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La madre de Lauren estaba sentada en una silla, ante la puerta de una de las salas de reanimación. Al verlo, se levantó y se dirigió hacia él. Lo estrechó entre sus brazos y lo besó en la mejilla.

– No le conozco, sólo nos hemos visto una vez, no sé si acordará…, fue en La Marina. La perra lo reconoció. No sé por qué, no entiendo nada, pero le debo tanto que nunca sabré cómo darle las gracias.

Después le explicó la situación. Lauren había salido del coma hacía diez días, por alguna razón que nadie sabía explicarse. Una mañana, el electro encefalograma, plano desde hacía meses, había comenzado a moverse, manifestando una actividad eléctrica intensa. La enfermera de guardia había sido la primera en darse cuenta e inmediatamente había avisado al interno de servicio. Unas horas después, la habitación se había convertido en un panal de médicos al que todos acudían para dar su opinión o, simplemente, para ver a la paciente que había salido de un coma profundo. Los primeros días, Lauren había permanecido inconsciente. Luego, poco a poco, había empezado a mover los dedos y las manos. Desde el día anterior pasaba horas con los ojos abiertos, mirando todo lo que sucedía a su alrededor pero todavía incapaz de hablar o de emitir cualquier sonido. Algunos doctores pensaban que quizás hubiera que enseñarle de nuevo a hablar; otros estaban seguros de que, como en todo lo demás, llegado el momento recuperaría esa capacidad. La noche anterior había respondido a una pregunta con un parpadeo. Estaba muy débil; levantar un brazo parecía exigirle un esfuerzo considerable. Los médicos lo achacaban a una atrofia de los músculos debida a la posición horizontal y a su inercia durante tanto tiempo. Con tiempo y rehabilitación, también eso volvería a la normalidad. Los resultados de los escáneres y de las demás pruebas practicadas permitían ser optimistas. El tiempo confirmaría ese optimismo.

Arthur, sin escuchar el final del relato, entró en la habitación. El cardiógrafo emitía una señal regular y tranquilizadora. Lauren tenía los ojos cerrados; estaba dormida. Tenía la tez pálida, pero su belleza permanecía intacta. Al verla, lo embargó la emoción. Se sentó en el borde de la cama, tomó una de sus manos entre las suyas y le dio un beso en la palma. Luego se instaló en una silla y se quedó largas horas mirándola.

A primera hora de la noche, Lauren abrió los ojos, lo miró fijamente y le sonrió.

– Todo va bien, estoy aquí-le dijo él en voz baja-. No te esfuerces, muy pronto podrás hablar.

Ella frunció el entrecejo, vaciló un instante y le sonrió de nuevo. Luego volvió a dormirse.

Arthur iba todos los días al hospital. Se sentaba frente a ella y esperaba a que se despertara. Cada vez que lo hacía, le hablaba, le contaba lo que sucedía fuera.


Ella no podía hablar, pero siempre lo miraba fijamente cuando se dirigía a ella y después volvía a dormirse.


Pasaron así diez días más. La madre de Lauren y él se turnaban para acompañarla. Dos semanas más tarde, cuando Arthur llegó, la señora Kline salió al pasillo para anunciarle que la noche anterior Lauren había recuperado el uso de la palabra. Había pronunciado unas palabras muy despacio y con voz ronca. Arthur entró en la habitación y se sentó junto a ella. Estaba dormida. El le pasó una mano por el pelo y le acarició suavemente la frente.

– Echaba tanto de menos el sonido de tu voz… -dijo.

Ella abrió los ojos, le dirigió una mirada vacilante y preguntó:

– ¿Quién es usted? ¿Por qué viene todos los días?

Arthur comprendió enseguida lo que ocurría. Con el corazón encogido, le dedicó una sonrisa llena de ternura y amor y respondió:

– Lo que voy a decirle cuesta de entender y resulta imposible de admitir, pero si tiene la bondad de escuchar mi historia, si tiene la bondad de confiar en mí, entonces quizás acabe creyéndome, y es muy importante, porque usted es, sin saberlo, la única persona del mundo con quien puedo compartir este secreto.

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