12

El inspector Pilguez se presentó en el hospital a las once. La enfermera jefe de guardia había llamado a la comisaría nada más empezar su turno, a las seis de la mañana. Una paciente en coma había desaparecido del hospital; se trataba de un secuestro.

Pilguez había encontrado la nota sobre su mesa al llegar y se había encogido de hombros, preguntándose por qué siempre le tocaban a él esa clase de asuntos. Había despotricado ante Nathalia, la encargada de repartir los casos en la Central.

– Oye, guapa, ¿te he hecho yo algo para que me asignes semejantes casos un lunes por la mañana?

– Habrías podido afeitarte mejor para empezar la semana -había contestado ella con una amplia sonrisa culpable.

– Una respuesta interesante. ¡Espero que le tengas cariño a tu silla giratoria, porque presiento que va a pasar mucho tiempo antes de que la dejes!

– ¡Eres un monumento a la amabilidad, George!

– ¡Sí, exacto, y eso me da derecho a elegir los palomos que me van a cagar encima!

Y había dado media vuelta. Empezaba una mala semana; aunque, para ser exactos, empalmaba con otra mala semana que había acabado dos días antes.

Para Pilguez, una buena semana estaría compuesta de días en los que sólo llamaran a los polis para resolver problemas de vecindad o de respeto al Código Civil. La existencia de la Brigada Criminal era un despropósito, pues significaba que en aquella ciudad había bastantes perturbados para matar, violar, robar y, ahora, secuestrar a personas en coma que estaban en el hospital. A veces pensaba que después de treinta años de profesión debería haberlo visto todo, pero cada semana ampliaba los límites de la demencia humana.

– ¡Nathalia! -gritó desde su despacho.

– ¿Sí, George? -dijo la encargada del reparto-. ¿No ha ido bien el fin de semana?

– ¿Podrías bajar a buscarme unos donuts?

Ella, con los ojos clavados en la barandilla de la comisaría mientras mordisqueaba el bolígrafo, hizo un gesto negativo con la cabeza.

– ¡Nathalia! -volvió a gritar el inspector.

Ella estaba copiando las referencias de los informes de la noche en el espacio reservado a tal efecto. En parte porque las casillas eran demasiado pequeñas y en parte porque el jefe del distrito séptimo, su superior, como ella lo llamaba irónicamente, era un maniático, se esforzaba en hacer una letra minúscula para no salirse de los recuadros.

– Sí, George, dime que te jubilas esta noche -contestó sin levantar siquiera la cabeza.

Pilguez se levantó de un salto y se plantó delante de ella.

– ¡Eso es una crueldad!

– ¿Por qué no te compras algo con lo que desahogarte?

– Porque para desahogarme te tengo a ti. Eso justifica el cincuenta por ciento de tu sueldo.

– Oye, los donuts esos te los voy a poner de sombrero. Venga, no seas ganso.

– ¿Ganso yo?

– Sí, tú. Eres un ganso horrible que ni siquiera sabe volar, andas como un ganso. Venga, vete a currar y déjame en paz.

– Eres preciosa, Nathalia.

– Claro, claro…, y tu belleza es comparable a tu simpatía.

– Venga, ponte la rebeca de tu abuela que voy a llevarte a tomar un café.

– ¿Y quién hace el reparto?

– Espera, no te muevas, voy a enseñártelo.

Se volvió y se acercó a paso rápido al joven en prácticas que clasificaba expedientes en el otro extremo de la habitación. Lo agarró del brazo y le hizo cruzar la gran sala hasta la mesa de la entrada.

– Bueno, amigo, ahora te sientas en esa silla de ruedas con brazos porque a la señora le ha correspondido un ascenso: un par de brazos mullidos. Tienes permiso para girar, pero sin dar más de dos vueltas completas en el mismo sentido. Descuelgas el teléfono cuando suene, dices: «Buenos días. Comisaría Central, Brigada Criminal, dígame…», escuchas lo que te digan, lo anotas todo en estos papeles y no vas a mear hasta que volvamos. Y si alguien te pregunta dónde está Nathalia, le dices que ha tenido de repente una indisposición propia de su sexo y que se ha ido corriendo a la farmacia. ¿Crees que serás capaz de hacerlo?

– ¡Con tal de no tomar café con usted, sería capaz hasta de limpiar los lavabos, inspector!

George hizo oídos sordos, agarró a Nathalia del brazo y la arrastró por la escalera.

– ¡Esa rebeca debía de sentarle bien a tu abuela! -le dijo sonriendo.

– ¡Cómo voy a aburrirme en este curro cuando te jubilen, George!

En la esquina de la calle parpadeaba un rótulo de neón rojo de los años cincuenta. Las letras luminosas que formaban el nombre, The Finzy Bar, enviaban un pálido resplandor al ventanal del viejo establecimiento. Finzy había tenido sus momentos gloriosos. Ahora sólo quedaba de aquel lugar anticuado una decoración de paredes y techos amarillentos, alféizares de madera envejecidos por el tiempo, parqué gastado por los miles de pasos ebrios y las pisadas de encuentros de una noche. Desde la acera de enfrente, parecía un cuadro de Hooper. Cruzaron la calle, se sentaron ante la vieja barra de madera y pidieron dos cafés largos.

– ¿Tan malo ha sido el domingo, grandullón?

– No puedes ni imaginarte lo que me aburro los fines de semana, preciosa.

– ¿Lo dices porque no pude almorzar contigo el domingo? -Él asintió con la cabeza-. Pero ve a algún museo, sal un poco…

– Si voy a un museo, al cabo de dos segundos veo a un carterista y tengo que acabar en el despacho.

– Pues vete al cine.

– Me duermo en la oscuridad.

– ¡Pues entonces vete a pasear!

– Esa es una buena idea. Iré a pasear, así no tendré pinta de gilipollas deambulando por las calles. ¿Qué haces? ¡Nada, estoy paseando! Estamos hablando de todo un fin de semana. ¿Qué tal con tu nuevo novio?

– Nada del otro mundo, pero estoy entretenida.

– ¿Sabes cuál es «el» defecto de los hombres? -preguntó George.

– No. ¿«Cuáles»?

– Los hombres no deberían aburrirse con una chica como tú. Si yo tuviera quince años menos, me apuntaría en tu carnet de baile.

– Pero si tienes quince años menos de los que crees, George.

– ¿Lo interpreto como un adelanto?

– Como un cumplido, y no está nada mal. Venga, yo me voy a trabajar y tú te vas al hospital. Parecían espantados.


George se encontró con la enfermera jefe Jarkowizski. Ésta miró al hombre mal afeitado, de formas redondas, pero elegante.

– Es terrible -dijo-. Nunca había pasado una cosa así.

Y en el mismo tono añadió que el presidente del consejo estaba furioso y quería verlo por la tarde. Tendría que exponer el asunto ante los administradores a primera hora de la noche.

– ¿La encontrará, inspector?

– Si empezara por contármelo todo desde el principio, podría ser.

Jarkowizski le explicó que el secuestro se había producido con toda seguridad en el cambio de servicio. No habían podido localizar todavía a la enfermera del turno de tarde, pero la del turno de noche había confirmado que la cama estaba vacía cuando hizo la ronda hacia las dos. Creyó que la paciente había muerto y que la cama aún no se había asignado a otro enfermo, según el ritual consistente en dejar libre durante veinticuatro horas una cama en la que ha fallecido alguien. Pero al hacer su primera ronda, Jarkowizski se había percatado del drama y había dado la voz de alarma.

– Quizá despertó del coma y, harta de estar en este hotel, se fue a pasear. Es legítimo, si llevaba tanto tiempo acostada.

– Me encanta su sentido del humor, debería hacer partícipe de él a la madre de la chica. Está en el despacho de uno de nuestros encargados de servicio y llegará de un momento a otro.

– Sí, claro -dijo Pilguez, mirándose los zapatos-. Y si se tratara de un secuestro, ¿cuál sería su finalidad?

– ¡Eso qué más da! -respondió la enfermera en un tono irritado, como si estuvieran perdiendo el tiempo.

– Pues, verá -dijo él sosteniendo su mirada-, por raro que parezca, el noventa y nueve por ciento de los crímenes tienen un móvil. Y resulta que, en principio, a nadie se le ocurre birlar un enfermo en coma un domingo por la noche simplemente para divertirse. Por cierto, ¿está segura de que no la han trasladado a otra planta?

– Sí, lo estoy. En recepción hay unos volantes de traslado a otro hospital. Se la llevaron en ambulancia.

– ¿De qué compañía? -preguntó el inspector, sacando un bolígrafo.

– De ninguna.

Al llegar por la mañana, ni se le había pasado por la cabeza la idea de un secuestro. Cuando le informaron que en la 505 había quedado una cama libre, enseguida había ido a recepción.

– Me parecía inadmisible que se hubiera hecho un traslado sin que me lo hubiesen comunicado, pero ya sabe lo que pasa hoy en día…, la falta de respeto a los superiores…, en fin, ésa no es la cuestión.

La recepcionista le había entregado los documentos y ella «había visto enseguida» que había algo sospechoso. Faltaba un impreso, y el azul no estaba bien cumplimentado.

– Me pregunto cómo es posible que esa cretina se dejara engañar.

Pilguez quiso conocer la identidad de la «cretina».

Se llamaba Emmanuelle y estaba de guardia el día anterior en admisión.

– Fue ella quien lo permitió.

George ya se había hartado de oír a la enfermera jefe, y como ella no se hallaba presente en el momento de producirse los hechos, tomó nota de los datos de todo el personal que estaba de guardia el día anterior y se despidió.

Desde el coche telefoneó a Nathalia y le pidió que invitara a todas aquellas personas a pasar por la comisaría antes de ir al trabajo.

Al final del día había escuchado a todo el mundo y sabía que, en la noche del domingo al lunes, un falso doctor con una bata robada a un médico auténtico, y muy desagradable por cierto, se había presentado en el hospital en compañía de un conductor de ambulancia y provisto de unos volantes de traslado falsificados. Los dos compinches se habían llevado sin ninguna dificultad el cuerpo de la señorita Lauren Kline, paciente en coma profundo. La declaración tardía de un externo le hizo corregir su informe: el falso doctor podía ser un verdadero médico, pues había sacado de un buen apuro al externo en cuestión al pedirle éste ayuda. Según la enfermera presente en aquel incidente imprevisto, la precisión con la que había aplicado una vía central hacía pensar en un cirujano o, al menos, en alguien que trabajaba en un servicio de urgencias. Pilguez había preguntado si un simple enfermero hubiera podido aplicar esa vía central, a lo que se le había respondido que enfermeros y enfermeras recibían ese tipo de formación, pero que, de todas formas, las decisiones tomadas, las indicaciones dadas al estudiante y la habilidad en la realización hacían pensar más bien que pertenecía al cuerpo médico.


– Bueno, ¿qué tienes de ese caso? -preguntó Nathalia, preparada para irse.

– Una historia que no acaba de convencerme. Un médico que al parecer fue al hospital a secuestrar a una mujer en coma. Un trabajo de profesional, una ambulancia fantasma, papeles administrativos falsificados…

– ¿De qué crees que se trata?

– Tal vez de tráfico de órganos. Roban el cuerpo, lo llevan a un laboratorio secreto, operan, extraen las partes que les interesan…, hígado, riñones, corazón, pulmones y demás, y lo venden por una fortuna a clínicas poco escrupulosas y necesitadas de dinero.

Le pidió que intentara obtener la lista de todos los establecimientos privados que disponían de un quirófano digno de tal nombre y que tenían dificultades económicas.

– Son las nueve, encanto, y me gustaría irme a casa. Eso puede esperar hasta mañana. No creo que las clínicas que te interesan vayan a declararse en quiebra durante la noche.

– ¿Ves como eres voluble? Esta mañana me anotabas en tu carnet de baile y esta noche ya te niegas a pasar una velada genial conmigo. Te necesito, Nathalia, échame una mano, preciosa.

– Eres un manipulador, querido George, porque por las mañanas no utilizas el mismo tono de voz.

– Sí, vale, pero ahora es de noche. ¿Qué? ¿Me ayudas? Vamos, quítate la rebeca de tu abuela y ayúdame.

– ¿Te das cuenta? Una petición hecha con tanta delicadeza es irresistible. Que pases una buena noche.

– ¿Nathalia?

– Sí, George…

– ¡Eres maravillosa!

– George, mi corazón no está disponible.

– ¡Yo no apuntaba tan alto, cielo!

– ¿Es tuyo eso?

– No.

– Ya me extrañaba.

– Bueno, vete a casa, ya me las arreglaré.

Nathalia se dirigió a la puerta, y al llegar se volvió.

– ¿Estás seguro de que podrás?

– Pues claro. ¡Vete a cuidar el gato!

– Soy alérgica a los gatos.

– Entonces, quédate a ayudarme.

– Buenas noches, George.

Nathalia bajó la escalera deslizando la mano por la barandilla.


Una vez solo en aquel piso, pues el equipo que se quedaba de guardia por la noche se instalaba en la planta baja de la comisaría, Pilguez encendió la pantalla del ordenador y se conectó con el fichero central. Después tecleó la palabra «clínica» y encendió un cigarrillo mientras esperaba que el servidor efectuara la búsqueda. Unos minutos más tarde, la impresora empezó a vomitar unas sesenta hojas de papel impreso. El inspector, ceñudo, se llevó el montón a su despacho.

– ¡Bueno, no es para tanto! Total, para averiguar cuáles podrían estar en la ruina, no hay más que ponerse en contacto con un centenar de bancos regionales y pedirles la lista de los establecimientos privados que han solicitado préstamos bancarios durante los diez últimos meses.

Había hablado en voz alta, y en la penumbra de la entrada oyó la voz de Nathalia:

– ¿Por qué los diez últimos meses?

– Porque es lo que dice el instinto policial. ¿Por qué has vuelto?

– Porque es lo que dice el instinto femenino.

– Muy amable por tu parte.

– Todo dependerá del sitio a donde me lleves a cenar después. ¿Crees que tienes una pista?

La pista en cuestión le parecía demasiado fácil. Le pidió a Nathalia que llamara a la sala de coordinación de las patrullas municipales y preguntara si por casualidad había algún rastro de un informe sobre una ambulancia que hiciera referencia a la noche del domingo.

– ¡Un golpe de suerte puede tenerlo cualquiera! -dijo.

Nathalia descolgó el teléfono. En el otro extremo de la línea, el policía de guardia efectuó una búsqueda en su terminal, pero no se había presentado ningún informe de esas características. Nathalia le pidió que ampliara la búsqueda a la región, pero también en este caso las pantallas permanecieron en blanco. El policía lo sentía mucho, pero ninguna ambulancia había cometido una infracción o había sido objeto de un control en la noche del domingo al lunes. Nathalia colgó tras pedirle que se le informara de cualquier novedad al respecto.

– Lo siento, no tienen nada.

– Bueno, entonces te llevo a cenar, porque los bancos no nos dirán nada esta noche.

Fueron al Perry's y tomaron asiento en la sala que daba a la calle.

George escuchaba a Nathalia distraído, dejando flotar la mirada a través de la cristalera.

– ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, George?

– Es una de esas preguntas que no hay que hacerse nunca, preciosa.

– ¿Porqué?

– ¡Cuando se ama no se cuenta!

– ¿Cuánto?

– Lo suficiente para que me aguantes y no lo bastante para que ya no me soportes.

– ¡No, hace mucho más tiempo!

– Lo de las clínicas no encaja. No veo claro el móvil. ¿Para qué?

– ¿Has hablado con la madre?

– No. Lo haré mañana por la mañana.

– Quizás haya sido ella porque está harta de ir al hospital.

– No digas tonterías. Una madre no lo haría, es demasiado arriesgado.

– Quiero decir que tal vez quería acabar con el asunto. Ir a ver a su hija todos los días en ese estado… A veces se debe de acabar aceptando la idea de la muerte.

– ¿Y te imaginas a una madre organizando una cosa así para matar a su propia hija?

– No, tienes razón, es demasiado retorcido.

– Sin el móvil, no lo encontraremos.

– Sigue estando tu pista de las clínicas.

– Creo que es un callejón sin salida, no la veo clara.

– ¿Por qué dices eso ahora? Querías que me quedara a trabajar contigo esta noche.

– ¡Lo que yo quería era que cenases conmigo! Porque es demasiado evidente. No podrán volver a hacerlo. Todos los hospitales del condado van a estar muy atentos, y no creo que valga la pena arriesgarse por el dinero que pueda obtenerse de un solo cuerpo. ¿Cuánto vale un riñón?

– Dos riñones, un hígado, un bazo y un corazón pueden valer fácilmente ciento cincuenta mil dólares.

– ¡Caramba, es más caro que en la carnicería!

– Eres repugnante.

– ¿Lo ves? No se sostiene. Para una clínica que estuviera en la ruina, ciento cincuenta mil dólares no cambiarían nada. No es una cuestión de dinero.

– Quizá sea una cuestión de disponibilidad.

Nathalia expuso su teoría: alguien podía vivir o morir en función de la disponibilidad y la compatibilidad de un órgano. Algunas personas morían por no haber podido conseguir a tiempo el riñón o el hígado que necesitaban. Alguien que dispusiera de medios económicos suficientes podría haber encargado secuestrar a una persona en coma irreversible para salvar a un hijo suyo o salvarse a sí mismo. A Pilguez, esa pista le parecía compleja pero creíble. Nathalia no veía en absoluto que su teoría fuera complicada. Para Pilguez sí lo era. Una pista como ésa ampliaba considerablemente el abanico de sospechosos; no habría que buscar forzosamente a un criminal. Para sobrevivir o para salvar a un hijo, muchos individuos podían sentirse tentados de suprimir a alguien que ya hubiera sido declarado clínicamente muerto. El autor, teniendo en cuenta la finalidad de su acto, podía considerarse ajeno a la noción de crimen.

– ¿Crees que hay que visitar todas las clínicas para identificar a un paciente económicamente acomodado en espera de una donación de órganos? -preguntó Nathalia.

– Espero que no, porque es un trabajo de chinos y en un terreno resbaladizo.

Cuando sonó el teléfono móvil, Nathalia contestó la llamada, escuchó atentamente, tomando notas en el mantel, y le dio varias veces las gracias a su interlocutor.

– ¿Quién era?

– El tipo que está de guardia en coordinación, con el que he hablado antes.

– ¿Y?

Al coordinador se le había ocurrido transmitir un mensaje a las patrullas de noche, simplemente para comprobar si algún equipo había visto algo sospechoso de una ambulancia pero no había informado del incidente.

– ¿Y qué?

– Pues que ha sido una idea estupenda, porque una patrulla interceptó y siguió anoche a una ambulancia de la posguerra que daba vueltas alrededor de la manzana de Green Street, Filbert y Union Street.

– Esto huele bien. ¿Y qué han dicho?

– Que hicieron parar al tipo que iba al volante de la ambulancia y les contó que jubilaban al vehículo después de diez años de buenos y leales servicios. Pensaron que el conductor estaba encariñado con ella y no acababa de decidirse a llevarla por última vez al garaje.

– ¿Qué modelo era?

– Un Ford del setenta y uno.

Pilguez hizo un rápido cálculo mental. Si la ambulancia Ford retirada la noche anterior tras diez años de funcionamiento era del setenta y uno, eso significaba que había estado envuelta en papel de celofán dieciséis años antes de ser puesta en servicio. El conductor se la había pegado a los policías. Tenía una pista.

– Y hay algo todavía mejor -añadió su compañera

– ¿Qué?

– Lo siguieron hasta el garaje adonde la llevó. Y tienen la dirección.

– ¿Sabes una cosa, Nathalia? Es mejor que tú y yo no estemos juntos.

– ¿Por qué dices eso ahora?

– Porque justo ahora hubiera tenido la prueba de que era un cornudo.

– ¿Sabes qué, George? Eres un auténtico gilipollas. ¿Vas a ir ahora al garaje?

– No, mañana por la mañana. El garaje debe de estar cerrado y sin una orden no podría hacer nada. Además, prefiero ir sin atraer la atención. No quiero encontrar la ambulancia, sino pillar a los tipos que la utilizaron. Vale más hacerse pasar por un turista que provocar la huida de las liebres de su madriguera.

Pilguez pagó la cuenta y salieron a la calle. El lugar donde había sido vista la ambulancia estaba un cruce más allá del sitio donde acababan de cenar, y George miró la esquina de la calle como buscando una imagen.

– ¿Sabes qué me gustaría? -dijo Nathalia.

– No, pero vas a decírmelo.

– Que vinieras a dormir a casa. No tengo ganas de dormir sola esta noche.

– ¿Tienes un cepillo de dientes?

– ¡Tengo el tuyo!

– Me gusta provocarte; sólo me divierto contigo. Venga, vamos, yo también quería quedarme contigo esta noche. Hace mucho tiempo.

– El jueves pasado.

– Justo lo que yo digo.

Cuando apagaron la luz, una hora y media más tarde, George había llegado a la convicción de que resolvería aquel enigma, y sus convicciones resultaban acertadas una de cada dos veces. La jornada del martes fue fructífera. Tras haber hablado con la señora Kline descartó toda sospecha relacionada con ella, pues se enteró de que los propios médicos le habían propuesto poner fin a aquella situación. Desde hacía dos años, la ley cerraba los ojos en casos similares. La madre había colaborado; indudablemente estaba muy afectada, y Pilguez sabía distinguir a las personas sinceras de los que simulaban el dolor moral. No encajaba en absoluto en el perfil de un personaje capaz de organizar semejante operación. En el garaje había visto el vehículo empleado para el secuestro. Al entrar, se había quedado desconcertado, pues el taller estaba especializado en la reparación de ambulancias, coches de bomberos y demás vehículos de ese tipo. En aquel taller de carrocería sólo había vehículos así, de modo que era imposible hacerse pasar por un turista. Unos cuarenta mecánicos y aproximadamente una decena de administrativos trabajaban allí. En total, unas cincuenta personas potencialmente sospechosas. El dueño había escuchado el relato del inspector y expresado su extrañeza de que los autores del crimen hubieran devuelto el vehículo en lugar de hacerlo desaparecer. Pilguez había respondido que el robo habría alertado a los servicios de policía, los cuales habrían relacionado los casos. Probablemente estaría implicado un empleado del garaje, quien confiaría en que el «préstamo» pasara inadvertido.

Faltaba descubrir quién era el implicado. Según el director ninguno, pues la cerradura no presentaba señales de haber sido forzada y nadie tenía llave del garaje para poder entrar en él durante la noche. Pilguez interrogó al jefe de taller sobre qué habría podido incitar a los «prestatarios» a elegir aquel modelo antiguo, y éste le dijo que era el único que se conducía igual que un turismo. El inspector interpretó aquello como un indicio más de que un miembro del personal era cómplice en el asunto. A la pregunta de si era posible que alguien hubiera tomado a escondidas la llave para hacer una copia durante la jornada laboral, el hombre contestó afirmativamente.

– Es posible -dijo-. A mediodía, cuando se cierra la puerta principal.

Así pues, todo el mundo era sospechoso. Pilguez pidió los expedientes del personal y colocó arriba de todo los de los empleados que se habían marchado del garaje durante los dos últimos años. Regresó a la comisaría hacia las dos de la tarde. Nathalia no había vuelto de comer, de modo que se sumergió en el análisis profundo de las cincuenta y siete carpetas marrones que había dejado sobre su mesa. Llegó hacia las tres con un nuevo corte de pelo y dispuesta a aguantar los sarcasmos de su compañero de trabajo.

– Cállate, George, vas a decir una gilipollez -le espetó nada más entrar, antes incluso de haber dejado el bolso.

El alzó la mirada de los papeles, la escrutó con una sonrisa burlona. Antes de que dijera algo, ella se había acercado a él y le había puesto el índice sobre los labios para que guardara silencio.

– Hay una cosa que va a interesarte mucho más que mi corte de pelo, y sólo te la diré si renuncias a hacer cualquier comentario, ¿de acuerdo?

George fingió estar amordazado y emitió un gruñido para expresar que aceptaba las condiciones del trato. Nathalia retiró el dedo.

– La madre de la chica ha telefoneado. Ha recordado un detalle importante para la investigación y está en su casa esperando tu llamada.

– Me encanta tu corte de pelo. Te sienta muy bien.

Nathalia sonrió y volvió a su mesa. La señora Kline informó a Pilguez por teléfono de su extraña conversación con aquel joven con el que se había encontrado por casualidad en La Marina, y el que le había soltado un buen sermón sobre la eutanasia.

Le contó detalladamente el episodio de su encuentro con ese arquitecto que supuestamente había conocido a Lauren en urgencias, adonde había ido para que le curaran un corte que se había hecho con un cúter. Había afirmado que comía a menudo con su hija. A pesar de que la perra pareció haberlo reconocido, a ella le extrañaba mucho que su hija no lo hubiera mencionado nunca, sobre todo si, como decía él, se habían conocido hacía dos años. Seguramente este último detalle facilitaría la investigación.

– Vaya, vaya… -había murmurado el policía en ese instante-. En resumen, ¿me pide que busque a un arquitecto que supuestamente se cortó con un cúter hace un par de años, a quien supuestamente atendió su hija en el hospital y del que deberíamos sospechar porque durante un encuentro fortuito le manifestó a usted su oposición a la eutanasia?

– ¿No le parece una pista importante? -había preguntado la señora Kline.

– No, la verdad es que no -había contestado el policía antes de colgar.

– Bueno, ¿de qué se trataba? -preguntó Nathalia.

– No estaba nada mal la media melena que llevabas.

– Vale…, era un entusiasmo infundado.

George volvió a concentrarse en los expedientes, pero ninguno sugería nada. Exasperado, agarró el auricular del teléfono, se lo acercó a la cara, entre la oreja y la barbilla, y marcó el número de la centralita del hospital. La operadora respondió a la novena señal.

– ¡Vale más no morirse con ustedes!

– No, para eso llame al depósito directamente -replicó la mujer sin cortarse un pelo.

Después de presentarse, Pilguez le preguntó si su sistema informático le permitía efectuar una búsqueda sobre las admisiones en urgencias por profesión y por tipo de herida.

– Depende del período en el que busque -había contestado ella.

A continuación precisó que, de todas formas, el secreto médico le impediría dar información, y menos aún por teléfono.

El inspector le colgó en las narices, se puso la gabardina y se encaminó a la puerta. Bajó la escalera hasta el aparcamiento y se dirigió a buen paso hacia su coche. Cruzó la ciudad con el faro giratorio en el techo y la sirena conectada, sin parar de maldecir. Llegó al Memorial Hospital apenas diez minutos después y se plantó ante el mostrador de admisión.

– Me han pedido que encuentre a una chica en coma que les quitaron durante la noche del domingo al lunes, así que o me ayudan ustedes y no me incordian con sus secretos de matasanos burócratas, o paso a otro asunto y listos.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Jarkowizski, que acababa de aparecer en el hueco de la puerta.

– Decirme si sus ordenadores pueden localizar a un arquitecto que al parecer se hirió y fue atendido por la desaparecida.

– ¿Cuándo ocurrió eso?

– Hace unos dos años.

La enfermera se inclinó sobre el ordenador y pulsó unas teclas.

– Miraremos las entradas y buscaremos un arquitecto -dijo-. La respuesta tardará unos minutos.

– Esperaré.

La pantalla emitió su veredicto seis minutos después. Ningún arquitecto había sido atendido de una lesión de este tipo en el curso de los dos últimos años.

– ¿Está segura?

La enfermera se mostró categórica. La casilla «profesión» había que cumplimentarla obligatoriamente, debido a los seguros y a las estadísticas sobre los accidentes de trabajo. Pilguez le dio las gracias e inmediatamente regresó a la comisaría. Por el camino, aquella historia empezó a causarle cierta inquietud. El tipo de inquietud que, en un abrir y cerrar de ojos, podía acaparar toda su concentración y hacerle olvidar todas las demás pistas posibles en cuanto presentía que había encontrado un eslabón perdido de la cadena de su investigación. Tomó el móvil y marcó el número de Nathalia.

– Búscame si vive algún arquitecto en la manzana de casas donde fue vista la ambulancia. No cuelgo.

– Era Union, Filbert y Green, ¿verdad?

– Y Webster, pero amplía la búsqueda a las dos calles adyacentes.

– Te llamo -le dijo, y colgó.


Tres estudios de arquitectura y el domicilio de un arquitecto se encontraban en dicha zona, aunque en el primer perímetro únicamente figuraba el domicilio del arquitecto. Uno de los estudios se hallaba justo en la calle contigua, y los otros dos, dos calles más allá. De regreso en su despacho, llamó a los tres estudios para averiguar cuántas personas trabajaban allí. Veintisiete en total. En resumen, a las dieciocho horas y treinta minutos tenía cerca de ochenta sospechosos, uno de los cuales quizás esperaba la donación de un órgano o tenía a algún allegado en esa situación. Reflexionó unos instantes y se dirigió a Nathalia.

– ¿Tenemos estos días a algún jovenzuelo en prácticas de sobra?

– ¡Nunca tenemos personal de sobra! Si fuera así, me iría a mi casa a una hora decente y no viviría como una solterona.

– No te atormentes, cielo. Manda a uno a que se apueste disimuladamente frente al domicilio del que vive en esa manzana y que intente hacerle una foto cuando vaya a entrar en casa.

A la mañana siguiente, Pilguez se enteró de que el joven en prácticas había fracasado en su intento, ya que el hombre no había vuelto a casa en toda la noche.

– ¡Bingo! -le había dicho al alumno-inspector-. Tenme preparado todo sobre ese tipo para esta noche: su edad, si es marica, si se droga, dónde trabaja, si tiene perro, gato, periquito, dónde está en estos momentos, qué estudios tiene, si ha estado en el ejército, todas sus manías… Llama al ejército, al FBI, a donde se te ocurra, pero quiero saberlo todo.

– Yo soy marica, inspector -había replicado el joven con cierto orgullo-, pero eso no me impedirá hacer el trabajo que me pide.

El inspector, hosco, se pasó el resto del día haciendo balance de las pistas que tenía, y nada le permitía ser optimista. Aunque la ambulancia había sido identificada gracias a un golpe de suerte, ninguno de los expedientes del personal del garaje señalaba a un presunto sospechoso, lo que hacía prever un buen número de interrogatorios a ciegas. Habría que interrogar a más de sesenta arquitectos por el simple hecho de trabajar o vivir en las inmediaciones de la manzana de casas donde la ambulancia daba vueltas la noche del secuestro.

Uno de ellos quizá fuera sospechoso por haber acariciado al perro de la madre de la víctima y haberse declarado en contra de la eutanasia, cosa que, tal como Pilguez se confesaba a sí mismo, no constituía desde luego un móvil de secuestro. Una «auténtica investigación de mierda», digna de figurar en los manuales.


La mañana de ese miércoles, el sol salió en Carmel apenas cubierto por la bruma. Lauren se había despertado temprano. Había salido de la habitación para no despertar a Arthur y estaba furiosa por su incapacidad para prepararle un simple desayuno. Finalmente, puestos a elegir, reconoció que se sentía agradecida porque en medio de todo aquel embrollo de situaciones y hechos absurdos él hubiera podido tocarla, sentirla y amarla como a una mujer en plena posesión de su vida. Estaban produciéndose una serie de fenómenos que ella no entendería ni intentaría entender jamás. Recordó lo que su padre le había dicho un día:

«No hay nada imposible; tan sólo los límites de nuestra mente definen determinadas cosas como inconcebibles. Muchas veces es preciso resolver varias ecuaciones para admitir un razonamiento nuevo. Es una cuestión de tiempo y de los límites de nuestro cerebro. Realizar un trasplante de corazón, hacer volar un avión de trescientas cincuenta toneladas y caminar por la Luna ha exigido mucho trabajo, y más imaginación aún. Así que cuando los sabios más sabios afirman que es imposible trasplantar un cerebro, viajar a la velocidad de la luz o clonar a un ser humano, yo me digo que en definitiva no han aprendido nada de sus propios límites, los de considerar que todo es posible y que se trata de una cuestión de tiempo, el tiempo de comprender cómo es posible.»

Todo lo que ella vivía y experimentaba era ilógico, inexplicable, contrario a todas las bases de su cultura científica, pero estaba sucediendo. Y los dos últimos días había hecho el amor con un hombre, experimentando emociones y sensaciones desconocidas para ella, incluso cuando estaba viva, cuando cuerpo y alma eran uno solo. Lo más importante para ella, mientras veía alzarse aquella sublime bola de fuego sobre el horizonte, era que aquello durase.

Arthur se levantó poco después, la buscó en la cama, se puso un albornoz y salió a la escalinata. Tenía el pelo revuelto y se pasó la mano por encima para aplanarlo. Fue hasta donde ella estaba, en las rocas, y la abrazó por sorpresa.

– Es impresionante -dijo.

– Creo que en vista de que no podemos imaginar el futuro, deberíamos cerrar la maleta y vivir el presente. ¿Quieres tomar un café?

– Yo diría que es imprescindible. Y luego te llevaré a ver los leones marinos que se bañan al final de las rocas.

– ¿Leones marinos auténticos?

– Y focas, y pelícanos, y… ¿No habías venido nunca aquí?

– Lo intenté una vez, pero las cosas se torcieron.

– Eso es relativo; todo depende del punto de vista desde el que lo mires. Además, me había parecido oír que debíamos cerrar las maletas y vivir el presente.


El mismo miércoles, el policía en prácticas dejó caer el abultado expediente que había preparado sobre la mesa de Pilguez.

– ¿Cuál es el resultado? -preguntó éste antes incluso de abrirlo.

– Va a sentirse decepcionado y encantado al mismo tiempo.

Para expresar su impaciencia, que rozaba los límites de la exasperación, Pilguez dio unos golpecitos en el nudo de su corbata.

– Uno, dos…, uno, dos…, ¡adelante, amigo, mi micro funciona, te escucho!

El joven leyó sus notas. El arquitecto en cuestión no tenía nada de sospechoso. Era un tipo de lo más normal; no se drogaba, mantenía buenas relaciones con el vecindario y, por supuesto, no tenía antecedentes penales. Había estudiado en California y vivido algún tiempo en Europa. Después había regresado para instalarse en su ciudad natal. No pertenecía a ningún partido político, no era miembro de ninguna secta y no militaba a favor de ninguna causa. Pagaba los impuestos y las multas y ni siquiera lo habían detenido en estado de embriaguez o por exceso de velocidad. En pocas palabras, un tipo aburrido.

– ¿Y por qué voy a estar encantado?

– ¡Porque ni siquiera es marica!

– ¡Pero si yo no tengo nada en contra de los maricas, joder! ¿Qué más hay en tu informe?

– Su antigua dirección, su foto, aunque un poco antigua…, la he conseguido en el Servicio de Matrículas, es de hace cuatro años, tiene que renovar el permiso a fines de éste; un artículo que publicó en Architectural Digest, copias de sus diplomas y una lista de sus saldos bancarios y títulos de propiedades.

– ¿Cómo te las has arreglado para conseguir eso?

– Tengo un amigo que trabaja en Hacienda. El arquitecto es huérfano y heredó una casa en la bahía de Monterrey.

– ¿Crees que está allí de vacaciones?

– Está allí, y lo único que va a excitarle es precisamente esa cabaña.

– ¿Porqué?

– Porque no hay teléfono, cosa que me parece extraña en una casa aislada; la línea está cortada desde hace más de diez años y nunca ha vuelto a ser puesta en servicio. En cambio, el viernes pasado pidió que conectaran la corriente eléctrica y el agua. El domingo regresó a esa casa por primera vez desde hace mucho tiempo. Pero eso no es un crimen.

– Pues, mira tú por dónde, ese último dato es el que me hace feliz.

– ¡Vaya por Dios!

– Has hecho un buen trabajo. Con una mente tan retorcida como la que tienes, seguramente serás un buen poli.

– Viniendo de usted, tendré que tomarme eso como un cumplido.

– ¡Sin duda! -intervino Nathalia.

– Ve a ver a la señora Kline con la foto y pregúntale si es el tipo de La Marina al que no le gusta la eutanasia. Si lo identifica, entonces tenemos una buena pista.

Cuando el policía se hubo ido, George Pilguez se sumergió en el expediente de Arthur.

La mañana del jueves fue fructífera. A primera hora, el joven en prácticas le informó que la señora Kline había identificado al individuo sin vacilar. Pero el verdadero descubrimiento lo hizo justo antes de llevar a Nathalia a comer.

Aunque tenía ese dato delante de las narices desde hacía tiempo, no había establecido la relación. El domicilio de la joven secuestrada era el mismo que el del arquitecto. Con aquello, ya eran demasiados indicios para que el sujeto en cuestión fuese ajeno al asunto.

– ¿Por qué pones esa cara? Deberías estar contento, la investigación parece que avanza -dijo Nathalia mientras se tomaba una Coca-Cola light.

– Porque no veo el móvil. Ese tipo no presenta el perfil de un perturbado. Y nadie va a un hospital a robar un cuerpo en coma por las buenas, para divertir a los amigos. Se necesita una verdadera razón. Y además, según los del hospital, se requiere cierta experiencia para poner ese puente central.

– Es una vía central, no un puente. ¿No será su novio?

La señora Kline le había asegurado que no, y había sido tajante en ese punto. Estaba casi segura de que no se conocían.

– ¿Alguna relación con el apartamento? -preguntó Nathalia.

Tampoco, respondió el inspector. Era inquilino y, según la agencia inmobiliaria, había ido a parar allí por pura casualidad. Estaba a punto de firmar un contrato para otro apartamento en Filbert, pero un empleado diligente de la agencia se había empeñado en enseñarle ése, «que acababa de entrar en su stock» justo antes de que firmara.

– O sea que no hay ninguna premeditación en lo del domicilio.

– No, es una verdadera coincidencia.

– Entonces, ¿es él o no es él?

– No podemos afirmarlo -dijo George lacónicamente.

Ninguno de los elementos, tomados por separado, justificaba que estuviese implicado. Sin embargo, las piezas del puzzle encajaban de forma sorprendente. Dicho esto, sin móvil, Pilguez no podría hacer nada.

– No se puede acusar a un tipo porque tenga alquilado desde hace unos meses el apartamento de una mujer a la que secuestraron a principios de semana. En fin, va a costarme encontrar a un fiscal que me apoye.

Nathalia le sugirió que lo interrogara y lo hiciera derrumbarse «bajo un foco». El viejo poli se echó a reír.

– Ya me imagino el principio del interrogatorio: Señor, usted vive en el apartamento de una mujer en coma que fue secuestrada en la noche del domingo al lunes. Pidió que conectaran el agua y la electricidad en su casa de campo el viernes anterior al crimen. ¿Por qué? Y al llegar ahí, el tipo te mira fijamente a los ojos y te dice que no está muy seguro de haber comprendido el significado de la pregunta. Entonces tú no tienes más que decirle francamente que él es tu única pista y que te iría de coña que fuese el autor del secuestro.

– ¡Tómate dos días y ve a verlo!

– Sin una orden del fiscal, todo lo que traiga no servirá para nada.

– A menos que traigas el cuerpo y siga con vida.

– ¿Crees que es él?

– Yo creo en tu olfato, creo en los indicios y creo que cuando pones esa cara es que sabes que tienes al culpable pero aún no sabes cómo atraparlo. George, lo más importante es encontrar a la chica; aunque esté en coma, se trata de un secuestro. ¡Venga, paga la cuenta y vete al campo!

Pilguez se levantó, besó a Nathalia en la frente, dejó dos billetes en la mesa y salió a la calle apresuradamente.

Durante las tres horas y media que tardó en llegar a Carmel, no paró de buscar un móvil y de pensar en la manera de acercarse a su presa sin asustarla, sin atraer su atención.

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