Durante el siguiente par de días me sobraron cosas en las que pensar. Para ser alguien que siempre ansiaba lo nuevo para no aburrirse, ya había tenido suficientes novedades en mi vida para unas cuantas semanas. Solo con la gente del Fangtasía tenía material de análisis de sobra, y eso por no hablar de los vampiros. De soñar con conocer a un vampiro había pasado a alternar con más de los que desearía.
Muchos hombres de Bon Temps y de las cercanías habían tenido que acudir a la comisaría de policía para responder algunas preguntas sobre Dawn Green y sus hábitos. Además, el detective Bellefleur solía pasarse por el bar en su tiempo libre, sin beber más alcohol que el de una cerveza, pero observando con detenimiento todo lo que tenía lugar a su alrededor. Resultó embarazoso, pero como Merlotte's no era de ningún modo un centro de actividad ilegal, a nadie le preocupó mucho una vez todos se acostumbraron a la presencia de Andy.
Él siempre parecía escoger una mesa de mi zona, y comenzó a entablar un juego silencioso conmigo. Cuando iba a su mesa, pensaba algo provocador para tratar de que yo dijera algo; no parecía comprender lo indecente que resultaba aquello. La clave era la provocación, no el insulto: quería que volviera a leerle la mente, aunque no se me ocurría por qué.
Entonces, puede que la quinta o la sexta vez que le tuve que llevar algo (me parece que era una Coca-Cola Light) me representó en su cabeza retozando con mi hermano. Ya estaba tan nerviosa al ir a su mesa (sabiendo que me esperaría con algo, pero sin saber con exactitud el qué) que había dejado atrás la posibilidad de enfadarme y me encontraba ya en el terreno de las lágrimas. Me recordaba a los tormentos menos sofisticados que tuve que soportar en la escuela primaria.
Andy me observaba con rostro expectante, y cuando vio mis lágrimas un asombroso abanico de sentimientos cruzó su cara en rápida sucesión: triunfo, desazón y después una gran vergüenza.
Le volqué la maldita Coca-Cola encima de la camisa. Dejé atrás la barra y atravesé la puerta posterior.
– ¿Qué es lo que ocurre? -me preguntó Sam de repente. Estaba justo detrás de mí.
Sacudí la cabeza, sin querer explicarlo, y saqué un ajado pañuelo del bolsillo de mis pantalones cortos, para secarme los ojos con él.
– ¿Te ha estado diciendo cosas feas? -preguntó Sam, con tono más frío y furioso.
– Las ha estado pensando -dije sin poder contenerme-, para chincharme. Lo sabe.
– Hijo de puta-dijo Sam. Me asombró tanto que casi logró que me recuperara: Sam nunca suelta tacos. Pero una vez comencé a llorar, me resultó imposible contenerme. Estaba soltando lágrimas no solo por aquello, sino también por un amplio número de pequeñas infelicidades.
– Vuelve dentro-dije, avergonzada por mi llorera-. En un minuto estaré bien.
Oí que se abría y se cerraba la puerta trasera del bar. Supuse que Sam me había hecho caso. Pero en vez de eso, Andy Bellefleur dijo:
– Lo siento, Sookie.
– Señorita Stackhouse para ti, Andy Bellefleur -respondí-. Me parece que harías mejor en descubrir quién mató a Maudette y a Dawn en vez de practicar sucios juegos mentales conmigo.
Me giré y miré al policía. Estaba terriblemente avergonzado. Su turbación parecía sincera.
Sam balanceaba las manos, repletas de la energía que da la furia.
– Bellefleur, si vuelves siéntate en la zona de otra camarera -dijo, pero su voz envolvía un montón de violencia contenida.
Andy lo miró. Era el doble de ancho y cinco centímetros más alto que Sam, pero en ese momento hubiera apostado mi dinero pormi jefe, y parecía que Andy tampoco quería afrontar el riesgo, aunque solo fuera por sentido común. Se limitó a asentir y cruzó el estacionamiento hasta llegar a su coche. El sol arrancó destellos de las canas rubias que colonizaban su pelo castaño.
– Sookie, lo siento -se disculpó Sam.
– No es culpa tuya.
– ¿Quieres tomarte algo de tiempo libre? Hoy no estamos muy liados.
– No hace falta, terminaré mi turno. -Charlsie Tooten estaba acostumbrándose al ritmo de trabajo, pero no me sentiría cómoda si la dejaba sola. Era el día libre de Arlene.
Volvimos a entrar en el bar y, aunque algunas personas nos miraron con curiosidad, nadie preguntó por lo sucedido. En mi zona solo había sentada una pareja; los dos estaban ocupados comiendo y sus vasos aún llenos, así que por ahora no me necesitaban. Empecé a ordenar los vasos de vino. Sam se recostaba contra la barra, detrás de mí.
– ¿Es cierto que Bill Compton va a dar una charla esta noche a los Descendientes de los Muertos Gloriosos?
– Eso dice mi abuela.
– ¿Vas a ir?
– No lo tengo decidido. -No quería ver a Bill hasta que él me llamara y me pidiera una cita.
Sam no dijo nada en ese momento. Pero a la tarde, mientras yo recogía mi bolso de su despacho, se acercó y rebuscó algunos papeles. Saqué mi cepillo y traté de desenredarme la coleta. Por el modo en que Sam vacilaba a mi alrededor parecía evidente que quería hablar conmigo, y sentí una oleada de exasperación ante los rodeos que parecían tomar siempre los hombres.
Como Andy Bellefleur. Podía haberme preguntado por mi discapacidad en vez de probar sus jueguecitos conmigo.
Como Bill. Podía haber dejado claras sus intenciones, en vez de dedicarse a esas extrañas adivinanzas.
– ¿Qué? -dije, con más brusquedad de la que pretendía. Sam se sonrojó ante mi mirada.
– Me preguntaba si te gustaría ir conmigo a la reunión de los Descendientes y tomar una taza de café después.
Me quedé atónita. Detuve el cepillo a mitad de movimiento. Una larga retahíla de ideas me pasó por la cabeza: el tacto de su mano cuando la sostuve enfrente del adosado de Dawn Green, el muro que había visto en su mente, lo poco inteligente que resulta salir con tu jefe…
– Claro -dije tras una larga pausa. Sam pareció respirar aliviado.
– Bien. Entonces te recogeré en tu casa a las siete y veinte o así. La reunión comienza a las siete y media.
– De acuerdo, te veré entonces.
Me dio miedo acabar haciendo algo raro si me quedaba más tiempo, así que agarré el bolso y me dirigí a grandes zancadas hasta mi coche. No sabía si soltar risitas de júbilo o refunfuñar por mi propia estupidez.
Cuando llegué a casa eran las cinco cuarenta y cinco. La abuela ya había puesto la cena en la mesa, ya que tenía que marcharse pronto para llevar los refrigerios a la reunión de los Descendientes, que tendría lugar en el Centro Social.
– Me pregunto si Bill también hubiera podido asistir a la conferencia de realizarse en la sala de reuniones de los Baptistas de la Buena Fe -dijo la abuela sin venir a cuento. Pero no me costó seguir su tren de razonamiento.
– Oh, supongo que sí -respondí-. Me parece que eso de que los vampiros se asustan ante los símbolos religiosos no es cierto. Pero no se lo he preguntado.
– Pues allí tienen colgada una cruz enorme -insistió la abuela.
– Al final sí voy a ir a la reunión -dije-. Estaré con Sam Merlotte.
– ¿Tu jefe Sam? -la abuela estaba muy sorprendida.
– Sí, señora.
– Umm. Bien, bien. -Comenzó a sonreír mientras ponía los platos sobre la mesa. Yo traté de pensar qué ponerme al tiempo que tomaba los bocadillos y la macedonia de frutas. La abuela estaba emocionada por la reunión y por escuchar a Bill y presentárselo a sus amigas, y ahora ya estaba en el espacio exterior (con toda probabilidad cerca de Venus) porque encima yo tenía una cita. Y con un humano.
– Saldremos juntos cuando acabe -le expliqué-, así que me imagino que llegaré a casa como una hora después de que termine la conferencia. -No había muchos sitios donde tomar un café en Bon Temps, y esos pocos restaurantes no eran lugares donde a uno le apeteciera demorarse demasiado.
– De acuerdo, cariño. Tómate tu tiempo. -La abuela ya estaba arreglada, y después de la cena la ayudé a cargar las bandejas de pastas y la enorme cafetera que había comprado para ocasiones como aquella. Había estacionado su coche en la parte trasera, lo que nos ahorró bastante camino. Estaba tan feliz como era posible, y cotilleó y parloteó todo el rato que estuvimos cargando cosas. Era su noche.
Me despojé de mis ropas de camarera y me metí rauda y veloz en la ducha. Mientras me enjabonaba traté de decidir qué ponerme. Nada blanco y negro, eso desde luego; ya estaba bastante harta de los colores de las camareras de Merlotte's. Me volví a afeitar las piernas. No tenía tiempo de lavarme el pelo y secarlo, pero lo había hecho la noche anterior. Abrí de par en par mi armario y me quedé pensativa. Sam había visto el vestido blanco de flores, y la falda vaquera no estaba a la altura de los amigos de la abuela. A1 final descolgué unos pantalones caquis y una blusa de seda de color bronce de manga corta. Tenía unas sandalias de cuero marrón y un cinturón del mismo material que combinarían bien. Me puse una cadenilla en el cuello, unos grandes pendientes dorados, y ya estaba lista. Como si me hubiera cronometrado, Sam llamó al timbre.
Hubo un momento curioso cuando abrí la puerta:
– Bienvenido, puedes pasar, pero creo que tenemos el tiempo justo…
– Me encantaría sentarme y tomar algo, pero creo que tenemos el tiempo justo…
Los dos nos reímos. Eché el cerrojo y cerré la puerta, y Sam se apresuró a abrir la portezuela de la camioneta. Me alegré de haberme puesto pantalones, porque me imaginé tratando de subir a la elevada cabina con una de mis faldas cortas.
– ¿Necesitas un empujón?-preguntó esperanzado.
– Creo que ya estoy-dije, tratando de no sonreír.
Permanecimos en silencio durante el trayecto hasta el Centro Social, que se encontraba en la parte más antigua de Bon Temps: la zona anterior a la guerra. La estructura en sí no era de esa época, pero sí que hubo allí un edificio que quedó destruido en el conflicto, aunque nadie parecía conservar ningún registro de su función original. Los Descendientes de los Muertos Gloriosos constituían un grupo variopinto: había algunos miembros muy ancianos y frágiles, y otros no tan viejos y muy activos, e incluso había cierto número de hombres y mujeres de mediana edad. Pero no había jóvenes, cosa que la abuela lamentaba a menudo, lanzándome significativas miradas.
El Sr. Sterling Norris, viejo amigo de mi abuela y alcalde de Bon Temps, era aquella noche el encargado de recibir a los asistentes, y permanecía en la puerta estrechando la mano de todos los que entraban y cruzando unas palabras con ellos.
– Señorita Sookie, cada día está más guapa -dijo el Sr. Norris-. Y tú, Sam, hace una eternidad que no te vemos. Sookie, ¿es verdad que este vampiro es amigo tuyo?
– Sí, señor.
– ¿Puedes asegurar que estaremos todos a salvo?
– Sí, estoy convencida de que sí. Es una… persona muy agradable. -¿Cómo decirlo si no? ¿Un ser? ¿Una entidad? ¿"Si te gustan los muertos vivientes te caerá bien"?
– Si tú lo dices-dijo el Sr. Norris con ciertas dudas-. En mis tiempos una cosa así no era más que un cuento de hadas.
– Oh, Sr. Norris, todavía son sus tiempos-dije con la alegre sonrisa que se esperaba de mí, y él rió y nos invitó a pasar, como se esperaba de él. Sam me cogió de la mano y prácticamente me condujo hasta la penúltima fila de sillas metálicas. Saludé a mi abuela mientras nos sentábamos. La reunión estaba a punto de empezar y puede que en la sala hubiera unas cuarenta personas, una congregación bastante considerable para Bon Temps. Pero Bill no se encontraba allí.
Justo entonces la presidenta de los Descendientes, una mujer grande y pesada llamada Maxine Fortenberry, subió al estrado.
– ¡Buenas noches! ¡Buenas noches! -bramó-. Nuestro invitado de honor acaba de llamar para decir que ha tenido un problema con el coche y que llegará unos minutos tarde. Así que prosigamos y celebremos nuestra reunión habitual mientras lo esperamos.
La gente se sentó y tuvimos que soportar toda la parte aburrida. Sam estaba a mi lado con los brazos cruzados y la pierna derecha descansando sobre la izquierda a la altura del tobillo. Puse un cuidado especial en proteger mi mente y sonreír, y me sentí algo desalentada cuando Sam se inclinó con discreción hacia mí y susurró:
– Puedes relajarte.
– Pensé que ya lo estaba-respondí con otro susurro.
– No creo que sepas cómo hacerlo.
Lo miré arqueando las cejas. Tendría que decirle unas cuantas cosas al Sr. Merlotte después de la reunión.
Justo entonces llegó Bill, y durante unos instantes se extendió el silencio, mientras los que no lo habían visto con anterioridad se acostumbraban a su presencia. Si nunca has estado en compañía de un vampiro, es de verdad algo a lo que tienes que adaptarte. Bajo aquellas luces fluorescentes, Bill parecía mucho más inhumano que a la tenue luz de Merlotte's o la también débil iluminación de su propia casa. No había modo de que se lo confundiera con una persona normal. Su palidez resultaba muy marcada, por supuesto, y los profundos pozos de sus ojos tenían un aspecto oscuro y frío. Vestía un traje ligero azul, y estuve segura de que aquello obedecía a un consejo de la abuela. Tenía un gran aspecto. La marcada línea de sus cejas, la curva de su ancha nariz, sus labios cincelados, aquellas manos blancas de largos dedos y uñas arregladas con esmero… Mantuvo unas palabras con la presidenta, y esta quedó hechizada hasta la faja por la media sonrisa de Bill.
No supe si Bill estaba lanzando glamour sobre toda la sala, o si era tan solo que aquella gente estaba predispuesta a sentirse interesada, pero todos los presentes guardaron un expectante silencio. En ese momento Bill me vio. Juraría que parpadeó. Me hizo una leve inclinación y yo le devolví el asentimiento, sin poder ofrecerle ninguna sonrisa. Incluso entre toda aquella multitud me quedé aislada por el profundo pozo de su silencio.
La Sra. Fortenberry presentó a Bill, pero no recuerdo con exactitud lo que dijo ni cómo soslayó el hecho de que Bill era una criatura diferente.
Entonces, Bill comenzó a hablar. Observé con cierta sorpresa que se había traído algunas notas. A mi lado, Sam se inclinó hacia delante, con los ojos fijos en el rostro de Bill.
– …no nos quedaban mantas y teníamos muy poca comida -dijo sosegadamente-. Hubo muchos desertores.
No era un dato muy del agrado de los Descendientes, pero unos pocos asintieron mostrando su acuerdo. Ese relato debía de encajar con lo que habían aprendido de sus estudios. Un hombre muy mayor de la primera fila levantó la mano.
– Señor, ¿por casualidad conoció a mi bisabuelo, Tolliver Humphries?
– Sí-confirmó Bill tras unos instantes. Su expresión resultaba impenetrable-. Tolliver era amigo mío.
Y justo por un momento, hubo algo tan trágico en su voz que tuve que cerrar los ojos.
– ¿Cómo era?-preguntó el anciano con voz temblorosa.
– Bueno, era un temerario, lo que lo llevó a la muerte-dijo Bill con irónica sonrisa-. Era valiente. Nunca ganó un céntimo en su vida que no despilfarrara.
– ¿Cómo murió? ¿Estaba usted allí?
– Sí, yo estaba allí-dijo Bill con desaliento-. Vi cómo lo alcanzaba un disparo de un francotirador del Norte en los bosques, a unos treinta kilómetros de aquí. Andaba con lentitud porque se moría de hambre. Todos nos moríamos de hambre. Más o menos a media mañana, una fría mañana, Tolliver vio a un chico de nuestra tropa recibir un disparo mientras yacía mal cubierto en medio de un campo. El chico no murió, pero estaba muy herido. Pudo llamarnos, y lo estuvo haciendo durante toda la mañana, nos llamaba para que lo ayudáramos. Sabía que moriría si nadie iba a por él.
La sala había quedado tan silenciosa que se podía oír el ruido de un alfiler al caer.
– Gritó y gimió. Casi le disparé yo mismo para hacerlo callar, porque sabía que aventurarse en su rescate sería suicida, pero no pude obligarme a matarlo. Me dije que eso sería un asesinato, no un combate. Pero después deseé haberlo hecho, puesto que Tolliver estaba menos dispuesto que yo a soportar las súplicas del chaval. Después de dos horas de aullidos, me dijo que planeaba rescatarlo. Discutí con él, pero me contó que Dios quería que lo intentara. Había estado rezando mientras permanecíamos en el bosque. Aunque le dije a Tolliver que Dios no quería que arriesgara estúpidamente su vida, que tenía esposa e hijos en casa que rezaban por su regreso, Tolliver me pidió que distrajera al enemigo mientras él intentaba el rescate. Corrió hacia el campo como si fuese un día de primavera y él estuviera fresco como una rosa. Llegó a alcanzar al chico herido, pero entonces sonó un disparo y Tolliver cayó muerto. Un rato después el chico volvió a gritar pidiendo ayuda.
– ¿Qué le ocurrió?-preguntó la Sra. Fortenberry, con la voz lo más serena que pudo componer.
– Sobrevivió -dijo Bill, con un tono que me hizo sentir escalofríos en la columna-. Logró resistir hasta que cayó el sol y pudimos recogerlo durante la noche.
De algún modo aquellas personas de antaño habían vuelto a la vida mientras Bill hablaba, y el anciano de la primera fila tenía ahora unos recuerdos que acunar, unos recuerdos que decían mucho del carácter de su ancestro. No creo que ninguno de los que fueron aquella noche a la reunión estuviera preparado para el impacto de oír testimonios de la guerra civil de mano de un superviviente. Estaban embelesados, abrumados.
Cuando Bill terminó de responder a la última pregunta, el aplauso fue atronador, o al menos todo lo atronador que puede ser un aplauso de cuarenta personas. Incluso Sam, que no era el mayor fan de Bill, por decirlo de algún modo, tuvo que dar palmadas.
Luego todos quisieron tener una charla personal con Bill excepto Sam y yo. Mientras el reluctante conferenciante invitado era rodeado por los Descendientes, nosotros dos nos escabullimos hasta la camioneta de Sam. Fuimos al Crawdad Diner, un auténtico garito que por casualidad servía comida muy buena. Yo no tenía mucha hambre, pero Sam tomó pastel de limón de los cayos con su café.
– Ha sido interesante-dijo Sam con cautela.
– ¿La charla de Bill? Sí, lo ha sido -añadí, igual de cauta.
– ¿Sientes algo por él?
Después de tantos rodeos, Sam había decidido lanzarse al asalto por la entrada principal.
– Sí-dije.
– Sookie-me respondió-, no tienes futuro a su lado.
– Pues él ya lleva bastante en este mundo. Confío en que esté por aquí unos cuantos cientos de años más.
– Nunca se sabe lo que le va a suceder a un vampiro.
Eso no se lo podía discutir. Pero, como le señalé, tampoco se sabía lo que me podía suceder a mí, una humana. Tiramos de la cuerda en uno y otro sentido durante demasiado rato. Al final, exasperada, le dije:
– ¿Y qué más te da, Sam?
Su piel rubicunda se azoró. Me miró con sus brillantes ojos azules.
– Me gustas, Sookie. Como amigo, o puede que algo más en algún momento…
¿Cómo?
– …odiaría verte tomar una decisión equivocada.
Lo estudié. Noté que mi tradicional expresión de escepticismo tomaba posiciones: se me juntaban las cejas y las comisuras de los labios me tiraban hacia arriba.
– Claro -le dije, con un tono equiparable a mi expresión.
– Siempre me has gustado.
– ¿Tanto que has tenido que esperar hasta que alguien más mostrara interés por mí para poder mencionármelo?
– Me lo merezco. -Parecía estar dándole vueltas a algo en su cabeza, algo que quería decir, pero no tenía la resolución necesaria. En apariencia, fuese lo que fuese no lograba soltarlo.
– Vayámonos -sugerí. Me imaginé que sería complicado volver a conducir la conversación a terreno neutral. Mejor me iba a casa.
Fue un trayecto de vuelta muy gracioso. Sam parecía estar todo el rato a punto de hablar, y entonces sacudía la cabeza y guardaba silencio. Me sacaba tanto de quicio que tenía ganas de patearlo.
Llegamos a casa más tarde de lo esperado. La luz de la abuela estaba encendida, pero el resto del edificio estaba a oscuras. No vi su coche, así que supuse que había aparcado en la parte de detrás para descargar las sobras directamente a la cocina. La luz del porche también estaba encendida, para mí.
Sam rodeó el coche para abrirme la puerta y bajé. Pero en la oscuridad mi pie falló el estribo y casi me caí. Sam me cogió. Primero me agarró por los brazos para estabilizarme, y luego me envolvió con los suyos. Y me besó.
Supuse que no se trataría más que de un pequeño pico de buenas noches, pero su boca se recreó. Fue muy agradable, pero de repente mi censor interno dijo: "Es el jefe".
Me solté con delicadeza. Él se dio cuenta de inmediato de que me retiraba y, gentil, dejó resbalar sus palmas por mis brazos hasta que solo nos cogimos de las manos. Nos dirigimos a la puerta sin mediar palabra.
– Me lo he pasado bien -le dije en voz baja. No quería despertar a la abuela, ni sonar demasiado exuberante.
– Yo también. ¿Volveremos a salir?
– Ya veremos-le dije. En realidad aún no sabía lo que sentía por Sam.
Esperé hasta oír que su camioneta se alejaba antes de apagar la luz del porche y entrar en casa. Mientras andaba me iba desabrochando la blusa, agotada y con ganas de meterme en la cama.
Algo iba mal.
Me detuve en medio del salón. Miré a mi alrededor.
Todo parecía como siempre, ¿no?
Sí. Todo estaba en su sitio.
Era el olor.
Era una especie de olor metálico.
Un olor a cobre, penetrante y salado.
El olor de la sangre.
Y me rodeaba, allí abajo, no arriba, donde los dormitorios de invitados se alzaban solitarios.
– ¿Abuela?-llamé, odiando el temblor de mi voz.
Me obligué a avanzar, me obligué a ir hasta la puerta de su dormitorio. Estaba inmaculado. Comencé a encender las luces mientras recorría toda la casa.
Mi cuarto estaba como lo había dejado.
El baño estaba vacío.
El lavadero estaba vacío.
Encendí la última luz. La cocina estaba…
Grité, una y otra vez. Mis manos se agitaban inútilmente en el aire, temblando más con cada grito. Oí un crujido detrás de mí, pero no me preocupó. Entonces unas manos grandes me agarraron y me arrastraron, y un cuerpo se interpuso entre el mío y lo que había visto en el suelo de la cocina. No reconocí a Bill, pero él me alzó y me llevó hasta el salón, donde ya no pudiera ver aquello.
– ¡Sookie -me dijo con dureza -, calla ya! ¡No sirve de nada! -Si me hubiera tratado con amabilidad, hubiera seguido gritando.
– Lo siento-dije, aún fuera de mí-. Estoy actuando como aquel chico.
Me miró sin comprender.
– El de tu historia -dije atontada.
– Tenemos que avisar a la policía.
– Claro.
– Tenemos que marcar su número.
– Espera. ¿Cómo has llegado aquí?
– Tu abuela se ofreció a llevarme a casa, pero insistí en que viniera primero aquí para ayudarla a descargar el coche.
– ¿Y por qué sigues aquí?
– Te estaba esperando.
– ¿Entonces has visto quién la ha matado?
– No. He ido a mi casa, cruzando el cementerio, para cambiarme.
Llevaba tejanos azules y una camiseta de los Grateful Dead, y comencé a soltar risitas.
– Es para morirse de risa-dije, doblándome de las carcajadas. Y de pronto me puse a llorar, de manera igual de repentina. Cogí el teléfono y marqué el 911.
Andy Bellefleur estuvo allí en cinco minutos.
Jason vino en cuanto lo localicé. Traté de llamarlo a cuatro o cinco sitios, y al final lo encontré en Merlotte's. Terry Bellefleur atendía el bar aquella noche en lugar de Sam, y cuando volvieron a pasármelo tras decirle a Jason que viniera a casa de la abuela, le pedí que llamara a Sam y le contara que tenía problemas y no podría ir a trabajar durante unos días.
Terry debió de llamarlo de inmediato, porque Sam estuvo en mi casa en menos de treinta minutos, aún con las ropas que había llevado en la conferencia de esa noche. Al verlo me miré, porque recordé que me había desabotonado la blusa mientras caminaba por el salón, un hecho del que me había olvidado por completo, pero comprobé que tenía un aspecto decente. Bill debía de haberme vuelto a poner presentable. Puede que después aquello me resultara embarazoso, pero en ese momento me sentí agradecida.
Así que Jason llegó, y cuando le dije que la abuela estaba muerta, asesinada, se me quedó mirando. Parecía que no había nada detrás de sus ojos, como si hubiera perdido la capacidad para asimilar nuevos datos. Entonces lo que había dicho le caló, y mi hermano cayó de rodillas allí mismo, y yo me arrodillé delante de él. Me rodeó con sus brazos y me puso la cabeza en el hombro, y así estuvimos durante un rato. De la familia solo quedábamos nosotros.
Bill y Sam estaban en el patio delantero, sentados en unas sillas de jardín, para no interferir en el trabajo de la policía. Pronto nos pidieron a Jason y a mí que saliéramos al menos al porche, y también optamos por sentarnos fuera. Era una noche templada, y me senté de cara a la casa, con todas sus luces encendidas como una tarta de cumpleaños, y la gente que entraba y salía eran como hormigas que hubiesen sido invitadas a la fiesta. Toda aquella actividad rodeaba los restos de lo que había sido mi abuela.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Jason por último.
– Regresé de la reunión-dije muy poco apoco-. Después de que Sam se marchara en su camión, supe que algo iba mal. Miré en todas las habitaciones-era la historia de Cómo Encontré a la Abuela Muerta, versión oficial-. Y cuando entré en la cocina la vi.
Jason giró la cabeza con gran lentitud hasta que sus ojos se encontraron con los míos.
– Cuéntamelo.
Sacudí la cabeza en silencio. Pero estaba en su derecho a saberlo.
– La habían golpeado, pero trató de defenderse, o eso creo. El que lo ha hecho le ha dejado algunos cortes. Y después la estranguló-no pude ni mirara mi hermano ala cara-. Ha sido culpa mía.
– ¿Cómo puedes decir eso? -dijo él, sonando deprimido y anquilosado.
– Me imagino que alguien debió de venir a matarme como habían matado a Maudette y a Dawn, pero la abuela estaba aquí en mi lugar. -Pude observar que la idea se filtraba en la mente de Jason-. Se suponía que yo iba a quedarme aquí esta noche mientras ella iba a la reunión, pero Sam me pidió salir en el último momento. Mi coche seguía aquí, porque hemos ido en la camioneta de Sam, y la abuela había estacionado el suyo por detrás mientras descargaba, así que no parecía que ella estuviera en la casa, sino yo. La abuela trajo a Bill a casa, pero él la ayudó a descargar y después fue a cambiarse. Después de que se fuera, el que estuviera esperando… la atacó.
– ¿Cómo sabemos que no fue Bill? -preguntó Jason, como si Bill no estuviera sentado justo a su lado.
– ¿Cómo sabemos que no fue cualquiera?-dije, exasperada por las lentas entendederas de mi hermano-. Podría ser cualquiera, cualquiera que conozcamos. No creo que haya sido Bill. No creo que Bill matara a Maudette y a Dawn. Y creo que quien mató a Maudette y a Dawn ha matado a la abuela.
– ¿Sabías -dijo Jason, con voz demasiado alta- que la abuela te ha dejado toda la casa a ti?
Era como si me tiraran un cubo de agua fría a la cara. Vi que Sam también parpadeaba. Los ojos de Bill se oscurecieron y se hicieron más fríos.
– No, siempre supuse que tú y yo la compartiríamos como hicimos con la otra -me refería a la casa de nuestros padres, en la que Jason vivía ahora.
– También te deja todas las tierras.
– ¿Por qué dices esto? -Estaba a punto de volver a llorar, justo cuando me había convencido de que ya no me quedaban más lágrimas.
– ¡No fue justa! -gritó-. ¡No fue justa y ahora no puede corregirlo!
Comencé a temblar. Bill me hizo levantar de la silla y comenzó a caminar a mi lado de un extremo a otro del jardín. Sam se sentó frente a Jason y comenzó a hablarle con tesón. Su voz era profunda e intensa.
Bill me rodeaba los hombros con su brazo, pero yo no podía dejar de temblar.
– ¿De verdad quería decir eso? -pregunté, sin esperar ninguna respuesta de Bill.
– No -dijo. Alcé la mirada, sorprendida-. No ha podido ayudar a tu abuela, y no puede soportar la idea de que alguien te estuviera esperando y la matara a ella en tu lugar. Así que tiene que enfurecerse por algo, y en vez de enfadarse contigo por no haber muerto, se enfada por las cosas materiales. Yo no dejaría que me preocupase.
– Creo que es asombroso que tú me digas algo así -le respondí con franqueza.
– Oh, asistí a algunos cursos nocturnos de psicología-dijo Bill Compton, vampiro.
No pude evitar pensar que los depredadores siempre estudian a su presa.
– ¿Por qué me iba a dejar la abuela todo a mí, y no a Jason?
– Puede que lo descubras más adelante -dijo, y eso me pareció muy adecuado.
En ese momento Andy Bellefleur salió de la casa y permaneció sobre los peldaños, mirando al cielo como si hubiera pistas escritas en él.
– Compton-dijo con brusquedad.
– No -dije, y mi voz surgió como un gruñido.
Sentí que Bill me miraba con un gesto de leve sorpresa. Toda una reacción, viniendo de él.
– Tenía que suceder-dije furiosa.
– Has estado protegiéndome -me dijo-. Pensaste que la policía sospecharía que yo había matado a esas dos mujeres. Por eso querías asegurarte de que otros vampiros habían alternado con ellas. Ahora crees que este Bellefleur tratará de cargar sobre mí la muerte de tu abuela.
– Sí.
Respiró hondo. Estábamos en la oscuridad, junto a los árboles que delimitaban eljardín. Andy volvió a gritar el nombre de Bill.
– Sookie-me dijo Bill con amabilidad-, estoy tan seguro como tú de que eras la víctima prevista -era muy chocante oírselo decir a otra persona-. Y yo no las maté. Así que si el asesino ha sido el mismo, entonces yo no he sido, y él lo comprenderá. Incluso para ser un Bellefleur.
Comenzamos a andar hacia la luz. No quería que sucediera nada de aquello, quería que la gente y las luces desaparecieran. Todos ellos, y Bill también. Quería estar sola en la casa con mi abuela, y quería que pareciera feliz, como la última vez que la vi.
Era fútil e infantil, pero aun así podía desearlo. Estaba perdida en ese sueño, tan perdida que no vi el peligro hasta que fue demasiado tarde. Jason, mi hermano, se puso delante de mí y me dio una bofetada en la cara.
Fue tan inesperado y tan doloroso que perdí el equilibrio y me tambaleé de lado, aterrizando sobre una rodilla.
Pareció que Jason volvía otra vez a por mí, pero de inmediato Bill estuvo delante, en cuclillas, con los colmillos desplegados. Daba mucho miedo. Sam se encaró a Jason y lo derribó, y quizá le diera un golpe fuerte contra el suelo por si acaso.
Andy Bellefleur se quedó asombrado ante aquella muestra repentina de violencia. Pero tras un instante se colocó entre los dos grupitos, sobre el césped. Miró a Bill y tragó saliva, pero dijo con voz firme:
– Compton, déjalo. No la volverá a golpear.
Bill respiraba con agitación, tratando de controlar su ansia por la sangre de Jason. No podía leer sus pensamientos, pero sí su lenguaje corporal.
No pude comprender del todo los pensamientos de Sam, pero me quedó claro que estaba muy furioso.
Jason estaba sollozando. Sus pensamientos eran un amasijo triste, confuso y entremezclado.
Y a Andy Bellefleur no le gustábamos ninguno y desearía poder encerrarnos a todos los monstruitos por uno u otro motivo.
Me puse en pie de modo inseguro y me toqué la zona donde me dolía la mejilla, aprovechando ese dolor para que me distrajera del de mi corazón, de la terrible pena que me invadía. Parecía como si la noche no acabase nunca.
Fue el mayor funeral realizado nunca en la Parroquia de Renard. Eso dijo el pastor. Bajo un brillante cielo de verano precoz, mi abuela fue enterrada junto a mi madre y mi padre en la fosa familiar del antiguo cementerio situado entre su casa y la de los Compton.
Jason estaba en lo cierto. Ahora era mi casa. Y también las ochocientas hectáreas que la rodeaban, así como los derechos de explotación mineral. El dinero de la abuela, eso sí, se había dividido en partes iguales entre nosotros dos, y la abuela había estipulado que le diera a Jason mi mitad de la casa en la que habían vivido nuestros padres, si quería quedarme con todos los derechos de la suya. Eso fue fácil de hacer, y no quise recibir de Jason ningún dinero por mi mitad, aunque mi abogado puso mala cara cuando se lo expliqué. Jasoñ se saldría de sus casillas si le mencionaba que tenía que pagarme algo por mi mitad; el hecho de que yo también fuese dueña en parte nunca había sido para él más que una fantasía, pero que la abuela me dejara toda su casa le había supuesto toda una conmoción. Ella lo había comprendido mejor que yo.
Era una suerte para mí tener otros ingresos aparte de los del bar, pensé para tratar de concentrarme en algo que no fuera su pérdida. Pagar los impuestos de las tierras y la casa, además de los gastos de mantenimiento de la misma, a los que la abuela siempre había contribuido al menos en parte, iba a reducir de manera considerable mis fondos.
– Supongo que querrás mudarte -me dijo Maxine Fortenberry mientras limpiaba la cocina. Maxine me había traído huevos rellenos y ensalada de jamón, y trataba de ser aún más servicial fregando un poco.
– No -respondí, sorprendida.
– Pero cielo, con lo que sucedió justo aquí… -el rostro de Maxine se arrugó por la preocupación.
– Tengo más recuerdos buenos que malos de esta cocina – le expliqué.
– Oh, qué buen modo de verlo-dijo, asombrada-. Sookie, eres sin duda mucho más lista de lo que la gente se cree.
– Cielos, gracias, Sra. Fortenberry -respondí, y si notó mi tono seco no dio muestras de ello. Posiblemente fue lo más sabio.
– ¿Va a venir tu amigo al funeral?-En la cocina hacía buena temperatura. La corpulenta y pesadota Maxine se secaba con un paño de cocina. El punto donde había caído la abuela había sido fregado por sus amigas, Dios las bendiga.
– ¿Mi amigo? Ah, ¿Bill? No, no puede. -Me miró sin comprender-. Lo haremos de día, por supuesto.-Siguió sin entenderlo-. No puede salir.
– ¡Ah, claro! -Se dio una palmadita en la sien para indicar que tenía que meterse sentido común en la cabeza-. Boba de mí. ¿De verdad se achicharraría?
– Bueno, él dice que sí.
– ¿Sabes? Estoy tan contenta de que diera aquella charla en el club… Eso ha hecho mucho por convertirlo en parte de la comunidad.
Asentí distraída.
– Hay mucha preocupación por los asesinatos, Sookie. Se habla mucho de vampiros, de cómo son los responsables de estas muertes. -La miré con los ojos entrecerrados-. ¡No me pongas mala cara, Sookie Stackhouse! Como Bill fue tan amable contando aquellas historias fascinantes en la reunión de los Descendientes, casi todo el mundo cree que él no sería capaz de cosas tan terribles como las que les hicieron a esas mujeres. -Me pregunté que clase de historias circulaban en el pueblo, y me encogí de hombros-. Pero ha tenido algunos visitantes cuyo aspecto no ha gustado mucho a la gente.
Pensé si se refería a Malcolm, Liam y Diane. A mí tampoco me había gustado mucho su aspecto, y contuve el impulso automático de defenderlos.
– Los vampiros son tan distintos entre sí como los seres humanos-dije.
– Eso es lo que yo le conté a Andy Bellefleur -añadió, asintiendo con vehemencia-. Le dije: "Deberías ir detrás de alguno de esos otros, de los vampiros que no quieren aprender a vivir con nosotros, no como Bill Compton, que está haciendo un esfuerzo por integrarse". Me dijo en la funeraria que al fin había conseguido que le terminaran la cocina.
No pude sino quedarme mirándola fijamente. Traté de imaginarme qué podría hacer Bill en la cocina. ¿Para qué necesitaba una?
Pero no funcionó ninguna de las distracciones, y al final me di cuenta de que durante un tiempo iba a llorar cada dos por tres. Y lloré.
En el funeral, Jason se sentó a mi lado, superado en apariencia su ataque de rabia contra mí, de vuelta a su sano juicio. No me tocó ni me habló, pero tampoco me pegó. Me sentí muy sola. Pero entonces me di cuenta, al mirar hacia fuera, a la ladera de la colina, que todo el pueblo se apenaba conmigo. Había coches todo lo lejos que pude ver por las estrechas calles del cementerio, había cientos de personas vestidas de negro rodeando la carpa de la funeraria. Sam estaba allí, con un traje (tenía un aspecto poco habitual), y Arlene, junto a Rene, llevaba un floreado vestido de domingo. Lafayette estaba al fondo de la multitud, junto a Terry Bellefleur y a Charlsie Tooten; ¡debían de haber cerrado el bar! Y todos los amigos de la abuela, todos, al menos todos los que aún podían caminar. El Sr. Norris lloraba sin reservas, con un pañuelo blanco como la nieve sobre los ojos. El abultado rostro de Maxine estaba marcado por profundas líneas de pesar. Mientras el pastor decía lo que debía, mientras Jason y yo nos sentábamos solos en la zona destinada a la familia, en desparejadas sillas plegables, sentí que algo en mí se soltaba y volaba alto, hacia el brillante azul del cielo, y supe que, fuese lo que fuese lo que le había sucedido a mi abuela, ahora estaba en casa.
El resto del día se pasó volando, gracias a Dios. No quería recordarlo, no quería ni enterarme de lo que ocurría. Pero hubo un momento particular. Jason y yo estábamos junto ala mesa del comedor de la casa de la abuela, en una especie de tregua temporal entre ambos. Saludamos a los que venían a darnos el pésame, la mayoría de los cuales hicieron un esfuerzo por no mirarme demasiado el moratón de la mejilla.
Pasamos por ello, y Jason pensaba que después se iría a casa, bebería algo y no tendría que verme durante un tiempo, y que entonces todo volvería a estar bien, y yo pensaba casi exactamente lo mismo. Salvo lo de la bebida.
Una mujer bienintencionada se acercó a nosotros. Era el tipo de mujer que ha pensado hasta la última ramificación de una situación que, para empezar, no es en absoluto asunto suyo.
– Lo siento tanto por vosotros, chicos-dijo. Y entonces la miré. Por más que lo intentara no podía recordar su nombre. Era metodista, y tenía tres hijos ya mayores. Pero su nombre se escondía en el otro extremo de mi cabeza-. Ha sido tan triste veros allí hoy, a los dos solos, me recordabais tanto a vuestros padres -prosiguió. Su rostro formó una máscara de simpatía que supe que era automática. Miré un instante hacia Jason, volví a mirarla a ella y asentí.
– Sí-respondí. Pero escuché su pensamiento antes de que comenzara a hablar, y me quedé blanca.
– ¿Pero dónde estaba hoy el hermano de Adele, vuestro tíoabuelo? Es de suponer que aún vive.
– No estamos en contacto-dije, y mi tono hubiera bastado para desalentar a cualquiera más perceptivo que aquella señora.
– ¡Pero era su único hermano! Imagino que vosotros… -y su voz se apagó cuando nuestra mirada fija combinada logró hacer efecto al fin.
Varias otras personas habían comentado por encima la ausencia del tío Bartlett, pero les habíamos dado la señal de "esto es un asunto familiar" para pararles los pies. Esta mujer (¿cómo se llamaba?) no la había interpretado con tanta rapidez. Nos había traído una ensalada de tacos, y me dije que la tiraría a la basura en cuanto se fuera.
– Tenemos que decírselo-comentó Jason discretamente después de que la señora se alejara. Puse en guardia mis defensas, no tenía ningunas ganas de saber lo que estaba pensando él.
– Tú lo llamas-respondí.
– De acuerdo.
Y eso fue todo lo que nos dijimos el uno al otro durante el resto del día.