡No! ¡No me lo puedo creer! ¿En serio, los dos? Ajajá. ¿Y qué dice Mike Spencer?

Mike Spencer era el juez de instrucción de la parroquia. Empecé a tener un mal presentimiento. Terminé el café y me serví otra taza; me daba la impresión de que iba a necesitarla.

La abuela colgó un minuto después.

– ¡Sookie, no te vas a creer lo que ha pasado!

Seguro que me lo creía.

– ¿El qué?-pregunté, tratando de aparentar inocencia. -¡Pues que, aunque anoche pareciera que hacía buen tiempo, un tornado debe de haber azotado Four Tracks Comer! Volcó la caravana de alquiler que hay en aquel claro, y la pareja que estaba dentro… los dos han muerto, atrapados de algún modo debajo de la caravana y hechos papilla. Mike dice que nunca había visto algo parecido.

– ¿Va a enviar los cuerpos para que les hagan la autopsia?

– Bueno, supongo que tendrá que hacerlo, aunque la causa de la muerte parece bastante clara, según Stella. La caravana está volcada, el coche medio subido encima, y los árboles alrededor del claro machacados.

– Cielo santo -musité, pensando en la fuerza necesaria para disponer un escenario así.

– Cariño, no me has dicho si tu amigo el vampiro volvió ayer.

Pegué un respingo de culpabilidad, pero me di cuenta de que la abuela había cambiado de tema. Me había estado preguntando cada día si había visto a Bill, y ahora al fin pude decirle que sí, aunque no con alegría.

Como era de prever, la abuela se entusiasmó como una niña. Revoloteó por la cocina como si el invitado que esperaba fuera el príncipe Carlos.

– ¡Mañana por la noche! ¿Y a qué hora vendrá?-preguntó.

– Después del anochecer. Es lo antes que puede.

– Ya estamos con el horario de verano, así que eso será bastante tarde-reflexionó la abuela-. Bien, tendremos tiempo de tomar la cena y limpiarlo todo antes de que llegue. Y disponernos de todo el día de mañana para limpiar la casa. ¡Da la impresión de que no he limpiado esa alfombra desde hace un año!

– Abuela, estamos hablando de un tipo que duerme todo el día bajo tierra-le hice recordar-. No creo que se vaya a fijar en la alfombra.

– Bueno, pues si no es por él, lo haré por mí, para poder sentirme orgullosa-dijo la abuela categórica-. Además, jovencita, ¿cómo sabes tú dónde duerme?

– Buena pregunta, abuela. No lo sé. Pero tiene que mantenerse apartado de la luz y estar a salvo, así que me supongo eso.

Pronto comprendí que nada podía evitar que mi abuela entrara en un frenesí de orgullo casero. Mientras yo me arreglaba para ir al trabajo, ella fue a la tienda, alquiló un aspirador de alfombras y se puso a limpiarlo todo.

De camino a Merlotte's, me desvié un poco al norte y pasé por delante de Four Tracks Comer. Era un cruce de caminos tan antiguo como la presencia humana en el área, formalizado ahora por asfalto y señales de tráfico, pero de acuerdo con el folclore local fue la intersección de dos pistas de caza. Supongo que antes o después tendrá casas de estilo ranchero y calles comerciales a cada lado, pero por el momento era todo bosque y, según Jason, la caza seguía siendo abundante.

Como no había nada que me lo impidiera, conduje por el camino bacheado que llevaba hasta el claro donde se situaba la caravana alquilada de los Rattray. Paré el coche y miré a través del parabrisas, aterrada. La caravana, que era muy pequeña y vieja, yacía aplastada a tres metros de su posición original, arrugada como un acordeón. El abollado coche de los Rattray todavía se apoyaba sobre uno de los extremos de la roulotte. Por todo el claro se esparcían matorrales y escombros, y los árboles de detrás de la caravana mostraban signos de una gran violencia: tenían las ramas partidas y la copa de un pino colgaba solo de un hilo de corteza. Había ropa enganchada en las ramas, e incluso una bandeja para el horno.

Salí poco a poco del coche y miré a mi alrededor. Los daños eran sencillamente increíbles, en especial para mí, que sabía que no los había provocado un tornado. Bill el vampiro había montado esa escena para ocultar la muerte de los Rattray.

Un viejo todoterreno se acercó saltando sobre los baches hasta detenerse junto a mí.

– ¡Vaya, Sookie Stackhouse! -exclamó Mike Spencer-. ¿Qué haces aquí, muchacha? ¿No tienes que ir al trabajo?

– Sí, señor. Conocía a los Ratas… a los Rattray. Es algo terrible -pensé que eso resultaba lo bastante ambiguo. En ese momento vi que junto a Mike estaba el sheriff.

– Una cosa terrible. Sí, bueno, he oído -dijo el sheriff Bud Dearborn mientras saltaba del todoterreno- que Mack, Denise y tú os llamasteis de todo menos guapos en el estacionamiento de Merlotte's, la semana pasada.

Sentí un escalofrío cerca de donde debe de estar el hígado, cuando los dos hombres se colocaron delante de mí. Mike Spencer era también director de una de las dos funerarias de Bon Temps. Como él siempre señalaba de manera seca y tajante, todo el que quisiera podía ser enterrado por la Firma Funeraria Spencer e Hijos, aunque parecía que solo los blancos querían. De manera similar, solo los negros decidían que los enterrara el Dulce Descanso. Mike era un hombre grueso de mediana edad, con el pelo y el bigote del color del té claro, y era aficionado a las botas de vaquero y a las corbatas de lazo, que lógicamente no podía ponerse cuando estaba de servicio en Spencer e Hijos. Ahora sí las llevaba.

El sheriff Dearborn, que tenía fama de ser buen hombre, era un poco mayor que Mike, pero estaba en buena forma y era duro desde su firme sombrero gris hasta la punta de sus zapatos. El sheriff tenía un rostro aplastado y vivaces ojos castaños. Mi padre y él habían sido buenos amigos.

– Sí, señor, tuvimos un altercado -dije con sinceridad, echando mano de mi mejor acento sureño.

– ¿Quieres contármelo? -el sheriff sacó un Marlboro y lo encendió con un sencillo mechero de metal.

Y cometí un error. Debería habérselo contado. La gente pensaba que estaba loca, y algunos hasta que era retrasada. Pero por mi vida que no pude encontrar ninguna razón para explicárselo a Bud Dearborn. Ninguna, excepto el sentido común.

– ¿Por qué? -pregunté.

Sus pequeños ojos castaños se pusieron de inmediato alerta, y se desvaneció el aire amigable.

– Sookie-dijo, con tono de sentirse muy defraudado. No me lo creí ni por un instante.

– Yo no he hecho esto-dije, barriendo la destrucción con un gesto de la mano.

– No, no lo has hecho -admitió- Pero de todas maneras, si alguien muere una semana después de tener una pelea con otra persona, creo que debo hacer algunas preguntas.

Me replanteé la idea de plantarle cara. Era divertido, pero no pensé que mereciera la pena. Resultaba evidente que mi reputación de simpleza podría serme útil. Puede que no tenga muchos estudios ni haya visto mundo, pero no soy estúpida ni inculta.

– Bueno, estaban haciendo daño a mi amigo -confesé, dejando caer la cabeza y mirándome los pies.

– ¿Ese amigo es el vampiro que vive en la vieja casa Compton? -Mike Spencer y Bud Dearborn intercambiaron miradas.

– Sí, señor. -Me sorprendió enterarme de dónde vivía Bill, pero ellos no se dieron cuenta. Gracias a tantos años teniendo que contenerme para no reaccionar a las cosas que oigo pero no quiero saber, he adquirido un buen control facial. La vieja casa Compton estaba justo al otro extremo de los campos desde nuestra casa, al mismo lado de la carretera. Entre el hogar de Bill y el mío solo se alzaban la arboleda y el cementerio. Qué apropiado para Bill, pensé con una sonrisa.

– Sookie Stackhouse, ¿tu abuela te deja relacionarte con ese vampiro?-dijo Spencer, demostrando poca prudencia.

– Puede preguntárselo a ella -le sugerí maliciosa, con muchas ganas de ver lo que le respondería la abuela a quien sugiriera que no me estaba cuidando bien-. Ya sabe, los Rattray estaban tratando de desangrar a Bill.

– ¿Así que el vampiro estaba siendo drenado por los Rattray? ¿Y tú los detuviste? -me interrumpió el sheriff.

– Sí-dije, tratando de parecer resuelta.

– Drenar a un vampiro es ilegal-musitó.

– ¿No es asesinato matar a un vampiro que no te ha atacado? -pregunté.

Puede que estuviera abusando de mi ingenuidad.

– Sabes muy bien que así es, aunque no estoy de acuerdo con esa ley. Pero sigue siendo la ley y la aplicaré -dijo el sheriff envarándose.

– ¿Y el vampiro los dejó irse, sin amenazarlos con vengarse? ¿No dijo nada como que le gustaría verlos muertos? -Mike Spencer se hacía el estúpido.

– Eso es -les sonreí a los dos y entonces miré mi reloj. Recordé la sangre en la esfera, mi propia sangre, derramada por la paliza de los Rattray. Tuve que apartar esa sangre de mi mente para poder ver la hora.

– Discúlpenme, pero debo ir a trabajar -dije-. Adiós, Sr. Spencer, sheriff.

– Adiós Sookie -respondió el sheriff Dearborn. Me miró como si tuviera más cosas que preguntarme, pero no sabía cómo plantearlas. Estaba claro que no se quedaba del todo satisfecho con la escena del crimen, y yo no creía posible que ningún radar hubiera detectado ese supuesto tornado. Sin embargo, estaban la caravana, el coche, los árboles y los Rattray muertos debajo. ¿Qué se podía decidir, salvo que un tornado los había matado? Me imaginé que habrían enviado los cuerpos para que les hicieran la autopsia, y me pregunté qué podría desvelar esta a tenor de las circunstancias.

El cerebro humano es una cosa sorprendente. El sheriff Dearborn tenía que saber que los vampiros son muy fuertes, pero no podía imaginarse cuánto: lo suficiente para volcar una caravana y aplastarla. Incluso a mí me costaba asumirlo, y eso que yo sabía con seguridad que ningún tornado había golpeado Four Comers.

El bar bullía con los cuchicheos sobre las muertes. El asesinato de Maudette había quedado en segundo plano ante el fallecimiento de Denise y Mack. Descubrí a Sam mirándome fijamente una o dos veces, lo que me hizo pensar en la noche anterior y plantearme cuánto sabría él de lo ocurrido. Pero me daba miedo preguntarle, por si no había visto nada. Tampoco yo podía explicarme algunas de las cosas sucedidas esa noche, pero estaba tan contenta por estar viva que no quería pensar en ello.

Nunca he sonreído tanto al servir las bebidas como aquella noche, ni he traído nunca el cambio con tal rapidez, ni tomado los encargos con tanta exactitud. Ni siquiera Rene, con su pelo alborotado, logró que perdiera el tiempo, a pesar de que en cuanto me acercaba a la mesa que compartía con Hoyt y otro par de colegas insistía en arrastrarme a sus interminables conversaciones.

Rene se hacía de vez en cuando el cajún loco, aunque todo acento cajún que pudiera poner era falso [5], sus viejos habían dejado que se perdiera cualquier herencia. Todas las mujeres con las que se había casado eran duras y salvajes. Su breve matrimonio con Arlene fue cuando ella era joven y no tenía hijos, y esta me había contado que de vez en cuando habían hecho cosas que, al pensarlas ahora, le ponían los pelos de punta. Ella había madurado desde entonces, pero Rene no. Y para mi sorpresa, Arlene le tenía mucho cariño.

Todo el mundo en el bar aquella noche estaba excitado por los inusuales sucesos de Bon Temps. Una mujer había sido asesinada, y eso era un misterio; normalmente, los asesinatos de Bon Temps se resuelven con facilidad. Y una pareja había muerto de modo violento en un capricho de la naturaleza. En mi opinión, lo que sucedió a continuación se debió a esa excitación. Aquel era un bar para gente local, con algunos forasteros que se pasaban por él de manera habitual, y yo nunca había tenido serios problemas con atenciones no deseadas. Pero esa noche, un hombre que se sentaba en una mesa cerca de Rene y Hoyt, un rubio corpulento con la cara ancha y roja, metió una mano por la pernera de mis pantaloncitos cuando le llevé las cervezas.

Eso no estaba bien visto en Merlotte's.

Pensé en estamparle la bandeja en la cabeza, pero sentí que retiraban la mano y noté que había alguien de pie detrás de mí. Me giré y vi que era Rene, que se había levantado de la silla sin que yo me diera ni cuenta. Reseguí su brazo con la mirada y vi que su mano agarraba la del tipo rubio y la apretaba con fuerza. El rostro del rubio se estaba poniendo colorado.

– ¡Eh, hombre, suéltame! -protestó-. No ha sido nada.

– No toques a nadie que trabaje aquí, esas son las normas. -Rene puede ser bajo y enjuto, pero todos en el bar hubieran apostado por nuestro chico local contra el corpulento visitante.

– Está bien, está bien.

– Discúlpate ante la señorita.

– ¿Ante Sookie la Loca?-su voz sonaba incrédula. Debía de haber venido ya alguna vez. La mano de Rene debió de apretar con mayor fuerza, porque vi que las lágrimas asomaban a los ojos del tipo rubio-. Lo siento, Sookie, ¿de acuerdo?

Asentí con tanta majestuosidad como fui capaz. Rene soltó con brusquedad la mano del otro hombre e hizo un gesto con el pulgar para indicarle que se fuera a paseo. El rubio no tardó nada en salir por la puerta, y su acompañante lo siguió.

– Rene, deberías dejar que yo me encargara de estas cosas -le dije en voz baja cuando pareció que los demás clientes retomaban sus conversaciones. Habíamos dado a la máquina de los rumores combustible suficiente al menos para un par de días-. Pero te agradezco que des la cara por mí.

– No quiero que nadie se meta con una amiga de Arleneme respondió de modo prosaico-. Merlotte's es un lugar agradable, y todos queremos que siga siéndolo. Además, a veces me recuerdas a Cindy, ¿lo sabías?

Cindy era la hermana de Rene, y se había trasladado a Baton Rouge uno o dos años atrás. Era rubia y de ojos azules, pero aparte de eso no fui capaz de encontrarle más similitudes conmigo. Pero no parecía educado señalarlo.

– ¿Ves mucho a Cindy? -le pregunté. Hoyt y el otro hombre que estaba con ellos en la mesa discutían sobre puntuaciones y estadísticas de los Capitanes de Shreveport [6].

– De vez en cuando-respondió Rene, ladeando la cabeza como para indicar que le gustaría verla más a menudo-. Trabaja en la cafetería de un hospital.

Le di una palmada en el hombro.

– Tengo que ir a trabajar.

Cuando llegué a la barra para recoger el siguiente pedido, Sam me miró con las cejas arqueadas. Abrí mucho los ojos para mostrarle lo sorprendida que estaba por la intervención de Rene, y Sam se encogió ligeramente de hombros, como si señalara que no hay modo de prever el comportamiento humano.

Pero cuando pasé al otro lado de la barra para coger unas cuantas servilletas, me fijé en que había sacado el bate de béisbol que guarda debajo de la caja registradora para los casos de emergencia.


La abuela me tuvo ocupada durante todo el día siguiente. Ella quitó el polvo, pasó la aspiradora y fregó, y yo limpié los baños. Mientras pasaba el estropajo del retrete por la taza, me pregunté si los vampiros necesitaban ir alguna vez al baño. La abuela me hizo aspirar el pelo de gato del sofá, y también vacié todas las papeleras. Abrillanté las mesas, y hasta limpié la lavadora y la secadora, por tonto que suene.

Cuando la abuela comenzó a meterme prisa para que me diera una ducha y me cambiara de ropa, comprendí que consideraba a Bill el vampiro como mi cita. Eso me hizo sentirme un poco rara. Primero, demostraba que la abuela estaba tan desesperada porque yo tuviera vida social que hasta un vampiro le resultaba aceptable; segundo, yo albergaba ciertos sentimientos que respaldaban esa idea; tercero, Bill podía interpretar correctamente todo aquello; y cuarto, ¿podía un humano llegar a gustarle a un vampiro?

Me duché, me maquillé y me puse un vestido, ya que sabía que de lo contrario la abuela se enfadaría. Se trataba de un pequeño vestido azul de algodón con pequeñas margaritas estampadas, y era más ajustado de lo que le gustaba a la abuela y más corto de lo que Jason consideraba apropiado para su hermana. Ya había oído todo aquello la primera vez que lo llevé. Escogí los pendientes pequeños de bolas amarillas y me eché el pelo hacia atrás, suelto pero sujeto con un pasador con forma de plátano amarillo.

La abuela puso una mirada rara que me costó interpretar. Podría haberlo descubierto con facilidad escuchándola, pero hacerle eso a la persona con quien convives es algo terrible, así que preferí permanecer en la ignorancia. Por su parte, ella vestía la falda y la blusa que suele llevar en las reuniones de los Descendientes de los Muertos Gloriosos, que no llegaba a ser un traje de domingo, pero estaba por encima de la ropa diaria.

Cuando él llegó, yo estaba barriendo el porche delantero, que se nos había olvidado. Hizo una entrada puramente vampírica, en un momento dado no estaba allí y al siguiente sí, esperando al pie de las escaleras y mirándome.

Le sonreí y le dije:

– No me has asustado.

Pareció un poco cohibido.

– Es por costumbre -dijo-, lo de aparecer así. No suelo hacer mucho ruido.

Abrí la puerta.

– Adelante -le invité, y él subió las escaleras mirando a su alrededor.

– Recuerdo esto -dijo-, aunque no era tan grande.

– ¿Te acuerdas de esta casa? Eso le encantará a la abuela.- Lo precedí hasta llegar a la sala de estar mientras avisaba a la abuela.

Ella entró en la sala con mucha dignidad, y por primera vez me di cuenta del gran esmero que había puesto en su denso pelo blanco, que para variar llevaba suave y bien peinado, enrollado sobre la cabeza formando una complicada espiral. También se había puesto pintalabios.

Bill demostró estar tan curtido en las relaciones sociales como mi abuela. Se saludaron, se dieron las gracias el uno al otro, intercambiaron cumplidos y por último Bill se sentó en el sofá. Tras traernos una bandeja con tres vasos de té al melocotón, mi abuela se sentó en la butaca, dejando claro que yo debía ponerme junto a Bill. No había modo de salir de aquello sin quedar en evidencia, así que me senté a su lado pero cerca del borde, como si en cualquier momento pudiera levantarme para llenarle de nuevo el vaso de té helado, como es costumbre.

Bill posó educadamente los labios en el borde del vaso y después lo volvió a dejar. La abuela y yo dimos largos sorbos a los nuestros, con nerviosismo. Ella escogió un primer tema de conversación bastante desafortunado. Dijo:

– Supongo que habrá oído hablar del extraño tornado.

– No, cuénteme-respondió Bill, con una voz suave como la seda. No me atreví a mirarlo, sino que me senté con las manos juntas y los ojos fijos en ellas.

Así que la abuela le habló del extraño tornado y de las muertes de los Ratas. Le contó que era una cosa terrible, pero que estaba claro lo ocurrido, y creo que ante eso Bill se relajó una pizca.

– Yo pasé ayer por allí, de camino al trabajo-intervine, sin alzar la mirada-. Junto a la caravana.

– ¿Y era como te esperabas? -preguntó Bill, con tan solo curiosidad en la voz.

– No -respondí-, no era como nada que pudiera prever. Me quedé de verdad… asombrada.

– Pero Sookie, si ya has visto otras veces los daños de un tornado-participó la abuela, sorprendida.

Cambié de tema.

– Bill, ¿dónde has conseguido esa camisa? Es muy bonita -vestía unos pantalones chinos caquis y un polo a rayas verdes y marrones, mocasines lustrosos y finos calcetines marrones.

– En Dilliard's-respondió, y traté de imaginármelo en la galería comercial de Monroe, tal vez, y al resto de la gente girándose para mirar a esa exótica criatura con su piel reluciente y sus preciosos ojos. ¿De dónde sacaba el dinero para pagar? ¿Cómo se lavaba la ropa? ¿Se metía desnudo en el ataúd? ¿Tenía coche o se limitaba a flotar hasta el lugar que necesitara?

La abuela se sintió complacida con lo normales que eran los hábitos de compra de Bill. Sentí otra punzada de dolor al comprobar lo contenta que estaba ella de ver a mi supuesto pretendiente en su sala de estar, a pesar de que (según la literatura popular) este era víctima de un virus que le hacía parecer muerto. Se lanzó a realizar preguntas a Bill, a las que él respondió con cortesía y de aparente buena gana. De acuerdo, se trataba de un muerto muy educado.

– ¿Y tu familia era de esta zona? -indagó la abuela.

– La familia de mi padre era de los Compton, la de mi madre Loudermilk-dijo él con prontitud. Parecía muy relajado.

– Todavía quedan muchos Loudermilk -dijo la abuela contenta-. Pero me temo que el anciano Sr. Jessie Compton murió el año pasado.

– Lo sé-contestó Bill-. Por eso regresé. Las tierras volvieron a mi propiedad, y como las cosas están cambiando en la sociedad en favor de la gente como yo, decidí tomar posesión de ellas.

– ¿Conoció a los Stackhouse? Sookie dice que usted posee una larga historia. -Pensé que la abuela había logrado plantearlo de manera elegante. Sonreí sin dejar de mirarme las manos.

– Recuerdo a Jonas Stackhouse-dijo Bill, para deleite de mi abuela-. Mis padres ya estaban aquí cuando Bon Temps no era más que un bache en el camino junto a la linde fronteriza. Jonas Stackhouse se trasladó aquí con su mujer y sus cuatro hijos cuando yo era un jovenzuelo de dieciséis años. ¿No es esta la casa que él construyó, al menos en parte?

Me fijé en que cuando Bill pensaba en tiempos pretéritos, su voz adquiría un vocabulario y una cadencia distintos. Me pregunté cuántos cambios de jerga y tono había tenido que adquirir su inglés durante el siglo anterior.

Ni que decir tiene que la abuela se sintió en el paraíso genealógico. Quería saberlo todo sobre Jonas, el bisabuelo de su marido.

– ¿Poseía esclavos? -preguntó.

– Señora, si recuerdo bien tenía una esclava doméstica y otro esclavo para las tierras. La esclava era una mujer de mediana edad, y el de los campos un joven muy grande, muy fuerte, llamado Minas. Pero básicamente eran los Stackhouse los que trabajaban sus propias tierras, como mis padres.

– ¡Oh, esa es la clase de cosas que mi pequeño club adoraría escuchar! ¿Le ha contado Sookie que…?

La abuela y Bill, tras muchos finos circunloquios, fijaron una fecha para que Bill diera su charla en una reunión nocturna de los Descendientes.

– Y ahora, si nos disculpa a Sookie y a mí, puede que demos u n paseo. Hace una noche preciosa. -Con lentitud, para que p udiera verlo venir, se inclinó y cogió mi mano. Se levantó a la vez que yo me ponía en pie. Su mano estaba fría, y su contacto era suave y firme. Bill no estaba pidiéndole permiso a la abuela, pero tampoco la ignoraba del todo.

– Oh, marchad tranquilos-dijo mi abuela feliz, haciendo un gesto con la mano-. Tengo tantas cosas que hacer… Tendrá usted que enumerarme todos los nombres de la zona que recuerde de cuando estaba… -y allí se detuvo, intentando no decir algo que pudiera molestarlo.

– Residiendo aquí en Bon Temps -sugerí yo.

– Por supuesto-respondió el vampiro, y por la presión de sus labios supe que estaba tratando de no sonreír.

De alguna manera ya nos encontrábamos en la puerta, y comprendí que Bill me había levantado y trasladado como el rayo. Sonreí de modo sincero; me gusta lo inesperado.

– Volveremos en un rato-le dije a la abuela. No creo que se apercibiera de nuestro extraño traslado, ya que estaba recogiendo los vasitos del té.

– Oh, no os preocupéis por mí-dijo-, estaré bien.

En el exterior, las ranas, los sapos y todos los demás bichos entonaban su ópera rural de cada noche. Bill sostuvo mi mano mientras paseábamos por el jardín, lleno del olor a hierba recién cortada y a plantas en flor. Mi gata, Tina, surgió de entre las sombras y pidió unas caricias, así que me agaché a rascarle la cabeza. Para mi sorpresa, la gata se frotó contra las piernas de Bill, una actitud que él no hizo nada por impedir.

– ¿Te gusta este animal? -comentó, con voz neutra.

– Es mi gata -le dije-. Se llama Tina y, sí, me gusta mucho.

Sin hacer comentario alguno, Bill se quedó inmóvil y esperó hasta que Tina siguió su camino y desapareció en la oscuridad, más allá de la luz del porche.

– ¿Te gustaría sentarte en el columpio o en las sillas del jardín, o prefieres dar un paseo?-le pregunté, ya que me parecía que ahora era yo la anfitriona.

– Oh, paseemos un poco. Necesito estirar las piernas.

Por algún motivo aquella frase me intranquilizó, pero comenzamos a avanzar por el largo camino de entrada, en dirección a la carretera comarcal de dos carriles que pasaba por delante tanto de nuestra casa como de la suya.

– ¿Te ha preocupado lo de la caravana? -me preguntó.

Traté de pensar cómo explicarlo.

– Me siento muy… umm, frágil, cuando pienso en la caravana.

– Ya sabías que era fuerte.

Meneé la cabeza de un lado a otro, reflexionando.

– Sí, pero no me daba realmente cuenta de toda la magnitud de tu fuerza -le dije-. O de tu imaginación.

– Con los años, acabamos siendo buenos en ocultar lo que hacemos.

– Ya veo. Entonces, supongo que habrás matado a bastante gente.

– A algunos -su voz implicaba: "asúmelo".

Me apreté las manos tras la espalda.

– ¿Estabas hambriento justo después de convertirte en vampiro? ¿Cómo es?

Él no se esperaba esa pregunta. Me miró, pude notar sus ojos sobre mí incluso aunque ahora estábamos a oscuras. El bosque nos rodeaba y nuestros pies crujían en la gravilla.

– En cuanto a cómo me convertí en vampiro, es una historia demasiado larga para este momento-me dijo-. Pero sí, cuando era joven, en alguna ocasión maté por accidente. Nunca estaba seguro de cuándo debía volver a alimentarme, ¿comprendes? Naturalmente, siempre éramos perseguidos, no había nada parecido a la sangre artificial. Y tampoco había tanta gente. Pero fui un buen hombre cuando estaba vivo… es decir, antes de pillar el virus. Así que traté de enfocarlo de manera civilizada, de elegir gente mala como mis víctimas y nunca alimentarme de niños. Al menos logré no matar nunca a un niño. Ahora es todo tan distinto… Puedo ir a una farmacia de guardia de cualquier ciudad y conseguir algo se sangre sintética, aunque tiene mal sabor. O puedo pagar a una puta y conseguir la sangre suficiente para subsistir un par de días. Puedo hechizar a alguien para que me deje morderlo por amor y después hacer que se olvide de todo. Y además ya no necesito tanta sangre.

– O puedes encontrar una chica que tenga una herida en la cabeza-dije.

– Oh, tú eras el postre. La comida fueron los Rattray.

Asúmelo.

– Guau-dije, sintiéndome sin aliento-. Dame un minuto.

Así lo hizo. Ni un hombre entre un millón me habría concedido ese tiempo sin hablar. Abrí mi mente, dejé caer por completo mis protecciones, me relajé. Su silencio se derramó sobre mí. Permanecí inmóvil, con los ojos cerrados, y respiré disfrutando de un alivio demasiado profundo para expresarlo con palabras.

– ¿Ya eres feliz? -preguntó, como si pudiera verlo.

– Sí-musité. En ese momento sentí que no importaba nada codo lo que hubiera hecho la criatura que tenía al lado; aquella paz era algo inapreciable tras toda una vida de tener las quejas de los demás dentro de mi cabeza.

– Tú también me sientas bien-dijo, y me sorprendió.

– ¿Y cómo es eso?-pregunté, con voz pausada y soñadora.

– No tienes miedo, ni prisas, ni me condenas. No tengo que usar mi glamour para que te quedes, para tener una conversación contigo.

– ¿Glamour?

– Es como un hipnotismo-me explicó-. Todos los vampiros lo usan hasta cierto punto. Porque, antes de que se inventara la nueva sangre sintética, para alimentarnos teníamos que persuadir a la gente de que éramos inofensivos… o convencerlos de que ni siquiera nos habían visto… o engañarlos para que pensaran que habían visto otra cosa.

– ¿Y funciona conmigo?

– Por supuesto-dijo, pareciendo sorprendido.

– De acuerdo, hazlo.

– Mírame.

– Está oscuro.

– Da igual, observa mi cara. -Se puso delante de mí, con las manos descansando con suavidad sobre mis hombros, y me miró fijamente. Pude atisbar el débil resplandor de su piel y de sus ojos, y lo contemplé, preguntándome si empezaría a cloquear como un pollo o a quitarme la ropa.

Pero lo que ocurrió fue… nada. Solo sentí la relajación narcótica que me producía su compañía.

– ¿Puedes sentir mi influencia? -me preguntó con aliento entrecortado.

– Para nada, lo siento -dije con humildad-. Solo te veo brillar.

– ¿Puedes ver eso? -le había vuelto a sorprender.

– Claro. ¿Acaso los demás no?

– No. Esto es muy extraño, Sookie.

– Si tú lo dices. ¿Puedo verte levitar?

– ¿Ahora mismo? -Bill parecía divertido.

– Claro, ¿por qué no? Salvo que haya alguna razón…

– No, ninguna en absoluto. -Se dejó ir de mis brazos y empezó a elevarse.

Solté un jadeo de puro éxtasis. Flotó hacia arriba en la oscuridad, brillando como el mármol blanco a la luz de la luna. Cuando estaba a unos seis metros del suelo, comenzó a planear. Me pareció ver que me sonreía.

– ¿Todos sabéis hacer eso?-le pregunté.

– ¿Sabes cantar?

– No, nunca logro llevar la melodía.

– Bueno, tampoco todos nosotros sabemos hacer las mismas cosas -Bill descendió poco a poco y aterrizó en el suelo sin ningún ruido-. La mayoría de los humanos parecen mostrarse aprensivos con los vampiros. Pero tú no-comentó.

Me encogí de hombros. ¿Quién era yo para mostrarme aprensiva con algo extraordinario? Él pareció entenderlo porque, tras una pausa durante la que retomamos el paseo, me dijo:

– ¿Siempre ha sido tan duro para ti?

– Sí, siempre-no podía responder otra cosa, aunque no era mi intención quejarme-. Cuando era muy pequeña resultaba peor, porque no sabía cómo levantar barreras y oía cosas que se suponía que no debería oír. Y por supuesto las repetía, como haría cualquier niño. Mis padres no sabían qué hacer conmigo. A mi padre, sobre todo, le avergonzaba mucho. Mi madre me llevó por último a una psicóloga infantil, que sabía exactamente lo que me ocurría, pero que no podía aceptarlo e insistía en decirles a mis padres que yo interpretaba su lenguaje corporal y que era muy observadora, así que se me daba bien imaginarme que oía los pensamientos de la gente. Desde luego, no era capaz de admitir que yo de verdad oía los pensamientos de la gente, porque eso no encajaba en su mundo. Y también se me dio mal la escuela, porque me era muy difícil concentrarme cuando casi todos los demás alumnos pensaban en sus cosas. Pero cuando había un examen sacaba muy buenas notas, porque los demás chicos se concentraban en sus propios ejercicios… Eso me daba algo de margen. A veces mis padres pensaban que era una vaga por no esforzarme con los deberes de cada día, y otras veces los profesores pensaban que tenía una discapacidad en el aprendizaje. Oh, no te creerías qué teorías manejaban. Deben de haberme revisado los ojos y los oídos cada dos meses, o al menos esa impresión me daba. Y los escáneres cerebrales… Dios. Mis pobres padres se gastaron un dineral. Pero nunca lograron aceptar la sencilla realidad. Al menos abiertamente, ¿entiendes?

– Pero en su interior lo sabían.

– Sí. Una vez mi padre trataba de decidir si avalaba a un hombre que quería abrir una tienda de accesorios para automóviles, y cuando el hombre vino a casa me pidió que me sentara a su lado. Después de que se marchara, papá me llevó fuera y con la mirada en el horizonte me preguntó: "Sookie, ¿está diciendo la verdad?". Fue un momento muy extraño.

– ¿Cuántos años tenías?

– Debía de tener menos de siete, porque ellos murieron cuando yo estaba en segundo.

– ¿Cómo fue?

– Una riada. Los pilló en el puente, al oeste de aquí.

Bill no hizo ningún comentario. Desde luego, él había visto muertes a millares.

– ¿Y mentía aquel hombre?-me preguntó cuando hubieron transcurrido unos segundos.

– Oh, sí. Planeaba coger el dinero de mi padre y desaparecer.

– Tienes un don.

– Un don. Claro. -Sentí que las comisuras de los labios se me torcían hacia abajo.

– Te hace distinta a los demás humanos.

– No me digas. -Caminamos un rato en silencio-. ¿Así que tú no te consideras en absoluto humano?

– No lo hago desde hace mucho.

– ¿De verdad crees que has perdido tu alma?-Eso era lo que predicaba la Iglesia Católica sobre los vampiros.

– No tengo modo de saberlo -dijo Bill, casi de pasada. Estaba claro que había meditado sobre ello tan a menudo que ya era un tema corriente para él-. Personalmente, no lo creo. Queda algo en mí que no es cruel, que no es criminal después de todos estos años. Aunque a veces puedo comportarme de ambas maneras.

– No es tu culpa haberte infectado con un virus.

Bill bufó, aunque logró sonar casi elegante.

– Desde que existen los vampiros ha habido teorías sobre ellos. Puede que esa sea cierta. -Entonces me miró como si lamentara haberlo dicho-. Si lo que te convierte en vampiro es un virus-añadió, de modo más natural-, se trata de uno muy selectivo.

– ¿Cómo te conviertes en vampiro? He leído toda clase de historias, pero tu palabra sería un testimonio de primera mano.

– Tendría que chuparte la sangre, de una vez o a lo largo de dos o tres días como mucho, hasta que estuvieras al borde de la muerte, y entonces darte mi sangre. Yacerías como un cadáver unas cuarenta y ocho horas, a veces hasta tres días, y después te alzarías y caminarías en la noche. Y estarías hambrienta.

El modo en que dijo "hambrienta" me hizo temblar.

– ¿No hay otra manera?

– Bueno, otros vampiros me han contado que los humanos a los que muerden de manera habitual, día tras día, pueden convertirse en vampiros casi por sorpresa. Pero eso requiere mordiscos profundos y consecutivos. Otra gente, en las mismas condiciones, solo acaba anémica. Además, cuando la persona está a punto de morir por algún otro motivo, un accidente de coche o una sobredosis, por ejemplo, el proceso puede acabar… realmente mal.

Estaba empezando a sentir escalofríos.

– Es momento de cambiar de tema. ¿Qué planeas hacer con las tierras de los Compton?

– Quiero vivir allí mientras pueda. Estoy cansado de vagar de ciudad en ciudad. Crecí en el campo, y ahora que tengo derecho legal a existir y puedo ir a Monroe, o Shreveport o Nueva Orleáns para conseguir sangre sintética o prostitutas especializadas en nuestro estrato, quiero quedarme aquí. Al menos quiero ver si es posible. Llevo décadas vagabundeando.

– ¿En qué estado está la casa?

– Bastante malo-admitió él-. He estado tratando de limpiarla, lo poco que puedo hacer de noche. Pero necesito obreros para hacer algunas reparaciones. No soy malo con la carpintería, pero no tengo ni idea de electricidad. -Por supuesto que no, pensé-. Me da la impresión de que la casa necesita ser recableada -prosiguió Bill, con un tono de preocupación idéntico al que usaría cualquier propietario.

– ¿Tienes teléfono?

– Pues claro-dijo él, sorprendido.

– ¿Y entonces cuál es el problema con los obreros?

– Es difícil contactar con ellos de noche, y más aún quedar para una reunión en la que pueda explicarles lo que hay que hacer. Se asustan, o se creen que es la llamada de un bromista-la frustración resultaba evidente en el rostro de Bill, aunque no le veía la cara.

Me reí.

– Si quieres, puedo llamarles yo -sugerí-. Me conocen, y aunque todos piensan que estoy loca saben que soy honrada.

– Eso sería un gran favor -dijo Bill, tras dudarlo unos instantes-. Podrían trabajar durante el día, después de que me reúna con ellos para discutir la faena y el presupuesto.

– Qué molestia no poder salir de día-dije con sinceridad. Nunca antes me lo había planteado.

– Y tanto que lo es -respondió Bill con voz áspera.

– Y tener que ocultar tu lugar de descanso -añadí sin pensarlo. Cuando noté el silencio de Bill, me disculpé-: Lo siento. -Si no hubiésemos estado tan a oscuras, me habría visto enrojecer.

– El lugar de descanso diurno de un vampiro es su secreto mejor guardado-comentó Bill secamente.

– Mis disculpas.

– Las acepto -dijo, tras un feo instante. Llegamos a la carretera y miramos a uno y otro lado, como si esperáramos un taxi. Ahora que habíamos salido de debajo de los árboles podía verlo con claridad a la luz de la luna. Él también a mí. Me miró de arriba abajo.

– Tu vestido es del color de tus ojos.

– Gracias -dije. Yo desde luego no podía verlo con tanta claridad.

– Aunque no hay mucho vestido.

– ¿Perdón?

– Me cuesta acostumbrarme a las señoritas que llevan tan poca ropa encima-dijo Bill.

– Pues ya has tenido unas cuantas décadas para hacerte a la idea -respondí agriamente-. ¡Vamos, Bill, los vestidos llevan cuarenta años siendo cortos!

– Me gustaban las faldas largas-dijo con nostalgia-. Y me gustaba la ropa interior que llevaban las mujeres. Las enaguas.

Emití un sonido vulgar.

– ¿Llevas al menos enaguas? -me preguntó.

– ¡Llevo una preciosa braga de nylon beige con encaje! – repliqué indignada-. ¡Y si fueras un chico humano, diría que estás tratando de que te hable de mi ropa interior!

Se rió, con esa risa tan honda y poco gastada que me afectaba profundamente.

– ¿De verdad llevas puestas unas bragas así, Sookie?

Le saqué la lengua porque sabía que podía verme. Me subí un poco el borde de la falda, revelando el encaje de las bragas y unos centímetros más de mi piel morena.

– ¿Contento? -le espeté.

– Tienes unas piernas bonitas, pero me siguen gustando más los vestidos largos.

– Eres tozudo-le dije.

– Sí, eso es lo que mi mujer siempre me decía.

– Así que estuviste casado.

– Claro, me convertí en vampiro a los treinta, cuando ya tenía esposa y cinco niños vivos. Mi hermana, Sarah, también vivía con nosotros. Nunca se casó, su prometido murió en la guerra.

– La guerra civil.

– Sí. Yo pude regresar vivo del frente, fui de los afortunados. Al menos así lo pensé entonces.

– Luchaste por los Confederados-dije meditabunda-. Si todavía guardases tu uniforme y lo llevaras puesto al club, las damas se desmayarían de placer.

– Para cuando terminó la contienda apenas me quedaba uniforme-dijo con amargura-. Nos cubríamos con andrajos y nos moríamos de hambre. -Pareció hacer un esfuerzo por regresar al presente-. Después de convertirme en vampiro, ya no tenía significado para mí-explicó, de nuevo con una voz fría y distante.

– He mencionado un tema que te entristece -intervine-, lo siento. ¿De qué deberíamos hablar?-dimos la vuelta y comenzamos a dar el paseo de regreso hacia la casa.

– De tu vida -me dijo-. Dime lo que haces cuando te despiertas por las mañanas.

– Me levanto de la cama, y entonces la arreglo rápidamente. Tomo el desayuno: tostadas, a veces cereales y a veces huevos. Y café. Y después me lavo los dientes, me doy una ducha y me visto. Algunos días me toca depilarme las piernas, ya sabes. Si es día de trabajo, allí voy; y sino entro hasta la noche, puede que vaya de compras, o lleve a la abuela a la tienda, o alquile una peli o tome el sol. Y leo mucho. Tengo suerte de que la abuela todavía sea una persona activa. Ella hace la colada, plancha la ropa y cocina casi todo.

– ¿Y los hombres?

– Oh, ya te hablé de eso. Me resulta imposible.

– Entonces, ¿qué harás, Sookie?-me preguntó con amabilidad.

– Envejecer y morir-respondí con voz seca. Tocaba demasiado a menudo mi punto flaco.

Para mi sorpresa, Bill se adelantó y me cogió la mano. Ahora que los dos habíamos molestado un poco al otro, que habíamos tocado temas delicados, el ambiente parecía de algún modo más claro. La noche estaba serena, y una brisa hizo que el cabello me bailara por delante de la cara.

– ¿Puedes quitarte el pasador? -pidió Bill.

No había motivo para negarse. Alcé la mano hasta alcanzar el pasador y abrirlo, y sacudí la cabeza para que el pelo se soltara. Lo guardé en un bolsillo de Bill, ya que mi vestido no tenía. Como si fuera la cosa más normal del mundo, Bill comenzó a pasar los dedos por mi pelo, desparramándolo sobre mis hombros. Como parecía que el contacto físico resultaba admisible, toqué sus patillas.

– Son largas -observé.

– Esa era la moda entonces -dijo-. Tengo suerte de no haber llevado barba como tantos hombres, ola tendría para toda la eternidad.

– ¿Nunca tienes que afeitarte?

– No, por fortuna me acababa de afeitar. -Parecía fascinado con mi pelo-: A la luz de la luna, parece plateado-dijo en voz muy baja

– Ah. ¿Qué te gusta hacer?

Pude ver la sombra de una sonrisa en la oscuridad.

– También me gusta leer -dijo, pensando en ello-. Me gusta el cine… Obviamente, he vivido toda su evolución. Me gusta la compañía de gente que tiene vidas normales. A veces añoro la compañía de otros vampiros, aunque la mayoría lleva vidas muy distintas a la mía.

Caminamos en silencio durante unos momentos.

– ¿Te gusta la televisión?

– A veces -confesó-. Durante una época grababa teleseries y las veía por la noche, cuando me daba la impresión de estar olvidando lo que suponía ser humano. Con el tiempo lo dejé, porque con los ejemplos que veía en esos programas olvidar mi humanidad parecía algo positivo. -Me reí.

Llegamos al círculo de luz que rodeaba la casa. Hasta cierto punto esperaba que la abuela estuviera en el columpio del porche esperándonos, pero no fue así. Y solo lucía una débil bombilla en la sala de estar. De verdad, abuela, pensé exasperada. Era como si mi nuevo chico me llevara a casa después de la primera cita. De hecho, llegué a plantearme si Bill trataría de besarme o no. Con sus ideas sobre los vestidos largos, probablemente creyera que resultaba inapropiado.

Pero por estúpido que pueda parecer besar a un vampiro, me di cuenta de que era lo que de verdad quería hacer, más que ninguna otra cosa. Sentí un peso en el pecho, una amargura ante otra cosa que se me prohibía. Y pensé: ¿por qué no?

Lo detuve, tirando con suavidad de su mano. Me puse de puntillas y posé mis labios sobre su reluciente mejilla. Inhalé su olor, normal pero algo salado. Llevaba una pizca de colonia.

Sentí que Bill temblaba. Giró la cabeza de modo que sus labios tocaran los míos. Tras un instante, rodeé su cuello con mis brazos. Su beso se hizo más intenso y yo abrí los labios. Nunca me habían besado así. Siguió y siguió hasta que todo el universo quedó envuelto en ese beso de la boca del vampiro sobre lamía. Noté que se me aceleraba la respiración, y empecé a desear otras cosas.

De repente Bill se apartó. Parecía agitado, lo que me satisfizo en gran manera.

– Buenas noches, Sookie -dijo, acariciando mi pelo una última vez.

– Buenas noches, Bill-respondí. Yo también sonaba temblorosa-. Mañana trataré de llamar a algunos electricistas. Te haré saber su respuesta.

– Vente a casa mañana por la noche… Porque no tienes trabajo, ¿verdad?

– No -confirmé. Todavía estaba tratando de recomponerme.

– En ese caso te veré entonces. Gracias, Sookie. -Y se giró para atravesar a pie los bosques hacia su hogar. Una vez alcanzó la zona de oscuridad, desapareció.

Me quedé mirando como una boba, hasta que sacudí la cabeza y fui a mi propia casa, a acostarme.

Pasé una cantidad indecente de tiempo despierta en la cama, preguntándome si los muertos vivientes podrían de verdad hacer… eso. Además, me planteaba si sería posible mantener una discusión franca con Bill respecto a ese tema. A veces parecía muy chapado a la antigua, y otras tan normal como cualquier otro hombre. Bueno, no tanto, pero bastante normal.

Me parecía tan maravilloso como patético que la única criatura que conocía en muchos años con la que quería hacer el amor, en el fondo no fuera humana. Mi telepatía limitaba seriamente las opciones disponibles. Sí, sin duda podría tener sexo solo por placer, pero había esperado para poder disfrutar de verdad de una relación sexual.

¿Y si lo hacíamos, y después de todos aquellos años yo descubría que no tenía talento para ello? O puede que no sintiese placer. Puede que todos esos libros y películas exageraran, y también Arlene, quien nunca parecía entender que su vida sexual no era algo de lo que quisiera enterarme.

Al final me quedé dormida, y tuve largos y turbios sueños. A la mañana siguiente, mientras sorteaba las preguntas de la abuela sobre mi paseo con Bill y nuestros planes para el futuro, hice algunas llamadas. Localicé a dos electricistas, un fontanero y otra gente de servicios que me dieron números de teléfono para poder localizarlos de noche, y me aseguré de que comprendieran que, si recibían una llamada de Bill Compton, no era una broma.

Terminada esa tarea, estaba tendida al sol tostándome poco a poco cuando la abuela me trajo el teléfono.

– Es tu jefe-dijo. A la abuela le gustaba Sam, y él debía de haberle dicho algo agradable porque estaba sonriendo de oreja a oreja.

– Hola, Sam-saludé, aunque quizá no con un tono demasiado alegre, porque sabía que habría ocurrido algo en el trabajo.

– Dawn no ha venido, cariño -resumió.

– Oh… demonios -respondí, sabiendo que tendría que ir yo-. Tengo planes, Sam -eso era prioritario-. ¿Cuándo me necesitas?

– ¿Podrías venir aunque fuera de cinco a nueve? Eso nos sería de mucha ayuda.

– ¿Y conseguiré otro día libre?

– ¿Qué tal si Dawn se reparte contigo un turno otra noche? -Hice un sonido vulgar y la abuela me puso mala cara. Seguro que después me echaba un sermón.

– ¡Oh, está bien! -dije a regañadientes-. Te veré a las cinco.

– Gracias, Sookie -respondió-. Sabía que podía contar contigo.

Traté de alegrarme por ello, aunque parecía una virtud bastante aburrida. ¡Siempre puedes contar con Sookie para echar una mano y ayudar, porque no tiene vida propia! Al menos podría ir a casa de Bill después de las nueve. De todos modos, él iba a estar levantado toda la noche.

El trabajo nunca me había parecido tan lento. Me costaba concentrarme lo suficiente para mantener alzadas las barreras, porque estaba pensando todo el rato en Bill. Fue una suerte que no hubiera muchos clientes, o hubiera oído una riada de pensamientos indeseados. Precisamente así me enteré de que Arlene tenía un retraso en la regla y temía estar embarazada, y antes de poder contenerme le di un abrazo. Se quedó mirándome de manera inquisitiva y entonces se sonrojó.

– ¿Me has leído la mente, Sookie? -me preguntó, con la amenaza escrita en la voz. Arlene era una de las pocas personas que se limitaban a aceptar mi aptitud sin tratar de explicarla o de clasificarme como monstruo por poseerla, aunque me había fijado en que tampoco hablaba a menudo de ello, y cuando lo hacía no usaba su voz natural.

– Lo siento, no quería-me disculpé-. Es que hoy no puedo concentrarme.

– Está bien, no pasa nada. Pero desde ahora manténte alejada de mí-dijo Arlene agitando un dedo delante de mi cara, con sus llameantes rizos cayéndole por las mejillas.

Sentí ganas de llorar.

– Lo siento-repetí, y me alejé a zancadas hacia el almacén para recuperarme. Tuve que taparme la cara y contener las lágrimas.

Oí que la puerta se abría detrás de mí.

– ¡Vale, Arlene, ya te he dicho que lo siento! -espeté, porque quería que me dejaran a solas. A veces Arlene confundía la telepatía con un talento psíquico, y me daba miedo que me preguntara si de verdad estaba embarazada. Haría mejor en comprarse una prueba de embarazo casera.

– Sookie -era Sam. Me puso una mano en el hombro para que me girara hacia él-. ¿Ocurre algo malo?

Su voz era amable y me situó mucho más cerca del llanto de lo que ya estaba.

– ¡Deberías parecer enfadado y así no lloraría! -le dije. Él se rió, no con una carcajada sino con una pequeña risa. Me rodeó con un brazo.

– ¿Qué es lo que te pasa? -No iba a darse por vencido y marcharse.

– Oh, yo… -y me quedé paralizada. Nunca, nunca había discutido de manera explícita mi problema (así es como yo lo consideraba) con Sam u otra persona. Todos en Bon Temps habían oído los rumores de por qué era tan rara, pero nadie parecía darse cuenta de que tenía que oír continuamente su martilleo mental, tanto si quería como sino. Cada día ese parloteo constante y constante…

– ¿Has escuchado algo que te ha preocupado? -su tono de voz era sereno y práctico. Me tocó en la mitad de la frente, para indicar que sabía con exactitud cómo podía "escuchar" yo esas cosas.

– Sí.

– No puedes evitarlo, ¿verdad?

– Para nada.

– Lo odias, ¿no es así, cariño?

– Y tanto.

– Pues entonces no es tu culpa, ¿no crees?

– Trato de no escuchar, pero no siempre puedo mantener alta la guardia. -Noté que una lágrima que no había sido capaz de contener empezaba a resbalar por mis mejillas.

– ¿Es así como lo haces? ¿Mantienes alta la guardia, Sookie? Parecía de verdad interesado, no como si pensara que mi cabeza era una especie de papelera. Miré un poco, aunque tampoco demasiado, en los azules ojos, saltones y brillantes, de Sam.

– Yo solo… es difícil describirlo si la otra persona no puede hacerlo… Levanto una valla… no, no una valla, es como cerrar unas placas de acero, entre mi cerebro y los demás.

– ¿Y tienes que mantener las placas apretadas?

– Sí, y precisa mucha concentración. Es como tener que dividir mi mente todo el rato, y por eso la gente se cree que estoy loca. La mitad de mi cerebro está tratando de sostener las placas de acero y la otra mitad puede estar apuntando pedidos, así que a veces no me queda gran cosa con la que mantener una conversación coherente. -Qué alivio sentí, solo por poder hablar de ello.

– ¿Oyes palabras o solo recibes impresiones?

– Depende de a quién esté escuchando. Y de su estado. Si están borrachos, o muy trastornados, solo son imágenes, impresiones, intenciones. Si están sobrios y cuerdos, son palabras y algunas imágenes.

– El vampiro dice que a él no puedes oírlo.

La idea de que Bill y Sam hubieran tenido una conversación sobre mí hizo que me sintiera muy rara.

– Es cierto-reconocí.

– ¿Y eso te resulta relajante?

– Oh, -y lo decía con todo el corazón.

– ¿Puedes oírme a mí, Sookie?

– ¡No quiero intentarlo! -dije con presteza. Fui hasta la puerta del almacén y permanecí con la mano en el pomo. Saqué un pañuelo del bolsillo de los pantaloncitos y me sequé el rastro de la lágrima de la mejilla-. ¡Tendría que irme si te leyera la mente, Sam! Me gustas, y me gusta estar aquí.

– Tú solo inténtalo de vez en cuando, Sookie-dijo de modo natural, girándose para abrir una caja de whisky con el cortador tan afilado que llevaba en el bolsillo-. No te preocupes por mí, tendrás un trabajo mientras quieras uno.

Limpié una mesa en la que Jason había tirado algo de sal. Había estado allí un rato antes, comiendo una hamburguesa y unas patatas fritas y tomándose un par de cervezas. En mi cabeza estaba dándole vueltas a la oferta de Sam.

No trataría de escucharlo ese día; estaba preparado para ello. Esperaría hasta que estuviera ocupado haciendo otra cosa. Me limitaría a colarme un poco y escuchar un rato. Me había invitado a ello, lo que resultaba algo por completo excepcional.

Era agradable que te invitaran.

Me arreglé el maquillaje y me recogí el pelo. Lo había llevado suelto hasta entonces, ya que a Bill parecía gustarle así, pero había supuesto una auténtica molestia durante toda la noche. Ya casi era hora de salir, así que cogí mi bolso de la taquilla, en el despacho de Sam.


La casa Compton, como la de la abuela, quedaba apartada de la carretera, aunque resultaba un poco más visible desde esta que la nuestra. Y a diferencia de la de la abuela, desde ella se veía el cementerio. Eso se debía, al menos en parte, a que la casa Compton estaba situada en un punto más elevado: estaba erigida encima de un montículo y todo el edificio tenía dos plantas. La de la abuela tenía un par de dormitorios vacíos arriba y un ático, pero se la podía considerar más bien de piso y medio.

En cierto momento de la historia familiar, los Compton poseyeron una casa muy bonita. Incluso bajo la oscuridad de la noche transmitía cierta delicadeza. Pero yo sabía que a la luz del sol uno podía ver que las columnas se estaban desconchando, que los paneles de madera estaban torcidos y que el jardín no era más que una selva. Con el clima húmedo y cálido de Luisiana, los jardines podían crecer fuera de control con bastante rapidez, y el viejo Sr. Compton no era de los que pagaban a otra persona para que le arreglara el jardín. Cuando quedó demasiado débil, ya nadie se había ocupado de ello.

El camino circular de entrada no había recibido grava nueva en muchos años, y mi coche fue dando tumbos hasta llegar a la puerta principal. Vi que toda la casa estaba iluminada, y comencé a darme cuenta de que esa noche no transcurriría como la anterior. Había otro coche estacionado delante de la casa, un Lincoln Continental, blanco con la capota de color azul oscuro. Una pegatina con texto azul sobre fondo blanco decía Los VAMPIROS ME La CHUPAN, y en otra roja y amarilla ponía ¡Toca EL CLAXON si ERES DONANTE DE SANGRE! La matrícula personalizada era simplemente COLMILLOS 1.

Si Bill ya tenía compañía, quizá lo mejor fuese irme a casa. Pero me había invitado y me esperaba. Aún dudando, levanté el puño y llamé a la puerta.

Me abrió una vampira.

Estaba radiante, en un sentido casi literal. Era negra y medía al menos uno ochenta, y vestía de licra. Un sujetador de deporte de color rosa flamenco y unas mallas hasta las pantorrillas del mismo tono, junto a una camisa blanca de traje de caballero puesta deprisa y sin abotonar, constituían toda su ropa.

Pensé que parecía vulgar como una furcia, y con toda probabilidad muy apetitosa desde un punto de vista masculino.

– Hola, pequeña humana -ronroneó la vampira.

Y de repente me di cuenta de que estaba en peligro. Bill ya me había advertido repetidas veces de que no todos los vampiros eran como él, y de que incluso él tenía momentos en los que no era tan amable. No me era posible leer la mente de aquella criatura, pero sí pude oír la crueldad de su voz. Puede que hubiese atacado a Bill, o tal vez fuese su amante.

Todo esto me pasó por la cabeza en un instante, pero no permití que mi rostro lo revelara. Tenía a mis espaldas años de experiencia en controlar mi expresión. Noté que mi sonrisa protectora volvía a su sitio, enderecé la columna y dije con despreocupación:

– ¡Hola! Tenía que pasarme por aquí esta noche y darle a Bill una información. ¿Está disponible?

La vampira se rió de mí, lo cual no era algo a lo que yo estuviera acostumbrada. Mi sonrisa se hizo un grado más amplia. Aquel bicho irradiaba peligro del mismo modo que una bombilla irradia calor.

– ¡Esta pequeña humana que tenemos aquí dice que tiene una información para ti, Bill! -gritó por encima de su (esbelto, moreno y precioso) hombro. Traté de no mostrar en modo alguno mi alivio-. ¿Quieres ver a esta cosita, o simplemente debo darle un mordisco amoroso?

Por encima de mi cadáver, pensé furiosa, y entonces me di cuenta de que así podría ser.

No oí la voz de Bill, pero la vampira se hizo a un lado y yo me adentré en la vieja casa. Correr no me serviría de nada, esa vampira sin duda me derribaría antes de poder dar cinco pasos. Y aún no había visto a Bill, y no podría estar segura de que se encontrara bien hasta que lo viese. Le eché valor al asunto y esperé lo mejor. Eso se me da bastante bien.

La gran sala delantera estaba llena de personas y muebles antiguos de color oscuro. No, no de personas, observé tras fijarme un poco más: dos personas y otros dos extraños vampiros.

Los dos eran hombres de raza blanca. Uno iba rapado y tenía tatuajes en cada centímetro visible de su piel. El otro era incluso más alto que la vampira: medía tal vez uno noventa y cinco. Llevaba una larga melena de pelo oscuro ondulado y era muy fornido.

Los humanos resultaban menos espectaculares. La mujer era rubia y rechoncha, de treinta y cinco años o más, y se había pasado como un kilo con el maquillaje. Parecía tan gastada como unas botas viejas. El hombre era bien distinto. Era adorable, el chico más guapo que jamás he visto; no podía tener más de veintiuno. Era moreno, quizá hispano, bajo y de estructura delicada. Llevaba puestos unos tejanos y nada más. Salvo el maquillaje, claro. Me sorprendió, pero no lo encontré atractivo.

En ese momento Bill se movió y pude verlo. Estaba entre las sombras del oscuro pasillo que conducía del salón a la parte posterior de la casa. Lo miré, tratando de mantener el porte en esa situación tan inesperada. Para mi consternación, su aspecto no resultaba nada tranquilizador. Tenía la cara muy seria, por completo impenetrable. Aunque no pude ni creer que yo pudiera pensar algo así, en ese momento hubiese sido estupendo poder echar un vistazo a su mente.

– Bueno, ahora podremos tener una estupenda velada – dijo el vampiro de pelo largo. Parecía encantado-. ¿Se trata de una amiguita tuya, Bill? Es tan refrescante…

Pensé en usar una de las palabras exquisitas que había aprendido de Jason.

– Si nos disculpáis a mí y a Bill durante un minuto… -dije con mucha educación, como si se tratase de una noche perfectamente normal-. He estado hablando con los obreros para la casa-traté de que sonara como si hablara de negocios, de modo impersonal, aunque llevar pantaloncitos, camiseta y unas Nike no inspira mucho respeto profesional. Pero aun así confié en transmitir la idea de que la gente con la que me encuentro durante mis tareas no puede suponer ninguna amenaza ni peligro.

– Y eso que habíamos oído que Bill se mantiene con una dieta exclusiva de sangre sintética -añadió el vampiro tatuado-. Debimos de oír mal, Diane.

La vampira ladeó la cabeza y me dirigió una prolongada mirada.

– No estoy tan segura. A mí me parece virgen.

No me pareció que Diane hablara de hímenes.

Di unos cuantos pasos hacia Bill, de modo natural, pero con la loca esperanza de que él me defendiera si las cosas iban a peor. No me sentía muy segura de ello. Yo aún sonreía, confiando en que él hablase, que hiciese algo. Y lo hizo.

– Sookie es mía -dijo, y su voz fue tan serena y suave que, de haber sido una piedra, no habría provocado ondas al caer en el agua.

Lo miré con brusquedad, pero tuve la inteligencia necesaria para mantener la boca cerrada.

– ¿Qué tal has estado cuidando a nuestro Bill? -preguntó Diane.

– Eso no es de tu puta incumbencia-respondí, usando una de las palabras de Jason a la vez que sonreía. Ya he dicho que tengo mal carácter.

Hubo una breve pausa. Todos, humanos y vampiros, parecieron examinarme con tanto detenimiento como para poder contarme los pelos de los brazos. Entonces el vampiro alto comenzó a carcajearse y los demás siguieron su ejemplo. Mientras se distraían con las risas, me acerqué un poco más a Bill. Tenía sus oscuros ojos fijos en mí (él no reía) y obtuve la clara impresión de que él, igual que yo, deseaba que pudiera leerle la mente.

Estaba en peligro, eso me quedaba claro. Y si él lo estaba, yo también.

– Tiene una sonrisa graciosa -dijo pensativo el vampiro alto. Me gustaba más cuando se reía.

– Oh, Malcolm-dijo Diane-, todas las mujeres humanas te parecen graciosas.

Malcolm atrajo hacia sí al chico humano y le dio un largo beso. Empecé a sentirme un poco mal. Ese tipo de cosas son íntimas.

– Es cierto -reconoció Malcolm, apartándose un instante después para obvio disgusto del joven-. Pero hay algo raro en esta. Puede que tenga la sangre sabrosa.

– Bah -dijo la mujer rubia, con una voz que podía arrancar la pintura de la pared-, es solo esa loca de Sookie Stackhouse.

La miré con más atención y, tras eliminar mentalmente de su cara unos cuantos años de vida en la carretera y la mitad del maquillaje, logré reconocerla. Era Janella Lennox, que había trabajado en Merlotte's durante dos semanas hasta que Sam la despidió. Arlene me contó que se había mudado a Monroe.

El vampiro de los tatuajes rodeó con su brazo a Janella y le sobó las tetas. Pude sentir que mi cara palidecía; estaba muy asqueada. Y la cosa fue a peor: Janella, con la decencia tan perdida como el vampiro, le puso la mano en el paquete y comenzó a frotarlo.

Al menos me quedó claro que los vampiros sí que pueden tener relaciones sexuales. Pero en aquel momento no me sentí demasiado excitada por descubrirlo.

Malcolm me miraba, y le mostré mi asco.

– Es inocente -le dijo a Bill, con una sonrisa llena de expectativas.

– Es mía -repitió Bill. En esta ocasión, su voz fue más intensa. De haber sido una serpiente de cascabel, su advertencia no podría estar más clara.

– Bueno, Bill, no me digas que esa cosita te ha estado dando todo lo que necesitas-intervino Diane-. Tienes aspecto pálido y mustio. No te ha estado cuidando muy bien.

Me acerqué un centímetro más a Bill.

– Venga -le ofreció Diane, a la que yo estaba empezando a odiar-, toma un sorbo de la chica de Liam o del precioso muchachito de Malcolm, Jerry.

Janella no reaccionó mientras la ofrecían por ahí (tal vez porque estaba demasiado ocupada bajando la cremallera de los vaqueros de Malcolm), pero el hermoso novio de Malcolm, Jerry, se deslizó bien dispuesto hacia Bill. Sonreí como si se me fuera a partir la mandíbula al tiempo que él rodeaba a Bill con sus brazos, le acariciaba el cuello con la nariz y frotaba el pecho contra su camisa.

La tensión del rostro de mi vampiro resultaba terrible de contemplar. Surgieron sus colmillos, que por vez primera vi completamente desplegados. Era cierto, la sangre sintética no satisfacía todas las necesidades de Bill.

Jerry comenzó a lamer una zona de la base del cuello de Bill. Mantener alzadas las protecciones mentales me estaba resultando demasiado duro. Tres de los presentes eran vampiros, cuyos pensamientos no podría oír de todos modos, y Janella estaba muy ocupada, así que eso solo dejaba a Jerry. Escuché y sentí arcadas.

Bill, sudando por la tentación, estaba ya inclinando sus colmillos hacia el cuello de Jerry, cuando yo grité:

– ¡No, tiene el sino-virus!

Como si se liberara de un embrujo, Bill me miró por encima del hombro de Jerry. Respiraba con pesadez, pero sus colmillos se retiraron. Aproveché la ocasión para dar unos pasos más hacia él. Ya estaba a menos de un metro de distancia.

– Sino-sida-dije.

Las víctimas ebrias o muy drogadas podían influir de manera temporal en el vampiro que chupara de ellas, y se decía que alguno incluso disfrutaba del viaje. Pero no les afectaba la sangre de un humano con el sida, por muy desarrollado que estuviera, ni las enfermedades de transmisión sexual o cualquier otra plaga que asolara a la humanidad.

Excepto el sino-sida. En el fondo, el sino-sida no mataba a un vampiro con la misma seguridad que mataba el sida a los humanos, pero los dejaba muy débiles durante casi un mes, durante el cual resultaba relativamente fácil atraparlos y aplicarles la estaca. Y en alguna ocasión, si el vampiro se alimentaba más de una vez de un humano infectado, acababa por morir de verdad (¿o era re-morir?) sin necesidad de la estaca. Aunque aún era poco habitual en los Estados Unidos, el sino-sida estaba haciéndose fuerte en ciudades portuarias como Nueva Orleáns, por las que estaban de paso marinos y otros viajeros de muchos países con ganas de divertirse.

Todos los vampiros se quedaron helados, mirando a Jerry como si fuera la muerte disfrazada. Y para ellos, en cierto sentido, podía serlo.

El hermoso joven me pilló totalmente por sorpresa. Se giró y me saltó encima. No era un vampiro pero era fuerte, y estaba claro que solo se encontraba en las primeras fases de la enfermedad. Me empujó contra la pared. Rodeó mi garganta con una mano y alzó la otra para pegarme en la cara. Yo aún estaba levantando las manos para defenderme cuando alguien retuvo el puño de Jerry y paró su movimiento.

– Suéltale la garganta-dijo Bill, con una voz tan aterradora que me asustó hasta a mí. A esas alturas, los distintos miedos se me acumulaban tan seguidos que no creía que pudiera volver a sentirme segura. Pero los dedos de Jerry no aflojaron su presa, y emití sin querer un pequeño ruido gimoteante. Miré de lado, y al ver la cara gris de Jerry comprendí que Bill sostenía sus manos, Malcolm lo agarraba por las piernas, y él estaba tan asustado que no podía comprender lo que le pedían.

La sala comenzó a parecerme muy confusa. La mente de Jerry golpeaba contra la mía, era incapaz de mantenerle a raya. Su cerebro estaba bloqueado con visiones del amante que le había pasado el virus, un amante que lo había dejado por un vampiro y al que el propio Jerry había asesinado en un ataque de celos homicidas. Jerry veía que la muerte se le acercaba en la forma de los mismos vampiros a los que había querido matar, y su venganza no se sentía lo bastante satisfecha con los vampiros a los que ya había infectado.

Pude ver el rostro de Diane por encima del hombro de Jerry, y estaba sonriendo.

Bill le rompió la muñeca a Jerry. Este gritó y cayó al suelo. La sangre volvió a llegarme a la cabeza y casi me desmayé. Malcolm recogió a Jerry y lo cargó hasta el sofá con total naturalidad, como si fuera una alfombra enrollada. Pero su expresión no tenía nada de natural; supe que Jerry tendría suerte si moría con rapidez. Bill se colocó delante de mí, ocupando el lugar de Jerry. Sus dedos, los mismos dedos que acababan de romper la muñeca de Jerry, masajearon mi cuello con tanta suavidad como habría hecho mi abuela. Me pasó una yema por los labios para que comprendiera que debía permanecer en silencio.

Entonces, rodeándome con el brazo, se giró para enfrentarse a los demás vampiros.

– Esto ha sido muy entretenido-dijo Liam. Su voz era tan tranquila como si Janella no le estuviera dando un masaje muy íntimo sobre el sofá. No se había molestado en mover ni un dedo durante todo el incidente, y ahora se le veían tatuajes que no hubiera podido imaginarme nunca en la vida. Hacían que se me revolviera el estómago-, pero creo que deberíamos coger el coche y volver a Monroe. Tendremos que tener una pequeña charla con Jerry cuando se despierte, ¿no te parece, Malcolm?

Malcolm cargó el cuerpo de Jerry, inconsciente, sobre el hombro, y asintió en respuesta a Liam. Diane parecía defraudada.

– Pero chicos -protestó-, no hemos descubierto aún cómo lo sabía esta muchachita.

Los dos vampiros masculinos dirigieron simultáneamente su mirada hacia mí. Liam aprovechó justo ese instante para llegar al orgasmo. Sí, los vampiros podían hacerlo, estaba claro. Tras un breve suspiro de consumación, dijo:

– Gracias, Janella. Esa es una buena pregunta, Malcolm. Como siempre, nuestra Diane ha ido directa a la yugular. -Y los tres vampiros visitantes se rieron como si aquel fuera un gran chiste, aunque yo pensé que daba miedo.

– No puedes hablar todavía, ¿verdad, dulzura? -Bill me apretó el hombro mientras lo decía, como si yo no hubiera captado ya la indirecta.

Sacudí la cabeza.

– Es probable que yo pueda hacerla hablar -se ofreció Diane.

– Diane, olvídalo- dijo Bill con amabilidad.

– Ah, sí. Es tuya -dijo la vampira, aunque no sonaba amedrentada ni convencida.

– Tendremos que proseguir la visita en algún otro momento -dijo Bill, y su tono dejaba claro que los demás tendrían que irse o luchar contra él.

Liam se levantó, se abrochó los pantalones y le hizo un gesto a su hembra humana.

– Vámonos, Janella, nos están desalojando- los tatuajes de sus potentes brazos ondularon al estirarse. Janella pasó las manos por sus costillas como si no tuviera bastante dehttp://bastante.de/ él, que la apartó con tanta facilidad como si fuera una mosca. Ella pareció irritada, pero no tan molesta como hubiese estado yo. Estaba claro que ese tipo de tratamiento no era algo nuevo.

Malcolm recogió a Jerry y lo sacó a través de la puerta principal sin musitar palabra. Si beber de Jerry le había transmitido el virus, desde luego aún no estaba indefenso. Diane fue la última, echándose un bolso al hombro y lanzando una mirada de ojos brillantes hacia atrás.

– Entonces os dejaré solos, tortolitos. Ha sido divertido, cariño-dijo con suavidad, y cerró la puerta tras de sí con un portazo.

En cuando oí que el coche arrancaba fuera, me desmayé.

No me había sucedido en la vida, y confié en que no volviera a ocurrirme, pero me parecía que estaba justificado. Daba la impresión de que me pasaba un montón de tiempo inconsciente cerca de Bill. Era una idea crucial, y sabía que se merecía una reflexión seria, pero no en ese momento. Cuando recuperé la consciencia, todo lo que había visto y oído me volvió a la mente y sentí verdaderas arcadas. De inmediato Bill me colocó sobre el borde del sofá, pero logré mantener la comida en mi estómago, tal vez porque había muy poco que mantener.

– ¿Los vampiros actúan así? -susurré. Tenía la garganta dolorida y magullada en la zona donde había apretado jerry-. Son horribles.

– Traté de localizarte en el bar cuando descubrí que no estabas en casa -dijo Bill, con voz hueca-, pero ya habías salido.

Aunque era evidente que no serviría de nada, comencé a llorar. Estaba segura de que para entonces Jerry ya estaba muerto, y sabía que debería haber hecho algo al respecto, pero no podía callarme cuando estaba a punto de infectar a Bill. Había tantas cosas en aquella corta escena que me habían entristecido intensamente, que no sabía por dónde comenzar a deprimirme. En quizá menos de quince minutos había temido por mi vida, por la vida (bueno, por la existencia) de Bill, había tenido que contemplar actos sexuales que deberían ser estrictamente privados, había visto a mi posible amorcito caer en las garras del deseo de sangre (poner el énfasis en "deseo"), y casi había sido asfixiada por un chapero sidoso.

Tras pensarlo dos veces, me concedí permiso total para llorar. Me senté, sollocé y me enjuagué la cara con un pañuelo que me entregó Bill. Sentí curiosidad por enterarme de para qué necesitaba un pañuelo un vampiro, lo que probablemente constituyese un pequeño destello de serenidad, inundado por la marea de lágrimas y nervios.

Bill tuvo el sentido común necesario para no abrazarme. Se sentó en el suelo y mostró la delicadeza de mantener apartada la mirada mientras yo me secaba la cara.

– Cuando los vampiros viven en nidos-comenzó a explicar de manera repentina-suelen volverse más crueles porque se impulsan los unos a los otros: Siempre están tratando con otros vampiros como ellos, y así se convencen de lo lejos que se encuentran de la humanidad. Dictan sus propias leyes. Los vampiros como yo, que viven solos, recuerdan un poco mejor su antigua humanidad.

Escuché su dulce voz, que discurría junto a sus reflexiones mientras intentaba explicarme lo inexplicable.

– Sookie-prosiguió-, nuestra vida consiste en seducir y tomar, y para algunos ha sido así durante siglos. La sangre sintética y la reacia aceptación de los humanos no va a cambiar eso de la noche a la mañana, o de una década a la siguiente. Diane, Liam y Malcolm llevan juntos cincuenta años.

– Qué dulce -dije, con un tono impregnado de algo que nunca había oído antes en mí misma: rencor-, son sus bodas de oro.

– ¿Podrás olvidar lo sucedido?-me pidió Bill. Sus grandes ojos oscuros se acercaban más y más. Su boca solo estaba a cinco centímetros de la mía.

– No lo sé -las palabras me salieron de manera espontánea-. ¿Sabías que no tenía claro si podrías hacerlo?

Sus cejas se arquearon de manera inquisitiva.

– ¿Hacerlo…?

– Tener… -y me detuve, tratando de pensar en un modo agradable de plantearlo. Había presenciado más crudeza esa noche que en toda mi vida, y no quería añadir aún más-. Una erección-concluí, evitando su mirada.

– Pues ahora ya lo sabes-su voz sugería que trataba de no reírse-. Podemos tener relaciones sexuales, pero no tener hijos o dejar embarazada a una mujer. ¿No te hace sentir eso mejor, que Diane no pueda tener un hijo?

Me sacó de mis casillas. Abrí los ojos y lo miré muy fijamente.

– No te rías de mí.

– Oh, Sookie -dijo, y levantó la mano para acariciarme la mejilla.

Me aparté de su contacto y logré ponerme en pie. Él no me ayudó a conseguirlo, lo que fue positivo, aunque se quedó en el suelo observándome con un rostro inmóvil que no supe interpretar. Sus colmillos se habían retirado, pero yo sabía que aún sentía hambre. Allá él.

Mi bolso estaba en el suelo, junto a la puerta delantera. Las piernas no me respondían muy bien, pero al menos avanzaba. Saqué la lista de electricistas de un bolsillo y la puse sobre la mesa.

– Tengo que irme.

De repente estaba delante de mí. Había vuelto a hacer una de esas cosas de vampiros.

– ¿Puedo darte un beso de despedida? -me pidió, con las manos en los costados, dejando muy claro que no me tocaría hasta que yo le diera luz verde.

– No -dije con vehemencia-, no podría soportarlo después de verlos.

– Iré a verte.

– Sí. Tal vez.

Se me adelantó para abrirme la puerta, pero yo creí que iba a por mí y me estremecí. Me giré con brusquedad y corrí hacia el coche, con las lágrimas casi cegando de nuevo mi vista. Me alegré de que el camino a casa fuera tan corto.

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