Después del funeral me quedé en casa tres días. Era demasiado tiempo, necesitaba regresar al trabajo. Pero seguía pensando en las cosas que tenía que hacer, o eso me dije a mí misma. Limpié el cuarto de la abuela. Arlene se pasó y le pedí ayuda, porque no podía estar allí sola con las cosas de mi abuela, tan familiares e imbuidas de su olor personal de talco para bebés de Johnson's y Campho-Phenique [8].
Así que mi amiga Arlene me ayudó a empaquetarlo todo y llevarlo a la agencia de auxilio a víctimas de las catástrofes. Se habían producido tornados en el norte de Arkansas durante los últimos días, y era probable que alguna persona que lo hubiera perdido todo pudiera aprovechar aquella ropa. La abuela era más bajita y delgada que yo, y además sus gustos eran muy distintos, así que no quise nada suyo excepto las joyas. Casi nunca se ponía alhajas, pero las que tenía eran auténticas y, para mi gusto, preciosas.
Era increíble todo lo que había conseguido meter la abuela en su cuarto. No quise ni pensar en lo que debía de haber almacenado en el desván; ya me enfrentaría a ello más adelante, en otoño, cuando la temperatura del altillo fuera más fresca y tuviera tiempo para meditar.
Es probable que tirara más de lo que debía, pero así me sentí eficiente y enérgica, e hice un trabajo drástico. Arlene guardaba y empaquetaba, preservando solo papeles y fotografías, cartas, facturas y cheques cancelados. Mi abuela no había usado una tarjeta de crédito en su vida ni había comprado nada a plazos, Dios la bendiga, lo que hizo que la liquidación fuera mucho más sencilla.
Arlene me preguntó por el coche de la abuela. Tenía solo cinco años de antigüedad y muy pocos kilómetros.
– ¿Venderás el tuyo y te quedarás con este? -dijo-. El tuyo es más nuevo, pero es pequeño.
– No lo había pensado-respondí. Y descubrí que tampoco en ese momento podía pensarlo; la limpieza del cuarto era todo el terreno que podía abarcar aquel día.
Para cuando cayó la tarde, la habitación había perdido todo rastro de la abuela. Arlene y yo sacudimos el colchón y volvimos a hacer la cama por pura costumbre. Era una vieja cama de columnas con dosel. Siempre había pensado que aquel cuarto era precioso, y se me ocurrió que ahora era mío. Podía trasladarme a la habitación más grande y tener un cuarto de baño particular, en vez de usar el del pasillo.
De repente me di cuenta de que eso era justo lo que quería hacer. Los muebles de mi cuarto se trasladaron allí desde la casa de mis padres cuando estos murieron, y era un mobiliario de niña; demasiado femenino, recordaba a Barbies y fiestas de pijamas.
Aunque yo nunca había organizado muchas fiestas de pijamas, ni tampoco ido a muchas.
No, no, no, no iba a caer en esa vieja trampa. Yo era lo que era, tenía una vida y podía disfrutar de las cosas, las pequeñas chucherías que me mantenían viva.
– Puede que me traslade aquí-le dije a Arlene mientras ella cerraba una caja con cinta de embalar.
– ¿No es un poco pronto? -respondió. Se sonrojó al darse cuenta de que había sonado muy crítica.
– Me será más fácil estar aquí que al otro lado del pasillo, pensando que este cuarto está vacío -dije. Arlene lo meditó, acuclillada junto a la caja de cartón con el rollo de cinta en las manos.
– Sí, lo comprendo -admitió, con un asentimiento de su cabellera llameante.
Cargamos las cajas en el coche de Arlene. Se ofreció amablemente a dejarlas en el centro de colectas de camino a casa, y yo acepté agradecida su propuesta. No quería que nadie me mirara con misericordia, sabiendo que entregaba las ropas, los zapatos y los camisones de la abuela. Cuando Arlene se marchaba la abracé y le di un beso en la mejilla, y ella se me quedó mirando. Eso estaba más allá de las limitaciones que había tenido nuestra amistad hasta aquel momento. Inclinó su cabeza hacia la mía y juntamos nuestras frentes con mucha suavidad.
– Muchacha alocada -me dijo, con voz emocionada-. Ven a vernos pronto. Lisa está deseando que vuelvas a hacerle de canguro.
– Dile que la tía Sookie le manda saludos, y también a Coby.
– Lo haré. -Arlene se metió sin prisas en el coche. Su roja melena formaba una masa ondulante encima de su cabeza, y todo su cuerpo hacía que el uniforme de camarera resultara muy prometedor.
Mis energías desaparecieron cuando el coche de Arlene se alejó dando botes por el camino de entrada, entre los árboles. Me sentí muy vieja, con un millón de años sobre los hombros, sola y solitaria. Era como me iba a sentir a partir de entonces.
No tenía hambre, pero el reloj indicaba que era la hora de comer. Fui hasta la cocina y saqué una de las fiambreras del frigorífico. Tenía ensalada de pavo y uvas, y me gustó, pero me la tomé en la mesa, comiéndola con un tenedor. La dejé y volví a meterla en la nevera, y fui al baño para darme la ducha que tanto necesitaba. Las esquinas de los cuartos de baño siempre tienen polvo, e incluso una ama de casa tan buena como mi abuela no había sido capaz de derrotar por completo al polvo.
La ducha me sentó de maravilla, el agua caliente pareció llevarse parte de mis penurias. Me puse champú en el pelo y me froté cada centímetro de piel, y de paso me afeité las piernas y las axilas. Después de salir de la bañera me depilé las cejas y me puse loción corporal, desodorante, un spray para desenredarme el pelo y casi cualquier cosa de la que pude echar mano. Con la melena cayéndome por la espalda en una cascada de mechones húmedos, me puse la camisa de dormir, blanca con la imagen de Piolín por delante, y cogí el peine. Me sentaría delante de la tele, para tener algo que mirar mientras me peinaba, que siempre es un proceso muy tedioso.
Mi pequeño brote de energía se extinguió, y me sentí casi alelada.
El timbre de la puerta sonó justo cuando me dirigía al salón con el peine en una mano y la toalla en otra. Eché un vistazo por la mirilla. Era Bill, que esperaba paciente en el porche. Lo hice pasar sin sentirme ni alegre ni triste por verlo.
Me recibió con cierta sorpresa: la camisa de dormir, el pelo húmedo, los pies descalzos. Nada de maquillaje.
– Adelante-dije.
– ¿Estás segura?
– Sí.
Y entró, mirando a su alrededor como hacía siempre.
– ¿Qué estabas haciendo?-me preguntó, contemplando el montón de cosas que había apartado tras pensar que los amigos de la abuela podían quererlas: por ejemplo, el Sr. Norris se sentiría entusiasmado por quedarse con la foto enmarcada de su madre y de la abuela juntas.
– Hoy he limpiado el dormitorio -respondí-, creo que me trasladaré a él. -No pude pensar nada más que decir. Se giró para estudiarme con detenimiento.
– Deja que te peine el pelo -dijo.
Asentí con indiferencia. Bill se sentó en el sofá de flores y me señaló la vieja otomana que había delante. Me senté obediente y él se inclinó un poco, rodeándome con sus muslos. Empezó por la coronilla y comenzó a deshacerme los nudos del pelo.
Como siempre, su silencio mental fue muy agradable. Para mí siempre era como introducir el primer pie en un estanque de fría agua tras haber dado una larga y dura caminata bajo un sol abrasador.
Y además, los largos dedos de Bill parecían ser muy hábiles con la enredada maraña de mi melena. Me senté con los ojos cerrados, relajándome poco a poco. Podía sentir hasta el menor movimiento de su cuerpo detrás de mí, mientras hacía moverse el peine. Creí que casi podía oír el latido de su corazón, y entonces me di cuenta de lo rara que era esa idea. Al fin y al cabo, su corazón no latía.
– Solía hacerle esto a mi hermana Sarah-murmuró suavemente, como si supiera lo relajada que estaba y no quisiera sacarme del ensueño-. Tenía el pelo más oscuro que tú, e incluso más largo. Nunca se lo cortó. Cuando éramos niños y nuestra madre estaba ocupada, me obligaba a encargarme del pelo de mi hermana.
– ¿Sarah era más joven que tú o mayor? -le pregunté con voz lenta y anestesiada.
– Era más joven. Tenía tres años menos que yo.
– ¿Tenías más hermanos o hermanas?
– Mi madre perdió dos en el parto-dijo con lentitud, como si apenas pudiera recordarlo-. Mi hermano Robert murió cuando él tenía doce años y yo once. Cogió unas fiebres que lo mataron. Ahora le pondrían penicilina y no le hubiera pasado nada, pero en aquel entonces no era posible. Sarah sobrevivió a la guerra, ella y mi madre, pero mi padre murió mientras yo estaba en el frente. Sufrió lo que después supe que era un infarto. Mi esposa estaba viviendo entonces con mi familia, y mis hijos…
– Oh, Bill -dije con tristeza, casi en un susurro, ante todo lo que había perdido.
– No te muevas, Sookie-respondió, y su voz había recobrado su serena claridad.
Siguió con su tarea, en silencio, durante un rato, hasta que pude notar que el peine recorría libremente mi cabellera. Recogió la toalla que yo había dejado en el brazo del sofá y comenzó a secarme el pelo, y mientras lo secaba pasó los dedos por él para darle consistencia.
– Mmmm-dije, y al oírme observé que mi voz ya no sonaba como la de alguien que está relajándose.
Sentí que sus fríos dedos apartaban el pelo de mi cuello y entonces noté sus labios justo en mi nuca. No podía moverme ni hablar. Solté al aliento con lentitud, tratando de no hacer ningún ruido. Sus labios avanzaron hasta la oreja, y me atrapó el lóbulo entre los dientes. Su lengua se adentró. Me rodeó con los brazos, cruzándolos sobre mi pecho, apretándome contra él.
Fue estupendo oír solo lo que decía su cuerpo, no esas quejas mentales tontas que solo servían para fastidiar momentos como aquel. Y su cuerpo me estaba diciendo algo muy sencillo.
Me levantó con tanta facilidad como yo daría la vuelta a un bebé. Me giró y quedé sobre su regazo, mirándolo, con una pierna a cada lado de su cuerpo. Pasé los brazos junto a su cuello y me incliné un poco para besarlo. Seguimos y seguimos, pero tras un rato Bill estableció un ritmo con la lengua, un ritmo que incluso alguien tan inexperto como yo podía identificar. La camisa de dormir se me subió hasta las caderas. Comencé a frotar sus músculos sin freno. Fue curioso, pero me vino a la memoria una sartén de caramelos que la abuela puso una vez en el horno para la receta de un dulce; pensé en aquella dulce masa derretida, dorada y caliente.
Se levantó, con mi cuerpo aún rodeando el suyo.
– ¿Dónde? -preguntó. Le señalé el antiguo cuarto de mi abuela. Me llevó tal como estábamos, con mis piernas rodeándolo y mi cabeza sobre su hombro, y me depositó sobre la cama recién hecha. Él siguió de pie junto a la cama, y bajo la luz de la luna, que se colaba por las ventanas sin cortinas, lo vi desvestirse, con rapidez y habilidad. Sentí un gran placer contemplándolo. Sabía que yo tenía que hacer lo mismo, pero aún me quedaba algo de timidez. A1 fin me deshice de la camisa de dormir y la lancé al suelo.
Lo contemplé. Nunca en toda mi vida había visto algo tan hermoso ni tan aterrador.
– Oh, Bill-dije ansiosa cuando él se colocó junto a mí en la cama-, no quiero defraudarte.
– Eso no es posible-susurró. Sus ojos repasaron mi cuerpo como si fuera un vaso de agua en medio de las dunas del desierto.
– No sé gran cosa -confesé, con voz apenas audible.
– No te preocupes, yo sé mucho. -Sus manos comenzaron a vagar por mi piel. Me tocó zonas en las que nunca me habían tocado. Jadeé asombrada y me entregué a él.
– ¿Será diferente a hacerlo con un chico normal? -pregunté.
– Y tanto que sí. -Lo miré interrogadora-. Será mejor-me murmuró al oído, y sentí una punzada de pura excitación. Con algo de vergüenza alargué la mano para tocarlo, y él emitió un sonido muy humano. Tras un instante, el sonido se hizo más profundo.
– ¿Ahora? -pregunté, con voz temblorosa e insegura.
– Sí -respondió, y se puso encima de mí.
Un instante después descubrió la verdadera dimensión de mi inexperiencia.
– Deberías habérmelo dicho -me reprendió, aunque con mucha amabilidad. Se retuvo con esfuerzo casi palpable.
– ¡Oh, por favor, no pares! -supliqué, y creí que me saltaría la cabeza en pedazos, que ocurriría algo drástico si no lo llevaba hasta el final.
– No tengo ninguna intención de pararme-prometió con decisión-. Sookie… esto te va a doler.
En respuesta elevé el cuerpo. Emitió un sonido incoherente, y entró en mí.
Contuve el aliento, me mordí el labio. Ay, ay, ay.
– Querida -dijo Bill. Nadie me había llamado nunca eso-, ¿cómo estás?-Vampiro o no, temblaba con el esfuerzo de contenerse.
– De acuerdo-dije sin mucho sentido. Estaba encima del aguijón, y perdería el valor si no seguíamos-. Ahora -dije, mordiéndole con fuerza el hombro.
Él gimió y jadeó, y comenzó a moverse con fervor. A1 principio estuve aturdida, pero comencé a pillarle el truco y colaborar. Él encontró mi reacción muy excitante, y empecé a sentir que nos esperaba algo a la vuelta de la esquina, por así decirlo, algo fuerte y placentero. Dije:
– ¡Oh, por favor, Bill, por favor! -y le clavé las uñas en las caderas, casi ahí, casi ahí, y entonces un pequeño cambio de postura le permitió apretarse incluso más profundamente contra mí, y antes de poder controlarme estaba volando, volando, blanca con rayas doradas. Sentí que Bill apretaba sus dientes contra mi cuello, y dije: "¡Sí!". Noté que sus colmillos me perforaban, pero fue un dolor mínimo, un dolor excitante, y mientras se corría en mi interior le sentí lamer la pequeña herida.
Yacimos sobre la cama un largo tiempo, temblando de vez en cuando con pequeñas réplicas. Nunca olvidaré su sabor y su olor mientras viva, nunca olvidaré la sensación de tenerlo dentro aquella primera vez, mi primera vez, no olvidaré nunca el placer. A1 fin Bill se movió para situarse a mi lado, apoyado sobre un codo, y me puso la mano sobre el estómago.
– Soy el primero.
– Sí.
– Oh, Sookie. -Se inclinó para besarme, sus labios recorrieron la línea de mi garganta.
– Desde luego yo no tengo con qué comparar -dije con timidez-, pero ¿ha estado bien para ti? Quiero decir, ¿al menos a la altura de otras mujeres? Mejoraré.
– Podrás coger más experiencia, Sookie, pero no podrás ser mejor-me besó en la mejilla-. Eres maravillosa.
– ¿Me quedará herida?
– Pensarás que es extraño, pero no me acuerdo. Hasta ahora, la única virgen con la que había estado era mi esposa, y eso fue hace siglo y medio… Sí, recuerdo que estarás dolorida. No podremos volver a hacer el amor durante uno o dos días.
– Tu sangre cura-observé tras una breve pausa, sintiendo que se me sonrojaban las mejillas.
Bajo la luz de la luna pude verle girarse, para mirarme de modo más directo.
– Así es -dijo-. ¿Te gustaría?
– Claro, ¿a ti no?
– Sí -respondió, y se mordió el brazo.
Fue tan repentino que solté un grito, pero él se pasó distraídamente un dedo por su propia sangre y antes de poder ponerme tensa deslizó el dedo hasta mi interior. Comenzó a moverlo con mucha suavidad, y en un instante, en efecto, el dolor desapareció.
– Gracias -dije-, ya estoy mejor.
Pero no sacó el dedo.
– Oh -dije-, ¿es que quieres repetir tan pronto? ¿Puedes hacerlo? -Y mientras su dedo proseguía el movimiento, comencé a desear que así fuera.
– Espera y verás-me indicó, con una pizca de diversión en su dulce y profunda voz.
Susurré, sin reconocerme a mí misma:
– Dime lo que quieres que haga.
Y me lo dijo.
Al día siguiente volvía trabajar. Independientemente de los poderes curativos de Bill me sentía un poco incómoda, pero oye, también poderosa. Era un sentimiento por completo nuevo para mí. Era imposible no sentirse… bueno, creída no es la palabra adecuada, más bien muy orgullosa.
Por supuesto, en el bar tuve los mismos viejos problemas: la cacofonía de voces, su zumbido, su persistencia. Pero de algún modo fui capaz de bajar su volumen, de guardarlas en un bolsillo. Me resultó más sencillo mantener alta la guardia, y en consecuencia me encontré más relajada. O puede que, como me notaba más relajada (y tanto que estaba más relajada), fuese más fácil mantener la guardia. No lo sé, pero me sentí mejor, y pude aceptarlas condolencias de los clientes con serenidad en vez de con lágrimas.
Jason vino a comer y se tomó un par de cervezas con su hamburguesa, lo que no constituía su dieta habitual. Lo normal era que no bebiera durante la jornada laboral. Sabía que se pondría furioso si le decía algo de manera directa, así que me limité a preguntarle si todo iba bien.
– El jefe de policía me ha vuelto a llamar hoy -dijo en voz baja. Miró alrededor para asegurarse de que nadie nos escuchaba, aunque aquel día el bar estaba medio vacío, ya que el Club Rotario [9] tenía reunión en el Centro Social.
– ¿Qué te ha preguntado? -mi voz fue igual de baja.
– Que cada cuánto veía a Maudette, que si siempre ponía gasolina donde ella trabajaba… Una y otra y otra vez, como si no hubiera respondido ya setenta y cinco veces a esas mismas preguntas. Mi jefe está al límite de la paciencia, Sookie, y no lo culpo. He faltado al trabajo al menos dos días, puede que tres, con todas las visitas que he tenido que hacer a la comisaría.
– Tal vez lo mejor sea que te consigas un abogado -aconsejé, incómoda.
– Eso es lo que dice Rene.
Rene y yo cruzamos la mirada.
– ¿Qué tal Sid Matt Lancaster?-Sidney Matthew Lancaster, hijo del sur y bebedor de whisky amargo, tenía reputación de ser el abogado criminalista más agresivo de la parroquia. Me gustaba porque siempre me trataba con respeto cuando le servía en el bar. -Podría ser mi mejor opción. -Jason parecía todo lo malhumorado y adusto que puede estar un hombre adorable. Intercambiamos una mirada. Ambos sabíamos que el abogado de la abuela era demasiado viejo para poder encargarse del caso si alguna vez, Dios no lo quisiera, Jason era arrestado.
Jason estaba demasiado preocupado por sus propios problemas como para notar nada diferente en mí, pero yo llevaba puesto un polo blanco (en vez de mi habitual camiseta de cuello redondeado) para taparme el cuello. Arlene no fue tan poco observadora como mi hermano. Me estuvo estudiando toda la mañana y, para cuando llegó la pausa de las tres de la tarde, ya estaba casi segura de que me había pillado.
– Muchacha -me dijo-, ¿te lo has estado pasando bien?
Me puse tan roja como una remolacha. "Pasárselo bien" convertía mi relación con Bill en más ligera de lo que era en realidad, pero también resultaba bastante preciso. No supe si tomar el toro por los cuernos y decir: "No, haciendo el amor", o mantener la boca cerrada, o decirle a Arlene que no era asunto suyo, o limitarme a gritar: "¡Sí!".
– Oh, Sookie, ¿quién es él?
Oh. Oh.
– Bueno, él no es…
– ¿No es de aquí? ¿Estás citándote con uno de esos obreros de Bossier City?
– No -dije dubitativa.
– ¿Sam entonces? He visto que te miraba.
– No.
– Entonces ¿quién?
Estaba actuando como si me avergonzara. Endereza la espalda, Sookie Stackhouse, me dije con firmeza. Imponte.
– Bill -dije, deseando contra toda esperanza que ella se limitara a decir: "Ah, claro".
– Bill-repitió Arlene sin comprender. Me fijé en que Sam se había acercado con discreción y nos escuchaba. Igual que Charlsie Tooten. Incluso Lafayette había sacado la oreja por la ventanilla.
– Bill-dije, tratando de sonar firme-. Ya sabes, Bill.
– ¿Bill Auberjunois?
– No.
– ¿Bill…?
– Bill Compton-intervino Sam con voz inexpresiva, justo cuando yo abría la boca para decir lo mismo: "Bill el vampiro".
Arlene se quedó pasmada. Charlsie Tooten soltó de inmediato un pequeño chillido y a Lafayette casi se le cae la mandíbula.
– Cielo, ¿no puedes salir con un chico humano normal? – me preguntó Arlene cuando recuperó la voz.
– Ningún chico humano normal me ha pedido salir. -Sentí que el color me encendía la cara. Permanecí allí, con la espalda bien tiesa, sintiéndome desafiante y también pareciéndolo. Y tanto que sí.
– Pero cariño -ululó Charlsie Tooten con su voz de cría-, cielo… Bill, eh, tiene ese virus.
– Ya lo sé-dije, apreciando la crispación de mi voz.
– Pensaba que ibas a decir que salías con un negro, pero has conseguido algo mejor, ¿eh, muchacha?-dijo Lafayette, jugueteando con su esmalte de uñas.
Sam no dijo nada. Se quedó de pie, apoyado en la barra, y se formaba una línea blanca alrededor de su boca como si se mordiera el labio por dentro.
Los miré uno a uno, obligándolos a aceptarlo o soltar lo que tuvieran que decir. Arlene fue la primera en superarlo:
– Qué se le va a hacer. ¡Será mejor que te trate bien o sacaremos las estacas!
Todos lograron reírse de ello, aunque fuera un poco.
– ¡Y te ahorrarás un montón en comida! -señaló Lafayette. Pero entonces, con un solo gesto, Sam lo fastidió todo, aquellos primeros pasos de aceptación. Se movió de repente hasta quedar delante de mí y me bajó el cuello del polo.
El silencio de aquellas personas, mis amigos, se podía cortar con un cuchillo.
– Oh, mierda-dijo Lafayette, en voz muy baja.
Miré a Sam con firmeza a los ojos, pensando que nunca lo perdonaría por hacerme eso.
– No toques mi ropa-le dije, alejándome de él y volviendo a colocarme bien el cuello-. No te metas en mi vida personal.
– Tengo miedo por ti, me preocupas-dijo, mientras Arlene y Charlsie encontraban con prontitud otras cosas en las que enfrascarse.
– No, no es verdad, al menos no del todo. Estás completamente loco. Muy bien, pues escúchame, amigo: nunca has tenido la menor posibilidad.
Me alejé rauda para limpiar la formica de una de las mesas. Después recogí todos los saleros y los rellené. Y después comprobé los pimenteros y las botellas de pimentón picante de cada mesa y reservado, y también la salsa de tabasco. Me limité a seguir trabajando y mantener la vista concentrada en lo que hacía, y poco a poco el ambiente se relajó.
Sam estaba en su despacho, haciendo algún papeleo o lo que fuera; no me interesaba mientras se guardara sus opiniones para sí. Aún me sentía como si al descubrir mi cuello hubiera descorrido la cortina de una parte privada de mi vida, y no le había perdonado. Pero Arlene y Charlsie habían encontrado tareas en las que ocuparse, como yo, y para cuando la clientela que salía de sus trabajos comenzó a llegar al bar, ya volvíamos a estar bastante cómodas las unas con las otras.
Arlene me acompañó al cuarto de baño de las chicas:
– Escucha, Sookie, tengo que preguntártelo. ¿Los vampiros son como todo el mundo dice? Me refiero como amantes.
Me limité a sonreír.
Esa noche Bill vino al bar, justo después de que oscureciera. Me había quedado trabajando hasta tarde, puesto que una de las camareras del turno de noche tuvo un problema con el coche. En un instante dado no estaba allí, y al siguiente sí, avanzando lento para que pudiera verlo aproximarse. Si Bill tenía dudas acerca de revelar en público nuestra relación, desde luego no las mostró. Me cogió la mano y la besó en un gesto que, de haberlo hecho cualquier otro, hubiera resultado demasiado falso. Sentí el contacto de sus labios sobre el dorso de mi mano y la sensación me recorrió todo el cuerpo hasta la punta de los pies. Y supe que él también se dio cuenta.
– ¿Qué tal se te está dando la noche? -susurró. Me hizo temblar.
– Un poco… -descubrí que no me salían las palabras.
– Ya me lo dirás más tarde -sugirió-, ¿cuándo sales?
– En cuanto llegue Susie.
– Ven a mi casa.
– Vale -le sonreí, sintiéndome radiante y mareada.
Bill me devolvió la sonrisa. Mi proximidad también debió de afectarle, porque sus colmillos estaban al descubierto, y es de suponer que para todos los presentes salvo para mí el efecto fue un tanto… inquietante.
Se inclinó para besarme, apenas un leve toque en la mejilla, y se giró con la intención de marcharse. Pero justo en ese instante, todo se fue al infierno.
Malcolm y Diane entraron, abriendo la puerta de golpe como si realizaran una aparición majestuosa y, por supuesto, así era. Me pregunté dónde estaría Liam. Probablemente estacionando el coche. Era mucho pedir que lo hubieran dejado en casa.
La gente de Bon Temps estaba acostumbrándose poco a poco a Bill, y el llamativo Malcolm y la igual de llamativa Diane causaron bastante revuelo. Mi primer pensamiento fue que esto no iba a ayudar a que la gente se habituara a Bill y a mí.
Malcolm vestía pantalones de cuero y una especie de camisa de cota de malla. Parecía salido de la cubierta de un disco de rock. Diane llevaba un body de una pieza de color verde lima, hecho de licra o de algún otro tejido elástico muy fino. Seguro que, de haber sentido interés por ello, hubiera podido contarle los pelos del pubis. Los negros no solían ir mucho a Merlotte's, pero si había una negra que estuviera por completo segura allí, esa era Diane. Vi que Lafayette la miraba con ojos desorbitados a través de su ventanilla, con franca admiración regada con una rociada de miedo.
Los dos vampiros gritaron con fingida sorpresa al ver a Bill, como borrachos enloquecidos. Por lo que pude deducir, Bill no se sentía feliz con su presencia, pero pareció tomarse su invasión con calma, como hacía con casi todo.
Malcolm besó a Bill en la boca, igual que Diane. Era difícil decir qué saludo resultó más ofensivo para los clientes del bar. Bill haría mejor en mostrar desagrado, y cuanto antes, pensé, si quería seguir a buenas con los habitantes humanos de Bon Temps.
Bill, que no era ningún tonto, dio un paso atrás y me rodeó con su brazo, distanciándose de los vampiros y poniéndose del lado de los humanos.
– Así que tu pequeña camarera sigue viva-exclamó Diane. Su cristalina voz se pudo oír en todo el bar-. ¿No es sorprendente?
– Asesinaron a su abuela la semana pasada -dijo Bill con serenidad, tratando de torpedear la intención de Diane de montar una escena.
Sus preciosos ojos castaños de loca se centraron en mí, y sentí frío.
– ¿Es cierto eso?-dijo, riéndose.
Hasta ahí podía llegar, ya nadie la perdonaría. Si Bill había estado buscando un modo de consolidarse, esa hubiera sido la escena que yo habría diseñado. Por otro lado, el disgusto que emanaba de los clientes del local podía provocar una reacción en contra que, además de a los renegados, también salpicara a Bill.
Aunque claro… para Diane y sus amigos, Bill era el renegado.
– ¿Y cuándo te va a asesinar alguien a ti, preciosa? -Me pasó una uña por la barbilla, y aparté su mano de un golpe. Se hubiera lanzado sobre mí de no ser porque Malcolm agarró su muñeca con despreocupación y casi sin esfuerzo. Pero percibí su esfuerzo por el modo en que la sostenía.
– Bill-dijo de manera casual, como si no estuviera tensando todos los músculos de su cuerpo para mantener a Diane a raya-, he oído que este pueblo está perdiendo a sus trabajadoras no cualificadas a una velocidad terrible. Y un pajarito de Shreveport me ha contado que tú y tu amiguita estuvisteis en el Fangtasía preguntando con qué vampiro podrían haber estado las colmilleras asesinadas. Ya sabes que esas cosas deben quedar entre nosotros, no son para nadie más-prosiguió Malcolm. De repente su rostro se tornó tan serio que resultaba en verdad aterrador-. A algunos no nos gusta ir a los… partidos de béisbol ni… -ahí estaba rebuscando en sus recuerdos algo desagradablemente humano, no me cupo la menor duda- ¡a barbacoas! ¡Somos Vampiros! -pronunció la palabra con majestuosidad, con glamour, y vi que muchas de las personas del bar estaban cayendo bajo su hechizo. Malcolm era lo bastante inteligente como para desear borrar la mala impresión que había dejado Diane, sin dejar de derramar desdén encima de todos nosotros.
Le pisé el pie con todo el peso del que era capaz. Me mostró los colmillos. La gente del bar parpadeó y sacudió la cabeza.
– ¿Que tal si se va de aquí, señor? -dijo Rene. Estaba inclinado sobre la barra, con una cerveza entre los codos.
Ese fue el momento en que todo bailó en la balanza, en el que el bar podría haberse convertido en un baño de sangre. Ninguno de mis compañeros humanos parecía comprender del todo lo fuertes o despiadados que podían ser los vampiros. Bill se puso delante de mí, un hecho registrado por todos los clientes de Merlotte's.
– Bien, si no somos queridos… -dijo Malcolm. Su virilidad de anchos músculos contrastó con la voz aflautada que puso-. Esta buena gente, Diane, querrá comer carne y hacer esas cosas humanas. Solos. O con nuestro antiguo amigo Bill.
– Creo que a la pequeña camarera le gustaría hacer una cosa muy humana con Bill -comenzó a decir Diane, pero en ese momento Malcolm la cogió del brazo y la empujó fuera del local antes de que pudiera causar más daño.
Todo el bar pareció soltar el aliento al unísono cuando desaparecieron por la puerta, y pensé que era mejor que me marchara ya, aunque Susie no hubiera aparecido. Bill me esperaba fuera; cuando le pregunté por qué, me dijo que quería asegurarse de que se habían marchado de verdad.
Seguí a Bill hasta su casa, pensando que habíamos salido relativamente indemnes de la visita de los vampiros. Me pregunté para qué habían venido Diane y Malcolm; me parecía raro que estuvieran tan lejos de su hogar y decidieran por puro capricho pasarse por Merlotte's. Como no estaban haciendo ningún verdadero esfuerzo por integrarse, tal vez solo quisieran arruinar las perspectivas de Bill.
Saltaba a la vista que la casa Compton había cambiado desde la última vez que había estado en ella, aquella asquerosa noche en la que conocí a los otros vampiros. Los contratistas estaban trabajando bien para Bill, aunque no me quedaba claro si se debía a que tenían miedo de no hacerlo o porque les pagaba con generosidad. Era probable que por ambas cosas. En el salón estaban poniendo un nuevo techo y el reciente empapelado de la pared era blanco con un elegante diseño floreado. Habían limpiado los suelos de madera noble, y brillaban como antaño. Bill me condujo a la cocina. Tenía poca cosa, como es natural, pero era brillante y alegre, y tenía un frigorífico recién estrenado lleno de botellas con sangre sintética (puag).
El baño de la planta baja era opulento. Por lo que yo sabía, Bill nunca usaba el baño, al menos no para las funciones humanas básicas. Miré a mi alrededor asombrada. Habían conseguido dar más espacio al baño incluyendo lo que antes era la despensa y cerca de la mitad de la vieja cocina.
– Me gusta ducharme-me dijo, señalando una cristalina cabina de ducha en una esquina. Era lo bastante grande para una pareja de personas adultas y puede que un enano o dos-. Y me gusta relajarme en agua caliente-me indicó la pieza central del cuarto de baño, una enorme especie de bañera rodeada por una cubierta de cedro, con escalones a ambos lados. Había macetas con plantas dispuestas a su alrededor. El cuarto de baño era lo más próximo a estar en medio de una jungla lujuriosa que se puede conseguir en el norte de Luisiana.
– ¿Qué es esto? -le pregunté, asombrada.
– Es un balneario portátil -dijo Bill con orgullo-. Tiene chorros que se pueden ajustar de manera individual para que cada persona reciba la fuerza deseada del agua. Es un jacuzzi -resumió.
– ¡Tiene asientos! -dije, mirando dentro. El interior estaba decorado con baldosas azules y verdes. Por fuera había unos controles muy elaborados. Bill los manipuló y comenzó a salir agua.
– Tal vez quieras que nos bañemos juntos -sugirió Bill. Sentí que se me sonrojaban las mejillas y que el corazón me comenzaba a bombear más rápido-. ¿Tal vez ahora? -Sus dedos comenzaron a tirarme de la camiseta por la zona en la que desaparecía bajo mis pantaloncitos negros.
– Oh, bueno… tal vez. -No logré mirarle a la cara al pensar que aquel… bueno, hombre, había visto más de mi cuerpo de lo que le había permitido a cualquier otra persona, incluido mi médico.
– ¿Me has echado de menos? -me preguntó, mientras sus manos me desabrochaban los pantaloncitos y me los bajaban.
– Sí -dije enseguida, porque no podía negarlo. Él se rió, mientras se arrodillaba para desatarme las Nike.
– ¿Y qué es lo que más has echado de menos, Sookie?
– Tu silencio -dije sin pensar.
Alzó la mirada. Sus dedos se detuvieron en el momento de tirar del extremo del cordón para soltarlo.
– Mi silencio-repitió.
– Sí, no ser capaz de escuchar tus sentimientos. Bill, no puedes imaginarte lo maravilloso que es eso.
– Pensaba que dirías otra cosa.
– Bueno, también he echado de menos eso.
– Háblame de ello -me pidió, sacándome los calcetines y recorriendo con sus dedos mis muslos, quitándome las braguitas y los pantaloncitos.
– ¡Bill, me da corte! -protesté.
– Sookie, no tengas vergüenza conmigo. Conmigo menos que nadie. -Ahora estaba de pie, despojándome de la camiseta y pasando las manos por mi espalda para desabrocharme el sujetador. Sus dedos recorrieron las marcas que habían dejado las tiras sobre mi piel, y concentró su atención en mis pechos. En algún momento se había deshecho de sus sandalias.
– Lo intentaré-dije, mirándome la punta de los pies.
– Desnúdame.
Eso sí que sabía hacerlo. Le desabotoné con rapidez la camisa y se la saqué de los pantalones, deslizándola por los hombros. Le solté el cinturón y comencé a desabotonar sus pantalones. La tenía dura, así queme costó bastante. Pensé que me iba a echara llorar si el botón no se decidía a cooperar un poco. Me sentí torpe e inepta.
Me cogió de las manos y se las llevó hasta el tórax.
– Lento, Sookie, lento-dijo, con voz suave y estremecedora. Me relajé muy poco a poco, y comencé a acariciar su pecho mientras él hacía lo mismo con el mío; entrelacé su pelo ensortijado entre mis dedos y pellizqué con suavidad su plana tetilla. Apoyó la mano en mi cabeza y apretó despacio. No sabía que a los hombres les gustara eso, pero a Bill desde luego sí, así que presté igual atención a la otra. Mientras estaba en ello, retomé con las manos la tarea del maldito botón, y esta vez se soltó sin ningún problema. Comencé a bajarle los pantalones, deslizando los dedos dentro de sus calzoncillos.
Me guió al interior del jacuzzi, donde la espuma del agua rodeó nuestras piernas.
– ¿Te baño yo primero?-preguntó.
– No -dije sin aliento-, pásame el jabón.