Arthur bajó del automóvil y dio dos timbrazos breves. Acudió a la llamada una mujer bajita, con los ojos enmarcados por unas gafas con montura de pasta. Entreabrió la puerta y preguntó qué quería. Él contó lo mejor que pudo su historia. La enfermera le informó que había un reglamento, que si se habían molestado en hacerlo era sin duda alguna para aplicarlo, y que no tenía más que retrasar su viaje y volver al día siguiente.
El suplicó, invocó la excepción que confirma la regla, se dispuso a resignarse, con lágrimas en los ojos, y entonces vio que la enfermera cedía y miraba el reloj.
– Tengo que hacer la ronda -dijo-. Sígame sin hacer un solo ruido ni tocar nada, y dentro de quince minutos lo quiero fuera.
Arthur le tomó una mano y se la besó como muestra de agradecimiento.
– ¿Son todos así en México? -preguntó la mujer, esbozando una sonrisa.
Lo dejó entrar en el pabellón, invitándolo a acompañarla. Se dirigieron a los ascensores y subieron directamente a la quinta planta.
– Le llevaré a la habitación, haré la ronda y pasaré a buscarlo. No toque nada.
Empujó la puerta de la 505. La habitación estaba sumida en la penumbra. Tendida en la cama, iluminada por una tenue luz, había una mujer que parecía profundamente dormida. Desde la entrada, Arthur no podía distinguir sus rasgos.
– Dejo abierto -dijo la enfermera en voz baja-. Entre, no se despertará, pero lleve cuidado con lo que dice cerca de ella. Con los pacientes que están en coma, nunca se sabe. En cualquier caso, eso es lo que dicen los médicos. Lo que yo digo es otra cosa.
Arthur entró sigilosamente. Lauren estaba de pie junto a la ventana y le pidió que se acercara.
– Venga, hombre, no voy a morderle.
El no paraba de preguntarse qué hacía allí. Se acercó a la cama y bajó la mirada. El parecido era sorprendente. La mujer inerte estaba más pálida que su doble, que le sonreía, pero aparte de ese detalle sus rasgos eran idénticos.
– Es imposible. ¿Son hermanas gemelas? -preguntó Arthur, dando un paso atrás.
– ¡Es usted desesperante! No tengo ninguna hermana. Soy yo, tendida ahí, soy yo misma. Ayúdeme e intente admitir lo inadmisible. No hay ningún truco y no está usted dormido. Arthur, sólo le tengo a usted, ha de creerme, no puede darme la espalda. Necesito su ayuda, es usted la única persona del mundo con quien puedo hablar desde hace meses, el único ser humano que percibe mi presencia y me oye.
– ¿Por qué yo?
– No tengo ni la más remota idea. En todo esto no hay nada coherente.
– «Todo esto» es bastante espeluznante.
– ¿Cree que yo no tengo miedo?
Sí, tenía miedo para dar y vender. Era su propio cuerpo el que veía marchitarse un poco más cada día, como un vegetal, tendido con una sonda urinaria y una perfusión para ser alimentado. No tenía ninguna respuesta para las preguntas que él hacía y que ella se hacía también todos los días desde el accidente.
– Tengo interrogantes que usted ni imagina.
Con mirada triste, le hizo partícipe de sus dudas y sus miedos.
¿Cuánto tiempo duraría ese enigma? ¿Podría volver a llevar la vida de una mujer normal aunque sólo fuera unos días, caminar, estrechar entre sus brazos a las personas que quería? ¿Para qué servía haber dedicado tantos años a estudiar medicina si iba a acabar así? ¿Cuántos días le quedaban antes de que le fallara el corazón? Se veía morir, y tenía un miedo cerval.
– Soy un fantasma humano, Arthur.
Él bajó la mirada, evitando la suya.
– Para morir hay que irse, y usted sigue aquí. Venga, volvamos a casa, estoy cansado y usted también.
Le pasó un brazo por los hombros y la estrechó contra sí, como para consolarla. Al volverse, se encontró cara a cara con la enfermera, que lo miraba extrañada.
– ¿Le ha dado un calambre?
– No. ¿Por qué?
– Como tiene el brazo levantado y la mano cerrada… ¿No es un calambre?
Arthur soltó de golpe a Lauren y dejó caer el brazo a lo largo del cuerpo.
– No la ve, ¿eh? -le dijo a la enfermera.
– ¿Que no veo a quién?
– ¡No, a nadie!
– ¿Quiere descansar un poco antes de irse? Lo noto un poco raro.
La enfermera quiso animarlo: aquello siempre impresionaba, era normal, ya se le pasaría. Arthur contestó hablando muy lentamente, como si hubiera perdido las palabras y estuviera buscándolas.
– No, estoy bien, me voy.
Ella le preguntó, preocupada, si encontraría el camino. El se rehizo y la tranquilizó: la salida estaba al final del pasillo.
– Entonces le dejo aquí, todavía tengo trabajo en la habitación de al lado. Hay que cambiar las sábanas…, un pequeño accidente.
Arthur se despidió y se alejó por el pasillo. La enfermera lo vio levantar de nuevo el brazo hasta ponerlo en horizontal y mascullar:
– La creo, Lauren, la creo.
Frunció el entrecejo y entró en la habitación contigua. «Está claro que a algunos esto les afecta mucho.» Arthur y Lauren montaron en el ascensor. Él tenía la mirada gacha y no decía nada; ella tampoco. Salieron del hospital. En la bahía soplaba un viento del norte que había llevado consigo una lluvia fina y penetrante. Hacía un tiempo de perros. El se levantó el cuello del abrigo para protegerse del frío y le abrió la portezuela a Lauren.
– Vamos a olvidarnos de los efectos atraviesaparedes y a poner las cosas en su sitio, por favor.
Lauren entró normalmente en el coche y le sonrió.
Regresaron sin pronunciar palabra. Arthur iba concentrado en la conducción; Lauren miraba las nubes por la ventanilla. Cuando llegaron a la puerta de casa, ella se puso a hablar de miedo sin apartar la vista del cielo.
– Me gustaba mucho la noche por sus silencios, sus siluetas sin sombra, las miradas que no se ven durante el día. Como si dos mundos compartieran la ciudad sin conocerse, sin imaginar la reciprocidad de la existencia del otro. Montones de seres humanos aparecen al ponerse el sol y desaparecen al amanecer. No se sabe adonde van. Los del hospital éramos los únicos que podíamos conocerlos.
– Es una historia de locos, reconózcalo. Resulta difícil de admitir.
– Sí, pero no por eso vamos a quedarnos aquí y a pasarnos el resto de la noche repitiéndonoslo.
– Pues para lo que queda de noche…
– Aparque. Yo le esperaré arriba.
Arthur dejó el coche en la calle para no despertar a los vecinos con el ruido de la puerta del garaje. Subió la escalera y entró. Lauren estaba sentada en medio del salón, con las piernas cruzadas.
– ¿Quería ir al sofá? -le preguntó él, divertido.
– No, quería ir a la alfombra y estoy justo encima.
– Mentirosa. Estoy seguro de que apuntaba al sofá.
– ¡Le digo que quería sentarme en la alfombra!
– Es mala perdedora.
– Quería prepararle un té, pero… Debería acostarse, le quedan pocas horas de sueño.
Él le preguntó sobre las circunstancias del accidente. Ella le habló de los caprichos del «viejo inglés», el Triumph al que le tenía tanto apego, del fin de semana en Carmel a principios del verano anterior que había acabado en Union Square. No sabía qué había ocurrido.
– ¿Y su novio?
– ¿Mi novio?
– ¿Iba a verlo?
– Cambie la pregunta-dijo Lauren sonriendo-. Lo que debe preguntar es: «¿Tiene novio?»
– ¿Tenía novio? -repitió Arthur.
– Gracias por el imperfecto. Antes o después tenía que pasar.
– No me ha contestado.
– ¿De verdad le importa?
– No, lo cierto es que no sé por qué me meto en eso.
Arthur giró sobre sus talones y se dirigió al dormitorio. Invitó de nuevo a Lauren a descansar en la cama; él se instalaría en el salón. Ella le agradeció de nuevo su galantería, pero dijo que estaría perfectamente en el sofá. Él fue a acostarse. Estaba demasiado cansado para pensar en todo lo que implicaba esa noche; ya hablarían al día siguiente. Antes de cerrar la puerta le deseó buenas noches. Entonces ella le pidió un último favor.
– ¿Le importaría darme un beso en la mejilla?
Arthur inclinó la cabeza, desconcertado.
– Parece un niño de diez años con esa cara que pone. Sólo le he pedido que me dé un beso en la mejilla. Hace seis meses que nadie me ha tomado entre sus brazos.
El volvió sobre sus pasos, se acercó a Lauren, la asió por los hombros y la besó en las mejillas. Ella apoyó la cabeza en su pecho. Arthur se sintió confuso y patoso. Pasó torpemente los brazos alrededor de sus finas caderas y Lauren deslizó la mejilla por su hombro.
– Gracias, Arthur, gracias por todo. Váyase a dormir, debe de estar agotado. Le despertaré dentro de un rato.
El se fue al dormitorio, se quitó el jersey y la camisa, dejó los vaqueros en una silla y se metió bajo el edredón. El sueño lo invadió a los pocos minutos. Cuando estuvo profundamente dormido, Lauren, que se había quedado en el salón, cerró los ojos, se concentró y aterrizó en equilibrio precario sobre un brazo del sillón, enfrente de la cama. Miró cómo dormía. El rostro de Arthur estaba sereno, con una sonrisa en el nacimiento de los labios. Pasó largos minutos observándolo, hasta que también a ella la invadió el sueño. Era la primera vez que dormía desde el accidente.
Cuando despertó, hacia las diez, él seguía durmiendo profundamente.
– ¡Caramba! -exclamó. Se sentó junto a la cama y lo zarandeó-. Despierte, es muy tarde.
Él dio media vuelta:
– Carol-Ann, no tan fuerte… -masculló.
– ¡Qué amable, pero qué amable! Vamos, despierte, no soy Carol-Ann y son las diez y cinco.
Arthur fue despegando los párpados poco a poco; luego los abrió de golpe y se sentó en la cama.
– ¿Es decepcionante la comparación? -preguntó Lauren.
– Está usted aquí. Entonces, ¿no ha sido un sueño?
– Podría haberse ahorrado esa pregunta, la cosa está clara. Debería darse prisa, son las diez pasadas.
– ¿Cómo? -gritó él-. ¿No iba a despertarme?
– No estoy sorda, no sé Carol-Ann… Lo siento, me he dormido. No me había pasado desde que estoy en el hospital y esperaba celebrarlo con usted, pero ya veo que no está de humor. Vaya a arreglarse.
– Oiga, no hace falta que utilice ese tono burlón. Me ha hecho polvo la noche y ahora quiere machacarme la mañana. ¡Por favor!
– Compruebo que es usted muy amable por las mañanas -dijo Lauren en tono irónico-, pero lo cierto es que me gusta más cuando duerme.
– ¿Está haciéndome una escena?
– No remolonee y vaya a vestirse; todavía tendré yo la culpa de que llegue tarde…
– Pues claro que tiene usted la culpa, y si no le importa, tenga la amabilidad de salir, porque voy desnudo.
– ¿Ahora se ha vuelto púdico?
Él le rogó que le ahorrara una escena matrimonial nada más levantarse y tuvo la desafortunada ocurrencia de terminar la frase con un «porque si no…».
– ¡«Si no» son dos palabras que casi siempre están de más! -le espetó ella, antes de desearle en un tono ácido que tuviera un buen día y desaparecer súbitamente.
Arthur miró a su alrededor, dudó unos instantes y luego dijo:
– ¿Lauren?… Ya vale, sé que está aquí.
No obtuvo respuesta y se sintió decepcionado. Se duchó a toda velocidad. Al salir, repitió el ejercicio del armario y, ante la falta de reacción, se puso un traje. Tuvo que hacerse tres veces el nudo de la corbata.
– ¡Qué torpe estoy esta mañana! -masculló.
Una vez vestido, fue a la cocina y revolvió los objetos que había sobre el mostrador en busca de las llaves, pero las llevaba en un bolsillo. Salió de casa precipitadamente, se detuvo en seco, dio media vuelta y abrió la puerta de nuevo.
– Lauren, ¿todavía no ha vuelto?
Tras unos segundos de silencio, cerró con llave. Bajó directamente al aparcamiento por la escalera interior, buscó el coche, recordó que lo había dejado fuera, volvió a recorrer el pasillo corriendo y finalmente llegó a la calle. Al levantar la vista, vio a su vecino que lo miraba con perplejidad. Le dirigió una sonrisa forzada, introdujo torpemente la llave en la cerradura de la portezuela, se sentó al volante, puso el coche en marcha y salió disparado.
Cuando llegó al estudio, su socio, que estaba en el vestíbulo, meneó varias veces la cabeza al verlo e hizo una mueca.
– Creo que deberías tomarte unos días de vacaciones -dijo.
– Ocúpate de lo tuyo y no me jodas la mañana, Paul.
– ¡Vaya, qué amable!
– ¡No irás a empezar tú también!
– ¿Has visto a Carol-Ann?
– No, no he visto a Carol-Ann. He acabado con Carol-Ann, lo sabes perfectamente.
– Para que estés así, sólo hay dos explicaciones: o Carol-Ann, o una nueva.
– No, no hay ninguna nueva. Y aparta, que voy con retraso.
– No sin que sueltes prenda, sólo son las once menos cuarto. ¿Cómo se llama?
– ¿Quién?
– ¿Te has visto la cara?
– ¿Qué le pasa a mi cara?
– Has debido de pasar la noche con un carro de combate. ¡Vamos, cuéntamelo todo!
– Pero si no tengo nada que contar…
– ¿Y tu llamada de anoche con todas esas tonterías…? ¿Con quién estabas?
Arthur miró desafiante a su socio.
– Oye, anoche comí una porquería, apenas he dormido y he tenido una pesadilla. Por favor, no estoy de humor, así que déjame pasar, se me hace tarde de verdad.
Paul se apartó, pero cuando Arthur pasó por su lado le puso una mano sobre el hombro.
– Soy tu amigo, ¿verdad? -Arthur se dio la vuelta y él añadió-: Si tuvieras problemas, ¿me los contarías?
– Pero ¿se puede saber qué te ha dado? He dormido mal esta noche, eso es todo, no hagas una montaña de un grano de arena.
– Vale, vale… La reunión es a la una y hemos quedado arriba de todo del Hyatt Embarcadero. Si quieres, vamos juntos; después volveré al estudio.
– No, iré en mi coche. Después tengo una cita.
– Como quieras.
Arthur entró en su despacho, dejó la cartera y se sentó. Después llamó a su secretaria, le pidió un café, hizo girar el sillón hasta quedar frente a la ventana, se inclinó hacia atrás y se puso a pensar.
Unos instantes más tarde, Maureen entró en el despacho, con un portafirmas en una mano y un plato con un donut y una taza en el otro. Dejó el brebaje caliente en una esquina de la mesa.
– Le he puesto leche porque he pensado que es el primero de la mañana.
– Gracias. Maureen, ¿qué le pasa a mi cara?
– Parece decir: «Todavía no me he tomado el primer café de la mañana.»
– ¡Es que todavía no me he tomado el primer café de la mañana!
– Tiene algunos mensajes. Desayune tranquilamente, no hay nada urgente. Le dejo algunas cartas para firmar. ¿Se encuentra bien?
– Sí, me encuentro bien. Sólo estoy cansado.
En ese preciso instante, Lauren apareció en la estancia esquivando por los pelos la mesa y desapareciendo inmediatamente del campo de visión de Arthur al caer sobre la alfombra. Este se levantó de un salto.
– ¿Se ha hecho daño?
– No, no, estoy bien -contestó Lauren.
– ¿Por qué iba a hacerme daño? -preguntó Maureen.-No, usted no -repuso Arthur.
Maureen recorrió la estancia con la mirada.
– No somos muchos aquí.
– Pensaba en voz alta.
– ¿Pensaba en voz alta que yo me había hecho daño?
– No, estaba pensando en otra persona y me he expresado en voz alta, ¿a usted no le pasa nunca?
Lauren se había sentado con las piernas cruzadas en una esquina de la mesa y decidió increpar a Arthur.
– ¡No hace falta que me compare con una pesadilla! -le espetó.
– Pero si yo no la he llamado pesadilla…
– Sólo faltaría eso -intervino Maureen-. No encontrará pesadillas que le preparen café, puede estar seguro.
– ¡Maureen, no estoy hablando con usted!
– ¿Hay un fantasma en la habitación o padezco de ceguera parcial y estoy perdiéndome algo?
– Perdone, Maureen, esto es ridículo, yo soy ridículo… Estoy agotado y hablo en voz alta; tengo la cabeza en otra parte.
Maureen le preguntó si había oído hablar de la depresión provocada por el estrés.
– ¿Sabe que hay que reaccionar en cuanto aparecen los primeros síntomas? De lo contrario, uno puede tardar meses en recuperarse.
– Maureen, yo no tengo ninguna depresión causada por el estrés. He pasado una mala noche, eso es todo.
– ¿Lo ve? -intervino Lauren-. Mala noche, pesadilla…
– Basta, por favor, esto no puede ser, concédame un minuto.
– ¡Pero si yo no he dicho nada! -replicó Maureen.
– Maureen, déjeme solo, tengo que concentrarme. Haré un poco de relajación y ya está.
– ¿Va a hacer relajación? Me preocupa, Arthur, me preocupa mucho.
– No tiene por qué preocuparse, estoy bien.
Le rogó que lo dejara solo y que no le pasara ninguna llamada; necesitaba tranquilidad. Maureen salió del despacho a regañadientes y cerró la puerta. En el pasillo se cruzó con Paul y le dijo que le gustaría hablar con él un momento en privado.
Una vez solo en su despacho, Arthur clavó la mirada en Lauren.
– No puede aparecer así, de improviso. Va a ponerme en situaciones muy comprometidas.
– Quería disculparme por lo de esta mañana. Me he puesto insoportable.
– La culpa ha sido mía. Estaba de un humor de perros.
– No nos pasemos la mañana pidiéndonos perdón. Tenía ganas de hablar con usted.
Paul entró sin llamar.
– ¿Puedo decirte dos palabras?
– Es lo que estás haciendo.
– Acabo de hablar con Maureen. ¿Qué te pasa?
– ¿Queréis dejarme en paz de una vez? Si uno llega un día tarde y cansado no es como para que le diagnostiquen una depresión.
– Yo no he dicho que tengas una depresión.
– No, pero Maureen me lo ha dado a entender. Al parecer, esta mañana tengo una cara de alucine.
– De alucine, no, de alucinado.
– Es que estoy alucinado, chico.
– ¿Por qué? ¿Has conocido a alguien?
Arthur abrió los brazos e hizo un signo afirmativo con expresión picara.
– ¿Lo ves como no puedes ocultarme nada? Estaba seguro. ¿La conozco?
– No, es imposible.
– Bueno, cuéntame. ¿Quién es? ¿Cuándo la has conocido?
– Va a ser complicado… porque es un espectro. En mi apartamento hay una aparición, lo descubrí anoche por casualidad. Se trata de una mujer fantasma que vive en el armario de mi casa. He pasado la noche con ella, pero todo ha sido muy casto, no vayas a creer…, como fantasma es muy guapa, pero… -imitó a un monstruo-. No, en serio, es realmente una aparición bellísima… Aunque, bien pensado, no es una aparición, porque no ha llegado a irse, lo que explicaría lo del atractivo… En fin, ¿lo ves más claro ahora?
Paul dirigió a su amigo una mirada compasiva.
– Está bien, te llevaré a un médico.
– Nada de médicos, Paul, estoy perfectamente. -Y dirigiéndose a Lauren, añadió-: No va a ser fácil.
– ¿Qué es lo que no va a ser fácil? -preguntó Paul.
– No hablaba contigo.
– Ya, le hablabas al fantasma. ¿Está aquí, en esta habitación?
Arthur le recordó que se trataba de una mujer y le informó que estaba sentada justo a su lado, en una esquina de la mesa. Paul lo miró, pensativo, y pasó muy lentamente la palma de la mano por la mesa de su socio.
– Oye, ya sé que me he pasado muchas veces con mis bromas, pero ahora eres tú el que me asustas a mí, Arthur. Tú no te ves, pero tienes cara de estar ido.
– Estoy cansado, he dormido poco y seguramente tengo mala cara, pero por dentro estoy en plena forma. Te aseguro que no me pasa nada.
– ¿No te pasa nada por dentro? Pues por fuera estás hecho polvo. ¿Qué tal los lados?
– Paul, déjame trabajar. Eres mi amigo, no mi psiquiatra. Además, no tengo psiquiatra; no lo necesito.
Paul le pidió que no fuera a la reunión que tenían un rato más tarde para firmar un contrato. Conseguiría que lo perdieran.
– Creo que no te das cuenta de tu estado. Das miedo.
Arthur se levantó mosqueado, agarró la cartera y se dirigió hacia la puerta.
– De acuerdo, doy miedo, tengo cara de alucinado, así que me voy a mi casa. Aparta, déjame salir. ¡Vámonos, Lauren!
– Eres un genio, Arthur, tu representación es increíble.
– No estoy haciendo ninguna representación, Paul. Lo que pasa es que tú tienes una mente demasiado…, ¿cómo lo diría?…, una mente demasiado convencional para imaginar lo que estoy viviendo. No te culpo, desde luego; la verdad es que yo he evolucionado mucho en ese sentido desde anoche.
– Pero ¿te das cuenta de qué historia me has contado? ¡Es sensacional!
– Sí, tú lo has dicho. Oye, no te preocupes por nada. Me parece perfecto que vayas a la firma solo. Realmente he dormido poco, así que me voy a descansar. Te lo agradezco. Vendré mañana y todo irá mucho mejor.
Paul lo invitó a tomarse unos días libres, por lo menos hasta el fin de semana; una mudanza siempre resulta agotadora. Le ofreció sus servicios durante el fin de semana por si necesitaba algo, fuera lo que fuera. Arthur le dio las gracias con ironía, salió del estudio y bajó la escalera. Al salir del edificio, buscó a Lauren en la acera.
– ¿Está aquí?
Lauren apareció sentada sobre el capó de su coche.
– Le estoy creando un montón de problemas, lo siento muchísimo.
– No, no lo sienta. Después de todo, no hago esto desde hace la tira de tiempo.
– ¿El qué?
– Novillos. ¡Todo un día laborable sin dar golpe!
Desde la ventana, Paul, con el entrecejo fruncido, miraba a su socio hablar solo por la calle, abrir sin ninguna razón la portezuela del lado del acompañante y cerrarla de inmediato, dar la vuelta al coche y sentarse al volante. Aquello lo convenció de que su mejor amigo sufría una depresión causada por el estrés o que había tenido una conmoción cerebral.
Arthur, instalado en su asiento, apoyó las manos en el volante y suspiró. Luego miró fijamente a Lauren, sonriendo en silencio. Ella, sintiéndose violenta, le devolvió la sonrisa.
– Es irritante que lo tomen a uno por loco, ¿verdad? ¡Y gracias que a usted no lo han tratado de puta!
– ¿Por qué? ¿Ha sido confusa mi explicación?
– No, en absoluto. ¿Adonde vamos?
– A tomar un buen desayuno. Y mientras, usted me lo contará todo con detalle.
Paul seguía vigilando desde la ventana del despacho a su amigo, metido en el coche que tenía aparcado delante de la puerta del edificio. Cuando lo vio hablar solo, dirigiéndose a un personaje invisible e imaginario, decidió llamarlo al teléfono móvil.
En cuanto Arthur contestó, le pidió que no se marchara, que bajaba de inmediato, que tenía que hablar con él.
– ¿De qué? -preguntó Arthur.
– ¡Para eso voy a bajar!
Paul se precipitó escaleras abajo, cruzó el patio y, al llegar ante el automóvil, abrió la puerta del conductor y se sentó prácticamente sobre las rodillas de su mejor amigo.
– ¡Córrete!
– ¡Pero sube por el otro lado, zoquete!
– ¿Te importa que conduzca yo?
– No entiendo nada. ¿Vamos a hablar, o a ir a algún sitio?
– Las dos cosas. Venga, cambia de asiento.
Paul empujó a Arthur, se puso al volante e hizo girar la llave de contacto. El coche se alejó de la zona de aparcamiento. Al llegar al primer cruce, frenó bruscamente.
– Una cuestión previa: ¿tu fantasma va en el coche con nosotros en este momento?
– Sí. En vista de tu caballerosa forma de entrar, se ha sentado en el asiento posterior.
Paul abrió entonces la puerta de su lado, bajó del coche e inclinó el respaldo del asiento.
– Sé bueno -le dijo a Arthur-, pídele a Casper que se baje y nos deje solos. Necesito mantener una conversación contigo en privado. ¡Ya os veréis en tu casa!
Lauren apareció en la ventanilla del lado del acompañante.
– Ven a buscarme a North-Point -dijo-, voy a pasear por allí. Oye, si es muy complicado, no hace falta que le digas la verdad. No quiero ponerte en una situación comprometida.
– Es mi socio y mi amigo, no puedo mentirle.
– ¡Adelante, habla de mí con la guantera! -repuso Paul-. Anoche, sin ir más lejos, yo abrí la nevera y, al ver que había luz, entré y me pasé media hora hablando de ti con la mantequilla y una lechuga.
– ¡No estoy hablando de ti con la guantera sino con ella!
– ¡Muy bien, pues pídele a lady Casper que vaya a plancharse la sábana para que nosotros podamos hablar un poco!
Lauren desapareció.
– ¿Se ha ido ya el fantasma? -preguntó Paul, un poco nervioso.
– ¡No es «el», es «la»! Sí, se ha marchado. ¡Qué grosero eres! ¿A qué juegas?
– ¿Que a qué juego? -respondió Paul, haciendo una mueca. Volvió a arrancar-. A nada. Quería que estuviéramos solos, simplemente; tengo que hablarte de cosas personales.
– ¿De qué cosas?
– De los efectos secundarios que a veces aparecen varios meses después de haberse separado.
Paul soltó un rollo interminable: Carol-Ann no estaba hecha para él; en su opinión, esa mujer le había hecho sufrir mucho para nada y, además, no valía la pena; no era más que una desgraciada; apeló a su honradez para que reconociese que Carol-Ann no merecía que él viviera en el estado en que había vivido desde su separación; desde Karine, nunca había estado tan hundido. En el caso de Karine, lo entendía, pero en el de Carol-Ann, francamente…
Arthur le señaló que en la época de la famosa Karine tenían diecinueve años, y además él nunca había flirteado con ella. ¡Llevaba veinte años hablándole de aquella chica, simplemente porque la había visto primero! Paul negó haberla mencionado siquiera.
– ¡Como mínimo, dos o tres veces al año! -replicó Arthur-. Yo la tengo metida en el baúl de los recuerdos. ¡Ni siquiera consigo acordarme de su cara!
Paul comenzó a gesticular, súbitamente exasperado.
– Pero ¿por qué no has querido decirme nunca la verdad? Confiésalo, cabezota, reconoce que saliste con ella. ¡Puesto que hace veinte años, como bien dices, ya ha prescrito!
– ¡Me estás hartando, Paul! Supongo que no habrás bajado corriendo del despacho ni estaremos cruzando la ciudad porque de repente te han entrado ganas de hablarme de Karine Lowenski… Y por cierto, ¿adónde vamos?
– ¡No te acuerdas de su cara, pero no has olvidado su apellido!
– ¿Era ésa la cosa tan importante de la que querías hablarme?
– No, quiero hablarte de Carol-Ann.
– ¿Por qué quieres hablarme de ella? Es la tercera vez que la sacas a relucir desde esta mañana. No he vuelto a verla y no nos hemos telefoneado. Si estás preocupado por eso, no merece la pena que vayamos con mi coche hasta Los Ángeles, porque, no es por nada, pero acabamos de atravesar el puerto y estamos ya en South-Market. ¿Qué pasa? ¿Te ha invitado a cenar?
– ¿Cómo se te puede ocurrir que quiera cenar con Carol-Ann? En la época en la que estabais juntos ya me costaba hacerlo, y eso que tú estabas a la mesa…
– Entonces, ¿de qué se trata? ¿Por qué me haces atravesar media ciudad?
– Por nada, para que hablemos.
– ¿De qué?
– ¡De ti!
Paul giró a la izquierda y entró en el aparcamiento de un gran edificio de cuatro pisos con las paredes recubiertas de azulejos blancos.
– Paul, sé que esto va a parecerte una cosa de locos, pero de verdad que he conocido a un fantasma…
– Arthur, sé que esto va a parecerte una cosa de locos… pero voy a llevarte de verdad a que te hagan una revisión médica.
Arthur volvió bruscamente la cabeza y miró el frontispicio que adornaba la fachada delantera del inmueble.
– ¿Me has traído a una clínica? ¿Va en serio? ¿Es que no me crees?
– ¡Claro que te creo! Y te creeré todavía más cuando te hayan hecho un escáner.
– ¿Quieres que me hagan un escáner?
– Escúchame bien, calamidad. Si yo llego un día al estudio con cara de haber estado un mes embutido en una escalera mecánica, monto en cólera cuando habitualmente nunca pierdo los estribos, me ves desde la ventana andando por la acera con un brazo levantado formando un ángulo de noventa grados, después abrirle la portezuela del coche a un pasajero que no existe, y no contento con el efecto provocado, sigo hablando y gesticulando dentro del coche como si me dirigiera a alguien pero sin que haya nadie, nadie de nadie, y la única explicación que te doy es que acabo de conocer a un fantasma, espero que en ese caso estés tan preocupado por mí como yo lo estoy por ti en estos momentos.
Arthur esbozó una sonrisa.
– Cuando la vi en el armario, creí que se trataba de una broma tuya.
– Acompáñame. Necesito tranquilizarme.
Arthur se dejó llevar del brazo hasta el vestíbulo de la clínica. La recepcionista los siguió con la mirada. Paul instaló a Arthur en una silla y le ordenó que no se moviera. Se comportaba con él como si se tratara de un niño travieso que fuera a desaparecer de su vista en cualquier momento. Luego se acercó al mostrador y abordó a la joven.
– ¡Es una urgencia! -dijo elevando la voz y modulando exageradamente para que quedara bien claro.
– ¿De qué tipo? -preguntó ella en los mismos términos aunque con cierta impertinencia en la voz, mientras que el tono que Paul había empleado revelaba claramente su impaciencia y su nerviosismo.
– ¡Del tipo que está sentado allí, en aquel sillón!
– Le estoy preguntando de qué naturaleza es la urgencia.
– Traumatismo craneal.
– ¿Cómo ha ocurrido?
– El amor es ciego y no para de darle bastonazos en la cabeza y, claro, al final eso acaba por destrozarlo.
A ella le pareció una réplica muy ingeniosa, aunque no estaba segura de haberla entendido del todo. Sin cita y sin prescripción, no podía hacer nada por él. Lo sentía mucho.
– Espere para sentirlo.
Lo sentiría cuando él hubiera acabado de hablar, anunció Paul, antes de preguntar con voz autoritaria si esa clínica era la del doctor Bresnik. La recepcionista asintió con la cabeza. El le explicó en el mismo tono que en el seno de ese establecimiento era donde los sesenta colaboradores de su estudio de arquitectura se hacían un reconocimiento médico anual, traían sus hijos al mundo, y llevaban a sus retoños a que los vacunaran y les curaran resfriados, gripes, anginas y otras porquerías.
Sin hacer ninguna pausa, siguió explicándole que todos esos amables pacientes y, sin embargo, clientes de esa institución médica, dependían del energúmeno que tenía delante, así como del señor que estaba sentado con aire de desamparo en el sillón de enfrente.
– Así que, señorita, o el doctor Bresloquesea se ocupa de mi socio ahora mismo, o le aseguro que ni uno solo de ellos vuelve a pisar el felpudo de su suntuosa clínica ni siquiera para que le pongan un parche.
Una hora más tarde, Arthur, acompañado de Paul, empezaba a someterse a un chequeo completo. Después de un electrocardiograma realizado en estado de actividad (le hicieron pedalear en una bicicleta estática con montones de electrodos pegados al pecho), le sacaron sangre. Un médico le hizo después unos tests neurológicos (le pidieron que levantara una pierna -con los ojos abiertos y con los ojos cerrados-, le golpearon con un martillito en los codos, las rodillas y la barbilla, y hasta le arañaron la planta de los pies con una aguja). Por último, presionados por Paul, aceptaron hacerle un escáner. La sala donde se llevaba a cabo estaba dividida por un tabique de cristal. En un lado se encontraba la impresionante máquina cilíndrica, hueca en el centro para permitir la entrada total del paciente (por eso se la comparaba con un gigantesco sarcófago); en el otro lado había montones de tableros de mandos y monitores unidos por gruesos haces de cables negros. Arthur se tumbó sobre una estrecha plataforma cubierta con una sábana blanca y lo sujetaron con correas a la altura de la cabeza, y de las caderas; a continuación, el doctor pulsó un botón para introducirlo en el aparato. El espacio que había entre su piel y las paredes del tubo era tan sólo de unos pocos centímetros; no podía moverse. Le habían advertido que quizá sintiera una intensa sensación de claustrofobia.
Permanecería completamente solo mientras durara la prueba, pero podría comunicarse en todo momento con Paul y el médico, instalados al otro lado del tabique de cristal. La cavidad en la que se encontraba encerrado estaba provista de dos altavoces. Se podía hablar con él desde la sala de control. Apretando la pequeña pera de plástico que le habían puesto en una mano, activaría un micrófono y podría hacerse oír. Cerraron la puerta y la máquina comenzó a emitir una serie de sonidos.
– ¿Es insoportable lo que está sintiendo? -preguntó Paul con aire divertido.
El doctor le explicó que era bastante desagradable. Muchos pacientes claustrofóbicos no soportaban la prueba y lo obligaban a interrumpirla.
– No es nada dolorosa, pero el desde el punto de vista nervioso resulta difícil por el confinamiento del paciente y el ruido de la máquina.
– ¿Y se puede hablar con él?
Podía dirigirse a su amigo pulsando el botón amarillo que tenía al lado. El doctor precisó que era preferible hacerlo cuando el escáner no emitía sonidos, pues, de lo contrario, el movimiento de la mandíbula al responder podía hacer que los negativos quedaran borrosos.
– ¿Y ahí ve usted el interior de su cerebro?
– Sí.
– ¿Y qué se descubre?
– Todo tipo de anomalías. Un aneurisma, por ejemplo…
Sonó el teléfono y el doctor descolgó el aparato. Tras unos segundos de conversación, se disculpó ante Paul. Debía ausentarse un momento.
Le indicó que no tocara nada, que todo era automático, y le dijo que regresaría enseguida.
Cuando el médico hubo salido, Paul miró a su amigo a través del cristal, y una extraña sonrisa afloró a sus labios. Dirigió la mirada hacia el botón amarillo del micrófono. Vaciló un instante y luego lo pulsó.
– Arthur, soy yo. El médico ha tenido que salir, pero no te preocupes, yo estoy aquí para controlar que todo vaya bien. Es increíble la cantidad de botones que hay en este sitio. Parece que estés en la cabina de un avión. Y soy yo quien conduce la nave, porque el piloto ha saltado en paracaídas. Bueno, tío, ¿vas a desembuchar ahora? No saliste con Karine, de acuerdo, pero sí que te acostaste con ella, ¿verdad?
Cuando entraron en el aparcamiento de la clínica, Arthur llevaba bajo el brazo una decena de sobres de papel kraft llenos de informes y resultados de pruebas, todos absolutamente normales.
– ¿Me crees ahora? -preguntó Arthur.
– Déjame en el estudio y vete a descansar, como habíamos quedado.
– Estás eludiendo mi pregunta. ¿Me crees ahora que sabes que no tengo un tumor en la cabeza?
– Vete a descansar… Todo esto puede ser consecuencia del estrés.
– Paul, yo me he prestado a tu juego del chequeo, así que préstate tú también al mío.
– No creo que tu juego me vaya a parecer divertido. Hablaremos de eso más tarde. Tengo que ir directamente a la reunión; tomaré un taxi. Te llamaré más tarde.
Paul lo dejó solo en el coche. Arthur se alejó de allí en dirección a North-Point. En el fondo empezaba a gustarle aquella historia, su heroína y las situaciones que sin duda provocaría.