X

Era su primer día en la playa después de haberse pasado dos días sin apenas salir de la habitación. Bosch no lograba ponerse cómodo en la tumbona. No le cabía en la cabeza que a la gente le gustara hacer eso: freírse al sol. Harry estaba pringoso de crema bronceadora y la arena se le había colado entre los dedos de los pies. Eleanor le había comprado un bañador rojo que, según él, le quedaba ridículo y le hacía sentirse como una diana de feria. «Al menos, no es uno de esos tangas que se ponen algunos», pensó.

Bosch se incorporó un poco y echó un vistazo a su alrededor. Hawai era increíble, tan bonito que parecía un sueño. Y las mujeres también eran preciosas, sobre todo Eleanor, que yacía a su lado en otra tumbona. Tenía los ojos cerrados y una media sonrisa en los labios. Llevaba un traje de baño negro muy alto de caderas, que destacaba sus piernas morenas y bien torneadas.

– ¿Qué miras? -preguntó sin abrir los ojos.

– Nada. Sólo… Es que no estoy cómodo. Creo que me voy a dar un paseo.

– ¿Por qué no te compras un libro? Tienes que relajarte. Para eso es la luna de miel: sexo, descanso, buena comida y buena compañía.

– Bueno, dos de cuatro no está mal.

– ¿Qué le pasa a la comida?

– La comida está buenísima.

– Muy gracioso -contestó Eleanor, golpeándole en el brazo.

Eleanor también se incorporó y contempló el agua resplandeciente. En el horizonte se veía el perfil de Molokini.

– Qué bonito es esto.

– Sí.

Los dos se quedaron unos segundos en silencio, mirando a la gente que caminaba por la orilla. Bosch levantó las piernas, se inclinó hacia delante y se sentó con los codos en las rodillas. El sol le calentaba la espalda.

Comenzaba a sentirse bien.

Harry se fijó en una mujer que caminaba lánguidamente junto al mar y que había capturado la atención de todos los hombres de la playa. Era alta y esbelta y su cabellera larga y rubia estaba mojada.

Lucía un bikini minúsculo -apenas un par de cuerdas y triángulos de tela negra- que resaltaba su bronceado.

Al pasar por delante de él, el sol dejó de cegarle y Bosch pudo verle la cara. Los rasgos le resultaban familiares. Bosch la conocía.

– Harry -susurró Eleanor en ese momento-. ¿No es ésa…? Parece la bailarina. La chica que vi con Tony.

– Layla -dijo Bosch, pronunciando su nombre más que respondiendo.

– Es ella, ¿no?

– Antes no creía en las casualidades -dijo Bosch.

– ¿Vas a llamar al FBI? Seguramente tiene el dinero.

Bosch miró a la mujer que se alejaba. Al darle la espalda, casi parecía que estuviera desnuda; sólo se veían un par de tiras del bikini. El sol volvió a darle en los ojos y su imagen se distorsionó. Estaba desapareciendo bajo la luz cegadora del sol y la neblina del Pacífico.

– No, no voy a llamar a nadie -respondió finalmente.

– ¿Por qué no?

– Porque ella no hizo nada -contestó-. Dejó que un tío le diera dinero. No hay nada malo en eso. Puede que hasta estuviera enamorada de él.

Bosch la observó mientras pensaba en las últimas palabras de Verónica.

– Además, ¿quién va a echar de menos el dinero? -preguntó-. ¿El FBI? ¿El departamento? ¿Algún gángster gordo de Chicago con diez guardaespaldas? Olvídalo. No voy a llamar a nadie.

Bosch le echó un último vistazo. Layla ya estaba muy lejos. Mientras caminaba, miraba el mar y el sol recortaba su figura. Bosch le hizo un gesto de despedida, pero evidentemente ella no lo vio. Después se acostó en la tumbona y cerró los ojos. Casi inmediatamente notó que el sol penetraba en su piel, curando sus heridas. Y entonces notó la mano de Eleanor sobre la suya y sonrió. Se sentía seguro. Sentía que nadie podía volver a hacerle daño.

Загрузка...