10

Arthur había estudiado arquitectura en la universidad de San Francisco. A los veinticinco años había vendido el pequeño apartamento que había heredado de su madre y se había marchado a Europa, a París, para realizar dos cursos en la escuela Camando. Se había instalado en un pequeño estudio de la calle Mazarine y había vivido dos años apasionantes. Después había hecho un curso de un año en Florencia antes de regresar a su California natal.

Cargado de diplomas, entró en el estudio de Miller, arquitecto diseñador muy famoso en la ciudad, donde realizó los dos años de prácticas mientras trabajaba a tiempo parcial en el Museo de Arte Moderno. Allí fue donde conoció a Paul, su futuro socio, con el que dos años más tarde montó un estudio de arquitectura. Gracias al desarrollo económico de la región, el estudio fue adquiriendo poco a poco notoriedad y llegó a emplear a cerca de veinte personas. Paul hacía «negocios» y Arthur dibujaba: muebles, inmuebles, casas y objetos. Jamás hubo ninguna sombra entre esos dos amigos a los que nada ni nadie mantenía alejados uno de otro más de unas horas.

Tenían muchos puntos en común que los unían. Un sentido de la amistad similar, el placer de vivir y una infancia cargada de emociones comparables. Las carencias también eran idénticas.

Al igual que Paul, Arthur había sido criado por su madre. El padre de Paul había abandonado a su familia cuando el niño tenía cinco años y no había vuelto a aparecer; Arthur tenía tres años cuando su padre se marchó a Europa. «Su avión subió tan arriba que se quedó enganchado en las estrellas.»

Los dos habían crecido en el campo. Los dos habían estado internos. Se habían hecho hombres solos.

Lilian había esperado mucho tiempo y finalmente le había dicho adiós a su marido, al menos aparentemente. Los diez primeros años de su vida, Arthur los había pasado fuera de la ciudad, a orillas del mar, cerca del delicioso pueblo de Carmel, donde Lili -así era como él llamaba a su madre- tenía una gran casa. Estaba construida en madera blanca y rodeada de un vasto jardín que descendía hasta la playa. Antoine, un viejo amigo de Lili, vivía en un pequeño anexo de la propiedad. Se trataba de un artista que había ido a parar allí y a quien Lili había acogido, o «recogido», como decían los vecinos. Mantenía con ella el jardín, las cercas y las fachadas de madera, que pintaban casi todos los años, así como largas conversaciones por la noche. Amigo y cómplice, para Arthur era la presencia masculina que había desaparecido unos años antes de su vida. Arthur empezó a ir al colegio municipal de Monterrey. Por la mañana lo llevaba Antoine, y por la tarde, hacia las cuatro, iba a buscarlo su madre. Aquellos años de su vida fueron preciosos. Su madre era además su mejor amiga. Lili le enseñó todo lo que un corazón puede amar. A veces lo despertaba temprano, simplemente para enseñarle a contemplar la salida del sol, a escuchar los ruidos del día que nace. Le enseñó a distinguir los perfumes de las flores. Por el simple borde de una hoja le hacía reconocer el árbol al que pertenecía. Lo llevaba al gran jardín que rodeaba la casa de Carmel y que descendía hasta el mar, para descubrir todos los detalles de una naturaleza que ella «civilizaba» en algunas zonas, mientras que otras las dejaba deliberadamente silvestres. En las dos estaciones marcadas por el verde y el ámbar, le hacía recitar el nombre de los pájaros que hacían un alto en las copas de las secuoyas en un paréntesis de su largo viaje.

En el huerto que Antoine cultivaba con veneración, le hacía recolectar las verduras que crecían como por arte de magia, «sólo las que estaban a punto». A orillas del mar, le hacía contar las olas que algunos días iban a acariciar las rocas, como para tratar de que se les perdonara su violencia de otras estaciones, «para captar la respiración del mar, su tensión, su estado de ánimo». «El mar sostiene la mirada; la tierra, nuestros pies», decía. Por la intensidad del vínculo que une las nubes a los vientos, le enseñaba cómo adivinar el tiempo que haría sin lugar a dudas, y raras eran las veces que se equivocaba. Arthur conocía el jardín como la palma de su mano, podía desplazarse por él con los ojos cerrados, incluso andando hacia atrás. Ningún rincón le resultaba desconocido. Cada madriguera tenía un nombre, y todo animal que decidía dormirse allí para siempre, su sepultura. Pero, por encima de todo, le había enseñado a amar y a podar las rosas. La rosaleda era un lugar como impregnado de magia, donde se mezclaban cientos de perfumes. Lili lo llevaba para contarle cuentos en los que los niños sueñan con hacerse adultos y los adultos con volver a ser niños. De todas las flores, las rosas eran sus preferidas.

Una mañana de principios de verano entró en su habitación al despuntar el día, se sentó en la cama, junto a su cabeza, y empezó a acariciarle el pelo.

– Levántate, Arthur, vas a venir conmigo.

El niño asió los dedos de su madre, los apretó con su manita y se volvió, con la mejilla contra la palma de su mano. Una sonrisa que expresaba perfectamente la ternura del momento iluminó su cara. La mano de Lili tenía un olor que no se borraría nunca de la memoria olfativa de Arthur. Una mezcla de varías esencias de perfume que ella preparaba sentada ante su tocador y que todas las mañanas se aplicaba en el cuello. Uno de esos recuerdos que van unidos a la memoria de las fragancias.

– Venga, cariño, que tenemos que hacer una carrera con el sol. Te espero en la cocina dentro de cinco minutos.

El niño se puso unos pantalones viejos de algodón y un grueso jersey y se desperezó bostezando. Se había vestido en silencio -ella le había enseñado a respetar la quietud del alba- y se había calzado las botas de goma, pues sabía perfectamente adonde irían después de desayunar. Una vez a punto, fue a la gran cocina.

– No hagas ruido. Antoine todavía está durmiendo.

Ella le había enseñado a apreciar el sabor del café, pero sobre todo su aroma.

– ¿Estás bien, Arthur?

– Sí.

– Entonces abre los ojos y mira atentamente a tu alrededor. Los buenos recuerdos no deben ser efímeros. Imprégnate de los colores y los materiales. A partir de ellos se desarrollarán los gustos y las nostalgias que tendrás cuando seas un hombre.

– ¡Pero si soy un hombre!

– Quería decir un adulto.

– ¿Tan diferentes somos los niños?

– Ya lo creo que sí. Los mayores tenemos angustias que los niños desconocéis, miedos, podríamos decir.

– ¿De qué tienes miedo tú?

Ella le explicó que los adultos tenían miedo de toda clase de cosas: miedo a envejecer, miedo a morir, miedo a lo que no han vivido, a la enfermedad, en ocasiones incluso a la mirada de los niños, a que se les juzgue.

– ¿Sabes por qué tú y yo nos llevamos tan bien? Porque yo no te miento, porque te hablo como le hablaría a un adulto, porque no tengo miedo. Confío en ti. Los adultos tienen miedo porque no saben tener en cuenta las cosas. Eso es lo que yo te enseño. Ahora estamos viviendo un buen momento, compuesto de una gran variedad de detalles: nosotros dos, esta mesa, nuestra conversación, mis manos, que tú estás mirando desde hace un rato, el olor de esta habitación, este decorado que te es familiar, la calma del día que despunta.

Se levantó, tomó los tazones y los dejó en el fregadero de loza. Después pasó un trapo por la mesa, empujando el montoncito de migas hasta el borde y recogiéndolo en el hueco de la mano. Junto a la puerta había un cesto de mimbre lleno de utensilios de pesca. Encima de todo, envuelto en un paño, había pan, queso y salchichón. Lili tomó el cesto con una mano y a Arthur con la otra.

– Ven, cariño, está haciéndose tarde.

Madre e hijo recorrieron el camino que conducía al pequeño puerto.

– Mira esas barquitas de todos los colores. Parecen un ramo de flores marinas.

Como de costumbre, Arthur se metió en el agua, liberó la embarcación de su atadura y la arrastró hasta la orilla. Lili depositó dentro el cesto y embarcó.

– Vamos, rema, cariño.

El esquife iba alejándose a medida que el niño movía los remos. Antes de que dejara de verse el perfil de la costa, los metió en el interior de la barca. Lili ya había puesto el cebo en los anzuelos. Tal como acostumbraba a hacer, sólo le prepararía el primer sedal; después tendría que clavar solo la lombriz roja, que se retorcería entre sus dedos produciéndole un intenso asco. Con el carrete de corcho entre los pies, en el suelo de la barca, se pasó el hilo de nailon alrededor del dedo índice y lo arrojó al agua, lastrado con el plomo que arrastraría a toda velocidad el cebo hacia el fondo. Si el sitio era bueno, no tardaría en sacar un pez de roca.

Estaban sentados frente a frente, silenciosos desde hacía unos minutos. Ella lo miró intensamente.

– Arthur, tú sabes que no sé nadar. ¿Qué harías si me cayera al agua? -le preguntó con una voz extraña.

– Iría a buscarte -respondió el niño.

Lili montó en cólera inmediatamente.

– ¡Eso es una estupidez!

Arthur se quedó paralizado por la violencia de la réplica.

– ¡Remar hasta llegar a tierra, eso es lo que tendrías que hacer! -prosiguió Lili, gritando-. Lo único que importa es tu vida, no lo olvides nunca, y no cometas jamás la ofensa de jugar con ese regalo único. ¡Júralo!

– Lo juro -dijo el niño, atemorizado.

– ¿Lo ves? -dijo su madre, serenándose-. Dejarías que me ahogara.

Entonces el niño se echó a llorar. Lili enjugó las lágrimas de su hijo con el reverso del dedo índice.

– A veces somos impotentes ante nuestros deseos, nuestras inclinaciones o nuestros impulsos, y eso produce un tormento con frecuencia insoportable. Ese sentimiento te acompañará toda la vida; unas veces lo olvidarás y otras será como una obsesión. Una parte del arte de vivir depende de la capacidad de cada uno para combatir su propia impotencia. Es difícil, porque la impotencia engendra a menudo miedo, y éste aniquila la capacidad de reaccionar, la inteligencia y el sentido común, abriéndole la puerta a la debilidad. Experimentarás muchos miedos. Lucha contra ellos, pero no los sustituyas por vacilaciones demasiado largas. ¡Piensa, decide y actúa! No tengas dudas; la incapacidad para asumir las elecciones propias genera cierta dificultad para vivir. Cada pregunta puede convertirse en un juego, cada decisión que tomes te podrá enseñar a conocerte, a comprenderte.

»¡Haz que se mueva el mundo, tu mundo! Mira este paisaje que se ofrece a tu vista, admira con qué delicadeza está cincelada la costa, parece encaje, el sol hace vibrar en ella miles de luces, todas ellas diferentes. Cada árbol se balancea a su velocidad, movido por las caricias del viento. ¿Tú crees que la naturaleza tuvo miedo a la hora de inventar tantos detalles, tanta densidad? Pero lo más hermoso que nos ha dado la tierra, lo que nos convierte en seres humanos, es la dicha de compartir. Quien no sabe compartir carece de emociones. Mira, Arthur, esta mañana que estamos pasando juntos se grabará en tu memoria. Más adelante, cuando yo ya no esté aquí, pensarás en ella, y ese recuerdo te producirá bienestar porque hemos compartido este instante. Si yo cayera al agua, tú no te arrojarías para salvarme; sería una tontería. Lo que harías es tenderme la mano para ayudarme a subir de nuevo a bordo, y si no lo consiguieras y yo me ahogara, tú tendrías la conciencia tranquila. Habrías tomado la buena decisión de no exponerte a morir inútilmente, pero lo habrías intentado todo para salvarme.

Mientras él remaba hacia la orilla, ella le tomó la cabeza entre sus manos y lo besó con ternura en la frente.

– ¿Te doy pena?

– Sí. Tú nunca te ahogarás si yo estoy aquí. A pesar de todo me echaré al agua; tengo fuerza para subirte a la barca.


Lili se extinguió con la misma elegancia que había vivido. La mañana siguiente a su muerte, el niño se acercó a la cama de su madre.

– ¿Porqué?

El hombre que estaba de pie junto a la cama no dijo nada. Bajó los ojos y miró al niño.

– Estábamos tan unidos…, ¿por qué no me ha dicho adiós? Yo nunca hubiera hecho una cosa así. Tú que eres mayor, ¿sabes por qué? ¡Dímelo! Tengo que saberlo, todo el mundo miente siempre a los niños, los adultos creen que somos ingenuos. Si eres valiente, dime la verdad. ¿Por qué se ha marchado así, mientras yo dormía?

La mirada de un niño a veces te hace remontarte tanto en tus recuerdos que es imposible no dar una respuesta a la pregunta formulada.

Antoine apoyó las manos en sus hombros.

– No ha podido hacer otra cosa; la muerte no espera a que se la invite, se impone. Tu madre se ha despertado a media noche, con un dolor terrible, ha esperado que saliera el sol, y pese a toda su voluntad de permanecer despierta, se ha ido quedando dormida.

– Entonces la culpa la he tenido yo. Estaba durmiendo.

– No, claro que no. No debes ver las cosas así. ¿Quieres saber la razón de que se haya ido sin despedirse?

– Sí.

– Tu madre era una gran dama, y todas las grandes damas saben irse dignamente, abandonando a sí mismos a los que quieren.

El niño leyó con claridad en los ojos emocionados del hombre, percibiendo una complicidad que hasta entonces sólo había presentido. Siguió la lágrima que corría por su mejilla y se colaba a través de la incipiente barba. El hombre le pasó el dorso de la mano por encima de los párpados.

– Estoy llorando -dijo-, y tú deberías hacer lo mismo. Las lágrimas arrastran los sufrimientos lejos de la pena.

– Lloraré más tarde -dijo el muchacho-. Este sufrimiento todavía me une a ella y quiero seguir conservándolo. Ella era toda mi vida.

– No, jovencito, tu vida está ante ti, no en tus recuerdos. Eso es lo que ella te ha enseñado. Respétalo, Arthur, no olvides jamás lo que ella te decía ayer aún: «Todos los sueños tienen un precio.» Tú pagas con su muerte el precio de los sueños que ella te ha dado.

– Pues son muy caros esos sueños. Antoine, déjame solo.

– Pero si estás solo con ella. Cierra los ojos y olvidarás mi presencia; ésa es la fuerza de las emociones. Estás solo contigo mismo, y ahora empieza un largo camino.

– Está guapa, ¿verdad? Yo creía que la muerte me daría miedo, pero la veo hermosa.

Tomó una mano de su madre; las venas azuladas que se dibujaban en la piel, muy suave y clara, parecían describir el curso de su vida, largo, tumultuoso, colorido. Acercó la cara a ella y se acarició lentamente la mejilla antes de depositar un beso en la palma.

¿Qué beso de hombre podría rivalizar con tanto amor?

– Te quiero -dijo-, te he querido como quiere un niño, y ahora estarás en mi corazón de hombre hasta el último día.

– ¿Arthur? -dijo Antoine.

– Sí…

– Toma, es una carta suya para ti. Ahora te dejo solo. Una vez solo, Arthur olió el sobre y aspiró el perfume que lo impregnaba. Luego lo abrió.


Querido Arthur:

Cuando leas esta carta, sé que en alguna parte, en el fondo de ti, estarás muy enfadado conmigo por haberte gastado esta jugarreta.

Arthur, ésta es mi última carta y es también mi testamento de amor.

Mi alma emprende el vuelo impulsada por toda la felicidad que me has proporcionado. La vida es maravillosa, Arthur; nos damos cuenta cuando se retira de puntillas, pero se saborea con el apetito de todos los días.

En determinados momentos nos hace dudar de todo, pero tú no te rindas nunca, mi vida. Desde el día que naciste he visto en tus ojos esa luz que te convierte en un niño muy distinto de los demás. Te he visto caer y levantarte apretando los dientes, en circunstancias en las que cualquier otro niño habría llorado. Ese valor es lo que te da fuerza, pero también es tu punto débil.

Ten cuidado; las emociones están hechas para ser compartidas, la fuerza y el valor son como dos bastones que pueden volverse contra el que los utiliza mal. Los hombres también tienen derecho a llorar, Arthur, los hombres también sufren.

A partir de ahora ya no estaré ahí para responder a tus preguntas de niño, porque ha llegado para ti el momento de convertirte en un hombrecito.

En el largo periplo que te espera, no pierdas nunca tu alma de niño, no olvides nunca tus sueños; serán el motor de tu existencia, formarán el sabor y el olor de tus mañanas. Muy pronto conocerás un amor distinto del que sientes por mí. Cuando llegue ese día, compártelo con la persona que te quiera; los sueños vividos en pareja constituyen los recuerdos más hermosos. La soledad es un jardín donde el alma se seca; las flores que crecen en él no tienen perfume.

El amor tiene un sabor maravilloso. Recuerda que, para recibir, hay que dar; recuerda que, para poder amar, hay que ser uno mismo. Confía en tu instinto, hijo, sé fiel a tu conciencia y a tus emociones, vive tu vida, sólo tienes una. Ahora eres responsable de ti mismo y de aquellos a los que quieras. Sé digno, ama, no pierdas esa mirada que tanto nos unía cuando compartíamos el amanecer. Recuerda las horas que hemos pasado juntos podando los rosales, contemplando la luna, identificando el perfume de las flores, escuchando los ruidos de la casa para comprenderlos. Son cosas muy sencillas, en ocasiones desusadas, pero no dejes que las personas amargadas o hastiadas desvirtúen esos instantes mágicos para quien sabe vivirlos. Esos momentos tienen un nombre, Arthur: fascinación. Y que tu vida sea una fascinación sólo depende de ti. Es el mayor deleite de ese largo viaje que te espera.

Hijo mío, te dejo. Aférrate a la tierra, es muy hermosa. Te quiero, has sido mi razón de vivir, y sé cuánto me quieres tú también. Me voy tranquila, estoy orgullosa de ti.

Mamá


El niño dobló la carta y se la guardó en el bolsillo. Besó la frente helada de su madre. Recorrió la biblioteca, pasando los dedos por los lomos de los libros. «La muerte de una madre es comparable al incendio de una biblioteca», decía ella. Salió de la habitación caminando con paso decidido, como ella le había enseñado: «Cuando un hombre se va, nunca debe volverse.»

Arthur salió al jardín; el rocío de la mañana dispensaba un suave frescor. El niño se acercó a los rosales y se arrodilló.

– Se ha ido, ya no vendrá a podaros las ramas. Si supierais -dijo-, si pudierais comprender… Tengo la impresión de que los brazos me pesan terriblemente.

El viento hizo responder a las flores moviendo sus pétalos; sólo entonces liberó Arthur sus lágrimas, allí, en la rosaleda. Desde la casa, de pie en el porche, Antoine contemplaba la escena.

– Lili, te has marchado demasiado pronto para él, demasiado pronto. Arthur se ha quedado solo. ¿Quién salvo tú sabía entrar en su universo? Si tienes algún poder allí donde estás ahora, ábrele las puertas de nuestro mundo.

Un cuervo graznó al fondo del jardín con todas sus ganas.

– Ah, no, Lili, eso no -dijo Antoine-. Yo no soy su padre.

Aquel día fue el más largo que vivió Arthur; muy entrada la noche, sentado en el porche, seguía respetando el silencio de aquel momento tan doloroso.

Antoine estaba sentado a su lado, pero ninguno de los dos hablaba. Ambos escuchaban los ruidos de la noche, sumergidos en la memoria de aquellas paredes. Poco a poco, las notas de una música desconocida hasta entonces comenzaron a danzar en la cabeza del pequeño: las corcheas hacían caer los sustantivos, las blancas, los adverbios, las negras, los verbos, y los silencios, todas las frases que ya no querían decir nada.

– ¿Antoine?

– Sí, Arthur…

– Me ha dado su música.

Y a continuación, el niño se durmió entre los brazos de Antoine.

Antoine permaneció inmóvil largo rato, sujetando a Arthur por debajo del brazo, por miedo a despertarlo. Cuando estuvo seguro de que dormía profundamente, lo tomó en brazos y entró en la casa. Sólo hacía unas horas que Lili se había ido y la atmósfera ya había cambiado. Una resonancia indescriptible, ciertos olores y ciertos colores parecían difuminarse para desaparecer mejor.

«Tenemos que grabar nuestros recuerdos, congelar estos instantes», murmuraba Antoine mientras subía la escalera. Al llegar al dormitorio de Arthur dejó al niño en la cama y lo tapó con una manta sin desnudarlo. Antoine acarició la cabeza del chiquillo y salió de puntillas.

Lili, antes de irse, lo había previsto todo. Unas semanas después de su muerte, Antoine cerró la gran casa y sólo dejó abiertas las dos estancias de abajo, donde se instaló para vivir el resto de sus días. Llevó a Arthur a la estación y lo acompañó hasta un tren que lo conduciría a un internado. Allí, Arthur creció solo. La vida de interno era agradable; se respetaba a los profesores, y a algunos hasta se les quería. Sin lugar a dudas, Lili había escogido el mejor sitio para él. Aparentemente, en aquel universo no había nada triste. Pero al entrar en él, Arthur se llevó los recuerdos que le había dejado su madre y llenó su cabeza con ellos hasta que ocuparon todo el espacio disponible. Aprendió a no vivir nada mal. Con los dogmas de Lili, elaboraba actitudes, gestos, razonamientos de lógica siempre implacable. Arthur era un niño tranquilo; el adolescente que le sucedió conservó la misma lógica, además de desarrollar un sentido de la observación fuera de lo común. El joven en que se convirtió parecía no tener nunca arrebatos. Fue un alumno normal, ni excelente ni malo; sus notas se situaban siempre ligeramente por encima de la media, salvo en historia, donde destacaba, y aprobó tranquilamente todos los cursos hasta acabar la enseñanza secundaria. Finalizada esta etapa, fue convocado por la directora del colegio una tarde de junio. Esta le contó que su madre, enterada de que padecía esa enfermedad que sólo te deja la duda de cuánto tiempo te concederá antes de llevársete, había ido a verla dos años antes de morir. Había pasado horas y horas disponiendo todos los detalles de su educación. Los estudios de Arthur estaban pagados hasta bien pasada la mayoría de edad. Al irse había hecho depositaria a la señora Senard, la directora, de varias cosas. Las llaves de la casa de Carmel, donde él había crecido, y las de un pequeño apartamento en la ciudad. El apartamento había estado alquilado hasta el mes anterior, pero había sido desalojado, de conformidad con las instrucciones dadas por su madre, al llegar él a la mayoría de edad. El dinero del alquiler había sido ingresado en una cuenta a su nombre, así como el resto de los ahorros que le había legado. Una bonita suma que le permitiría cursar estudios superiores e incluso mucho más.

Arthur tomó el manojo de llaves que la señora Senard había dejado sobre la mesa. El llavero era una bolita de plata con una ranura en medio y un minúsculo cierre. Arthur lo levantó y la bola se abrió, mostrando una pequeñísima foto en cada lado. Una era de él cuando tenía siete años; la otra, de Lili. Arthur cerró con delicadeza el llavero.

– ¿Qué estudios superiores piensas cursar? -le preguntó la directora.

– Arquitectura. Quiero ser arquitecto.

– ¿No irás a Carmel, a esa casa?

– No, todavía no, más adelante.

– ¿Porqué?

– Ella sabe por qué. Es un secreto.

La directora se levantó y él hizo lo propio. Cuando llegaron a la puerta del despacho, lo abrazó con fuerza. Entonces puso en la mano de Arthur un sobre y cerró sus dedos sobre él.

– Es de ella -le susurró al oído-. Es para ti. Me pidió que te la entregara justo en este momento.

En cuanto la señora Senard abrió los dos batientes de la puerta, Arthur se adentró en el pasillo sin volverse, con las largas y pesadas llaves en una mano y la carta en la otra. Dobló al llegar a la gran escalera, y entonces ella cerró las dos grandes puertas de su despacho.

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