11

El coche recorría los últimos minutos de aquella larga noche; los faros iluminaban las franjas naranja y blanco que alternaban entre cada curva trazada al borde de los acantilados y cada línea recta enmarcada por un pantano y una playa desierta. Lauren se había adormilado; Paul conducía en silencio, concentrado en la carretera y sumido en sus pensamientos. Arthur aprovechó ese momento para sacar discretamente del bolsillo la carta que había guardado allí cuando tomó el manojo de largas y grandes llaves del secreter de su casa.

Cuando abrió el sobre, un olor cargado de recuerdos salió de su interior, mezcla de dos esencias que su madre preparaba en una gran botella de cristal amarillo con el tapón de plata mate. El aroma escapado de su envoltorio liberó el recuerdo que Arthur tenía de ella. Sacó la carta del sobre y la desdobló con cuidado.


Querido Arthur:

Si lees esta carta es porque al final te has decidido a emprender el camino hacia Carmel.

Me encantaría saber qué edad tienes ahora.

Tienes en las manos las llaves de la casa donde pasamos juntos unos años preciosos. Sabía que no volverías enseguida, que esperarías hasta sentirte preparado para despertarla.

Querido Arthur, dentro de nada cruzarás esa puerta cuyo ruido me es muy familiar. Recorrerás las habitaciones impregnadas de cierta nostalgia. Abrirás poco a poco los postigos para dejar entrar la luz del sol, que tanto voy a echar de menos. Volverás a la rosaleda y poco a poco te irás acercando a las rosas. Durante todo este tiempo, forzosamente se habrán vuelto salvajes.

También entrarás en mi despacho y te instalarás en él. En el armario encontrarás una pequeña maleta negra; ábrela si tienes ganas y fuerzas. Contiene cuadernos llenos de páginas que te escribí todos los días a lo largo de tu infancia.

Tienes la vida ante ti; tú eres su único dueño. Sé digno «de todo lo que yo he amado».

Te quiero desde allí arriba y velo por ti.

Tu madre, Lili


Cuando llegaron a la bahía de Monterrey despuntaba el día. El cielo estaba cubierto de una seda rosa claro, trenzada en largas cintas ondulantes que en algunos puntos parecían unirse con el mar en el horizonte. Arthur indicó el camino. Habían pasado años. El nunca había recorrido aquella carretera sentado delante, pero cada kilómetro le resultaba familiar, cada cercado y cada puerta que dejaban atrás surgían de su memoria infantil. Hizo una señal con la mano cuando hubo que dejar la carretera principal. Después de la siguiente curva, se vislumbrarían los límites de la finca. Paul siguió sus indicaciones; llegaron a un camino de tierra azotada por las lluvias invernales y secada por los calores del estío. Al doblar una curva, la puerta de hierro forjado verde se alzó ante ellos.

– Ya hemos llegado -dijo Arthur.

– ¿Tienes las llaves?

– Sí, voy a abrir. -Bajó del coche-. Tú ve hasta la casa y espérame allí; yo iré a pie.

– ¿Va contigo ella o se queda en el coche?

Arthur se inclinó hasta la altura de la ventanilla y le dijo a su amigo:

– Pregúntaselo tú directamente.

– No, prefiero no hacerlo.

– Te dejo solo. Creo que de momento es mejor así -intervino Lauren, dirigiéndose a Arthur.

– ¡Vaya suerte! ¡Se queda contigo! -le dijo Arthur a Paul, sonriendo.

El coche se alejó, levantando a su paso una nube de polvo. Al quedarse solo, Arthur contempló el paisaje que lo rodeaba. Anchas franjas de tierra ocre, con algunos pinos piñoneros y albares, secuoyas, granados y algarrobos, parecían extenderse hasta el mar. El suelo estaba sembrado de agujas enrojecidas por el sol. Tomó la pequeña escalera de piedra que bordeaba el camino. Hacia la mitad del recorrido, vislumbró los restos de la rosaleda a su derecha. El jardín estaba abandonado; una multitud de perfumes entremezclados provocaban a cada paso una danza incontrolable de recuerdos olfativos.

A su paso, las cigarras callaron un instante antes de reanudar su canto con ímpetu renovado. Los altos árboles se inclinaban, mecidos por el ligero viento de la mañana. Algunas olas rompían contra las rocas. Frente a él, vio la casa dormida, tal como la había dejado en sus sueños. Le parecía más pequeña; la fachada había sufrido algunos desperfectos, pero el tejado se hallaba intacto. Los postigos estaban cerrados. Paul había aparcado ante el porche y lo esperaba fuera del vehículo.

– ¡Has tardado mucho en llegar!

– ¡Más de veinte años!

– ¿Qué hacemos?

Instalarían el cuerpo de Lauren en el despacho, en la planta baja. Arthur introdujo la llave en la cerradura y, sin vacilar, la hizo girar al revés, exactamente como debía hacerlo para abrir. La memoria contiene fragmentos de recuerdos que puede sacar a flote en cualquier momento sin que sepamos por qué. Hasta el ruido del pestillo le pareció inmediato. Entró en el pasillo, abrió la puerta del despacho, a la izquierda de la entrada, cruzó la estancia y abrió los postigos. Deliberadamente, no prestó ninguna atención a lo que le rodeaba; el momento de redescubrir aquel lugar vendría más tarde, y había decidido vivir plenamente esos instantes. Con gran rapidez descargaron las cajas, instalaron el cuerpo en la cama-sofá y aplicaron de nuevo la perfusión. Arthur entornó los postigos y pasó la falleba. Después tomó un paquete marrón e invitó a Paul a que lo acompañara a la cocina.

– Voy a hacer café. Abre el paquete.

Del armario que quedaba encima del fregadero sacó un objeto metálico de forma singular, compuesto de dos piezas simétricas y opuestas. Comenzó a separarlas haciendo girar cada una de las mitades en sentido inverso.

– ¿Qué es eso? -preguntó Paul.

– Es una cafetera italiana.

– ¿Una cafetera italiana?

Arthur le explicó cómo funcionaba. Lo más interesante era que no requería filtro de papel, y así el aroma se conservaba mucho mejor. Se ponían dos o tres cucharadas colmadas de café en un pequeño depósito que se colocaba entre la parte de abajo, después de llenarla de agua, y la de arriba. Se enroscaban entre sí las dos piezas y se ponía el artilugio sobre el fuego. Al hervir, el agua subía, atravesaba el café almacenado en el pequeño depósito agujereado y llegaba a la parte superior, filtrada simplemente por una fina rejilla metálica. El único truco consistía en retirar a tiempo la cafetera del fuego para que el agua no hirviera en la parte de arriba, pues ya no era agua sino café, y el café hervido es una bazofia. Cuando hubo acabado la explicación, Paul comentó:

– Oye, ¿se tiene que ser ingeniero bilingüe para hacer café en esta casa?

– ¡Lo que hace falta es talento, porque es todo un ceremonial!

Haciendo un mohín dubitativo en respuesta a la última réplica de su amigo, Paul le tendió el paquete de café. Arthur abrió la bombona de gas, que estaba debajo del fregadero.

Después hizo girar la llave situada a la izquierda de la cocina y, finalmente, el mando del quemador.

– ¿Crees que todavía quedará gas?

– Antoine nunca habría dejado la casa con una bombona vacía en la cocina, y seguro que hay por lo menos otras dos llenas en el garaje.

Paul se acercó maquinalmente al interruptor, junto a la puerta, y lo pulsó. Una luz amarillenta invadió la estancia.

– ¿Cómo te las has arreglado para que haya corriente en esta casa?

– Telefoneé anteayer a la compañía para que la restablecieran, y a la del agua también, no te preocupes. Pero apaga. Hay que quitarles el polvo a las bombillas para que no exploten cuando se calienten.

– ¿Dónde has aprendido todo esto de hacer café italiano y desempolvar las bombillas para que no exploten?

– Pues aquí, hombre, en esta habitación, esas cosas y muchas más.

– ¿Y ese café? ¿Viene o no viene?

Arthur puso dos tazas sobre la mesa de madera y sirvió la bebida ardiente.

– Espera un poco antes de beber -dijo.

– ¿Por qué?

– Porque si no esperas te quemarás y, además, porque primero tienes que olerlo. Deja que el aroma penetre en tu nariz.

– ¡Estás jorobándome con este rollo del café, y en mi nariz no penetra nada! Estoy soñando: «Deja que el aroma penetre en tu nariz.» Pero ¿se puede saber de dónde sacas esas frases?

Paul se llevó la taza a los labios, dio un sorbo y escupió inmediatamente el poco líquido ardiente que había tomado. Lauren se colocó detrás de Arthur y lo abrazó. Apoyó la cabeza en su hombro y le susurró al oído.

– Me gusta este sitio, me siento bien aquí, es relajante.

– ¿Dónde estabas?

– Recorriendo la casa mientras vosotros filosofabais sobre el café.

– ¿Y qué?

– ¿Estás hablando con ella? -intervino Paul en tono exasperado.

Sin prestar la más mínima atención a la pregunta de Paul, Arthur se dirigió a Lauren:

– ¿Te gusta?

– Tendría que ser muy exigente para que no me gustara -contestó ella-. Pero tienes que contarme algunos secretos, este lugar está lleno de ellos; los percibo en las paredes y en los muebles.

– ¡Si te molesto, no tienes más que hacer como si no estuviera! -insistió su socio.

Lauren no quería ser ingrata, pero le susurró a Arthur que le encantaría estar a solas con él. Estaba impaciente por que le mostrara toda la propiedad. Y añadió que ardía en deseos de que hablaran. Él preguntó sobre qué:

– Sobre esto, sobre el pasado -contestó ella.

Paul esperaba que Arthur se dignara dirigirse finalmente a él, pero éste parecía seguir conversando con su invisible compañera, así que se decidió a interrumpirlos.

– Bueno, ¿me necesitas todavía? Porque, si no, me vuelvo a San Francisco. Hay trabajo en el despacho, y además tus conversaciones con Fantomas me ponen nervioso.

– Podrías tener una mente menos cerrada, ¿no?

– ¿Cómo dices? Creo que no he oído bien. ¿Acabas de decirle al tipo que te ha ayudado a mangar un cuerpo de un hospital un domingo por la noche, con una ambulancia robada, y que se toma un café italiano a cuatro horas de distancia de su casa sin haber dormido en toda la noche, que podría tener una mente menos cerrada? ¡Tú estás pirado!

– No quería decir eso.

Paul no sabía qué había querido decir, pero prefería irse antes de que tuvieran una enganchada.

– Porque podría ocurrir, ¿sabes?, y sería una lástima, teniendo en cuenta todos los esfuerzos hechos hasta ahora.

Arthur, preocupado, le preguntó a su amigo si no estaba demasiado cansado para emprender el camino de vuelta. Éste lo tranquilizó. Con el «café italiano» (insistió irónicamente en el término) que acababa de tomarse, disponía al menos de veinticuatro horas de autonomía antes de que el cansancio se atreviera a posarse sobre sus párpados. Arthur no hizo caso del sarcasmo. A Paul, por su parte, le preocupaba dejar a su amigo sin coche en aquella casa abandonada.

– Está el viejo Ford en el garaje.

– ¿Cuándo circuló por última vez ese cacharro?

– ¡Hace mucho!

– ¿Y arrancará?

– Seguramente. Cargaré la batería y arrancará.

– ¡Seguramente! Además, después de todo, si te quedas en la estacada aquí ya espabilarás. Yo ya he hecho bastante por esta noche.

Arthur acompañó a Paul hasta el coche.

– No te preocupes más por mí, ya has hecho mucho.

– Pues claro que me preocupo por ti. En circunstancias normales te dejaría solo en esta casa, angustiado con la idea de que podría haber fantasmas. ¡Pero es que tú te traes el tuyo!

– ¡Lárgate!

Paul puso el motor en marcha. Antes de irse, bajó el cristal de la ventanilla.

– ¿Estás seguro de que todo va a ir bien?

– Sin duda.

– Bueno, pues entonces me voy.

– Paul…

– ¿Qué?

– Gracias por todo lo que has hecho.

– No ha sido nada.

– Sí, ha sido mucho. Te has arriesgado por mí sin entender nada, simplemente por lealtad y amistad. Eso es mucho, y yo lo sé.

– Ya sé que lo sabes. Bueno, me voy, si no, todavía soltaremos una lagrimita. Cuídate y llámame al despacho para contarme cómo va todo.

Arthur se lo prometió y el automóvil se perdió rápidamente detrás de la colina. Lauren apareció en la escalera de la entrada.

– Bien -dijo-, ¿me enseñas la propiedad?

– ¿Por dónde empezamos, por dentro o por fuera?

– Antes de nada, ¿dónde estamos?

– Estás en la casa de Lili.

– ¿Quién es Lili?

– Lili era mi madre. Aquí es donde yo pasé la mitad de mi infancia.

– ¿Hace mucho que murió?

– Sí, mucho.

– ¿Y no habías vuelto nunca aquí?

– Nunca.

– ¿Porqué?

– Entra. Hablaremos de eso más tarde, después de la visita.

– ¿Por qué? -insistió Lauren.

– Había olvidado que eres la reencarnación de una mula. ¿Por qué esto, por qué lo otro?…

– ¿He sido yo quien te ha hecho venir?

– Tú no eres el único fantasma de mi vida -dijo Arthur en voz baja.

– Se te hace difícil estar aquí.

– Difícil no es la palabra. Digamos más bien que es importante para mí.

– ¿Y lo has hecho por mí?

– Lo he hecho porque había llegado el momento de intentarlo.

– ¿De intentar qué?

– Abrir la maleta negra.

– ¿Te importa decirme qué hay en esa maleta negra?

– Recuerdos.

– ¿Tienes muchos aquí?

– Casi todos. Era mi casa.

– ¿Y después de aquí?

– Después me las arreglé para que el tiempo pasara muy deprisa. Crecí completamente solo.

– ¿Tu madre murió de repente?

– No, murió de cáncer. Ella lo sabía, pero para mí sí que fue muy repentino. Acompáñame, voy a enseñarte el jardín.

Salieron los dos y Arthur llevó a Lauren hasta el mar, que bordeaba el jardín. Se sentaron al borde de las rocas.

– Si supieras cuántas horas he pasado sentado aquí con ella… Contaba las crestas de las olas, haciendo apuestas. Veníamos con frecuencia a ver la puesta de sol. Mucha gente de por aquí se pasa una media hora en la playa para presenciar el espectáculo. Cada día es distinto. Debido a la temperatura del mar, al aire, a montones de cosas, los colores del cielo nunca son iguales. De la misma forma que en las ciudades la gente vuelve a casa a una hora determinada para ver el telenoticias, aquí la gente sale para ver la puesta de sol. Es un ritual.

– ¿Viviste mucho tiempo aquí?

– Cuando ella murió era un niño, sólo tenía diez años.

– ¡Esta tarde me traerás a ver la puesta de sol!

– Aquí es obligatorio -dijo él sonriendo.

Detrás de ellos, la casa comenzaba a brillar, iluminada por la claridad de la mañana. La fachada que daba al mar estaba deteriorada, pero la construcción en su conjunto había resistido bien el paso de los años. Desde el exterior, nadie hubiera creído que llevaba tanto tiempo durmiendo.

– Ha aguantando bien -comentó Lauren.

– Antoine era un maniático del mantenimiento. Jardinero, maestro del bricolaje, pescador, niñera, guarda de la casa… Era un escritor que había venido a parar aquí y al que mamá había dado albergue. Vivía en el pequeño anexo. Antes de que papá sufriera el accidente de avión, era amigo de mis padres. Yo creo que siempre estuvo enamorado de mamá, incluso cuando papá aún estaba aquí. Y sospecho que acabaron por ser amantes, pero mucho más tarde. Los dos hablaban poco, al menos mientras yo estaba despierto, pero entre ellos había una gran complicidad. Se comprendían con la mirada. Curaron en sus silencios comunes toda la violencia de sus respectivas vidas. Reinaba entre ellos un sosiego que resultaba desconcertante, como si se hubieran impuesto el deber de no experimentar nunca más rabia o rebeldía.

– ¿Qué ha sido de él?

Refugiado en el despacho, la estancia donde habían instalado el cuerpo de Lauren, había sobrevivido diez años a Lili. Antoine se había pasado el final de su vida manteniendo la casa. Lili le había dejado dinero; su estilo era preverlo todo, incluso lo imprevisible. Antoine se le parecía en eso. Murió en el hospital a principios de un invierno. Una mañana soleada y fresca, se había despertado cansado. Mientras engrasaba los goznes de la puerta de entrada, había sentido un dolor sordo en el pecho. Había avanzado entre los árboles buscando el aire que le faltaba. El viejo pino bajo en el que dormía la siesta en primavera y verano lo había acogido bajo sus ramas cuando, incapaz de sostenerse, acabó por caer. Atenazado por el dolor, se había arrastrado hasta la casa y había pedido auxilio a unos vecinos. Había sido trasladado al hospital de Monterrey, donde falleció el lunes siguiente. Se hubiera dicho que había preparado su partida. Tras su muerte, el notario se había puesto en contacto con Arthur para preguntarle qué había que hacer con la casa.

– Me dijo que se había quedado de piedra cuando vino aquí. Antoine lo había dejado todo en orden, como si fuera a irse de viaje el día que se encontró mal.

– Tal vez pensaba hacerlo.

– ¿Antoine, irse de viaje? No, qué va… Si para conseguir que fuera a Carmel de compras había que empezar a negociar con él varios días antes… No, yo creo que tuvo el instinto de los elefantes viejos, que presintió que le llegaba la hora; o quizá ya había tenido bastante y se abandonó.

Para explicar su punto de vista, se remitió a la respuesta de su madre a una pregunta que un día él le había hecho sobre la muerte. Arthur quería saber si las personas mayores tenían miedo de morir, y ella le había dado la siguiente respuesta, que tenía muy fresca en la memoria: «Cuando has pasado un buen día, te has levantado temprano para acompañarme a pescar, has corrido y has trabajado en los rosales con Antoine, al llegar la noche estás cansado y, aunque habitualmente no te gusta nada irte a la cama, te sientes feliz de meterte entre las sábanas para conciliar el sueño. Esas noches no tienes miedo de dormirte.

»Pues bien, la vida es en cierto modo como uno de esos días. Al principio experimentamos cierta tranquilidad diciéndonos que un día descansaremos. Quizá porque, con el tiempo, el cuerpo nos impone las cosas con menos facilidad. Todo se vuelve más difícil y fatigoso, así que la idea de dormirse para siempre ya no da miedo como antes.»

– Mamá ya estaba enferma y creo que sabía de lo que hablaba.

– ¿Qué le dijiste tú?

– Me agarré a su brazo y le pregunté si estaba «cansada». Ella sonrió. En fin, lo que quería decir con todo esto es que no creo que Antoine estuviera cansado de vivir, en el sentido depresivo; yo creo que había adquirido una forma de sabiduría.

– Como los elefantes -dijo Lauren en voz baja.

Se encaminaron hacia la casa, pero Arthur, sintiéndose preparado para entrar en la rosaleda, se desvió.

– Por aquí vamos al corazón del reino, la rosaleda…

– ¿Por qué es el corazón del reino?

¡Era el Lugar! A Lili le entusiasmaban las rosas. Era el único tema sobre el que había discutido con Antoine.

– Mamá conocía absolutamente todas las flores. No podías cortar ni una sola sin que ella se diera cuenta.

Había una cantidad inimaginable de variedades. Ella pedía esquejes por catálogo y disfrutaba cultivando especies del mundo entero, sobre todo si en la descripción se especificaba que el desarrollo de la planta requería unas condiciones climáticas muy distintas de las de allí. Era un reto desmentir a los floricultores y lograr que esos esquejes prosperaran.

– ¿Tantas había?

Él había contado hasta ciento treinta y cinco. Durante una lluvia torrencial, su madre y Antoine se habían levantado a media noche, habían ido corriendo al garaje y agarrado una lona que debía de medir diez metros de ancho por treinta de largo. Antoine había enganchado tres de las puntas de la lona en lo alto de unos palos, y la última la habían sostenido los dos con las manos, subidos uno en un taburete y el otro en una silla de árbitro de tenis. Habían pasado así parte de la noche, sacudiendo aquel paraguas gigante cuando resultaba demasiado pesado por la cantidad de agua acumulada. La tormenta había durado más de tres horas.

– Si hubiera habido un incendio dentro de la casa, estoy seguro de que no habrían estado tan excitados. Si los hubieses visto al día siguiente… Estaban destrozados.

Pero, eso sí, la rosaleda se había salvado.

– ¡Mira! -dijo Lauren al entrar en el jardín-. ¡Todavía hay muchísimas!

– Sí, son rosas silvestres. Esas no le temen ni al sol ni a la lluvia, y conviene ponerse guantes para cortarlas porque están repletas de espinas.

Pasaron buena parte del día descubriendo y redescubriendo el inmenso jardín que rodeaba la casa. Arthur le enseñó a Lauren los árboles, las inscripciones que había hecho en la corteza de algunos. Pasado un pino piñonero, le señaló el lugar donde se había roto la clavícula.

– ¿Cómo fue?

– Estaba maduro y caí del árbol.

Y el día transcurrió sin que se dieran cuenta. A la hora prevista, fueron de nuevo a la orilla del mar, se sentaron en las rocas y contemplaron ese espectáculo que gente de todo el mundo va a ver. Lauren abrió los brazos y exclamó:

– ¡Miguel Ángel está en forma esta tarde!

Arthur la miró sonriendo. La noche cayó muy deprisa. Se refugiaron en la casa. Arthur se ocupó de «los cuidados del cuerpo» de Lauren. Luego encendió la chimenea del saloncito, donde se instalaron ambos después de que él hubiera tomado una cena ligera.

– Y esa maleta negra que has mencionado antes, ¿qué es?

– ¡No se te escapa nada!

– Presto atención, simplemente.

– Es una maleta que pertenecía a mamá. Ahí guardaba todas sus cartas y todos sus recuerdos. Creo que esa maleta contiene lo esencial de su vida.

– ¿Por qué lo crees?

Esa maleta era un gran misterio. Él podía disponer de toda la casa, salvo del armario donde estaba guardada. Prohibición expresa de acercarse.

– ¡Y te aseguro que no me hubiera arriesgado a hacerlo!

– ¿Dónde está?

– Ahí al lado, en el despacho.

– ¿Y no has venido nunca para abrirla? ¡No puedo creerlo!

Debía de contener toda la vida de su madre, y no había querido precipitar ese momento; se había dicho que tenía que ser adulto y estar dispuesto de verdad a exponerse a abrirla para comprender.

– Bueno, la verdad es que siempre me ha dado mucho miedo -confesó finalmente al observar la expresión escéptica de Lauren.

– ¿Por qué?

– No sé…, miedo de que cambie la imagen que he conservado de ella, miedo de que me invada la tristeza.

– ¡Ve a buscarla!

Arthur no se movió. Ella insistió en que fuera a buscarla, diciéndole que no tenía por qué tener miedo. Si Lili había metido toda su vida en una maleta, sin duda era para que un día su hijo supiese quién había sido. Ella no lo había querido para que viviera con el recuerdo de una imagen.

– El riesgo de amar es amar tanto los defectos como las cualidades, porque son indisociables. ¿De qué tienes miedo? ¿De juzgar a tu madre? No tienes alma de juez. No puedes fingir que el contenido de la maleta no existe, estás infringiendo su ley… ¡Te lo dejó para que lo sepas todo sobre ella, para prolongar lo que el tiempo no le dejó hacer, para que la conozcas de verdad, no sólo como niño, sino con tus ojos y tu corazón de hombre!

Arthur reflexionó unos instantes en lo que Lauren acababa de decirle. Se levantó sin dejar de mirarla, fue al despacho y abrió el famoso armario. Contempló la pequeña maleta negra que había ante él, sobre un estante, la agarró de la gastada asa y arrastró todo aquel pasado hacia el presente. De vuelta en el saloncito, se sentó en el suelo junto a Lauren y los dos se miraron como dos niños que acabaran de encontrar el tesoro de Barbarroja. Tras haber recobrado el aliento, empujó los dos pestillos y la tapa se abrió. La maleta rebosaba de sobres de todos los tamaños llenos de cartas y fotos; también había pequeños objetos: un avioncito de pasta de sal que Arthur había hecho un año para el Día de la Madre, un cenicero de arcilla con motivo de una Navidad, un collar de conchas de origen desconocido, su cuchara de plata y sus zapatitos de bebé. Una auténtica cueva de Alí Baba. En el interior de la tapa había una carta doblada y cerrada con una grapa. Lili había escrito el nombre de Arthur en grandes letras. Él la abrió.


Querido Arthur:

Por fin estás en tu casa. El tiempo cura todas las heridas, aunque nos deje algunas cicatrices. En esta maleta encontrarás todos mis recuerdos, los que tengo de ti y los de antes de que nacieras, todos los que no pude contarte porque todavía eras pequeño. Descubrirás a tu madre con otra mirada, te enterarás de muchas cosas; porque, además de ser tu madre, he sido una mujer, con mis miedos, mis dudas, mis fracasos, mis pesares y mis victorias. Para darte todos los consejos que te prodigaba, fue preciso también que me equivocara, cosa que me sucedió con frecuencia. Los padres son montañas que uno se pasa la vida escalando, sin saber que un día nosotros representaremos su papel.

No hay nada más complejo que educar a un hijo. Te pasas la vida entera dando todo lo que crees que es justo y sabiendo al mismo tiempo que estás constantemente equivocándote. Pero, para la mayoría de los padres, todo es amor, aun cuando a veces no se puede evitar cierto egoísmo. La vida no es un sacerdocio. El día que cerré esta pequeña maleta, temí decepcionarte. No te dejé tiempo de emitir juicios de adolescente. No sé qué edad tendrás cuando leas esta carta. Te imagino un apuesto joven de treinta años, tal vez un poco mayor. ¡Cómo me hubiera gustado vivir todos esos años a tu lado! Si supieras lo vacía que me deja la idea de no volver a verte por la mañana cuando abras los ojos, de no volver a oír el sonido de tu voz cuando me llames… Pensarlo me hace más daño que la enfermedad que me lleva tan lejos de ti.

Siempre he estado enamorada de Antoine, pero no he vivido ese amor por miedo. Miedo de tu padre, miedo de hacerle daño, miedo de destruir lo que había construido, miedo de confesarme que me había equivocado. Tuve miedo del orden establecido, miedo de volver a empezar, miedo de que no funcionara, miedo de que todo fuese un sueño. No vivirlo fue una pesadilla. Pensaba en él día y noche, y me lo prohibía.

Tras la muerte de tu padre, el miedo continuó: miedo de traicionar, miedo por ti. Todo aquello fue una inmensa mentira. Antoine me ha amado como toda mujer desearía ser amada al menos una vez en la vida. Y yo no he sabido corresponderle por culpa de una increíble cobardía. Yo disculpaba mis debilidades, me complacía en ese melodrama barato, y me negaba a ver que mi vida pasaba a toda velocidad y que yo pasaba por su lado. Tu padre era un hombre admirable, pero Antoine era para mí un hombre único; nadie me miraba como él, nadie me hablaba como él. A su lado, nada podía pasarme, me sentía protegida de todo. Él comprendía todos mis deseos y no cejaba hasta satisfacerlos. Toda su vida estaba basada en la armonía, la delicadeza, el saber dar, mientras que yo buscaba batallas como razón de existir y lo ignoraba todo del saber recibir. Estaba aterrorizada, me obligaba a creer que esa felicidad era imposible, que la vida no podía ser tan agradable. Una noche, cuando tú tenías cinco años, hicimos el amor. Concebí un hijo y no lo conservé. Nunca se lo dije, pero estoy segura de que lo supo. Lo adivinaba todo de mí.

Quizás haya sido mejor así debido a lo que ahora me pasa, pero también creo que tal vez esta enfermedad no se habría desarrollado si hubiese estado en paz conmigo misma. Hemos vivido todos estos años a la sombra de mis mentiras, he sido hipócrita con la vida y ella no me lo ha perdonado. Ya sabes más cosas de tu madre. He dudado en contarte todo esto, he tenido miedo una vez más de que me juzgaras, pero ¿no te he enseñado que la peor mentira es mentirse a uno mismo? Hay muchas cosas que hubiera querido compartir contigo, pero no hemos tenido tiempo. Antoine no te ha criado por mi culpa, por culpa de mi ignorancia. Cuando supe que estaba enferma, ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Encontrarás muchas cosas en este batiburrillo que te dejo: fotos tuyas, mías, de Antoine, sus cartas… No las leas, me pertenecen; están aquí porque nunca he sido capaz de deshacerme de ellas. Te preguntarás por qué no hay fotos de tu padre. Las rompí todas una noche que me dejé llevar por la cólera y la frustración. Estaba furiosa conmigo misma.

He hecho las cosas lo mejor que he podido, cariño, lo mejor que ha podido esta mujer, con sus cualidades y sus defectos, pero debes saber que tú has sido toda mi vida, toda mi razón de vivir, lo más hernioso y lo más extraordinario que me ha sucedido. Rezo para que experimentes un día la sensación única de tener un hijo, porque entonces comprenderás muchas cosas.

Mi mayor orgullo es ser tu madre y seguir siéndolo siempre.

Te quiero.

Lili


Arthur dobló la carta y volvió a dejarla en la maleta. Lauren lo vio llorar, se acercó a él y enjugó sus lágrimas con el reverso del índice. El alzó los ojos, sorprendido, y toda su pena quedó borrada por la ternura de la mirada de ella, cuyo dedo comenzó a deslizarse hacia la barbilla con un movimiento oscilante. Arthur posó una mano en su mejilla, después alrededor de su nuca, y acercó la cara a la suya. Cuando sus labios se rozaron, ella retrocedió.

– ¿Por qué haces esto por mí, Arthur?

– Porque te quiero, y eso es cosa mía.

La tomó de la mano y la condujo al exterior de la casa.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Lauren.

– Al mar.

– No, aquí, ahora -dijo ella, situándose frente a él y desabrochándole la camisa.

– Pero ¿cómo lo haces? Si no podías…

– No hagas preguntas. No lo sé.

Le quitó la camisa y le pasó las manos por la espalda. Arthur se sintió desconcertado. ¿Cómo se desnudaba a un fantasma? Ella sonrió, cerró los ojos y se quedó instantáneamente desnuda.

– Basta que piense en una prenda de vestir para que aparezca sobre mi cuerpo inmediatamente. Si supieras cómo he aprovechado esa capacidad…

Allí mismo, en el porche de la casa, enlazó a Arthur y lo besó.

El alma de Lauren fue penetrada por su cuerpo de hombre y entró a su vez en el cuerpo de Arthur, invadiéndolo mientras duró el abrazo, como en la magia de un eclipse… La maleta estaba abierta.

Загрузка...