7

A la noche siguiente, Bill y yo mantuvimos una conversación preocupante. Estábamos en su cama, esa enorme cama con cabecera tallada y un colchón Restonic recién estrenado. Las sábanas tenían un estampado de flores como el papel de las paredes, y recuerdo queme pregunté si le gustaba tener flores impresas en sus cosas porque no podía verlas al natural, al menos tal como se suponía que debían apreciarse… a la luz del sol.

Bill estaba tumbado de costado, mirándome. Habíamos vuelto del cine; a él le volvían loco las películas de extraterrestres, tal vez una especie de sentimiento afín por las criaturas inhumanas. La que vimos era un auténtico mata-mata en el que casi todos los extraterrestres eran horribles y escalofriantes, y disfrutaban de sus inclinaciones homicidas.

Bill estuvo echando pestes de ello mientras me invitaba a cenar y después de vuelta a su casa. Me gustó que sugiriera probar la nueva cama. Fui la primera en yacer en ella con él.

Me estaba mirando, y yo comenzaba a darme cuenta de que le gustaba hacerlo. Quizá estuviera escuchando los latidos de mi corazón, puesto que él podía oír cosas que yo no, o tal vez estuviera contemplando la vibración de mis arterias, porque también podía ver cosas que yo no. Nuestra conversación había derivado de la película que acabábamos de ver a las cercanas elecciones de la parroquia (Bill iba a tratar de registrarse para votar, voto por correo) y después a nuestras infancias. Notaba que Bill trataba desesperadamente de recordar cómo era ser una persona normal.

– ¿Alguna vez jugaste a "los médicos" con tu hermano? – me preguntó-. Ahora dicen que es normal, pero nunca olvidaré cuando mi madre molió a palos a mi hermano Robert tras encontrarlo entre las matas con Sarah.

– No -respondí, tratando de sonar natural, pero se me tensó el rostro y pude notar que se me hacía un nudo en el estómago.

– No estás diciendo la verdad.

– Sí que lo estoy. -Concentré la mirada en su barbilla, tratando de hallar algún modo de cambiar de tema, pero Bill era muy persistente.

– Entonces no con tu hermano. ¿Con quién?

– No quiero hablar de ello. -Cerré los puños y comencé a notar que me bloqueaba.

Pero Bill odiaba que lo evitaran. Estaba acostumbrado a que la gente le dijera todo lo que quería saber, porque siempre utilizaba el glamour para salirse con la suya.

– Cuéntame, Sookie-su voz trataba de engatusarme, sus ojos eran enormes estanques de curiosidad. Me pasó el pulgar por el estómago y me recorrió un escalofrío.

– Tuve un… tío cariñoso-dije, notando la familiar sonrisa tensa que se apoderaba de mis labios. Él arqueó sus oscuras cejas. No conocía la expresión. Expliqué, lo más distante que pude:

– Es un familiar adulto que abusa de sus… de los niños de la familia.

Sus ojos comenzaron a llamear. Tragó saliva; vi que se le agitaba la nuez. Le sonreí. Me aparté varias veces el pelo de la cara. No podía evitarlo.

– ¿Y alguien te hizo eso? ¿Cuántos años tenías?

– Oh, comenzó cuando yo era muy pequeña. -Mi respiración comenzó a acelerarse y mi corazón latió más rápido, las reacciones motivadas por el pánico que siempre regresaban al recordar. Subí las rodillas y las apreté una contra otra-. Tendría unos cinco años -balbucí, hablando cada vez más rápido-. Ya sé que puedes deducir que nunca me llegó a, eh… follar, pero hizo otras cosas. -Vi que mis manos temblaban delante de mis ojos, donde las había puesto para resguardarme de la mirada de Bill-. ¡Y lo peor, Bill, lo peor-añadí, incapaz de detenerme- es que cada vez que venía de visita, yo sabía lo que planeaba hacerme porque podía leerle la mente! ¡Y no había nada que pudiera hacer para evitarlo! -Me llevé las manos a la boca para obligarme a callar. No debía hablar de ello. Me tumbé boca abajo para esconderme, y me quedé rígida por completo.

Largo rato después, noté la gélida mano de Bill en mi hombro. La dejó ahí, reconfortándome.

– ¿Esto fue antes de que murieran tus padres? -dijo con su siempre tranquila voz. Aún no podía mirarlo.

– Sí.

– ¿Se lo contaste a tu mamá? ¿No hizo nada?

– No. Pensó que tenía pensamientos sucios, o que había encontrado algún libro en la biblioteca con cosas que, según ella, yo aún no estaba preparada para saber. -Aún podía recordar su cara, enmarcada por una cabellera dos pizcas más oscura que mi tono de rubio. Su rostro estaba torcido por la repugnancia. Provenía de una familia muy conservadora, y rechazaba de plano cualquier muestra pública de afecto o cualquier mención de un tema que ella considerara indecente-. Me sorprende que ella y mi padre parecieran ser felices juntos -le expliqué a mi vampiro-. Eran tan distintos… -entonces comprendí lo ridícula que resultaba la frase. Me giré de lado-. Como si nosotros no lo fuéramos -le dije, tratando de sonreír. Su rostro seguía bastante rígido, pero vi que le temblaba un músculo del cuello.

– ¿Se lo contaste a tu padre?

– Sí, justo antes de que muriera. Cuando era más pequeña me daba demasiada vergüenza hablarle de eso, y mamá no me creía. Pero ya no podía soportarlo más, sabía que tendría que ver a mi tío abuelo Bartlett al menos dos fines de semana de cada mes cuando se pasara a visitarnos.

– ¿Todavía vive?

– ¿El tío Bartlett? Oh, claro. Es el hermano de la abuela, y la abuela era la madre de mi padre. El tío vive en Slireveport. Pero cuando Jason y yo nos trasladamos con la abuela, después de que murieran mis padres, la primera vez que vino el tío Bartlett a la casa me escondí. Cuando la abuela me encontró y me preguntó por qué lo hacía, se lo conté. Y me creyó.- Volví a sentir el alivio de aquel día, el hermoso sonido de la voz de mi abuela al prometerme que no tendría que ver nunca más a su hermano, y que nunca jamás vendría a casa.

– Y así fue. Cortó las relaciones con su propio hermano para protegerme. Ya había intentado lo mismo con la hija de la abuela, Linda, cuando era una niña, pero mi abuela había enterrado en su interior el incidente, despachándolo como un malentendido. Me contó que después de aquello nunca había permitido que su hermano se quedara a solas con Linda, y casi había dejado de invitarlo a su casa, aunque ella misma no había llegado a creerse que hubiera toqueteado las partes íntimas de su pequeña.

– ¿Así que también él es un Stackhouse?

– Oh, no. Verás, la abuela se convirtió en una Stackhouse cuando se casó, pero antes era una Hale -me sorprendió tener que explicarle eso a Bill. Era lo bastante sureño, a pesar de ser un vampiro, como para enterarse de una relación familiar sencilla como aquella. Bill parecía distante, a kilómetros de distancia. Le había desconcentrado con mi pequeña y sucia historia y, desde luego, también me había helado la sangre a mí misma-. Y ahora me marcho -dije, saliendo de la cama y tratando de recuperar mi ropa. Con tanta velocidad que ni pude verlo, él saltó del lecho y me arrancó la ropa de las manos.

– No me dejes ahora -dijo-. Quédate.

– Esta noche no soy más que una vieja llorona. -Dos lágrimas recorrieron mis mejillas mientras le sonreía. Sus dedos apartaron las gotas de mi rostro y su lengua limpió su rastro.

– Quédate conmigo hasta la aurora -dijo.

– Pero para entonces tendrás que meterte en tu escondrijo.

– ¿Mi qué?

– Donde sea que pasas el día. ¡No quiero saber dónde es! – alcé las manos para enfatizarlo-. Pero, ¿no tienes que meterte en él antes de que empiece a haber algo de luz?

– Oh-dijo-, me dará tiempo. Puedo sentir su proximidad.

– ¿Así que no se te puede olvidar?

– No.

– De acuerdo. ¿Me dejarás dormir un poco?

– Por supuesto, dentro de un rato -dijo, arrodillándose como un caballero, un gesto un poco fuera de lugar puesto que estaba desnudo. Mientras yo me tendía en la cama y alargaba mis brazos hacia él, añadió-: Al final.


Por supuesto, a la mañana me desperté sola en la cama. Permanecí allí un ratito, reflexionando. Ya había tenido pensamientos incómodos de vez en cuando, pero por primera vez los problemas de mi relación con el vampiro abandonaron su propio escondrijo e invadieron mi cerebro.

Nunca vería a Bill a la luz del día. Nunca le prepararía el desayuno, ni quedaría con él para comer (Bill llegaba a soportar verme ingerir comida, aunque no se puede decir que el espectáculo le entusiasmara; siempre me obligaba a lavarme los dientes a fondo justo después de comer, lo que no dejaba de ser una sana costumbre).

Nunca tendría un hijo suyo, lo que por un lado era agradable si pensabas que no hacía falta practicar ningún método anticonceptivo, pero…

Nunca le llamaría a la oficina para pedirle que de camino a casa comprara algo de leche. Nunca se uniría a los Rotarios, ni daría una charla en el instituto, ni sería entrenador de la Liga Infantil de Béisbol.

Nunca iría a la iglesia conmigo.

Y sabía que justo en aquel momento, mientras yo estaba allí tumbada despierta, escuchando los trinos matinales de los pájaros y los camiones que comenzaban a recorrer la carretera, mientras todas las gentes de Bon Temps se levantaban, hacían el café, hojeaban el periódico y organizaban su jornada, la criatura a la que amaba estaba en alguna parte, en un agujero bajo tierra, a todos los propósitos muerta hasta el anochecer.

Me sentía tan hundida que necesité pensar en algo positivo, mientras me limpiaba un poco en el baño y me vestía. Bill parecía preocuparse sinceramente por mí. Era algo bonito, aunque inquietante, no sabría decir hasta qué punto cuánto.

El sexo con él no se podía calificar menos que de magnífico. Nunca había pensado que pudiera ser tan maravilloso. Y nadie se metería conmigo mientras fuera la novia de Bill. Todas las manos que me habían dado caricias sin que yo lo quisiera ahora permanecían en los bolsillos de sus dueños. Y si la persona que había matado a mi abuela lo había hecho porque ella se lo encontró mientras esperaba a que yo viniera, ya no volvería a intentarlo conmigo.

Y con Bill podía relajarme, un lujo tan estupendo que era incapaz de ponerle precio. Mi cerebro podía vagar a voluntad, y no descubriría nada que él no quisiera contarme.

Eso era todo.

Me encontraba en esa especie de estado contemplativo cuando bajé los escalones de la casa de Bill hacia mi coche.

No me esperaba encontrar allí a Jason sentado en su camioneta. No fue lo que se dice una situación agradable. Caminé con lentitud hasta su ventanilla.

– Así que es cierto -dijo. Me pasó un café en vaso de espuma de poliestireno del Grabbit Kwik-. Sube al camión conmigo.

Me subí, agradecida por el café pero todavía cautelosa. Alcé la guardia de inmediato; regresó a su posición con lentitud y dolor, fue como tener que volver a ponerse una faja que ya era demasiado prieta.

– No soy quién para decir nada-me dijo-, no después de la vida que he llevado en estos últimos años. Por lo que yo sé, es el primero, ¿no es verdad? -Asentí-. ¿Te trata bien?-Asentí de nuevo-. Tengo algo que contarte.

– De acuerdo.

– Anoche mataron al tío Bartlett.

Me quedé mirándolo. El vapor del café se elevaba entre nosotros dos mientras le quitaba la tapa a la taza.

– Está muerto -repetí, tratando de asimilarlo. Me había esforzado mucho en no pensar nunca en él, y he aquí que hablaba de él y lo siguiente que oía es que estaba muerto.

– Sí.

– Guau. -Miré por la ventanilla hacia la luz rosada del horizonte. Sentí una oleada de… libertad. La única persona que recordaba lo ocurrido además de mí, la única que lo había disfrutado, que había insistido hasta el final en que yo había iniciado y proseguido las asquerosas actividades que él encontraba tan gratificantes… estaba muerto. Respiré hondo.

– Espero que esté en el infierno -dije-. Espero que cada vez que piense en lo que me hizo, un demonio le pinche el culo con un tridente.

– ¡Cielo santo, Sookie!

– Nunca se metió contigo.

– ¡Pues claro que no!

– ¿Qué insinúas?

– ¡Nada, Sookie! ¡Pero que yo sepa nunca molestó a nadie aparte de ti!

– Y una mierda. También abusó de la tía Linda.

El rostro de Jason se quedó blanco de la impresión. A1 fin había logrado hacer que mi hermano comprendiera.

– ¿La abuela te lo contó?

– Sí.

– A mí nunca me dijo nada.

– La abuela sabía que era duro para ti no poder verlo de nuevo, cuando estaba claro que lo querías. Pero no podía dejarte solo con él, porque no le era posible estar al cien por cien segura de que solo le interesaran las niñas.

– Lo he visto algunas veces desde hace un par de años, más o menos.

– ¿En serio? -eso sí que no lo sabía. Tampoco debía de saberlo la abuela.

– Sookie, era un anciano. Estaba muy enfermo. Tenía problemas de próstata y se encontraba muy débil, y tenía que usar un andador.

– Eso habrá tenido que serle toda una molestia a la hora de perseguir niñas de cinco años.

– ¡Déjalo!

– ¡Sí, claro! ¡Como si pudiera! -Nos miramos el uno al otro desde ambos lados del asiento del camión-. Entonces, ¿qué le ha pasado? -pregunté por último, reluctante.

– Un ladrón entró anoche en su casa.

– ¿Sí? ¿Y?

– Y le rompió el cuello. Lo tiró por las escaleras.

– Vale, ahora ya lo sé. Me voy a casa. Tengo que ducharme y prepararme para el trabajo.

– ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

– ¿Y qué más puedo decir?

– ¿No quieres saber nada del funeral?

– No.

– ¿Ni de su testamento?

– No.

Levantó las manos.

– De acuerdo-dijo, como si hubiera estado discutiendo de algún asunto muy serio conmigo y se diera cuenta de que yo era intratable.

– ¿Qué más? ¿Hay algo?

– No, solo que tu tío abuelo se ha muerto. Pensé que era suficiente.

– Y tienes razón -dije, abriendo la puerta del camión y bajándome de él-, es suficiente-le pasé el vaso-. Gracias por el café, hermano.


Hasta que llegué al trabajo no caí en la cuenta.

Estaba secando unos vasos, sin pensar conscientemente en el tío Bartlett, y de repente se me fue toda la fuerza de los dedos.

– Jesucristo y todos los apóstoles-susurré, contemplando las astillas de vidrio junto a mis pies-. Bill ha hecho que lo maten.


No sé cómo estaba tan segura, pero el caso es que lo estaba, desde el mismo instante en que la idea se me había cruzado por la cabeza. Puede que oyera a Bill marcar el teléfono mientras estaba medio dormida. O puede que la expresión del rostro de Bill cuando terminé de contarle lo del tío Bartlett dispararse una alarma silenciosa en mi interior.

Me pregunté si Bill pagaría al otro vampiro con dinero o le compensaría en especie.

Realicé mi jornada laboral estupefacta. No podía hablar con nadie de lo que estaba pensando, no podía ni decir que estaba enferma sin que nadie me preguntara qué me ocurría, así que no dije nada, me limité a trabajar. Desconecté de todo excepto del siguiente pedido que tenía que servir. Conduje hasta casa tratando de estar igual de aislada, pero cuando estuve sola tuve que enfrentarme a los hechos.

Me quedé helada.

Ya sabía, en el fondo lo sabía, que Bill había matado a un humano o dos durante su larga, larga vida. Cuando era un vampiro joven, cuando necesitaba mucha cantidad de sangre, antes de que tuviera el control necesario de sus impulsos para sobrevivir con un trago aquí, un sorbo allá, sin llegar a matar a las personas de las que bebía. Él mismo me había dicho que había dejado algún cadáver a su paso. Y había matado a los Rattray. Pero ellos hubieran acabado conmigo aquella noche detrás de Merlotte's, sin lugar a dudas, si Bill no hubieraintervenido.Me sentía inclinada de manera natural a perdonarle aquellas muertes.

¿En qué era diferente el asesinato del tío Bartlett? También me había hecho daño, de un modo terrible; había convertido mi infancia, ya de por sí difícil, en una auténtica pesadilla. ¿Acaso no me había sentido aliviada, incluso contenta, de enterarme de que habían encontrado su cadáver? ¿No se debía mi horror ante la intervención de Bill a una hipocresía de la peor especie?

Sí. ¿No? Agotada e increíblemente confundida, me senté en los escalones de mi casa y esperé en medio de la oscuridad, abrazándome las rodillas. Los grillos cantaban entre las altas hierbas cuando él llegó, como siempre con tanta rapidez y silencio que no pude oírle. En un momento dado estaba sola en la noche, y al instante siguiente Bill se sentaba en los escalones junto a mí.

– ¿Qué quieres hacer esta noche, Sookie? -Su brazo me rodeó.

– Oh, Bill-mi voz estaba cargada de tristeza. Dejó caer el brazo. No lo miré a la cara, y de todos modos no podría haber visto nada en la oscuridad-. No deberías haberlo hecho.

Al menos no trató de negarlo.

– Me alegro de que esté muerto, Bill -añadí-. Pero no puedo…

– ¿Crees que podría hacerte daño, Sookie? -su voz era serena y crujiente, como unos pies que caminaran sobre hierba seca.

– No, aunque suene extraño no creo que me llegaras a hacer daño, incluso aunque te pusieras de verdad furioso conmigo.

– ¿Entonces…?

– Es como salir con el Padrino, Bill. Ahora me da miedo decir cualquier cosa delante de ti. No estoy acostumbrada a que mis problemas se resuelvan de esa manera.

– Te amo.

Nunca antes me lo había dicho, y casi podría haber sido solo mi imaginación, de lo baja y susurrante que fue su voz.

– ¿De veras, Bill? -No alcé la mirada, mantuve mi frente apretada contra las rodillas.

– Sí, de veras.

– Entonces tienes que dejar que viva mi vida, Bill, no puedes cambiarla por mí.

– Pero sí que querías que la cambiara cuando los Rattray te estaban dando una paliza.

– De acuerdo. Pero no puedo permitir que trates de arreglar mi vida diaria. En algún momento me enfadaré con alguien, o alguien se enfadará conmigo. No puedo pensar que quizá acaben muertos. No quiero vivir así, cariño. ¿Comprendes lo que quiero decir?

– ¿Cariño?-repitió.

– Te amo -dije-. No sé por qué, pero te amo. Quiero llamarte todas esas palabras cursis que se usan cuando amas a alguien, sin importar lo estúpidas que suenen porque se las diga a un vampiro. Quiero decirte que eres mi cariñín, que te amaré hasta que seamos ancianos y canosos, aunque eso no va a suceder. Decirte que sé que siempre me serás fiel, y oye, eso tampoco va a suceder. Cuando trato de decirte que te amo, Bill, me choco contra un muro de piedra. -Quedé en silencio. Ya lo había soltado todo.

– Esta crisis llega antes de lo que yo pensaba -dijo Bill en la oscuridad. Los grillos habían reanudado su coro, y los escuché durante un largo instante.

– Eso parece.

– ¿Y ahora qué, Sookie?

– Necesito un poco de tiempo.

– ¿Antes de…?

– Antes de decidir si el amor merece todo el sufrimiento.

– Sookie, si supieras lo especial que eres, hasta qué punto quiero protegerte…

Por el tono que puso tuve claro que aquellos eran sentimientos muy íntimos que compartía conmigo.

– Aunque parezca raro -dije-, eso es también lo que yo siento por ti. Pero tengo que seguir aquí y he de vivir conmigo misma, así que necesito pensar algunas reglas que tendremos que dejar claras entre los dos.

– Entonces, ¿qué hacemos ahora?

– Yo, pensar. Tú sigue con lo que fuera que estuvieras haciendo antes de vernos.

– Tratar de descubrir si puedo vivir integrado. Tratar de pensar de quién podría alimentarme, de si podría dejar de beber esa asquerosa sangre sintética.

– Ya sé que te… alimentas de alguien además de mí-traté con todas mis fuerzas de mantener un tono sereno-. Pero por favor, que no sea nadie de aquí, nadie a quien tenga que ver. No podría soportarlo. Sé que no es justo por mi parte pedírtelo, pero te lo pido.

– Solo si no sales con nadie más, si no te acuestas con nadie más.

– No lo haré -parecía una promesa realmente fácil de rnantener.

– ¿Te importa si voy al bar?

– No. No le diré a nadie que estamos separados, no pienso hablar del tema. -Se recostó hacia mí. Sentí la presión en mi brazo cuando su cuerpo se apretó contra el mío.

– Bésame-dijo.

Levanté la cabeza y me giré, y nuestros labios se encontraron. Era un fuego azul; no llamas rojas y naranjas, no esa clase de calor, sino fuego azul. Tras un segundo sus brazos me rodearon. Otro segundo más y los míos le rodearon a él. Comencé a sentirme débil, fláccida. Me aparté con un jadeo.

– ¡Oh, Bill, no podemos!

Le escuché coger aire.

– Por supuesto que no, si nos estamos separando -dijo en voz baja. Pero no sonaba como si pensara que yo lo decía en serio-. Es evidente que no deberíamos besarnos. Y aún menos debería arrojarte sobre el porche y follarte hasta que te desmayes.

Me temblaban las piernas. Sus palabras, vulgares a propósito, transportadas por esa dulce y fría voz, hicieron que el anhelo de mi interior se hiciera aún más irresistible. Me hizo falta toda mi voluntad, hasta la última pizca de autocontrol para obligarme a levantarme y entrar en la casa.

Pero lo conseguí.


Durante la semana siguiente comencé a montar mi día a día sin la abuela y sin Bill. Trabajé de noche y trabajé duro. Por primera vez en mi vida tuve un cuidado especial con los cerrojos y la seguridad. Ahí fuera había un asesino, y ya no disponía de mi poderoso protector. Me planteé comprar un perro, pero no pude decidir de qué raza lo quería. Mi gata, Tina, solo suponía una protección en el sentido de que siempre reaccionaba cuando alguien se acercaba demasiado a la casa.

De vez en cuando me llamaba el abogado de la abuela, informándome de los progresos en la liquidación de la herencia. También me llamó el abogado de Bartlett. Mi tío abuelo me había dejado veinte mil dólares, una gran suma para él. Casi rechacé la herencia, pero me lo pensé mejor. Entregué el dinero al centro local de salud mental, destinándolo al tratamiento de niños víctimas de abusos y violación. Estuvieron muy contentos de recibirlo.

Tomé vitaminas a paletadas, porque estaba un poco anémica. También bebí un montón de líquido e ingerí muchas proteínas.Y tomé tanto ajo como me apetecía, algo que Bill no había podido tolerar. Una noche que tomé pan de ajo para acompañar los espagueti boloñesa, incluso llegó a decirme que el olor emanaba de mis poros.

Dormí, dormí y dormí. Las noches que había seguido levantada después del turno de trabajo me habían dejado falta de descanso. Después de tres días me sentí físicamente como nueva. De hecho, me daba la impresión de ser un poquito más fuerte que antes.

Comencé a captar lo que sucedía a mi alrededor.

Lo primero que noté fue que los lugareños estaban muy hartos de los vampiros que anidaban en Monroe. Diane, Liam y Malcolm habían estado recorriendo los bares de la zona, en apariencia tratando de ponérselo difícil a los demás vampiros que quisieran integrarse. Se habían estado comportando de modo escandaloso y ofensivo. Los tres vampiros hacían que las travesuras de los estudiantes de la Luisiana Tech parecieran inocentes.

Ni siquiera parecían imaginarse que ellos mismos se estaban poniendo en peligro; la libertad de poder salir del ataúd se les había subido a la cabeza. El derecho legal a existir había hecho desaparecer todas sus restricciones, toda su prudencia y su cuidado. Malcolm pellizcó a una camarera en Bogaloosas. Diane bailó desnuda en Farmerville. Liam se lió con una menor en Shongaloo, y también con su madre. Tomó sangre de ambas y no se molestó en borrarle la memoria a ninguna de ellas.

Cierto jueves por la noche, Rene charlaba con Mike Spencer, el director de la funeraria, en Merlotte's y se callaron cuando yo me acerqué. Desde luego eso llamó mi atención, así que le leí la mente a Mike. Un grupo de hombres de la zona estaba planeando quemar a los vampiros de Monroe.

No supe qué hacer. Los tres, si bien no eran amigos de Bill, al menos sí eran una especie de correligionarios. Pero yo odiaba a Malcolm, Diane y Liam tanto como el que más. Por otro lado (siempre hay otro lado, ¿verdad?), iba contra mis principios enterarme de antemano de unos crímenes premeditados y sentarme de brazos cruzados.

Tal vez aquello no fuera más que una charla de borrachos. Para estar segura, me sumergí en las cabezas de la gente que tenía a mi alrededor. Para mi consternación, muchos de ellos pensaban en prender fuego al nido de los vampiros. Pero no pude localizar el origen de la idea. Parecía como si el veneno hubiera surgido de un cerebro y hubiera infectado a los demás.

No había ninguna prueba, ninguna en absoluto, de que Maudette, Dawn y mi abuela hubieran sido asesinadas por un vampiro. De hecho, los rumores apuntaban a que el informe del forense mostraba evidencias de lo contrario. Pero aquellos tres vampiros estaban comportándose de tal manera que la gente quería culparlos de algo, quería deshacerse de ellos. Y como tanto Maudette como Dawn habían sido mordidas por vampiros y frecuentaban ese tipo de bares… bueno, la gente había juntado de manera apresurada esos retales para convencerse a sí misma.

Bill volvió la séptima noche de estar separados. Apareció en su mesa de modo bastante repentino, y no estaba solo. Había un chico a su lado, que parecía tener unos quince años. También era un vampiro.

– Sookie, te presento a Harlen Ives, de Minneapolis -dijo Bill, como si se tratara de una presentación normal y corriente.

– Harlen-dije asintiendo-, encantada de conocerte.

– Sookie. -Él también inclinó la cabeza hacia mí.

– Harlen está de paso desde Minnesota a Nueva Orleáns explicó Bill, que parecía muy hablador.

– Estoy de vacaciones-dijo Harlen-. Llevo años queriendo visitar Nueva Orleáns. Es una especie de meca para nosotros, ya sabes.

– Ah… claro-dije, tratando de parecer enterada.

– Hay un teléfono al que llamar-informó Harlen-. Puedes alojarte con un auténtico residente o puedes alquilar un…

– ¿Ataúd? -sugerí ingeniosa.

– Bueno, sí.

– ¡Qué interesante! -dije, sonriendo con todas mis fuerzas-. ¿Qué puedo serviros? Me parece que Sam ha renovado las existencias de sangre, Bill, por si quieres. Es la A negativo condimentada, o también tenemos O positivo.

– Ah, A negativo, supongo-dijo Bill, después de mantener una conversación silenciosa con Harlen.

– ¡Marchando! -Me apresuré hacia el refrigerador de detrás de la barra y saqué dos A negativos, les quité los tapones y las llevé en una bandeja. Sonreí todo el rato, como siempre hacía.

– ¿Te encuentras bien, Sookie? -me preguntó Bill con voz más natural después de que colocara con brusquedad las bebidas delante de ellos.

– Claro que sí, Bill-dije alegremente. Me daban ganas de estamparle la botella en la cabeza. Así que Harlen. Una estancia de una noche. Sí, ya.

– Después Harlen quiere acercarse a visitar a Malcolm – dijo Bill cuando me acerqué a recoger las botellas vacías y preguntarles si querían otra.

– Estoy segura de que a Malcolm le encantará conocer a Harlen -respondí, tratando de que no se notara la mala leche con la que lo decía.

– Oh, conocer a Bill ha sido estupendo-dijo Harlen, esbozando una sonrisa con los colmillos. Así que sabía cómo devolver la pelota-. Pero Malcolm es una auténtica leyenda.

– Id con cuidado-le dije a Bill. Tenía intención de contarle el peligro en el que se habían metido los tres vampiros del nido, pero no creía que fuese aún el momento adecuado. Y no quería explicárselo con todo detalle, porque Harlen estaba allí delante, pestañeando con sus ojitos azules y su aspecto de sex symbol adolescente-. Ahora mismo nadie está muy contento con esos tres -añadí tras una pausa. No se podía considerar un verdadero aviso.

Bill se limitó a mirarme, extrañado, yo me giré para alejarme. Llegué a lamentar aquel momento, a lamentarlo amargamente.


Después de que Bill y Harlen se marcharan, el bar se llenó aún más con la clase de charla que había escuchado de Rene y Mike Spencer. Me daba la impresión de que alguien había estado avivando el fuego, echando carbón a la lumbre de la rabia contenida. Pero por más que me esforcé fui incapaz de descubrir de quién se trataba, aunque hice algunas escuchas al azar, tanto mentales como físicas. Jason también vino al bar y nos saludamos, pero poco más. No me había perdonado todavía por mi reacción ante la muerte del tío Bartlett.

Ya lo superaría. A1 menos no estaba pensando en quemar nada, excepto tal vez crear algo de calor en la cama de Liz Barrett. Liz, más joven que yo, tenía el pelo castaño, corto y ondulado, grandes ojos marrones y un inesperado aire de sensatez a su alrededor que me hacía pensar que Jason podía haber encontrado su media naranja. Me despedí de ellos después de que vaciaran su jarra de cerveza, y entonces me di cuenta de que el nivel de furia del bar se había disparado y de que los hombres estaban pensando seriamente en hacer algo.

Comencé a ponerme muy nerviosa.

Según avanzaba la noche, la actividad del bar se hizo más y más frenética. Menos mujeres, más hombres. Más gente que iba de mesa en mesa. Más alcohol. Los hombres se quedaban de pie en vez de sentarse. Era difícil de precisar, ya que en realidad no tenía lugar ninguna gran reunión. Era todo el boca a boca, entre susurros. Nadie saltaba encima de la barra y gritaba: "¿Qué decís, chicos? ¿Vamos a permitir que esos monstruos sigan entre nosotros? ¡A1 castillo!" o algo parecido. Simplemente, después de un rato todos comenzaron a salir para formar corrillos en el estacionamiento. Los contemplé por una de las ventanas y sacudí la cabeza. Aquello no era nada bueno.

Sam también se encontraba incómodo.

– ¿Qué te parece? -le pregunté. Me di cuenta de que era la primera vez que le hablaba en toda la noche, sin contar los "pásame la pimienta" y los "dame otro margarita".

– Creo que tenemos una turba -respondió-. Pero no van a ir aún a Monroe. Los vampiros estarán despiertos y activos hasta el alba.

– ¿Dónde está su casa, Sam?

– Por lo que tengo entendido, debe de estar a las afueras de Monroe, al oeste. En otras palabras, en nuestra dirección -me explicó-. Pero no estoy seguro.

Después de cerrar me fui a casa, casi con la esperanza de ver a Bill acechando en mi jardín para poderlo avisar de lo que se avecinaba. Pero no le vi, y no quise ir a su casa. Tras largas dudas, marqué su teléfono, pero solo obtuve la respuesta del contestador. Le dejé un mensaje. No tenía ni idea de bajo qué nombre aparecía en la guía telefónica el número del nido de los vampiros, si es que tenían teléfono.

Mientras me quitaba los zapatos y las joyas (¡todas de plata, chúpate esa, Bill!) pensé que debía preocuparme. Pero no me preocupé lo suficiente. Me metí en la cama y pronto me quedé dormida en la habitación que ahora era mía. La luz de la luna se colaba a través de las cortinas abiertas, dibujando extrañas sombras en el suelo. Pero solo las contemplé unos pocos minutos. Bill no me despertó aquella noche devolviéndome la llamada.


Pero al fin el teléfono sonó. Era muy pronto por la mañana, poco después de que saliera el sol.

– ¿Qué? -pregunté adormilada, apretando el auricular contra mi oreja. Eché un vistazo al reloj. Eran las siete y media.

– Han quemado la casa de los vampiros -informó jason-. Espero que el tuyo no estuviera allí.

– ¿Qué?-volví a preguntar, pero esta vez con pánico en la voz.

– Han quemado la casa de los vampiros de Monroe. Después del alba. Está en la calle Callista, al oeste de Archer.

Recordé que Bill me había dicho que podía llevar a Harlen allí. ¿Se habría quedado?

– No -dije con decisión.

– Sí.

– Tengo que salir -le respondí antes de colgar el teléfono.


La casa seguía consumiéndose bajo el resplandeciente sol. Volutas de humo se arremolinaban contra el cielo azul, y la madera quemada recordaba a la piel de un caimán. Había camiones de bomberos y coches de policía mal estacionados delante del edificio de dos pisos. Un grupo de curiosos se agolpaba detrás de la línea amarilla.

Restos de cuatro ataúdes descansaban uno junto a otro sobre la hierba consumida. También había una bolsa con un cadáver. Comencé a caminar hacia ellos, pero durante mucho tiempo no parecieron acercarse; era como uno de esos sueños en los que nunca puedes alcanzar tu destino.

Alguien me cogió del brazo y trató de detenerme. No recuerdo lo que dije, pero sí conservo la imagen de un rostro horrorizado. Me abrí paso con dificultad a través de los escombros, inhalando el olor a .quemado, a cosas carbonizadas y húmedas, un olor que no me abandonaría durante el resto de mi vida.

Alcancé el primer ataúd y miré dentro. Lo que quedaba de la tapa dejaba al descubierto el interior. El sol estaba asomándose por encima de las casas y en cualquier momento besaría los terribles restos que descansaban sobre el empapado revestimiento de seda blanca.

¿Era Bill? No había modo de saberlo. El cuerpo se desintegraba pedazo a pedazo delante de mis ojos. Pequeños fragmentos se descascarillaban y se los llevaba la brisa, o desaparecían con una pequeña voluta de humo cuando los rayos de sol comenzaban a tocar el cuerpo.

Cada ataúd contenía un horror similar.

Sam se encontraba a mi lado.

– ¿Crees que esto es un asesinato, Sam?

Sacudió la cabeza.

– No sé qué decir, Sookie. Según la ley, matar a un vampiro es asesinato, aunque antes tendrán que demostrar que es un incendio provocado. Claro que no creo que eso sea muy difícilambos podíamos oler la gasolina. Había gente explorando la casa, subiéndose por todas partes y gritándose unos a otros. No me daba la impresión de que estuvieran llevando a cabo ninguna investigación seria de la escena del crimen.

– Pero ese cuerpo de ahí, Sookie-añadió Sam, señalando a la bolsa de cadáver de la hierba-, era un ser humano de verdad, y tendrán que investigarlo. No creo que ningún miembro de la turba llegara a darse cuenta de que podía haber una persona dentro, no se plantearon nada aparte de lo que estaban haciendo.

– ¿Y por qué estás aquí, Sam?

– Por ti -dijo con sencillez.

– No sabré hasta la noche si Bill está aquí.

– Sí, lo comprendo.

– ¿Qué debo hacer durante todo el día? ¿Cómo puedo esperar?

– Puede que con drogas -sugirió-. ¿Qué tal píldoras somníferas o algo así?

– No tengo nada de eso -respondí-, nunca he tenido problemas para dormir.

La conversación resultaba cada vez más extraña, pero no creo que pudiera haber hablado de ninguna otra cosa.

Se puso delante de mí un hombre corpulento, un agente local. Sudaba bajo el calor matutino y me miraba como si llevara horas levantado. Puede que hubiese estado en el turno de noche y hubiera tenido que acudir cuando se declaró el incendio. Cuando personas que yo conocía habían prendido el fuego.

– ¿Conocía a estas personas, señorita?

– Sí, los conocía. Los había visto.

– ¿Puede identificar los restos?

– ¿Quién podría identificar esto?

Los cuerpos ya casi habían desaparecido por completo, sin rasgos. Se desintegraban. Me miró cansado.

– Sí, señora. Pero el humano.

– Miraré -dije antes de poder pensarlo. La costumbre de ayudar a los demás resultaba difícil de abandonar.

Como si comprendiera que estaba a punto de cambiar de idea, aquel hombre corpulento se arrodilló junto a la hierba crepitante y bajó la cremallera de la bolsa. El rostro cubierto de hollín que apareció era el de una chica que nunca había visto. Gracias a Dios.

– No la conozco -dije, y me fallaron las rodillas. Sam me cogió antes de que cayera al suelo, y tuve que apoyarme en él.

– Pobre chica -susurré-. Sam, no sé qué hacer.

Los agentes de la ley me robaron parte del tiempo aquel día. Querían descubrir todo lo que sabía de los vampiros que eran dueños de la casa, y se lo conté, aunque no era gran cosa. Malcolm, Diane, Liam. ¿De dónde venían, qué edad tenían, por qué se habían instalado en Monroe, quiénes eran sus abogados? ¿Cómo iba a saber nada de eso? Nunca antes había estado en su casa.

Cuando el interrogador, quienquiera que fuera, descubrió que los había conocido a través de Bill, quiso saber dónde estaba, cómo podía contactar con él.

– Puede que esté justo ahí -dije, señalando el cuarto ataúd-, no lo sabré hasta que caiga la noche. -Mi mano se alzó por voluntad propia para taparme la boca.

Justo en ese momento uno de los bomberos comenzó a reírse, y también su compañero.

– ¡Vampiros fritos al estilo campero! -espetó con una risotada el más bajo al hombre que me interrogaba-. ¡Nos han servido unos cuantos vampiros fritos al estilo campero!

No le pareció tan gracioso cuando le di una patada. Sam me apartó y el hombre que había estado interrogándome sujetó al bombero. Grité como una banshee y hubiera ido a por él si Sam me lo hubiera permitido.

Pero no me lo permitió; me arrastró hasta el coche. Sus manos eran tan fuertes como bandas de acero. Se me pasó de repente por la cabeza lo asombrada que se habría quedado mi abuela de verme gritarle a un funcionario público, o de que atacara físicamente a alguien. Esa idea desinfló mi alocada hostilidad como una alfiler que pinchara un globo. Dejé que Sam me metiera en el asiento del copiloto, y cuando arrancó el coche y dio marcha atrás, permití que me llevara a casa en completo silencio.

Llegamos a mi hogar demasiado pronto, solo eran las diez de la mañana. Como estábamos con el horario de verano, me quedaban al menos otras diez horas para esperar.

Sam hizo algunas llamadas mientras yo estaba sentada en el sofá, mirando al frente. Cinco minutos después volvió a entrar en la sala de estar.

– Venga, Sookie-dijo con energía-, estas persianas están muy sucias.

– ¿Qué?

– Las persianas. ¿Cómo has dejado que se pongan así?

– ¿Cómo?

– Vamos a limpiar. Coge un cubo, algo de amoniaco y unos trapos. Ah, y prepara algo de café.

Con movimientos lentos y cautelosos, como si pudiera desecarme y deshacerme como los cadáveres del incendio, hice lo que me indicó. Cuando volví con el cubo y los trapos él ya había bajado las cortinas del salón.

– ¿Dónde tienes la lavadora?

– Ahí detrás, pasada la cocina -respondí señalándoselo.

Sam se dirigió al cuarto de lavar con el volumen de cortinas desbordándole los brazos. La abuela las había lavado no hacía ni un mes, para la visita de Bill, pero no dije nada. Bajé una de las persianas, la cerré y comencé a lavarla. Cuando las persianas estuvieron limpias, sacamos brillo a las ventanas. Empezó a llover a media mañana, así que no pudimos limpiarlas por fuera. Sam cogió la mopa de palo largo para el polvo y despejó de telarañas los rincones altos del techo. Yo pasé los rodapiés. Él apartó el espejo que había encima de la repisa y quitó el polvo de las zonas a las que normalmente no podíamos llegar, y después, entre los dos limpiamos el espejo y volvimos a colgarlo. Cepillé la vieja chimenea de mármol hasta que no quedó en ella ni rastro de las ascuas del invierno. Encontré un biombo bonito, pintado de magnolias, y lo puse delante del hogar. Limpié la pantalla del televisor y le pedí a Sam que lo levantara para poder pasar el polvo de debajo. Coloqué todas las cintas en sus estuches y etiqueté las que había grabado. Saqué todos los cojines del sofá y recogí los restos que se habían acumulado debajo, y hasta encontré un dólar y cinco centavos en calderilla. Aspiré la alfombra y pasé la mopa del polvo a los suelos de madera.

Entonces nos trasladamos al comedor y limpiamos todo lo que se podía limpiar. Cuando la madera de la mesa y de las sillas quedó reluciente, Sam me preguntó desde cuándo no adecentábamos la plata de la abuela.

Yo nunca lo había hecho, así que abrimos el aparador y comprobamos que, en efecto, lo necesitaba. Así que a la cocina con todo. Encontramos el limpiador de plata y la limpiamos. Teníamos la radio encendida, pero acabé dándome cuenta de que Sam la apagaba en cuanto comenzaban a dar noticias.

Nos pasamos todo el día limpiando, y todo el día estuvo lloviendo. Sam solo me hablaba cuando teníamos que ponernos con la siguiente tarea. Trabajé muy duro. Y también él. Para cuando comenzó a anochecer, tenía la casa más limpia de la parroquia de Renard. Entonces Sam dijo:

– Me marcho, Sookie. Supongo que querrás estar sola.

– Sí -respondí-. Me gustaría agradecértelo algún día, pero aún no puedo. Hoy me has salvado.

Sentí sus labios en mi frente y un minuto después oí cómo se cerraba la puerta. Me senté a la mesa mientras la oscuridad comenzaba a invadir la cocina. Cuando ya casi no se veía nada, salí al porche; me llevé la linterna grande.

No me importó que aún estuviera lloviendo. Solo llevaba un vestido de tela vaquera sin mangas y un par de sandalias, lo que me había puesto esa mañana después de que Jason me llamara.

Permanecí bajo la cálida lluvia, con el pelo aplastado sobre la frente y el vestido apretándose húmedo a mi piel. Giré a la izquierda, hacia los bosques, y los crucé, al principio con lentitud y cuidado. La tranquilizadora influencia de Sam acabó por evaporarse y me lancé a la carrera, raspándome las mejillas con las ramas y arañándome las piernas con arbustos espinosos. Emergí de los bosques y comencé a atravesar a toda prisa el cementerio, con el haz de luz de la linterna bamboleándose por delante de mí. Al principio pensé ir a la casa de más allá, la de los Compton, pero entonces me di cuenta de que Bill debía de estar por allí, en algún lugar de las doscientas cincuenta hectáreas de huesos y lápidas. Me erguí en el centro de la parte más vieja del camposanto, rodeada de estatuas y losas de aspecto sencillo, en compañía de los muertos.

– ¡Bill Compton! ¡Sal ya! -grité. Me moví en círculos, mirando a mi alrededor en la casi completa oscuridad, a sabiendas de que incluso si yo no lograba verlo, él sí podría verme a mí. Si es que podía ver algo, si no era una de aquellas atrocidades desmenuzadas y ennegrecidas que presencié en el jardín delantero de aquella casa, a las afueras de Monroe.

No hubo respuesta. Ningún movimiento excepto la caída de la suave lluvia torrencial.

– ¡Bill! ¡Bill! ¡Sal!

Sentí, más que oí, movimiento a mi derecha. Enfoqué el haz de la linterna en esa dirección: el suelo se retorcía. Mientras miraba, una mano pálida surgió de entre la tierra rojiza. La superficie comenzó a agitarse y partirse, y una criatura emergió de ella.

– ¿Bill?

Avanzó hacia mí. Cubierto de manchas granates, con el pelo lleno de tierra, Bill dio un paso dubitativo en mi dirección. No logré correr hacia él.

– Sookie-dijo, muy cerca de mí-, ¿por qué estás aquí? Por una vez parecía desorientado e inseguro.

Tenía que contárselo, pero no pude abrir la boca.

– ¿Cariño?

Me desplomé como una piedra. Quedé de repente de rodillas sobre el suelo empapado.

– ¿Qué ha pasado mientras dormía? -Estaba arrodillado junto a mí, desnudo y con la lluvia recorriendo su piel.

– No llevas nada de ropa -murmuré.

– Se ensucia-dijo con sensatez-. Cuando voy a dormir en la tierra, me la quito.

– Oh, claro.

– Ahora cuéntame de qué se trata.

– Prométeme que no me odiarás.

– ¿Qué has hecho?

– ¡Oh, Dios mío, no he sido yo! Pero podría haberte advertido con más claridad, debería haberte agarrado y hacer que me escucharas. ¡Traté de llamarte, Bill!

– ¿Qué ha ocurrido?

Puse una mano a cada lado de su cara, palpando su piel, dándome cuenta de todo lo que podía haber perdido, y de todo lo que aún podía perder.

– Están muertos, Bill, los vampiros de Monroe. Y alguien más que estaba con ellos.

– Harlen -dijo con tono inexpresivo-. Harlen se quedó anoche, Diane y él hicieron buenas migas.

Esperó a que continuara, sus ojos fijos sobre los míos.

– Hubo un incendio.

– Provocado.

– Sí.

Se agachó junto a mí bajo la lluvia, en la oscuridad, y no pude verle la cara. Aún sostenía la linterna en mi mano, pero se me habían ido todas las fuerzas del cuerpo. Pude sentir su rabia.

Pude sentir su crueldad.

Su hambre.

Nunca había sido un vampiro de modo tan absoluto. No había nada humano en él. Alzó el rostro hacia el cielo y aulló. La rabia que emanaba de él era tan intensa que pensé que podría matar a alguien. Y la persona más cercana era yo.

Justo cuando comprendí el peligro al que me enfrentaba, Bill me agarró por los antebrazos. Me arrastró hacia sí, poco a poco. No tenía sentido resistirse, de hecho me pareció que eso solo serviría para excitarlo aún más. Bill me sostuvo a dos centímetros de su cuerpo, casi podía oler su piel, y notaba su confusión interior. Podía paladear su rabia.

Dirigir esa energía en otra dirección podía salvarme la vida. Avancé esos dos centímetros, puse la boca sobre su pecho. Lamí la lluvia, froté mi rostro contra sus tetillas, me apreté contra él.

En un instante sus dientes rozaron mi hombro y su cuerpo, duro, rígido y listo, me empujó con tanta fuerza que me vi de repente boca arriba sobre el barro. Se deslizó directamente en mí, como si tratase de alcanzar el suelo a través de mi cuerpo. Chillé y él gruñó en respuesta, como si de verdad fuéramos seres de la tierra, primitivos trogloditas. Mis manos apretaron la piel de su espalda, y mis dedos sintieron la lluvia que nos golpeaba y la sangre bajo mis uñas, y su incansable movimiento. Pensé que iba a enterrarme en el barro, en mi tumba. Sus colmillos perforaron mi cuello.

De repente me corrí. Bill aulló mientras alcanzaba su propio orgasmo y se dejó caer sobre mí, con los colmillos desplegados y la lengua limpiándome las marcas que estos habían dejado.

Estaba convencida de que podría haberme matado sin quererlo siquiera.

Los músculos no me obedecían, y de todos modos no tenía claro qué quería hacer. Bill me sacó del agujero y me llevó a su casa, abriendo de un empujón la puerta y trasladándome de cabeza al amplio cuarto de baño. Allí me dejó con suavidad sobre la alfombra, que manché de barro, agua sucia y un pequeño reguero de sangre. Bill abrió el grifo del agua caliente del jacuzzi, y cuando estuvo lleno me metió dentro y después se metió él. Nos sentamos en los escalones y nuestras piernas flotaron sobre la cálida agua espumosa que pronto quedó teñida.

Los ojos de Bill miraban un punto a kilómetros de distancia.

– ¿Todos muertos? -dijo con voz casi inaudible.

– Todos muertos, y también una chica humana -dije con tranquilidad.

– ¿Qué has estado haciendo todo el día?

– Limpiar. Sam me ha hecho limpiar la casa.

– Sam-repitió Bill pensativo-. Dime, Sookie, ¿puedes leer la mente de Sam?

– No -reconocí, exhausta de repente.

Sumergí la cabeza y, cuando volvía respirar, vi que Bill había sacado el frasco de champú. Me enjabonó el pelo y lo aclaró. Y después me lo peinó como la primera vez que habíamos hecho el amor.

– Bill, lo siento por tus amigos -le dije, tan cansada que apenas pude lograr que me salieran las palabras-, y estoy tan contenta de que estés vivo… -Le pasé los brazos por el cuello y apreté mi cabeza contra su hombro. Era duro como una roca. Recuerdo que Bill me secó con una enorme toalla blanca, y creo que pensé en lo blandita que estaba la almohada y que después él se metió en la cama a mi lado y me rodeó con su brazo. Entonces me quedé dormida.

Me desperté a medias a altas horas de la madrugada, al oír que alguien se movía por el cuarto. Debía de haber estado soñando, quizá una pesadilla, porque me erguí con el corazón latiendo a toda velocidad.

– ¿Bill?-pregunté, con miedo en la voz.

– ¿Qué pasa? -respondió, y noté que la cama se inclinaba al sentarse él en el borde.

– ¿Estás bien?

– Sí, solo estaba fuera, paseando.

– ¿No hay nadie ahí fuera?

– No, cariño.

Escuché el sonido de la tela sobre la piel y pronto estuvo bajo las sábanas, junto a mí.

– Oh, Bill, tú podrías haber estado en uno de esos ataúdes -dije, aún con la angustia fresca en mi cabeza.

– Sookie, ¿has pensado que podías haber sido tú el cadáver de la bolsa? ¿Qué ocurriría si vienen aquí y queman esta casa al amanecer?

– ¡Tienes que venir a mi casa! No la quemarían. Puedes estar a salvo conmigo-dije con fervor.

– Sookie, escúchame: por mi culpa puedes morir.

– ¿Y qué perdería? -pregunté, con la voz teñida de pasión-. Desde que te conozco he sido feliz, ha sido la época más feliz de mi vida.

– Si muero, ve con Sam.

– ¿Ya me estás pasando a otro?

– Nunca -dijo, y su suave voz era fría-. Nunca. -Sentí que me agarraba los hombros con las manos. Estaba a mi lado, muy cerca, y se acercó un poco más. Pude notar toda la extensión de su cuerpo.

– Escucha, Bill -le dije-. No soy culta, pero tampoco estúpida. Carezco de verdadera experiencia o de mundología, pero no creo que sea ingenua -confié en que no estuviera sonriendo amparado por la oscuridad-. Puedo lograr que te acepten. Puedo hacerlo.

– Si alguien puede eres tú-dijo-. Quiero volver a entrar en ti.

– ¿Te refieres…? Oh, sí, ya veo a lo que te refieres. -Había cogido mi mano y la había guiado hasta su zona inferior-. A mí también me gustaría.

Y lo haría, si me fuera posible sobrevivir a ello después del embate al que me había sometido en el cementerio. Bill había estado tan furioso que ahora me sentía molida, pero también notaba esa sensación de cálida humedad que me atravesaba, esa excitación incansable a la que Bill me había hecho adicta.

– Cariño -dije, acariciándole de un extremo a otro-, cariño. -Lo besé y su lengua penetró mi boca. Pasé mi propia lengua por sus colmillos-. ¿Podrías hacérmelo sin morder? -susurré.

– Claro. Es solo que cuando pruebo tu sangre es como una gran apoteosis.

– ¿Será casi igual de bueno sin sangre?

– Nunca puede ser tan bueno, pero no quiero debilitarte.

– Si no te importa… -dije con timidez-. Me lleva unos cuantos días recuperarme.

– He estado siendo egoísta… eres tan buena.

– Si estoy fuerte, será aún mejor-sugerí.

– Muéstrame lo fuerte que eres-dijo, provocándome.

– Ponte boca arriba. No estoy muy segura de cómo se hace esto, pero sé que otras parejas lo hacen.

Me puse a horcajadas sobre él y noté que se le aceleraba la respiración. Me alegré de que la habitación estuviese a oscuras. Fuera todavía diluviaba, y el destello de un relámpago me mostró sus ojos resplandecientes. Me ajusté poco a poco hasta lo que, confié, debía de ser la posición correcta, y lo conduje a mi interior. Tenía mucha fe en mi instinto, y desde luego, no me traicionó.

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