14

– ¡Hay que confesarle la verdad y negociar con él!

– Tengo que darme prisa en sacar tu cuerpo de aquí.

– ¡No, no quiero! ¡Ya basta! Seguro que estará escondido por ahí y te pillará en flagrante delito. Para, Arthur, es tu vida. Ya lo has oído, te arriesgas a que te caigan cinco años de prisión.

Arthur presentía que el poli estaba marcándose un farol, que no tenía nada, que no conseguiría una orden judicial, y expuso su plan de salvamento: al caer la noche, saldrían por la parte de delante de la casa y meterían el cuerpo en la barca.

– Bordearemos la costa y te esconderemos en una gruta durante dos o tres días.

Si el policía indagaba, se quedaría con un palmo de narices y no tendría más remedio que abandonar.

– Te seguirá, porque es policía y porque es testarudo -replicó ella-. Todavía tienes una posibilidad de salir de este lío si le haces ganar tiempo en la investigación, si le ofreces la clave del enigma a cambio de un arreglo. Hazlo ahora; después será demasiado tarde.

– Está en juego tu vida, así que esta noche trasladaremos tu cuerpo.

– Arthur, tienes que ser razonable. Esto es una huida hacia delante, y es demasiado peligroso.

– Esta noche nos haremos a la mar -repitió Arthur, dándole la espalda.

Luego vació el maletero del coche. El resto del día se hizo largo. Se hablaron poco y apenas cruzaron unas miradas. Al final de la tarde, ella se plantó delante de él y lo estrechó entre sus brazos. El la besó con dulzura.

– No puedo dejar que te lleven, ¿lo entiendes? -dijo Arthur.

Ella lo entendía, pero le resultaba muy difícil permitir que comprometiera su vida.

Arthur esperó a que cayera la noche para salir por la puerta-ventana que daba a la parte de abajo del jardín. Anduvo hasta las rocas y comprobó que el mar se oponía a su proyecto. Grandes olas rompían contra la costa, imposibilitando la ejecución del plan que había trazado. La barca se estrellaría al primer golpe de mar. Y empezaba a soplar un viento que todavía empeoraba la situación. Se puso en cuclillas, con la cabeza entre las manos.

Lauren, que se había acercado a él sin hacer ruido, se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por los hombros.

– Volvamos -le dijo-, vas a quedarte frío.

– Yo…

– No digas nada, interpreta esto como una señal. Pasaremos esta noche sin atormentarnos y ya verás como mañana se te ocurre algo; además, a lo mejor el viento amaina al amanecer.

Pero Arthur sabía que el viento de alta mar anunciaba una tormenta que duraría por lo menos tres días. Cuando el mar se enfurecía nunca se calmaba en una noche. Cenaron en la cocina y encendieron la chimenea del salón. Hablaban poco. Arthur no paraba de pensar, pero no se le ocurría nada. Fuera, el viento soplaba con más fuerza, doblando los árboles hasta casi partirlos, la lluvia azotaba los cristales de las ventanas y el mar había iniciado un ataque sin cuartel contra la muralla de rocas.

– Antes me encantaba cuando la naturaleza se desmandaba así. Esta noche parece la banda sonora de Tornado.

– Te veo muy triste, Arthur, pero no deberías estarlo. No estamos despidiéndonos. No paras de decirme que no piense en el mañana, así que aprovechemos este momento que todavía nos pertenece.

– No lo consigo. Ya no sé vivir el momento sin pensar en el que le seguirá. ¿Cómo lo consigues tú?

– Pienso en los minutos presentes; son eternos.

Lauren decidió contarle una historia, un juego para distraerlo. Le pidió que imaginara que había ganado un concurso cuyo premio sería el siguiente: todas las mañanas, un banco le abriría una cuenta con 86.400 dólares. Pero como todo juego tiene sus reglas, éste tendría dos.

– La primera regla es que todo lo que no te has gastado a lo largo del día, se te retira por la noche. No puedes hacer trampas, no puedes traspasar ese dinero a otra cuenta, sólo puedes gastarlo. Pero a la mañana siguiente, al despertar, el banco te abre otra cuenta con 86.400 dólares para ese día.

»La segunda regla es que el banco puede interrumpir este juego sin previo aviso. En cualquier momento puede decirte que se ha acabado, que cancela la cuenta y ya no te abre ninguna más. ¿Qué harías?

Arthur no acababa de entenderlo.

– Pero si es muy sencillo, hombre, es un juego. Todas las mañanas, al despertar, te dan 86.400 dólares con la única condición de que los gastes durante ese día, pues el saldo no utilizado se te retirará cuando te vayas a dormir. Pero ese don del cielo o ese juego puede acabar en cualquier momento, ¿comprendes? Y la pregunta es: ¿qué harías si te encontraras en esa situación?

El respondió espontáneamente que se lo gastaría todo en lo que le apeteciera y en hacer multitud de regalos a las personas que quería. Emplearía hasta el último céntimo que le diera ese «banco mágico» en llevar la felicidad a su vida y a la de los que lo rodeaban.

– Incluso a la de gente que no conozco, porque no creo que pudiera gastar en mí y en mis allegados 86.400 dólares al día. Pero ¿adónde quieres ir a parar?

– Ese banco mágico lo tenemos todos -contestó ella-. Es el tiempo. El cuerno de la abundancia de los segundos que pasan.

»Todas las mañanas, al despertar, se nos abonan 86.400 segundos de vida en nuestra cuenta para ese día, y cuando nos dormimos por la noche no hay suma y sigue; lo que no se ha vivido en el día se ha perdido, ayer acaba de pasar. Todas las mañanas se repite ese prodigio, se nos abonan 86.400 segundos de vida, pero jugamos con esa regla inevitable: el banco puede cancelarnos la cuenta en cualquier momento sin previo aviso; en cualquier momento, la vida puede acabar. ¿Qué hacemos, pues, con nuestros 86.400 segundos diarios? ¿No son más importantes unos segundos de vida que unos dólares?

Desde el accidente, comprobaba a diario que muy pocas personas se percataban de lo que se cuenta y se aprecia el tiempo. Le expuso entonces las conclusiones de su historia:

– ¿Quieres entender qué es un año de vida? Pregúntaselo a un estudiante que acaba de suspender el examen de fin de curso. ¿Un mes de vida? Díselo a una mujer que acaba de traer al mundo a un niño prematuro y espera que salga de la incubadora para estrecharlo entre sus brazos, sano y salvo. ¿Una semana? Que te lo cuente un hombre que trabaja en una fábrica o en una mina para mantener a la familia. ¿Un día? Háblales del asunto a dos que están locamente enamorados uno de otro y esperan el momento de volver a estar juntos. ¿Una hora? Pregúntale a una persona claustrofóbica encerrada en un ascensor averiado. ¿Un segundo? Mira la expresión de un hombre que acaba de salvarse de un accidente de coche. ¿Y una milésima de segundo? Pregúntale al atleta que acaba de ganar la medalla de plata en los Juegos Olímpicos, en vez de la medalla de oro para la que lleva toda su vida entrenándose. La vida es mágica, Arthur, y hablo con conocimiento de causa, porque desde que sufrí el accidente saboreo el premio que es cada instante. Así que, por favor, aprovechemos todos estos segundos que nos quedan.

Arthur la tomó entre sus brazos y le susurró al oído:

– Cada segundo contigo cuenta más que cualquier otro segundo.

Pasaron así el resto de la noche, abrazados ante el hogar. El sueño los invadió al amanecer. La tormenta no había amainado, sino todo lo contrario. El timbre del móvil los despertó hacia las diez. Era Pilguez. Le pedía a Arthur que lo recibiera, tenía que hablar con él, y también le pedía disculpas por su comportamiento del día anterior. Arthur vaciló; no sabía si aquel hombre intentaba manipularlo o era sincero. Pensó en la lluvia torrencial, que no les permitiría quedarse fuera, y en que Pilguez utilizaría ese argumento para entrar en la casa. Sin apenas reflexionar, lo invitó a comer en la cocina. Tal vez para ser más fuerte que él, más desconcertante. Lauren no hizo ningún comentario; esbozó una sonrisa melancólica que a Arthur le pasó inadvertida.


El inspector de policía se presentó dos horas más tarde. Cuando Arthur abrió la puerta, una violenta ráfaga de viento se coló en el pasillo y Pilguez tuvo que ayudarle a cerrar el batiente.

– ¡Esto es un huracán! -exclamó.

– Estoy seguro de que no ha venido para hablar de meteorología.

Lauren los siguió hasta la cocina. Pilguez dejó la gabardina en una silla y se sentó a la mesa. Había dos cubiertos. Una ensalada César con pollo asado y una tortilla de champiñones constituirían la comida. Todo ello acompañado de un cabernet del Nappa Valley.

– Le agradezco mucho su amabilidad. Yo no quería causarle tanto trastorno.

– Lo que me trastorna, inspector, es que se empeñe en darme la tabarra con sus disparatadas historias.

– Si son tan disparatadas como dice, no le daré la tabarra mucho tiempo… Usted es arquitecto, ¿verdad?

– Lo sabe de sobra.

– ¿Qué tipo de arquitectura?

– Me he especializado en la restauración del patrimonio.

– Que consiste…

– En rehabilitar edificios antiguos; conservar la piedra, reestructurándola para adaptarla a la vida actual.

Pilguez había dado en el clavo; estaba llevando a Arthur a un terreno que le cautivaba. Pero lo que Pilguez descubrió es que a él también le apasionaba, de modo que el viejo inspector cayó en su propia trampa. Él, que había querido suscitar el interés en Arthur, abrir un camino a través del cual comunicarse, se dejó atrapar por el relato del sospechoso.

Arthur le dio una auténtica clase de historia de la piedra, desde la arquitectura antigua hasta la arquitectura tradicional, adentrándose en la arquitectura moderna y contemporánea. El viejo poli estaba fascinado, encadenaba unas preguntas con otras y Arthur respondía a todas ellas. La conversación se prolongó más de dos horas sin que en ningún momento les resultara pesada. Pilguez se enteró de cómo había sido reconstruida su propia ciudad después del gran terremoto, de la historia de los grandes edificios que veía todos los días, de un montón de anécdotas sobre cómo nacen las ciudades y las calles donde vivimos.

Los cafés se iban sucediendo, y Lauren asistía estupefacta e impasible a la extraña complicidad que iba tejiéndose entre los dos hombres.

Cuando Arthur estaba contando cómo fue concebido el Golden Gate, Pilguez lo interrumpió poniendo una mano sobre la suya y cambió bruscamente de tema. Quería hablarle de hombre a hombre, prescindiendo de su placa. Necesitaba comprender. Se describió como un viejo policía al que su instinto jamás había engañado. Intuía y sabía que el cuerpo de esa mujer estaba escondido en la habitación cerrada del fondo del pasillo. Sin embargo, no comprendía las motivaciones del secuestro. Arthur era para él el tipo de hombre que un padre querría tener por hijo; le parecía una persona sana, culta, apasionante. Entonces, ¿por qué iba a exponerse a echarlo todo a rodar robando el cuerpo de una mujer en coma?

– Es una lástima, yo creía que simpatizábamos de verdad -dijo Arthur, levantándose.

– ¡Y así es! Esto no tiene nada que ver… o, mejor dicho, lo tiene todo que ver. Estoy seguro de que tiene buenas razones y le propongo ayudarlo.

Sería totalmente honrado con él, y empezó por confesarle que no conseguiría la orden para esa noche porque le faltaban pruebas. Tendría que ir a San Francisco a ver al juez, discutir con él, convencerlo, pero lo lograría. Tardaría tres o cuatro días, el tiempo suficiente para que Arthur trasladara el cuerpo, pero le aseguró que semejante maniobra sería un error. El desconocía sus motivos, pero iba a arruinar su vida. Todavía podía ayudarlo, y se ofrecía a hacerlo si Arthur aceptaba hablar con él y explicarle las claves de aquel misterio. La réplica de Arthur estuvo teñida de cierta ironía. Le conmovía la generosa propuesta del inspector y su benevolencia, y al mismo tiempo le sorprendía haber conectado tanto con él en dos horas de conversación. Pero también se quejó de no comprender a su invitado. Se presentaba en su casa, lo recibía, lo agasajaba, y él se obstinaba en acusarlo sin pruebas ni motivos de un delito absurdo.

– No, es usted quien se obstina -replicó Pilguez.

– Y si soy su culpable, ¿qué razones tiene usted para ayudarme, aparte de resolver un enigma más?

El viejo poli respondió con sinceridad. A lo largo de su carrera se había enfrentado a muchos casos con centenares de motivos absurdos, a crímenes sórdidos, pero todos los culpables habían tenido un punto en común, el de ser criminales, mentes retorcidas, maníacos, malhechores, y no parecía que ése fuera el caso de Arthur. De modo que, después de haberse pasado la vida metiendo a chiflados entre rejas, si podía evitar que un buen tipo fuera a parar allí por haberse metido en un lío, «al menos tendría la sensación de haber estado una vez del lado bueno de las cosas», concluyó.

– Es muy amable por su parte, soy sincero al decirlo, y he disfrutado de esta comida con usted, pero no me encuentro en la situación que describe. No le echo, pero tengo trabajo. Quizá tengamos ocasión de volver a vernos.

Pilguez asintió con un gesto apesadumbrado de cabeza, y se levantó y se puso la gabardina. Lauren, que durante toda la conversación de los dos hombres había estado sentada sobre el aparador, bajó de un salto y los siguió cuando se adentraron en el pasillo que conducía a la entrada de la casa.

Pilguez se detuvo frente a la puerta del despacho y se quedó mirando el pomo.

– ¿Ha abierto ya el baúl de los recuerdos?

– No, todavía no -respondió Arthur.

– A veces es duro zambullirse en el pasado. Hace falta mucha fuerza, mucho valor.

– Sí, lo sé. Eso es lo que trato de encontrar.

– Estoy convencido de que no me equivoco, joven. Mi instinto no me ha engañado jamás.

Cuando Arthur se disponía a invitarlo a irse, el pomo comenzó a girar, como si alguien lo accionara desde el interior, y la puerta se abrió. Arthur se volvió, estupefacto. Vio a Lauren en el hueco de la puerta, sonriéndole con tristeza.

– ¿Por qué has hecho eso? -murmuró, con la respiración entrecortada.

– Porque te quiero.

Desde donde estaba, Pilguez vio inmediatamente el cuerpo que reposaba sobre la cama, con la perfusión. «Gracias a Dios, está con vida», pensó. Entró en la habitación, dejando a Arthur en la entrada, se acercó y se arrodilló junto al cuerpo. Lauren estrechó a Arthur entre sus brazos y lo besó tiernamente en la mejilla.

– No hubieras podido, y no quiero que arruines el resto de tu vida por mí. Quiero que vivas libre, quiero que seas feliz.

– Pero mi felicidad eres tú.

Ella le puso un dedo sobre los labios.

– No, así no. En estas circunstancias, no.

– ¿Con quién habla? -preguntó el viejo policía en tono amistoso.

– Con ella.

– Ahora debe contármelo todo si quiere que lo ayude.

Arthur dirigió a Lauren una mirada llena de desesperación.

– Tienes que contarle toda la verdad. Quizá te crea o quizá no, pero atente a la verdad.

– Venga -dijo Arthur dirigiéndose a Pilguez-, vamos al salón. Voy a contárselo todo.

Los dos hombres se sentaron en el gran sofá y Arthur contó toda la historia, desde aquella primera noche en su apartamento, cuando una desconocida que estaba escondida en el armario le había dicho: «Lo que voy a decirle cuesta de entender y resulta imposible de admitir, pero si tiene la bondad de escuchar mi historia, si tiene la bondad de confiar en mí, entonces quizás acabe creyéndome, y es muy importante, porque usted es, sin saberlo, la única persona del mundo con quien puedo compartir este secreto.»

Pilguez lo escuchó sin interrumpirlo ni una sola vez. Mucho más tarde, cuando hubo acabado su relato, Arthur se levantó del sillón y observó a su interlocutor.

– Ya ve, inspector, con semejante historia va a tener que añadir otro loco a su colección.

– ¿Está aquí, con nosotros? -preguntó Pilguez.

– Sentada en el sillón que se encuentra frente a usted, y está mirándolo.

Pilguez se frotó la corta barba meneando la cabeza.

– Claro -dijo-, claro.

– ¿Qué va a hacer ahora? -preguntó Arthur.

¡Iba a creerlo! Y si Arthur se preguntaba por qué, la respuesta era muy simple. Porque para inventarse semejante historia y correr los riesgos que él había corrido, no había que estar chiflado, había que estar completamente demente. Y el hombre que le había hablado en la mesa de la historia de la ciudad a la que él servía desde hacía más de treinta años no tenía nada de demente.

– Su historia tiene que ser cierta de cabo a rabo para que haya montado todo esto. Yo no creo mucho en Dios, pero sí creo en el alma humana; además, estoy al final de mi carrera y sobre todo tengo ganas de creerle.

– Entonces, ¿qué va a hacer?

– ¿Puedo llevarla al hospital en mi coche sin que corra ningún peligro?

– Sí-dijo Arthur con voz angustiada.

Entonces, tal como le había prometido, lo sacaría de aquel apuro.

– ¡Pero yo no quiero separarme de ella! ¡No quiero que le apliquen la eutanasia!

Esa era otra batalla.

– Yo no puedo hacerlo todo, amigo.

Ya iba a exponerse devolviendo el cuerpo, y sólo tenía la noche y tres horas de carretera para que se le ocurriese una razón convincente que explicara el hecho de haber encontrado a la víctima sin haber identificado al secuestrador. Como la chica estaba con vida y no había sufrido ninguna sevicia, creía que podría arreglárselas para que el expediente fuera a parar al cajón de los casos archivados. Era lo único que podía hacer.

– Pero ya es mucho, ¿no?

– Sí, lo sé -dijo Arthur, agradecido.

– Les dejaré la noche para los dos y pasaré mañana por la mañana, hacia las ocho. Prepárelo todo para el viaje.

– ¿Por qué hace esto?

– Ya se lo he dicho: porque usted me cae bien. Nunca sabré si su historia es real o si la ha soñado. Pero, en cualquier caso, siguiendo la lógica de su razonamiento, ha actuado en interés de ella. Casi podría afirmarse que era legítima defensa, aunque otros lo llamarían asistencia a persona en peligro; a mí me da igual. El valor es patrimonio de quienes actúan bien o lo mejor posible en el momento en que hay que actuar, sin calcular las consecuencias que de ello se puedan derivar. Bueno, ya está bien de charla, aproveche el tiempo que le queda.

El policía se levantó, y Arthur y Lauren lo siguieron. Un violento vendaval los acogió cuando abrieron la puerta de la casa.

– Hasta mañana -dijo Pilguez.

– Hasta mañana -contestó Arthur con las manos en los bolsillos.

El inspector desapareció en la tormenta.


Arthur no durmió, y al amanecer fue al despacho. Preparó el cuerpo de Lauren, luego subió a su habitación a hacer la maleta, cerró los postigos de toda la casa y la bombona de gas y cortó la electricidad. Tenían que volver al apartamento de San Francisco. Lauren no podía permanecer lejos de su cuerpo mucho tiempo sin sentir un gran cansancio. Habían hablado del asunto durante la noche y estaban convencidos de que sería así. Cuando Pilguez se hubiera llevado el cuerpo, emprendería también el regreso.

Pilguez se presentó a la hora acordada. En un cuarto de hora, Lauren fue envuelta en mantas e instalada en el asiento trasero del coche del policía. A las nueve, la casa estaba cerrada, sin ningún ocupante, y los dos vehículos iban camino de la ciudad. El inspector llegó al hospital hacia mediodía; Arthur y Lauren entraron en el apartamento más o menos a la misma hora.

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