Harry Bosch comenzó a oír la música mientras conducía por Mulholland Drive en dirección al paso de Cahuenga. La melodía le llegaba en forma de secuencias errantes de trompa y fragmentos de cuerda que resonaban entre las colinas pardas, secas por el sol del verano, y se confundían con el ruido del tráfico procedente de la autopista de Hollywood. Bosch no acababa de reconocer la música; sólo sabía que avanzaba hacia su punto de origen.
Harry aminoró al avistar los vehículos -dos sedanes de la brigada de detectives y un coche patrulla- en una pequeña desviación con el firme de grava. Tras aparcar detrás de ellos, salió de su Caprice y miró a su alrededor. Un solitario agente de uniforme montaba guardia apoyado contra el guardabarros del coche patrulla, a cuyo retrovisor lateral se había atado la clásica cinta amarilla para marcar la escena del crimen, que en Los Ángeles se emplea por kilómetros. La cinta atravesaba la carretera y colgaba de un cartel blanco, en el que las pintadas hacían casi ilegibles las siguientes palabras:
CUERPO DE BOMBEROS DE LOS ÁNGELES
PISTA FORESTAL
PROHIBIDO EL PASO – PROHIBIDO FUMAR
El policía de uniforme -un hombre corpulento con la piel quemada por el sol y pelo rubio cortado al cepillo- se irguió cuando Bosch se dirigió hacia él. Aparte de su tamaño, lo primero que a Harry le llamó la atención fue la porra. La llevaba colgada de la anilla del cinturón y estaba tan gastada que los rasguños sobre la pintura acrílica negra dejaban a la vista el aluminio de debajo. Normalmente los que peleaban en la jungla lucían con orgullo sus armas cubiertas de heridas de guerra, en señal de clara advertencia. Aquel poli, que según rezaba su placa se llamaba Powers, sin duda era de los que disfrutaban repartiendo leña.
El agente Powers miraba a Bosch con arrogancia, sin quitarse sus Ray-Ban a pesar de que el sol ya se estaba poniendo y un cielo de nubes anaranjadas se reflejaba en los cristales espejados. Era uno de esos atardeceres cuyo resplandor recordaba a Bosch el de los incendios provocados años atrás durante los famosos disturbios de Los Ángeles.
– Vaya, vaya, Harry Bosch -exclamó Powers sorprendido-. ¿Cuándo has vuelto?
Bosch lo miró un momento antes de contestar. No conocía a Powers, pero eso no importaba. Toda la División de Hollywood debía de estar enterada de su historia.
– Ahora mismo -respondió.
Bosch no le dio la mano. Nadie se daba la mano en la escena de un crimen.
– Es tu primer caso desde que has vuelto a Homicidios, ¿no?
Bosch sacó un cigarrillo y lo encendió, sin preocuparle que se tratara de una clara infracción del reglamento.
– Más o menos. -Bosch cambió rápidamente de tema-. ¿Quién ha llegado?
– Edgar y la nueva del Pacífico, su hermana de sangre.
– Rider.
– Como se llame.
Bosch no dijo nada más al respecto, consciente del desprecio en la voz del policía. Poco importaba que Kizmin Rider tuviera talento o fuera una investigadora de primera; por mucho que Bosch insistiera, Powers no cambiaría de opinión. Para el agente sólo existía una razón por la cual él seguía de uniforme en vez de lucir la placa dorada de detective: era un hombre blanco en una época en que se favorecía a mujeres y miembros de minorías étnicas. A juicio de Bosch, era mejor no hurgar en ese tipo de heridas.
Al parecer Powers interpretó el silencio de Harry como signo de desacuerdo, porque en seguida cambió de tema.
– Bueno, me han dicho que deje pasar al forense y al de Huellas cuando lleguen, así que ya deben de haber acabado el registro. Si quieres puedes entrar con el coche.
Bosch se dirigió a la calzada, arrojó al suelo el cigarrillo a medio fumar y lo aplastó firmemente con el zapato. No quería causar un incendio forestal el día de su retorno a Homicidios.
– Iré andando -replicó-. ¿Y la teniente Billets?
– Aún no ha llegado.
Bosch regresó al coche y metió la mano por la ventanilla para recoger su maletín. Después volvió hasta donde estaba Powers.
– ¿Lo encontraste tú?
– Sí, señor -contestó Powers con orgullo.
– ¿Cómo lo abriste?
– Llevo una palanqueta en el coche. Primero abrí la puerta y luego forcé el maletero.
– ¿Por qué?
– Por el olor. Era evidente.
– ¿Lo hiciste con guantes?
– No, no tenía.
– ¿Qué tocaste?
Powers tuvo que pensar un momento.
– El tirador de la puerta y el del maletero, nada más.
– ¿Te han tomado declaración Edgar o Rider? ¿O has escrito algo tú?
– De momento no.
– Mira, Powers. Ya sé que estás muy orgulloso, pero la próxima vez no lo hagas, ¿de acuerdo? Todos queremos ser detectives, pero no todos lo somos. Así es como se joden las escenas del crimen y tú lo sabes.
El policía enrojeció y apretó la mandíbula.
– Mira, Bosch -respondió el agente-. Lo único que sé es que si os hubiera dicho que había un vehículo sospechoso con pestazo a fiambre, habríais pensado: «¿Qué coño sabrá Powers?», y vuestra maldita escena se habría podrido al sol.
– No te lo niego, pero al menos habríamos tenido la opción de cagarla. Ahora, en cambio, ya está jodida.
Powers permaneció rabioso, pero en silencio. Bosch esperó un segundo, listo para continuar la discusión, pero al final lo dejó.
– ¿Me dejas pasar?
Powers se dirigió a la cinta amarilla. El policía tendría unos treinta y cinco años y Bosch observó que caminaba con los andares arrogantes de un veterano de la calle. Era una manera de caminar que en Los Ángeles, al igual que en Vietnam, se contagiaba en seguida.
Finalmente Powers levantó la cinta y Bosch pasó por debajo.
– No te pierdas -comentó el patrullero.
– Muy gracioso, Powers. Te has quedado conmigo.
A ambos lados de la estrecha pista forestal, la maleza llegaba hasta la cintura. En la calzada de grava había desperdicios y cristales rotos: la respuesta de los intrusos a la advertencia de la verja. Bosch dedujo que aquél sería uno de los lugares nocturnos favoritos de los adolescentes de la ciudad que yacía a sus pies.
A medida que avanzaba la música se oía cada vez más fuerte, pero Bosch seguía sin reconocerla. Cuando llevaba recorridos unos cuatrocientos metros, llegó a un claro que supuso que serviría de base a los bomberos por si se declaraba un incendio en la maleza de las colinas circundantes. En cambio, ese día se había convertido en el escenario de un asesinato. Al fondo del claro Bosch divisó un Rolls-Royce Silver Cloud y, junto a él, a sus compañeros: Rider y Edgar. Rider bosquejaba la escena del crimen en una libreta, mientras Edgar tomaba medidas y las recitaba en voz alta. Al percatarse de la presencia de Bosch, Edgar lo saludó con una mano enguantada y dejó que la cinta métrica se enroscara automáticamente.
– Harry, ¿dónde estabas?
– Pintando -respondió Bosch, acercándose a Edgar-. He tenido que limpiarme, cambiarme y guardar las cosas.
Bosch se aproximó al borde del claro y contempló el panorama que se extendía a sus pies. Se encontraban en lo alto de un risco detrás del Hollywood Bowl, el célebre auditorio al aire libre. A la izquierda, a no más de cuatrocientos metros, se hallaba la construcción en forma de concha de donde procedía la música. Aquella tarde se celebraba la gala anual del Día del Trabajo, con la Filarmónica de Los Ángeles. Desde donde estaba, Bosch veía a dieciocho mil personas sentadas al otro lado del cañón, disfrutando de uno de los últimos domingos del verano.
Joder -exclamó al comprender el problema.
Edgar y Rider se acercaron.
– ¿Qué tenemos? -preguntó Bosch.
– Un hombre de raza blanca -contestó Rider-. Sabemos que son heridas de bala y poco más. Hemos mantenido el maletero cerrado, pero ya hemos avisado a todo el mundo.
Bosch se encaminó hacia el Rolls, sorteando las cenizas de una vieja hoguera en el centro del calvero. Los otros dos lo siguieron.
– ¿Puedo? -preguntó Bosch al acercarse al coche.
– Sí, ya hemos registrado el exterior -le respondió Edgar-. Aunque no había gran cosa. Aparte de un poco de sangre debajo del coche, nada. Hacía tiempo que no veía una escena tan limpia.
Jerry Edgar, al que habían llamado a casa como al resto del equipo, llevaba tejanos y una camiseta blanca. En el pecho izquierdo lucía el dibujo de una placa con la palabra HOMICIDIOS y las siglas del Departamento de Policía de Los Ángeles. Cuando adelantó a Bosch, Harry leyó en la espalda: «Nuestro día empieza cuando el suyo acaba». La camiseta contrastaba con la piel oscura de Edgar y resaltaba su torso musculoso y la agilidad de sus movimientos. A pesar de que Bosch había trabajado con él en numerosas ocasiones durante los últimos seis años, nunca se habían relacionado demasiado fuera del trabajo y hasta ese momento no se había dado cuenta de que Edgar era un auténtico atleta que debía de frecuentar el gimnasio.
Era raro que Edgar no llevase uno de sus elegantes trajes de rayas, pero Bosch creía conocer la razón. Seguramente se había puesto atuendo informal porque éste le impedía realizar la tarea más odiada: la notificación de los hechos al familiar más cercano.
Al acercarse al Rolls todos aminoraron el paso, como si lo que contenía pudiera resultar contagioso. El coche estaba aparcado de cara al norte, con la parte trasera a la vista de los espectadores situados en los niveles superiores del Bowl. Bosch volvió a considerar la situación.
– ¿Vais a sacar a este tío con toda esa gente pija mirando? -preguntó-. ¿Cómo creéis que quedará en las noticias de la noche?
– Bueno -contestó Edgar-, la idea era dejarte la decisión a ti. Ahora que eres el tres…
Edgar sonrió y le guiñó el ojo.
– Sí, claro -contestó Bosch con sarcasmo-. Soy el tres.
Bosch todavía se estaba acostumbrando a la idea de estar al mando del equipo. Hacía más de dieciocho meses que no investigaba un homicidio, y mucho más que no dirigía un equipo de tres detectives. Cuando regresó al trabajo en enero, después de su baja involuntaria lo asignaron a Robos en la División de Hollywood. La jefa de la brigada de detectives, la teniente Grace Billets, le explicó que aquel puesto era una forma de facilitarle el retorno gradual al trabajo de detective, aunque Bosch sabía perfectamente que era mentira y que se trataba de una imposición desde arriba. A pesar de ello no se quejó, porque sabía que tarde o temprano vendrían a buscarlo.
Efectivamente, al cabo de ocho meses de llevar papeleo y practicar algún que otro arresto en la sección de Robos, Bosch fue llamado al despacho de Billets, donde ésta le comunicó que iba a introducir algunos cambios. El porcentaje de casos de homicidio resueltos en la división había caído a su cota más baja; menos de la mitad. Billets, que había asumido el mando de la brigada hacía más de un año, admitió avergonzada que el descenso más pronunciado se había producido bajo sus órdenes. Bosch podría haberle dicho que aquella disminución se debía, al menos en parte, a que ella no practicaba la misma política de manipulación de datos que su predecesor, Harvey Pounds, que siempre hallaba el modo de hinchar el número de casos resueltos. Sin embargo, Bosch se calló y escuchó atentamente mientras Billets le exponía su estrategia.
La primera parte del plan consistía en trasladar a Bosch a Homicidios a principios de septiembre. Un detective de Homicidios llamado Selby, que apenas resolvía casos, pasaría a ocupar el puesto de Bosch en la mesa de Robos. Billets también pensaba reclutar a una joven e inteligente detective con la que ya había trabajado en la División del Pacífico, una tal Kizmin Rider. Asimismo, y ésta era la parte más audaz del plan, Billets iba a cambiar el agrupamiento tradicional en parejas. En su lugar, los nueve detectives de homicidios asignados a Hollywood pasarían a trabajar en equipos de tres. Cada uno de los equipos tendría al mando un detective de tercer grado. Bosch había sido puesto al frente de uno de los grupos.
El cambio tenía sentido, al menos sobre el papel. La inmensa mayoría de casos de homicidio que no se resuelven en las cuarenta y ocho horas que siguen al descubrimiento del cadáver acaban archivados. Billets quería solucionar más casos, así que decidió poner más hombres en cada uno. Lo que ya no hacía tanta gracia a los nueve detectives era que, con el nuevo sistema, a cada policía le tocaba investigar uno de cada tres homicidios (en lugar de uno de cada cuatro). Eso les suponía más trabajo, más tiempo perdido en juicios, jornadas más largas y más estrés. Lo único que consideraban positivo eran las horas extraordinarias remuneradas. No obstante, Billets era una mujer dura y las quejas de sus subordinados, no le afectaron demasiado, por lo que pronto se ganó un mote apropiado.
– ¿Alguien ha hablado con Billets? -preguntó Bosch.
– Yo -contestó Rider-. Estaba en Santa Bárbara de fin de semana. Por suerte había dejado el número de teléfono en su despacho. Viene hacia aquí, pero todavía está a hora y media de camino. Me ha dicho que dejaría a su maridito en casa y se iría directamente a la comisaría.
Bosch asintió e inmediatamente se dirigió a la parte trasera del Rolls, donde en seguida notó un olor débil pero inconfundible, distinto a cualquier otro.
Harry hizo otro gesto de aprobación, depositó su maletín en el suelo y lo abrió para sacar un par de guantes de goma del paquete de cartón. Después cerró el maletín y lo apartó un poco.
– Muy bien, echemos un vistazo -anunció mientras se ponía los guantes, aunque detestaba llevarlos-. Mantengámonos juntos. No hay que dar a la gente del Bowl más espectáculo por el mismo precio.
– Es bastante desagradable -le advirtió Edgar.
Los tres detectives se colocaron detrás del Rolls para tapar la vista al público del concierto. No obstante, Bosch sabía que cualquier persona con unos prismáticos decentes adivinaría lo que estaba ocurriendo. Al fin y al cabo estaban en Los Ángeles.
Antes de abrir el maletero, Bosch se fijó en que la matrícula del coche estaba personalizada con las letras TNA. Edgar le contestó antes de que llegase a formular la pregunta.
– TNA Productions, en Melrose Avenue.
– ¿En qué parte de Melrose?
Edgar sacó una libreta del bolsillo y comenzó a hojearla. A Harry le sonaba la dirección, pero no acababa de situarla con exactitud. Lo único que sabía era que estaba cerca de la Paramount, que ocupaba toda la sección norte de la manzana a la altura del cinco mil quinientos. El enorme estudio cinematográfico se hallaba rodeado de productoras más pequeñas y estudios de rodaje de poca monta. Éstos eran como pececillos que nadan alrededor de la boca de un gran tiburón con la esperanza de alimentarse de las sobras.
– Vamos allá.
Bosch volvió su atención al maletero. La puerta no estaba cerrada del todo y Harry la levantó suavemente con un dedo enguantado. De inmediato el aliento fétido y nauseabundo de la muerte los abofeteó a todos. Bosch deseó tener un cigarrillo en la boca, pero sabía que era imposible. Los abogados defensores podían hacer maravillas con la ceniza dejada por un policía en la escena del crimen; con mucho menos construían una buena defensa basándose en la noción jurídica de duda razonable.
Atento a no rozar el parachoques trasero con los pantalones, Bosch introdujo la cabeza en el maletero. Dentro descubrió el cuerpo sin vida de un hombre. Tenía la piel de un blanco grisáceo y vestía ropa cara: unos pantalones de lino con vueltas y perfectamente planchados, una camisa azul celeste con un estampado de flores y una cazadora de cuero. No llevaba zapatos ni calcetines.
El cadáver yacía sobre el costado derecho en posición fetal, excepto las manos, que estaban a la espalda en lugar de cruzadas sobre el pecho. Bosch dedujo que la víctima había sido maniatada y luego le habían retirado las ligaduras, seguramente después de muerto. Al acercarse, Harry distinguió una ligera abrasión en la muñeca izquierda, tal vez producto del forcejeo desesperado del hombre para desatarse. También observó que tenía los ojos firmemente cerrados y en los rabillos se había secado una sustancia blancuzca, casi translúcida.
– Kiz, quiero que tomes notas sobre el aspecto del cadáver.
– Muy bien.
Al aproximarse un poco más, Bosch reparó en una espumilla granate en la boca y nariz del hombre. La sangre también le cubría todo el pelo y había resbalado por los hombros hasta la alfombrilla, donde formaba un charco coagulado. Al fondo del maletero, Harry vio un agujero por el cual la sangre se había colado y había manchado el suelo de grava. El orificio tenía los bordes regulares y se hallaba en un lugar donde la alfombrilla quedaba levantada, a un palmo de la cabeza de la víctima. No era el impacto de una bala, sino un pequeño desagüe o el agujero de un tornillo que se había soltado.
Pese a la sangre que empapaba la nuca del cadáver, Bosch distinguió con claridad dos perforaciones irregulares en la parte posterior del cráneo, cuya denominación anatómica -la protuberancia occipital- le vino automáticamente a la cabeza. «Demasiadas autopsias», pensó. El cabello que rodeaba las heridas había quedado chamuscado por los gases de la descarga y el cuero cabelludo presentaba rastros de pólvora. Eran disparos a bocajarro, sin orificio de salida aparente. Bosch supuso que el arma sería del veintidós, y las balas de ese calibre rebotan en el interior del cráneo como canicas en un pote de cristal.
Al alzar la cabeza, Bosch vio salpicaduras de sangre en el interior de la puerta. Examinó las gotas durante un buen rato. Luego dio un paso atrás, se enderezó y se quedó contemplando el maletero mientras hacía una lista mental de posibilidades. Como no habían encontrado huellas de sangre en la pista forestal, todo apuntaba a que el hombre había sido asesinado en aquel claro. No obstante, seguía habiendo otros misterios: ¿por qué allí?, ¿por qué iba descalzo? y ¿por qué motivo le habían quitado las ligaduras de las muñecas? Bosch decidió aparcar esas cuestiones para más adelante.
– ¿Habéis buscado la cartera? -preguntó, sin mirar a sus compañeros.
– Todavía no -respondió Edgar-. ¿Lo conoces?
Por primera vez Bosch consideró la cara como una cara y vio que en ella todavía se marcaba el miedo. El hombre tenía los ojos cerrados, lo cual hacía suponer que había sido consciente de lo que le esperaba. Bosch se preguntó si la sustancia blancuzca de los ojos serían lágrimas secas.
– No, ¿y vosotros?
– No. Aunque es difícil con tanta sangre.
Con sumo cuidado, Bosch levantó la cazadora de cuero, pero no halló nada en los bolsillos traseros del pantalón. En cambio, al abrir la cazadora descubrió una cartera en el bolsillo interior, donde iba cosida la etiqueta de la lujosa tienda Fred Haber. Bosch también encontró un sobre de cartulina de una compañía aérea. Con la mano que le quedaba libre, sacó las dos cosas del bolsillo.
– Ya puedes cerrar -dijo Bosch, dando un paso atrás.
Edgar lo hizo con la misma delicadeza que un empleado de pompas fúnebres cierra un ataúd. A continuación Bosch fue hasta su maletín, se agachó y depositó encima de él los dos objetos que había encontrado.
Primero abrió la cartera. En la parte izquierda había todo un repertorio de tarjetas de crédito y en la derecha un permiso de conducir, según el cual el hombre se llamaba Anthony N. Aliso.
– Anthony N. Aliso -repitió Edgar-. Tony para los amigos, de ahí TNA. TNA Productions.
Aliso vivía en Hidden Highlands, una pequeña urbanización cerca de Mulholland, en las colinas de Hollywood. El sitio era uno de esos enclaves rodeados de muros y vigilados las veinticuatro horas por policías retirados o pluriempleados. Era una dirección en consonancia con el Rolls-Royce.
Bosch también encontró un buen fajo de dólares. Sin sacarlos de la cartera, contó dos de cien y nueve de veinte. Después de recitar la cantidad en voz alta para que Rider tomara nota, Bosch abrió el sobre de la compañía aérea American Airlines. Dentro halló un billete de Las Vegas a Los Ángeles con salida a las diez y media de la mañana del viernes. El nombre del viajero coincidía con el del permiso de conducir. Al no encontrar ningún adhesivo o papel grapado que indicara que el titular del pasaje hubiese facturado una maleta, Bosch dejó aquellas pruebas en el maletín y se dispuso a examinar el interior del coche.
– ¿No había equipaje? -inquirió.
– No -respondió Rider.
Bosch volvió a levantar la puerta del maletero. Se acercó al cuerpo y, con un dedo, alzó un poco el puño izquierdo de la cazadora. En la muñeca asomó un Rolex de oro con la esfera cuajada de diamantes.
– Mierda -dijo Edgar, a su espalda.
Harry se volvió.
– ¿Qué?
– ¿Quieres que llame a la DCO? -sugirió Edgar.
– ¿Por qué?
– Nombre italiano, sin robo, dos tiros en la cabeza. Esto es un ajuste de cuentas, Harry. Deberíamos llamar a la DCO.
– Aún no.
– Billets pensará lo mismo.
– Ya veremos.
Bosch examinó el cadáver una vez más, especialmente la cara ensangrentada y retorcida. Después cerró el maletero y caminó hasta el borde del calvero, desde donde se divisaba casi toda la ciudad. Al este, más allá de Hollywood, Harry no tuvo problema en distinguir los rascacielos del centro a pesar de la neblina. Bosch también observó que los focos del estadio de los Dodgers estaban encendidos para el partido de aquella noche. A un mes del final de la liga de béisbol, los Dodgers, con Nomo de lanzador, estaban empatados a puntos con Colorado. Bosch se había metido la entrada en el bolsillo interior de la cazadora, pero era perfectamente consciente de que ni se acercaría al estadio. Edgar estaba en lo cierto; todo indicaba que el asesinato era obra de la mafia. Por eso debían dar cuenta a la DCO, la División contra el Crimen Organizado, para que ellos se encargasen de la investigación, o cuando menos, los asesorasen. Sin embargo, Bosch estaba retrasando aquel momento. Hacía mucho tiempo que no llevaba un caso y no le apetecía nada cederlo.
Harry volvió a mirar hacia el Bowl, que parecía lleno hasta la bandera. El público formaba una elipse en la ladera de la colina opuesta. Las localidades más alejadas del auditorio se hallaban casi al mismo nivel que el claro donde habían encontrado el Rolls. Bosch se preguntó cuántas personas lo estarían mirando en esos momentos y de nuevo se enfrentó a su dilema: tenía que comenzar la investigación, pero temía pagar por la mala imagen que daría al departamento y la ciudad si sacaba el cadáver del maletero ante un público semejante.
Una vez más, Edgar pareció adivinar sus pensamientos.
– No te preocupes, Harry; ni se inmutarán. En el festival de jazz de hace unos años una pareja estuvo montándoselo aquí mismo durante media hora. Cuando acabaron, la gente se levantó para aplaudir y el tío hizo una reverencia. ¡En pelota picada!
Bosch se volvió para ver si hablaba en serio.
– Lo leí en el Times. En la columna «Estas cosas sólo pasan en Los Ángeles».
Jerry, esto es la Filarmónica. Es un público muy distinto, ¿no lo ves? Y no quiero acabar en una columna de cotilleos, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
Bosch miró a Rider, que apenas había abierto la boca.
– Kiz, ¿tú que opinas?
– No lo sé. El tres eres tú.
Antes de que rebajaran los requisitos físicos para atraer a más mujeres, Rider no habría conseguido entrar en el departamento de policía. Era bajita y de aspecto frágil: medía un metro cincuenta y pesaba unos cuarenta y cinco kilos, pistola incluida. Tenía la tez de color marrón claro y el pelo alisado y corto. Aquel día iba con tejanos, una camisa rosa y una americana negra. Su cuerpo era tan menudo que la americana no lograba disimular la Glock 17 de nueve milímetros que llevaba en la cadera derecha.
Billets le había contado a Bosch que había conocido a Rider en la División del Pacífico. Allí esta última trabajaba en casos de robo y fraude, aunque de vez en cuando colaboraba en la investigación de homicidios con móvil económico. Según Billets, Rider podía analizar la escena de un crimen tan bien como cualquier veterano. Así pues, la teniente había usado su influencia para obtener el traslado de Rider, a pesar de estar resignada a que no se quedaría mucho tiempo en la división. Rider llegaría lejos. Su condición de minoría por partida doble, sumada a su eficacia en el trabajo, y al hecho de que tuviera un ángel de la guardia en el Parker Center -Billets no estaba segura de quién era- prácticamente le garantizaba el ascenso. Su estancia en Hollywood sería una última y breve sesión de entrenamiento antes de pasar a la Casa de Cristal.
– ¿Y los del garaje? -inquirió Bosch.
– Aún no hemos llamado -contestó Rider-. Pensamos que todavía tardaríamos un poco antes de mover el coche.
Bosch asintió, ya que eso era lo que esperaba oír. Los del Garaje Oficial de la Policía solían ser los últimos en acudir a la escena del crimen. Harry simplemente estaba ganando tiempo antes de tomar una decisión.
– De acuerdo, llamad -decidió finalmente-. Decidles que vengan ahora mismo y que traigan un camión con plataforma, ¿vale? Aunque tengan una grúa cerca, diles que necesito una plataforma. Hay un teléfono en mi maletín.
– De acuerdo -contestó Rider.
– ¿Para qué quieres un camión con plataforma, Harry? -preguntó Edgar.
Bosch no respondió.
– Nos llevamos toda la parada -repuso Rider.
– ¿Qué? -exclamó Edgar.
Rider se dirigió al maletín sin más explicaciones. Bosch contuvo una sonrisa al ver que la chica sabía perfectamente lo que se llevaba entre manos. Las esperanzas que Billets había puesto en ella comenzaban a verse confirmadas.
A continuación, Bosch sacó un cigarrillo y lo encendió. Después metió la cerilla quemada bajo el celofán del paquete y se lo guardó en el bolsillo de la cazadora. Bosch fue a fumar al borde del claro y se percató de que desde allí la música se oía mucho mejor. Al cabo de unos segundos incluso logró identificar la pieza que estaban interpretando.
– Sherezade -pensó en voz alta.
– ¿Qué dices? -preguntó Edgar. -
Es el ballet de Sherezade, ¿lo conoces?
– No lo oigo. Hay demasiado eco.
Bosch chasqueó los dedos. Acababa de venirle a la cabeza la imagen de un arco, una especie de réplica del Arco del Triunfo de París.
– La dirección de Melrose -dijo-. Creo que es uno de esos estudios que hay al lado de la Paramount; el Archway.
– Sí, me parece que tienes razón.
– El remolque está en camino; tardarán unos quince minutos -anunció Rider-. También he avisado a los de Investigaciones Científicas y al forense. Todos vienen para aquí. Donovan viene de tomar unas huellas por un allanamiento de morada en Nichols Canyon, así que estará al caer.
– Muy bien -opinó Bosch-. ¿Alguno de vosotros ha hablado con el machote de la porra?
– Aparte del reconocimiento preliminar, no -le contestó Edgar-. No es nuestro tipo, así que decidimos dejárselo al tres. -Era del todo evidente que Edgar había notado la actitud racista de Powers.
– De acuerdo, ya me encargo yo -cedió Bosch-. Mientras tanto terminad de tomar notas y volved a registrar la zona circundante, turnándoos de lado.
Bosch en seguida se dio cuenta de que sus órdenes eran superfluas.
– Perdonad, vosotros ya sabéis qué hacer. Sólo lo decía porque hay que llevar este caso con cuidado. Tengo la sensación de que va a ser un ocho por diez.
– ¿Y la DCO? -insistió Edgar.
– Ya te lo he dicho. Todavía no.
– ¿Un ocho por diez? -preguntó Rider, perpleja.
– Un caso de ocho por diez, es decir, el asesinato de una estrella o alguien de la industria del cine -le explicó Edgar-. Si el tío del maletero era un pez gordo de los estudios, alguien del Archway, vamos a tener a la prensa pisándonos los talones. Desde luego mucho más que en otros casos. Un cadáver en el maletero de un Rolls es noticia, pero un tío de la industria del cine que aparece muerto en el maletero de su Rolls aún lo es más.
– ¿El Archway?
Bosch los dejó solos para que Edgar le explicara a Rider cómo se complicaba un caso de asesinato cuando estaban por medio los medios de comunicación y la industria del cine en Hollywood. Bosch se mojó los dedos para apagar el cigarrillo, lo metió con la cerilla consumida en el envoltorio de celofán y lentamente comenzó a recorrer el medio kilómetro que lo separaba de la carretera principal, Mulholland Drive. Caminaba con la mirada fija en la grava del camino, pero había tanta basura en el suelo y entre la maleza que resultaba imposible determinar si los deshechos -una colilla, una botella de cerveza o un condón usado- guardaban relación alguna con el Rolls. Lo que Harry buscaba con más interés era sangre, porque si lograba encontrar sangre de la víctima, eso sería un indicio de que Aliso había sido asesinado en otro lugar y luego llevado al claro. De no hallarlas, empezaría a convencerse de que el asesinato se había producido allí mismo.
Mientras llevaba a cabo ese registro, Bosch se notó relajado, incluso contento. Había vuelto al trabajo, a su misión. Si bien era consciente de que una persona tenía que haber muerto para que él se sintiera así, Harry en seguida se deshizo del sentimiento de culpa. Aquel hombre habría acabado en el maletero tanto si él hubiese vuelto a Homicidios como si no.
Cuando Bosch llegó a Mulholland vio dos coches de bomberos y un equipo de hombres que claramente aguardaban algo. Bosch encendió otro cigarrillo y miró a Powers.
– Tienes un problema -le advirtió el policía de uniforme.
– ¿Qué pasa?
Antes de que Powers respondiera, uno de los bomberos dio un paso al frente. Su casco blanco indicaba que era el jefe del equipo.
– ¿Es usted el encargado de esto? -inquirió.
– Sí.
– Soy Jon Friedman, jefe de bomberos -se presentó-. Tenemos un problema.
– Eso me han dicho.
– Verá, cuando termine el espectáculo del Bowl, dentro de noventa minutos, habrá unos fuegos artificiales. El problema es el cadáver de ahí arriba. Si nosotros no podemos instalarnos en el claro para vigilar los fuegos, tendremos que suspenderlos. No podemos arriesgarnos a que salte una chispa y se incendie toda la montaña. ¿Me entiende?
Bosch observó que a Powers le divertía verlo en aquel lío, pero decidió centrar su atención en Friedman.
– ¿Cuánto tiempo necesita?
– Diez minutos como máximo. Sólo tenemos que estar allí antes de que lancen el primer cohete.
– ¿Ha dicho que faltan noventa minutos?
– Ahora unos ochenta y cinco. Le advierto que la gente se va a enfadar mucho si no hay fuegos artificiales.
Bosch comprendió que, más que tomar decisiones, los demás las estaban tomando por él.
– Si ustedes se esperan aquí, nosotros nos iremos dentro de una hora y cuarto. No hará falta que anule el espectáculo.
– ¿Está seguro?
– Se lo prometo.
– ¿Oiga?
– ¿ Sí?
– Está usted infringiendo la ley con ese cigarrillo. -Friedman le indicó con la cabeza el cartel cubierto de pintadas.
– Perdone.
Bosch se dirigió a la carretera para pisotear el cigarrillo mientras Friedman regresaba a su coche para anunciar por radio que se celebraría el espectáculo. De pronto, Bosch cayó en la cuenta del posible peligro y salió tras él.
– Oiga, diga que el espectáculo sigue en pie, pero no mencione nada sobre el cadáver. No nos interesa una invasión de los medios, con helicópteros y toda la parafernalia.
– Entendido.
Después de darle las gracias, Bosch se volvió hacia Powers.
– No podrás salir de ahí en una hora y cuarto -opinó Powers-. Si ni siquiera ha llegado el forense…
– Eso déjamelo a mí. ¿Has escrito tu declaración?
– Aún no; estaba hablando con esta gente. Me habría ido bien que llevaseis un walkie-talkie para poder avisaros.
– De acuerdo. Pues cuéntamelo a mí directamente.
– ¿Y ellos? -preguntó Powers, señalando hacia el calvero-. ¿Por qué no vienen a entrevistarme Edgar o Rider?
– Porque están ocupados. ¿Me vas a contar lo que pasó o no?
– Ya te lo he contado.
– Desde el principio, Powers. Sólo me has dicho lo que hiciste cuando registraste el coche. ¿Qué te hizo sospechar?
– No sé qué decirte. Suelo pasar por aquí cuando hago la ronda, para ahuyentar a los gamberros.
Entonces Powers apuntó al otro lado de Mulholland Drive, a la cresta de la montaña. Allí había varias casas, casi todas sobre pilares. Parecían caravanas suspendidas en el aire.
– La gente de allá arriba nos llama continuamente para denunciar hogueras, juergas, aquelarres y yo qué sé qué. Supongo que este lado les estropea la vista. Así que yo subo y barro la basura, es decir, a los gamberros del valle de San Fernando. El cuerpo de bomberos había cerrado el paso con una verja, pero un cabrón se la cargó hace seis meses. El ayuntamiento tarda como mínimo un año en reparar cualquier cosa por esta zona. Con decirte que pedí pilas hace tres semanas y aún estoy esperando… Si no me las comprara yo mismo, tendría que hacer la maldita ronda nocturna sin linterna. A ellos les da igual. En esta maldita ciudad…
– Al grano. ¿Qué pasó con el Rolls?
– Sí, bueno, normalmente subo por la noche, pero, como hoy había concierto en el Bowl, decidí venir antes. Entonces vi el Rolls.
– ¿Subiste por iniciativa propia? ¿No hubo ninguna queja de los vecinos?
– No. Hoy he venido por mi cuenta, por lo del concierto. Supuse que se colarían algunos.
– ¿Y se colaron?
– Unos cuantos…, para escuchar el concierto de gorra. No era la gentuza de siempre porque es una música, no sé…, refinada. De todas formas los eché y, cuando se fueron, sólo quedó el Rolls. Sin dueño.
– Así que le echaste un vistazo.
– Sí, y en seguida reconocí el olor. Lo abrí con la palanqueta y allí estaba el cadáver. Entonces me retiré y llamé a los profesionales.
Powers pronunció esta última palabra con una leve nota de sarcasmo, pero Bosch decidió pasarlo por alto.
– ¿Identificaste la gente que echaste?
– No, ya te he dicho que primero los eché y luego me di cuenta de que nadie se había llevado el Rolls. Para entonces ya era demasiado tarde.
– ¿Y ayer por la noche?
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Subiste por aquí?
– No, porque no estaba de servicio. Normalmente trabajo de martes a sábado, pero ayer me cambié el turno con un colega que tenía algo que hacer esta noche.
– ¿Y el viernes?
Powers negó con la cabeza.
– Los viernes siempre son muy movidos y, que yo sepa, no recibimos ninguna queja… Por eso no vine.
– ¿Estuviste atendiendo denuncias?
– Sí, la radio no paró en toda la noche. Ni siquiera pude hacer una pausa para un diez siete.
– ¿No cenaste? Eso sí que es dedicación.
– ¿Qué quieres decir?
Bosch comprendió que se había equivocado. Powers se sentía frustrado por su trabajo y Bosch se había pasado con él. Rojo de ira, Powers se quitó las Ray-Ban antes de hablar.
– Mira, tío listo; tú entraste en la brigada cuando se podía, pero los demás… lo tenemos crudo. Nosotros… Yo ya llevo tantos años intentando conseguir una placa dorada que he perdido la cuenta. Y ahora tengo tantas posibilidades de conseguirla como ese desgraciado del maletero. Pero ¿te crees que estoy tocándome las narices? No, señor. Yo salgo cinco noches a la semana a atender las denuncias. Nuestro lema es «Proteger y servir» y eso hago, ¿vale? Así que no me jodas ni me vengas con dudas sobre mi dedicación.
Bosch esperó hasta estar seguro de que Powers había terminado.
– No era ésa mi intención. ¿Quieres un pitillo?
– No fumo.
– De acuerdo, volvamos a empezar. -Bosch permaneció en silencio mientras Powers se ponía las gafas y se calmaba un poco-. ¿Siempre trabajas solo?
– Sí.
Bosch asintió. Algunos agentes patrullaban en solitario y en sus coches recibían todo tipo de llamadas. Normalmente se encargaban de delitos de poca monta, mientras que los coches patrulla con dos agentes llevaban los casos importantes, con mayor peligro potencial. Los policías que trabajaban solos se movían con libertad por toda la división. En la jerarquía del departamento se situaban entre los sargentos y los últimos en el escalafón: los asignados a hacer la ronda en un área determinada de la división. A estas áreas se las denominaba «zonas de coche base».
– ¿Cada cuánto tienes que echar a gente de aquí?
– Una o dos veces al mes. No sé qué pasa con los otros turnos o los coches base, pero normalmente las llamadas de mierda como ésta suelen caernos a nosotros.
– ¿Tienes alguna «extorsión»?
Bosch se refería a unas fichas de siete por doce centímetros, conocidas oficialmente como entrevistas de campo. Los policías las rellenaban cuando paraban a un sospechoso pero no disponían de suficientes pruebas para detenerlo o cuando -como en este caso de violación de la propiedad privada- el arresto sería una pérdida de tiempo. El Sindicato Americano de Derechos Civiles había calificado dichas entrevistas de «extorsiones» y abuso de poder por parte de la policía. Curiosamente se les quedó el nombre, incluso entre los agentes.
– Sí, tengo algunas en la comisaría.
– Bien. Nos gustaría verlas lo antes posible. ¿Podrías preguntarle a los policías del coche base si han visto el Rolls-Royce en los últimos días?
– ¿Ahora es cuando me toca darte las gracias por dejarme participar en la súper investigación y suplicarte que me recomiendes a tu jefe?
Bosch lo miró fijamente antes de responder.
– No, ahora es cuando te toca tener las fichas listas para las nueve de la noche, si no quieres que me queje a tu jefe. Y olvídate del coche base; ya se lo preguntaremos nosotros. No quiero privarte de tu diez a siete dos noches seguidas.
Bosch emprendió el regreso a la escena del crimen. De nuevo caminó lentamente, aunque esta vez buscó al otro lado de la carretera de grava. En dos ocasiones tuvo que salirse de la calzada: primero para dejar pasar a la grúa del Garaje Oficial de la Policía y luego a la camioneta de la División de Investigaciones Científicas.
Bosch llegó al final del camino sin haber encontrado nada, lo cual le reafirmó en su idea de que la víctima había sido asesinada en el claro, dentro del maletero del Rolls. Allí ya estaban trabajando Art Donovan, el experto del Departamento de Investigaciones Científicas y Roland Quatro, el fotógrafo que había venido con él. Bosch se acercó a Rider.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó ella.
– No. ¿Y tú?
– Nada. De momento parece que el asesino metió a la víctima en el maletero del coche y cuando llegó aquí, abrió la puerta y le disparó dos veces. Luego el tío se fue andando tranquilamente hasta Mulholland, donde debió de recogerlo otra persona. Por eso está todo tan limpio.
Bosch asintió y preguntó:
– ¿Por qué crees que es un hombre?
– De momento me baso en las estadísticas.
Bosch caminó hacia Donovan, que estaba metiendo la cartera y el billete de avión en una bolsita de plástico especial para pruebas.
– Art, tenemos un problema.
– Ya lo veo -contestó Donovan-. Estaba pensando en colgar unas lonas de los trípodes que aguantan los focos, pero no creo que baste para bloquear la vista a todo el público. Algunos ya pueden prepararse para un buen espectáculo. Bueno, supongo que es una compensación por anular los fuegos artificiales. A no ser que quieras esperar a que acabe el concierto.
– No, si hacemos eso, en el juicio nos comerán vivos por retrasar la investigación. Ya sabes que todos los abogados de este país se han educado con el caso O. J. Simpson.
– Y entonces, ¿qué?
– Haz lo que tengas que hacer aquí lo más rápido posible y luego nos llevaremos todo a la nave. ¿Sabes si está ocupada ahora mismo?
– No, creo que no -respondió Donovan, vacilante-. ¿Qué quieres decir con «todo»? ¿El cadáver también?
Bosch asintió.
– En la nave podrás trabajar mejor, ¿no?
– Mucho mejor, pero ¿qué me dices del forense? Él tiene que autorizar el levantamiento del cadáver.
– De eso ya me encargo yo. Vosotros aseguraos de que tenéis fotos e imágenes en vídeo antes de ponerlo en la grúa por si algo se mueve durante el traslado. Pero primero tomadle las huellas dactilares y pasádmelas.
– De acuerdo.
Donovan se dirigió a Quatro para explicarle el procedimiento y Bosch se volvió hacia Edgar y Rider.
– Muy bien, de momento seguimos con el caso. Si teníais planes para hoy, ya podéis anularlos; va a ser una noche muy larga-les advirtió-. Os cuento el plan.
»Kiz, tú vas a ir casa por casa. -Bosch señaló la cima de la colina-. Ya conoces el procedimiento; preguntar si alguien vio el Rolls y averiguar cuánto tiempo lleva aquí. A ver si hay suerte y encontramos a alguien que oyera el eco de los disparos. Primero tenemos que determinar la hora en que ocurrió el asesinato y después…, ¿tienes teléfono?
– No, tengo la radio del coche.
– No nos sirve. Hay que evitar a toda costa hablar de esto por radio.
– Puedo usar el teléfono de alguna casa.
– Muy bien. Llámame en cuanto termines o ya te avisaré yo por el busca. Después, según como vaya la cosa, tú y yo iremos a dar la noticia al pariente más cercano o a su oficina.
Rider asintió y Bosch se volvió hacia- Edgar.
Jerry, tú vas a trabajar desde la comisaría. Lo siento; te ha tocado el papeleo.
Joder. La nueva es ella.
– Pues la próxima vez no te presentes en camiseta. No puedes llamar a la puerta de la gente vestido así.
– Tengo una camisa en el coche. Me cambio y punto.
– Otra vez será; hoy vas a escribir los informes. Pero antes me gustaría que comprobaras el nombre de Aliso en el ordenador. El permiso de conducir es del año pasado, así que Tráfico tendrá sus huellas dactilares en su base de datos. Trata de encontrar a alguien de Huellas que lo compare con las que Art está tomando del cadáver ahora mismo. Quiero confirmar la identidad lo antes posible.
– Pero si en Huellas no habrá nadie… Art es el único que está de servicio. ¿Por qué no lo hace él?
– Porque va a estar ocupado; tendrás que sacar a alguien de la cama. Necesitamos la identificación.
– Lo intentaré, pero no puedo…
– Muy bien. Después llama a todos los coches base de esta zona y pregúntales si habían visto el Rolls. Powers, el agente que encontró el cadáver, te dará las fichas con las entrevistas de campo de los chicos que suelen merodear por aquí. Quiero que compruebes los nombres en el ordenador antes de empezar a escribir informes.
– A este paso no empezaré ni el lunes que viene.
Bosch no le hizo caso.
– Yo me quedo con el cadáver -explicó-. Si no puedo moverme, Kiz, tú irás a su despacho y yo ya me encargaré de la notificación a la familia. ¿Todo claro?
Rider y Edgar asintieron. Bosch notó que Edgar seguía enfadado por algo.
– Ya puedes irte, Kiz.
Harry esperó a que Rider se hubiera alejado.
– ¿A qué viene esa cara, Jerry?
– Sólo quiero saber si de ahora en adelante las cosas van a funcionar así. ¿Me va a tocar a mí todo el marrón mientras la princesa patina sobre el hielo?
– Yo no te haría eso y tú lo sabes. Anda, dime qué te preocupa.
– Pues que no estoy de acuerdo con tus decisiones. En mi opinión, deberíamos llamar a Crimen Organizado ahora mismo. Esto tiene toda la pinta de ser uno de sus casos, pero parece que no quieras llamarles porque llevas demasiado tiempo esperando una oportunidad. Eso es lo que me preocupa. -Edgar hizo un gesto para subrayar que era obvio y continuó-:
Harry, no tienes que demostrar nada. Y nunca van a faltar cadáveres; estamos en Hollywood, ¿recuerdas? Yo creo que deberíamos pasar de este caso y esperar el siguiente.
– Puede ser -contestó Bosch-. Es muy probable que tengas razón, pero el jefe soy yo y vamos a hacerlo a mi manera. Primero voy a llamar a Billets para contarle lo que tenemos y después avisaré a la DCO. Aunque ellos decidan llevar el caso, a nosotros nos seguirá tocando una parte. Así que hagámosla bien, ¿de acuerdo?
Edgar asintió, no muy convencido.
– Queda constancia de que no estás de acuerdo, ¿vale?
– Vale.
En ese momento llegó la camioneta del forense con Richard Matthews al volante. Estaban de suerte. Bosch sabía que Matthews no era tan celoso de su territorio como otros y que podría convencerlo para trasladarlo todo a la nave del equipo de Huellas. Matthews comprendería que no quedaba otra salida viable.
– Llámame luego -le recordó Bosch a Edgar, que se despidió con gesto malhumorado.
Cuando Bosch se quedó por fin solo, entre los peritos que trabajaban en la escena del crimen, se detuvo a pensar en lo mucho que disfrutaba de su trabajo. El comienzo de un caso siempre lo excitaba de esa manera, y en ese momento se dio cuenta de lo mucho que había añorado esa sensación durante el último año y medio.
Sin embargo, Harry en seguida apartó esas reflexiones de su mente. Justo cuando se encaminaba hacia la camioneta del forense para hablar con Matthews, se produjo un estallido de aplausos. Sherezade había terminado.
La nave era una estructura prefabricada de la Segunda Guerra Mundial instalada en el patio de atrás del Parker Center, allí donde se almacenaba el material de Servicios Urbanos. No tenía ventanas; sólo una gran puerta de garaje. El interior estaba pintado de negro y hasta la última grieta o resquicio había sido tapada con cinta adhesiva. Unas gruesas cortinas negras acababan de impedir que se filtrara luz, con lo que el interior quedaba más negro que el corazón de un usurero. Los peritos que trabajaban allí la llamaban «la cueva».
Mientras descargaban el Rolls del camión, Bosch se llevó el maletín a la nave y sacó su teléfono móvil para llamar a la División contra el Crimen Organizado, una sociedad secreta dentro de un departamento ya de por sí muy cerrado. Bosch sabía poco sobre aquella unidad y apenas conocía a detectives que pertenecieran a ella. La DCO era, pues, una fuerza misteriosa, incluso dentro de la propia policía. Pocos sabían qué hacía exactamente, lo cual engendraba las inevitables sospechas y celos.
Los demás detectives solían llamar a los detectives de la DCO «manguis», porque les robaban los casos y a menudo no los solucionaban. Bosch los había visto agenciarse muchas investigaciones sin que de aquello resultaran demasiadas detenciones de mafiosos. La DCO era la única división del departamento con un presupuesto secreto, que se aprobaba en una sesión a puerta cerrada por el jefe de policía y una comisión que le decía a todo amén. A partir de ese momento, el dinero se esfumaba para pagar a confidentes e investigadores y adquirir material de tecnología punta. Lo peor era que muchos casos también desaparecían por esos mundos subterráneos.
Bosch le pidió a la telefonista que pasase su llamada al oficial de servicio en la División ese fin de semana. Mientras esperaba la conexión, volvió a pensar en el hombre del maletero. Anthony Aliso, si es que era él, se lo había visto venir y había cerrado los ojos. Bosch esperaba que en su caso no fuera así. Él no quería saberlo.
– ¿Diga? -La voz interrumpió sus pensamientos.
– Sí, hola. Soy el detective Harry Bosch, estoy al cargo de un caso de homicidio en Hollywood. ¿Con quién hablo?
– Me llamo Dom Carbone. Me ha tocado el turno del fin de semana. ¿Vas a fastidiármelo?
– Puede ser. -Bosch intentó pensar. El nombre le resultaba vagamente familiar, pero no acababa de situarlo. Sin embargo, estaba seguro de que nunca habían trabajado juntos-. Por eso llamo. Puede que os interese echarle un vistazo.
– Cuéntame.
– Hemos encontrado a un hombre de raza blanca en el maletero de un Silver Cloud con dos balazos en la cabeza. Seguramente calibre del veintidós.
– ¿Qué más?
– El coche estaba en una pista forestal junto a Mulholland Drive. No parece un robo. Hemos encontrado una cartera repleta de tarjetas de crédito y dinero en metálico y un Rolex Presidencial: uno de ésos con un diamante para cada hora.
– No me has dicho quién es el fiambre. ¿Quién es?
– Aún no está confirmado, pero…
– Dímelo igualmente.
A Bosch le molestaba no estar seguro de la cara que tenía la persona que estaba al otro lado del cable.
– Al parecer se trata de un tal Anthony N. Aliso, de cuarenta y ocho años. Vive en las colinas y creemos que es el dueño de una empresa que tiene sus oficinas en uno de los estudios de Melrose, cerca de la Paramount. La empresa se llama TNA Productions y está en los estudios Archway. Sabremos más dentro de poco.
Hubo un silencio.
– ¿Te dice algo el nombre? -inquirió Bosch.
– Anthony Aliso.
– Eso es.
– Anthony Aliso.
Carbone repitió el nombre lentamente, como si estuviera catando un vino antes de decidir si escupirlo o aceptar la botella. Luego se quedó un buen rato en silencio.
– No se me ocurre nada en estos momentos -dijo finalmente-, pero voy a hacer un par de llamadas. ¿Dónde vas a estar?
– En la nave de Huellas. Lo tenemos aquí, así que no me moveré durante un buen rato.
– ¿Qué quieres decir? ¿Habéis llevado el cadáver a la nave?
– Es una larga historia. ¿Cuándo crees que podrás contestarme?
– En cuanto haga las llamadas. ¿Habéis ido a su oficina?
– Aún no. Iremos más tarde.
Bosch le dio el número de su teléfono móvil, luego cerró éste y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Por un momento pensó en la reacción de Carbone al oír el nombre de la víctima, pero finalmente decidió no darle importancia.
En cuanto el Rolls estuvo en la nave y la puerta cerrada, Donovan corrió las cortinas. En el techo brillaba un fluorescente que Art dejó encendido mientras preparaba el equipo. Matthews, el perito forense, y sus dos ayudantes -los que habían transportado el cadáver- se agruparon en torno a una mesa de trabajo para preparar el instrumental.
– Harry, voy a tomármelo con calma, ¿vale? Primero voy a pasar el láser con el tío dentro. Luego sacaré el cuerpo, le echaré la cola y lo volveré a repasar con el láser. Después nos preocuparemos del resto.
– Tú mandas. Tómate el tiempo que quieras.
– Te necesito para apuntar con la varita mientras saco las fotos. Roland ha tenido que irse a fotografiar otro cadáver.
Bosch asintió y observó mientras el perito de Investigaciones Científicas colocaba un filtro anaranjado en una Nikon. A continuación se colgó la cámara al cuello y encendió el láser, un aparato que se componía de una caja del tamaño de un vídeo doméstico y una vara de treinta centímetros conectada a la caja por un cable. La vara tenía un mango y, por el otro extremo, proyectaba un potente rayo naranja.
Antes de empezar, Donovan abrió un armarito y sacó varios pares de gafas protectoras que repartió entre los presentes. Él se colocó el último par y le pasó unos guantes de látex a Bosch para que también se los pusiera.
– Primero haremos una pasada rápida por encima del maletero y luego lo abriremos -anunció Donovan.
Pero justo cuando Donovan se disponía a apagar las luces, sonó el teléfono que Bosch llevaba en el bolsillo. El perito esperó a que Bosch contestara.
Era Carbone.
– Bosch, hemos decidido pasar.
Por unos instantes ni Harry ni Carbone dijeron nada. Donovan le dio al interruptor y la habitación se sumió en la más completa oscuridad.
– O sea que no tenéis nada sobre este tío -dijo Bosch en medio de la penumbra.
– He mirado un poco y he hecho unas cuantas llamadas, pero nadie lo conoce… Nadie lo está investigando, así que para nosotros está limpio… Dices que lo metieron en el maletero y le dispararon dos veces, ¿no?… Bosch, ¿estás ahí?
– Sí, aquí estoy -contestó Harry-. Eso es, ya te he dicho cómo lo mataron.
– «Música en el maletero.»
– ¿Qué?
– Es una expresión de los mafiosos de Chicago. Cuando se cargan a un pobre desgraciado dicen: «¿Tony? No te preocupes por Tony; ése ya es música en el maletero. No lo volverás a ver». De todos modos no encaja con este caso, porque a este tío no lo conocemos. Una posibilidad es que alguien quiera haceros creer que es obra de la mafia. ¿Me entiendes?
Bosch contempló el rayo láser que rasgaba la oscuridad e iluminaba perfectamente la parte trasera del maletero. A través de las gafas, el color naranja se perdía y la luz se tornaba de un blanco luminoso. A pesar de hallarse a unos tres metros de distancia, Harry distinguió perfectamente unas manchas brillantes que habían aparecido en la puerta y el parachoques del Rolls. Toda aquella operación le recordaba los documentales de la National Geographic en los que una cámara se abría paso por las oscuras profundidades marinas e iluminaba barcos o aviones hundidos. Era una sensación de angustia.
– ¿No queréis ni echar un vistazo? -inquirió Bosch.
– Ahora mismo no. Llámame si encuentras algo interesante y yo, mientras tanto, seguiré al quite. Tengo tu número.
Aunque en el fondo Bosch se alegraba de que la DCO no fuera a chafarle el caso, le sorprendió su falta de interés. Resultaba extraña la rapidez con la que Carbone había descartado una posible participación.
– ¿Hay algún otro detalle que quieras comentarme?
– Acabamos de empezar, pero ¿conoces a algún asesino a sueldo que se lleve los zapatos de la víctima? Ah, y que le desate las manos.
– Le quita los zapatos… lo desata. Ejem, así de entrada, no se me ocurre nada, pero mañana preguntaré por ahí y lo pasaré por nuestro ordenador -prometió Carbone-. ¿Algo más que te haya llamado la atención?
A Bosch no le gustaba lo que estaba sucediendo. Carbone estaba mostrando demasiado interés pese a afirmar lo contrario. Por un lado decía que Tony Aliso no tenía relación con la mafia, pero por otro seguía pidiéndole detalles sobre el homicidio. ¿Estaba siendo amable u ocultaba algo?
– De momento, no -contestó Bosch, que había decidido no revelar más información sin recibir nada a cambio-. Ya te he dicho que acabamos de empezar.
– Muy bien. Mañana haré más indagaciones. Si encuentro algo, te llamo, ¿vale?
– Vale.
– Hasta mañana, pues -se despidió Carbone, pero en seguida añadió-: ¿Quieres saber lo que pienso? Pues que el tío se había ido de pícnic con la mujer de otro. Hay muchos casos que parecen obra de un profesional y luego no lo son, ¿me entiendes?
– Sí, te entiendo. Hasta mañana.
Bosch se aproximó a la parte trasera del Rolls. En cuanto vio las manchas de cerca, se dio cuenta de que se trataba de las marcas producidas al pasar un paño. Por lo visto, alguien había limpiado el coche de arriba abajo. No obstante, cuando Donovan pasó la vara por encima del parachoques, el láser reveló la huella incompleta de un zapato sobre el metal cromado.
– ¿Alguien ha…?
– No -se adelantó Bosch-. Nadie ha puesto el pie.
– Está bien. Aguántame el láser.
Bosch obedeció mientras Donovan se agachaba y sacaba unas cuantas fotos, modificando los parámetros de exposición para asegurarse de que obtenía al menos una imagen nítida de aquella pisada.
La huella correspondía a la parte delantera del zapato y se apreciaba un círculo del que irradiaban varias líneas. En la sección correspondiente al puente del pie había una cuadrícula y finalmente la huella quedaba cortada por el borde del parachoques.
– Parece una zapatilla de tenis -concluyó Donovan-. O un zapato de trabajo.
Después de sacar fotos, el perito volvió a pasar el láser por el maletero, pero no halló nada aparte de las marcas dejadas por el paño.
– De acuerdo. Ábrelo -ordenó Donovan.
Bosch, que llevaba una linterna de bolsillo para guiarse en la oscuridad, se acercó a la puerta del conductor y tiró de la palanquita que abría el maletero. Poco después el hedor a muerte invadía toda la nave.
A Bosch le pareció que el cadáver no se había movido durante el traslado. No obstante, presentaba un aspecto mucho más fantasmagórico a la dura luz del láser. La cara parecía la calavera de uno de esos esqueletos fluorescentes de los parques de atracciones. Y la sangre de la herida parecía más negra; todo lo contrario de las astillas de hueso, que eran de un blanco reluciente.
En la ropa brillaban algunos cabellos e hilos finos. Bosch se acercó con unas pinzas y un tubo de plástico -como los usados para guardar monedas de cincuenta centavos- y fue recogiendo las posibles pruebas. Era un trabajo minucioso, aunque poco interesante puesto que ese tipo de fibras se podían encontrar en cualquier persona en cualquier momento. Cuando hubo acabado, Bosch le dijo a Donovan:
– La cazadora. La levanté yo para buscar la cartera.
– Vale. Vuélvela a colocar como estaba.
Bosch lo hizo y, allí, en la cadera de Aliso, apareció otra pisada. Era muy parecida a la del parachoques, pero más completa. En el talón se apreciaban unas líneas que irradiaban de un círculo, en cuyo interior parecía estar grabado el nombre de la marca. Desgraciadamente era totalmente ilegible.
Tanto si lograban identificar el zapato como si no, Bosch sabía que era un buen hallazgo ya que aquello significaba que el asesino había cometido un error. Uno como mínimo. Al menos eso les hacía abrigar la esperanza de que tarde o temprano aparecerían otras equivocaciones que los conducirían hasta el culpable.
– Coge el láser.
Bosch lo hizo y Donovan volvió a fotografiar el cadáver.
– Estoy sacando fotos para el informe, pero antes de que se lo lleven le quitaremos la chaqueta -explicó el perito.
A continuación Donovan pasó el láser por la cara interna de la puerta del maletero, lo cual provocó la aparición de varias huellas dactilares, casi todas de pulgares. Alguien debía de haber apoyado la mano mientras cargaba o descargaba cosas. Muchas de las huellas se superponían, lo cual indicaba que eran viejas. Bosch dedujo que seguramente pertenecían a la propia víctima.
– Haré unas fotos, pero no te hagas ilusiones -le advirtió Donovan.
– Ya lo sé.
Finalmente Donovan depositó la vara y la cámara encima de la caja del láser.
– Vale, ¿por qué no sacamos al tío del coche, lo ponemos allá y le damos una pasada rápida con el láser antes de que se lo lleven?
Sin esperar una respuesta, el perito volvió a encender los fluorescentes y todos se taparon los ojos con las manos, deslumbrados por aquella luz cegadora. Momentos más tarde, Matthews y sus ayudantes comenzaron a trasladar el cadáver a una camilla con ruedas donde habían desplegado una bolsa de plástico negra.
– Es un tipo tranquilo, ¿no? -bromeó Matthews cuando depositaron el cuerpo.
– Sí -convino Bosch-. ¿Qué opinas?
– Yo diría que entre cuarenta y dos y cuarenta y ocho horas. Déjame echar un vistazo y te cuento.
Pero antes de que pudiera hacerlo, Donovan volvió a apagar la luz y comenzó a recorrer todo el cuerpo con el láser, empezando por la cabeza. Aquella luz blanca hacía que las lágrimas que se acumulaban en las cuencas oculares brillaran con fuerza. En el rostro del hombre también descubrieron un par de cabellos y fibras, que Bosch recogió de inmediato, y una ligera abrasión en la mejilla derecha, oculta hasta entonces por la postura del cuerpo en el maletero.
– Podrían haberle pegado o tal vez lo hicieron al meterlo en el maletero -dijo Donovan.
De pronto, el perito se animó.
– Vaya, vaya.
La luz del láser mostraba la huella de toda una mano en el hombro derecho de la cazadora de cuero y dos pulgares borrosos, uno en cada solapa. Donovan se agachó para examinar las huellas de cerca.
– Este cuero está tratado con una sustancia que no absorbe los ácidos de las huellas dactilares. Hemos tenido mucha suerte, Harry. Si el tío llega a llevar cualquier otra chaqueta, ya te podrías olvidar. La mano está perfecta y los pulgares no han… Bueno, creo que podemos recogerlo todo con un poco de cola. A ver debajo de las solapas.
Bosch alzó cuidadosamente la solapa izquierda, dejando a la vista cuatro huellas más. Lo mismo ocurrió al levantar la derecha. Estaba claro que alguien había agarrado a Tony Aliso por las solapas.
Donovan silbó.
– Parecen dos personas distintas. Mira el tamaño de los pulgares de la solapa y el de la mano en el hombro. Yo diría que la mano es más pequeña, quizá de una mujer, no lo sé. En cambio, las manos que cogieron a este hombre por las solapas eran muy grandes.
Donovan sacó unas tijeras de una caja de herramientas y, con mucho cuidado, cortó la cazadora para poder quitársela al cadáver. A continuación Bosch la sostuvo mientras Donovan la recorría con el láser, pero no encontraron nada aparte de la pisada y las huellas dactilares que ya habían visto. Bosch fue a colgar la chaqueta en el respaldo de una silla y regresó en el momento en que Donovan pasaba el láser por las extremidades inferiores.
– ¿Qué más? -le preguntó al cadáver-. Venga, cuéntanos más cosas.
En los pantalones aparecieron algunos hilos y manchas viejas, pero nada les llamó la atención hasta que llegaron a las vueltas. Bosch desdobló la de la pernera izquierda y en el pliegue encontró una gran cantidad de polvo y fibras, así como cinco partículas de un material dorado. Bosch las cogió con las pinzas y las metió en otro tubo de plástico. En la vuelta izquierda encontró otras dos partículas iguales.
– ¿Qué es? -preguntó.
– Ni idea. Parece purpurina, pero no lo sé.
Para terminar Donovan pasó el láser por los pies descalzos del cadáver. Estaban limpios, lo cual indicaba que debieron de quitarle los zapatos después de meterlo en el maletero.
– Vale, ya está -concluyó Donovan.
Cuando encendieron las luces Matthews comenzó a manipular el cadáver: movió las articulaciones, le desabrochó la camisa para comprobar el nivel de lividez, le abrió los ojos y le hizo rotar la cabeza. Mientras tanto, Donovan se paseaba por la nave a la espera de que terminara el perito forense para poder continuar su trabajo con el láser.
– Harry, ¿quieres mi «oceo» sobre el caso? -preguntó.
– ¿«Oceo»?
– Opinión Científica a Ojímetro.
– Sí -contestó Bosch, divertido-. Dame tu «oceo».
– Bueno, yo creo que alguien secuestró a este tío, lo ató, lo metió en el maletero y se lo llevó a esa pista forestal. El tío todavía estaba vivo, ¿de acuerdo? Después de aparcar, el asesino abrió el maletero y puso el pie en el parachoques, pero no alcanzó a colocar la pistola en el cráneo. Eso era importante para él porque tenía que hacer bien su trabajo, así que apoyó el pie sobre la cadera de este pobre hombre, se inclinó un poco más y ¡pam!, ¡pam!, se lo cargó. ¿Qué te parece?
A Bosch ya se le había ocurrido todo aquello, pero había ido más allá y considerado los posibles problemas.
– Entonces, ¿cómo volvió? -preguntó.
– ¿Adónde?
– Si el hombre estaba en el maletero, el asesino tuvo que conducir el Rolls. Y si llegó hasta allí en el Rolls, ¿cómo volvió hasta donde había interceptado a Tony?
– Con la ayuda del cómplice -intervino Donovan-. En la cazadora hay dos tipos de huellas, así que alguien podría haber seguido al Rolls. Quizá la misma mujer que puso la mano en el hombro de la víctima.
Bosch asintió. Ya le había dado vueltas a todo eso. Había algo que no le gustaba, pero aún no sabía exactamente el qué.
– Bueno, Bosch -interrumpió Matthews-. ¿Quieres enterarte esta noche o prefieres esperar el informe?
– Esta noche -respondió Bosch.
– Pues escucha. No hay cambios en la lividez del cadáver, lo cual significa que el cuerpo no fue movido después de que el corazón dejara de latir. A ver, qué más… -Matthews se remitió a sus notas-. Tenemos un rigor mortis del noventa por ciento, las córneas nubladas y la piel que ya no está adherida al cuerpo. La suma de todos esos factores indica que lleva muerto cuarenta y ocho horas, tal vez cuarenta y seis. Avísanos si descubres algún dato y te lo diremos con más exactitud.
– Lo haré -prometió Bosch.
Harry sabía que Matthews se refería a qué y cuándo había comido la víctima por última vez. Esa información le serviría al forense para fijar la hora de la muerte al estudiar la digestión de los alimentos en el estómago.
– Es todo tuyo -le dijo Bosch a Matthews-. ¿Y la autopsia?
– Es el final de un puente, así que vamos fatal. Lo último que he oído es que llevamos veintisiete homicidios en el condado; eso significa que no haremos la autopsia hasta el miércoles como muy pronto. No nos llames; ya te avisaremos nosotros.
– Menuda novedad.
De todos modos a Harry no le importaba demasiado el retraso. En casos como el que le ocupaba, la autopsia solía deparar pocas sorpresas, ya que la causa de la muerte estaba bastante clara. El misterio residía en quién había asesinado a Aliso y por qué.
Cuando Matthews y sus ayudantes se llevaron el cadáver, Bosch y Donovan se quedaron solos con el Rolls. Donovan contemplaba el coche en silencio, como un diestro mira al toro que está a punto de lidiar.
– Vamos a desvelar sus secretos, Harry.
En ese momento sonó el teléfono móvil. Bosch tardó un momento en sacarlo del bolsillo interior de su chaqueta.
– Hemos confirmado la identificación. Es Aliso -le informó Edgar.
– ¿Te lo han dicho los de Huellas?
– Sí. Mossler tiene un fax en casa, así que se lo envié todo y él dio el visto bueno.
Mossler era uno de los hombres del Departamento de Investigaciones Científicas.
– ¿A partir de la huella del permiso de conducir?
– Sí. Además encontré una antigua detención por ofrecer sus servicios sexuales, de donde saqué todas las huellas de Aliso. Mossler también les echó un vistazo y es él.
– Muy bien, buen trabajo. ¿Qué más has descubierto?
– Bueno, he pasado sus datos por el ordenador. Casi no tiene antecedentes, aparte del arresto por ejercer la prostitución en el setenta y cinco. Pero hay otras cosas. Su nombre aparece como víctima de un robo en su casa en el mes de marzo. Y en la base de datos de litigios civiles he encontrado un par de demandas contra él. Tienen toda la pinta de ser por incumplimiento de contrato. Eso significa un montón de promesas rotas y gente cabreada. Puede ser un buen móvil.
– ¿De qué iban los casos?
– No lo sé; de momento sólo tengo la entrada en la base de datos. Sacaré la información en cuanto pueda pasarme por el juzgado.
– De acuerdo. ¿Has hablado con Personas Desaparecidas?
– Sí, pero nadie había denunciado su desaparición. Y tú, ¿has encontrado algo?
– Puede ser. Parece que hemos tenido suerte y vamos a sacar unas huellas del cadáver. De dos personas.
– ¿Del cadáver? ¡Genial!
– De la cazadora de cuero.
Bosch notó que Edgar se había animado. Ambos detectives sabían que aunque las huellas no fueran de un sospechoso, al menos serían lo bastante recientes para pertenecer a personas que habían visto a la víctima poco antes de su muerte.
– ¿Has llamado a la DCO?
Bosch estaba esperando la pregunta.
– Sí. Van a pasar del caso.
– ¿Qué?
– Eso han dicho, al menos de momento. Hasta que encontremos algo que les interese.
Bosch se preguntó si Edgar estaba dudando de él.
– No lo entiendo, Harry.
– Yo tampoco, pero lo único que nos queda es continuar con nuestro trabajo. ¿Sabes algo de Kiz?
– Aún no. ¿Con quién has hablado en Crimen Organizado?
– Con un tal Carbone, el que estaba de servicio.
– No lo conozco.
– Ni yo. Tengo que irme, Jerry. Tenme informado.
Poco después de que Bosch colgara, Grace Billets entró por la puerta de la nave. La teniente recorrió el lugar con la mirada y, en cuanto vio a Donovan trabajando en el coche, le pidió a Bosch que la acompañara afuera. En ese momento Harry supo que estaba enfadada.
A pesar de que Billets tenía cuarenta y tantos años y llevaba en la policía más o menos el mismo tiempo que Bosch, nunca habían trabajado juntos en el pasado. La jefa de detectives era una mujer de mediana estatura y pelo corto de un castaño rojizo. No llevaba maquillaje e iba completamente vestida de negro: tejanos, camiseta, americana y botas vaqueras. Su única concesión a la feminidad eran unos aritos de oro en las orejas. En cuanto a sus maneras, éstas tampoco denotaban concesión alguna.
– ¿Qué coño pasa, Harry? ¿Por qué habéis trasladado el cadáver dentro del coche?
– No había más remedio. O hacíamos eso o teníamos que sacarlo del Rolls ante diez mil personas. Y aguarles los fuegos artificiales que estaban esperando.
Billets escuchó en silencio la explicación de Harry.
– Perdona -se disculpó cuando éste concluyó-. No sabía los detalles. Ya veo que no tuviste otra alternativa.
A Bosch le gustaba eso de Billets; estaba dispuesta a admitir que no siempre tenía razón.
– Gracias, teniente.
– Bueno, cuéntame. ¿Qué habéis encontrado?
Cuando Billets y Bosch regresaron a la nave, Donovan estaba tratando la cazadora de cuero en una de las mesas de trabajo. El perito la había colgado de un alambre dentro de un enorme depósito y había vertido un paquete que despedía vapores de cianoacrilato que se adherían a los aminoácidos y grasas de las huellas dactilares y, al cristalizar, resaltaban sus líneas.
– ¿Cómo va? -preguntó Bosch.
– Muy bien. Creo que voy a sacar algo. Hola, teniente.
– Hola -le saludó Billets.
Bosch se dio cuenta de que ella no recordaba el nombre de Donovan.
– Oye, Art -dijo para ayudarla-, cuando termines, mándalas al laboratorio. Luego llámame a mí o a Edgar y enviaremos a alguien a recogerlas en código tres.
Código tres era una clave de la policía que significaba «autorización para luces y sirena». Bosch necesitaba las huellas lo antes posible, ya que hasta el momento eran su mejor pista.
– Muy bien, Harry.
– ¿Y el Rolls? ¿Puedo mirar dentro?
– Bueno, aún no he terminado del todo pero puedes entrar si vas con cuidado.
Bosch comenzó a registrar el interior del coche. Los bolsillos de la puerta y de los asientos estaban vacíos. Después examinó el cenicero, que encontró sin una sola ceniza, y tomó nota mental de que la víctima no parecía fumar.
Mientras tanto, Billets lo observaba a poca distancia pero sin intervenir. La teniente había llegado a jefa de la brigada de detectives por su buen hacer como administradora, no por sus dotes como investigadora. Billets era consciente de ello y sabía perfectamente cuándo mirar y no entrometerse.
Bosch buscó debajo de los asientos, pero no encontró nada de interés. Por último abrió la guantera, de la que cayó un papelito cuadrado; era el recibo de un servicio de lavado de coches del aeropuerto. Cogiéndolo por una esquina, Bosch se acercó a la mesa de trabajo y le pidió a Donovan que comprobase si había huellas en cuanto tuviera un momento.
A continuación, reanudó el registro de la guantera y encontró el contrato de alquiler, la documentación del coche y una cajita de herramientas que contenía una linterna. También halló un tubo de pomada para las hemorroides. Le pareció un lugar extraño para tenerla, pero Bosch pensó que tal vez Aliso la guardaba a mano para viajes largos en coche.
Mientras metía cada objeto en una bolsa distinta, Bosch se fijó en que había una pila de repuesto en la caja de herramientas. Aquello le extrañó porque la linterna necesitaba dos pilas; tener sólo una no servía de mucho.
Bosch pulsó el botón de la linterna, pero ésta no se encendió. Al desenroscar la tapa, cayó una pila. Bosch miró dentro y descubrió una bolsita de plástico, que extrajo con la ayuda de un bolígrafo. La bolsita contenía unas dos docenas de cápsulas marrones.
Billets se acercó.
– Poppers -anunció Bosch-. Nitrato amílico. Se supone que ayudan a levantarla y durar más, para mejorar el orgasmo.
De pronto Bosch sintió la necesidad de explicar que no lo decía por propia experiencia.
– Me ha salido en otros casos.
Ella asintió. Donovan se acercó con el recibo en un sobre de plástico transparente.
– Hay un par de manchas borrosas, pero nada que nos sirva -dijo.
Bosch lo cogió y llevó el resto de pruebas al mostrador.
– Art, me llevo el recibo, los poppers y los papeles del coche, ¿vale?
– Muy bien.
– Te dejo el billete de avión y la cartera. Quiero que te des prisa con las huellas de la cazadora y… ¿qué más? Ah sí, la purpurina. ¿Cómo lo ves?
– Espero tenerlo todo para mañana. También echaré una ojeada a las fibras, pero lo más probable es que sean excluyentes.
Así pues la mayor parte del material que habían recogido se quedaría en el almacén tras un rápido examen de Donovan y sólo entraría en juego si se identificaba a un sospechoso, para excluir o relacionar a éste con el lugar del crimen.
Bosch cogió un sobre grande de un estante situado encima del mostrador, metió todas las pruebas que se llevaba y lo guardó en el maletín. Finalmente se dirigió hacia las cortinas, acompañado de Billets.
– Hasta la próxima, Art -se despidió ella.
– Adiós, teniente.
– ¿Quieres que llame al garaje para que vengan a recoger el coche? -se ofreció Bosch.
– No, aún voy a tardar un poco -respondió Donovan-. Primero tengo que pasar la aspiradora y después igual se me ocurre otra cosa. Ya los llamaré yo.
– Vale. Hasta luego.
Bosch y Billets salieron de la nave.
Fuera, él encendió un cigarrillo y contempló el cielo oscuro y sin estrellas.
Ella, por su parte, comenzó a fumarse uno de los suyos.
– ¿Y ahora adónde? -preguntó la teniente.
– A contárselo a los familiares. ¿Quiere usted venir? Será divertido.
Aquello la hizo sonreír.
– No, creo que me voy a casa, pero antes dime qué opinas del caso. Me preocupa un poco que la DCO haya pasado sin siquiera echarle un vistazo.
– A mí también. -Bosch dio una larga calada y exhaló el humo-. Yo creo que será un caso muy difícil, a no ser que saquemos algo de esas huellas. De momento son nuestra única pista.
– Bueno, dile a tu gente que os quiero a todos en la comisaría a las ocho para hablar de lo que hemos averiguado hasta ahora.
– Mejor a las nueve. Para entonces puede que Donovan ya sepa algo de las huellas.
– Muy bien, a las nueve. Hasta mañana, Harry. Y de ahora en adelante, cuando hablemos así, de manera informal, llámame Grace.
– Muy bien, Grace. Buenas noches.
Ella expelió el humo de golpe.
– ¿A esto le llamas buenas? -dijo riendo.
De camino a Mulholland Drive y Hidden Highlands, Bosch llamó al buscapersonas de Rider y, poco después, ella le telefoneó desde una de las casas que estaba visitando. Rider le explicó que se hallaba en la última casa con vistas al claro y que sólo había encontrado un residente que recordase el Rolls-Royce blanco. El hombre había visto el coche el sábado, alrededor de las diez de la mañana, y estaba casi seguro de que no estaba allí el viernes por la noche cuando salió al balcón a contemplar el atardecer.
– Eso encaja con la hora que ha mencionado el forense y con el billete de avión. De momento todo apunta al viernes por la noche, un poco después de volver de Las Vegas. Probablemente lo mataron de camino a su casa. ¿Nadie oyó los disparos?
– No, pero en dos de las casas no había nadie, así que voy a volver a intentarlo.
– Déjalas para mañana. Yo salgo ahora mismo para Hidden Highlands y prefiero que vengas conmigo.
Bosch y Rider quedaron en la entrada de la urbanización donde había vivido Aliso. Bosch quería que Kiz lo acompañara a dar la noticia al familiar más cercano por dos motivos: porque a ella le resultaría útil aprender aquella triste tarea y porque, según las estadísticas, nunca debía descartarse al pariente más cercano como posible sospechoso. Y, por supuesto, siempre era mejor tener un testigo cuando se hablaba con alguien que más adelante podía ser tu presa.
Bosch consultó su reloj. Eran casi las diez. Encargarse de la notificación significaba que no llegarían al despacho de la víctima hasta la medianoche. Así pues, llamó al centro de comunicaciones de la policía y le dio a la operadora la dirección de Melrose para que la buscara en la guía. Finalmente ella le dijo que correspondía a Archway Pictures, tal como Bosch había adivinado. El Archway era un estudio de tamaño mediano que alquilaba despachos e instalaciones de producción a realizadores independientes. Que Bosch supiera, ellos no producían sus propias películas desde los años sesenta. Habían tenido un golpe de suerte, ya que conocía a alguien de seguridad del estudio: Chuckie Meachum. Chuckie era un viejo detective de Robos y Homicidios que se había retirado hacía unos años y había aceptado un empleo como subdirector de seguridad del Archway; a Bosch le sería muy útil para acceder al despacho de Aliso. Primero pensó en llamarlo y quedar con él, pero luego descartó la idea. No quería que nadie supiera que iba para allá.
Al cabo de quince minutos, Bosch llegó a Hidden Highlands y vio el coche de Rider aparcado en el arcén de Mulholland Drive. Después de parar un momento para dejar subir a su ayudante, ambos se dirigieron a la pequeña caseta de ladrillo donde un guarda vigilaba la entrada a la urbanización. Hidden Highlands era un ejemplo perfecto de la gran cantidad de comunidades pudientes que se ocultaban, atemorizadas, en las colinas y valles que rodeaban Los Ángeles. Muros, verjas, garitas y fuerzas de seguridad privadas eran los ingredientes secretos del tan cacareado «crisol de culturas» del sur de California.
Cuando un guarda vestido de azul salió de la caseta con la lista de residentes, Bosch ya tenía la placa preparada. El guarda era un hombre alto y enjuto, cuyo rostro gris revelaba cansancio. Bosch no lo reconoció pese a haber oído que la mayoría de vigilantes eran policías de la División de Hollywood que trabajaban allí en sus horas libres. Incluso había visto ofertas de empleos a media jornada en el tablón de anuncios de la comisaría.
El guarda repasó a Bosch de arriba abajo, evitando expresamente mirar la placa.
– ¿Puedo ayudarles? -inquirió finalmente.
– Vamos a la casa de Anthony Aliso.
Bosch le dio la dirección que constaba en el permiso de conducir de la víctima.
– ¿Me dan sus nombres?
– Detective Harry Bosch, policía de Los Ángeles; lo pone ahí. Y ella es la detective Kizmin Rider.
Bosch le ofreció su tarjeta de identificación, pero al guarda, que estaba tomando nota de sus nombres, seguía sin interesarle. Bosch se fijó en que su placa de hojalata rezaba: «Capitán Nash».
– ¿Les esperan?
– No creo. Es un asunto policial.
– De acuerdo, pero tengo que avisar. Son las reglas de la urbanización.
– Preferiría que no lo hiciera, capitán Nash.
Bosch abrigaba la esperanza de que emplear la graduación del guarda le ayudaría. Nash dudó un instante.
– Bueno, hagamos una cosa -sugirió-. Ustedes vayan para allá y yo ya pensaré en una razón para retrasar unos minutos la llamada. Si se quejan les diré que, como estoy solo, no he tenido tiempo.
El guarda retrocedió y metió la mano para pulsar un botón que había en el interior de la caseta. La barrera se elevó.
– Gracias, capitán. ¿Trabaja usted en Hollywood?
Bosch sabía que no, ya que resultaba evidente. Nash carecía de la mirada fría de un policía, pero Harry quería crear una buena relación por si lo necesitaba más adelante.
– Qué va -contestó Nash-. Yo estoy aquí todo el día. Por eso me hicieron capitán de la vigilancia. Los demás trabajan también en la comisaría de Hollywood o en la de West Hollywood, así que yo organizo los turnos.
– ¿Y por qué le ha tocado el turno de noche un domingo?
– A todo el mundo le van bien unas horas extras.
– Tiene razón -convino Bosch-. ¿Dónde está Hillcrest?
– Ah, sí. Cojan el segundo camino a la izquierda; ése es Hillcrest. La casa de Aliso es la sexta a mano derecha. Tiene una piscina magnífica, con vistas a toda la ciudad.
– ¿Lo conocía? -intervino Rider, al tiempo que se inclinaba para ver a Nash por la ventanilla de Bosch.
– ¿A Aliso? -le contestó Nash, que también se agachó para verla a ella. Tras reflexionar un instante, contestó-: No mucho. Lo conozco como al resto de residentes; es decir, casi nada. Para ellos yo soy igual que el tío que limpia las piscinas. Oiga, me ha preguntado usted si lo conocía; ¿es que ha muerto?
– Muy astuto, capitán -respondió Rider.
La detective se enderezó, dando por terminada la conversación. Bosch le hizo a Nash un gesto de agradecimiento y puso rumbo a Hillcrest. De camino, Harry le contó a Rider lo que había descubierto en la nave y el resultado de las pesquisas de Edgar. Mientras ponía al día a Kiz, Harry contemplaba las enormes casas y los bien cuidados jardines. Muchas de las propiedades estaban rodeadas por muros o setos altos cuyos bordes parecían recortados cada mañana. «Muros dentro de muros», pensó Bosch. Se preguntó qué harían los propietarios con tanto espacio aparte de vigilarlo con aprensión.
Bosch y Rider tardaron cinco minutos en encontrar la casa de Aliso en una bocacalle sin salida, en la cima de la colina. Después de franquear las puertas abiertas de la finca, llegaron a una mansión estilo Tudor que se alzaba tras un sendero empedrado. Harry salió del coche con el maletín en la mano y contempló el edificio. Su tamaño era intimidante, pero arquitectónicamente hablando no era gran cosa. Él no hubiese comprado una casa semejante ni aunque hubiera dispuesto del dinero necesario.
Después de pulsar el timbre, Bosch se volvió hacia Rider.
– ¿Has hecho esto alguna vez?
– No, pero soy del sur de Los Ángeles. Allá hay tantos tiroteos que he visto a mucha gente recibir la noticia.
Bosch asintió.
– No es por menospreciar esa experiencia, pero esto es distinto -le advirtió a Rider-. Lo importante no es lo que te digan, sino lo que observes.
Harry volvió a pulsar el timbre iluminado, tras lo cual oyó el sonido de una campana en el interior de la casa. Entonces se volvió hacia Rider, que estaba a punto de hacerle una pregunta cuando una mujer abrió la puerta.
– ¿Señora Aliso? -preguntó Bosch.
– ¿Sí?
– Señora Aliso, soy Harry Bosch, detective del Departamento de Policía de Los Ángeles y ésta es mi compañera, la detective Kizmin Rider. Queremos hablar con usted sobre su marido.
Bosch le mostró su placa y la mujer se la quitó de la mano. Normalmente la gente no hacía eso, sino que se asustaba o la miraba como si se tratara de un objeto extraño y fascinante que no debía tocarse.
– No entien…
La señora Aliso se calló al oír un teléfono en algún lugar de aquella enorme casa.
– Discúlpenme. Tengo que…
– Ése será Nash desde la verja. Me dijo que iba a avisarla, pero detrás había una cola de coches. Parece que nosotros hemos llegado antes. -Bosch hizo una pausa-. Tenemos que hablar con usted.
Ella dio un paso atrás y le franqueó la entrada.
La señora Aliso parecía unos cinco o diez años más joven que su marido, por lo que Bosch dedujo que rondaría los cuarenta y cinco. Era esbelta y atractiva, con el cabello moreno y liso. Harry intuyó que aquella cara tan maquillada debía de haber pasado más de una vez por las manos de un cirujano plástico. De todos modos, se la veía cansada, ajada. La señora Aliso tenía las mejillas sonrosadas, como si hubiera estado bebiendo. Llevaba un vestido azul celeste que dejaba al descubierto unas piernas morenas y todavía bien torneadas. Sin duda habría tenido mucho éxito en su juventud, pero Bosch intuyó que había llegado a esa etapa en que algunas mujeres creen, a menudo sin motivo, que su belleza está desapareciendo. Quizá por eso llevaba tanto maquillaje. O tal vez porque estaba esperando a su marido.
Bosch y Rider la siguieron hasta un gran salón decorado con una mezcla incongruente de cuadros modernos en las paredes y muebles antiguos sobre la mullida moqueta blanca.
El teléfono seguía sonando. La señora Aliso les ofreció asiento y después atravesó la sala y otro pasillo, que daba a un pequeño despacho. Desde allí la oyeron contestar el teléfono, decirle a Nash que no pasaba nada y colgar.
Cuando regresó al salón, la señora Aliso se sentó en un sofá tapizado con un discreto estampado de flores. Bosch y Rider eligieron dos butacas cercanas que hacían juego con el sofá. Harry echó un vistazo a su alrededor y reparó en que no había ninguna foto enmarcada; sólo los cuadros. Las fotos eran una de las primeras cosas que Bosch buscaba cuando tenía que formarse un juicio rápido de una relación.
– Lo siento -se disculpó Bosch-. No sé su nombre de pila.
– Verónica. ¿Por qué quiere hablar de mi marido, detective? ¿Le ha pasado algo?
Bosch se inclinó hacia delante. A pesar de haberlo hecho infinidad de veces, nunca se acostumbraba y siempre se preguntaba si aquélla era la mejor manera.
– Señora Aliso… Lo siento mucho, pero su marido ha muerto. Ha sido víctima de un homicidio.
Bosch la observó con atención, pero ella no dijo nada. Instintivamente, se cruzó de brazos y bajó la cabeza con una mueca de dolor. No hubo lágrimas, todavía no. Por experiencia, Bosch sabía que éstas solían llegar al principio -en cuanto los familiares abrían la puerta y adivinaban lo ocurrido- o mucho más tarde, cuando se daban cuenta de que la pesadilla era real.
– No lo entien… ¿Cómo? -preguntó ella, con los ojos todavía fijos en el suelo.
– Lo encontraron en su coche. Le habían disparado.
– ¿En Las Vegas?
– No. Aquí, no muy lejos. Parece que volvía a casa del aeropuerto cuando… cuando alguien lo detuvo. Todavía no estamos seguros. Encontramos su coche en Mulholland, cerca del Hollywood Bowl.
Bosch seguía observando a Verónica Aliso, que aún no había levantado la vista. En ese momento se sintió algo culpable puesto que no la estaba contemplando con lástima. Sin embargo, Harry había pasado por aquella experiencia demasiadas veces para sentir pena, tan sólo buscaba gestos falsos. En una situación así, su recelo superaba a su compasión. Al fin y al cabo ése era su trabajo.
– ¿Puedo traerle algo, señora Aliso? -le ofreció Rider-. ¿Agua? ¿Café? ¿Quiere algo más fuerte?
– No, gracias. Estoy bien.
– ¿Hay niños en la casa? -inquirió Rider.
– No, nosotros… no tenemos hijos. ¿Sabe lo que pasó? ¿Le robaron?
– Eso es lo que estamos intentando averiguar -dijo Bosch.
– Sí, claro… ¿Sufrió mucho?
– No, nada -le aseguró Bosch.
Bosch recordó las lágrimas en los ojos de Tony Aliso, pero decidió no mencionarlas.
– Debe de ser difícil, su trabajo -comentó ella-. Dar estas noticias a la gente…
Bosch asintió y desvió la mirada. Por un momento recordó el viejo chiste sobre la manera más fácil de notificar un homicidio al familiar más cercano de la víctima. Cuando la señora Brown abre la puerta, le preguntas: «¿Es usted la viuda de Brown?».
Bosch volvió su atención a la viuda de Aliso.
– ¿Por qué ha preguntado si fue en Las Vegas?
– Porque había ido allí.
– ¿Cuánto tiempo?
– No lo sé. Anthony nunca sabía cuándo iba a volver; compraba billetes abiertos para poder regresar cuando quisiera. Volvía en cuanto le cambiaba la suerte. A peor, claro.
– Nosotros creemos que llegó a Los Ángeles el viernes por la noche, pero su coche no ha aparecido hasta hoy. Eso son dos días. ¿Trató usted de comunicarse con él durante ese tiempo?
– No. Casi nunca hablábamos cuando él estaba en Las Vegas.
– ¿Y con qué frecuencia iba?
– Una o dos veces al mes.
– ¿Y cuánto se quedaba?
– De dos días a una semana. Ya le he dicho que dependía de cómo le fueran las cosas.
– ¿Y usted nunca lo llamaba? -insistió Rider.
– Casi nunca. Esta vez, no.
– ¿Iba por trabajo o por placer? -inquirió Bosch.
– Él decía que por ambas cosas. Mi marido insistía en que iba a ver a inversores, pero yo creo que era una adicción. Le encantaba jugar y podía permitírselo.
Bosch asintió de forma mecánica.
– ¿Cuándo se marchó exactamente?
– El jueves, después del trabajo.
– ¿Y cuándo lo vio usted por última vez?
– El jueves por la mañana, antes de ir al estudio. De allí se fue directamente al aeropuerto, porque está más cerca.
– Y usted no tenía ni idea de cuándo volvería.
Bosch lo afirmó; que ella lo contradijera si quería.
– La verdad es que hoy empezaba a preocuparme. Normalmente esa ciudad no tarda tanto en despojar a un hombre de su dinero. Sí, pensé que era demasiado tiempo, pero no intenté localizarlo.
– ¿A qué le gustaba jugar en Las Vegas?
– A todo, pero sobre todo al póquer, porque es el único juego en que no se apuesta contra la casa. Ellos se llevan un porcentaje, pero tú juegas contra los demás jugadores. Así me lo explicó Anthony, aunque él llamaba a los compañeros de mesa «pueblerinos de Iowa».
– ¿Estaba su marido solo en Las Vegas?
Bosch bajó la mirada a su libreta y se comportó como si estuviera anotando algo importante y la respuesta de ella no lo fuera. Harry sabía que era una cobardía por su parte.
– Eso no lo puedo saber-respondió la mujer.
– ¿Alguna vez había ido usted con él?
– A mí no me gusta jugar. Odio ese sitio; es horrible. Por mucho que la disfracen, siempre será una ciudad de vicio y prostitución. Y no lo digo sólo por el sexo.
Bosch estudió la fría rabia de aquella mirada.
– No ha contestado a la pregunta, señora Aliso -le recordó Rider.
– ¿Qué pregunta?
– ¿Lo acompañó alguna vez a Las Vegas?
– Al principio, sí, pero me aburría. Hace años que no voy.
– ¿Sabe si su marido estaba endeudado? -preguntó Bosch.
– No lo sé. Si lo estaba, no me lo dijo -contestó ella-. Y llámenme Verónica, por favor.
– ¿Nunca le preguntaba si tenía problemas? -inquirió Rider.
– No. Suponía que si los tenía me lo diría.
Cuando Verónica Aliso dirigió su dura mirada hacia Rider, Bosch sintió que le quitaban un peso de encima. La mujer los estaba desafiando.
– Ya sé que esto me hace sospechosa, pero no me importa -explicó-. Ustedes tienen que hacer su trabajo. Seguramente ya habrán deducido que mi marido y yo…, bueno, sólo compartíamos esta casa. En cuanto a sus actividades en Nevada, no puedo decirles si Anthony había ganado o perdido un millón de dólares. Quién sabe, tal vez le sonrió la suerte. Aunque creo que no habría dejado pasar la ocasión de fanfarronear por ello.
Bosch asintió y pensó en el cadáver del maletero. No parecía alguien a quien le hubiese sonreído la suerte.
– ¿Dónde se alojaba en Las Vegas?
– En el Mirage. Eso sí lo sé porque no todos los casinos tienen mesas de póquer, pero allí hay una con mucha clase. Anthony siempre me decía que le llamara al Mirage, y si no lo encontraba en la habitación, que preguntara por las mesas.
Bosch se demoró unos segundos en tomar nota de todo aquello, ya que había comprobado que el silencio era la mejor forma de tirar de la lengua a la gente. Esperaba que Rider se percatara de que aquellas pausas eran intencionadas.
– Me han preguntado si Anthony iba solo a Las Vegas -dijo por fin la señora Aliso.
– ¿Y qué?
– Durante la investigación, supongo que descubrirán que mi marido era un mujeriego. Sólo les pido una cosa y es que, por favor, hagan lo posible por ahorrarme los detalles. No quiero saberlos.
Bosch asintió y permaneció un momento callado mientras ordenaba sus pensamientos. Se preguntaba qué tipo de mujer no quería saber más. ¿Una que ya lo sabía todo? Cuando Harry alzó la vista, sus miradas se cruzaron.
– Además de jugar, ¿sabe si su marido tenía algún problema? -preguntó-. ¿Profesional o económico?
– Que yo sepa, no, aunque él llevaba las cuentas. Ahora mismo no tengo ni idea de nuestra situación financiera. Cuando necesitaba dinero, yo se lo pedía y él me decía que extendiera un cheque y le informase de la cantidad. Para los gastos de la casa teníamos una cuenta aparte a mi nombre.
Bosch siguió preguntando con la vista fija en su libreta.
– Sólo un par de preguntas más y la dejamos en paz. ¿Tenía su marido algún enemigo? ¿Alguien que quisiera hacerle daño?
– Anthony trabajaba en Hollywood, donde la gente se clava puñales por la espalda todos los días. Él era tan experto como cualquiera que lleve veinticinco años en la industria, así que podría haber gente descontenta con él… Pero no sé quién pudo hacer esto.
– El coche, el Rolls-Royce, está alquilado a una productora en Archway Studios. ¿Cuánto tiempo llevaba su marido trabajando para ellos?
– Él tenía su despacho allí, pero no trabajaba para el Archway. TNA Productions es…, era su propia empresa. Él sólo alquilaba un despacho y una plaza de aparcamiento, pero no tenía nada que ver con ellos.
– Háblenos de su productora -dijo Rider-. ¿Hacía películas?
– Más o menos. Digamos que empezó por todo lo alto y luego cayó en picado. Hace veinte años produjo su primer largometraje: El arte de la capa. Si la vieron, son ustedes de los pocos. El mundo de los toros no es un tema muy taquillero, pero la película fue aclamada por la crítica e hizo el circuito de festivales y salas de arte y ensayo; fue un buen comienzo para Tony.
Verónica Aliso añadió que su marido había logrado rodar un par de películas más, pero que su nivel de calidad y escrúpulos había ido disminuyendo gradualmente hasta acabar produciendo una retahíla de subproductos pornográficos.
– Las películas, si quiere llamarlas así; son todas iguales; la única diferencia es la cantidad de pechos. En el sector se conocen como directos a vídeo -explicó ella-. Además, Anthony tenía bastante éxito en el arbitraje literario.
– ¿Y eso qué es?
– Especulación. Tony compraba guiones, pero también manuscritos y libros.
– ¿Y cómo especulaba con ellos?
– Él adquiría los derechos y, cuando subía su valor o el autor se ponía de moda, los vendía. ¿Conocen a Michael Saint John?
A Bosch le sonaba el nombre, pero negó con la cabeza. Rider hizo lo mismo.
– Es uno de los guionistas de moda. Dentro de un año estará dirigiendo largometrajes para algún estudio.
– ¿Y?
– Hace ocho años, cuando Saint John era un pobre estudiante de cine y buscaba un agente, mi marido era uno de los buitres que pululaban por la facultad. Verán, las películas de Tony eran de tan bajo presupuesto que necesitaba a estudiantes para que las escribieran y las dirigieran. Por eso conocía las universidades y escuelas, y sabía reconocer a un joven con talento. Michael Saint John era uno de ellos. Un día en que el chico estaba desesperado, le vendió a Anthony los derechos de tres de sus guiones por dos mil dólares. Ahora, cualquier cosa con el nombre de Saint John se vende por cantidades de seis cifras como mínimo.
– Y los escritores, ¿cómo se lo toman?
– No muy bien. Saint John estaba intentando comprarle los guiones.
– ¿Lo cree capaz de haberle hecho daño a su marido?
– No. Ustedes me han preguntado a qué se dedicaba Tony y yo les he contestado. Pero si me preguntan quién lo podría haber matado, eso no lo sé.
Bosch tomó más notas.
– Dice que su marido se veía con inversores cuando viajaba a Las Vegas -le recordó Rider.
– Así es.
– ¿Podría decirnos sus nombres?
– Pueblerinos de Iowa, supongo. Gente que encontraba y a quienes convencía para invertir en una película. Les sorprendería la cantidad de personas que están locas por participar en una producción de Hollywood. Y Tony era un buen vendedor. Lograba que una simple película de dos millones de dólares sonara como la segunda parte de Lo que el viento se llevó. A mí también me convenció.
– ¿Qué?
– Me convenció para que actuara en una de sus películas; así le conocí. Tal como él me lo pintó, yo iba a ser la nueva Jane Fonda: sexy, pero inteligente. Era un largometraje para un estudio; lo malo es que el director era cocainómano, el guionista no sabía escribir y la película salió tan mal que nunca se estrenó. Fue el final de mi carrera. Tony no volvió a trabajar para un estudio y se pasó el resto de su vida haciendo porquerías para vídeo.
Mientras admiraba los cuadros y muebles en aquella sala de techos altos, Bosch comentó:
– No parece que le fuese tan mal.
– No -respondió ella-. Supongo que esto se lo debemos a los pueblerinos de lowa.
El rencor de Verónica Aliso era agobiante. Bosch bajó la cabeza para rehuir su mirada.
– Tanto hablar… Tengo sed -continuó ella tras una pausa-. ¿Quieren algo?
– Sí, gracias. Un vaso de agua -contestó Bosch-. Aunque en seguida nos vamos.
– ¿Detective Rider?
– No, gracias.
– Ahora vuelvo.
En cuanto ella se hubo ido, Bosch se levantó y se paseó por la habitación con aire despreocupado. No le dijo nada a Rider. Estaba contemplando una figurita de cristal de una mujer desnuda cuando Verónica Aliso regresó con dos vasos de agua helada.
– Sólo quiero hacerle un par de preguntas más sobre esta semana pasada.
– Adelante.
Bosch bebió un sorbo de agua y se quedó de pie.
– ¿Sabe qué equipaje se llevó su marido a Las Vegas?
– Sólo una bolsa.
– ¿Cómo era?
– Una de ésas que se cuelgan del hombro y se doblan por la mitad. Verde con correas de piel marrón y una etiqueta con su nombre.
– ¿Solía llevar maletín?
– Sí, uno de aluminio. Son ligeros pero imposibles de forzar. ¿Es que falta su equipaje?
– No estamos seguros. ¿Sabe dónde guardaba la llave del maletín?
– En su llavero, con las del coche.
Ni en el cadáver ni en el Rolls habían encontrado aquellas llaves, por lo que tal vez las habían robado para abrir el maletín. Harry depositó el vaso junto a la figurita de cristal y volvió a mirarla. Después, tomó nota de la descripción del maletín y de la bolsa.
– ¿Llevaba su marido una alianza de matrimonio?
– No, sólo un reloj bastante caro. Un Rolex que le regalé yo.
– No se lo llevaron.
– Ah.
Bosch dejó de apuntar y alzó la vista.
– ¿Recuerda qué ropa llevaba el jueves por la mañana?
– Em… No sé, ropa informal… Ah sí, unos pantalones blancos, una camisa azul y su cazadora.
– ¿Una cazadora de cuero negro?
– Sí.
– ¿Recuerda si lo abrazó o le dio un beso de despedida?
Esto pareció ponerla nerviosa. Bosch inmediatamente se arrepintió de la manera en que había formulado la pregunta.
– Lo siento. Lo que quería decir es que encontramos unas huellas dactilares en el hombro de la chaqueta. Si usted lo tocó ahí el día que él se marchó, podrían ser suyas.
Ella se quedó en silencio un momento. Bosch pensó que por fin iba a llorar, pero se equivocaba.
– Puede ser, aunque no lo recuerdo… No, creo que no.
Bosch sacó de su maletín un pequeño aparato para recoger huellas que parecía una diapositiva, pero con una pantallita de dos caras rellena de tinta. Al apretar con el pulgar en el lado A, la huella se imprimía en una tarjeta colocada debajo del lado B.
– Me gustaría tomar una huella de su pulgar para compararla con la que sacamos de la cazadora. Si determinamos que usted no lo tocó, podríamos tener una buena pista.
Verónica Aliso se acercó a Bosch, quien le apretó el pulgar derecho sobre la pantalla. Cuando Harry le soltó el dedo ella lo miró.
– No mancha.
– Está bien, ¿verdad? Empezamos a usar este sistema hace un par de años.
– La huella de la cazadora, ¿era de una mujer?
Bosch la miró fijamente.
– No lo sabremos seguro hasta que descubramos a quién pertenece.
Al guardar la pantallita y la tarjeta con la huella en el maletín, Bosch vio la bolsa que contenía los poppers y la sacó para mostrársela.
– ¿Sabe qué son?
Ella los miró con perplejidad y negó con la cabeza.
– Poppers de nitrato amílico. Alguna gente los utiliza para aumentar su capacidad y satisfacción sexual. ¿Los usaba su marido?
– ¿Es que los llevaba encima?
– Señora Aliso, le ruego que se limite a contestar mis preguntas. Sé que es difícil, pero hay cierta información que todavía no puedo darle. Le prometo que lo haré en cuanto pueda.
– No, no los usaba… conmigo.
– Siento tener que mencionar detalles tan íntimos, pero tiene que comprender que todos queremos atrapar al culpable de esto. Veamos, su marido era unos diez o doce años mayor que usted. -Bosch exageraba un poco-. ¿Tenía problemas para mantener relaciones sexuales? ¿Puede ser que estuviera usando poppers sin que usted tuviera conocimiento?
Ella se volvió para regresar a su butaca.
– Eso no puedo saberlo -dijo una vez sentada.
En esta ocasión fue Bosch quien la miró perplejo. ¿Qué quería decir? Su silencio funcionó, ya que ella contestó antes de que él tuviera que preguntárselo. Sin embargo, no se dirigió a él, sino a Rider; como si ella, por ser mujer, pudiera comprenderla mejor.
– Detective, yo no tenía… relaciones sexuales. Mi marido y yo no…, bueno, que no ha habido nada en los últimos dos años.
Bosch asintió y bajó la vista, aunque no escribió nada. Incapaz de anotar aquella información ante la mirada de ella, cerró la libreta y se la guardó.
– Supongo que se preguntan por qué, ¿no? -dijo ella con un ligero desafío en el gesto y la voz-. Anthony había perdido interés.
– ¿Está segura?
– Me lo dijo a la cara.
Bosch asintió.
– Señora Aliso, siento mucho la muerte de su marido. También lamento la intrusión y las preguntas personales, pero me temo que durante la investigación surgirán más preguntas.
– Lo comprendo.
– Una última cosa.
– ¿Qué?
– ¿Tenía su marido un despacho en casa?
– Sí.
– ¿Podríamos echarle un vistazo?
Ella se levantó y los dos detectives la siguieron por el pasillo que llevaba al pequeño despacho. Una vez dentro, Bosch echó una ojeada rápida. Era una habitación pequeña con una mesa de trabajo, dos archivadores y un carrito con un televisor. Detrás de éste había una estantería, repleta de libros y guiones de cine con los títulos escritos en el lomo, y apoyados en un rincón Harry vio unos palos de golf.
La mesa, que estaba impecable, tenía dos cajones archivadores. Uno estaba vacío y en el otro había varias carpetas cuyas etiquetas indicaban que contenían documentos financieros y relativos a impuestos. Bosch decidió que el registro del despacho podía esperar.
– Es tarde -comentó-. No es el momento de hacer un registro, pero quiero que comprenda que las investigaciones como ésta suelen ir en muchas direcciones; tenemos que seguirlas todas. Mañana vendremos a dar una ojeada a las cosas de su marido y seguramente nos llevaremos algunas. Traeremos una orden para que sea perfectamente legal.
– Sí, claro. Pero ¿no puedo darles permiso para que se lleven lo que quieran?
– Sí, pero será mejor de esta manera. Le estoy hablando de talonarios, documentos de sus cuentas corrientes, balances de su tarjeta de crédito, seguros, todo. Seguramente necesitaremos los papeles sobre la cuenta corriente dedicada a los gastos de la casa.
– Muy bien. ¿A qué hora?
– Aún no lo sé. Ya la llamaremos -respondió Bosch-. ¿Sabe si su marido hizo testamento?
– Sí, los dos lo hicimos. Ahora está en manos de nuestro abogado.
– ¿Cuánto hace?
– ¿Del testamento? No sé, mucho tiempo. Años.
– Por la mañana me gustaría que llamase a su abogado y le dijera que necesitamos una copia. ¿Cree que podrá hacerlo?
– Por supuesto.
– ¿Y seguro de vida?
– Sí, los dos nos hicimos pólizas. También las tiene nuestro abogado, Neil Denton, en Century City.
– Muy bien. Ya nos preocuparemos de eso mañana. Ahora precintaremos la habitación y ya está.
Todos salieron al pasillo y, tras cerrar la puerta, Bosch sacó de su maletín un adhesivo en el que se leía:
ESCENA DEL CRIMEN
PROHIBIDO EL PASO
LLAMAR AL: 213 485 – 4321
Bosch pegó el adhesivo en la jamba de la puerta; de ese modo, cualquier intruso se vería obligado a cortarlo o desengancharlo.
– ¿Detective? -susurró Verónica Aliso detrás de él.
Bosch se volvió.
– Yo soy la principal sospechosa, ¿no?
Bosch se guardó en el bolsillo los papeles sobrantes del adhesivo.
– En estos momentos todo el mundo es sospechoso. Estamos considerando todas las posibilidades, así que eso la incluye a usted.
– Entonces no debería haber sido tan sincera.
– Si no tiene nada que ocultar, la verdad no la perjudicará -intervino Rider.
A Bosch la experiencia le impedía decir algo semejante, ya que sabía que era falso. Y, a juzgar por la pequeña sonrisa que asomó en el rostro de Verónica Aliso, ella también lo sabía.
– ¿Es usted nueva, detective Rider? -preguntó la viuda, con la mirada fija en Bosch.
– No, señora. Hace seis años que soy detective.
– Ah. Al detective Bosch no hace falta que se lo pregunte.
– Señora Aliso… -comenzó Bosch.
– Verónica.
– Todavía no sabemos a qué hora fue asesinado su marido, pero nos gustaría descartar ciertas hipótesis para así concentrarnos en…
– Quiere saber si tengo una coartada, ¿no?
– Sólo queremos establecer dónde estuvo usted durante estos últimos días y noches. Es una pregunta de rutina, nada más.
– Bueno, siento aburrirle con los detalles de mi vida porque eso es lo que son: aburridos. Aparte de ir al centro comercial y al supermercado el sábado por la tarde, no he salido de casa desde que cené con mi marido el miércoles por la noche.
– ¿Ha estado aquí sola?
– Sí… Creo que el capitán Nash podrá confirmárselo. Los de Seguridad apuntan quién entra y quién sale de Hidden Highlands, incluidos los residentes. Además, el viernes vino el cuidador de la piscina. Puedo darles su nombre y teléfono.
– No, gracias, de momento no es necesario. Y siento mucho lo de su marido. ¿Hay algo que podamos hacer por usted?
Ella parecía haberse retraído y Bosch no estaba seguro de que hubiera oído su pregunta.
– No, gracias -contestó finalmente.
Bosch recogió el maletín y se alejó por el pasillo seguido de Rider. Harry se fijó en que en la pared no había fotos ni cuadros. Aquello no le pareció normal, pero en seguida concluyó que hacía tiempo que las cosas habían dejado de ser normales en aquella casa. El detective estudiaba los hogares de sus víctimas como los expertos estudiaban los retratos de gente ya fallecida en el museo Getty. Buscaba significados ocultos: los secretos de sus vidas y sus muertes.
Rider fue la primera en salir. Después lo hizo Bosch, que se volvió a mirar hacia la casa. Al fondo del pasillo se recortaba la silueta de Verónica Aliso. Bosch titubeó un instante, pero finalmente se despidió con un gesto y se marchó.
Ya en el coche, Bosch y Rider permanecieron un buen rato en silencio mientras digerían la conversación.
– ¿Cómo fue? -preguntó Nash, cuando llegaron a la verja de entrada.
– Bien.
– El señor Aliso está muerto, ¿no?
– Sí.
Nash silbó, asombrado.
– Capitán Nash, ¿guarda usted una lista de las entradas y salidas a la urbanización?
– Sí, pero esto es propiedad privada. Necesitaría una…
– Una orden de registro, ya lo sé -contestó Bosch-. Pero antes de liarme a hacer todos los trámites, dígame una cosa.
Si vuelvo con una orden, ¿me dirá esa lista la hora exacta en que salió y entró la señora Aliso?
– La señora Aliso, no. Sólo su coche.
– Entendido.
Bosch llevó a Rider hasta su coche y ambos se dirigieron a la comisaría de la División de Hollywood en sus respectivos vehículos. Por el camino, Bosch no dejó de pensar en Verónica Aliso y en aquellos ojos llenos de rencor hacia su difunto marido. Pese a no saber cómo encajaba aquello (y ni siquiera si encajaba), estaba convencido de que volverían a hablar con ella.
Rider y Bosch se detuvieron unos instantes en la comisaría para poner a Edgar al corriente de lo sucedido y tomarse un café. El siguiente paso fue llamar a la oficina de seguridad del Archway para que avisaran a Chuckie Meachum. Bosch no le dijo al oficial de guardia de qué iba el tema ni a qué despacho se dirigían; sólo le pidió que convenciera a Meachum para que fuera hacia allá.
Eran ya las doce de la noche cuando salieron por la puerta trasera de la comisaría y pasaron por delante de la celda de borrachos en dirección al coche de Bosch.
– Bueno, ¿qué te ha parecido la señora Aliso? -inquirió Bosch mientras salía del aparcamiento.
– ¿La viuda resentida? Pues que su matrimonio no fue gran cosa, al menos al final. Lo que no sé es si eso la convierte en una asesina.
– No había fotos.
– ¿En las paredes? Sí, ya lo he notado.
Bosch encendió un cigarrillo. Rider no se lo recriminó, a pesar de que fumar en el coche era una clara violación de las normas del departamento.
– ¿Qué opinas tú? -preguntó ella.
– Aún no estoy seguro. En parte, está lo que tú dices, ese rencor tan profundo, pero hay un par de cosas más que me han llamado la atención.
– ¿Cuáles?
– Pues todo el maquillaje que llevaba y la forma en que me quitó la placa de la mano. Nadie me había hecho eso antes. Es como… no lo sé… como si nos hubiera estado esperando.
Cuando llegaron a la entrada de Archway Pictures, Meachum les aguardaba fumando bajo la réplica a escala del Arco del Triunfo. El ex policía, que vestía una cazadora sobre una camiseta de golf, sonrió con sorpresa al ver a Bosch. Ambos habían trabajado juntos en la División de Robos y Homicidios hacía diez años; no habían llegado a ser compañeros, pero habían colaborado en algún proyecto. Meachum dejó el departamento en el momento justo; presentó su dimisión un mes después de que el caso Rodney King saltara a las primeras páginas de los periódicos. Meachum sabía, y así se lo dijo a todo el mundo, que aquello era el principio del fin. Poco después, el estudio Archway le ofreció el cargo de subdirector de seguridad. Era un buen puesto con un buen sueldo, al que Meachum añadía la pensión equivalente a media paga que le correspondía por sus veinte años de servicio en la policía. Cuando los detectives hablaban de gente lista siempre lo ponían como ejemplo. En esos momentos, con el lastre que arrastraba el departamento -la paliza a Rodney King, los disturbios del noventa y dos, la Comisión Christopher, los casos O. J. Simpson y Mark Fuhrman-, un policía jubilado ya podía darse por satisfecho si el Archway lo contrataba de portero.
– Harry Bosch -saludó Meachum-. ¿Qué tal?
Lo primero que Bosch notó de Meachum es que se había arreglado los dientes desde la última vez que lo había visto.
– Chuckie, cuánto tiempo… Ésta es mi compañera, Kiz Rider.
Rider y Meachum se saludaron con la cabeza. Meachum se la quedó mirando un momento, probablemente porque las detectives negras eran algo raro en su época (a pesar de que llevaba retirado menos de cinco años).
– Bueno, ¿qué pasa, colegas? ¿Por qué me habéis sacado de la cama?
Meachum sonrió, mostrando su renovada dentadura. Bosch estaba seguro de que lo hacía a propósito.
– Estamos investigando un caso y queremos echarle un vistazo al despacho de la víctima.
– ¿Aquí? ¿Quién es el fiambre?
– Anthony N. Aliso, de TNA Productions.
Chuckie Meachum arrugó el ceño. El policía jubilado lucía un bronceado de golfista que nunca se pierde su partido del sábado por la mañana y que juega como mínimo una vez entre semana.
– No me suena. ¿Estás seguro de que…?
– Búscalo, Chuck. Trabaja aquí, te lo aseguro. Bueno, trabajaba.
– Muy bien. Hagamos una cosa; aparcad allá, vamos un momento a mi despacho y, mientras nos tomamos un café rápido, os busco a este tío.
Meachum señaló la zona del aparcamiento situada frente a la verja de entrada y Bosch obedeció sus indicaciones. El aparcamiento estaba casi vacío y junto a él se alzaba un enorme escenario que tenía una pared toda pintada de azul con nubecillas blancas. Aquella pared se usaba como telón de fondo para rodar exteriores cuando la contaminación teñía el cielo de Los Ángeles del color del agua sucia.
Bosch y Rider siguieron a Meachum hasta las oficinas de seguridad del estudio. Lo primero que vieron fue un despacho acristalado, ocupado por un hombre ataviado con el uniforme marrón de Archway Security. El guarda estaba sentado, rodeado de monitores de vídeo y leyendo la página deportiva del Times, que arrojó rápidamente a la papelera en cuanto se percató de la llegada de Meachum. A Bosch le pareció que éste no se había dado cuenta, puesto que estaba aguantándoles la puerta a él y a Rider. Cuando se volvió, saludó de manera informal al hombre del despacho acristalado y condujo a los dos detectives al suyo.
Una vez allí, Meachum se acomodó frente al ordenador. El salvapantallas, que mostraba una batalla intergaláctica entre diversas naves espaciales, desapareció en el instante en que el ex-policía pulsó una tecla. Meachum le pidió a Bosch que le deletreara el nombre de Aliso y, acto seguido, giró el monitor para impedir que lo vieran. A Bosch le molestó aquel gesto, pero no dijo nada.
– Tienes razón -anunció Meachum al cabo de unos segundos-. Aliso trabajaba aquí, en el edificio Tyrone Power. Alquilaba uno de esos cuchitriles para la gente de fuera del estudio. Es una oficina con tres despachos para tres perdedores con una secretaria compartida, que va incluida en el precio del alquiler.
– ¿Pone ahí cuánto tiempo llevaba en el despacho?
– Sí, casi siete años.
– ¿Qué más dice?
Meachum miró la pantalla.
– No mucho. Al parecer no hubo problemas, aparte de una queja porque alguien le pidió limosna en el aparcamiento. Aquí dice que conducía un Rolls-Royce. Seguramente era el único tío de Hollywood que no se había pasado a un Range Rover. Menudo hortera.
– Vamos a echar un vistazo.
– Mira -le cortó Meachum-. ¿Por qué no te vas con la detective Riley a tomar un café mientras yo hago una llamada? No sé muy bien cuál es la política de la casa en una situación como ésta.
– Primero, se llama Rider, no Riley -le corrigió Bosch-. Y segundo, estamos investigando un homicidio. Sea cual sea vuestra política, nosotros tenemos que entrar.
– Acuérdate de que esto es propiedad privada, colega.
– Vale. -Bosch se levantó-. Y cuando tú hagas tu llamada, acuérdate de que los medios aún no saben nada de este rollo. No creo que al Archway le interese involucrarse, sobre todo cuando todavía no sabemos qué está pasando. Dile a quienquiera que llames que yo procuraré que no se sepa.
Meachum sonrió y sacudió la cabeza.
– Siempre igual, Bosch. O se hace a tu manera o no se hace.
– Algo así -dijo Harry con una sonrisa.
Mientras esperaban, a Bosch le dio tiempo de tomarse un par de tazas de un café que llevaba horas hecho. Aunque estaba amargo y casi frío, sabía que no aguantaría toda la noche con el que se había tomado antes en la comisaría. Rider, en cambio, optó por un vaso de agua del tanque que había en el pasillo.
Pasaron casi veinte minutos hasta que Meachum salió de su despacho.
– Vale, podéis entrar. Pero alguien tiene que ir con vosotros para observar. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Muy bien, vamos allá. Cogeremos un buggy.
Cuando se dirigían a la salida. Meachum abrió la puerta del despacho acristalado y asomó la cabeza.
– Peters, ¿quién está haciendo la ronda?
– Em… Serrurier y Fogel.
– Vale. Llama a Serrurier y dile que nos espere en Tyrone Power. Él tiene las llaves, ¿no?
– Sí.
– Muy bien. -Meachum comenzó a cerrar la puerta, pero se detuvo-. Ah, Peters. Deja la página deportiva en la papelera.
Cogieron un carrito de golf para llegar hasta el edificio Tyrone Power, que estaba en el otro extremo del recinto. Por el camino, Meachum saludó a un hombre todo vestido de negro que salía de una de las enormes naves del estudio.
– Si no estuvieran rodando en la calle de Nueva York, os llevaría por allí. Da la sensación de estar en Brooklyn.
– Nunca he estado en Brooklyn -comentó Bosch.
– Ni yo -añadió Rider.
– Entonces no importa, a no ser que queráis ver el rodaje.
– Con el edificio Tyrone Power nos basta.
– Muy bien.
Cuando llegaron, les estaba esperando otro hombre de uniforme: Serrurier. A instancias de Meachum, el guarda abrió la puerta de la zona de recepción y la del despacho de Aliso. Después, Meachum le ordenó que regresara a su trabajo.
Meachum no había exagerado demasiado al llamarlo cuchitril; Bosch, Rider y Meachum estaban tan apretujados que casi podían notarse el aliento. Apenas había espacio para una mesa, una silla y un archivador de cuatro cajones. Una de las paredes estaba decorada con los carteles de dos películas clásicas: Chinatown y El padrino, ambas rodadas en la Paramount, que tenía sus estudios en esa misma calle. En la pared opuesta, Aliso había contrastado aquellos carteles con dos de sus propias producciones: El arte de la capa y Víctima del deseo. A ellos se añadía algún cuadro de menor tamaño y fotos enmarcadas que mostraban a Aliso en compañía de famosos. La mayoría habían sido tomadas en aquel mismo despacho, con Aliso y el famoso de pie detrás de la mesa.
Primero, Bosch se fijó en los dos carteles. Ambos llevaban el imprimátur «Anthony Aliso Presenta», pero fue el de Víctima del deseo el que capturó su atención. Debajo del título se veía a un hombre vestido de blanco con una pistola en la mano y un gesto de desesperación en el rostro. En primer plano, una mujer con una larga cabellera negra enmarcaba la imagen y lo miraba con ojos sensuales. Todo y con ser una copia barata del cartel de Chinatown, tenía algo cautivador. Una de las razones era que la mujer, naturalmente, era Verónica Aliso.
– Una tía guapa -comentó Meachum a su espalda.
– Es su mujer.
– Ya lo veo. Parece la protagonista, pero no me suena su nombre.
– Sí, creo que ésa fue su única oportunidad.
– Pues era guapa. Aunque dudo mucho que lo siga siendo.
Bosch estudió aquella mirada en el cartel mientras pensaba en la mujer que acababa de conocer hacía apenas una hora. Sus ojos eran igual de oscuros y brillantes, con las mismas crucecitas de luz en cada pupila.
A continuación, Bosch se fijó en las fotos enmarcadas. Lo primero que le llamó la atención fue que en una de ellas aparecía Dan Lacey, el actor que lo había interpretado a él en una película para televisión sobre la búsqueda de un asesino en serie. La productora había pagado una considerable suma de dinero a Bosch y a su compañero por utilizar sus nombres y emplearlos como asesores durante el rodaje. Su compañero tomó el dinero y corrió; es decir, se retiró y se marchó a México. Bosch, por su parte, se compró una casa en las colinas. Él no podía huir; aquel trabajo era su vida.
Bosch se volvió y examinó el resto del despacho. En la pared de la entrada había unos estantes repletos de guiones y cintas de vídeo, pero ni un solo libro aparte de un par de catálogos de actores y directores.
– De acuerdo -dijo Bosch-. Chuckie, tú quédate en la puerta y obsérvanos, tal como has dicho. Kiz, tú empieza por la mesa mientras yo miro el archivador.
Como el archivador estaba cerrado con llave, Bosch tardó unos diez minutos en abrirlo con la ganzúa que llevaba en el maletín. Luego se pasó una hora hojeando las carpetas, que contenían una gran cantidad de documentos relacionados con la financiación de varios largometrajes. Aunque Bosch nunca había oído hablar de ellos, no le extrañó demasiado dada su ignorancia sobre el cine y lo que le había contado Verónica Aliso. Con sólo ojear las facturas, vio que TNA había pagado importantes sumas de dinero a varias compañías de servicios cinematográficos durante la producción de las películas. Y lo que más le sorprendía era el tren de vida que Aliso había conseguido financiar desde aquel despacho miserable.
Cuando acabó con el cuarto y último cajón, Bosch se levantó y estiró un poco los músculos. Al hacerlo, sus vértebras entrechocaron como fichas de dominó. Entonces su vista se posó en Rider, que seguía registrando los cajones de la mesa.
– ¿Encuentras algo?
– Un par de cosas interesantes, pero ningún arma humeante, si es a eso a lo que te refieres. Aquí hay una notificación de Hacienda, que por lo visto iba a hacerle una auditoria el mes que viene. Aparte de eso, he encontrado correspondencia entre Tony Aliso y Saint John, el guionista de moda que mencionó la señora Aliso. Hay algunas palabras fuertes, pero nada amenazador. Aún me queda un cajón.
– En los archivos hay mucha cosa, sobre todo financiera. Vamos a tener que volver a examinarlo todo y me gustaría que lo hicieras tú. Qué, ¿te ves capaz?
– Sí. De momento los papeles parecen los de cualquier empresa; la única diferencia es que el producto que fabrican son películas.
– Salgo un momento a fumarme un pitillo. Cuando acabes, cambiamos; tú te encargas de los archivos y yo de la mesa.
– Buena idea.
Antes de salir, Bosch recorrió con la mirada los estantes de la pared de la entrada. Leyó los títulos de las cintas de vídeo y se detuvo cuando localizó la que estaba buscando: Víctima del deseo. Harry la puso en la pila de lo que se iban a llevar a la comisaría y observó que la carátula era idéntica al cartel. Rider le preguntó qué era.
– Es la película de Verónica Aliso -contestó Bosch-. Quiero verla.
– Ah, yo también.
Ya fuera, en un pequeño patio, Bosch encendió un cigarrillo junto a una estatua de bronce que supuso que sería de Tyrone Power. El aire era frío y el humo en el pecho le ayudaba a entrar en calor. En aquel momento reinaba un silencio absoluto en los estudios de rodaje.
Bosch se acercó hasta una papelera situada junto a un banco del patio y la usó de cenicero. Fue entonces cuando se fijó en que había una taza rota en el fondo, así como varios bolígrafos y lápices. En uno de los fragmentos de la taza, Harry distinguió el logotipo del Archway: el Arco del Triunfo sobre un sol naciente. Bosch se disponía a agacharse para recoger una estilográfica de oro de la marca Cross cuando oyó la voz de Meachum y se volvió.
– Esa chica llegará lejos, ¿no?
Meachum estaba encendiendo un cigarrillo.
– Eso dicen. Es nuestro primer caso juntos. No la conozco demasiado bien y, por lo que he oído, no hace falta que me esfuerce porque va directa a la Casa de Cristal.
Meachum asintió y arrojó la ceniza al suelo. A continuación levantó la vista hacia el tejado e hizo un gesto de saludo. Al mirar en esa dirección, Harry descubrió una cámara de seguridad instalada en la parte inferior del alero del tejado.
– No te molestes -le aconsejó Bosch-. No te ve. Está leyendo el artículo sobre el partido de los Dodgers de ayer por la noche.
– Es muy posible. Hoy en día es dificilísimo conseguir gente competente; sólo encuentro tíos que se pasan todo el santo día dando vueltas en esos cochecitos de golf para que alguien los descubra, como a Clint Eastwood. El otro día uno se me estampó contra una pared porque se puso a hablar con un par de ejecutivos creativos que pasaban. Ejecutivos creativos… menuda contradicción.
Bosch permaneció en silencio, porque no tenía el menor interés en todo aquello.
– Deberías venir a trabajar aquí, Harry. Ya llevas veinte años en la policía, ¿no? Pues te retiras y vienes a trabajar para mí. Te aseguro que tu calidad de vida mejorará muchísimo.
– No, gracias, Chuck. No me imagino paseando en uno de tus cochecitos de golf.
– Bueno, ahí queda la oferta. Cuando quieras, colega.
Bosch apagó el cigarrillo contra la parte exterior de la papelera y arrojó la colilla dentro. Había decidido no registrarla con Chuckie Meachum presente, así que anunció que regresaba adentro.
– Bosch, tengo que decirte algo.
Harry se volvió hacia Meachum.
– Oye, yo no puedo dejarte llevar nada sin que exista una orden judicial. He oído lo que decías sobre esa cinta de vídeo y ya he visto que ella está apilando cosas para llevárselas, pero no puede ser.
– Pues te vas a pasar toda la noche aquí, Chuck. Son muchos papeles y mucho trabajo. Será más fácil para todos si nos los llevamos a comisaría.
– Ya lo sé. Yo también he pasado por lo mismo, pero me han dado instrucciones de que no os deje sacar nada sin una orden.
Bosch utilizó el teléfono de recepción para llamar a Edgar, que todavía estaba en la oficina de detectives y se disponía a escribir los primeros informes sobre el caso. Bosch le pidió que lo dejara y comenzara a pedir órdenes de registro para todos los documentos de la casa de Aliso, de su despacho en el Archway y cualquier papel que se hallara en posesión de su abogado.
– ¿Me estás pidiendo que llame al juez esta noche? -preguntó Edgar-. ¿Son casi las dos?
– Hazlo -contestó Bosch-. Cuando te las firme, tráetelas al Archway. Ah, y coge algunas cajas.
Edgar refunfuñó porque le estaba tocando bailar con la más fea. A nadie le gusta despertar a un juez en plena noche.
– Ya sé, ya sé, Jerry, pero hay que hacerlo. ¿Alguna novedad?
– Nada importante. He llamado al Mirage y el jefe de seguridad me ha dicho que la habitación donde se alojó Aliso volvió a usarse el fin de semana. Ahora no hay nadie y él la mantendrá vacía, pero ya no servirá de nada.
– Seguramente… Bueno, tío, la próxima vez no te tocará la china, pero ahora consígueme esas órdenes.
En el despacho de Aliso, Rider ya había terminado su inspección de los archivos. Bosch le contó que Edgar iba a pedir una orden y que tendrían que escribir un inventario para Meachum. También le propuso tomarse un descanso, pero ella declinó la oferta.
Bosch se sentó detrás de la mesa del despacho, que estaba ocupada con los típicos objetos de escritorio: un teléfono con accesorio de manos libres, un fichero rotatorio, un cartapacio, un taco magnético con clips imantados y una talla de madera con las letras TNA. También había una bandeja llena de papeles.
Al mirar el teléfono, Bosch se fijó en el botón de rellamada automática. Sin pensárselo dos veces, descolgó el auricular y pulsó el botón. La larga cadena de sonidos indicaba que la última llamada hecha desde allí había sido de larga distancia. Después de sonar dos veces, se oyó una voz femenina con música de fondo.
– ¿Diga?
– Sí, hola, ¿con quién hablo? -preguntó Bosch.
Ella soltó una risita.
– No lo sé. ¿Con quién hablo yo?
– A lo mejor me he equivocado de número.
– Esto es el Dolly's.
– Ah, vale. Oye, ¿y dónde estáis?
Ella volvió a reírse.
– En Madison, ¿dónde vamos a estar?
– ¿Y dónde está eso?
– En North Las Vegas. ¿Dónde estás tú?
– En el Mirage.
– Vale, pues tira hacia el norte por la calle del hotel. Cuando hayas pasado el centro y un par de zonas un poco cutres, llegarás a North Las Vegas. Madison es la tercera después del puente. Giras a la izquierda y nosotros estamos a una manzana, a mano izquierda. ¿Cómo dices que te llamas?
– Harry.
– Bueno, Harry, yo soy Rhonda, como en…
Bosch no dijo nada.
– Anda, Harry, ¿es que no te sabes la canción? Tenías que decir: «Ayúdame, Rhonda. Ayúdame, Rhonda».
Rhonda cantó la canción de los Beach Boys.
– Pues la verdad es que sí puedes ayudarme -dijo Bosch-. Estoy buscando a un colega mío, Tony Aliso. ¿Ha pasado por ahí últimamente?
– Esta semana no. No lo veo desde el jueves o el viernes. Ah, ahora entiendo de dónde has sacado el número del camerino.
– Sí, de Tony.
– Bueno, esta noche Layla no está, así que Tony no creo que venga. Pero tú ven igualmente; no hace falta que esté él para que te diviertas.
– Vale, intentaré pasarme.
Bosch colgó, se sacó una libreta del bolsillo y escribió el nombre del local, la dirección y los nombres Rhonda y Layla, subrayando este último.
– ¿Qué pasa? -preguntó Rider.
– Tenemos una pista en Las Vegas.
Bosch le recontó la conversación y lo que Rhonda había sugerido de una tal Layla. Rider estuvo de acuerdo en que se trataba de un hallazgo interesante y volvió a los archivos. Bosch continuó observando lo que había sobre el escritorio antes de pasar a los cajones.
– ¿Chuckie?
Meachum, que estaba apoyado contra la puerta con los brazos cruzados, arqueó las cejas como diciendo: «¿Qué pasa?».
– No tiene contestador. ¿Y cuando no está la recepcionista? ¿Las llamadas pasan a una operadora?
– Em, no. Todos tenemos un buzón de voz.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se accede a él?
– Con un código de tres cifras. Llamas al ordenador central, marcas el código y recoges tus mensajes.
– ¿Cómo puedo conseguir su código?
– No puedes. Lo programó él mismo.
– ¿No hay un código maestro que sirva para todos?
– No, no es un sistema tan sofisticado. Son sólo mensajes, tío.
Bosch volvió a sacar su libreta y comprobó la fecha de nacimiento de Aliso.
– ¿Cuál es el número del ordenador central?
Bosch le dio el número y Bosch llamó. Después de la señal, Harry marcó las cifras 217, pero el ordenador no lo aceptó. Bosch tamborileó sobre la mesa mientras pensaba en otra posibilidad.
Entonces marcó 862, el número que correspondía a las teclas TNA, y una voz cibernética le comunicó que tenía cuatro mensajes.
– Kiz, escucha.
Bosch conectó el manos libres y colgó el auricular. Tomó algunas notas mientras oía los mensajes, aunque los tres primeros eran de hombres informando de diversas cuestiones técnicas relativas a un rodaje, como el alquiler del equipo y los costes. Cada llamada iba seguida de la voz cibernética que informaba de la hora del viernes en que se había recibido.
El cuarto mensaje hizo que Bosch se inclinara hacia delante y escuchara con atención. Era la voz de una mujer joven que parecía estar llorando.
– Tony, soy yo. Llámame en cuanto oigas este mensaje. Casi telefoneo a tu casa; te necesito. El cerdo de Lucky me ha echado. Y sin razón; el muy guarro lo único que quiere es metérsela a Modesty. Estoy tan… No quiero tener que trabajar en el Palomino o en uno de esos sitios como el Garden… ni en broma. Quiero ir a Los Ángeles para estar contigo. Llámame, por favor.
La voz electrónica anunció que la llamada se había recibido a las cuatro de la madrugada del domingo, es decir, mucho después de que hubiera muerto Tony Aliso. La chica no había dado su nombre, lo cual indicaba que Aliso la conocía. Bosch se preguntó si sería Layla, la mujer que había mencionado Rhonda. Al mirar a Rider, ella se encogió de hombros. Les faltaba demasiada información para evaluar la importancia de la llamada.
Bosch se quedó un rato pensativo. Abrió el cajón pero no comenzó a registrarlo, sino que sus ojos se fueron a la pared de la derecha y recorrieron las fotos de Tony Aliso, que posaba sonriente junto a varios famosos. Algunos habían escrito dedicatorias, casi todas difíciles de leer. Bosch contempló la imagen de su alter ego cinematográfico, Dan Lacey, pero no logró descifrar la breve nota de la esquina de la fotografía. De pronto Bosch se fijó en lo que había debajo de las letras: una taza con el logotipo del Archway llena de bolígrafos y lápices.
Bosch descolgó la foto y llamó a Meachum.
– Alguien ha estado aquí -le informó.
– ¿Qué dices?
– ¿Cuándo vaciaron la papelera de ahí fuera?
– ¿Y yo qué sé? ¿Qué coño…?
– ¿Y la cámara del tejado? -preguntó- ¿Cuánto tiempo guardáis las cintas?
Meachum dudó un instante.
– Las cintas nos duran unos siete días, así que grabamos encima cada semana. La cámara sólo recoge diez fotogramas por minuto.
Bosch llegó a casa pasadas las cuatro, lo cual sólo le dejaba tres horas para dormir antes de la reunión matinal con Edgar y Rider. Sin embargo, la cafeína y la adrenalina le impedían pegar ojo.
La casa apestaba a pintura, así que abrió la puerta corredera de la terraza para que entrara un poco de aire fresco. Bosch se quedó un rato contemplando el paso de Cahuenga y los automóviles que circulaban por la autopista que discurría a sus pies. Nunca cesaba de sorprenderle que siempre hubiera coches en las autopistas de Los Ángeles, fuera cual fuera la hora del día.
Bosch pensó en poner un compacto, algo de música de saxofón, pero finalmente se sentó en el sofá a oscuras y encendió un cigarrillo. Entonces comenzó a considerar las distintas ramificaciones del caso. A juzgar por las apariencias, Anthony Aliso había gozado de una buena posición económica. Dicha posición suele conllevar una fuerte protección contra la violencia, lo cual explica que a los ricos casi nunca los maten. Pero, en su caso, algo había salido mal.
Bosch recordó la película de Aliso y fue a buscar el maletín, que había dejado en la mesa del comedor. Dentro había dos cintas de vídeo: la de la cámara de vigilancia del Archway y la copia de Víctima del deseo. Harry encendió el televisor y el vídeo, introdujo la cinta del largometraje y comenzó a verla en la oscuridad del salón.
A Bosch no le cupo la menor duda de que la película se merecía la acogida que había recibido. Estaba mal iluminada y en algunas secuencias se veía el micrófono por encima de los intérpretes, lo cual era especialmente molesto en las escenas rodadas al aire libre. Eran fallos básicos de cinematografía. Para colmo, al toque de aficionado en la realización, se añadían las pésimas interpretaciones de los actores. El protagonista, un actor desconocido, resultaba totalmente acartonado en su papel de hombre desesperado por conservar a su joven esposa. Ella se aprovechaba de la frustración sexual del marido para incitarlo a cometer una serie de crímenes, asesinato incluido; todo para satisfacer sus morbosos deseos. Las dotes interpretativas de Verónica Aliso, que daba vida a la mujer, no eran mucho mejores que las del actor principal.
Bien iluminada, Verónica estaba guapísima. Bosch contempló las cuatro escenas en las que aparecía parcialmente desnuda con la fascinación de un voyeur. Pero en general no era un buen papel para ella; resultaba evidente por qué su carrera, como la de su marido, se había truncado. Tal vez Verónica lo culpaba a él de su fracaso como actriz y le guardaba rencor, pero a decir verdad ella era una más de los miles de chicas que venían a Hollywood cada año. Tenía un cuerpo imponente, pero era absolutamente negada para la interpretación.
En la escena clave de la película, en la cual detenían al marido y la esposa lo inculpaba ante la policía, ella recitaba el guión con la expresividad de una hoja en blanco.
«Fue él. Está loco. No pude pararlo hasta que fue demasiado tarde. Y después tuve que callar porque…, porque habría parecido que la culpable era yo.»
Al terminar los rótulos, Bosch rebobinó la cinta con el control remoto. Sin levantarse, apagó el televisor y colocó los pies en el sofá. Más allá de las puertas correderas, la luz del amanecer empezaba a perfilar el contorno de las colinas del paso. Seguía sin tener sueño y sin parar de darle vueltas al modo en que las decisiones determinaban la vida de la gente. Se preguntó qué habría ocurrido si los actores hubieran sido mejores y hubiesen encontrado un distribuidor para la película. ¿Habrían cambiado las cosas? ¿Habría evitado que Tony Aliso acabara en aquel maletero?
La reunión con Billets en la comisaría no empezó hasta las nueve y media. Aunque la oficina de la brigada de detectives estaba desierta a causa del fin de semana largo, todos se llevaron sillas al despacho de la teniente y cerraron la puerta. Billets anunció entonces que algunos medios de comunicación locales ya se habían enterado de la muerte de Aliso a través del registro de defunciones y comenzaban a mostrar más interés del habitual en el caso Aliso. Luego añadió que los jefes se estaban planteando pasar la investigación a Robos y Homicidios, la división de elite del departamento. Por supuesto, aquello irritó a Bosch. Él había trabajado en Robos y Homicidios, pero había sido relegado a Hollywood tras una investigación de Asuntos Internos que cuestionó que sus disparos contra un asesino en serie hubieran sido en defensa propia. Por eso le molestaba tanto tener que ceder el caso a la oficina central. Si Crimen Organizado hubiese mostrado interés, el traspaso habría sido más fácil de aceptar. Además, y así se lo dijo a Billets, a Bosch no le hacía ninguna gracia perder el caso después de que su equipo se hubiese pasado casi toda la noche sin dormir y disponiendo de unas cuantas pistas muy interesantes. Rider intervino para darle la razón. Edgar, todavía enfadado por haber cargado con todo el papeleo, no dijo nada.
– Lo comprendo -convino Billets-. Pero cuando acabe la reunión, tengo que llamar a casa de la capitana LeValley y convencerla de que tenemos esto bajo control. Así que veamos lo que habéis descubierto. Si me convencéis a mí, yo la convenceré a ella, y ella expondrá la situación en la oficina central.
Durante los siguientes treinta minutos, Bosch habló en nombre del grupo y narró con todo detalle los resultados de la investigación de la noche anterior. A continuación, puso la copia que Meachum había hecho de la cinta del Archway en el único televisor y vídeo de la brigada de detectives. El aparato se guardaba bajo llave en el despacho de la teniente porque no era seguro dejarlo fuera, ni siquiera en una comisaría de policía. Una vez encendido, Bosch pasó la cinta hasta llegar a la parte del intruso.
– La cámara de seguridad que grabó esto sólo recoge una imagen cada seis segundos. Es todo bastante rápido y sincopado, pero tenemos al tío que entró -explicó Bosch.
Cuando Bosch pulsó el botón, apareció una imagen granulosa y en blanco y negro del patio y la fachada del Tyrone Power. Por la luz, parecía que estaba anocheciendo. El reloj digital en la parte inferior de la pantalla marcaba las ocho y trece de la noche anterior. Aun a cámara lenta, la secuencia que Bosch quería mostrarle a Billets seguía siendo demasiado rápida. Seis fugaces imágenes mostraban a un hombre que llegaba a la puerta del edificio, se inclinaba sobre la cerradura y entraba.
– En tiempo real, el hombre estuvo frente a la puerta de treinta a treinta y cinco segundos -explicó Rider-. Aunque en la cinta todo parece normal, medio minuto es demasiado tiempo para abrir la puerta con llave, así que debió de usar una ganzúa. Era un tío rápido.
– Vale, aquí vuelve a salir -anunció Bosch.
Cuando el reloj marcaba las ocho y diecisiete, el hombre emergió del edificio. En el siguiente fotograma, el hombre aparecía en el patio camino a la papelera y, al volver a saltar la imagen, se alejaba de ella y desaparecía. Bosch rebobinó la cinta y la congeló en la última imagen, la del hombre alejándose de la papelera. Era la mejor. Aunque estaba oscuro y el rostro del hombre se veía borroso, era lo suficientemente reconocible como para identificarlo si encontraban a alguien. Se trataba de un hombre blanco, de pelo moreno y complexión robusta. Llevaba una camisa de manga corta y un reloj en la muñeca derecha. El reloj asomaba ligeramente por debajo de los guantes negros y en la cadena se reflejaba la luz de la farola del patio. En el antebrazo se apreciaba la sombra indefinida de un tatuaje. Tras mostrarle esos detalles a Billets, Bosch le dijo que pediría a los de Investigaciones Científicas que intentaran mejorar por ordenador aquella última imagen.
– Muy bien -concluyó Billets-. ¿Y qué creéis que fue a hacer ahí?
– Recuperar algo -contestó Bosch-. Desde que entra hasta que sale, pasan menos de cuatro minutos. Eso no es mucho tiempo y, además, tenía que abrir la puerta del despacho de Aliso. Mientras llevaba a cabo su misión, se le debió de caer al suelo una taza del escritorio. Cuando terminó, recogió la taza rota y los bolígrafos y los tiró a la papelera. Allá estaban ayer por la noche.
– ¿Hay huellas? -preguntó Billets.
– En cuanto descubrimos que habían entrado, no tocamos nada más y le pedimos a Donovan que viniera después de acabar con el Rolls. Art sacó alguna cosa, pero nada útil. Había huellas de Aliso, de Kiz y mías. Ya ha visto en el vídeo que el tío llevaba guantes.
– De acuerdo.
Bosch no pudo evitar que se le escapara un bostezo, y Edgar y Rider lo imitaron. Aunque estaba frío, bebió un poco de café que se había traído al despacho. Hacía horas que sentía los temblores de la cafeína, pero sabía que si dejaba de alimentar a la bestia, caería redondo.
– Y, según vosotros, ¿qué iba a recuperar el intruso? -inquirió Billets.
– La taza rota nos hace sospechar que fue algo de la mesa, no del archivador -respondió Rider-. Y como en la mesa no parece que falte nada, ni carpetas vacías ni nada por el estilo, pensamos que era un micrófono. Alguien pinchó el teléfono de Aliso, pero no quería que lo descubriésemos. Según las fotos del despacho, la taza estaba justo al lado del teléfono y debió de caérsele al retirar el micrófono. Lo más gracioso es que ni se nos había ocurrido comprobar si habían pinchado el teléfono. Si el tío lo hubiese dejado donde estaba, nunca lo habríamos descubierto.
– Yo he estado en el Archway -protestó Billets-. Tienen un muro de protección y su propio sistema de seguridad. ¿Cómo logró entrar ese hombre? ¿O acaso insinuáis que es alguien de dentro?
– Hay dos posibilidades -respondió Bosch-. Esa noche estaban rodando una película en el plató de Nueva York, lo cual quiere decir que entró y salió mucha gente por la puerta principal; a lo mejor el tío se coló como parte del equipo de rodaje. En el vídeo, cuando se aleja, va en dirección al plató-de Nueva York, no hacia la salida. Además, la parte norte del estudio da al cementerio de Hollywood. Tiene razón, teniente; hay un muro, pero de noche, cuando cierran el cementerio, está oscuro y protegido. Nuestro hombre podría haber trepado por allí. De todos modos, está claro que tenía práctica.
– ¿Qué quieres decir?
– Que si estaba retirando un micrófono del teléfono, alguien tenía que haberlo instalado.
Billets asintió.
– ¿Quién crees que fue? -preguntó la teniente en voz baja.
Bosch miró a Rider para ver si ella quería responder. Al no hacerlo, él tomó la palabra.
– No sé. La clave es la hora. Aliso debía de llevar muerto desde el viernes por la noche, y nosotros no encontramos el cadáver hasta las seis de la tarde de ayer. Y, de pronto, a las ocho y trece apareció el intruso. Eso fue después de que encontraran a Aliso y comenzara a saberse que había muerto.
– Pero a las ocho y trece aún no habíais hablado con la mujer de Aliso, ¿no?
– Sí, eso lo lía todo. Yo pensaba centrarme en la viuda para ver qué sacábamos, pero ahora no estoy tan seguro. Si ella está implicada, lo del intruso no tiene sentido.
– Explícate.
– Pues que primero tenemos que averiguar por qué le pincharon el teléfono. ¿Y cuál es la respuesta más probable? Que la mujer contrató a un detective privado para saber si el tío la engañaba con otra, ¿no?
– Sí.
– Bueno, supongamos que fuera verdad; si la mujer estaba implicada en el asesinato de su marido, ¿por qué esperaron ella o su detective privado hasta anoche (después de que apareciera el cadáver) para sacar el micrófono de ahí dentro? Es absurdo. Sólo tiene sentido si las dos cosas no están relacionadas; si el asesinato y el pinchazo telefónico no tienen nada que ver. ¿Me entiende?
– Creo que sí.
– Por eso no estoy de acuerdo con descartar todo lo demás para concentrarnos en Verónica Aliso. Personalmente, creo que ella pudo hacerlo, pero todavía nos faltan demasiados datos. Hay algo que no me gusta. Creo que hay otra cosa detrás de todo esto, pero aún no sabemos qué.
Billets asintió y miró a todos los investigadores.
– Estupendo. Ya sé que aún no tenemos nada sólido, pero habéis hecho un buen trabajo. ¿Algo más? ¿Y las huellas que sacó Art Donovan de la chaqueta de la víctima?
– De momento no ha habido suerte. Las hemos pasado por el Sistema Automatizado de Identificación Dactilar, el ordenador del Centro Nacional de Información sobre Delitos, por todas partes, pero nada.
– Mierda.
– De todas formas siguen siendo valiosas. Si encontramos un sospechoso, las huellas podrían ser la prueba definitiva.
– ¿Algo más en el coche?
– No -contestó Bosch.
– Sí -dijo Rider.
Billets arqueó las cejas ante la contradicción.
– Una de las huellas que Donovan halló en la parte interior de la puerta del maletero era de Ray Powers, el patrullero que encontró el cadáver -explicó Rider-. El agente violó el reglamento al forzar el coche. Nosotros nos dimos cuenta y no pasó nada, pero está claro que metió la pata; no debería haberlo abierto. Tendría que habernos llamado y punto.
Billets miró a Bosch como preguntando por qué éste no lo había mencionado. El detective bajó la vista.
– De acuerdo, dejádmelo a mí -dijo la teniente-. Conozco a Powers; hace tiempo que trabaja con nosotros y debería saberse las reglas.
Bosch podría haber defendido a Powers con la explicación que éste le había dado el día anterior, pero lo dejó correr. Por Powers no merecía la pena.
– Bueno, ¿cuál es el próximo paso? -prosiguió Billets.
– Todavía nos queda mucho que investigar -le respondió Bosch-. Es como lo del escultor al que le preguntaron cómo podía convertir un bloque de granito en la estatua de una mujer. Él contestó que sólo había que eliminar todo lo que no fuera la mujer; y eso es precisamente lo que tenemos que hacer ahora. Hemos encontrado un enorme bloque de datos y pruebas y tenemos que eliminar todo lo que no cuenta, lo que no encaja.
Billets sonrió y de pronto Bosch se sintió avergonzado por la comparación, aunque le seguía pareciendo acertada.
– ¿Y Las Vegas? -preguntó la teniente-. ¿Creéis que forma parte de la estatua o que hay que eliminarlo?
Rider y Edgar sonrieron.
– Yo creo que tenemos que ir -respondió Bosch, esperando no sonar demasiado ofendido-. Ahora mismo sólo sabemos que la víctima fue allá y murió poco después de regresar. No sabemos qué hizo, ni si ganó o perdió, ni si alguien lo siguió desde allá. Podría haber ganado una fortuna en las máquinas tragaperras y que alguien lo hubiera seguido para robarle. Todavía hay muchas preguntas sin respuesta sobre Las Vegas.
– Además, está la mujer -añadió Rider.
– ¿Qué mujer? -inquirió Billets.
– Ah, sí -dijo Bosch-. La última llamada hecha desde el despacho de Tony Aliso fue a un club en North Las Vegas. Cuando llamé, me dieron el nombre de una mujer que Aliso estaba viendo allá: Layla. También había…
– ¿Layla? ¿Como la canción?
– Supongo. En el buzón de voz de Aliso había un mensaje de una mujer que podría ser Layla. Tenemos que hablar con ella.
Billets asintió y esperó un instante para asegurarse de que Bosch había terminado antes de esbozar el plan de batalla.
– Veamos: Primero, quiero que me paséis todas las llamadas de la prensa. La mejor forma de controlar la información es que salga siempre de una sola boca. De momento les diremos que la investigación está abierta, pero que nos decantamos por la idea de un robo. Es algo inocuo que seguramente los mantendrá contentos. ¿Todo el mundo de acuerdo?
Los tres detectives asintieron.
– Vale. En segundo lugar, voy a pedirle a la capitana que nos deje continuar con el caso. Me parece que tenemos tres o cuatro indicios que debemos investigar inmediatamente. Granito para eliminar, como diría Harry -comentó Billets-. De todos modos, me ayudaría mucho que ya estuviéramos en plena faena. Harry, quiero que cojas un avión para Las Vegas lo antes posible y sigas todas las pistas que llevan hasta allí. Pero si no encuentras nada, te vuelves inmediatamente. Te necesitamos por aquí, ¿de acuerdo?
Bosch asintió. Aunque él habría hecho lo mismo, le molestó que ella tomara la decisión.
– Kiz, tú sigue con el asunto financiero. Mañana por la mañana quiero saber todo sobre Anthony Aliso. También tendrás que subir a su casa con la orden de registro, así que mientras estés allí, puedes aprovechar para hacerle unas preguntas más a la viuda. Si puedes, siéntate con ella; intenta que se sincere contigo.
– No sé -comentó Rider-. Dudo que sea de las que se sinceran. Es una mujer lista, al menos lo bastante para saber que la estamos vigilando. Creo que la próxima vez que hablemos con ella nos conviene leerle sus derechos. Ayer estuvo a punto de irse de la lengua.
– Haz lo que tú creas mejor -concedió Billets-. Pero si la adviertes, seguramente llamará a su abogado.
– Haré lo que pueda.
– Y Jerry, tú…
– Ya lo sé, ya lo sé. A mí me toca el papeleo.
Era la primera vez que abría la boca en quince minutos. Bosch pensó que se estaba pasando con la rabieta.
– Sí, te toca el papeleo, pero también quiero que investigues los casos civiles y al guionista que estaba peleado con Aliso. Me parece improbable, pero tenemos que contemplar también esa posibilidad. Si aclaramos este tema, podremos concentrarnos en lo importante.
Edgar asintió e hizo un saludo militar.
– Otra cosa -agregó ella-. Mientras Harry investiga el rastro de Las Vegas, quiero que compruebes lo del aeropuerto. Tenemos el ticket del aparcamiento, así que puedes empezar por allí. Cuando hable con los medios les daré una descripción detallada del coche (no creo que haya muchos Clouds blancos en la ciudad) y les diré que buscamos a gente que lo viera el viernes por la noche. Les contaré que estamos intentando reconstruir los pasos de la víctima desde el aeropuerto. ¿Quién sabe? A lo mejor tenemos suerte y nos cae alguna pista del cielo.
– Quién sabe -repitió Edgar.
– De acuerdo. Entonces, adelante -dijo Billets.
Los tres detectives se levantaron, pero Billets se quedó sentada. Bosch se entretuvo sacando la cinta del vídeo con la intención de quedarse a solas con la teniente.
– He oído que hasta ahora nunca había trabajado en Homicidios -comentó Bosch.
– Es cierto. Mi único trabajo como detective fue investigando delitos sexuales en la comisaría del valle de San Fernando.
– Bueno, por si le sirve de algo, yo habría asignado las cosas igual que usted.
– Pero te ha molestado que lo hiciera yo, ¿no?
Bosch reflexionó un segundo.
– Lo superaré.
– Gracias.
– De nada. Ah, lo de la huella de Powers… Seguramente se lo habría dicho, pero no me parecía que esta reunión fuera el mejor momento. Yo ya le eché la bronca por forzar el coche y él me contestó que si nos hubiera esperado, el coche seguiría allí. Aunque es un gilipollas, tiene parte de razón.
– Ya.
– ¿Le molesta que no se lo haya dicho?
Billets reflexionó un segundo.
– Lo superaré.