8

Arthur se pasó casi tres semanas yendo a la biblioteca municipal, un imponente edificio de estilo neoclásico, construido a principios del siglo XX, en cuyas decenas de salas de bóvedas majestuosas reina una atmósfera muy distinta de la de muchos otros sitios similares. En las reservadas a los archivos de la ciudad, es frecuente ver a miembros de la alta sociedad de San Francisco codeándose con antiguos hippies artríticos, contándose unos a otros anécdotas e historias de la ciudad desde puntos de vista coincidentes y divergentes. En la número 27 -la que alberga las obras de medicina-, fila 48 -la correspondiente a las obras de neurología-, devoró en unos días miles de páginas sobre el coma, la inconsciencia y la traumatología craneal.

Pero aunque sus lecturas lo ilustraban sobre la condición de Lauren, ninguna lo acercaba a una solución del problema que se le planteaba. Cada vez que cerraba un libro, esperaba encontrar una idea en el siguiente. Acudía todas las mañanas a primera hora, tomaba asiento junto a montones de manuales y se concentraba en sus «deberes». A veces se levantaba para acercarse a una consola informática y enviar mensajes repletos de preguntas a eminentes profesores de medicina. Algunos le contestaban, en ocasiones intrigados por la finalidad de sus investigaciones. Después volvía a su sitio y reanudaba el curso de sus lecturas.

Hacía un descanso para comer en la cafetería, adonde se llevaba revistas que trataban de los mismos temas, y acababa sus jornadas de estudio hacia las diez, la hora de cierre de la biblioteca.

Por la noche se encontraba con Lauren y, mientras cenaban, la ponía al corriente de sus investigaciones del día. Entonces se enzarzaban en auténticas discusiones, en las que ella acababa olvidando que Arthur no era estudiante de medicina. La confundía por la rapidez con la que había memorizado la terminología médica, A menudo se sucedían argumentos y réplicas hasta la madrugada y hasta el agotamiento. Por la mañana temprano, mientras desayunaba, Arthur le exponía el camino que seguiría durante su jornada de trabajo. Se negaba a que lo acompañara, alegando que su presencia le impediría concentrarse. Aunque Arthur no se desanimaba nunca delante de ella, y aunque sus palabras estaban siempre llenas de optimismo, cada silencio les hacía tomar conciencia de que no llegaban a ninguna parte.

El viernes que ponía fin a su tercera semana de estudio, se marchó de la biblioteca más pronto. En el coche puso al máximo el volumen de la radio mientras sonaba un tema de Barry White. Una sonrisa se dibujó en sus labios; giró bruscamente en California Street y se detuvo para hacer unas compras. No había descubierto nada de particular, pero de pronto le entraron ganas de preparar una cena especial. Estaba decidido a poner la mesa sin descuidar ni un solo detalle, a iluminarla con velas y a inundar el apartamento de música. Invitaría a Lauren a bailar y proscribiría toda conversación médica. Mientras una espléndida luz crepuscular iluminaba la bahía, aparcó ante la puerta de la pequeña casa victoriana de Green Street. Subió la escalera acompasadamente, hizo algunas acrobacias para introducir la llave en la cerradura y entró cargado de paquetes. Empujó la puerta con un pie y dejó todas las bolsas sobre el mostrador de la cocina.

Lauren estaba sentada en el alféizar de la ventana, contemplando la vista, y ni siquiera se volvió.

Arthur la llamó en un tono más bien irónico, pero era evidente que estaba de mal humor y desapareció de golpe. Desde el dormitorio, Arthur la oyó mascullar:

– ¡Y ni siquiera puedo dar un portazo!

– ¿Tienes algún problema? -preguntó.

– ¡Déjame en paz!

Arthur se quitó el abrigo y se dirigió apresuradamente hacia ella. Cuando abrió la puerta, la vio de pie, pegada al cristal, con la cabeza entre las manos.

– ¿Estás llorando?

– No tengo lágrimas, ¿cómo quieres que llore?

– ¡Estás llorando! ¿Qué pasa?

– Nada, no pasa nada de nada.

El buscó su mirada, pero ella le dijo que la dejara. Fue acercándose poco a poco, la rodeó con los brazos y la obligó a volverse para verle la cara.

Lauren agachó la cabeza. El se la levantó, empujándole la barbilla con la punta de un dedo.

– ¿Qué ocurre?

– Van a ponerle fin a esto.

– ¿Quién va a ponerle fin a qué?

– Esta mañana he ido al hospital. Mamá estaba allí y la han convencido para que los autorice a practicar la eutanasia.

– ¿De qué estás hablando? ¿Quién ha convencido a quién de hacer qué?


La madre de Lauren había ido, como todas las mañanas, al Memorial Hospital. En la habitación la esperaban tres médicos. Cuando entró, uno de los doctores, una mujer madura, se dirigió hacia ella y le preguntó si podían hablar en privado. La psicóloga delegada tomó a la señora Kline del brazo y la invitó a sentarse.

Comenzó entonces un largo discurso en el que fueron expuestos todos los argumentos para convencerla de que aceptara lo imposible. Lauren no era más que un cuerpo sin alma que su familia mantenía con un coste exorbitante para la sociedad. Resultaba más fácil mantener artificialmente con vida a un ser querido que aceptar su muerte, pero ¿a qué precio? Había que admitir lo inadmisible y decidirse por esta segunda opción sin sentirse culpable. Se había intentado todo. No era en absoluto un signo de cobardía. Era preciso tener el valor de admitirlo. El doctor Clomb insistía en la dependencia que ella mantenía en relación con el cuerpo de su hija.

La señora Kline se desasió violentamente y meneó la cabeza para expresar una negativa tajante. Ni podía ni quería hacer eso. Pero los argumentos de la psicóloga, de probada eficacia, erosionaban de minuto en minuto la emoción en beneficio de una decisión razonable y humana, demostrando con una retórica sutil que la negativa sería injusta y cruel tanto para ella como para los suyos, egoísta, nociva. La duda acabó por instalarse. Con gran delicadeza y serenidad, se pronunciaron argumentos más poderosos aún, palabras más sutiles, más culpabilizadoras. El sitio que ocupaba su hija en el servicio de reanimación impedía que otro paciente sobreviviera, que otra familia tuviese esperanzas fundadas. Una culpabilidad era sustituida por otra, y la duda iba ganando terreno. Lauren asistía a aquel espectáculo aterrorizada, veía cómo poco a poco decaía la determinación de su madre. Tras cuatro horas de conversación, la resistencia de la señora Kline se resquebrajó; admitió entre lágrimas que lo que decía el cuerpo médico era razonable. Aceptaba tomar en consideración que se le practicara la eutanasia a su hija. La única condición que ponía, lo único que pedía era que esperasen cuatro días, «para estar segura». Era jueves, de modo que no se debía hacer nada antes del lunes. Necesitaba prepararse y preparar a sus familiares. Los médicos asintieron compasivos, expresando su total comprensión y disimulando su profunda complacencia por haber encontrado en una madre la solución a un problema que toda su ciencia no podía resolver: ¿qué hacer con un ser humano que no está ni muerto ni vivo?

Hipócrates no había pensado que la medicina engendraría un día ese tipo de dramas. Los médicos salieron de la habitación, dejándola sola con su hija. Ella le asió una mano, apoyó la cabeza en su vientre y, llorando, le pidió perdón.

– No puedo más, cariño. Quisiera estar en tu puesto.

Lauren la contemplaba desde el otro extremo de la estancia con una mezcla de miedo, tristeza y horror. Se acercó a su vez a su madre y le rodeó los hombros con los brazos, pero ella no notó nada. En el ascensor, el doctor Clomb, dirigiéndose a sus colegas, se felicitó.

– ¿No temes que cambie de opinión? -preguntó Fernstein.

– No, no lo creo. Además, si es necesario volveremos a hablar con ella.

Lauren se apartó de su madre y de su propio cuerpo. Decir que vagó como un fantasma no es un pleonasmo. Regresó directamente al alféizar de la ventana, decidida a impregnarse de todas las luces, de todas las vistas, de todos los olores y estremecimientos de la ciudad. Arthur la rodeó con los brazos, envolviéndola en toda su ternura.

– Hasta cuando lloras estás guapa. Vamos, sécate las lágrimas. Impediré que lo hagan.

– ¿Cómo? -preguntó ella.

– Concédeme unas horas para pensarlo.

Lauren regresó a la ventana.

– ¿Para qué? -dijo, mirando fijamente una farola de la calle-. Quizá sea mejor así, quizá tengan razón.

¿Qué significaba eso de que quizás era mejor así? La pregunta, formulada en un tono agresivo, no obtuvo respuesta. Lauren, tan fuerte habitualmente, estaba resignada. Para ser honrada consigo misma, sólo tenía media vida, estaba destrozando la de su madre y, según ella, «nadie la esperaba a la salida del túnel».

– Suponiendo que haya un despertar…, y no hay nada menos seguro que eso.

– Pero ¿tú crees por un solo instante que tu madre se sentirá aliviada si mueres para siempre…?

– Eres encantador-dijo ella, interrumpiéndolo.

– ¿Qué he dicho?

– No, nada. Es lo de «morir para siempre» lo que me parece encantador, sobre todo en la situación actual.

– ¿Crees que llenará el vacío que vas a dejar? ¿Crees que lo mejor para ella es que tú renuncies? ¿Y yo?

Lauren le dirigió una mirada inquisitiva.

– ¿ Qué pasa contigo?

– Yo estaré esperándote cuando despiertes; puede que seas invisible para los demás, pero no para mí.

– ¿Es una declaración? -preguntó con tono sarcástico.

– No seas pretenciosa -repuso él con sequedad.

– ¿Por qué haces todo esto? -replicó ella, a punto de perder los estribos.

– ¿Por qué te pones provocadora y agresiva?

– ¿Por qué estás aquí, dando vueltas a mi alrededor, luchando por mí? ¿Qué es lo que no carbura en tu cabeza? ¿Cuál es tu motivación? -gritó Lauren.

– ¡Eres cruel!

– ¡Pues contesta! ¡Contesta honradamente!

– Siéntate a mi lado y cálmate. Voy a contarte una historia real y lo entenderás. Un día hubo una cena en casa, cerca de Carmel. Yo tendría como mucho siete años…


Arthur le contó un episodio narrado por un viejo amigo de sus padres durante una cena a la que éstos le habían invitado. El doctor Miller era un gran cirujano oftalmólogo. Aquella noche estaba raro, como confuso o intimidado, cosa nada propia de él, y la madre de Arthur, preocupada, le preguntó qué le ocurría. Entonces él contó la historia siguiente. Quince días antes había operado a una niña, ciega de nacimiento. La niña no sabía cuál era su aspecto, no comprendía lo que era el cielo, no conocía los colores y ni siquiera sabía cómo era el rostro de su propia madre. El mundo exterior le era desconocido; ninguna imagen había impregnado jamás su cerebro. Durante toda su vida había palpado formas y contornos, pero sin poder asociar alguna imagen a lo que le contaban sus manos.

Hasta que un día, jugándose el todo por el todo, Coco -todos lo conocían por este apodo- le practicó una operación «imposible». La mañana que precedía a la cena en casa de los padres de Arthur, solo en la habitación con la niña, le había quitado a ésta los vendajes.

– Empezarás a ver algo antes de que haya terminado de quitarte las vendas. ¡Prepárate!

– ¿Qué veré? -preguntó ella.

– Ya te lo he explicado, verás luz.

– Pero ¿qué es la luz?

– Vida. Espera un momento…

Y, tal como le había prometido, unos segundos después la luz del día entró en sus ojos. Fluyó a través de las pupilas, más rápida que las aguas de un río liberado de una presa que acabara de ceder, cruzó a toda velocidad los dos cristalinos y depositó en el fondo de cada ojo los miles de millones de datos que transportaba. Las células de sus dos retinas, estimuladas por primera vez desde el nacimiento de la criatura, provocaron una reacción química de una complejidad maravillosa para codificar las imágenes que se grababan en ellas. Los códigos fueron transmitidos instantáneamente a los dos nervios ópticos, que despertaban de un largo sueño y se apresuraban a encaminar aquel elevado caudal de datos hacia el cerebro. En unas milésimas de segundo, este último descodificó todos los datos recibidos y los transformó en imágenes animadas, dejando a la conciencia la tarea de asociarlas e interpretarlas. El procesador gráfico más antiguo, complejo y diminuto del mundo acababa de ser súbitamente unido a una óptica y se ponía en acción.

La niña, tan impaciente como asustada, asió la mano de Coco y le dijo:

– Espera, tengo miedo.

Él hizo una pausa, la tomó entre sus brazos y volvió a contarle lo que sucedería cuando acabara de quitarle las vendas. Recibiría cientos de datos nuevos que tendría que absorber, comprender y comparar con todo lo que su imaginación había creado. A continuación, Coco siguió desenrollando las vendas.

Al abrir los ojos, lo primero que la niña miró fueron sus manos; las movió como si fueran marionetas. Después inclinó la cabeza, sonrió, se echó a reír y a llorar a un tiempo sin poder apartar la mirada de los diez dedos, como para escapar a todo lo que la rodeaba y se tornaba real, probablemente porque estaba aterrorizada. Luego posó la mirada sobre su muñeca, esa forma de trapo que la había acompañado en sus noches y sus días absolutamente negros.

Su madre entró por el otro extremo de la habitación sin decir palabra. La niña levantó la cabeza y la miró fijamente durante unos segundos. ¡No la había visto nunca! Sin embargo, cuando aquella mujer todavía se encontraba a unos metros de ella, la expresión de la niña cambió. En una fracción de segundo, aquel rostro volvió a ser el de una niña muy pequeña que abrió los brazos y, sin vacilación alguna, llamó mamá a aquella «desconocida».

– Cuando Coco hubo terminado de contar esta historia, comprendí que desde entonces poseía una fuerza inmensa en su vida, podía decir que había hecho algo importante. Piensa simplemente que lo que hago por ti es en memoria de Coco Miller. Y ahora, si te has tranquilizado, debes dejarme pensar.

Lauren se limitó a murmurar algo en voz inaudible. Arthur se sentó en el sofá y se puso a mordisquear un lápiz que había tomado de la mesa de centro. Permaneció así largos minutos; luego se levantó de un salto, fue a sentarse a la mesa de trabajo y empezó a escribir en una hoja de papel. Necesitó casi una hora, durante la cual Lauren lo miraba como el gato que escruta atentamente una mariposa o una mosca. Inclinaba la cabeza con expresión intrigada cada vez que él se ponía a escribir o se detenía, mordisqueando de nuevo el lápiz. Cuando hubo acabado, se dirigió a ella muy serio.

– ¿Qué tratamientos aplican a tu cuerpo en el hospital?

– ¿Quieres decir además de asearlo?

– Me refiero sobre todo a los cuidados médicos.

Lauren le explicó que la alimentaban mediante perfusión, puesto que no había otro modo posible. Inyectaban tres veces a la semana unos antibióticos por razones preventivas. Describió los masajes que le practicaban en las caderas, los codos, las rodillas y los hombros para que no se le formaran escaras. Los demás cuidados consistían en controlar sus constantes vitales y su temperatura. No estaba conectada a un respirador artificial.

– Soy autónoma, ése es el problema para ellos; si no lo fuera, no tendrían más que desenchufar. Eso es más o menos todo.

– Entonces, ¿por qué dicen que es tan caro?

– Por la cama.

Lauren le explicó por qué en un servicio hospitalario las plazas costaban una fortuna. No se hacía ninguna distinción entre las diferentes clases de cuidados que se aplicaba a los pacientes. Se limitaban a dividir el coste de funcionamiento de cada servicio por el número de camas que tenía y el de días al año que estaban ocupadas; de esta forma se obtenía el coste diario de hospitalización por servicio: neurología, reanimación, ortopedia…

– Tal vez resolvamos nuestro problema y los suyos a la vez -dijo Arthur.

– ¿Qué piensas hacer?

– ¿Te has ocupado alguna vez de pacientes en tu estado?

Lo había hecho con pacientes ingresados en urgencias, pero durante períodos muy cortos, nunca durante hospitalizaciones largas.

– ¿Y si hubieras tenido que hacerlo?

Ella suponía que no le hubiera planteado ninguna dificultad; era casi un trabajo de enfermero, salvo cuando surgía alguna complicación repentina.

– Entonces, ¿sabrías hacerlo?

Lauren no entendía adónde quería ir a parar.

– Lo de la perfusión, ¿es muy complicado? -insistió Arthur.

– ¿En qué sentido?

– Complicado de conseguir. ¿Se puede encontrar en la farmacia?

– En la del hospital, sí.

– ¿En una farmacia pública no?

Lauren se quedó pensando unos segundos y asintió; se podía elaborar la perfusión comprando glucosa, anticoagulantes y suero fisiológico y mezclándolos. Por lo tanto, era posible. Además, a las personas que recibían este tratamiento en su domicilio se la preparaba una enfermera, que encargaba los productos en una farmacia central.

– Voy a llamar a Paul -dijo Arthur.

– ¿Para qué?

– Para lo de la ambulancia.

– ¿Qué ambulancia? ¿Qué piensas hacer?

– ¡Vamos a secuestrarte!

Lauren no entendía en absoluto adónde quería ir a parar, pero empezaba a estar preocupada.

– Vamos a secuestrarte. ¡Si no hay cuerpo, no hay eutanasia!

– Estás como una cabra.

– No creas, no creas…

– ¿Cómo vamos a secuestrarme? ¿Dónde esconderemos el cuerpo? ¿Quién se ocupará de él?

– Demasiadas preguntas a la vez.

Ella se ocuparía de su cuerpo; poseía la experiencia necesaria. Sólo había que encontrar la manera de conseguir provisiones de líquido de perfusión pero, por lo que había dicho, no parecía imposible. Tal vez habría que cambiar de farmacia de vez en cuando para no atraer demasiado la atención.

– ¿Con qué recetas? -preguntó Lauren.

– Eso forma parte de la primera pregunta, del cómo.

– Explícate.

El padrastro de Paul tenía un taller de reparación de carrocerías, especializado en coches de bomberos, de policía, ambulancias… «Tomarían prestada» una ambulancia, birlarían unas batas blancas e irían a buscarla para trasladarla de hospital. Lauren se echó a reír nerviosamente.

– ¡Pero esas cosas no funcionan así!

Le recordó que no se entraba en un centro hospitalario con la misma facilidad que en un supermercado. Además, para llevar a cabo un traslado había que hacer montones de trámites administrativos. Hacía falta un certificado de admisión del servicio de llegada, una autorización de salida firmada por el médico que trataba al paciente en cuestión y un volante de traslado de la compañía a la que perteneciera la ambulancia, acompañado de un documento donde se describieran las modalidades del traslado.

– Ahí es donde entras tú en juego, Lauren. Tú me ayudarás a conseguir esos papeles.

– ¡Pero si yo no puedo! ¿Cómo quieres que lo haga? No puedo tomar nada, desplazar nada…

– Pero ¿sabes dónde están?

– Sí, ¿y qué?

– Pues que seré yo quien los birle. ¿Conoces esos impresos?

– Sí, por supuesto, yo los firmaba todos los días, sobre todo en mi servicio.

Se los describió. Se trataba de impresos normales y corrientes, en papel blanco, rosa y azul, con el nombre y el logo de los respectivos hospitales y de la compañía de ambulancias.

– Entonces los reproduciremos -decidió Arthur-. Acompáñame.

Tomó la cazadora y las llaves. Estaba como hipnotizado, actuaba con una determinación que a Lauren apenas le dejaba la posibilidad de oponerse a aquel plan tan iluso. Subieron al coche, él accionó el mando a distancia de la puerta del garaje y se adentró en Green Street. Estaba oscuro. La ciudad estaba tranquila, pero él no, así que condujo deprisa hasta el Memorial Hospital. Fue directamente al aparcamiento del servicio de urgencias. Lauren le preguntó qué estaba haciendo.

– ¡Sígueme y no te rías! -se limitó a responder él con una sonrisilla en la comisura de los labios.

En el momento en que cruzó la primera puerta de urgencias, se dobló en dos sujetándose el vientre y se dirigió en esa postura al mostrador de admisión. La empleada de guardia le preguntó qué le pasaba. Él describió los violentos calambres que había empezado a sentir dos horas después de comer, precisó dos veces que ya lo habían operado de apendicitis y añadió que había tenido en otras ocasiones esa clase de dolores insoportables después de la operación. La auxiliar lo invitó a tenderse en una camilla en espera de que un interno lo atendiese. Lauren, sentada en uno de los brazos de una silla de ruedas, también empezaba a sonreír. Arthur interpretaba perfectamente el papel; hasta ella se había inquietado cuando él parecía a punto de desplomarse en la sala de espera.

– No sabes lo que estás haciendo -le había dicho en el mismo momento en que un médico iba a atenderlo.


El doctor Spacek se había presentado y lo había invitado a seguirlo hasta una de las salas situadas en el pasillo y separadas entre sí por una simple cortina. Le pidió que se tumbara en la cama y empezó a hacerle preguntas sobre sus dolores, al tiempo que leía la ficha donde figuraban todos los datos que habían solicitado en admisión. Excepto la edad en que se había convertido en un hombre, allí debía de constar prácticamente todo, pues aquello había sido lo más parecido a un interrogatorio policial. Afirmó que tenía unos calambres terribles.

– ¿Dónde tiene esos terribles calambres? -preguntó el doctor.

– En todo el vientre.

Le hacían un daño insoportable.

– No exageres -le susurró Lauren-, si no, te ganarás una inyección de calmantes, una noche en el hospital y, mañana por la mañana, un lavado radiobaritado seguido de una fibroscopia y una coloscopia.

– ¡Inyecciones no! -se le escapó sin querer.

– Yo no he mencionado las inyecciones -dijo Spacek levantando la cabeza de la ficha.

– Ya, pero prefiero decirlo enseguida porque no soporto las inyecciones.

El interno le preguntó si era nervioso, y Arthur hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Iba a palparlo, y él debía indicarle dónde era más vivo el dolor. Arthur asintió de nuevo con la cabeza. El médico colocó las dos manos, una sobre otra, en el vientre de Arthur y comenzó el examen.

– ¿Le duele aquí?

– Sí -contestó él, vacilante.

– ¿Y aquí?

– No, no te puede doler ahí-le susurró Lauren sonriendo.

Arthur negó de inmediato la existencia de todo dolor en el lugar donde el interno le estaba palpando.

Ella siguió guiándolo en sus respuestas durante toda la consulta. El médico dictaminó una colitis de origen nervioso. Debía tomar un antiespasmódico que le darían en la farmacia del hospital con la receta que estaba extendiéndole. Tras dos apretones de manos y tres «gracias, doctor», Arthur recorrió a paso ligero el largo pasillo que conducía a las oficinas. Llevaba en la mano tres documentos distintos, todos con el nombre y el logo del Memorial Hospital, uno azul, otro rosa y el tercero verde. El primero era una receta, el segundo, un recibo, y el último, un comprobante de salida donde había escrito en grandes caracteres: «Volante de traslado / Volante de salida», y en letra cursiva: «Tache lo que no proceda.» Exhibía una amplia sonrisa, satisfecho como estaba de sí mismo. Lauren caminaba a su lado. La tomó del brazo.

– Formamos un buen equipo, ¿eh?

De vuelta en casa, introdujo los tres documentos en el escáner conectado al ordenador y los copió. Ya disponía de una fuente inagotable de impresos de todos los colores y todas las formas, con los caracteres oficiales del Memorial.

– Se te da muy bien -dijo Lauren cuando vio salir de la impresora en color las primeras hojas con cabecera.

– Dentro de una hora llamaré a Paul -dijo él.

– Primero hablaremos un poco de tu plan.

Arthur admitió que tenía razón; debía preguntarle sobre todo lo relativo al procedimiento de un traslado. Sin embargo, de lo que ella quería hablar no era de eso.

– ¿De qué, entonces?

– Tu plan me conmueve, Arthur, pero es irrealizable, disparatado y demasiado peligroso para ti. Te meterán en la cárcel si te pillan, ¿y en nombre de qué, quieres decírmelo?

– ¿Y no es mucho más peligroso para ti si no intentamos hacer algo? ¡Sólo tenemos cuatro días, Lauren!

– No puedes hacer eso, Arthur. Perdona, pero yo no puedo permitir que lo hagas.

– Conocía a una chica que pedía perdón constantemente. Sus amigos no se atrevían ni a ofrecerle un vaso de agua por miedo a que se disculpara por tener sed.

– Arthur, no hagas el idiota. Sabes muy bien lo que quiero decir. ¡Es un plan de locos!

– La situación sí que es de locos, Lauren. No tengo alternativa.

– No dejaré que te expongas así por mí.

– Debes ayudarme, Lauren, en vez de hacerme perder el tiempo. Lo que está en juego es tu vida.

– Tiene que haber otra solución.

A Arthur sólo se le ocurría una alternativa a su plan: hablar con la madre de Lauren y disuadirla de aceptar la eutanasia. Pero esa opción era difícil de llevar a la práctica. No se habían visto nunca, y conseguir una cita era muy poco probable. No aceptaría recibir a un desconocido. Arthur podía decir que era amigo de su hija, pero Lauren creía que ella desconfiaría, pues conocía a todos sus allegados. Tal vez podría encontrarse con ella por casualidad, en un sitio a donde ella acostumbrara a ir. Había que dar con el lugar idóneo.

Lauren se quedó unos instantes pensativa y dijo:

– Va a pasear a la perra todas las mañanas a La Marina.

– Sí, pero necesitaría un perro al que pasear.

– ¿Por qué?

– Porque pasear con una correa sin perro me descalificaría en el acto.

– Puedes hacer footing.

A Lauren le pareció una buena idea. Arthur sólo tendría que caminar por La Marina a la hora del paseo de Kali, acercarse a la perra, hacerle unas carantoñas y aprovechar la ocasión para entablar conversación con su madre.

Arthur se levantó temprano, se puso unos pantalones de algodón y un polo. Antes de salir, le pidió a Lauren que lo abrazara con fuerza.

– ¿Qué te pasa? -dijo ella con timidez.

– Nada, no tengo tiempo de explicártelo; es por la perra.

Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y suspiró.

– Perfecto -dijo Arthur en tono enérgico, apartándose-. Me largo, si no, no me la encontraré.

Salió del apartamento como una exhalación, sin decir adiós siquiera. Lauren se encogió de hombros, suspirando: «Me abraza por la perra.»

Cuando inició el paseo, el Golden Gate aún dormía bajo una nube acolchada. Tan sólo las puntas de los dos pilares del puente rojo sobrepasaban la bruma que los envolvía. El mar encerrado en la bahía estaba en calma, las gaviotas matinales giraban en grandes círculos en busca de peces, las zonas de césped que bordeaban los muelles todavía estaban mojadas debido a la humedad de la noche, y los barcos amarrados se balanceaban suavemente. Todo estaba tranquilo; algunos corredores mañaneros hendían el aire cargado de humedad y frescor. Unas horas más tarde, un gran sol se instalaría sobre las colinas de Sausalito y Tiburón y liberaría al puente rojo de la bruma.

La vio de lejos, idéntica a la descripción que había hecho de ella su hija. Kali caminaba a unos pasos de ella. La señora Kline estaba sumida en sus pensamientos y parecía llevar a cuestas todo el peso de su pena. La perra se cruzó con Arthur y, sorprendentemente, se detuvo en seco para aspirar el aire a su alrededor, trazando círculos con el morro. Luego se acercó a él, le olfateó los pantalones e inmediatamente se tumbó, gimiendo. El animal empezó a sacudir la cola con frenesí, temblando de alegría y de excitación. Arthur se arrodilló y se puso a acariciarla suavemente. Kali se apresuró a lamerle la mano, aumentando la intensidad y la cadencia de sus gemidos. La madre de Lauren, extrañada, se acercó.

– ¿La conoce? -preguntó.

– ¿Por qué lo dice? -repuso él, levantándose.

– Porque en general es muy miedosa. No deja que se le acerque nadie, pero ahora parece que confía mucho en usted.

– No sé…, quizá…, se parece muchísimo a la perra de una amiga a la que quería mucho.

– ¿Sí? -dijo la señora Kline con el corazón latiéndole descompasadamente.

La perra se sentó a los pies de Arthur y se puso a ladrar, tendiéndole una pata.

– ¡Kali! -dijo la madre de Lauren-. Deja tranquilo a este señor.

Arthur tendió la mano y se presentó; la mujer correspondió un tanto indecisa al saludo. La actitud de la perra le resultaba de lo más desconcertante y se disculpó por tanta familiaridad.

– No pasa nada. Me encantan los animales, y su perra es muy simpática.

– Pero normalmente es muy huraña. Parece como si lo conociera.

– Siempre he atraído a los perros; yo creo que notan cuando se les aprecia. Tiene una cabeza preciosa.

– Es un cruce de podenco y labrador.

– Es increíble lo que se parece a la perra de Lauren.

La señora Kline sintió un mareo y sus facciones se crisparon.

– ¿Se encuentra bien, señora? -preguntó Arthur, tomándole la mano.

– ¿Conocía usted a mi hija?

– Es la perra de Lauren… ¿Es usted su madre?

– ¿La conocía?

– Sí, muy bien, éramos bastante amigos.

La señora Kline no había oído hablar nunca de él y quiso saber cómo se habían conocido. Arthur dijo que era arquitecto y que había conocido a Lauren en el hospital. Ella le había cosido un corte bastante feo que se había hecho con el cúter. Habían simpatizado y se veían a menudo.

– Yo iba de vez en cuando a urgencias a comer con ella, y en ocasiones también cenábamos juntos, cuando acababa pronto por la noche.

– Lauren nunca tenía tiempo de comer y siempre salía tarde.

Arthur agachó la cabeza sin decir nada.

– En fin, en cualquier caso Kali parece conocerlo bien.

– Siento muchísimo lo que le ha pasado, señora. Después del accidente he ido a verla varias veces al hospital.

– Nunca hemos coincidido.

Arthur le propuso pasear un poco. Caminaron junto al agua y Arthur se aventuró a preguntarle por el estado de Lauren, aduciendo que hacía bastante que no iba a verla. La señora Kline habló de una situación estacionaria que ya no dejaba lugar a la esperanza. No dijo nada de la decisión que había tomado, pero describía el estado de su hija en unos términos absolutamente desesperados. Arthur hizo una pausa y empezó a pronunciar un discurso esperanzador. «Los médicos no saben nada del coma»… «Los personas que están en coma nos oyen»… «Algunas han vuelto en sí al cabo de siete años»… «No hay nada más sagrado que la vida, y si se mantiene en contra del sentido común, es una señal que hay que interpretar». Hasta invocó a Dios como «el único con derecho a disponer de la vida y la muerte». La señora Kline se detuvo de golpe y miró a Arthur a los ojos.

– Usted no estaba en mi camino por casualidad. ¿Quién es y qué quiere?

– Simplemente paseaba por aquí, señora, y si le parece que este encuentro no es el fruto de la casualidad, usted es la única que debe preguntarse el porqué. Yo no he adiestrado a la perra de Lauren para que se me acerque sin llamarla.

– ¿Qué quiere de mí? ¿Quién es usted para soltarme esas frases lapidarias sobre la vida y la muerte? Usted no sabe nada, absolutamente nada de lo que significa ir allí todos los días, verla inerte, sin que se mueva ni una sola de sus pestañas, ver que su pecho sube y baja mientras que su rostro permanece cerrado al mundo.

En un arrebato de cólera, le describió los días y las noches que había pasado hablándole con la loca esperanza de que la oyera; su vida, que había dejado de existir desde que su hija se había ido; la espera de una llamada del hospital diciéndole que todo había acabado. Ella le había dado la vida. Durante su infancia, la despertaba día tras día, la vestía y la llevaba al colegio, y por las noches la arropaba en la cama y le contaba un cuento. Había permanecido atenta a todas sus alegrías y a todos sus tormentos.

– Cuando llegó a la adolescencia, acepté sus enfados injustos, compartí sus primeros sufrimientos amorosos, la ayudé por la noche en sus estudios, revisé todos sus exámenes. Supe desaparecer cuando debía hacerlo, y no puede usted imaginar lo que la echaba de menos ya en vida… Desde que nació, todos los días me he acostado y me he despertado pensando en ella…

Las lágrimas reprimidas no la dejaron seguir. Arthur le rodeó los hombros y se disculpó.

– No puedo más -dijo ella en voz baja-. Perdone. Y ahora váyase, no debería haber hablado con usted.

Arthur se disculpó de nuevo, le acarició la cabeza a la perra y se alejó lentamente. Subió al coche y, mientras se alejaba, vio por el retrovisor a la madre de Lauren que lo miraba. Cuando entró en casa, Lauren estaba de pie sobre una mesa baja, haciendo equilibrios.

– ¿Qué haces?

– Me entreno.

– Ya lo veo.

– ¿Cómo ha ido?

Arthur le hizo un relato detallado del encuentro, decepcionado por no haber conseguido que su madre cambiara la decisión que había tomado.

– Tenías pocas posibilidades. Nunca cambia de opinión, es más terca que una mula.

– No seas dura, está sufriendo lo indecible.

– Habrías sido un yerno perfecto.

– ¿Cuál es el significado profundo de ese comentario?

– Ninguno. Simplemente, eres el tipo que las suegras adoran.

– Tu observación me parece mediocre, y no creo que ésa sea la cuestión.

– ¡Eso soy yo quien debe decirlo! Te quedarías viudo antes de casarte.

– ¿Qué pretendes decirme?

– Nada, no pretendo decirte nada. Bueno, me voy a contemplar el mar mientras todavía pueda hacerlo.

Lauren desapareció súbitamente, dejando a Arthur solo y perplejo en el apartamento.

– Pero ¿qué le pasa? -se preguntó en voz baja.

Después se sentó tras la mesa de trabajo, conectó el ordenador y empezó a escribir. Había tomado la decisión en el coche, cuando volvía de La Marina. No tenía alternativa, y había que actuar deprisa. El lunes, los médicos «dormirían» a Lauren. Hizo una lista de los accesorios que necesitaba para llevar a la práctica su plan. Imprimió el archivo y descolgó el teléfono para llamar a Paul.

– Necesito verte urgentemente.

– ¡ Ah, ya has vuelto de Knewawa!

– Es urgente, Paul, necesito tu ayuda.

– ¿Dónde quieres que nos veamos?

– Donde tú quieras.

– Ven a mi casa.

Paul lo recibió media hora más tarde. Se acomodaron en los sofás del salón.

– ¿Qué te pasa?

– Necesito que me hagas un favor sin preguntar nada. Quiero que me ayudes a secuestrar un cuerpo de un hospital.

– ¿Estamos en una novela negra? ¿Después del fantasma vamos a ocuparnos de un cadáver? Como sigas así te daré el mío, estará disponible.

– No es un cadáver.

– Entonces, ¿qué es? ¿Un enfermo en plena forma?

– Hablo en serio, Paul, y tengo mucha prisa.

– ¿No debo hacerte preguntas?

– Te resultaría difícil comprender las respuestas.

– ¿Porque soy demasiado tonto?

– Porque nadie puede creer lo que está pasándome.

– Inténtalo.

– Tienes que ayudarme a secuestrar el cuerpo de una mujer que está en coma y a la que van a practicarle la eutanasia el lunes. Y yo no quiero que lo hagan.

– ¿Te has enamorado de una mujer que está en coma? ¿Es la de tu historia del fantasma?

Arthur contestó con un vago «hummm…». Paul inspiró profundamente y se echó hacia atrás en el sofá.

– Esto exigirá una sesión de dos mil dólares en el psiquiatra. ¿Lo has pensado bien? ¿Estás decidido?

– Lo haré contigo o sin ti, pero lo haré.

– Compruebo que tienes debilidad por las historias sencillas.

– No tienes ninguna obligación de ayudarme, ya lo sabes.

– No, claro, ya lo sé. Te presentas aquí después de dos semanas de no tener noticias tuyas, estás irreconocible, me pides que me arriesgue a pasarme diez años en la cárcel por ayudarte a secuestrar un cuerpo de un hospital, y yo voy a rezar para metamorfosearme en dalai-lama, es mi única posibilidad. ¿Qué necesitas?

Arthur expuso su plan y los accesorios que Paul tendría que facilitarle, básicamente una ambulancia que sacaría del garaje de su padrastro.

– ¡Ah, y encima tengo que pringar al marido de mi madre! Me alegro de conocerte, amigo. De no ser por ti, me habría perdido todo esto.

– Sé que te pido mucho.

– No, no lo sabes. ¿Para cuándo la necesitas?

Necesitaba la ambulancia para el día siguiente por la noche. Actuarían hacia las once. Paul iría a buscarlo a su casa media hora antes. El lo llamaría por la mañana, temprano, para concretar todos los detalles. Estrechó con fuerza a su amigo entre sus brazos, dándole calurosamente las gracias. Paul, preocupado, lo acompañó hasta el coche.

– Gracias otra vez -dijo Arthur, sacando la cabeza por la ventanilla.

– Los amigos están para eso. A lo mejor yo te necesito a ti a fin de mes para ir a la montaña a cortarle las uñas a un oso gris. Te mantendré al corriente. Venga, lárgate, me da la impresión de que todavía tienes muchas cosas que hacer.

El coche desapareció pasado el cruce y Paul, dirigiéndose a Dios, alzó los brazos al cielo gritando:

– ¿Por qué yo?

Contempló las estrellas en silencio unos instantes y, como no parecía que fuese a recibir ninguna respuesta, se encogió de hombros y masculló:

– ¡Sí, ya sé! ¿Y por qué no?

Arthur se pasó el resto del día recorriendo farmacias y dispensarios y llenando el portamaletas del coche. De vuelta en casa, encontró a Lauren dormida en su cama. Se sentó junto a ella con mucho cuidado y le pasó la mano por encima mismo del pelo, sin tocarlo.

– Ahora consigues dormir -murmuró-. Eres guapísima.

Se levantó con el mismo cuidado y regresó al salón, a la mesa de trabajo. En cuanto hubo salido del dormitorio, Lauren abrió un ojo y sonrió maliciosamente. Arthur tomó los formularios administrativos que había impreso el día antes y comenzó a rellenarlos. Dejó algunas casillas vacías y los guardó en una carpeta. Se puso la cazadora, subió al automóvil y condujo en dirección al hospital. Dejó el vehículo en el aparcamiento de urgencias, con la puerta abierta, y entró en el recinto. Una cámara filmaba el pasillo, pero él no se dio cuenta. Recorrió el pasillo hasta llegar a una gran estancia que se utilizaba como comedor.

– ¿Qué hace usted aquí? -le preguntó una enfermera desde lejos.

Iba a darle una sorpresa a una vieja amiga que trabajaba allí, quizás ella la conocía, se llamaba Lauren Kline. La enfermera se quedó unos instantes perpleja.

– ¿Hace mucho que no la ha visto?

– Más de medio año.

Le explicó que era reportero fotográfico, que acababa de llegar de África y que quería saludarla.

– Somos muy amigos. ¿Ya no trabaja aquí?

La enfermera eludió la pregunta y le indicó que fuera a recepción, donde le informarían; lo sentía muchísimo, pero allí no iba a encontrarla. Arthur fingió inquietud y preguntó si pasaba algo. Ella, con manifiesta incomodidad, insistió en que se dirigiera a la recepción del hospital.

– ¿Tengo que salir del edificio?

– En principio sí, pero tendrá que dar mucha vuelta…

Le indicó cómo podía llegar a recepción por el interior. Él se despidió y le dio las gracias, sin abandonar la expresión preocupada que había adoptado. Una vez libre de la presencia de la enfermera, fue de un pasillo a otro hasta encontrar el que buscaba. En un cuarto que tenía la puerta entornada, vio dos batas blancas. Entró, las descolgó del perchero y se las escondió debajo del abrigo. Notó que en el bolsillo de una de ellas había un estetoscopio. Una vez en el pasillo siguió las indicaciones que le había dado la enfermera y salió del hospital. Rodeó el edificio, llegó hasta su coche, en el aparcamiento de urgencias, y regresó a casa. Lauren, sentada delante del ordenador, exclamó antes incluso de que entrara en la habitación:

– ¡Estás loco de atar!

Él se acercó a la mesa y dejó encima las dos batas, sin pronunciar palabra.

– Estás como una cabra. ¿ La ambulancia está en el garaje?

– Paul vendrá a buscarme con ella mañana a las diez y media de la noche.

– ¿De dónde las has sacado?

– ¡De tu hospital!

– Pero ¿cómo te las arreglas para hacer todo esto? ¿Quién puede detenerte cuando has decidido hacer algo? Enséñame las tarjetas que llevan las batas.

Arthur se puso la más grande y se volvió, imitando los cestos de un modelo desfilando por una pasarela.

– ¿Qué? ¿Cómo me ves?

– ¡Te has llevado la bata de Bronswick!

– ¿Quién es ése?

– Un eminente cardiólogo. El ambiente va a estar cargadito en el hospital; ya estoy viendo el montón de notas de servicio que van a colgar. Al jefe de seguridad se le va a caer el pelo. Es el médico más cascarrabias y pagado de sí mismo de todo el Memorial.

– ¿Qué probabilidad hay de que alguien me identifique?

Lauren lo tranquilizó.

La probabilidad era mínima; haría falta un golpe de mala suerte. Había dos cambios de equipo, el del fin de semana y el de la noche. No corría ningún peligro de cruzarse con un miembro de su equipo. El domingo por la noche era otro hospital, con otras personas y un ambiente distinto.

– Y mira, tengo hasta un estetoscopio.

– Póntelo alrededor del cuello.

Él obedeció.

– Estás muy sexy vestido de doctor, ¿sabes? -dijo Lauren con una voz muy dulce y femenina.

Arthur se sonrojó un poco. Ella le asió una mano y le acarició los dedos. Luego levantó los ojos hacia él y dijo con la misma ternura:

– Gracias por todo lo que estás haciendo por mí. Nadie me ha cuidado nunca tanto.

– ¡Claro! ¡Por eso ha venido el Zorro!

Lauren se levantó y acercó el rostro al de Arthur. Se miraron a los ojos. Él la tomó entre sus brazos, y ella apoyó su cabeza en su hombro.

– Hay muchas cosas por hacer -le dijo-. Tengo que ponerme a trabajar.

Se apartó para sentarse a la mesa de trabajo. Ella posó sobre él una mirada atenta y se retiró silenciosamente al dormitorio, dejando la puerta abierta. Arthur estuvo trabajando hasta muy entrada la noche, tecleando frente a la pantalla y muy concentrado en sus notas, sin parar más que para comer un poco de ensalada. Oyó que el televisor se ponía en marcha.

– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó en voz alta.

Ella no respondió. Arthur cruzó el salón y se asomó por la ranura de la puerta. Lauren estaba en la cama, tendida boca abajo. Desvió la mirada de la pantalla y le sonrió con expresión maliciosa. Él le devolvió la sonrisa y regresó al teclado. Cuando estuvo seguro de que se había metido en la película, se levantó y se dirigió al secreter. Sacó una caja, la dejó sobre la mesa y se pasó un buen rato contemplándola antes de abrirla. Era cuadrada, del tamaño de una caja de zapatos y estaba forrada con una tela desgastada por el paso de los años. Contuvo la respiración y levantó la tapa; contenía un montón de cartas atadas con un cordel de cáñamo. Tomó un sobre mucho más grande que los demás y lo abrió. Una carta cerrada y un manojo de llaves viejas, grandes y pesadas, cayeron del interior. Retuvo todo unos instantes entre las manos, sonriendo en silencio, y luego se metió la carta y las llaves en un bolsillo de la chaqueta. A continuación guardó la caja en su sitio y, tras volver a la mesa, imprimió el plan de acción. Por último, apagó el ordenador y se fue al dormitorio. Lauren estaba sentada a los pies de la cama, viendo una serie norteamericana. Llevaba el pelo suelto; parecía tranquila, serena.

– Todo está todo lo a punto que puede estar -dijo Arthur.

– Te lo preguntaré una vez más: ¿por qué haces esto?

– ¿Qué más da? ¿Por qué necesitas saberlo todo?

– Por nada.

Arthur entró en el cuarto de baño. Mientras escuchaba el ruido de la ducha, Lauren acarició suavemente la moqueta. Al pasar la mano, las fibras se irguieron por efecto de la electricidad estática. Arthur salió arropado con un albornoz.

– Ahora tengo que acostarme para estar en forma mañana.

Lauren se acercó a él y le dio un beso en la frente.

– Buenas noches. Hasta mañana-dijo antes de salir de la habitación.


El día siguiente transcurrió al ritmo de los minutos que se desgranan atrapados en la pereza de los domingos. El sol jugaba al escondite con los chaparrones. Hablaron poco. De vez en cuando, ella lo miraba fijamente y le preguntaba si estaba seguro de querer seguir adelante. El ya no respondía a su pregunta. Hacia la mitad del día, fueron a pasear por la orilla del mar. Arthur le rodeó los hombros con un brazo.

– Ven, vayamos junto al agua, me gustaría decirte una cosa.

Se acercaron todo lo posible a la orilla, donde las olas rompen contra la arena.

– Mira bien todo lo que hay a nuestro alrededor: agua embravecida, tierra indiferente a esa furia, montañas dominantes, árboles, luz que juega a cambiar de intensidad y de color cada minuto del día, pájaros que revolotean sobre nuestras cabezas, peces que intentan no ser atrapados por las gaviotas mientras ellos devoran a otros peces. Hay una armonía de ruidos: el de las olas, el del viento, el de la arena. Y en medio de todo ese concierto increíble de vidas y materias estamos tú, yo y todos los seres humanos que nos rodean. ¿Cuántos de ellos verán todo lo que acabo de describirte? ¿Cuántos son conscientes del privilegio que supone despertar todas las mañanas y ver, oler, tocar, oír y degustar? ¿Cuántos de nosotros somos capaces de olvidar por un instante nuestras preocupaciones para maravillarnos ante este prodigioso espectáculo? Resulta evidente que la mayor inconsciencia del hombre es la de su propia vida. Tú has tomado conciencia de ello porque estás en peligro, y eso te convierte en un ser único; eso y lo que necesitas para vivir: a los demás. Contestando a la pregunta con la que me martilleas desde hace días, te diré que si no me arriesgo, toda esta belleza, toda esta energía, toda esta materia viva será definitivamente inaccesible para ti. Por eso hago esto; conseguir devolverte al mundo da sentido a mi vida. ¿Cuántas veces me brindará la vida la posibilidad de hacer algo esencial?

Lauren no pronunció ni una palabra y acabó por bajar los ojos, clavando la mirada en la arena. Anduvieron uno junto a otro hasta el coche.

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