9

A las diez, Paul metió la ambulancia en el garaje de Arthur y llamó a la puerta.

– Estoy preparado -dijo.

– Ponte esta bata y estas gafas. Son cristales neutros.

– ¿No tienes barbas postizas?

– Te lo explicaré todo por el camino. Venga, tenemos que estar allí a la hora del relevo, a las once en punto. Lauren, ven con nosotros, te necesitaremos.

– ¿Hablas con el fantasma? -preguntó Paul.

– Con alguien que está con nosotros pero a quien tú no ves.

– Arthur, ¿todo esto es una broma, o realmente estás volviéndote majara?

– Ni una cosa ni la otra. Es imposible entenderlo, así que no vale la pena explicarlo.

– Lo mejor sería que me transformara en pastilla de chocolate, así el tiempo pasaría más deprisa y yo no me preocuparía tanto envuelto en papel de aluminio.

– Es una opción, desde luego. Venga, date prisa.

Disfrazados de médico y camillero respectivamente, se dirigieron al garaje.

– ¿Esta ambulancia ha estado en la guerra?

– He pillado lo que he podido, ¿comprendes? ¡Menuda bronca! En fin, lo único que falta es que me hables con subtítulos en alemán. Me parece que estoy soñando.

– Era broma, hombre, nos irá de coña.

Paul se puso al volante, Arthur se sentó a su lado y Lauren entre los dos.

– ¿Quiere que conecte el faro giratorio y la sirena, doctor?

– ¿Y tú quieres tomarte esto en serio?

– Ah, no, amigo mío, eso sí que no. Si intento considerar en serio que estoy en una ambulancia que me he agenciado para ir con mi socio a robar un cadáver a un hospital, me expongo a despertar y entonces tu plan se iría al garete. De modo que voy a hacer lo que sea por tomármelo lo menos en serio posible; así seguiré creyendo que estoy en un sueño… o en una pesadilla. El lado bueno es que las noches de los domingos siempre me han parecido tristes, y quieras que no esto da un poco de vidilla.

Lauren se echó a reír.

– ¿A ti te hace gracia? -preguntó Arthur.

– ¿Quieres dejar de hablar solo de una vez?

– No hablo solo.

– De acuerdo, hay un fantasma ahí detrás. Pero deja de hacer apartes con él, me pone nervioso.

– Es ella.

– ¿Quién?

– Es una mujer, y oye todo lo que dices.

– Quiero los mismos cigarrillos que fumas tú.

– ¡Conduce!

– ¿Estáis siempre así? -preguntó Lauren.

– Muchas veces.

– Muchas veces ¿qué? -preguntó Paul.

– No hablaba contigo.

Paul frenó en seco.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Arthur.

– ¡Para ya! ¡Te juro que me pones negro!

– Pero ¿qué te pasa?

– ¿Que qué me pasa? ¡Pues que estoy hasta las narices de tu absurdo empeño en hablar solo!

– No hablo solo, Paul, hablo con Lauren. Por favor, confía en mí.

– Arthur, estás como un cencerro. Hay que acabar inmediatamente con esta historia; necesitas ayuda.

– ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo, joder? -repuso Arthur levantando la voz-. Lo único que te pido es que confíes en mí!

– ¡Pues si quieres que confíe en ti, cuéntamelo todo! -gritó Paul-. Porque pareces un demente, haces cosas disparatadas, hablas solo, crees en historias de fantasmas de pacotilla y me embarcas en una aventura ridícula!

– Conduce, por favor. Yo intentaré contártelo y tú harás todo lo posible por entenderlo, ¿vale?

Y mientras la ambulancia atravesaba la ciudad, Arthur le contó a su cómplice de siempre lo increíble. Se lo contó todo desde el principio, desde la aparición en el armario hasta esa noche.

Olvidando por un instante la presencia de Lauren, le habló de ella, de sus miradas, de su vida, de sus dudas, de su fuerza, de sus conversaciones, de la placidez de los ratos compartidos, de sus discusiones.

– Si está realmente aquí -lo interrumpió Paul-, la has pringado, amigo.

– ¿Porqué?

– Porque lo que acabas de decir es una declaración en toda regla. -Paul volvió la cabeza y miró a su amigo-.

En cualquier caso -añadió, con una sonrisa de satisfacción-, está claro que te crees la historia.

– ¡Pues claro que me la creo! ¿Por qué lo dices?

– Porque te has puesto colorado. Nunca te había visto sonrojarte, y mira por dónde… -Y sin solución de continuidad, añadió-: Señorita cuyo cuerpo vamos a secuestrar, si está realmente aquí, le aseguro que mi colega está muy colgado de usted. ¡Yo nunca lo había visto así!

– Cállate y conduce.

– Voy a creerme la historia porque eres mi amigo y no me dejas elección. Si la amistad no es compartir todos los delirios, entonces, ¿qué es? Mira, aquí está el hospital.

– ¡Qué pareja más entrañable! -dijo Lauren con expresión radiante, saliendo de su silencio.

– ¿Adonde voy ahora?

– Dirígete a urgencias y aparca. Enciende el faro giratorio.

Bajaron los tres y se acercaron al mostrador de admisión, donde fueron saludados por un enfermera.

– ¿Qué nos traéis? -dijo.

– Nada. Venimos a llevarnos a alguien -contestó Arthur en tono autoritario.

– ¿A quién?

Arthur se presentó como el doctor Bronswick, iba a hacerse cargo de su paciente, que se llamaba Lauren Kline y debía ser trasladada esa noche. La auxiliar le pidió el volante de traslado y Arthur le tendió todo el fajo de documentos. Ella puso mala cara. ¡Tenían que llegar justo en el momento del cambio de servicio! Tardarían por lo menos media hora, y sólo faltaban cinco minutos para que ella acabara su turno. Arthur dijo que lo sentían mucho, pero que habían tenido mucho trabajo hasta ese momento.

– Yo también lo siento -replicó la enfermera.

Los envió a la habitación 505, en la quinta planta. Ella firmaría los documentos, se los dejaría sobre el asiento de la ambulancia cuando se marchara e informaría a su sustituta. ¡No eran horas de hacer un traslado! Arthur le contestó sin poderse contener que nunca era la hora adecuada, «siempre demasiado pronto o demasiado tarde». Ella se limitó a indicarles el camino.

– Voy a buscar la camilla -dijo Paul para poner fin a la discusión-. ¡Nos vemos arriba, doctor!

La enfermera se ofreció a ayudarlos con la boca chica, pero Arthur declinó su ofrecimiento y le pidió que buscara el expediente de Lauren y lo dejara con los demás papeles en la ambulancia.

– El expediente se queda de momento aquí. Lo enviarán por correo; usted debería saberlo -dijo ella, como extrañada de la petición.

– Ya lo sé, señorita -repuso Arthur en el acto-. Me refiero a su último control: constantes, recuentos, gases de la sangre, NFS, química, hematocritos…

– Te desenvuelves increíblemente bien -le susurró Lauren-. ¿Dónde has aprendido todo eso?

– En la tele -respondió él, también en un susurro.

Ese informe podría consultarlo en la habitación, dijo la enfermera, y se ofreció de nuevo a acompañarlo. Arthur le dio las gracias y la animó a acabar su turno a la hora prevista; se las arreglaría solo. Era domingo, se había ganado de sobra un descanso. Paul, que acababa de llegar con la camilla, asió a su cómplice de un brazo y se adentró con él en el pasillo. Subieron los tres en ascensor hasta la quinta planta. Las puertas acababan de abrirse cuando Arthur comentó, mirando a Lauren:

– Las cosas van bastante bien por ahora.

– ¡Sí! -contestaron a coro Lauren y Paul.

– ¿Me hablabas a mí? -preguntó Paul.

– A los dos.

De una habitación salió disparado un joven externo. Al llegar a su altura, se detuvo en seco, miró la bata de Arthur y lo agarró de los hombros.

– ¿Es usted médico? -le preguntó, pillándolo desprevenido.

– No, bueno, sí, sí, claro, ¿por qué?

– Venga conmigo. Tengo un problema en la 508. ¡Menos mal que ha aparecido usted!

El estudiante de medicina regresó corriendo a la habitación de donde había salido.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Arthur, presa del pánico.

– ¿A mí me lo preguntas? -repuso Paul, igual de aterrorizado.

– ¡No, a Lauren!

– Vamos, no tenemos elección. Yo te ayudaré -dijo ésta.

– Vamos, no tenemos elección -repitió Arthur en voz alta.

– ¿Cómo que vamos? ¡Tú no eres médico! ¡Será mejor que pongas fin a tu delirio antes de matar a alguien!

– Ella nos ayudará.

– Ah, bueno, si ella nos ayuda… -dijo Paul, levantando los brazos hacia el cielo-. Pero ¿por qué yo, Señor? ¿Por qué yo?

Entraron los tres en la 508. El externo estaba junto a la cabecera de la cama con una enfermera.

– Tiene arritmia cardíaca y es diabético -le dijo a Arthur, muerto de miedo-. No consigo reanimarlo. Sólo estoy en tercero.

– Pues para lo que le sirve… -musitó Paul.

– Corta la tira de papel que sale del monitor cardíaco-le susurró Lauren a Arthur al oído- y mírala de forma que yo pueda leerla.

– Enciendan una luz -dijo Arthur en tono autoritario.

Se dirigió al otro lado de la cama y arrancó el papel con el trazado del electrocardiograma. Lo desenrolló y se volvió.

– ¿Lo ves así? -murmuró.

– ¡Es una arritmia ventricular! ¡Ese tipo es una nulidad!

– Es una arritmia ventricular -repitió Arthur, palabra por palabra-. ¡Es usted una nulidad!

Paul puso los ojos en blanco mientras se pasaba una mano por la frente.

– Ya sé que es una arritmia ventricular, doctor, pero ¿qué hay que hacer?

– ¡Usted no sabe nada, es una nulidad! ¿Qué hay que hacer? -repitió Arthur.

– Pregúntale qué le ha inyectado -contestó Lauren.

– ¿Qué le ha inyectado?

– Nada.

– ¡La situación es crítica, doctor! -intervino la enfermera con un tono de voz que revelaba lo fuera de sí que la había puesto el externo.

– ¡Es usted una nulidad! -repitió Arthur-. A ver, ¿qué hay que hacer?

– ¡Mierda, no le dé ahora una clase, doctor! ¡Este hombre está poniéndose gris por momentos!

– ¡San Quintín, vamos directos a San Quintín! -exclamó Paul.

– Cálmese, hombre -le dijo Arthur a Paul-. Perdónelo -añadió, volviéndose hacia la enfermera-, es nuevo, pero era el único camillero disponible.

– Nefrina, una inyección de dos miligramos, y también aplicaremos una vía central, ¡Y ahí sí que va a complicarse el asunto, corazón! -dijo Lauren.

– Nefrina, una inyección de dos miligramos -repitió Arthur.

– ¡Ya era hora! La tengo preparada, doctor -dijo la enfermera-. Esperaba que alguien tomara las riendas.

– Y después aplicaremos una vía central -anunció Arthur en una entonación medio interrogativa, medio afirmativa-. ¿Sabe usted aplicar una vía central? -le preguntó al externo.

– Haz que la aplique la enfermera, se pondrá loca de contento. Los médicos nunca las dejan hacerlo -dijo Lauren antes de que el externo respondiera.

– No he aplicado nunca ninguna -dijo el externo.

– Señorita, usted aplicará la vía central.

– No, doctor. Me encantaría, pero no tenemos tiempo. Yo se la preparo y usted la aplica. De todas formas, gracias por la confianza, es todo un detalle.

La enfermera se fue al otro extremo de la habitación para preparar la aguja y el tubo.

– ¿Qué hago ahora? -preguntó en voz baja Arthur, presa del pánico.

– Nos vamos de aquí -contestó Paul-. Tú no vas a aplicar ni vía central, ni lateral, ni nada de nada. ¡Nos abrimos ahora mismo, tío!

– Sitúate delante de él -dijo Lauren- y apunta a una altura de dos dedos por debajo del esternón. Sabes qué es el esternón, ¿no? Yo te guiaré si no vas bien encaminado. Coloca la aguja con una inclinación de quince grados y clávala poco a poco pero con firmeza. Si has acertado, fluirá un líquido blancuzco; si has fallado, será sangre. Y reza para tener la suerte del principiante, porque si no, entonces sí que la hemos pringado, nosotros y el tipo que está ahí tendido.

– ¡No puedo hacer eso! -murmuró Arthur.

– No tienes elección, y él tampoco. Morirá si no lo haces.

– Me has llamado antes «corazón» o lo he soñado?

Lauren sonrió.

– Adelante, y respira hondo antes de clavar la aguja.

La enfermera se acercó a ellos y le tendió la vía central a Arthur.

– Tómala por el extremo de plástico. ¡Buena suerte!

Arthur colocó la aguja a la altura que Lauren le había indicado. La enfermera lo miraba atentamente.

– Perfecto -murmuró Lauren-. Inclínala un poco menos…, clávala ya con decisión.

La aguja se introdujo en el tórax del paciente.

– ¡Para ya! Haz girar la llave que hay en el tubo.

Arthur obedeció. Un líquido opaco comenzó a fluir por el tubo.

– ¡Muy bien! Lo has hecho con mano maestra -dijo Lauren-. Acabas de salvarlo.

Paul, que había estado dos veces a punto de perder el conocimiento, no paraba de repetir en voz baja: «No puedo creerlo.» El corazón del diabético, liberado ya del líquido que lo aplastaba, recuperó un ritmo normal. La enfermera le dio las gracias a Arthur.

– Ahora ya me ocupo yo -dijo.

Arthur y Paul se despidieron y salieron al pasillo. Paul asomó la cabeza por la puerta, sin poder evitarlo, y le espetó al externo:

– ¡Es usted una nulidad!

Y mientras caminaban, le dijo a Arthur:

– ¡Me has hecho pasar un miedo horroroso!

– Ella me ha ayudado, me ha dicho todo lo que tenía que hacer.

Paul meneó la cabeza.

– Voy a despertarme, y cuando te llame por teléfono para contarte la pesadilla que estoy teniendo, te echarás a reír. ¡No te puedes ni imaginar lo que vas a reírte y burlarte de mí!

– Vamos, Paul, no tenemos tiempo que perder.

Entraron los tres en la habitación 505. Arthur pulsó el interruptor y los tubos de neón empezaron a vibrar. Se acercó a la cama.

– Ayúdame -le dijo a Paul.

– ¿Es ella?

– No, es el tipo de al lado… ¡Pues claro que es ella! Acerca la camilla a la cama.

– ¿Es que te has pasado la vida haciendo esto?

– Eso es, pasa las manos por debajo de las rodillas, y ten cuidado con la perfusión. A la de tres la levantamos. Uno, dos… ¡tres!

El cuerpo de Lauren fue trasladado a la camilla con ruedas. Arthur lo arropó, descolgó el frasco de la perfusión y lo colgó del gancho que quedaba encima de su cabeza.

– Fase 1 finalizada. Ahora bajamos deprisa pero sin precipitarnos.

– ¡Sí, doctor! -contestó Paul en tono malhumorado.

– Os desenvolvéis muy bien -murmuró Lauren.

Regresaron hacia el ascensor. Desde el otro extremo del pasillo, la enfermera llamó a Arthur, que se volvió lentamente.

– ¿Sí?

– Todo va ya perfectamente. ¿Quiere que le eche una mano?

– No, aquí también va todo bien.

– Gracias otra vez.

– De nada.

Se abrieron las puertas y entraron en la cabina. Arthur y Paul suspiraron al unísono.

– ¡Tres top-models, quince días en Hawai, un Testa-rossa y un velero!

– ¿Cómo dices?

– Mis honorarios por esta noche.

El vestíbulo estaba vacío cuando salieron del ascensor. Lo cruzaron a paso rápido. Cargaron el cuerpo de Lauren en la parte trasera de la ambulancia y después ocuparon sus respectivos asientos.

Encima del de Arthur estaban los documentos de traslado acompañados de una nota: «Llámeme mañana. Faltan dos datos en el formulario de traslado. Karen (415) 725 00 00-extensión 2154. P.D.: Buen seguimiento.»

La ambulancia salió del Memorial Hospital.

– Pues es bastante fácil llevarse a un enfermo -comentó Paul.

– Porque no es una cosa que le interese hacer a mucha gente -contestó Arthur.

– Me parece muy comprensible. ¿Adonde vamos?

– Primero a mi casa, y después a un sitio que también está en coma y que vamos a despertar entre los tres.

La ambulancia subió por Market Street y giró en Van Ness. En su interior reinaba el silencio.

Según el plan trazado por Arthur, deberían volver a su casa y trasladar el cuerpo a su coche. A continuación, mientras Paul llevaba el vehículo al garaje de su padre, Arthur bajaría todas las cosas preparadas para el viaje y la estancia en Carmel. El material farmacéutico había sido cuidadosamente empaquetado y almacenado en el gran frigorífico General Electric.

Al llegar ante el garaje, Paul accionó el mando a distancia de la puerta deslizante, pero ésta no se movió.

– En las noveluchas policíacas siempre pasan cosas así-dijo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Arthur.

– No, en las noveluchas policíacas, el compinche adopta una actitud menos afectada y más chulesca y dice: «¿Qué cabronada es ésta?» En este caso, se trata de la puerta teledirigida de tu aparcamiento, que no se abre, y estamos en una ambulancia del garaje de mi padre, con un cuerpo dentro, delante de tu casa a la hora en que todos tus vecinos van a sacar al perro a hacer pipí.

– ¡Mierda!

– Eso es más o menos lo que yo decía, Arthur.

– Pásame el mando.

Paul se lo entregó, encogiéndose de hombros. Arthur, nervioso, pulsó el botón, pero la puerta siguió sin abrirse.

– Y encima me toma por un inútil.

– Se ha acabado la pila -dijo Arthur.

– Claro, es la pila -repuso Paul, sarcástico-. A todos los genios acaban echándoles el guante por culpa de un detalle como ése.

– Voy a buscar una. Tú da la vuelta a la manzana mientras tanto.

– ¡Reza para encontrar una en algún cajón, genio!

– No contestes y sube a casa -intervino Lauren.

Arthur bajó de la ambulancia y subió corriendo la escalera, entró precipitadamente en el apartamento y empezó a registrar todos los cajones. Ninguna pila a la vista. Vació el del secreter, los de la cómoda, los de la cocina… Mientras tanto, Paul daba la quinta vuelta a la manzana.

– Si consigo no llamar la atención de una patrulla es que soy el tipo con más suerte de toda la ciudad -masculló Paul al iniciar la sexta vuelta, justo un momento antes de que apareciera un coche de policía-. Pues no, no he tenido suerte, con lo bien que me hubiera ido…

El coche se detuvo a su altura y el policía le indicó que bajara la ventanilla. Paul obedeció.

– ¿Se ha perdido?

– No. Estoy esperando a un compañero que ha subido a buscar unas cosas. Vamos a llevar a Daisy al garaje.

– ¿Quién es Daisy? -preguntó el policía.

– La ambulancia. Es su último día, le ha llegado la hora… Llevamos diez años juntos ella y yo, y resulta duro separarse, ¿sabe? Montones de recuerdos, toda una vida…

El policía asintió con la cabeza. Lo entendía, sí, pero le pidió que no se entretuviera mucho. De lo contrario, en la central empezarían a recibir llamadas. En aquel barrio, la gente era curiosa e inquieta.

– Lo sé, agente, vivo aquí. En cuanto baje mi compañero nos vamos. Buenas noches.

El agente le dio también las buenas noches y el coche de policía se alejó. En el interior, el conductor se apostó diez dólares con su compañero a que no estaba esperando a nadie.

– Seguramente no se decide a entregar el cacharro. La verdad es que debe de dar pena, después de llevar diez años conduciéndolo.

– Sí, pero ésos son los mismos que se manifiestan porque el ayuntamiento no les da pasta para renovar el material.

– Ya, pero diez años unen mucho.

– Unen mucho, sí…

El apartamento estaba casi tan revuelto como Arthur. De pronto, éste se quedó inmóvil en medio del salón, intentando pensar algo que los salvara.

– El mando del televisor -murmuró Lauren.

Se volvió hacia ella, estupefacto, y se abalanzó sobre la pequeña caja negra. Arrancó literalmente la tapa, sacó la pila cuadrada y la puso rápidamente en el mando del garaje. Corrió hacia la ventana y pulsó el botón.

Paul, furioso, se disponía a dar la novena vuelta cuando vio que la puerta se abría. Se metió, rezando para que se cerrara más deprisa de lo que se había abierto. «Era realmente la pila. ¡Será tonto!»

Entretanto, Arthur bajó por la escalera hasta el garaje.

– Encontré una.

– ¡Voy a matarte!

– En vez de acabar conmigo, será mejor que me ayudes. Todavía tenemos trabajo.

– ¡Pero si no hago otra cosa que ayudarte!

Trasladaron el cuerpo de Lauren con gran delicadeza. Lo sentaron detrás, con el recipiente de la perfusión colocado entre los dos brazos, y lo arroparon con una manta. La cabeza reposaba en la portezuela; desde fuera, todo el mundo hubiera creído que estaba dormida.

– Tengo la impresión de estar en una película de Tarantino -dijo Paul-, con un gángster que quita de en medio…

– ¡Cállate, no digas idioteces!

– ¿Y qué? ¿Estamos sensibles a las idioteces esta noche? ¿Eres tú el que va a devolver la ambulancia?

– No, lo que pasa es que ella se encuentra a tu lado y estabas a punto de decir algo que iba a resultarle hiriente.

Lauren apoyó una mano en su hombro.

– No discutáis. Los dos habéis tenido un día duro -dijo en un tono apaciguador.

– Tienes razón. Continuemos.

– ¿Tengo razón cuando no digo nada? -masculló Paul.

– Ve al garaje de tu padre -prosiguió Arthur-. Yo pasaré a buscarte dentro de diez minutos. Voy a subir a buscar el resto de las cosas.

Paul subió en la ambulancia y salió sin decir nada. Esta vez, la puerta del garaje se había abierto a la primera. En el cruce de Union Street estaba el coche de policía ocupado por los agentes que se habían dirigido antes a él, pero Paul no lo vio.

– Deja pasar un coche y síguelo -dijo uno de ellos.

La ambulancia giró en Van Ness, seguida de cerca por el vehículo 627 de la policía municipal. Cuando diez minutos más tarde entró en el garaje, los policías aminoraron la marcha y reanudaron su ronda normal. Paul no supo nunca que lo habían seguido.

Arthur llegó un cuarto de hora más tarde. Paul salió a la calle y subió al coche.

– ¿Has hecho una visita turística por San Francisco?

– He conducido despacio por ella.

– ¿Has planeado llegar al amanecer?

– Exacto, y ahora relájate, Paul. Casi lo hemos logrado. Acabas de hacerme un favor inestimable, lo sé; lo que no sé es cómo decírtelo. Y te has arriesgado, también lo sé.

– Venga, conduce. No soporto los agradecimientos.

El coche salió de la ciudad por la carretera 280 sur. Enseguida se desviaron hacia Pacifica, antes de adentrarse en la carretera número 1, la que bordea los acantilados, la que conduce a la bahía de Monterrey, a Carmel, la que debería haber tomado Lauren una mañana de principios del verano anterior, al volante de su viejo Triumph.

El paisaje era espectacular. Los acantilados parecían recortarse en la oscuridad como un encaje negro. Una luna inacabada dibujaba los contornos de la carretera. Circulaban a los sones del concierto para violín de Samuel Barber.

Arthur había dejado a Paul al volante y miraba por la ventanilla. Al final de aquel viaje le esperaba otro despertar. El de muchos recuerdos dormidos durante mucho tiempo.

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