4

Invierno de 1996


Arthur pulsó el mando a distancia de la puerta del garaje y aparcó el coche. Subió por la escalera interior y entró en su nuevo apartamento. Cerró la puerta, empujándola con un pie, dejó la cartera, se quitó el abrigo y se arrellanó en el sofá. Una veintena de cajas esparcidas en medio del salón le recordó sus obligaciones. Se quitó el traje, se puso unos vaqueros y comenzó a vaciar las cajas, colocando en las estanterías los libros que contenían. El parqué crujía bajo sus pies. Unas horas más tarde, cuando hubo acabado, dobló las cajas de cartón, pasó el aspirador y acabó de arreglar la cocina. Entonces contempló su nuevo nido. «Debo de estar volviéndome un poco maniático», se dijo mientras se dirigía al cuarto de baño. Una vez allí, dudó entre darse una ducha o un baño. Al fin se decidió por el baño, abrió el grifo, conectó la pequeña radio que estaba sobre el radiador, junto a los armarios roperos de madera, se desnudó y se metió en la bañera exhalando un suspiro de alivio.

Mientras Peggy Lee cantaba Fever en el 101.3 de la FM, Arthur sumergió la cabeza varias veces en el agua. Primero le llamó la atención la calidad sonora de la canción que estaba escuchando, y después el sorprendente realismo de la estereofonía, sobre todo tratándose de un aparato que se suponía que era monofónico. De hecho, prestando mucha atención, parecía que el chasquido de dedos que acompañaba la melodía procediera del interior del armario. Intrigado, salió del agua y se acercó sigilosamente para oír mejor. El sonido era cada vez más preciso. Vaciló, respiró hondo y abrió bruscamente las dos hojas. Con los ojos como platos, dio un paso atrás.

Escondida entre las perchas, había una mujer con los ojos cerrados, aparentemente cautivada por el ritmo de la canción, que hacía chascar los dedos al tiempo que tarareaba.

– ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? -preguntó Arthur.

La mujer abrió los ojos, sobresaltada.

– ¿Me ve?

– Pues claro que la veo.

Parecía absolutamente sorprendida por el hecho de que la viese. El le aclaró que no estaba ni ciego ni sordo y volvió a preguntarle qué hacía allí. Por toda respuesta, ella dijo que aquello le parecía fantástico. Arthur no veía nada «fantástico» en aquella situación y, en un tono más irritado, le preguntó por tercera vez qué estaba haciendo en su armario a aquellas horas de la noche.

– Creo que no se da usted cuenta -dijo ella-. ¡Tóqueme un brazo!

Él se quedó desconcertado. La mujer insistió.

– Tóqueme el brazo, por favor.

– No, no pienso tocarle el brazo. ¿Qué está ocurriendo aquí?

La mujer asió a Arthur de la muñeca y le preguntó si la sentía cuando lo tocaba. Él, exasperado, le confirmó con firmeza que la había sentido cuando lo había tocado, y que también la veía y la oía perfectamente. Después le preguntó por cuarta vez quién era y qué hacía en su armario. Ella eludió totalmente la pregunta y repitió, muy contenta, que era «fabuloso» que la viera, la oyera y pudiera tocarla. Arthur, que había tenido un día agotador, no estaba de humor para tonterías.

– ¡Ya está bien, señorita! ¿Se trata de una broma de mi socio? ¿Quién es usted? ¿Una call-girl de regalo de inauguración de piso?

– ¿Siempre es usted tan grosero? ¿Acaso tengo pinta de puta?

Arthur suspiró.

– No, no tiene aspecto de puta, pero está escondida en mi ropero casi a las doce de la noche.

– ¡Oiga, es usted quien está en cueros, no yo!

Arthur se cubrió con una toalla, sujetándosela en la cintura, e intentó adoptar una actitud normal.

– Bueno -dijo, alzando la voz-, ahora nos dejamos de juegos. Usted sale de aquí, se va a su casa y le dice a Paul que no ha tenido gracia, ninguna gracia.

La mujer no conocía a Paul y le pidió que bajara el tono de voz. Después de todo, ella tampoco estaba sorda; eran los demás los que no la oían, ella oía perfectamente.

Arthur estaba cansado y no entendía nada. Aquella mujer parecía francamente perturbada; él acababa de mudarse y lo único que quería era estar tranquilo.

– Sea buena chica, tome sus cosas y váyase a casa… En cualquier caso, salga de una vez del armario.

– Calma, no es tan fácil. No soy de una precisión absoluta, aunque en los últimos días esto está mejorando mucho.

– ¿Qué está mejorando desde hace unos días?

– Cierre los ojos, voy a intentarlo.

– ¿Qué va a intentar?

– Salir del armario. Es eso lo que quiere, ¿no? Pues cierre los ojos y cállese dos minutos, tengo que concentrarme.

– ¡Está usted loca de atar!

– ¿Quiere dejar de ser tan desagradable? Cállese y cierre los ojos, no vamos a pasarnos la noche con esto.

Arthur, desconcertado, obedeció.

Dos segundos después oyó una voz que venía del salón.

– No está mal. Justo al lado del sofá, pero no está mal.

Arthur salió precipitadamente del cuarto de baño y vio a la joven sentada en el suelo, en el centro de la habitación. Ella hizo como si no pasara nada.

– Me alegro de que haya dejado las alfombras, pero ese cuadro que ha colgado de la pared me parece horrible.

– Yo cuelgo los cuadros que quiero y donde quiero, y me gustaría acostarme, así que si no quiere decirme quién es no pasa nada, pero lárguese. ¡Váyase a su casa!

– ¡Estoy en mi casa! Bueno, estaba… Todo esto es tan confuso…

Arthur meneó la cabeza. El había alquilado ese apartamento hacía diez días y así se lo hizo saber.

– Sí, lo sé, es usted mi inquilino post mortem. La situación resulta bastante chocante.

– No sabe lo que dice. La propietaria es una mujer de setenta años. Además, ¿qué significa eso de «inquilino post mortem»?

– Menuda gracia le haría si le oyera. Tiene sesenta y dos, es mi madre y, en mi situación actual, mi tutora legal. Yo soy la verdadera propietaria.

– ¿Tiene una tutora legal?

– Sí. Dadas las circunstancias, en estos momentos tengo muchas dificultades para firmar papeles.

– ¿Recibe tratamiento en un hospital?

– Sí, es lo mínimo que se puede decir.

– Deben de estar muy preocupados. ¿Qué hospital es? La acompañaré.

– Oiga, ¿acaso me toma por una loca que se ha escapado de un manicomio?

– No, claro que no…

– Porque después de llamarme puta, ya es demasiado para un primer encuentro.

A él le importaba tres pimientos si era una call-girl o una loca de remate. Estaba hecho polvo y quería acostarse, simplemente. Ella no se movió y continuó con su rollo.

– ¿Cómo me ve?

– No entiendo la pregunta.

– ¿Cómo soy? Yo no me veo en los espejos. ¿Cómo me ve usted?

– Perturbada, muy perturbada -dijo él, impasible.

– Quiero decir físicamente.

Arthur dudó. La describió como una muchacha alta, de ojos muy grandes, boca bonita, facciones dulces que contrastaban totalmente con su comportamiento y manos largas que se movían con delicadeza.

– Si le hubiera pedido que situara una estación de metro, ¿me habría dado todas las correspondencias?

– Perdone, pero no la entiendo.

– ¿Describe siempre a las mujeres con tanta precisión?

– ¿Cómo ha entrado? ¿Tiene una copia de las llaves?

– No la necesito. ¡Es tan increíble que me vea!

Insistió de nuevo. Para ella era un milagro que la viesen. Le dijo que le había parecido muy bonita la forma en que la había descrito y lo invitó a sentarse a su lado.

– Lo que voy a decirle cuesta de entender y resulta imposible de admitir, pero si tiene la bondad de escuchar mi historia, si tiene la bondad de confiar en mí, entonces quizás acabe creyéndome, y es muy importante, porque usted es, sin saberlo, la única persona del mundo con quien puedo compartir este secreto.

Arthur se dio cuenta de que no tenía elección, de que iba a tener que escuchar lo que esa chica quería decirle, y aunque su único deseo en aquel momento era dormir, se sentó junto a ella y escuchó la cosa más increíble que había oído en su vida.

Se llamaba Lauren Kline, afirmaba que era médica interna y que hacía seis meses había sufrido un accidente de coche, un grave accidente de coche debido a que se le había roto la dirección.

– Estoy en coma desde entonces. No, no piense nada todavía y deje que le cuente.

No recordaba nada del accidente. Había recobrado la conciencia en la sala de reanimación, después de que la hubieran operado. Experimentaba unas sensaciones extrañas, oía todo cuanto se decía a su alrededor, pero no podía moverse ni hablar. Al principio lo había achacado a los efectos de la anestesia.

– Estaba equivocada. Pasaron las horas y yo no conseguía despertar físicamente.

Continuaba percibiéndolo todo, pero era incapaz de comunicarse con el exterior. Entonces la había dominado un terrible miedo, al pensar durante varios días que estaba tetrapléjica.

– No se imagina por lo que he pasado. Prisionera en vida de mi propio cuerpo.

Había deseado con todas sus fuerzas morir, pero resulta difícil acabar con uno mismo cuando no se puede levantar ni el dedo meñique. Su madre estaba a la cabecera de la cama. Le suplicaba mentalmente que la asfixiara con la almohada. Después había entrado un médico en la habitación y había reconocido su voz; era la de su profesor. La señora Kline le había preguntado si su hija podía oír cuando le hablaban, a lo que Fernstein había respondido que no lo sabía, pero que unos estudios permitían pensar que las personas que se hallaban en su situación percibían signos del exterior y que, por lo tanto, era preciso tener cuidado con las palabras que se pronunciaban a su lado.

– Mamá quería saber si algún día volvería en mí.

El había contestado en un tono sereno que tampoco lo sabía, que había que mantener una dosis justa de esperanza, que algunos enfermos habían vuelto en sí después de varios meses, que era muy raro pero que en ocasiones pasaba. «Todo es posible -había dicho-. No somos dioses, no lo sabemos todo. -Y había añadido-: El coma profundo es un misterio para la medicina.»

Paradójicamente, ella se había sentido aliviada: su cuerpo estaba intacto. El diagnóstico no era más tranquilizador, pero al menos tampoco era definitivo.

– La tetraplejia es irreversible -añadió Lauren-. En los casos de coma profundo siempre hay una esperanza, aunque sea mínima.

Las semanas habían transcurrido lentamente, cada vez más lentamente. Ella las vivía recluida en sus recuerdos y pensando en otros lugares. Una noche, pensando en la vida que bullía al otro lado de la puerta de su habitación, había imaginado el pasillo, con las enfermeras cargadas de historiales clínicos o empujando un carrito, en sus compañeros yendo y viniendo de una habitación a otra…

– Y entonces sucedió por primera vez: me encontré en medio de ese pasillo en el que pensaba con tanta intensidad. Al principio creí que la imaginación estaba gastándome una jugarreta, pues conozco bien el lugar, es el hospital donde trabajaba. Pero la situación resultaba sobrecogedora de tan real. Veía al personal a mi alrededor: Betty abría un armario, sacaba unas compresas y volvía a cerrarlo; Stephan pasaba frotándose la cabeza… Tiene un tic nervioso, lo hace constantemente.

Había oído las puertas del ascensor, percibido el olor de las comidas que le llevaban al personal de guardia. Nadie la veía; la gente pasaba por su lado sin siquiera intentar esquivarla, totalmente ajena a su presencia. Luego se había sentido cansada y había regresado a su cuerpo.

Durante los días siguientes aprendió a desplazarse por el hospital. Pensaba en el comedor, y un instante después se encontraba allí; pensaba en la sala de urgencias, y allí estaba. Después de tres meses de ejercicios, había logrado alejarse del recinto hospitalario. Había compartido una cena con una pareja de franceses en uno de sus restaurantes preferidos, había visto media película en un cine, y había pasado unas horas en casa de su madre.

– Pero esa experiencia no la he repetido. Me resulta demasiado penoso estar a su lado sin poder comunicarme con ella.

Además, Kali percibía su presencia y empezaba a dar vueltas en redondo gimiendo; aquello volvía loco al pobre animal. Había ido allí porque al fin y al cabo era su casa, y seguía siendo el sitio donde se encontraba mejor.

– Vivo en una soledad absoluta. No se imagina lo que es no poder hablar con nadie, ser totalmente transparente, no existir ya en la vida de nadie. Así que comprenderá mi sorpresa y mi excitación cuando usted me ha hablado esta noche, en el armario, y me he dado cuenta de que me veía. No sé por qué, pero, con tal de que esto dure, podría seguir hablándole durante horas. ¡Necesito tanto hablar! ¡Tengo centenares de frases almacenadas!

El frenesí de palabras dejó paso a un instante de silencio. Unas lágrimas asomaron por la comisura de sus ojos. Miró a Arthur. Le pasó una mano por la mejilla y por debajo de la nariz.

– Debe de creer que estoy loca.

Arthur se había calmado, impresionado por la emoción de la muchacha, sobrecogido por el portentoso relato que acababa de escuchar.

– No. Todo esto es muy…, ¿cómo lo diría?…, inquietante, sorprendente, insólito. No sé qué decir. Quisiera ayudarla, pero no sé cómo.

– Deje que me quede aquí. Pasaré inadvertida, no le causaré molestias.

– ¿Cree realmente todo lo que acaba de contarme?

– Usted no cree ni una palabra de lo que le he contado, ¿verdad? Está diciéndose que tiene delante a una chica completamente desequilibrada, sin ninguna posibilidad.

El le pidió que se pusiera en su lugar. Si ella se hubiera encontrado a media noche a un hombre escondido en el armario de su casa, ligeramente sobreexcitado, intentando explicarle que era una especie de fantasma en coma, ¿qué habría pensado y cuál habría sido su reacción en caliente?

La joven esbozó una sonrisa, con el rostro más distendido, y acabó por confesarle que, «en caliente», sin duda habría gritado; admitió que había circunstancias atenuantes, cosa que él le agradeció.

– Créame, Arthur, se lo suplico. Nadie puede inventarse una historia así.

– Por supuesto que sí. Mi socio es capaz de idear una broma de este calibre.

– Esto no es ninguna broma de su socio. ¡Olvídese de él!

Cuando Arthur le preguntó cómo sabía su nombre de pila, Lauren contestó que ya estaba allí desde mucho antes de que él se instalara. Lo había visto visitar el apartamento y firmar con el agente inmobiliario el contrato sobre el mostrador de la cocina. También estaba allí cuando habían llegado las cajas y cuando se le había roto la maqueta de avión al desembalarla. Para ser sincera, le había hecho mucha gracia el cabreo que había pillado, aunque lo sentía por él. También le había visto colgar aquel insípido cuadro encima de la cama.

– Es usted un poco maniático. Cambiar veinte veces de sitio el sofá para acabar poniéndolo en el único que queda bien… Era tan evidente que me entraban ganas de decírselo. Estoy aquí con usted desde el primer día. He estado todo el tiempo.

– ¿También está cuando me meto en la ducha y en la cama?

– No soy una mirona. Aunque…, bueno, reconozco que no está mal del todo.

Arthur frunció el entrecejo. La chica era muy convincente o, más bien, estaba muy convencida, pero él tenía la impresión de estar dando vueltas en redondo; aquella historia no tenía sentido. Si ella quería creerla, era cosa suya; él no tenía ningún motivo para intentar demostrarle lo contrario, no era su psiquiatra. Lo que él quería era dormir y, para conseguirlo, le ofreció alojamiento por una noche; él dormiría en el sofá del salón, «que tanto le había costado colocar bien», y le cedería el dormitorio. Al día siguiente ella volvería a su casa, al hospital, a donde quisiera, y sus vidas seguirían caminos distintos. Pero Lauren no estaba de acuerdo. Se plantó delante de él, ceñuda, absolutamente decidida a hacerse escuchar, respiró hondo y le enumeró una sorprendente serie de cosas que había hecho durante los últimos días. Le reprodujo la conversación telefónica que había mantenido con Carol-Ann dos días antes, hacia las once de la noche. Ella le colgó justo después de que él le diera una lección de moral, bastante pomposa por cierto, sobre las razones por las que no quiere oír hablar más de su historia. «¡Créame!» Le recordó las dos tazas que había roto mientras vaciaba las cajas, «¡créame!», que se había despertado tarde y se había quemado con el agua de la ducha, «¡créame!», así como el tiempo que había pasado buscando las llaves del coche, cabreado consigo mismo. «¡Créame de una vez!» A ella, la verdad, le parecía que era muy despistado, porque estaban en la mesita de la entrada. La compañía telefónica había ido el martes a las cinco de la tarde y le había hecho esperar media hora. Y se había comido un sandwich de pastrami, se había manchado la chaqueta y se había cambiado antes de volver a salir.

– ¿Me cree ahora?

– Lleva varios días espiándome. ¿Por qué?

– ¡Oiga, que esto no es el Watergate! ¡La casa no está llena de cámaras y micrófonos!

– ¿Y por qué no? Sería más coherente que su historia, ¿no?

– ¡Tome las llaves del coche!

– ¿Para ir adonde?

– Al hospital. Voy a llevarlo a que me vea.

– ¡Faltaría más! Es casi la una de la madrugada y voy a presentarme en el hospital, que está en la otra punta de la ciudad, y a pedirles a las enfermeras de guardia que tengan la bondad de llevarme urgentemente a la habitación de una mujer a la que conozco porque su fantasma está en mi apartamento, que me gustaría dormir, pero que ella es muy cabezota y que es la única manera de que me deje en paz.

– ¿Ve otra?

– ¿Otra qué?

– Otra manera. Porque no me dirá que va a poder conciliar el sueño…

– Pero ¿qué he hecho yo para que Dios me castigue de esta manera?

– Usted no cree en Dios. Se lo dijo por teléfono a su socio cuando hablaban de un contrato. «Paul, yo no creo en Dios. Si nos sale bien este negocio será porque somos los mejores, y si nos sale mal habrá que hacer una autocrítica y sacar las conclusiones pertinentes.» Muy bien, pues dedique cinco minutos a hacer una autocrítica, es todo lo que le pido, ¡Créame! Le necesito, es usted la única persona…

Arthur descolgó el teléfono y marcó el número de su socio.

– ¿Te he despertado?

– ¡No, qué tontería! Es la una de la madrugada y estaba esperando que me llamases para acostarme -contestó Paul.

– ¿Tenía que llamarte?

– No, no tenías que llamarme… y sí, me has despertado. ¿Qué quieres a estas horas?

– Pasarte a alguien y decirte que tus bromas son cada vez más estúpidas.

Arthur le tendió el auricular a Lauren y le pidió que hablara con su socio. Ella no podía tomar el teléfono; le explicó que no podía tomar ningún objeto. Paul, que estaba impacientándose, le preguntó desde el otro lado de la línea con quién hablaba. Arthur sonrió, victorioso, y pulsó el botón «manos libres» del aparato.

– ¿Me oyes, Paul?

– Claro que te oigo. Oye, ¿a qué estás jugando? Me gustaría dormir.

– A mí también me gustaría dormir. Calla un segundo. Habla con él, Lauren, habla con él ahora.

Ella se encogió de hombros.

– Si se empeña… Hola, Paul, seguramente usted no me oye, pero su socio no me escucha.

– Bueno, Arthur, si me has llamado para no decir nada, yo sí tengo una cosa que decirte: es muy tarde.

– Contéstale.

– ¿A quién?

– A la persona que acaba de hablarte.

– La persona que acaba de hablarme eres tú y estoy contestándote.

– ¿No has oído a nadie más?

– Oye, Juana de Arco, ¿eres víctima del estrés?

Lauren lo miraba con cara de compasión.

Arthur meneó la cabeza. De todas formas, si estaban conchabados, Paul no cedería así como así. Por el altavoz oyeron a Paul que preguntaba de nuevo con quién hablaba. Arthur le pidió que lo olvidara todo y se disculpó por haberlo llamado tan tarde. Paul quiso saber si todo iba bien, si necesitaba que pasara por su casa. El lo tranquilizó; todo iba bien y le daba las gracias por su interés.

– De nada, amigo, despiértame cuando quieras para decir tonterías. No dudes en hacerlo, al fin y al cabo somos socios para lo bueno y para lo malo. Así que cuando estés así de mal, me despiertas y lo compartimos. Bueno, ¿puedo seguir durmiendo o hay algo más?

– Buenas noches, Paul. Y colgaron.

– Acompáñeme al hospital, ya podríamos estar allí.

– No, no la acompaño. Cruzar esa puerta sería dar crédito a la rocambolesca historia que me ha contado. Estoy cansado, señorita, y quiero acostarme, así que ocupe usted el dormitorio y yo me quedaré en el sofá; y si no, váyase. Es mi última oferta.

– ¡Pues qué bien! Me he topado con alguien más testarudo que yo. Váyase al dormitorio, yo no necesito cama.

– ¿Y usted qué hará?

– ¡Qué más le da!

– Pues no me da igual.

– Me quedaré en el salón.

– Hasta mañana por la mañana, y luego…

– Sí, hasta mañana por la mañana. Gracias por su hospitalidad.

– No vendrá a espiarme a mi habitación, ¿verdad?

– Puesto que no me cree, no tiene más que cerrar la puerta con pestillo. Pero, de todas formas, si es porque duerme desnudo, ya le he visto de sobra.

– ¡Creía que no era una mirona!

Ella le recordó que un rato antes, en el cuarto de baño, no hacía falta ser una mirona sino simplemente no estar ciega para verlo desnudo. Él se puso rojo como un tomate y le dio las buenas noches.

– Buenas noches, Arthur, que tenga felices sueños.

Arthur se fue al dormitorio y cerró la puerta.

– Está como una cabra -masculló-. Es una historia de locos.

Se tumbó en la cama. Los números verdes del radio-despertador marcaban la una y media. Los vio pasar hasta las dos y once minutos. Se levantó de un salto, se puso un jersey grueso, unos vaqueros y unos calcetines y salió al salón. Lauren estaba sentada con las piernas cruzadas en el alféizar de la ventana.

– Me gusta esta vista-dijo sin volverse cuando él entró

– Fue lo que hizo que me enamorara de este apartamento. Me gusta mirar el puente; en verano me encanta abrir la ventana y oír las sirenas de los cargueros. Siempre he soñado con contar cuántas olas romperán contra su estrave antes de que crucen el Golden Gate.

– Bueno, vamos -dijo él por toda respuesta.

– ¿De verdad? ¿Por qué se ha decidido de pronto?

– Me ha desvelado, así que, puestos a no dormir, más vale solucionar el asunto esta misma noche, porque mañana tengo una reunión importante al mediodía y debo intentar dormir al menos un par de horas, de modo que vámonos ya.

– Bien, ya me reuniré con usted.

– ¿Dónde se reunirá conmigo?

– Le digo que me reuniré con usted. Confíe un poco en mí, aunque sólo sea durante un par de minutos.

A Arthur le parecía que, teniendo en cuenta la situación, ya estaba confiando demasiado en ella. Antes de salir, volvió a preguntarle su apellido. Ella se lo dijo, así como la planta y el número de la habitación donde se suponía que estaba ingresada: planta quinta, habitación 505. Añadió que era fácil acordarse porque era capicúa. A él no le parecía nada fácil lo que le esperaba. Arthur cerró la puerta tras de sí, bajó la escalera y entró en el aparcamiento. Lauren ya estaba dentro del coche, sentada en el asiento de atrás.

– No sé cómo lo hace, pero es impresionante. ¡Oiga, no será una discípula de Houdini!

– ¿De quién?

– Houdini, un ilusionista.

– Está usted muy informado.

– Pase delante, no me he puesto la gorra de chófer.

– Tenga un mínimo de indulgencia. Ya le he dicho que todavía me falta precisión, y después de todo el asiento posterior no está tan mal; hubiera podido aterrizar en el capó, aunque me había concentrado en el interior del coche. Le aseguro que estoy haciendo muchos progresos, y cada vez más deprisa.

Lauren se sentó a su lado y se quedaron en silencio. Ella miraba por la ventanilla mientras Arthur conducía a través de la oscuridad. El le preguntó cómo debía actuar una vez que llegaran al hospital. Ella le propuso que se hiciera pasar por un primo de México que acababa de enterarse de la noticia y se había pasado todo el día y toda la noche conduciendo. Iba a tomar un avión para Inglaterra a primera hora de la mañana y no regresaría antes de medio año; de ahí la imperiosa necesidad de que se saltaran las reglas y le dieran permiso para ver a su querida prima a pesar de lo tarde que era. El no creía en absoluto que tuviera pinta de sudamericano y que se fueran a tragar esa bola. Ella lo encontró muy negativo y sugirió que, si fuera así, volverían al día siguiente. No debía preocuparse. Era más bien la imaginación de ella lo que le preocupaba. El vehículo se adentró en el recinto del complejo hospitalario. Ella le pidió que girara a la derecha y que tomara la segunda calle a la izquierda; luego le indicó que aparcara justo detrás del pino albar. Una vez aparcado el coche, ella le señaló con un dedo el timbre de llamada, advirtiéndole que no lo pulsara mucho rato porque eso les molestaba.

– ¿A quién? -preguntó Arthur.

– A las enfermeras, que casi siempre vienen desde la otra punta del pasillo y no van motorizadas. Venga, espabílese.

– Eso quisiera yo.

Загрузка...