Bosch se quedó dormido unos minutos después de sentarse en el avión de la compañía Southwest que cubría el puente aéreo de Burbank a Las Vegas. Durmió profundamente, sin soñar, hasta que lo despertó la sacudida del aterrizaje. Mientras el aparato se deslizaba lentamente por la pista, Bosch salió poco a poco de su letargo y se sintió revitalizado por aquella hora de descanso.
Fuera de la terminal, el sol estaba en su punto más alto y la temperatura rondaba los cuarenta grados centígrados. De camino al aparcamiento, donde le esperaba un coche de alquiler, Bosch notó que el calor le privaba de sus recién recuperadas energías. Lo primero que hizo en cuanto encontró el automóvil fue poner el aire acondicionado al máximo. Acto seguido se dirigió hacia el Mirage.
A Bosch nunca le había gustado aquella ciudad, aunque su trabajo lo obligaba a ir con frecuencia. Las Vegas tenía un rasgo en común con Los Ángeles; ambos lugares eran el refugio de gente desesperada. Las Vegas era incluso peor, porque allí acababan los que huían de Los Ángeles. Bajo una fina capa de brillo, dinero, energía y sexo, latía un corazón oscuro. Bosch sabía que, por mucho que intentaran vestirla de luces de colores y diversión para toda la familia, Las Vegas seguía siendo una puta.
Si había un sitio que podía cambiar su opinión sobre la ciudad, éste era el Mirage. El hotel simbolizaba la nueva Las Vegas; era limpio, elegante, opulento, legal. Bajo la luz del sol, las ventanas del altísimo edificio resplandecían con un fulgor dorado. Dentro tampoco se habían escatimado gastos; en el vestíbulo Bosch se quedó fascinado ante la grandiosa jaula de cristal en la que se paseaban unos tigres blancos que ya quisieran para sí los mejores zoológicos del mundo. Mientras esperaba en la cola para registrarse, Harry contempló el enorme acuario situado tras la mesa de recepción. Al otro lado del vidrio, varios tiburones se desplazaban tan perezosamente como los tigres.
Cuando le llegó el turno a Bosch, el recepcionista vio una nota en su reserva e hizo una llamada. En seguida apareció el jefe de seguridad del turno de día, que se presentó como Hank Meyer y le aseguró a Harry que podía contar con la completa colaboración del hotel y el casino.
– Tony Aliso era un cliente muy apreciado -explicó Meyer-. Queremos hacer todo lo posible para ayudar, aunque dudo mucho que su muerte guarde alguna relación con su estancia aquí. Nuestro establecimiento es el más limpio del desierto.
– Ya lo sé -le tranquilizó Bosch-. Y también sé que no quieren manchar su reputación. No espero encontrar nada en el Mirage, pero tengo que dar todos los pasos. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– ¿Lo conocía?
– No, yo llevo en el turno de día desde que empecé hace tres años. Por lo que me han dicho, el señor Aliso jugaba de noche.
Meyer tenía unos treinta años y la nueva imagen que el Mirage, y toda Las Vegas, deseaba proyectar al mundo. El encargado de seguridad explicó que el hotel había precintado la habitación donde se había alojado Aliso para que pudiera ser inspeccionada. A continuación le entregó la llave a Bosch y le pidió que la devolviera en cuanto hubiese terminado. Meyer agregó que los crupieres y los corredores de apuestas que trabajaban en el turno de noche estaban a su disposición. Dada la frecuencia de sus visitas, todos ellos conocían a Tony Aliso.
– ¿Hay una cámara encima de las mesas de póquer?
– Em… sí.
– Si tienen un vídeo de la noche del jueves al viernes, me gustaría verlo.
– ¿Cómo no?
Bosch quedó con Meyer en la oficina de seguridad a las cuatro, hora en que cambiaban los turnos del casino y los crupieres que conocían a Aliso entraban a trabajar. Así también podría echarle un vistazo a la cinta de vigilancia de las mesas de póquer.
Unos minutos más tarde Bosch se hallaba solo, sentado en la cama de su habitación. El cuarto era más pequeño de lo que esperaba pero no podía quejarse; era el más cómodo y bonito que había visto en Las Vegas. Harry cogió el teléfono, se lo puso en el regazo y llamó a la División de Hollywood para averiguar cómo iban las cosas.
– Hola.
– Vaya, el Miguel Ángel del asesinato, el Rodin del homicidio.
– Muy gracioso. ¿Qué tal va todo?
– Bueno, de momento Billets ha ganado la batalla -le informó Edgar-. No ha venido nadie de Robos y Homicidios a quitarnos el caso.
– Muy bien. ¿Y tú? ¿Has encontrado algo?
– Casi me he pulido el papeleo, pero ahora tengo que dejarlo porque el guionista estará al caer. Dice que no necesita abogado.
– Vale, hasta luego. Dile a la teniente que he llamado.
– Muy bien. Por cierto, tenemos otra reunión a las seis. Llama y te pasaremos al altavoz.
– De acuerdo. Hasta entonces, pues.
Bosch se quedó sentado en la cama unos segundos. Deseaba echarse a dormir, pero sabía que no podía. Tenía que seguir con el caso.
Venciendo el cansancio se levantó y deshizo su pequeña bolsa de viaje. Primero colgó en el armario las dos camisas y el par de pantalones que había traído y después colocó su ropa interior y calcetines en el estante. Al acabar salió de la habitación y cogió el ascensor hasta el último piso.
La suite de Aliso estaba al final del pasillo. Bosch abrió la puerta con la tarjeta electrónica que le había dado Meyer y entró en una habitación el doble de grande que la suya, con dormitorio, sala de estar y hasta un jacuzzi de forma ovalada junto a una ventana que ofrecía una vista espléndida del desierto y la cadena montañosa de suave color cacao al noroeste de la ciudad. Justo debajo se veía la piscina y la otra gran atracción del hotel: un acuario con delfines. Bosch distinguió uno bajo el agua resplandeciente. El pobre parecía tan fuera de lugar en aquella piscina como él en aquella suite.
– Delfines en el desierto -comentó en voz alta.
La habitación era un derroche de lujo, por lo que debía de estar reservada a jugadores de elite. Cuando Bosch miró a su alrededor, le pareció que todo estaba en su sitio y que acababan de pasar la aspiradora. Eso significaba que, de haber habido alguna prueba, ya habría desaparecido. De todos modos, decidió llevar a cabo una inspección de rutina. Primero buscó debajo de la cama y después examinó los cajones de la cómoda. Detrás del mueble encontró una caja de cerillas de un restaurante mexicano llamado La Fuentes, aunque resultaba imposible determinar cuánto tiempo llevaba allí.
El cuarto de baño era todo de mármol rosado con grifería dorada. Bosch echó un vistazo, pero no vio nada de interés. A continuación abrió la mampara de la ducha y miró dentro, pero tampoco detectó nada. Sin embargo, cuando estaba a punto de cerrarla, se percató de que había algo en el desagüe: una pequeña partícula dorada que se había quedado adherida a él. Harry la recogió con el dedo y supuso que coincidiría con las motitas doradas que habían encontrado en las vueltas de los pantalones de Aliso. Ya sólo le faltaba averiguar qué era y de dónde venía.
El Departamento de Policía de Las Vegas, más conocido como la Metro, estaba situado en Stewart Street, en el centro de la ciudad. Bosch se dirigió a recepción y explicó que era un investigador de Los Ángeles que venía a realizar una visita de cortesía a la brigada de homicidios. Desde allí lo enviaron al tercer piso, donde un agente lo condujo por la desierta oficina de detectives hasta el despacho del oficial al mando.
El capitán John Felton era un hombre de unos cincuenta años, tez bronceada y cuello grueso. Bosch se imaginó que, en el último mes, habría soltado su discursito de bienvenida a un mínimo de cien policías de todo el país. Así era Las Vegas.
– Detective Bosch, bienvenido a Las Vegas -le dijo tras ofrecerle asiento-. Suerte que he venido a sacarme un poco de papeleo de encima, porque si no, se habría encontrado todo vacío. Por el puente, se entiende. Bueno, espero que tenga una estancia agradable y fructífera. Si necesita algo, no dude en llamarme. No puedo prometerle nada, pero si es algo que esté en mi poder, estaré encantado de ayudarlo. Bueno, ahora que ya lo sabe, ¿por qué no me cuenta qué le trae por aquí?
Bosch le hizo un breve resumen del caso. Felton tomó nota del nombre de la víctima y de las fechas y motivos de su estancia en Las Vegas.
– Estoy intentando averiguar qué hizo Aliso en esta ciudad.
– ¿Cree que lo siguieron desde aquí y se lo cargaron en Los Ángeles?
– De momento no creo nada. No tenemos ningún dato que corrobore esa teoría.
– Y espero que no lo encuentre. Ésa es justamente la imagen que no queremos dar al mundo. ¿Qué más tiene?
Bosch se colocó el maletín sobre el regazo y lo abrió.
– Dos huellas tomadas del cadáver. Las…
– ¿Del cadáver?
– Sí. La víctima llevaba una cazadora de piel tratada y obtuvimos las huellas con el láser. Después las pasamos por el SAID, el Centro Nacional de Información sobre Delitos, el Departamento de justicia de California y todo lo demás, pero no encontramos nada. He pensado que tal vez usted podría probar en su ordenador.
El SAID -Sistema Automatizado de Identificación Dactilar- usado por la policía de Los Ángeles era una red de ámbito nacional. Sin embargo, la red no incluía todas las bases de datos, ya que la mayoría de departamentos de policía contaba con información privada. En Las Vegas, por ejemplo, tenían las huellas de todo aquel que solicitaba trabajar para el ayuntamiento o en los casinos. También disponían de una lista de dudosa legalidad de huellas de individuos que se hallaban bajo sospecha, pero que nunca habían sido detenidos. Ésa era la base de datos con la que Bosch esperaba que Felton comparase las huellas del caso Aliso.
– Bueno, lo intentaremos -acordó Felton-. No puedo prometer nada. Seguramente tenemos algunas huellas más que no salen en la red nacional, pero sería mucha casualidad.
Bosch le entregó las tarjetas con las huellas que Art Donovan le había preparado.
– Entonces, ¿va a empezar con el Mirage? -preguntó el capitán después de dejar las tarjetas a un lado.
– Sí. Les enseñaré la foto de Aliso, haré las preguntas de rutina y a ver qué pasa.
– Me está contando todo lo que sabe, ¿no?
– Pues claro -mintió Bosch.
– De acuerdo. -Felton abrió el cajón de su mesa y sacó una tarjeta de visita que le entregó a Bosch-. Aquí tiene el número de mi despacho y el del busca, que siempre llevo encima. Llámeme si descubre algo. Yo mañana le diré algo sobre las huellas.
Bosch le dio las gracias y se marchó. En el vestíbulo de la comisaría, telefoneó a la División de Investigaciones Científicas para preguntarle a Donovan si había tenido tiempo de analizar las pequeñas partículas doradas que habían encontrado en las vueltas de los pantalones de Aliso.
– Sí, pero no creo que te sirva de mucho -contestó Donovan-. Sólo es purpurina, trocitos de aluminio pintado, de ésa que usan en disfraces y celebraciones. Seguramente el tío fue a una fiesta o a un sitio donde tiraron esa mierda y se le pegó a la ropa. Después debió de limpiarse, pero se le quedaron unas motas en las vueltas de los pantalones.
– Vale. ¿Algo más?
– No, nada, al menos en cuanto a las pruebas.
– ¿Qué pasa?
– ¿Sabes el tío de Crimen Organizado con quien hablaste ayer por la noche?
– ¿Carbone?
– Sí, Dominic Carbone. Pues hoy se ha presentado en el laboratorio y ha estado haciendo preguntas sobre lo que encontramos ayer.
El rostro de Bosch se ensombreció, pero no dijo nada.
– Dijo que había venido para otro asunto y le había picado la curiosidad. Pero no sé, Harry, parecía algo más.
– Ya. ¿Cuánto le contaste?
– Bueno, antes de empezar a sospechar, se me escapó que habíamos sacado las huellas de la cazadora. Perdona, Harry, pero es que estaba muy orgulloso. Es muy raro sacar huellas útiles de un cadáver y me chuleé un poco.
– No pasa nada. ¿Le dijiste que las huellas no nos habían servido de nada?
– Sí, le conté que no las habíamos localizado. Entonces… entonces me pidió una copia y me dijo que tal vez él podría hacer algo con ellas. No sé qué.
– ¿Y qué hiciste?
– ¿Tú qué crees? Se las di.
– ¿Que hiciste qué?
– No, hombre no. Le dije que te llamara a ti si quería una copia.
– Muy bien. ¿Qué más le contaste?
– Nada más, Harry.
– Vale, Art. Tranquilo. Ya hablaremos.
– Adiós. Oye, por cierto, ¿dónde estás?
– En Las Vegas.
– ¡No jodas! Oye, ¿me puedes apostar cinco dólares al número siete? A la ruleta. Te pago cuando vuelvas. A no ser que gane; entonces te tocará pagar a ti.
Bosch regresó a su habitación cuarenta y cinco minutos antes de su cita con Hank Meyer, así que empleó el tiempo en ducharse, afeitarse y ponerse una camisa limpia. Eso le bastó para sentirse fresco y listo para volver al calor del desierto.
Meyer había pedido a los corredores de apuestas y a los crupieres que habían trabajado en las seis mesas de póquer el jueves y viernes por la noche que pasaran por su despacho para entrevistarlos uno por uno. Había seis hombres y tres mujeres: ocho crupieres y la mujer a quien Aliso siempre confiaba sus apuestas deportivas. Los crupieres se turnaban cada veinte minutos, lo cual significaba que los ocho barajaron cartas para Aliso durante su última visita a Las Vegas. Debido a aquel sistema y a la frecuencia de sus visitas, todos lo reconocieron en seguida.
En menos de una hora, Bosch terminó las entrevistas con los crupieres, ante la mirada atenta de Meyer. Aquello le permitió establecer que Aliso solía jugar en la mesa «cinco a diez», llamada así porque se apostaban cinco dólares antes de repartirse las cartas y luego de cinco a diez por jugada. En una partida se podían subir las apuestas tres veces y había cinco jugadas por partida. Bosch en seguida comprendió que si los ocho asientos de la mesa estaban ocupados podían acumularse fácilmente varios cientos de dólares en cada mano. Claramente el nivel era distinto del de las timbas de los viernes entre Bosch y sus compañeros.
Según los crupieres, Aliso había jugado unas tres horas el jueves por la noche sin perder ni ganar demasiado. El viernes por la tarde se pasó dos horas en las mesas y, según sus cálculos, cuando se marchó, había perdido un par de miles de dólares. Ninguno de ellos recordaba que Aliso hubiera sido un gran ganador o perdedor en visitas anteriores; siempre se marchaba con unos pocos miles de más o de menos. Al parecer, sabía cuándo parar.
Los crupieres también mencionaron que Aliso era generoso con las propinas. Generalmente les daba unos diez dólares en fichas cada vez que ganaba o una ficha de veinticinco cuando se llevaba un buen pellizco. Era más que nada por aquella costumbre por lo que ellos lo recordaban con aprecio. Siempre jugaba solo, bebía gin tonic y charlaba con los otros jugadores. En los últimos meses, le dijeron los crupieres, Aliso había venido acompañado de una rubia de unos veintipocos años. Ella nunca jugaba al póquer, pero sí a las tragaperras. De vez en cuando le pedía a Tony más dinero. Tony nunca la presentó a nadie y ninguno de los crupieres había oído su nombre. En su libreta Bosch apuntó: «¿Layla?».
Después de los crupieres, entró la corredora de apuestas favorita de Aliso: una mujer de aspecto tímido y pelo teñido de rubio llamada Irma Chantry. En cuanto se sentó, Irma encendió un cigarrillo. Por su voz, Bosch dedujo que debía de fumar como un carretero. Irma le contó que las dos noches que Aliso estuvo en la ciudad apostó a favor de los Dodgers.
– Tony tenía un sistema -le explicó-. Siempre doblaba la apuesta hasta que ganaba.
– ¿Qué quiere decir?
– Pues que la primera noche apostó uno de los grandes por los Dodgers. Como perdieron, al día siguiente apostó dos mil dólares a su favor. Esa vez sí ganaron. Descontando el porcentaje que se queda el casino, se sacó casi mil dólares con la apuesta. Aunque no vino a buscarlo.
– ¿No fue a buscarlo?
– No es tan raro. El recibo no caduca; podía volver en cualquier momento y nosotros se lo hubiésemos pasado por el ordenador. Tony ya lo había hecho alguna vez. Ganaba, pero no recogía el dinero hasta su siguiente visita a la ciudad.
– ¿Cómo sabe que no se lo pidió a otro corredor?
– Porque Tony nunca haría eso. Siempre cobraba sus ganancias conmigo y me daba una propina; decía que yo era su talismán.
Bosch meditó un instante. Sabía que los Dodgers habían jugado en casa el viernes por la noche y que el avión de Aliso había despegado de Las Vegas hacia las diez de la noche. Por lo tanto, antes del final del partido Aliso ya tenía que estar en el aeropuerto internacional McCarran o en el avión de vuelta a Los Ángeles. Sin embargo, el recibo no había aparecido ni en su cartera ni en el cadáver. Aquello le recordó a Harry el maletín perdido. ¿Estaría allí? ¿Podría un papelito valorado en cuatro mil dólares ser el móvil del asesinato? Parecía improbable, pero no podía pasarse por alto. Bosch miró a Irma, que estaba chupando su cigarrillo con tanta fuerza que la dentadura se le marcaba en las mejillas.
– ¿Y si otra persona cobró la apuesta? ¿Con otro corredor? ¿Hay alguna forma de averiguarlo?
Irma vaciló un instante.
– Sí, es posible -intervino Meyer-. Cada recibo lleva un código con el número del corredor y la hora en que se realizó la apuesta.
Meyer se dirigió a la mujer.
– Irma, ¿recuerdas haber hecho muchas apuestas de dos mil dólares a favor de los Dodgers ese viernes?
– No, sólo la de Tony.
– Lo encontraremos -le aseguró Meyer a Bosch-. Revisaremos los recibos cobrados desde el viernes por la noche hasta hoy. Si alguien cobró la apuesta del señor Aliso, descubriremos cuándo lo hizo y lo tendremos grabado en vídeo.
Bosch volvió a mirar a Irma. Era la única empleada del casino que se había referido a Aliso por su nombre de pila. Quería averiguar si entre ellos había algo más que una relación profesional, pero supuso que los empleados tendrían prohibido salir o confraternizar con los clientes del casino, así que si se lo preguntaba delante de Meyer no obtendría una respuesta sincera. Tras decidir que ya hablaría con ella más tarde, Bosch le dijo que ya podía irse.
Harry consultó su reloj. Le quedaban cuarenta minutos antes de su reunión telefónica con Billets y los demás detectives, de modo que le preguntó a Meyer si podía echarle un vistazo al vídeo de la mesa de póquer.
– Sólo quiero ver al tío jugando -explicó-. Para hacerme una idea de cómo era.
– Lo comprendo. Las cintas están listas; ya le he dicho que estamos a su disposición.
Bosch y Meyer salieron de la oficina y caminaron hasta una sala de control. La habitación estaba poco iluminada y, a excepción del zumbido del aire acondicionado, en completo silencio. Dentro, unos hombres con americanas grises controlaban los seis monitores que había en cada una de las seis consolas de la sala. Bosch vio varias imágenes aéreas de las mesas de juego y se fijó en que cada consola tenía un tablero de mandos que permitía al operador cambiar el encuadre mediante el zoom de las cámaras.
– Si quisieran -susurró Meyer-, podrían decirle las cartas de cada jugador en todas las mesas de black jack.
Meyer condujo a Bosch hasta el despacho de un encargado situado junto a la sala de control. Allí, rodeado de más equipos de vídeo y un almacén de cintas, había otro hombre con una americana gris sentado tras una mesita. Meyer lo presentó como Cal Smoltz, el supervisor.
– ¿Todo listo, Cal?
– Sí -afirmó Smoltz, señalando uno de los monitores de quince pulgadas-. Empezaremos con el jueves. Le he pedido a uno de los crupieres que identificara a su hombre. Por lo visto, el cliente llegó a las ocho y media y jugó hasta las once.
Smoltz puso en marcha la grabación. La imagen era granulosa y en blanco y negro, como la cinta de vigilancia del Archway, pero a diferencia de aquélla, estaba grabada en tiempo real, sin movimientos bruscos. El vídeo comenzaba con Aliso siendo acompañado a una mesa por el jefe de sala. El empleado del casino llevaba una pila de fichas que depositó en la mesa, frente a Aliso. Antes de comenzar, Aliso hizo un gesto de aprobación y sonrió a la crupier a quien Harry había entrevistado aquella tarde.
– ¿Cuánto había en la pila? -quiso saber Bosch.
– Quinientos -respondió Smoltz-. Yo ya he visto la cinta. Aliso no compra más fichas y, cuando se marcha, parece que todavía le queda la pila entera. ¿Quiere que lo pase rápido o a velocidad normal?
– Rápido.
Bosch observó con atención las imágenes que se sucedían a toda velocidad. Harry contó que Aliso se tomaba cuatro gin tonics, se retiraba a tiempo en la mayoría de jugadas, ganaba cinco manos y perdía seis más. Nada emocionante. Smoltz ralentizó la cinta cuando el reloj digital se aproximaba a las once de la noche, momento en que Aliso llamó al jefe de sala, canjeó las fichas por dinero y desapareció de la imagen.
– De acuerdo -le dijo Smoltz-. Del viernes tenemos dos cintas.
– ¿Por qué? -preguntó Bosch.
– Porque jugó en dos mesas. Cuando llegó, no había sitio en la «cinco a diez». Sólo tenemos una porque no hay mucha gente que quiera apostar tan alto. Así que Aliso jugó en la mesa «uno a cinco» hasta que quedó un sitio libre. Esta cinta corresponde a la más barata.
Smoltz puso otro vídeo y Bosch contempló a Aliso, que se comportó exactamente igual que en el anterior. Bosch se fijó en que en esta ocasión llevaba la cazadora de cuero negro y que, además del habitual intercambio de saludos con el crupier, saludaba a una jugadora al otro lado de la mesa. La mujer le devolvió el saludo, pero el ángulo de la cámara no le permitió a Bosch verle la cara. Tras pedirle a Smoltz que cambiara a velocidad normal, Harry se quedó observando unos minutos a la espera de que se produjera otro gesto entre los dos jugadores.
A simple vista no volvieron a comunicarse. Sin embargo, al cabo de cinco minutos, hubo una rotación de crupieres y la nueva empleada del casino -a quien Bosch también había entrevistado hacía una hora- saludó tanto a Aliso como a la mujer sentada frente a él.
– Párelo aquí -le rogó Bosch. Smoltz congeló la imagen.
– Vale -dijo Bosch-. ¿Quién es esa crupier?
– Amy Rohrback. Antes ha hablado con ella.
– Es verdad. Hank, ¿podría pedirle que suba?
– Sí, claro. ¿Por qué?
– Por esta jugadora, la que saludó a Aliso -respondió Bosch mientras apuntaba a la mujer sentada frente a la víctima-. Amy Rohrback la conoce y me interesa averiguar su nombre.
– De acuerdo, voy a buscarla, pero si está en medio de una partida tendré que esperar.
– Está bien.
Mientras Meyer bajaba al casino, Bosch y Smoltz continuaron repasando las cintas. Aliso jugó veinticinco minutos en la mesa «uno a cinco» antes de que llegara el jefe de sala, recogiera sus fichas y lo trasladara a la mesa «cinco a diez». Acto seguido, Smoltz cambió el vídeo y ambos observaron a Aliso en la nueva mesa, donde perdió miserablemente durante dos horas más. Aliso compró tres pilas de fichas por valor de quinientos dólares cada una y las perdió tres veces consecutivas. Al final, dejó de propina las fichas que le quedaban y se levantó de la mesa.
Cuando terminaron, Meyer todavía no había regresado con Rohrback. Smoltz le explicó a Bosch que iba a rebobinar la cinta en la que aparecía la mujer misteriosa para tenerla lista cuando llegara la crupier. En cuanto lo hubo hecho, Bosch le pidió que avanzara un poco para ver si en algún momento se le veía el rostro. Al cabo de cinco minutos de seguir los movimientos de los jugadores a cámara rápida, Harry vio que la mujer misteriosa alzaba la vista.
– ¡Ahí! Rebobine y páselo a cámara lenta.
Smoltz siguió sus instrucciones. La mujer sacaba un cigarrillo, lo encendía, echaba la cabeza hacia atrás -con el rostro hacia la cámara del techo- y le daba una calada. Al exhalar, el humo empañó su imagen, pero antes de aquello Harry creyó reconocerla.
Se quedó petrificado.
Smoltz rebobinó la cinta hasta el momento en que la cara se veía mejor y congeló la imagen en la pantalla. Bosch la contempló en silencio. Smoltz empezaba a decir algo sobre la nitidez de la imagen, cuando Meyer irrumpió en la sala. Venía solo.
– Amy acaba de empezar a repartir, así que no podrá subir hasta dentro de unos diez minutos. Le he dejado recado de que venga en cuanto termine.
– Pues llámela y dígale que no se moleste -dijo Bosch, con los ojos aún fijos en la pantalla.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
– Porque ya sé quién es.
– ¿Quién es?
Bosch permaneció un segundo en silencio. Ignoraba si había sido por verla a ella fumando o por una ansiedad más profunda, pero de pronto sintió la necesidad imperiosa de fumarse un pitillo.
– Alguien a quien conocí hace mucho tiempo.
Bosch esperaba la llamada de Billets sentado en la cama y con el teléfono en el regazo. Sin embargo, tenía la cabeza en otra parte. En ese instante estaba recordando a una mujer que creía alejada de su vida. ¿Cuánto tiempo hacía ya? ¿Cuatro? ¿Cinco años? Su mente era tal torbellino de ideas y sentimientos que ya no estaba seguro. Lo que estaba claro era que había transcurrido el tiempo suficiente para que ella hubiese salido de la cárcel.
– Eleanor Wish -dijo en voz alta.
Bosch pensó en los árboles de jacarandá frente al piso que ella tenía en Santa Mónica y en la diminuta cicatriz en forma de luna que tenía en la barbilla. También recordó la pregunta que ella le había formulado hacía tanto tiempo, mientras hacían el amor: «¿Crees que alguien puede estar solo y no sentirse solo?».
El timbrazo del teléfono sacó a Bosch de su ensueño.
– Vale, Harry. Ya estamos todos -le dijo Billets-. ¿Me oyes bien?
– No demasiado, pero dudo que pueda mejorarse.
– Imposible; es un aparato prehistórico -contestó Billets-. Bueno, comencemos con los informes de hoy. Harry, ¿quieres empezar tú?
– Muy bien, aunque no tengo mucho que contar.
Bosch narró lo que había descubierto hasta ese momento, subrayando el detalle del recibo perdido. Luego les refirió que había repasado las cintas de vigilancia, sin mencionar a Eleanor Wish. Harry había decidido omitir ese detalle porque aún no había nada definitivo que la conectase con Aliso. Para finalizar, les informó sobre sus planes de ir a Dolly's -el local al que Aliso había llamado desde su despacho del Archway-, con la esperanza de poder entrevistar a Layla.
Cuando le tocó el turno a Edgar, éste anunció que el guionista de moda se hallaba libre de sospecha gracias a una sólida coartada. En su opinión, al hombre no le faltaban razones para detestar a Aliso, pero no era la clase de persona que expresaría ese odio con una pistola del calibre veintidós. Asimismo, Edgar había entrevistado a los empleados del garaje donde Aliso dejaba su coche para que le hicieran una limpieza mientras estaba en Las Vegas. Uno de los servicios del garaje era recoger a los clientes en el aeropuerto. Según la declaración del hombre que fue a buscar a Aliso, Tony regresó de Las Vegas solo, relajado y sin prisas.
– Lo recogió como siempre -explicó Edgar-. Aliso se metió en su coche, le dio veinte pavos de propina y se marchó. Así que el asesino lo interceptó de camino a casa. Yo creo que ocurrió allá arriba, en Mulholland; por ahí está lleno de curvas muy solitarias. Con un poco de rapidez, se puede parar un coche, aunque seguramente se necesitarían dos personas.
– ¿Y el equipaje? -preguntó Bosch.
– Ah, sí -contestó Edgar-. El hombre dijo que estaba casi seguro de que Tony llevaba los dos bultos que describió su mujer: un maletín metálico y una de esas bolsas que se cuelgan. Al parecer no las había facturado.
Bosch asintió con la cabeza, a pesar de estar solo.
– ¿Y la prensa? -inquirió Bosch-. ¿Habéis dicho algo?
– Aún no -respondió Billets-, pero mañana a primera hora Relaciones Públicas difundirá un comunicado con una foto del Rolls y dejará entrar a los periodistas en el garaje para que tomen imágenes. Yo me ofreceré a hacer declaraciones, así que espero que salga por la radio. ¿Algo más, Jerry?
Edgar respondió que había terminado con el papeleo y había investigado a la mitad de los demandantes en los diversos pleitos contra Aliso. También añadió que al día siguiente concertaría varias citas con otras personas a las que Aliso presuntamente había perjudicado. Y por último, les contó que había llamado a la oficina del forense, pero aún no habían fijado la fecha de la autopsia.
– De acuerdo -dijo Billets-. Kiz, ¿qué has encontrado tú?
Rider dividió su informe en dos partes. Primero relató su entrevista con Verónica Aliso, de la cual dio cuenta rápidamente. Según la detective, la mujer había permanecido muy callada en comparación con la noche en que Bosch y ella le habían comunicado la noticia de la muerte de su marido. Aquella mañana la viuda se había ceñido a respuestas cortas y sólo había aportado un par de detalles nuevos. Al parecer, la pareja llevaba casada diecisiete años y no tenía hijos. Verónica Aliso había participado en dos de las películas de su marido, pero no había vuelto a trabajar nunca más.
– ¿Crees que un abogado le aconsejó que no hablara con nosotros? -preguntó Bosch.
– Ella no lo mencionó, pero eso parece -respondió Rider-. Sólo sacarle lo que te he dicho fue como arrancarle una muela.
– Vale, ¿qué más? -intervino Billets, intentando que no se desviaran del tema.
Rider pasó a la segunda parte de su investigación, a las cuentas de Tony Aliso. A pesar de lo mal que se oía el teléfono, Bosch notó en la voz de Kiz que estaba entusiasmada con lo que había descubierto.
– Bueno, las cuentas personales de Aliso confirman que el tío estaba forrado. Sus saldos siempre son de cinco cifras, las tarjetas de crédito están al día y la casa tiene una hipoteca de setecientos mil dólares, pero está valorada en más de un millón.
De momento es todo lo que he encontrado. El Rolls es alquilado, el Lincoln de su mujer también y el despacho ya sabíamos que lo era.
Rider hizo una pausa antes de proseguir.
– Por cierto, Harry, si tienes tiempo, podrías mirar una cosa. Aliso alquiló los dos coches a nombre de TNA Productions en una compañía de Las Vegas. Tal vez te interese pasarte por allí. Se llama Ridealong (todo junto) Incorporated y están en el 2.002 de Industrial Drive, suite número 33.
Bosch había dejado su chaqueta, con la libreta dentro, en una silla al otro lado de la habitación. Para no levantarse, tomó nota del nombre y la dirección en un pequeño bloc que había en la mesilla de noche.
– Bueno, ahora pasamos a su negocio, que es donde la cosa se pone interesante -anunció Rider-. Todavía no he acabado de estudiar todos los papeles que sacamos de su despacho, pero me parece que el tío andaba metido en un chanchullo de los gordos. No hablo de engañar a un pobre guionista (eso lo dejaba para sus ratos libres), sino de blanqueo de dinero. Creo que Aliso era la tapadera de alguien.
Rider se calló un momento que Bosch aprovechó para acercarse al borde de la cama, totalmente intrigado.
– Tenemos las declaraciones de renta -prosiguió la detective-, las facturas de producción, el alquiler de equipos y todas las cuentas relacionadas con la realización de más de una docena de películas. Todas ellas se estrenaron directamente en vídeo y, como dijo Verónica, no les falta mucho para ser porno. Yo les eché un vistazo y todas eran igual de malas; la única intriga era cuándo se desnudaría la protagonista. -Rider hizo una pausa-. El problema es que las cuentas no encajan con lo que se ve en las películas. Casi todos los cheques importantes de TNA Productions se pagaron a direcciones postales y empresas que sólo existen sobre el papel.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Billets.
– Pues que sus cuentas muestran inversiones de un millón a millón y medio por película (si es que puede llamárselas así) y salta a la vista que no pudieron costar más de cien o doscientos mil dólares. Mi hermano trabaja de montador en la industria y sé lo suficiente para ver que Aliso no empleó en sus largometrajes las cantidades que figuran en sus libros de cuentas. Personalmente, creo que estaba usando la productora para blanquear dinero, mucho dinero.
– ¿Puedes concretar un poco más? -insistió Billets-. ¿Cómo lo hacía?
– Vale, empecemos con su fuente de ingresos, al que llamaremos el señor X. El señor X tiene un millón de dólares que no debería tener, procedente de tráfico de drogas o de lo que sea. La cuestión es que necesita blanquear ese millón para poder ingresarlo en un banco y gastárselo sin atraer la atención. Así que se lo da a Tony Aliso, bueno, lo invierte en su empresa de producción -explicó Rider-. Entonces Aliso hace una película barata en la que se gasta menos de una décima parte del dinero, pero, a la hora de pasar cuentas, finge que lo ha usado todo en gastos de producción. Casi cada semana paga cheques a diversos realizadores, compañías de atrezo y material de rodaje por valor de unos ocho a nueve mil dólares; justo por debajo del límite que debe declararse al fisco.
Mientras Rider hablaba, Bosch escuchaba atentamente con los ojos cerrados. Admiraba la habilidad de la detective para deducir todo esto a partir de unos simples papeles.
– Total, que al final del proceso de producción, Tony hace unos cuantos miles de copias de la película, las vende o trata de colocarlas a distribuidores y tiendas de vídeo independientes (porque las cadenas principales ni se acercarían a esa mierda) y se acabó. Pero en realidad lo que está haciendo es devolverle al señor X, el inversor original, unos ochenta centavos por dólar en forma de pagos a empresas fantasma. Quienquiera que esté detrás de ellas está siendo pagado con su propio dinero por servicios que no ha prestado. La diferencia es que ahora el dinero es legal; puede entrar en cualquier banco del país, ingresarlo, pagar impuestos y gastárselo. Mientras tanto, Tony Aliso recibe un buen porcentaje por sus servicios y pasa a la siguiente película. Según mis cálculos, realizaba dos o tres producciones y se embolsaba medio millón de dólares al año.
Todos se quedaron unos momentos en silencio antes de que Rider retomara su exposición.
– Pero hubo un problema -dijo ella.
– Hacienda -adivinó Bosch.
– Exactamente -confirmó ella, y Bosch se la imaginó con una gran sonrisa-. El plan era bueno, pero estaba a punto de irse al garete. Este mes iban a inspeccionar las cuentas de Tony y ya os podéis imaginar que, si yo he descubierto todo esto en un día, los federales lo harían en menos de una hora.
– Eso convertiría a Tony en un peligro para el señor X -intervino Edgar.
– Especialmente si él cooperaba con la inspección -agregó Rider.
Alguien silbó y, aunque Bosch no lo hubiera jurado, supuso que había sido Edgar.
– ¿Cuál es el próximo paso? ¿Encontrar al señor X? -inquirió Bosch.
– Sí, ése es el primer objetivo -contestó Rider-. Ahora mismo estoy preparando un fax con el nombre de todas las empresas fantasma para enviárselo al registro de empresas del estado. Tal vez el culpable fue tonto y puso algún nombre o dirección auténticos en los documentos. También estoy tratando de conseguir otra orden judicial; con los cheques cancelados de la compañía de Tony intentaré averiguar el número de las cuentas corrientes donde los enviaba y, con un poco de suerte, descubrir dónde fue el dinero después de que Tony lo blanqueara.
– ¿Y Hacienda? -preguntó Bosch-. ¿Ya has hablado con ellos?
– No, porque no trabajan por el puente, pero me he fijado en que el código de la inspección lleva un prefijo que indica que no era un control rutinario, sino que alguien los había avisado.
En la notificación pone el nombre del inspector encargado, así que lo llamaré a primera hora de la mañana.
– ¿Sabéis qué? -intervino Edgar-. Me huele a chamusquina que Crimen Organizado haya pasado del caso. No sé si Tony estaba liado con los italianos, pero esto apesta a mafia. Y me juego algo a que ellos estaban al loro del chanchullo de Aliso, a través de Hacienda o lo que fuera.
– Creo que tienes razón -convino Billets.
– Ah, me olvidaba -agregó Bosch-. Art Donovan me ha dicho que el tío de Crimen Organizado con quien hablé anoche, un tal Carbone, se pasó esta mañana por su oficina y comenzó a interrogarle sobre el caso. Según Art, el tío hacía ver que pasaba, pero no dejaba de hacer preguntas.
Nadie dijo nada durante un buen rato.
– ¿Y qué vamos a hacer? -preguntó Edgar al fin.
Bosch cerró los ojos de nuevo y esperó. Lo próximo que dijera Billets determinaría el curso de la investigación, así como su respeto por ella. Bosch sabía exactamente lo que habría hecho su predecesor, el teniente Pounds: sacarse el caso de encima y pasárselo a Crimen Organizado.
– Nada -decidió Billets finalmente-. El caso es nuestro y vamos a continuar investigando, pero tened cuidado. Si Crimen Organizado sigue metiendo las narices después de desentenderse, puede haber algo raro.
Hubo otro silencio y Bosch abrió los ojos. Billets le gustaba cada vez más.
– De acuerdo -prosiguió la teniente-. Creo que deberíamos centrarnos en la empresa de Tony. Quiero que ésa sea nuestra prioridad. Así que, Harry, ¿puedes terminar pronto en Las Vegas y volver aquí?
– Si no encuentro nada, estaré de vuelta mañana a mediodía. Pero acordaos de que la señora Aliso dijo que Tony iba a Las Vegas a ver a unos inversores. Quizá nuestro señor X esté aquí mismo.
– Puede ser -concedió Billets-. De acuerdo, buen trabajo. Seguid así.
Después de despedirse, Bosch volvió a colocar el teléfono en la mesilla de noche. Los avances en la investigación le habían dado nuevas fuerzas, así que se quedó allí un rato, disfrutando de la inyección de adrenalina. Hacía mucho tiempo que esperaba aquella sensación.
Bosch salió del ascensor y se adentró en el casino. El del Mirage era de los más tranquilos; no se oían gritos, ni exclamaciones en las mesas de dados, ni ruegos para que saliera el número siete. Bosch comprendió que la gente que jugaba allí era diferente; entraba con dinero y, por mucho que perdiera, salía con dinero. El sitio no olía a desesperación. Era el casino de los bien calzados y con carteras abultadas.
Al pasar por delante de una ruleta llena de jugadores, Harry recordó la apuesta de Donovan. Se abrió paso entre dos mujeres orientales, sacó cinco dólares y pidió una ficha, pero en seguida le informaron de que el mínimo en aquella mesa eran veinticinco dólares. Una de las mujeres orientales señaló con su cigarrillo otra ruleta al otro lado del casino.
– Allá se lo aceptarán -le indicó con desprecio.
Bosch le dio las gracias y se dirigió a la mesa barata. Después de colocar su ficha en el siete, contempló los brincos de la bolita de número en número. Curiosamente aquello no le producía ninguna emoción; en cambio, los jugadores de verdad solían decir que lo que los impulsaba no era ganar o perder, sino la espera, el suspense. Cualquiera que fuese la siguiente carta, el número de los dados o el de la casilla donde se parase la bolita eran esos pocos segundos de espera lo que los excitaba y los convertía en adictos. A Harry, sin embargo, todo aquello lo dejaba frío.
La bola se detuvo en el cinco, con lo que Donovan le debía cinco dólares. Bosch se volvió y buscó la mesa de póquer. Como era temprano -aún no eran las ocho- había varias sillas desocupadas. Harry hizo un rápido repaso de las caras. Eleanor Wish no estaba, aunque tampoco tenía muchas esperanzas de encontrarla. No obstante, sí reconoció a varios de los crupieres que había entrevistado antes, incluida Amy Rohrback. Bosch se sintió tentado de sentarse en una de las sillas vacías de su mesa y preguntarle por qué había saludado a Eleanor Wish, pero decidió que no era buena idea interrogarla mientras trabajaba.
Mientras se planteaba qué hacer, el jefe de sala se acercó y le preguntó si estaba esperando para jugar. Bosch en seguida lo identificó; era el hombre que había acompañado a Tony Aliso a su mesa.
– No, sólo estoy mirando -respondió Bosch-. ¿Tiene un momento ahora que está esto tranquilo?
– ¿Un momento para qué?
– Soy el policía que ha estado entrevistando a su gente.
– Ah, sí. Me lo ha dicho Hanky.
El hombre le dijo que se llamaba Frank King y le dio la mano.
– Perdone que no haya subido, pero yo no trabajo por turnos y no puedo moverme. Es sobre Tony Aliso, ¿no?
– Sí. ¿Lo conocía?
– Sí, claro. Todos lo conocíamos; era buen tío. Es una pena lo que le ha pasado.
– ¿Cómo sabe lo que le ha pasado?
Durante las entrevistas Bosch se había cuidado de no contar a los crupieres que Aliso había sido asesinado.
– Por Hanky -respondió King-. Me dijo que le habían disparado en Los Ángeles. Es normal; si vives en Los Ángeles, te la juegas.
– Puede ser. ¿Hacía mucho tiempo que lo conocía?
– Uf, años. Antes de abrir el Mirage, yo trabajaba en el Flamingo y Tony se alojaba allá. Después los dos nos mudamos aquí.
– ¿Alguna vez se vieron fuera del casino?
– Una o dos veces, pero por casualidad. Alguna vez nos encontramos en algún bar y nos tomamos algo, pero nada más. Es normal; él era un cliente del hotel y yo un empleado. O sea que no éramos colegas.
– Ya. ¿En qué lugares se lo había encontrado?
– Uf, no sé… Hace mucho… Un momentito.
King se fue a pagar a un jugador que se marchaba de la mesa de Amy Rohrback. Bosch ignoraba con cuánto había comenzado, pero se iba con cuarenta dólares y el ceño fruncido. King lo despidió con un gesto de «la próxima vez tendrá más suerte» y volvió con Bosch.
– ¿De que hablábamos? Ah, sí. De que vi a Tony en un par de bares hace mucho tiempo. Una vez me lo encontré en la barra redonda del Stardust. Uno de los camareros era amigo mío y yo solía pasarme por allí cuando salía de trabajar. Un día vi a Tony y él me invitó a una copa. Esto fue hace tres años, al menos. No sé de qué puede servirle.
– ¿Iba solo?
– No, estaba con una tía, una chavala joven. Nadie que yo conozca.
– De acuerdo. Y la otra vez, ¿cuándo fue?
– El año pasado. Yo estaba en una despedida de soltero (de Marty, el jefe de las mesas de dados) y nos fuimos al Dolly's, un club de strip-tease al norte de la ciudad. Tony ya estaba allí; iba solo y vino a tomarse algo con nosotros. Al final acabó pagando una ronda para toda la mesa y eso que éramos unos ocho. Era un tío enrollado. Eso es todo.
Bosch asintió. Según aquello, hacía al menos un año que Aliso frecuentaba Dolly's, lo cual le convenció todavía más de que valía la pena intentar localizar a Layla. Harry suponía que sería una bailarina y que ése no sería su verdadero nombre.
– ¿Lo vio con alguien más recientemente?
– ¿Con una tía?
– Sí. Algunos crupieres me han dicho que lo habían visto con una mujer rubia.
– Sí, creo que lo vi un par de veces con la rubia. Tony le daba pasta para las tragaperras mientras él jugaba a las cartas. No la conozco, si es eso lo que quiere saber.
Bosch volvió a asentir.
– ¿Ya está? -preguntó King.
– Una última cosa. ¿Conoce a una tal Eleanor Wish? Estaba jugando en la mesa barata el viernes por la noche. Tony jugó un rato allá y parecía que se conociesen.
– Conozco a una jugadora llamada Eleanor, pero no sé el apellido. Guapa, con el pelo y los ojos castaños. Bien conservada a pesar de la huella que dejan los años.
King sonrió, orgulloso de su frase, pero a Bosch no le hizo gracia.
– Parece ella. ¿Viene regularmente?
– Sí, casi cada semana. Creo que vive aquí. Los jugadores residentes en la zona siguen un circuito. No todos los casinos tienen mesa de póquer, porque la casa gana muy poco con ella. Nosotros lo ofrecemos como un servicio a nuestros clientes, pero la intención es que se dediquen al black jack Total, que los jugadores de la localidad hacen un circuito para no encontrarse con las mismas caras cada día. Un día juegan aquí, el siguiente en el Harrah, después el Flamingo y, luego, a lo mejor se recorren los casinos del centro. Es normal.
– ¿Quiere decir que es una profesional?
– No. Quiero decir que es de aquí y que juega mucho. Si tiene un trabajo de día o vive del póquer, eso no lo sé. No creo haberle pagado más de doscientos dólares y eso no es tanto. Además, dicen que da buenas propinas a los crupieres, cosa que no hacen los profesionales.
Bosch le pidió a King el nombre de todos los casinos de la ciudad con mesa de póquer y después le dio las gracias.
– Oiga, no creo que Tony la conociera demasiado.
– ¿Por qué?
– Porque era demasiado vieja. Es una tía guapa, pero un poco mayor para Tony. A él le gustaban jovencitas.
Bosch asintió y lo dejó marchar. A continuación, se paseó por el casino sin dejar de pensar en Eleanor Wish. No sabía qué hacer; le intrigaba su presencia allí, aunque, si era cierto que jugaba en el Mirage una vez a la semana, no era tan extraño que conociera a Aliso de vista. A pesar de que seguramente no tenía nada que ver con el caso, Harry deseaba hablar con ella. Quería decirle que se arrepentía de cómo habían ido las cosas y admitir que él había tenido parte de culpa.
Entonces, Bosch vio una serie de teléfonos públicos junto al mostrador de recepción y decidió llamarla. Solicitó en información el teléfono de Eleanor Wish, pero una voz grabada le respondió que no podían facilitar aquel número a petición del abonado. Tras reflexionar un instante, Harry metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó la tarjeta que le había dado Felton, el capitán de la brigada de detectives de la Metro. Bosch lo llamó al busca y esperó con la mano sobre el teléfono para que nadie más pudiera usarlo. Sonó al cabo de cuatro minutos.
– ¿Felton?
– ¿Sí? ¿Quién es?
– Bosch. He hablado hoy con usted.
– Ah, sí. De Los Ángeles. Todavía no sé nada de las huellas. Me han dicho que lo tendrán mañana a primera hora.
– No le llamo por eso. Me preguntaba si usted o alguien de la comisaría tendría un enchufe en la compañía telefónica para conseguirme un teléfono y una dirección.
– ¿No está en el listín?
– No. -Bosch reprimió las ganas de decirle que no estaría llamándole si el abonado figurara en la guía telefónica.
– ¿Quién es?
– Alguien de aquí que jugó al póquer con Tony Aliso el viernes por la noche.
– ¿Y qué?
– Pues que se conocían y quiero hablar con ella. Si no puede ser, no pasa nada; ya la encontraré. Lo he llamado porque usted me dijo que lo llamara si necesitaba algo y ahora necesito algo. Bueno, ¿qué me dice?
Hubo un largo silencio antes de que Felton contestase.
– Vale, démelo. Veré qué puedo hacer. ¿Dónde va a estar?
– En ningún sitio. ¿Puedo llamarle yo?
Felton le dio el número de su casa y le pidió que lo llamara al cabo de media hora.
Para matar el tiempo, Bosch cruzó la avenida principal de Las Vegas, el Strip, con la intención de echar un vistazo a la mesa de póquer del Harrah. No había ni rastro de Eleanor Wish, así que siguió caminando hacia el Flamingo. Hacía tanto calor que por el camino se quitó la chaqueta. Harry esperaba que refrescase un poco cuando anocheciese.
En el Flamingo sí la encontró. Eleanor estaba jugando en una mesa «uno a cuatro» con cinco hombres. A pesar de que el asiento a su izquierda estaba vacío, Bosch decidió no ocuparlo y se dispuso a espiarla camuflado entre la gente que se arremolinaba alrededor de la ruleta.
El rostro de Eleanor Wish mostraba una concentración total en sus cartas. Bosch observó que los hombres con los que jugaba la miraban de reojo y sintió un morboso placer al ver que la deseaban. Durante los diez minutos que la observó, ella ganó una mano -aunque no alcanzó a ver cuánto se llevó- y se retiró a tiempo en unas cinco más. Parecía ir ganando, puesto que había acumulado un buen montón de fichas sobre el tapete azul.
Después de verla ganar una segunda mano, en la que se había acumulado una suma considerable, Bosch miró a su alrededor en busca de un teléfono. Cuando lo encontró, llamó a Felton para que le diera el domicilio y el teléfono particular de Eleanor Wish. El capitán le informó de que la dirección, en Sands Avenue, no estaba demasiado lejos de la zona del Strip, en un barrio de pisos donde residían muchos empleados de los casinos. Bosch no le contó que ya la había encontrado; simplemente le dio las gracias y colgó.
Cuando regresó a la mesa de póquer, ella se había ido. Los cinco hombres seguían allí, pero había un nuevo crupier y el asiento de Eleanor estaba vacío. Sus fichas tampoco estaban, por lo que Bosch dedujo que las habría canjeado y se habría marchado. Bosch se maldijo por haberle perdido la pista.
– ¿Buscas a alguien?
Bosch se volvió. Era Eleanor, seria y con una mirada que denotaba irritación e incluso desafío. Los ojos de Harry se posaron en la pequeña cicatriz que tenía en la barbilla.
– Em… yo… Bueno, te buscaba a ti.
– Siempre tan evidente; te vi en cuanto entraste. Me habría levantado, pero estaba ocupada con ese tío de Kansas. El muy listo pensaba que sabía cuándo iba de farol, pero no tenía ni idea. Como tú.
Bosch se quedó mudo. No era así como se había imaginado la conversación.
– Mira, Eleanor, yo sólo quería saber cómo estabas. Quería…
– Ya. ¿Y has venido hasta Las Vegas para saludarme? Venga, ¿qué pasa?
Harry miró a su alrededor. Estaban en una sección concurrida del casino, rodeados de gente que pasaba por su lado e inmersos en una cacofonía de máquinas tragaperras y exclamaciones de victoria y derrota. Un verdadero caos de imágenes y ruido.
– Ahora te lo cuento. ¿Te apetece una copa o prefieres comer algo?
– Una copa.
– ¿Conoces algún sitio tranquilo?
– Aquí no. Vamos.
Salieron al calor seco de la noche. El sol se había puesto completamente y el neón había ocupado su lugar en el cielo.
– El Caesar's tiene un bar tranquilo, sin tragaperras.
Ella lo condujo al otro lado de la calle, hacia una cinta transportadora que los llevó a la entrada del Caesar's Palace. Después de atravesar el vestíbulo, entraron en un bar circular donde sólo había tres clientes más. Eleanor tenía razón. Era un oasis de paz, sin póquer ni máquinas tragaperras; sólo la barra. Bosch pidió una cerveza y Eleanor un whisky con agua. Ella encendió un cigarrillo.
– Antes no fumabas -le comentó Bosch-. Es más, recuerdo que…
– De eso hace mucho tiempo. ¿Por qué has venido?
– Estoy investigando un caso.
Durante el trayecto hasta el casino había tenido tiempo de recobrar la compostura y ordenar sus pensamientos.
– ¿Qué caso y qué tiene que ver conmigo?
– No tiene nada que ver contigo, aunque tú conocías a la víctima. El viernes jugaste al póquer con él, en el Mirage.
Eleanor frunció el ceño, con una mezcla de confusión y curiosidad. Bosch se acordó de aquel gesto y de lo atractivo que siempre le había parecido. En ese instante deseó alargar la mano y tocarla, pero no lo hizo. Tuvo que recordarse a sí mismo que ella había cambiado.
– Anthony Aliso -le informó.
Al ver su expresión de sorpresa, Bosch supo inmediatamente que era auténtica. Harry no era un jugador de Kansas incapaz de detectar un farol; él había conocido a aquella mujer y su reacción demostraba que hasta ese momento ignoraba que Aliso había muerto.
– Tony A… -dijo ella, sin poder acabar.
– ¿Lo conocías mucho o sólo jugabas con él?
Eleanor tenía la mirada perdida.
– Sólo de verlo en el Mirage. Juego allí los viernes porque hay mucho dinero y caras nuevas. Me lo encontraba un par de veces al mes; al principio pensé que también vivía en Las Vegas.
– ¿Cómo descubriste que no vivía aquí?
– Me lo dijo él hace un par de meses. Como no había asientos libres en las mesas, dimos nuestro nombre y le pedimos a Frank que nos viniera a buscar al bar cuando se marchara alguien. Así que nos tomamos una copa y entonces me contó que era de Los Ángeles y que trabajaba en el mundo del cine.
– ¿Ya está? ¿Nada más?
– Bueno, sí, me contó otras cosas. Hablamos un rato, pero de nada interesante. Sólo estábamos matando el tiempo hasta que nos llamaran a jugar.
– ¿No lo volviste a ver fuera del casino?
– No -contestó Eleanor-. ¿Y a ti qué te importa? ¿Acaso sospechas de mí porque me tomé una copa con él?
– No, nada eso.
Bosch sacó uno de sus cigarrillos y lo encendió. Cuando la camarera vestida con una toga blanca y dorada les trajo las bebidas, se quedaron un rato en silencio. Bosch había perdido el ritmo; una vez más no sabía qué decir.
– Parece que te ha ido bien esta noche -tanteó.
– Sí, mejor de lo normal. En seguida he llegado a mi tope.
– ¿Tu tope?
– Cuando voy ganando por doscientos dólares, me largo. No soy ambiciosa y sé que la suerte no dura mucho. Nunca pierdo más de cien, y si tengo la suerte de ir ganando por doscientos, me retiro. Hoy he terminado pronto.
– ¿Cómo has…?
Bosch se calló, porque ya sabía la respuesta.
– ¿Cómo he aprendido a jugar al póquer para ganarme la vida? Si te pasas tres años y medio a la sombra, aprendes a fumar, a jugar a póquer y muchas otras cosas.
Ella lo miró a los ojos, como retándolo a hacer algún comentario. Tras un largo silencio, Eleanor desvió la mirada y sacó otro cigarrillo. Harry le dio fuego.
– ¿Así que no tienes otro trabajo? ¿Sólo el póquer?
– Sólo el póquer. Llevo en esto casi un año. Es un poco difícil encontrar un trabajo normal, Bosch. Cuando dices que eres una ex agente del FBI, a la gente se les iluminan los ojos. Pero si después explicas que acabas de salir de la prisión federal, te aseguro que se les apagan rápidamente.
– Lo siento, Eleanor.
– Tranquilo. No me quejo; gano más de lo necesario para vivir y, de vez en cuando, conozco a gente interesante como a tu hombre, Tony Aliso. Además, aquí no pago impuestos. ¿Cómo voy a quejarme si noventa días al año estamos a más de cuarenta grados a la sombra?
A Bosch no se le pasó por alto el resentimiento latente en sus palabras.
– Quería decirte que siento todo lo que pasó. Ya sé que ahora no te sirve de nada, pero me gustaría poder volver atrás. Desde entonces he aprendido cosas y ahora actuaría de forma distinta. Sólo quería que lo supieras. Cuando te vi jugando con Tony Aliso en el vídeo del casino, quise buscarte para decírtelo. Nada más.
Eleanor apagó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero de cristal y le dio un buen trago a su whisky escocés.
– Bueno, debo irme -anunció, mientras se levantaba.
– ¿Necesitas que te lleve a algún sitio? -ofreció Bosch.
– No, gracias. Tengo coche.
Eleanor se encaminó hacia la salida, pero tras dar unos pasos se detuvo y volvió a la mesa.
– Tenías razón.
– ¿En qué?
– En que ya no me sirve de nada.
Dicho eso, se marchó. Bosch la observó mientras empujaba las puertas giratorias y se perdía en la noche.
Siguiendo las instrucciones que había escrito cuando habló con Rhonda por teléfono, Bosch llegó hasta Dolly's, en la calle Madison, en North Las Vegas. Aquél era un club de lujo, donde cobraban veinte dólares de entrada y había que tomar un mínimo de dos consumiciones. Un hombre enorme vestido de esmoquin (con el cuello tan almidonado que parecía estrangularle) acompañaba a los clientes a las mesas. Las bailarinas también eran de lo mejorcito; chicas jóvenes y bellas que aún no se atrevían a trabajar en los grandes espectáculos del Strip.
El individuo del esmoquin condujo a Bosch a una mesa del tamaño de un plato a poco más de dos metros del escenario, que en esos momentos se hallaba totalmente vacío.
– En seguida saldrá una nueva bailarina -le informó-. Disfrute del espectáculo.
Bosch no sabía si darle propina por sentarlo tan cerca del escenario y por soportar aquel uniforme o no. Finalmente lo dejó correr ya que el hombre no parecía esperarla. Bosch apenas había sacado los cigarrillos cuando una camarera vestida con un negligé de seda roja, tacones y medias de red se acercó y le recordó el mínimo de dos consumiciones. Bosch pidió cerveza.
Mientras esperaba, Harry echó un vistazo a su alrededor. No había mucha gente, probablemente por ser la noche de un lunes festivo. Como mucho habría unos veinte hombres; la mayoría iban solos y no miraban a los demás mientras aguardaban a la próxima mujer desnuda.
Unos espejos de cuerpo entero cubrían las paredes laterales y traseras de la sala. En el lado izquierdo había una barra y, detrás, una puerta arqueada con un rótulo de neón rojo que anunciaba: PRIVADO. Frente a ella se alzaba el escenario -momentáneamente oculto por un telón brillante-, del que salía una especie de pasarela que atravesaba la sala. Unos focos colgados del techo iluminaban la pasarela de forma que parecía brillar en contraste con el ambiente cargado y oscuro de las mesas.
Un presentador sentado en una cabina de sonido a la izquierda del escenario anunció que la próxima bailarina sería Randy. Acto seguido sonaron los primeros compases de una vieja canción de Eddie Money, Dos billetes al paraíso. Entonces irrumpió en el escenario una chica morena y alta, vestida con la parte superior de un bikini rosa fluorescente y unos tejanos cortados que mostraban la parte inferior de sus nalgas. Randy empezó a moverse al ritmo de la música.
Bosch se quedó perplejo. Era guapísima y se extrañó que estuviera haciendo eso. Siempre había creído que la belleza ayudaba a las mujeres a escapar de las peores penurias de la vida. Aquella mujer, aquella muchacha, era bella. Sin embargo, ahí estaba. Pensó que tal vez lo que atraía a aquellos hombres no era su desnudez, sino su sumisión; la emoción de saber que una más había caído. Bosch empezaba a creer que estaba equivocado con respecto a las mujeres guapas.
La camarera depositó las dos cervezas en la mesita y anunció que le debía quince dólares. Bosch estuvo a punto de pedirle que le repitiera el precio, pero en seguida comprendió que formaba parte del pago por el espectáculo. Le dio un billete de veinte y, cuando ella comenzó a buscar en el fajo que llevaba en la bandeja, Bosch le hizo un gesto para que se quedara con el cambio. Entonces la camarera lo cogió por el hombro y se agachó para susurrarle algo al oído, de forma que él pudiera verle bien el escote.
– Gracias, cariño. Avísame si necesitas algo más.
– Sí, una cosa. ¿Está Layla esta noche?
– No, no está.
Bosch asintió y la camarera se incorporó.
– ¿Y Rhonda? -preguntó Bosch.
– Ésa es Randy.
Ella le señaló el escenario, pero Bosch negó con la cabeza y le hizo un gesto para que se acercara.
– No, Rhonda, como la de la canción Ayúdame, ayúdame, Rhonda. ¿Sabes si trabaja hoy? Ayer estaba aquí.
– Ah, esa Rhonda. Sí, acabas de perderte su actuación. Ahora estará detrás, cambiándose.
Bosch se metió la mano en el bolsillo y depositó un billete de cinco en la bandeja.
– ¿Podrías decirle que el amigo de Tony con quien habló anoche quiere invitarla a una copa?
– Sí, claro.
La camarera le apretó de nuevo el hombro y se marchó. Bosch volvió su atención al escenario, donde Randy acababa de terminar su primera canción. La siguiente fue Abogados, pistolas y dinero, de Warren Zevon. Hacía tiempo que Bosch no la oía, pero recordó que había sido un verdadero himno de los policías de uniforme cuando él también lo era.
La tal Randy no tardó en quitarse la ropa y quedarse totalmente desnuda a excepción de un liguero sujeto al muslo izquierdo. Mientras ella bailaba lentamente por la pasarela, muchos de los hombres se levantaban y deslizaban billetes bajo el liguero. Cuando alguien le ponía uno de cinco, Randy se apoyaba sobre su hombro, se contoneaba y le daba un beso en la oreja.
Al verlo, Harry comprendió al fin por qué había una huella en el hombro de la cazadora de Aliso.
– Hola, soy Rhonda -dijo una rubia menudita que se sentó junto a él-. Te has perdido mi espectáculo.
– Eso me han dicho. Lo siento.
– Bueno, vuelvo a salir dentro de media hora. Espero que te quedes. Yvonne dice que querías invitarme a una copa.
La camarera se encaminó hacia ellos, como si lo hubiera oído.
– Mira, Rhonda -le susurró Bosch-, prefiero darte el dinero a ti que al bar. Así que hazme un favor y no te me pongas exorbitante.
– ¿Exorbitante? -Ella lo miró perpleja.
– Que no pidas champán.
– Ah, vale.
La chica pidió un martini e Yvonne desapareció entre las sombras.
– Perdona, no sé cómo te llamas.
– Harry.
– Y eres un amigo de Tony de Los Ángeles. ¿También haces películas?
– No, no exactamente.
– ¿Y de qué conoces a Tony?
– Lo conocí hace poco. Estoy intentando encontrar a Layla para darle un recado. Yvonne me ha dicho que hoy no trabaja. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?
Bosch notó que ella se ponía tensa, consciente de que algo no iba bien.
– Primero, Layla ya no trabaja aquí. Cuando hablé contigo ayer no lo sabía, pero se ha marchado. Y segundo, si eres realmente un amigo de Tony, ¿por qué me preguntas a mí cómo encontrarla?
No era tan tonta como había supuesto, así que Bosch decidió ir al grano.
– Porque a Tony lo han matado; por eso no puedo preguntárselo. Quiero encontrar a Layla para decírselo y para avisarla de que tenga cuidado.
– ¿Qué? -gritó ella.
Su voz se proyectó por encima de la música como una bala en el aire. Todo el mundo, incluida la chica desnuda del escenario, se volvió a mirarlos. La gente debió de pensar que él le había hecho una proposición deshonesta; que le había ofrecido una tarifa insultante por un acto igualmente insultante.
– Baja la voz, Randy -le rogó.
– Rhonda.
– Rhonda.
– ¿Cómo puede ser? Pero si estaba aquí el otro día.
– Alguien le disparó cuando volvió a Los Ángeles -explicó
Bosch-. Bueno, ¿sabes dónde está Layla? Si me lo dices, prometo protegerte.
– Pero ¿quién eres? ¿Eres su amigo o no?
– En estos momentos seguramente soy su único amigo. Soy policía. Me llamo Harry Bosch y estoy intentando averiguar quién lo mató.
La chica adoptó una expresión todavía más horrorizada que al enterarse de que Aliso había muerto. A Bosch no le sorprendió; era una reacción habitual cuando le decía a la gente que era policía.
– Ahórrate el dinero -le dijo ella-. No puedo hablar contigo.
Rhonda se levantó y se dirigió muy decidida hacia la puerta situada junto al escenario. Bosch la llamó, pero la música del espectáculo ahogó su voz. Al volverse vio que el hombretón del esmoquin lo vigilaba entre las sombras y decidió que no iba a quedarse a la segunda actuación de Rhonda. Tras tomarse un último trago de cerveza -ni siquiera había tocado la segunda copa-, se levantó de su asiento.
Cuando estaba a punto de salir, el tipo del esmoquin se situó detrás de él y golpeó uno de los espejos de la pared. Fue entonces cuando Bosch advirtió que había una puerta camuflada. La puerta se abrió y el matón se colocó frente a la salida del club para impedir el paso a Bosch.
– ¿Me hace el favor de pasar a la oficina?
– ¿Por qué?
– El director quiere hablar con usted.
Bosch vaciló un instante, pero a través de la puerta atisbó que efectivamente había un despacho, donde le esperaba un hombre trajeado. Harry entró, seguido del gorila del esmoquin, que cerró la puerta tras ellos.
Bosch miró al individuo sentado detrás de la mesa; era rubio y muy musculoso. Tanto era así que Harry no habría sabido por quién apostar si se hubiese desencadenado una pelea entre el del esmoquin y el presunto director. Los dos eran unos bestias.
– Acabo de hablar con Randy y me ha dicho que estabas preguntando por Tony Aliso.
– Randy, no. Rhonda.
– Me importa un carajo. Me ha contado que Tony estaba muerto.
Hablaba con un acento que a Bosch le pareció del sur de Chicago.
– Lo estaba y lo sigue estando.
A una señal del rubio, el gorila del esmoquin golpeó a Bosch en la boca con el revés de la mano. Harry trastabilló y se golpeó la cabeza contra la pared. Sin darle tiempo a recuperarse, el del esmoquin le dio la vuelta, lo puso cara a la pared y apoyó todo su peso sobre él. Harry notó que lo cacheaban de arriba abajo.
– Basta de hacerte el listo -le espetó el rubio-. ¿Qué hacías hablando de Tony con las chicas?
Antes de que Bosch pudiera contestar, las manos que le estaban registrando encontraron la pistola.
– Lleva una pipa -anunció el del esmoquin.
Bosch notó que le arrebataban el arma. Al mismo tiempo su boca se llenó de sangre y la rabia comenzó a oprimirle la garganta. A continuación las manos encontraron su cartera y las esposas. El matón las arrojó a la mesa, mientras mantenía a Bosch inmovilizado con una mano. Harry logró girar un poco la cabeza y ver al rubio abriendo la cartera.
– Es un poli. Suéltalo.
Cuando la mano se retiró de su cuello, Bosch se separó del tipo del esmoquin con brusquedad.
– Un poli de Los Ángeles -prosiguió el rubio-. Hieronymous Bosch. Como el pintor que hizo esas cosas tan raras, ¿no? Bosch se limitó a mirarlo mientras el rubio le devolvía la pistola y las esposas.
– ¿Por qué le has pedido que me pegara?
– Ha sido un error. Verás, la mayoría de polis que vienen aquí se anuncian, nos dicen qué buscan y nosotros los ayudamos si podemos. Pero tú te has colado a hurtadillas y nosotros tenemos un negocio que proteger. Te sangra el labio.
El hombre abrió un cajón y sacó una caja de pañuelos de papel que ofreció a Bosch.
Bosch se quedó con toda la caja.
– Así que es verdad lo que dijo la chica. Tony ha muerto.
– Ya te lo he dicho. ¿Lo conocías mucho?
– Vaya, ésta sí que es buena. Tú asumes que lo conocía y ya lo incluyes en la pregunta. Muy astuto.
– Pues contesta.
– Aliso venía a menudo por aquí. Siempre intentaba ligarse a las chicas; les prometía una carrera en el cine, bueno, lo típico, pero las muy tontas seguían cayendo de cuatro patas. En los últimos dos años Tony me costó tres de mis mejores bailarinas. Ahora están en Los Ángeles; el tío las dejó colgadas en cuanto se cansó de ellas. Nunca aprenderán.
– ¿Por qué le dejabas entrar si se llevaba a tus chicas?
– Porque se gastaba mucha pasta aquí dentro. Además, en Las Vegas nunca hay escasez de chocho.
Bosch cambió el rumbo de la conversación.
– ¿Y el viernes? ¿Estuvo aquí?
– No, no me… Ah, sí, sí que vino. Lo vi. por la pantalla.
Con la mano derecha señaló un panel de monitores de vídeo que mostraban el club y la puerta desde todos los ángulos. Era un montaje tan impresionante como el que Hank Meyer le había enseñado en el Mirage.
– ¿Tú recuerdas haberlo visto, Dandi? -le preguntó el rubio al del esmoquin.
– Sí, estuvo aquí.
– Ya lo oyes. Estuvo aquí.
– ¿No hubo problemas? ¿Vino y se fue?
– Eso es.
– Entonces, ¿por qué despediste a Layla?
El rubio hizo una mueca.
– Ah, ya veo -dijo-. Eres uno de esos tíos que enredan a la gente con palabras.
– Puede ser.
– Pues no te molestes. Layla era el último rollo de Tony, es verdad, pero ya se ha ido.
– ¿Qué le pasó?
– Ya lo sabes; la despedí. El sábado por la noche.
– ¿Por qué?
– Por romper las normas de la casa. Pero da igual, porque eso no te importa.
– ¿Cómo me has dicho que te llamas?
– No te lo he dicho.
– Pues si quieres te llamo gilipollas. ¿Qué te parece?
– La gente me llama Lucky. ¿Podemos acabar con esto, por favor?
– Pues claro. Sólo dime qué le pasó a Layla.
– Vale, vale. Aunque pensaba que habías venido a hablar de Tony. Al menos, eso es lo que dijo Randy.
– Rhonda.
– Rhonda, eso es.
Bosch estaba perdiendo la paciencia, pero hizo un esfuerzo y esperó a que contestara.
– Layla… Bueno, el sábado por la noche se peleó con otra chica. La cosa se puso fea y tuve que elegir. Modesty es una de mis mejores bailarinas, de las más productivas, y me dio un ultimátum: o se va Layla o me voy yo. Joder, la tía vende de diez a doce botellines de champán cada noche. No había color. Quiero decir, que Layla es buena y muy guapa, pero no es Modesty. Modesty es la mejor.
Bosch sólo asintió. De momento la historia coincidía con el mensaje que Layla había dejado en el contestador de Aliso. Al pedirle su versión del asunto al rubio, Bosch lo estaba poniendo a prueba.
– ¿Por qué se pelearon Layla y la otra chica? -inquirió.
– Ni lo sé ni me importa. Supongo que fue la típica bulla entre tías. No se cayeron bien desde el principio. Verás, cada club tiene su mejor chica, y la nuestra es Modesty. Layla quería desbancarla, pero Modesty no se dejaba. De todos modos, Layla fue un problema desde que llegó. A ninguna de las chavalas les gustaba su actitud; les copiaba las canciones, se ponía polvos aunque yo se lo tenía prohibido y no dejaba de dar la vara. Me alegro de que se haya ido. Yo tengo que llevar un negocio; no puedo perder el tiempo cuidando a coñitos malcriados.
– ¿Polvos?
– Sí, esa purpurina que se ponen para que les brille el chocho. El único problema es que se pega a los idiotas de ahí fuera. Si una tía baila encima de ti el que acaba con la bragueta brillante eres tú. Cuando llegas a casa, tu mujer lo descubre y te cae una bronca que no veas. Yo pierdo clientes y eso no puede ser. Si no hubiese sido por Modesty, habría sido por otra cosa. A Layla la eché en cuanto se me puso a tiro.
Bosch pensó en la historia durante unos instantes.
– De acuerdo -le dijo finalmente-. Dame su dirección y me voy.
– No puedo.
– No me vengas con gilipolleces. Pensaba que estábamos de acuerdo; déjame ver las nóminas. Tiene que haber alguna dirección.
Lucky sonrió y negó con la cabeza.
– ¿Nóminas? ¿Te crees que les pagamos un duro? Son ellas las que tendrían que pagarnos a nosotros. Actuar aquí es un chollo para ellas.
– Tenéis que tener un número de teléfono o una dirección. ¿O quieres que arreste a Dandi por agredir a un oficial de la policía?
– No tenemos ni su dirección ni su teléfono, Bosch. ¿Qué quieres que te diga? -El hombre le mostró sus manos vacías-. No tengo las señas de ninguna de las chicas. Yo preparo un programa y ellas vienen y bailan. Si un día no se presentan, se acabó. Ya lo ves; simple y eficaz. Así es como trabajamos -explicó el rubio-. En cuanto a lo de Dandi, haz lo que te dé la gana. Pero recuerda que tú eres el tipo que entró aquí solo, sin decir quién era ni lo que quería, que se bebió cuatro cervezas en menos de una hora e insultó a una de nuestras bailarinas antes de que le pidiéramos que se marchase. Será muy fácil conseguir declaraciones juradas que confirmen nuestra versión.
El hombre volvió a mostrarle las palmas de las manos, en un gesto que significaba que era a Bosch al que le tocaba mover ficha. A él no le cabía ninguna duda de que Yvonne y Rhonda contarían lo que les ordenaran, así que decidió retirarse con una sonrisa irónica.
– Buenas noches -dijo, dirigiéndose hacia la puerta.
– Buenas noches -respondió el hombre a su espalda-. Y vuelve un día a ver el espectáculo.
La puerta se abrió mediante un dispositivo electrónico que debía de controlarse desde la mesa. Dandi le cedió el paso a Bosch y lo siguió hasta la calle. En el porche Harry le dio el ticket de aparcamiento a un mexicano más arrugado que una pasa. Mientras éste iba a buscar el coche, Dandi y Bosch esperaron en la acera.
– No me guarda rencor, ¿no? -preguntó Dandi cuando finalmente divisaron el automóvil-. Yo no sabía que era policía.
– No, sólo pensabas que era un cliente.
– Ya, bueno, yo sólo obedecí al jefe.
Dandi le tendió la mano para hacer las paces. Bosch vio de reojo que su coche se acercaba y, con un movimiento rápido, tiró de la muñeca del matón y le dio un rodillazo en la entrepierna. Dandi gimió y se dobló sobre sí mismo. Entonces Bosch le soltó la mano y, con gran destreza, le levantó la chaqueta por detrás para taparle la cara e inmovilizarle los brazos y lo golpeó en plena cara con la rodilla. Dandi cayó de espaldas sobre el capó de un Corvette negro estacionado junto a la puerta. En ese mismo instante, el aparcacoches mexicano saltó del automóvil de Bosch y se lanzó a defender a su jefe.
– No lo haga -le advirtió Bosch, alzando un dedo para detenerlo. El mexicano, viejo y flaco, no tenía ninguna oportunidad y Harry no tenía ningún interés en enfrentarse con gente inocente.
El hombre consideró su situación mientras Dandi se lamentaba con el rostro oculto bajo la chaqueta del esmoquin. Finalmente levantó los brazos en señal de rendición y dio un paso atrás para que Bosch pudiera abrir la puerta de su coche.
– Veo que al menos hay alguien que toma decisiones inteligentes -comentó Bosch al entrar en su vehículo.
A través del parabrisas Bosch vio el cuerpo de Dandi que se deslizaba por el capó del Corvette y se precipitaba sobre la acera, mientras el aparcacoches corría en su auxilio.
Ya en Madison Avenue, Bosch miró por el retrovisor. El empleado estaba quitándole la chaqueta a su jefe y, en ese momento, Bosch distinguió una mancha de sangre en su camisa blanca.
Harry estaba demasiado nervioso para volver al hotel a dormir. Además, su cabeza era un remolino de emociones. Ver a la bailarina desnuda le había afectado; ni siquiera la conocía, pero tenía la sensación de haber invadido un mundo muy íntimo que no le pertenecía. También estaba furioso consigo mismo por haber agredido al matón, Dandi. Pero sobre todo, le preocupaba lo mal que había llevado todo el asunto. Había ido al club de strip-tease para localizar a Layla, pero no había sacado nada en claro. Como mucho, había hallado una posible explicación a las motas brillantes que aparecieron en las vueltas de los pantalones de Tony Aliso y en el desagüe de su ducha. Pero no era suficiente. Por la mañana tenía que regresar a Los Ángeles y aún no había descubierto nada.
Al detenerse en el semáforo al principio del Strip, Bosch encendió un cigarrillo. Luego sacó su libreta y la abrió por la página donde había escrito la dirección que Felton le había dado esa noche.
Al llegar a Sands Boulevard giró a la izquierda y, un kilómetro y medio más allá, encontró los bloques de pisos donde vivía Eleanor Wish. El lugar era un gran complejo de edificios numerados, por lo que tardó un poco en localizar su bloque y sus ventanas. Una vez que supo cuál era, Harry permaneció un buen rato sentado en el coche, fumando y contemplando las luces encendidas, sin saber muy bien qué hacer.
Cinco años antes Eleanor Wish le había proporcionado los momentos más felices y más tristes de su vida. Eleanor lo había traicionado y puesto en peligro, pero también le había salvado la vida. Primero le hizo el amor y después se estropeó todo. Sin embargo, Bosch había seguido pensando en ella, dándole vueltas a la clásica pregunta del qué habría podido ser. A pesar del tiempo transcurrido, Harry seguía colado por Eleanor. Y aunque ella se había mostrado fría con él esa noche, Bosch estaba seguro de que el sentimiento era mutuo. Ella era su alma gemela; Harry siempre lo había sabido.
Por fin Bosch salió del coche, arrojó la colilla al suelo y se acercó a la puerta. Ella acudió a abrirla casi inmediatamente, como si lo hubiera estado esperando. A él o a otra persona.
– ¿Cómo me has encontrado? ¿Me has seguido?
– No. Hice una llamada, eso es todo.
– ¿Qué te has hecho en el labio?
– Nada. ¿Puedo pasar?
Ella retrocedió para dejarlo entrar. El piso era pequeño, con pocos muebles. Daba la impresión de que Eleanor había ido añadiendo cosas con el tiempo, a medida que podía permitírselas. El primer objeto en que reparó Bosch fue una reproducción de Aves nocturnas, de Edward Hopper. Él también había tenido el mismo cuadro en la pared de su propia casa; se lo había dado Eleanor cinco años antes, como regalo de despedida.
Bosch volvió la vista hacia ella. Cuando sus miradas se encontraron, supo al instante que todo lo que Eleanor había dicho antes era pura fachada. Lentamente se acercó a ella y la tocó; le puso la mano en el cuello y le acarició la mejilla con el pulgar. Harry contempló detenidamente aquel rostro sereno y decidido.
– He tenido que esperar mucho tiempo -susurró Eleanor.
Bosch recordó que él había dicho lo mismo la primera noche que hicieron el amor. Harry tenía la sensación de que habían pasado siglos desde entonces y se preguntaba si era posible retomar algo cuando había pasado tanto tiempo y tantas cosas.
Harry la atrajo hacia él. Los dos se abrazaron y besaron largamente hasta que ella, sin decir una palabra, lo condujo hasta el dormitorio, donde se desabrochó la blusa y se quitó los tejanos.
Después volvió a abrazarlo y los dos continuaron besándose mientras ella le desabotonaba la camisa a él y se arrimaba a su piel. El pelo de Eleanor olía al humo del casino, pero también desprendía un ligero perfume que le recordó la noche que pasaron juntos cinco años antes. Bosch evocó los árboles de jacarandá y el manto de flores violetas que cubría la acera junto a la casa de ella.
Hicieron el amor con una intensidad de la que Bosch no se recordaba capaz. Fue un acto jadeante y frenético, algo físico totalmente carente de amor, impulsado tan sólo -al menos aparentemente- por la lujuria y la nostalgia. Cuando él terminó, ella tiró de él y lo mantuvo dentro de ella hasta que, con sacudidas rítmicas, también llegó a su clímax y finalmente se calmó. Luego, con la lucidez que siempre viene después, los dos se sintieron avergonzados de su desnudez, de cómo habían copulado con la ferocidad de animales, y se miraron por primera vez como seres humanos.
– Me olvidé de preguntártelo -dijo ella-. No estarás casado, ¿verdad? -Eleanor soltó una risita.
Bosch alargó la mano hasta el suelo donde yacía su chaqueta y cogió el tabaco.
– No -contestó-. Estoy solo.
– Tendría que habérmelo imaginado. Harry Bosch, el solitario.
Bosch vio que ella le sonreía en la oscuridad, gracias a la luz de la cerilla. Después de encender el cigarrillo, se lo ofreció a Eleanor, pero ella lo rechazó.
– ¿Cuántas mujeres ha habido después de mí?
– No lo sé, pocas. Sólo una en serio; estuvimos juntos casi un año.
– ¿Y qué pasó?
– Que se fue a Italia.
– ¿Para siempre?
– ¿Quién sabe?
– Bueno, si tú no lo sabes, es que no va a volver. Al menos contigo.
– Ya. Hace tiempo que se marchó.
Él se quedó un rato en silencio y después ella le preguntó quién más había habido.
– Una pintora que conocí en Florida durante un caso. No duró mucho. Después, otra vez tú.
– ¿Qué le pasó a la pintora?
Bosch negó con la cabeza para intentar evadir la pregunta. No le hacía mucha gracia repasar su desastrosa vida sentimental.
– La distancia, supongo -contestó-. No funcionó. Yo no podía dejar mi trabajo en Los Ángeles y ella no podía marcharse de donde estaba.
Eleanor se acercó a él y lo besó en la barbilla. Bosch recordó que necesitaba afeitarse.
– ¿Y tú, Eleanor? ¿Estás sola?
– Sí… El último hombre que me hizo el amor fue un policía. Era dulce pero muy fuerte, y no me refiero al físico, sino en la vida. Aunque de eso hace mucho tiempo; en esos momentos los dos necesitábamos curar nuestras heridas. Así que nos entregamos el uno al otro…
Se miraron en la oscuridad durante un largo instante hasta que ella se le acercó. Justo antes de unir sus labios, Eleanor susurró:
– Ha pasado mucho tiempo.
Bosch pensó en esas palabras mientras Eleanor lo besaba y lo empujaba contra la almohada. A continuación ella se montó encima de Bosch e inició un suave balanceo de caderas, dejando caer su cabello sobre la cara de él hasta sumirlo en la más completa oscuridad. Harry recorrió su piel cálida con las manos, desde las caderas hasta los hombros, y terminó acariciándole los pechos. Notó que ella estaba húmeda, pero todavía era demasiado pronto para él.
– ¿Qué te pasa, Harry? -susurró-. ¿Quieres descansar un rato?
– No lo sé.
Bosch no podía dejar de pensar en aquellas palabras: «Ha pasado mucho tiempo». Quizá demasiado. Mientras tanto, ella seguía balanceándose encima de él.
– No sé lo que quiero -repitió Bosch-. ¿Y tú?
– Yo sólo quiero el ahora porque es lo único que nos queda. Hemos jodido todo lo demás.
Al cabo de un rato él estuvo listo y volvieron a hacer el amor. Esa vez Eleanor fue muy silenciosa y sus movimientos suaves y regulares. Al estar encima de él, Harry le veía la cara y oía su respiración entrecortada. Casi al final, cuando él estaba aguantando para esperarla, Bosch notó una gota de agua en la mejilla.
– Tranquila, Eleanor, tranquila -le susurró Bosch, mientras le secaba las lágrimas.
Ella pasó su mano por la cara de Harry, como si fuera una mujer ciega. Poco después los dos se encontraron en ese lugar donde nadie más puede entrar: ni palabras, ni recuerdos, sólo ellos dos. Juntos. Harry y Eleanor tuvieron su ahora.
Esa noche Bosch se despertó varias veces, mientras ella dormía profundamente con la cabeza apoyada sobre su hombro. Él apenas durmió, se pasó casi todo el tiempo con la mirada perdida en la oscuridad, envuelto en un aroma a sudor y sexo, y preguntándose qué ocurriría a partir de ese momento.
A las seis, Harry se separó del abrazo inconsciente de ella y se vistió. Cuando estuvo listo, la despertó con un beso y le dijo que debía irse.
– Hoy tengo que volver a Los Ángeles, pero vendré a verte en cuanto pueda.
Ella asintió, adormilada.
– Vale. Aquí estaré.
Por primera vez desde que había llegado a Las Vegas, fuera hacía fresco. Bosch encendió su primer cigarrillo del día de camino al coche. Conduciendo por Sands en dirección al Strip, contempló las montañas del oeste de la ciudad bañadas por la luz dorada del amanecer.
El Strip todavía estaba iluminado por un millón de rótulos fluorescentes, aunque a esa hora había disminuido la cantidad de gente en la acera. De todos modos, Bosch se quedó fascinado con el espectáculo de luces de todos los colores y formas imaginables. Era una explosión de megavatios concebida para incitar la codicia veinticuatro horas al día. Bosch no pudo evitar experimentar la misma atracción que sentía todo el mundo. Las Vegas era como una de las putas que recorren Sunset Boulevard; incluso los hombres felizmente casados les echaban un vistazo, aunque sólo fuera un segundo, para hacerse una idea de lo que había en oferta, para darse algo en que pensar.
Las Vegas poseía un atractivo visceral: la cruda promesa de dinero y sexo. No obstante, la primera era una promesa rota, un espejismo, mientras que el sexo estaba minado de peligros, gastos y riesgos físicos y mentales. Ahí era donde verdaderamente la gente se la jugaba.
Cuando Harry llegó a su habitación, el indicador de mensajes parpadeaba. Al llamar a recepción le informaron de que un tal capitán Felton lo había llamado a la una, luego otra vez a las dos y después una tal Layla a las cuatro. Nadie había dejado recados ni números de teléfono. Bosch colgó y frunció el ceño; era demasiado temprano para llamar a Felton. Sin embargo, lo que más le interesaba era la llamada de Layla. Si realmente era ella, ¿cómo había logrado localizarlo?
Bosch dedujo que habría sido a través de Rhonda. La noche anterior, cuando había llamado desde el despacho de Tony Aliso en Hollywood, le había preguntado a Rhonda cómo se iba al club desde el Mirage. Ella podría habérselo dicho a Layla. Bosch se preguntó por qué había llamado. Tal vez no sabía nada de Tony hasta que Rhonda se lo dijo.
De todos modos, Bosch decidió dejar a Layla de momento. Con los descubrimientos que había hecho Kizmin Rider sobre las finanzas de Aliso, el enfoque del caso parecía estar cambiando. Encontrar a Layla era importante, pero su prioridad en esos momentos era regresar a Los Ángeles. Bosch llamó a Southwest y reservó un vuelo para las diez y media de la mañana. De ese modo tendría tiempo de hablar con Felton, pasarse por la agencia de alquiler de coches que Rider le había comentado y llegar a Los Ángeles antes de la hora de almorzar.
Bosch se quitó la ropa y se dio una buena ducha caliente para desprenderse del sudor de la noche anterior. Luego se enrolló una toalla a la cintura y utilizó la otra para limpiar el vaho del espejo y poder afeitarse. Bosch notó que el labio inferior se le había hinchado como un globo, y el bigote apenas lo tapaba. Tenía los ojos rojos e inyectados en sangre. Al sacar el frasco de colirio de su neceser, se preguntó si Eleanor lo habría encontrado atractivo.
Cuando regresó al dormitorio para vestirse, vio a un desconocido sentado en una silla junto a la ventana. El hombre sostenía un periódico, que depositó sobre la mesa en cuanto Bosch entró con una toalla como única vestimenta.
– Bosch, ¿no?
Bosch miró hacia la cómoda y vio que su pistola seguía allí. Aunque el arma estaba más cerca del hombre que de él, pensó que, con un poco de suerte, tal vez podría alcanzarla más rápidamente.
– Tranquilo -dijo el hombre-. Estamos en el mismo bando; soy policía, en la Metro. Me envía Felton.
– ¿Y qué coño haces en mi habitación?
– Llamé a la puerta, pero nadie me contestó. Como oí la ducha, le pedí a un amigo de abajo que me abriera. No quería esperar en el pasillo. Venga, vístete. Luego te contaré lo que pasa.
– Enséñame tu documentación.
El hombre se acercó a Bosch y, con gesto aburrido, se sacó una cartera del bolsillo interior de la americana. A continuación le mostró la placa y su identificación.
– Iverson, de la Metro. Me manda el capitán Felton.
– ¿Y por qué tenías que entrar por la fuerza?
– Oye, yo no he entrado por la fuerza. Llevamos toda la noche llamando sin que nadie conteste. Queríamos saber si estabas bien y, bueno…, el capitán quiere que estés presente durante la detención y por eso me ha enviado a buscarte. Tenemos que irnos. ¿Por qué no te vistes?
– ¿Qué detención?
– Eso es lo que estoy intentando contarte, si es que te vistes y podemos irnos de una vez -respondió Iverson-. Has dado en el clavo con esas huellas que nos trajiste.
Bosch lo miró un instante e inmediatamente se dirigió al armario para coger un par de pantalones y calzoncillos. Después se fue al baño para ponérselos. Cuando volvió al dormitorio, sólo le dijo una palabra a Iverson:
– Explícate.
Bosch terminó de vestirse rápidamente mientras Iverson le comenzaba a describir la situación.
– ¿Te suena el nombre de Joey El Marcas?
Tras pensar un instante, Bosch contestó que le sonaba, pero no sabía de qué.
– Bueno, eso era antes de que intentara ir de legal; ahora se hace llamar Joseph Marconi. Le pusieron ese mote porque eso es lo que hacía; dejar marcado a cualquiera que se atravesara en su camino.
– ¿Quién es?
– Es el tío de la Organización en Las Vegas. ¿Sabes a qué me refiero?
– Sí, a la mafia de Chicago. Lo controlan todo al oeste del Misisipí, incluido Las Vegas y Los Ángeles.
– Vaya, has estudiado geografía. Pues seguramente no tendré que darte muchas lecciones sobre quién es quién por aquí. Ya te haces una idea.
– ¿Quieres decir que las huellas que traje pertenecen a Joey El Marcas?
– Ojalá. Pero sí que son de uno de sus hombres más importantes y eso, Bosch, es como maná del cielo. Hoy vamos a sacar a ese tío de la cama, lo detendremos y luego lo convenceremos de que se pase a nuestro bando. A través de él conseguiremos atrapar al Marcas. Hace más de diez años que tenemos clavada esa espina.
– ¿No se te olvida algo?
– No, no creo. Ah, sí. Por supuesto, tú y el Departamento de Policía de Los Ángeles tendréis siempre nuestro eterno agradecimiento.
– No. Te olvidas de que éste es mi caso, no el vuestro. ¿Pretendíais detener a ese tío sin siquiera consultármelo?
– Intentamos llamarte. Ya te lo he dicho. -Iverson parecía dolido.
– ¿Y qué? ¿Como no me encontráis, decidís tirar el plan adelante?
Iverson no respondió. Bosch terminó de atarse los zapatos y se levantó; listo para salir.
– Vámonos. Llévame con Felton. No os entiendo, la verdad.
En el ascensor Iverson le dijo a Bosch que, aunque quedaba constancia de su objeción, era demasiado tarde para dar marcha atrás. En esos momentos los dos policías se dirigían a un puesto de control en el desierto, desde el cual asaltarían la casa del sospechoso, situada cerca de las montañas.
– ¿Dónde está Felton?
– En el puesto de control.
– Muy bien.
Iverson permaneció en silencio durante la mayor parte del trayecto, lo cual le permitió a Bosch analizar los últimos acontecimientos. De pronto, Harry comprendió que tal vez Tony Aliso estaba blanqueando dinero para Marconi. El Marcas era el señor X al que se refería Rider.
Luego la cosa se complicó; la inspección fiscal puso en peligro todo el montaje y, en consecuencia, al propio señor X. El Marcas lo solucionó liquidando al blanqueador.
La historia tenía lógica, pero todavía quedaban algunos cabos sueltos. El asalto al despacho de Aliso se había producido dos días después del asesinato. ¿Por qué esperaron hasta entonces y por qué razón no se llevaron todas las cuentas de la empresa? Aquellos papeles -si relacionaban a Marconi con las empresas fantasmas- podían resultar tan perjudiciales para él como el propio Aliso. Bosch se preguntó si el asesino y el asaltante habrían sido la misma persona y concluyó que no parecía probable.
– ¿Cómo se llama ese tío, el de las huellas?
– Luke Goshen. Lo teníamos fichado en el registro de permisos para locales de strip-tease. El permiso está a nombre de Goshen, para no involucrar a Joey. Era un sistema fácil y limpio, pero se les acabó el chanchullo. Las huellas relacionan a Goshen con un asesinato y Joey no puede estar muy lejos.
– Un momento. ¿Cómo se llama el club?
– Dolly's. Está en…
– North Las Vegas. ¡Qué cabrón!
– ¿Qué pasa? ¿He dicho algo?
– A este tal Goshen, ¿lo llaman Lucky?
– Sí. ¿Lo conoces?
– Lo conocí anoche, al muy hijo de puta.
– No me jodas.
– En Dolly's. La última llamada de Aliso desde Los Ángeles fue a ese club. Me enteré de que iba a menudo a ver una de las bailarinas, así que ayer me pasé por allí y la cagué. Uno de los matones de Goshen me hizo esto.
Bosch se tocó el bulto del labio.
– Me estaba preguntando qué te había pasado. ¿Quién te zurró?
– Dandi.
– Ah, el cerdo de John Flanagan. Hoy también trincaremos a esa bola de sebo.
– ¿Se llama John Flanagan? ¿Y por qué le llaman Dandi?
– Porque dicen que es el portero mejor vestido de todo el país, ya sabes, por el esmoquin. Cada día se acicala para ir a currar, de ahí el mote. Espero que no le dejases marcharse impunemente después de ese «morreo».
– No. Tuvimos una pequeña discusión antes de irme.
Iverson se echó a reír.
– Me caes bien, Bosch. Eres un tío duro.
– En cambio tú no sé si me caes bien. Sigue sin hacerme ninguna gracia que hayáis intentado robarme el caso.
– Nos beneficiará a todos, ya verás. Tú resuelves tu caso y nosotros eliminamos a un par de chorizos. Los mandamases se van a cansar de sonreír.
– Ya veremos.
– Ah, para que lo sepas -añadió Iverson-. Nosotros ya estábamos investigando a Goshen cuando tú llegaste.
– ¿Qué dices?
– Alguien nos avisó; recibimos una llamada anónima el domingo. El tío no dio su nombre, pero nos contó que estaba en un club de strip-tease y había oído a un par de matones hablar de un asesinato. También dijo que uno llamaba al otro Lucky.
– ¿Y qué más?
– Algo sobre meter al tío en el maletero y liquidarlo.
– ¿Sabía esto Felton cuando hablé con él ayer?
– No, aún no le había llegado la información. Se enteró por la noche, después de descubrir que las huellas que trajiste coincidían con las de Goshen. Uno de los detectives de la brigada iba a investigar el asunto y le pasó el aviso. Tarde o temprano habríamos hablado con Los Ángeles y tú habrías tenido que venir. Es una suerte que ya estés aquí.
Iverson y Bosch habían dejado atrás la ciudad y se dirigían a la cadena de montañas de color chocolate. De vez en cuando avistaban un grupo de viviendas: casas construidas en las afueras de Las Vegas a la espera de que la urbe las engullera. Bosch ya había estado en aquel lugar durante una investigación, para visitar a un policía jubilado. En aquella ocasión también le había parecido tierra de nadie.
– Háblame de Joseph Marconi -le pidió Bosch-. ¿Dices que intenta ser legal?
– No, lo que digo es que intenta aparentar legalidad, que no es lo mismo. Un tío como ése nunca será legal. Puede aparentar limpieza, pero siempre será una mancha de aceite en la carretera.
– ¿Y qué hace? Según los periódicos, la mafia fue expulsada de la ciudad para dejar paso a un nuevo concepto de diversión para toda la familia.
– Sí, ya me conozco la cantinela. Y en parte es verdad; Las Vegas ha cambiado mucho en los últimos diez años. Cuando empecé a trabajar aquí, podías escoger un casino al azar y ponerte a investigar. Todos tenían negocios ilegales, si no en la propia administración, a través de los suministradores, los sindicatos, etcétera. Ahora es distinto. Las Vegas ha pasado de ciudad del pecado a Disneylandia; tenemos más parques acuáticos que burdeles. No sé, creo que a mí me gustaba más antes. Tenía más personalidad, ¿sabes lo que quiero decir?
– Claro.
– Bueno, la cuestión es que hemos logrado expulsar a la mafia de un noventa por ciento de los casinos, lo cual es bueno. Pero todavía quedan bastantes «actividades extraescolares». Aquí es donde entra Joey. Tiene varios bares de strip-tease de categoría, sobre todo en North Las Vegas, porque allí están permitidos el desnudo y el alcohol, que es lo que da dinero. Además es una pasta muy difícil de controlar. Suponemos que el Marcas se saca un par de millones al año sólo de los locales. Le hemos mandado varias inspecciones fiscales, pero el tío lleva demasiado bien sus cuentas.
Iverson hizo una pausa.
– También creemos que controla buena parte de los burdeles del norte y maneja las típicas operaciones de préstamo y comercio de objetos robados. Además, el tío organiza apuestas y recauda impuestos de todo aquel que tiene «negocios» en la ciudad: ya me entiendes, prostitutas de lujo, espectáculos eróticos, todo eso. Joey es el rey. No puede entrar personalmente en ninguno de los casinos porque está en la lista negra de la comisión, pero eso no importa. Sigue siendo el rey.
– ¿Cómo puede correr apuestas en una ciudad donde puedes entrar en cualquier casino y apostar en cualquier juego, deporte o lo que te dé la gana?
– Porque para eso tienes que tener dinero. Con Joey, no. Él te acepta la apuesta, pero si tienes la mala pata de perder, más vale que encuentres la pasta o acabarás mal. Recuerda de dónde le viene el mote. Así controla a la gente; consigue que le deban dinero y que le entreguen una parte de lo que poseen, sea una fábrica de pintura en Dayton o…
– Una productora de películas baratas en Los Ángeles.
– Exactamente. Así funciona la cosa. O le das lo que quiere o, como mínimo, te rompe las dos piernas. En Las Vegas todavía desaparece gente, Bosch. Por fuera todo son volcanes, pirámides y barcos de cartón piedra, pero dentro sigue habiendo un agujero negro que engulle a la gente.
Bosch subió un poco el aire acondicionado. El sol ya había acabado de salir y el desierto comenzaba a arder.
– Esto no es nada -observó Iverson-. Ya verás a mediodía si aún seguimos por aquí; rondaremos los cuarenta y cinco grados. -¿Y la fachada de legalidad de Joey?
– Bueno, ya te he dicho que tiene intereses en todo el país: negocios legales que adquirió con el dinero de sus chanchullos. También se dedica a invertir. Joey blanquea la pasta que saca de sus diversos negocios sucios y la coloca en sitios legales, hasta en organizaciones benéficas. Posee varios concesionarios de automóviles, un club de campo al este de la ciudad y el pabellón de un hospital bautizado en honor de un hijo suyo que se ahogó en una piscina. Últimamente no para de salir en los periódicos inaugurando cosas. Ya te digo, Bosch, o nos lo cargamos o acabaremos entregándole la llave de la ciudad al muy hijo de puta.
Iverson sacudió la cabeza indignado. Al cabo de unos minutos de silencio, entró en un cuartel de bomberos y aparcó en la parte de atrás. Allí lo esperaban unos cuantos coches de detectives y varios hombres con vasos de café en la mano. Uno de ellos era el capitán Felton.
Bosch había olvidado traer un chaleco antibalas de Los Ángeles, por lo que tuvo que pedirle prestado uno a Iverson. Éste también le dejó una cazadora de plástico con las siglas del Departamento de Policía de Las Vegas en letras amarillas.
Todos se reunieron alrededor del Taurus de Felton para repasar el plan y esperar a los refuerzos de uniforme. El capitán anunció que la detención se practicaría según las leyes de Las Vegas, lo cual significaba que tenían que ir acompañados de al menos un equipo de uniforme.
Para entonces Bosch ya había mantenido una conversación «amistosa» con Felton. Cuando los dos entraron en el cuartel de bomberos en busca de café, Harry le cantó las cuarenta por la forma en que había llevado el descubrimiento de que las huellas pertenecían a Luke Goshen. Felton se mostró arrepentido y le prometió a Bosch que a partir de ese momento estaría presente en la toma de decisiones. Bosch cedió, pues había conseguido lo que quería, al menos en teoría. Ya sólo tenía que asegurarse de que Felton cumpliera su promesa.
Aparte de Felton y Bosch, había cuatro hombres más alrededor del coche, todos ellos pertenecientes a la Unidad contra el Crimen Organizado de la Metro. Estaban Iverson y su compañero, Cicarelli, y otra pareja de detectives: Baxter y Parmelee. La unidad estaba bajo el mando de Felton, pero el que llevaba la voz cantante en esos momentos era Baxter. Baxter era un negro totalmente calvo, a excepción de unos cuantos cabellos canosos a ambos lados de la cabeza. A Bosch le pareció un hombre acostumbrado tanto a la violencia como a los violentos, lo cual no era exactamente lo mismo.
Por sus comentarios, Bosch dedujo que los detectives ya conocían la residencia de Luke Goshen. Parecía que la habían vigilado anteriormente. La casa estaba a un kilómetro y medio al oeste del cuartel de bomberos y esa mañana Baxter había realizado un reconocimiento preliminar para asegurarse de que el Corvette negro de Goshen estaba aparcado frente a ella.
– ¿Y la orden de registro? -inquirió Bosch. Le preocupaba que todo pudiese irse a pique en el juicio por culpa de un allanamiento de morada.
– Las huellas eran suficiente para obtener una orden de registro y de arresto, así que se las llevamos a un juez a primera hora de la mañana -respondió Felton-. Además, teníamos nuestra propia información, tal como ya le habrá contado Iverson.
– El que sus huellas aparecieran en el cadáver no significa que lo hiciera él. Nos estamos precipitando. A mi hombre lo mataron en Los Ángeles, y no hay nada que pruebe que Goshen estuvo allí. Y no me hablen de su información. Fue una llamada anónima; eso no significa nada.
Todos miraron a Bosch como si acabara de eructar en un baile de sociedad.
– ¿Por qué no vamos a tomarnos otro café, Harry? -sugirió Felton.
– No me apetece.
– Acompáñame de todos modos.
Felton apoyó la mano en el hombro de Bosch y lo condujo de vuelta al cuartel. Sobre la encimera de la cocina había un termo de café y Felton se sirvió un poco antes de hablar.
– Harry, tiene que apoyarnos. Ésta es una gran oportunidad para usted y para nosotros.
– Ya lo sé, pero no quiero pifiarla. ¿No podemos esperar un poco hasta estar seguros de lo que tenemos? Éste es mi caso, pero usted sigue llevando las riendas.
– Pensaba que ya estábamos de acuerdo.
– Yo también lo pensaba, pero ya veo que no pinto nada.
– Mire, vamos a entrar, registraremos la casa de ese tío y lo interrogaremos. Si no es su hombre, le aseguro que nos llevará hasta él y, de paso, nos conducirá hasta Joey. Vamos, venga con nosotros y alegre esa cara.
Felton le dio una palmada en la espalda y volvió al aparcamiento. Bosch lo siguió al cabo de unos segundos. Sabía que se quejaba sin razón; cuando se encuentran las huellas de alguien en un cadáver, se le arresta y punto. Los detalles se trabajan después. Sin embargo, a Bosch le molestaba ser un mero observador; él también quería manejar el cotarro, pero en medio de aquel desierto se sentía como un pez fuera del agua, dando coletazos sobre la arena. Sabía que debía llamar a Billets, pero ya era demasiado tarde para que ella pudiera hacer algo. Además, no le hacía ninguna gracia admitir que el caso se le había escapado de las manos.
Salir del cuartel fue como meterse en un horno.
– De acuerdo, ya estamos todos -anunció Felton, al ver que ya había llegado el coche patrulla con los dos hombres de uniforme-. Vamos a por ese cabrón.
En menos de cinco minutos llegaron a la casa de Goshen, un edificio que se alzaba sobre la tierra árida de Desert View Avenue. Era grande, pero no demasiado ostentosa y los únicos detalles fuera de lo ordinario eran el muro de cemento y la verja que rodeaba la gran finca. Resultaba curioso que, pese a estar en medio de la nada, el propietario hubiera sentido la necesidad de fortificar la casa.
Los policías aparcaron en la esquina de la calle y salieron de sus coches. Baxter venía preparado; del maletero de su Caprice sacó dos escaleras plegables para franquear el muro. El primero en subir fue Iverson. Cuando llegó arriba, colocó la segunda escalera al otro lado de la pared, pero dudó un momento antes de descender.
– ¿Hay perros?
– No -repuso Baxter-. Lo he comprobado esta mañana.
Iverson bajó y los demás lo siguieron. Mientras esperaba su turno, Bosch se volvió y vio las luces del Strip a varios kilómetros de distancia. El sol parecía una bola de neón rojo y el aire ya no era cálido, sino sofocante y más áspero que el papel de lija. Bosch recordó el lápiz de labios de manteca de cacao que había comprado en la tienda del hotel, pero no quiso usarlo delante de aquellos desconocidos.
Después de escalar el muro y reunirse con los demás, Harry consultó su reloj. Eran casi las nueve, pero la casa parecía deshabitada. No había movimiento, ni ruido, ni luces, ni nada. Las cortinas estaban echadas en todas las habitaciones.
– ¿Estás seguro de que Goshen está en casa? -Bosch le susurró a Baxter.
– Sí -contestó éste sin bajar la voz-. Yo he entrado hacia las seis y el capó del Corvette aún estaba caliente. Acababa de llegar, así que ahora estará durmiendo. Las nueve de la mañana para este tío son como las cuatro de la madrugada para la gente normal.
Bosch dirigió la mirada hacia el Corvette y se acordó de haberlo visto la noche anterior. Al mirar un poco más allá, se dio cuenta de que todo el terreno estaba cubierto de un césped verde brillante, como una toalla gigantesca extendida sobre la arena del desierto. Mantenerlo debía de costarle un ojo de la cara.
Harry en seguida volvió a la realidad cuando Iverson abrió la puerta principal de una patada. Los agentes desenfundaron sus pistolas y siguieron a Iverson por el oscuro vestíbulo del edificio gritando las consignas habituales: «¡Policía!», «¡No se muevan!». Bosch, que se guiaba por los destellos de las linternas, siguió al grupo por un pasillo situado a su izquierda. De pronto, se oyeron unos gritos femeninos y unos segundos después Harry vio una luz al fondo del pasillo.
Al llegar allí, se encontró a Iverson arrodillado sobre una gran cama de matrimonio con el cañón corto de una Smith & Wesson a medio palmo de la cara de Luke Goshen. El hombre corpulento que Bosch había conocido unas horas antes se había tapado con unas sábanas de satén negro y aparentaba absoluta tranquilidad. A Bosch le recordó el rostro sereno de Magic Johnson antes de un tiro libre decisivo. Goshen incluso se permitió el lujo de echar un vistazo al espejo del techo para admirar la escena.
Las que no se habían calmado eran las dos mujeres, que estaban de pie a ambos lados de la cama, completamente desnudas e histéricas. Su desnudez no parecía importarles; tenían demasiado miedo. Finalmente Baxter las acalló con un fuerte grito:
– ¡Basta!
El silencio tardó unos segundos en calar. Durante ese tiempo nadie se movió y Bosch no apartó la vista de Goshen: el único peligro en la habitación. Entonces oyó que los otros policías, que se habían separado para registrar la casa, entraban en el dormitorio y se situaban detrás de él y los dos agentes de uniforme.
– Date la vuelta, Luke -ordenó Iverson-. Y vosotras vestíos. ¡A la voz de ya!
Una de las mujeres intervino:
– ¡No pueden…!
– ¡Calla y vístete! -la interrumpió Iverson-. O, si quieres, te llevamos así.
– No pienso ir…
– ¡Randy! -exclamó Goshen, con una voz cavernosa como el cañón de una pistola-. Cierra la boca y vístete. No van a llevarte a ningún sitio. Ni a ti tampoco, Harm.
Todos los hombres menos Goshen miraron automáticamente a la mujer que él había llamado Harm. Era un chica de unos cuarenta kilos de peso, con el pelo claro, pechos como tacitas de café y un arito de oro en los pliegues de la vagina. En su rostro, el pánico eclipsaba cualquier posible rastro de belleza.
– Harmony -aclaró ella con un susurro.
– Muy bien, Harmony, vístete -repitió Felton-. Las dos daos la vuelta y vestíos.
– Pásales la ropa y que salgan de aquí -dijo Iverson.
Harmony, que estaba poniéndose unos tejanos, se detuvo y miró a los detectives.
– Bueno, ¿en qué quedamos? -preguntó Randy, indignada-. ¡A ver si os aclaráis!
Bosch reconoció a Randy. Era la bailarina de la noche anterior.
– ¡Sacadlas de aquí! -gritó Iverson-. ¡Venga!
Los agentes de uniforme se acercaron para acompañar a las mujeres desnudas.
– Ya vamos -chilló Randy-. Y no me toquéis.
Iverson destapó a Goshen de un tirón y comenzó a esposarle las manos a la espalda. Fue entonces cuando Bosch vio que llevaba el pelo recogido en una trenza, un dato que se le había pasado por alto la noche anterior.
– ¿Qué te pasa, Iverson? -preguntó Goshen, con la cara aplastada contra el colchón-. ¿Te pone nervioso ver unos chochos? ¿No serás mariquita?
– Cierra la boca o te acordarás.
Goshen se rió de la amenaza. Era mucho más corpulento de lo que Bosch recordaba y estaba totalmente bronceado y musculoso, con unos brazos como jamones. Por un breve instante, Bosch creyó entender el deseo de aquel hombre de acostarse con dos mujeres. Y por qué ellas se prestaban al juego.
Goshen simuló un bostezo a fin de demostrar a los presentes que no se sentía ni lo más mínimamente amenazado por lo que estaba ocurriendo. Por toda vestimenta, llevaba un pequeño calzoncillo negro, a juego con las sábanas, y varios tatuajes. En el omóplato derecho, «1 %», y en el izquierdo, el logotipo de la Harley Davidson. En el antebrazo izquierdo tenía otro: el número 88.
– ¿Qué es esto? ¿Tu coeficiente intelectual? -comentó Iverson, dándole una palmada en el brazo.
– Vete a la mierda, Iverson. Y métete la orden de registro en el culo.
Bosch sabía el significado del tatuaje, ya que lo había visto a menudo en Los Ángeles. Como la octava letra del abecedario es la hache, dos ochos equivalían a dos haches: «Heil Hitler». Eso quería decir que Goshen había pasado algún tiempo con simpatizantes de la supremacía blanca. Sin embargo, la mayoría de tíos con tatuajes parecidos que Harry conocía se los habían hecho en la cárcel.
A Bosch no le cuadraba que Goshen no tuviera antecedentes penales ni hubiera cumplido condena, aunque de haber sido así su nombre habría aparecido en el Sistema Automatizado de Identificación de Huellas Dactilares. Bosch apartó de su mente esa contradicción cuando vio que Goshen giraba la cabeza hacia él.
– Tú -dijo Goshen-. A ti es a quien deberían detener, después de lo que le hiciste a Dandi.
Bosch se inclinó sobre la cama para responder.
– Esto no tiene nada que ver con lo que pasó anoche, sino con Tony Aliso.
Iverson le dio la vuelta a Goshen, con rudeza.
– ¿De qué vas? -preguntó Goshen con rabia-. Yo no tengo nada que ver con eso. ¿De qué coño…?
El hombre intentó incorporarse, pero Iverson se lo impidió con un empujón.
– Estate quieto -le ordenó-. Luego ya nos contarás tu versión, pero antes vamos a darnos un paseo por tu casa.
Iverson sacó la orden de registro y la dejó caer sobre el pecho de Goshen.
– Ahí tienes tu orden.
– No puedo leerla.
– Haber acabado la primaria.
– Aguántamela.
Iverson no le hizo caso y se dirigió a los demás.
– Vale, dividámonos para echar un vistazo. Harry, tú te quedas aquí para hacer compañía a nuestro amigo, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
Iverson se acercó a los dos agentes de uniforme.
– Uno que vigile a este chorizo, pero sin obstruir el paso.
Uno de los agentes asintió y los demás se marcharon. Bosch y Goshen se miraron a los ojos.
– No puedo leer la orden -repitió Goshen.
– Ya lo sé -replicó Bosch-. Ya nos lo has dicho.
– Esto es un farol, una bravuconada. No podéis tener nada contra mí, porque yo no lo hice.
– ¿Y a quién se lo ordenaste? ¿A Dandi?
– Que no, tío. No pienso cargar con el muerto; quiero a mi abogado.
– En cuanto te arrestemos.
– ¿Arrestarme por qué?
– Por asesinato.
Goshen continuó negando su participación y pidiendo un abogado. Bosch no le hizo el menor caso y comenzó a registrar la habitación. Primero echó un vistazo a los cajones de la cómoda, mirando a Goshen de soslayo cada pocos segundos. Era como caminar dentro de la jaula de un león; sabía que estaba a salvo, pero no podía evitar comprobarlo constantemente, consciente de que el enemigo lo observaba a través del espejo del techo. Cuando por fin se apaciguó la fiera, Bosch esperó unos segundos y empezó a hacerle preguntas. Lo hizo de manera informal, mientras continuaba el registro, como si no le importaran demasiado las respuestas.
– ¿Dónde estabas el viernes por la noche?
– Tirándome a tu madre.
– Mi madre está muerta.
– Ya lo sé. Fue un poco rollo.
Bosch alzó la vista. Goshen deseaba que lo golpease; necesitaba la violencia, porque era el campo donde se movía mejor.
– ¿Dónde estabas, Goshen? El viernes por la noche.
– Pregúntaselo a mi abogado.
– Ya lo haremos, pero tú también puedes hablar.
– Estaba en el club. Tengo un trabajo, por si no lo sabías.
– Sí, ya lo sé. ¿Y a qué hora terminaste?
– No lo sé. Hacia las cuatro. Después volví a casa.
– Ya.
– Es la verdad.
– ¿Dónde estabas? ¿En el despacho?
– Sí, claro.
– ¿Te vio alguien? ¿Saliste en algún momento antes de las cuatro?
– No lo sé. Pregúntaselo a mi abogado.
– No te preocupes; lo haremos.
Bosch reanudó el registro. Cuando abrió la puerta del armario empotrado, observó que la ropa sólo ocupaba una tercera parte. Goshen vivía con poca cosa.
– Es la puta verdad -le gritó Goshen desde la cama-. Anda, compruébalo.
Lo primero que hizo Bosch fue examinar los dos pares de zapatos y las Nike que estaban dentro del armario. Tras estudiar detenidamente el dibujo de las suelas, decidió que ninguno se parecía siquiera remotamente a las huellas encontradas en el parachoques del Rolls y en la cadera de Tony Aliso.
Bosch se volvió un momento para asegurarse de que Goshen no se movía.
No se movía.
A continuación, Harry vio una caja en un estante del armario y, al abrirla, descubrió un montón de fotos publicitarias de bailarinas. No estaban desnudas; sólo posaban con poca ropa. El nombre de las chicas aparecía impreso en el margen inferior de cada retrato, así como la referencia de Models A Million. Bosch supuso que sería una agencia que suministraba bailarinas a los clubes y buscó en la caja hasta que encontró una foto con el nombre de Layla.
Bosch contempló la imagen de la mujer que había estado buscando la noche anterior. Layla lucía una larga melena castaña con reflejos rubios, tenía unas buenas curvas, ojos oscuros y unos labios gruesos entreabiertos, lo justo para mostrar un poco de su blanca dentadura. A Bosch le pareció muy guapa y no del todo desconocida, aunque no sabía por qué. Después de pensarlo un poco, achacó la familiaridad a la picardía sexual que transmitían todas esas mujeres.
Tras apartar el retrato de Layla, Bosch sacó la caja del armario y la puso sobre la cómoda.
– ¿Qué son estas fotos? -le preguntó a Goshen.
– Son todas las chicas que me he tirado. ¿Y tú, poli? ¿Has estado con tantas? Seguro que la más fea de ahí dentro le da diez vueltas a la tía más guapa que te has llevado al huerto.
– ¿Qué es esto? ¿Un concurso de a ver quién la tiene más grande? -se burló Bosch-. Me alegro de que hayas estado con tantas mujeres, porque a partir de ahora, se te ha acabado el chollo. No digo que no folles, pero con mujeres no.
Goshen se calló. Mientras tanto, Bosch depositó la foto de Layla en la cómoda, junto a la caja.
– Mira, Bosch, dime lo que tenéis y yo os diré lo que sé -propuso Goshen-. Os equivocáis totalmente; yo no he hecho nada. Aclaremos esto de una vez por todas.
Bosch no respondió, sino que volvió al armario y se puso de puntillas para ver si había algo más en el estante. Lo había: un trapito doblado en cuatro. Bosch lo bajó y lo desdobló. Tenía unas manchas grasientas y, al olerlo, Harry en seguida supo de qué se trataba.
Bosch salió del armario y arrojó el trapo a la cara de Goshen.
– ¿Qué es esto?
– No lo sé. ¿Qué es?
– Es un trapo con aceite de engrasar pistolas. ¿Dónde está la pipa?
– No tengo. Eso no es mío; nunca lo había visto.
– Ya.
– ¿Qué quieres decir con «ya»? Te digo que es la primera vez que lo veo, joder.
– No quiero decir nada. No te pongas nervioso.
– Pues deja de tocarme los cojones.
Bosch se inclinó sobre la mesilla de noche y abrió el primer cajón, donde encontró un paquete de tabaco vacío, unos pendientes de perlas y una caja de preservativos sin abrir. Harry le tiró la caja a Goshen. Ésta rebotó en el enorme pecho del rubio y cayó al suelo.
– No basta con comprarlos. Tienes que ponértelos, Goshen.
Bosch abrió el segundo cajón, que estaba vacío.
– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
– Desde que eché a tu hermana de una patada en el culo. La última vez que la vi estaba haciendo la calle en Fremont, delante del Cortez.
Bosch se incorporó y lo miró a los ojos. Goshen sonreía para provocarlo. El hombre quería controlar la situación, aunque estuviera esposado a la cama y le costara un poco.
– Primero mi madre y ahora mi hermana. ¿A quién le toca ahora? ¿A mi mujer?
– Sí, ya tengo algo planeado para ella. La…
– Cállate ya. No funciona, ¿no lo ves? No puedes hacerme saltar, así que ahórrate saliva.
– Todo el mundo puede saltar, Bosch -le amenazó Goshen-. No lo olvides.
Sin molestarse en contestar, Bosch pasó al cuarto de baño contiguo al dormitorio. Era amplio, con ducha y bañera separadas y una distribución muy similar al de Tony Aliso en el Mirage. Bosch empezó el registro por el retrete, situado en un pequeño cuartito detrás de una puerta con rejilla. Primero levantó la tapa de la cisterna, pero no encontró nada extraño. Acto seguido echó un vistazo entre la cisterna y la pared y llamó al agente de uniforme que estaba en el dormitorio.
– ¿Sí, señor? -preguntó el agente.
Era un chico de apenas veinticinco años, de tez tan negra que casi parecía azul. Sus manos descansaban sobre el cinturón de forma relajada, aunque mantenía la derecha a pocos centímetros de la pistola. Aquélla era la pose habitual. Bosch se fijó en que la placa sobre su bolsillo decía «Fontenot».
– Fontenot, echa un vistazo detrás de la cisterna.
El policía hizo lo que le pedían, con las manos firmes en el cinturón.
– ¿Qué es? -inquirió.
– Me parece que una pistola. Retírate un poco para que pueda sacarla.
Bosch alargó la mano y la deslizó por el hueco de cinco centímetros que separaba el retrete de la pared. Al hacerlo sus dedos toparon con una bolsa de plástico pegada a la parte trasera de la cisterna con cinta adhesiva. Cuando Harry logró extraerla, se la mostró a Fontenot. Dentro había una pistola de metal azulado equipada con un silenciador de siete centímetros.
– ¿Del veintidós?
– Eso es -contestó Bosch-. Llama a Iverson y Felton.
Fontenot salió del cuarto de baño seguido de Bosch, que sostenía la bolsa como un pescador que aguanta un pez por la cola. Al ver a Goshen, Harry no pudo reprimir una sonrisa.
– Eso no es mío -protestó Goshen de inmediato-. ¡Qué cabrón! Me la has colocado. No me lo puedo… ¡Quiero a mi abogado, hijos de puta!
Bosch no prestó atención a sus palabras, sino a su expresión. Por un momento le pareció detectar algo en los ojos de Goshen que él ocultó rápidamente. No era miedo, puesto que un hombre como él no lo dejaría traslucir. Harry creía haber visto otra cosa, pero ¿qué? Se quedó mirando a Goshen con la esperanza de volver a advertir aquella expresión. ¿Era confusión? ¿Decepción? Los ojos de Goshen ya no mostraban nada, pero Bosch concluyó que conocía esa mirada. Lo que él había visto era sorpresa.
Iverson, Baxter y Felton entraron en el dormitorio de uno en uno. Cuando vislumbró la pistola, Iverson soltó un grito triunfal.
– Sayonara, baby!
Conforme Bosch explicaba cómo y dónde había encontrado el arma, el rostro de Iverson se iba llenando de felicidad.
– ¡Menudos gángsters! -comentó el detective, con la mirada fija en Goshen-. ¿Creéis que no hemos visto El padrino? ¿A quién se la has guardado, Lucky? ¿A Michael Corleone?
– ¡Quiero a mi abogado, joder! -gritó Goshen.
– Tranquilo, imbécil, tendrás a tu abogado -respondió Iverson-. Y ahora levántate y vístete.
Bosch no dejó de apuntarle con la pistola al tiempo que Iverson le quitaba una de las esposas. Luego los dos lo vigilaron con las pistolas en alto mientras él se ponía unos tejanos negros, botas y una camiseta que le quedaba un poco pequeña.
– Qué duros sois siempre cuando vais juntos -comentó Goshen al vestirse-. El día que me cruce con uno a solas, os cagaréis en los pantalones.
– Venga, Goshen. No tenemos todo el día -le exhortó Iverson.
Cuando Lucky acabó de vestirse, lo esposaron y lo metieron en el asiento trasero del coche de Iverson. Éste dejó la pistola en el maletero, y regresó con Bosch a la casa. En una breve reunión en el vestíbulo, se decidió que Baxter y otros dos detectives se quedarían para terminar el registro.
– ¿Y las mujeres? -preguntó Bosch.
– Los agentes de uniforme las vigilarán hasta que los detectives finalicen el registro.
– Sí, pero en cuanto se marchen llamarán por teléfono y el abogado de Goshen se plantará en comisaría antes que nosotros.
– Ya me encargo yo -se ofreció Iverson-. Goshen sólo tiene un coche, ¿no? ¿Dónde están las llaves?
– En la encimera de la cocina -contestó uno de los detectives.
– De acuerdo -respondió Iverson-. Vámonos.
Bosch siguió al agente de Las Vegas hasta la cocina. Iverson recogió las llaves y luego fue hasta el garaje donde estaba el Corvette. Allí había un pequeño taller con herramientas colgadas de un tablero. Iverson cogió una pala y se encaminó hacia la parte de atrás del jardín.
Después de localizar el lugar donde el cable telefónico pasaba del poste a la casa desconectó la línea con un golpe de pala. Bosch se limitó a observar al agente de Las Vegas.
– Es increíble lo fuerte que sopla el viento del desierto -dijo. Iverson miró a su alrededor y agregó-: Las chicas no tienen coche ni teléfono. La casa más cercana está a un kilómetro de distancia y la ciudad a unos ocho. Me parece que se estarán quietecitas un buen rato, con eso bastará.
Dicho esto, Iverson balanceó la pala como si fuera un bate de béisbol, la lanzó por encima del muro de la finca, rumbo a unos arbustos y se encaminó hacia el coche.
– ¿Qué te parece? -le preguntó Bosch.
– Pues que, cuanto más arriba están, más dura es la caída. Goshen es nuestro, Harry. Tuyo.
– No, me refiero a la pistola.
– ¿Qué le pasa a la pistola?
– No lo sé… Ha sido demasiado fácil.
– ¿Y quién dice que los delincuentes han de ser listos? Goshen no lo es; sólo ha tenido suerte. Pero se le ha acabado la racha.
Bosch asintió, aunque seguía sin gustarle. No era una cuestión de ser listo o no. Los delincuentes seguían rutinas, instintos, y aquello no tenía sentido.
– Cuando vio la pistola, puso una cara extraña. Como si estuviera tan sorprendido como nosotros.
– Puede ser. Quizá sea un buen actor o a lo mejor ni siquiera es la misma pistola. Tendrás que llevártela a Los Ángeles para hacer las pruebas. Descubre primero si es el arma del crimen y después ya nos plantearemos si ha sido demasiado fácil.
Bosch asintió y encendió un cigarrillo.
– No lo sé. Me da la sensación de que falta algo.
– Mira, Harry, ¿quieres resolver el caso, sí o no?
– Sí, claro.
– Pues nos lo llevamos, lo metemos en un cuarto y ya veremos qué pasa.
Al llegar al coche Bosch se dio cuenta de que se había olvidado la foto de Layla en la casa, así que le pidió a Iverson que fuera arrancando el coche. Cuando regresó con la foto, en seguida se fijó en que Goshen tenía un hilillo de sangre en la comisura de los labios. Bosch miró a Iverson.
– No sé, se habrá dado un golpe al entrar -explicó éste-. O se lo ha hecho a propósito para culparme.
Ni Goshen ni Bosch dijeron nada. Iverson cogió la carretera de vuelta hacia la ciudad. La temperatura iba en aumento y Bosch comenzó a notar que la camisa se le adhería a la espalda. El aire acondicionado batallaba por reducir el calor que se había acumulado en el coche durante el tiempo que había durado la operación. El aire estaba tan seco que Bosch se aplicó manteca de cacao en los labios, sin preocuparse de lo que pensaran sus compañeros de trayecto.
Goshen se tiró un pedo mientras subían en el ascensor que conducía a la oficina de detectives. Una vez arriba, Iverson y Bosch lo acompañaron por un pasillo hasta la sala de interrogatorios, un cuarto no mucho mayor que un lavabo. Al cerrar la puerta, Goshen volvió a reclamar su llamada telefónica.
De camino al despacho de Felton, Bosch se fijó en que las oficinas de la brigada de detectives se hallaban prácticamente desiertas.
– ¿Dónde está la gente? -preguntó Bosch-. ¿Se ha muerto alguien?
– Han ido a buscar a los otros -contestó Iverson.
– ¿Qué otros?
– El capitán quería que viniese tu amigo, Dandi, para pegarle un buen susto. También van a traer a la chica.
– ¿A Layla? ¿La han encontrado?
– No, a ella no. La que nos pediste que buscásemos anoche; ésa que jugó con tu víctima en el Mirage. Hemos descubierto que tiene antecedentes.
Bosch tiró del brazo de Iverson para intentar detenerlo.
– ¿Eleanor Wish? ¿Vais a traer a Eleanor Wish?
Bosch no esperó la respuesta de Iverson; lo soltó y se dirigió con paso decidido hasta el despacho de Felton. El capitán estaba al teléfono, por lo que Bosch caminó con impaciencia esperando que colgase. Felton señaló la puerta con el dedo, pero Bosch negó con la cabeza.
– Ahora mismo no puedo hablar -dijo el capitán, lanzando a Bosch una mirada asesina-. No te preocupes; está todo controlado. Hasta luego.
Felton colgó y miró a Bosch.
– ¿Y ahora qué pasa?
– Llame a su gente y dígales que dejen en paz a Eleanor Wish. -¿De qué habla?
– Ella no tiene nada que ver con esto. Ya lo comprobé ayer por la noche.
Felton se inclinó hacia delante y entrelazó los dedos mientras pensaba.
– Cuando dice que lo comprobó, ¿a qué se refiere?
– La interrogué. Ella conocía a la víctima de vista y poco más. Está libre de sospecha.
– ¿Sabe quién es, Bosch? ¿Conoce su historia?
– Sí. Era una agente del FBI asignada a la brigada de atracos de Los Ángeles. Hace cinco años fue a la cárcel por un delito de complicidad en una serie de robos a cámaras acorazadas, pero eso no importa. Ella no tiene nada que ver con esto.
– Pues yo creo que estaría bien que uno de mis hombres la interrogase a fondo. Para asegurarnos.
– Yo ya estoy seguro. Mire…
Bosch se volvió un segundo hacia la puerta del despacho y, al ver a Iverson merodeando por allí, la cerró en sus narices. Acto seguido, cogió una silla y se sentó frente a Felton.
– Mire, yo conocí a Eleanor Wish en Los Ángeles -le confesó-. Trabajé con ella en el caso de las cámaras acorazadas. Yo…, bueno, digamos que fuimos más que compañeros de trabajo. Pero todo se fue a pique. Hacía cinco años que no la veía cuando la reconocí en la cinta de vigilancia del Mirage. Y por eso le llamé a usted anoche; quería hablar con ella, pero no del caso. Ella está libre de sospecha; cumplió su condena y es inocente. Así que avise a sus hombres.
Felton se quedó callado. Bosch casi podía oír el engranaje de sus pensamientos.
– Llevo casi toda la noche trabajando en este asunto. Ayer lo llamé media docena de veces, pero usted no estaba. ¿No quiere decirme dónde estuvo?
– No.
Felton reflexionó un poco más y después sacudió la cabeza.
– No puedo hacerlo. Aún no puedo soltarla.
– ¿Por qué no?
– Porque hay algo que al parecer usted no sabe.
Bosch cerró los ojos un instante como un niño que se prepara para que su madre, furiosa, le pegue una bofetada.
– ¿Qué?
– Puede que sólo conociera a la víctima de vista, pero a Joey El Marcas y sus amigos los conoce mucho más.
Era peor de lo que se imaginaba.
– ¿Qué dice?
– Ayer, después de que usted llamase, mencioné el nombre de Eleanor Wish a algunos de mis hombres y resulta que la tenemos fichada. Se la ha visto a menudo en compañía de un hombre llamado Terrence Quillen, que trabaja para Goshen, quien a su vez trabaja para el Marcas. A menudo, detective Bosch. De hecho, tengo a un equipo buscando a Quillen ahora mismo. A ver qué nos dice él.
– ¿«En compañía de»? ¿Qué significa eso?
– Según los informes, parecía una relación profesional.
Bosch sintió como si le hubieran propinado un puñetazo. Era imposible; acababa de pasar la noche con aquella mujer. La sensación de haber sido traicionado iba creciendo, aunque una voz interior le decía que ella no le mentía, que todo aquello era un enorme malentendido.
De pronto alguien llamó a la puerta.
– Los demás ya han llegado, jefe -informó Iverson asomando la cabeza-. Ahora los están metiendo en las salas de interrogatorios.
– Muy bien.
– ¿Necesita algo? -le ofreció Iverson.
– No, gracias. Cierra la puerta.
Después de que Iverson se hubiera ido, Bosch miró al capitán.
– ¿La han detenido?
– No, le hemos pedido que venga de forma voluntaria.
– Déjeme hablar con ella primero.
– No creo que sea buena idea.
– Me importa un comino. Déjeme hablar con ella. Si tiene algo que contar, me lo dirá.
Felton pensó un momento y finalmente asintió con la cabeza.
– De acuerdo, adelante. Tiene quince minutos.
Bosch debería haberle dado las gracias, pero no lo hizo. Simplemente se levantó y se dirigió a la puerta.
– Detective Bosch -le llamó Felton.
Harry se volvió.
– Haré lo que pueda por usted, pero este caso es muy importante para nosotros, ¿me entiende?
Bosch salió del despacho. Felton carecía de tacto. Estaba claro que Bosch quedaba en deuda con él. No hacía falta que se lo recordase.
Bosch pasó por delante de la primera sala de interrogatorios, donde habían dejado a Goshen, y abrió la puerta de la segunda. Allí sentado, con las manos esposadas a la pata de la mesa, estaba Dandi Flanagan. Tenía la nariz hinchada como una patata y con algodón en los agujeros. Flanagan alzó sus ojos inyectados en sangre y reconoció a Bosch, que salió de allí sin pronunciar una sola palabra.
Eleanor Wish estaba al otro lado de la tercera puerta. Aunque su pelo revuelto dejaba claro que los policías de la Metro la habían sacado de la cama, mostraba la mirada atenta y salvaje de un animal acorralado. A Harry, aquello le llegó al alma.
– Lo siento, Eleanor.
– ¿Por qué? ¿Qué has hecho?
– Ayer, cuando te vi en el vídeo del Mirage, le pedí a Felton, al capitán de policía, que me diese tu número y dirección porque no estabas en la guía. Sin que yo lo supiera, pasó tu nombre por el ordenador y descubrió tus antecedentes. Luego, por su cuenta, ordenó a sus hombres que te fueran a buscar esta mañana -explicó Bosch-. Es por el asunto de Tony Aliso.
– Ya te lo he dicho; no lo conocía. Me tomé una copa con él una vez -protestó-. ¿Me han traído a comisaría porque me tocó jugar en su mesa?
Eleanor sacudió la cabeza y desvió la mirada. Su rostro reflejaba una gran ansiedad; ella sabía que, a partir de ese momento, las cosas serían siempre así. Sus antecedentes penales se lo garantizaban.
– Tengo que preguntarte una cosa. Quiero aclararlo y sacarte de aquí.
– ¿Qué?
– Háblame de ese tal Terrence Quillen.
Bosch detectó la sorpresa en su mirada.
– ¿Quillen? ¿Qué tiene él…? ¿Sospecháis de él?
– Eleanor, ya sabes cómo funciona esto. Yo no puedo decirte nada; eres tú la que tienes que hablar. Simplemente responde a la pregunta. ¿Conoces a Terrence Quillen?
– Sí.
– ¿Cómo lo conociste?
– Él se me presentó hace medio año cuando salía del Flamingo. Yo llevaba en Las Vegas cuatro o cinco meses; comenzaba a estar instalada y jugaba unas seis noches a la semana. Él me explicó la situación. No sé cómo, pero sabía cosas sobre mí; quién era y que acababa de salir de la cárcel. Me contó que había un impuesto callejero, que yo tenía que pagarlo y que si no lo hacía tendría problemas. Me aseguró que si lo pagaba, él me protegería y se ocuparía de mí si me metía en algún lío. Ya sabes cómo va; puro chantaje.
En ese momento Eleanor rompió a llorar. Bosch tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no levantarse y abrazarla.
– Estaba sola y asustada -prosiguió-. Así que le pagué. Le pago cada semana. Qué otra cosa podía hacer… No tenía nada ni nadie a quién acudir.
– Qué cerdo -maldijo Bosch en voz baja.
Finalmente Harry se levantó y la abrazó.
– No va a pasarte nada -susurró, mientras la besaba en la cabeza-. Te lo prometo, Eleanor.
Bosch permaneció así unos segundos, mientras ella sollozaba silenciosamente. Entonces Iverson irrumpió en la habitación, con un palillo en la boca.
– ¡Vete a la mierda, Iverson! -le soltó Bosch.
El detective cerró la puerta lentamente.
– Lo siento -se disculpó Eleanor-. Te he metido en un lío.
– No. Todo es culpa mía.
Al cabo de unos minutos Bosch regresó al despacho de Felton, que lo miró sin decir nada.
– Eleanor Wish estaba pagando a Quillen para que la dejara en paz -le dijo Bosch-. Doscientos dólares a la semana; nada más. No sabe nada de nada. Por pura casualidad se sentó en la misma mesa que Aliso el viernes. Está libre de sospecha, así que suéltela.
Felton se echó hacia atrás y se dio unos golpecitos en el labio con un bolígrafo. Era su pose de gran pensador.
– No sé -concluyó.
– De acuerdo. Hagamos un trato. Si usted la suelta, yo llamo a mi gente.
– ¿Y qué les dirá?
– Que he recibido un trato excelente en la Metro y que deberíamos trabajar conjuntamente en el caso. Les contaré que vamos a apretarle los tornillos a Goshen para que acuse al Marcas, que fue quien dio la orden de matar a Tony Aliso: dos por el precio de uno. Les diré que lo mejor es que la operación se lleve desde aquí porque la Metro conoce mejor el terreno y a los sospechosos -propuso Bosch-. Qué, ¿trato hecho?
Felton se dio unos golpecitos más en el labio antes de ofrecerle a Bosch su propio teléfono.
– Llame ahora mismo -le rogó-. Y cuando haya hablado con su jefe, pásemelo. Quiero hablar con él.
– Con ella -le corrigió Bosch.
– Lo que sea.
Media hora más tarde Bosch conducía un coche con Eleanor Wish hecha un ovillo en el asiento de delante. La llamada a la teniente Billets había surtido efecto, y Felton cumplió su parte del trato: soltar a Eleanor. Sin embargo, el daño ya estaba hecho. Cuando por fin Eleanor Wish había logrado volver a empezar, iniciar una nueva vida, los cimientos en los que se sustentaban su confianza, orgullo y seguridad se habían hundido bajo sus pies. Lo peor era que todo era culpa de Bosch, y él lo sabía. Conducía en silencio, sin saber qué decir o hacer para mejorar la situación. A Harry le afectaba profundamente porque estaba ansioso por ayudarla. Aunque hacía cinco años que no la veía, Eleanor nunca había dejado de estar ahí, incluso cuando hubo otras mujeres. Una vocecita interior siempre le recordaba que Eleanor Wish era la mujer de su vida. La pareja perfecta.
– Siempre vendrán a por mí -dijo ella en voz baja.
– ¿Qué?
– ¿Conoces esa película de Humphrey Bogart en que el policía dice: «Traed a los sospechosos habituales»? Pues ésa soy yo. Hasta ahora no me había dado cuenta de que soy uno de los sospechosos habituales. Supongo que debería darte las gracias por abrirme los ojos.
Bosch no dijo nada. No sabía qué contestar porque ella tenía toda la razón.
Al cabo de unos minutos, llegaron a su apartamento. Bosch la acompañó adentro y la sentó en el sofá.
– ¿Estás bien?
– Sí.
– Cuando puedas, echa un vistazo y asegúrate de que no se han llevado nada.
– Tampoco tengo nada.
Bosch dirigió la vista a la reproducción de Aves nocturnas que colgaba de la pared. En el cuadro se veía una cafetería solitaria en una noche oscura. Dentro había un hombre y una mujer juntos, y un hombre solo. Bosch siempre se había identificado con el hombre solo, pero en ese momento vio la pareja y no estuvo seguro.
– Eleanor-le dijo-. Tengo que irme. Volveré en cuanto pueda.
– Muy bien. Gracias por sacarme de allí.
– ¿Tendrás cuidado?
– Sí, claro.
– ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo.
De vuelta en la comisaría, Iverson estaba esperando a Harry para interrogar a Goshen. Felton había accedido a dejarlo en manos de Bosch, ya que seguía siendo su caso.
Antes de entrar en la sala de interrogación, Iverson le dio una palmada a Bosch en el hombro.
– Oye, no sé que relación tienes con esa mujer, y supongo que ya no importa porque el capitán la ha soltado, pero como vamos a trabajar juntos, bueno…, quería aclarar las cosas. No me ha hecho ninguna gracia la forma en que me has hablado, mandándome a la mierda y todo eso.
Bosch lo observó un instante y se preguntó si el palillo que tenía en la boca sería el mismo de antes.
– ¿Sabes qué? Aún no sé tu nombre de pila.
– John, aunque la gente me llama Ivy.
– Pues bien, Iverson, a mí tampoco me hace ninguna gracia que me espiases en la sala de interrogación. En Los Angeles, a los policías que fisgan, cotillean y son unos gilipollas les llamamos perros. Me importa un comino si te ofendo o no, porque eres un perro. Y si me causas problemas, iré a Felton y te las cargarás. Le diré que te encontré en mi habitación esta mañana y, si eso no basta, le contaré que anoche gané seiscientos pavos en la ruleta del casino, pero que el dinero desapareció de la cómoda después de que tú vinieras. Bueno, ¿quieres interrogar a este tío sí o no?
Iverson agarró a Bosch por el cuello de la camisa y lo empujó contra la pared.
– No me jodas, Bosch.
– No me jodas tú a mí, «Ivy».
Lentamente una sonrisa asomó en el rostro de Iverson. El detective soltó a Bosch y dio un paso atrás.
– Pues vamos allá, vaquero -dijo Iverson, mientras Bosch se ajustaba la camisa y la corbata.
En la sala, Goshen los esperaba con los ojos cerrados, los pies apoyados en la mesa y las manos en la nuca. Iverson miró atónito el trozo de metal roto al que había sujetado las esposas.
– Vale, cabrón. Arriba-ordenó, rojo de ira.
Goshen se levantó y le ofreció sus manos esposadas. Iverson sacó las llaves y le quitó una de las esposas.
– Probemos otra vez. Siéntate.
En esta ocasión Iverson lo esposó a la espalda, pasando la cadena por una de las barras metálicas de la silla. A continuación le pegó una patada a otra silla y se sentó junto al detenido. Bosch se situó directamente enfrente.
– Muy bien, Houdini. Ya puedes añadir a tu lista daños contra la propiedad pública -comentó Iverson.
– Vaya, qué valiente, Iverson. Muy valiente. Me recuerda la vez que viniste al club y te llevaste a Cinda a la cabina. Tú lo llamaste interrogatorio, pero ella lo llamó otra cosa. ¿Hoy qué va a ser?
La cara de Iverson se puso aún más encarnada. Goshen hinchó el pecho con orgullo y sonrió al ver la vergüenza del detective.
Entonces Bosch empujó la mesa contra el torso de Goshen, que se dobló en dos y soltó una bocanada de aire. Sin perder tiempo, Harry se levantó y se sacó su llavero del bolsillo. Luego, clavó el codo en la espalda de Goshen para impedir que se incorporara, abrió la navajita y le cortó la coleta. Finalmente volvió a su asiento y arrojó sobre la mesa los quince centímetros de trenza.
– Hace tres años que las coletas pasaron de moda, Goshen. No sé si te habías enterado.
Iverson rompió a reír. Goshen, por su parte, miró a Bosch con unos ojos de un azul tan pálido que no parecían humanos. El hombre no dijo ni una palabra, demostrándole que podía soportar la presión. Estaba aguantando, pero Bosch sabía que ni él ni nadie podían aguantar eternamente.
– Tienes un problema, tío -le anunció Iverson-. Un problema muy gordo…
– Espera, espera. No quiero hablar contigo, Iverson; eres un mamarracho. No te tengo ningún respeto, ¿me entiendes? Si alguien tiene que hablar, que sea él. -Goshen señaló a Bosch con la cabeza.
Se hizo un silencio, durante el cual Bosch miró a Goshen, a Iverson y otra vez a Goshen.
– Vete a tomar un café -dijo Bosch sin mirar a Iverson-. Ya me encargo yo.
– No, tú…
– Vete a tomar un café.
– ¿Estás seguro? -preguntó Iverson con cara de haber sido expulsado de un local muy exclusivo.
– Sí, estoy seguro. ¿Tienes una hoja de derechos?
Iverson se levantó, se sacó un papel del bolsillo y lo arrojó encima de la mesa.
– Estaré aquí fuera.
Cuando Goshen y Bosch se quedaron solos, se estudiaron durante unos segundos antes de hablar.
– ¿Quieres un pitillo? -le ofreció Bosch.
– No hace falta que juegues al policía bueno. Dime qué pasa y punto.
Bosch se encogió de hombros y se levantó. Se colocó detrás de Goshen y volvió a sacar sus llaves, pero esta vez le quitó una de las esposas. Goshen comenzó a frotarse las muñecas para devolver la circulación a las manos. Al ver la trenza en la mesa, la cogió y la tiró al suelo.
– Oye bien, señorito de Los Ángeles. Yo ya he estado en un sitio donde no importa lo que te hagan porque ya no te duele nada. Estoy de vuelta de todo.
– Vale, has ido a Disneylandia. ¿Y qué?
– Muy gracioso. Pasé tres años en la trena, en Chihuahua. Si allí no pudieron conmigo, no pienses que tú vas a poder.
– Oye una cosa tú también. En mi vida he matado a mucha gente. Sólo quiero que lo sepas y que, si se da la ocasión, no dudaré en volver a hacerlo. Ni lo más mínimo. No se trata de polis buenos y polis malos, Goshen. Eso es en las películas. Supongo que en el cine los malos llevan coletas, pero esto es la vida real. Para mí no eres más que carne de cañón, por eso pienso hundirte. No tienes elección; lo único que puedes hacer es decidir cuánto te vas a hundir.
Goshen reflexionó un instante.
– De acuerdo, ahora que nos conocemos podemos hablar. Pásame ese pitillo.
Cuando Bosch puso los cigarrillos y las cerillas sobre la mesa, Goshen cogió uno y lo encendió.
– Primero tengo que leerte tus derechos -le dijo Bosch-. Ya conoces el sistema.
Harry desdobló la hoja que Iverson había dejado y la leyó en voz alta. Después le pidió a Goshen que firmara.
– ¿Estáis grabando todo esto?
– Aún no.
– Pues dime qué tenéis.
– Hemos encontrado tus huellas en el cadáver de Tony Aliso. Ahora mismo vamos a enviar a Los Ángeles la pistola que hallamos detrás de la cisterna. Las huellas ya son una buena prueba, pero si las balas que sacan de la cabeza de Tony coinciden con las de esa pistola, estás perdido. No importa la coartada o explicación que te inventes, ni que tengas a Perry Mason de abogado. Entonces no serás carne de cañón, sino hombre muerto.
– Esa pistola no es mía. Es una trampa, joder. Tú lo sabes tan bien como yo. Te aviso que no va a colar, Bosch.
Harry lo miró un momento y notó que le ardía la cara. -¿Insinúas que yo la puse allí?
– ¿Te crees que no he visto el juicio de O. J. Simpson? Los polis sois todos iguales. No sé si fuiste tú, Iverson o algún otro, pero esa pistola me la han colocado. Eso es lo que insinúo.
Bosch pasó el dedo por la superficie de la mesa, a la espera de que su rabia se disipara lo bastante para poder controlar la voz.
– Tú sigue con esa historia y llegarás lejos, Goshen. Dentro de diez años te atarán a una silla y te clavarán una aguja en el brazo -le advirtió Bosch-. Al menos ya no tenemos cámara de gas. Ahora os lo ponemos más fácil.
Bosch se echó hacia atrás, pero no había mucho espacio y el respaldo de la silla chocó contra la pared. Entonces sacó la manteca de cacao y volvió a aplicársela en los labios.
– Te tenemos cogido por los huevos. Solamente te queda un resquicio de esperanza, una parte de tu destino todavía está en tus manos.
– ¿Qué esperanza?
– Tú ya sabes de qué hablo. Un tío como tú no se mueve un milímetro sin el visto bueno de su jefe. Danos al tío que te ayudó y al que dio la orden de meter a Tony en el maletero. Sin trato, no habrá luz al final del túnel.
Goshen soltó un suspiró y sacudió la cabeza.
– Yo no lo maté. ¡Ya no sé cómo decirlo!
Bosch se esperaba esa reacción. No iba a ser tan fácil; tendría que menoscabar su resistencia poco a poco. Entonces se acercó a la mesa con aire de complicidad.
– Oye, te voy a contar una cosa para que veas que no te estoy vacilando. Así podrás decidir qué hacer.
– Adelante, pero no va a cambiar nada.
– Anthony Aliso llevaba una cazadora de cuero negro el viernes por la noche. ¿Te acuerdas? Una con las solapas…
– Pierdes el tiem…
– Tú lo agarraste por las solapas. Así.
Bosch se acercó a él e hizo el gesto de agarrar las solapas de una chaqueta imaginaria con las dos manos.
– ¿Te acuerdas? Dime que estoy perdiendo el tiempo. Te acuerdas, ¿verdad? Tú lo hiciste, lo agarraste así. Y ahora, ¿quién miente a quién?
Bosch sabía que había acertado porque, aunque Goshen negó con la cabeza, sus ojos pálidos parecían estar recordando el momento en que ocurrió.
– Es curioso. Resulta que esa clase de cuero conserva los aminoácidos de las huellas dactilares; me lo dijo el experto. Tenemos unas huellas majísimas que, por sí solas, son una prueba suficiente para el fiscal del distrito o para un jurado. Suficiente para que yo viniera aquí y suficiente para entrar en tu casa y trincarte.
Bosch esperó a que Goshen lo mirara.
– Y ahora resulta que encontramos esa pistola. Si no quieres hablar más tendremos que esperar a los de Balística, pero, no sé por qué, me huelo que es el arma del crimen.
Goshen golpeó la mesa metálica con las manos, causando un ruido parecido a un disparo.
– Esto es una trampa. Me habéis…
En ese instante Iverson irrumpió en la habitación con la pistola apuntada sobre Goshen.
– ¿Estás bien? -inquirió, moviendo el arma como un policía de televisión.
– Sí -respondió Bosch-. El chico está un poco enfadado, eso es todo. Danos unos minutos más.
Iverson se marchó sin decir otra palabra.
– Bueno, ya lo has intentado -dijo Goshen-. ¿Y esa llamada?
Bosch se volvió a echar hacia atrás.
– Ya puedes llamar, pero en cuanto lo hagas, se acabó la posibilidad de un trato. Porque ése no será tu abogado, sino el de Joey. Aunque te represente a ti, los dos sabemos que defenderá a Joey El Marcas.
Bosch se levantó.
– Supongo que tendremos que conformarnos contigo -comentó-. Te cargaremos toda la culpa.
– Pero no me tenéis, idiota -replicó Goshen-. ¿Huellas? Vas a necesitar más que eso y, en cuanto a la pistola, está claro que es un truco que no va a colar.
– Si tú lo dices… Mañana por la mañana recibiré los resultados de Balística.
Bosch no supo si Goshen lo había comprendido, porque éste estalló.
– ¡Pero si tengo una coartada, joder! ¡No me podéis cargar con este muerto!
– ¿Ah, sí? ¿Cuál es tu coartada? ¿Y cómo sabes cuándo fue asesinado?
– Me preguntaste por el viernes por la noche, ¿no? Pues supongo que fue entonces.
– Yo no he dicho eso.
Goshen se quedó callado e inmóvil durante medio minuto. Bosch vio en sus ojos que su cerebro comenzaba a trabajar. Goshen sabía que había cruzado una línea con lo que acababa de revelar y estaba considerando hasta dónde podía llegar. Bosch retiró la silla y volvió a sentarse.
– Tengo una coartada, así que estoy libre de sospecha.
– Eso lo decidiremos nosotros. ¿Cuál es tu coartada?
– Ya se la diré a mi abogado.
– Te estás perjudicando, Goshen. No pierdes nada por contármelo a mí.
– Excepto mi libertad, ¿no?
– Yo podría salir y comprobar tu historia. Tal vez entonces me plantearía considerar tu versión de que te han colocado la pistola.
– Sí, hombre. Eso es como poner a los presos a cargo de la cárcel. Habla con mi abogado, Bosch. Y tráeme el teléfono de una puta vez.
Tras esposarlo de nuevo, Bosch salió del cuarto y fue a informar a Iverson y Felton de que Goshen había ganado el primer asalto. El capitán le dijo a Iverson que llevara un teléfono a la sala de interrogación para que el sospechoso pudiera avisar a su abogado.
– Podemos ponerlo en remojo -sugirió Felton cuando se quedó a solas con Bosch-. A ver cómo le sienta su primera noche en la cárcel.
– Acaba de decirme que pasó tres años en una prisión de México.
– Eso se lo dice a mucha gente para impresionar. Es como lo de los tatuajes. Después de que apareciera aquí hace un par de años, lo investigamos a fondo y no encontramos nada sobre una cárcel mexicana. Que nosotros sepamos, tampoco ha conducido nunca una Harley, ni solo, ni acompañado por los ángeles del infierno. Creo que unas horas en la cárcel del condado le irán bien. Y con un poco de suerte tal vez tengamos los resultados de balística para el segundo asalto.
Bosch dijo que tenía que usar el teléfono para preguntarle a Billets qué planeaban hacer exactamente con la pistola.
– Como si estuviera en su casa, póngase en cualquier mesa vacía -le ofreció Felton-. Le diré cómo va a ir este asunto, así se lo puede explicar a su teniente. Goshen seguramente llamará a Mickey Torrino, el mejor abogado de Joey El Marcas. Él se opondrá a la extradición e intentará obtener la libertad bajo fianza. La cantidad de la fianza no importa; lo único que quieren es que Goshen pase de nuestras manos a las suyas para poder decidir.
– ¿Decidir qué?
– Si se lo van a cargar. Si Joey piensa que Goshen puede rajarse, se lo llevará al desierto y no volveremos a verlo. Nadie volverá a verlo.
Bosch asintió.
– Llame a su jefa y yo telefonearé a la oficina del fiscal para que trate de conseguir una vista. Cuanto antes mejor; si se llevan a Goshen a Los Ángeles, creo que estará más dispuesto a hacer un trato. Eso si no lo convencemos antes.
– Estaría bien tener los resultados de Balística antes de la vista de extradición. Si Balística demuestra que las pistolas coinciden, seguro que nos lo entregan. El problema es que las cosas en Los Ángeles van muy despacio. Dudo incluso que se haya hecho la autopsia.
– Bueno, llame y luego ya hablaremos.
Bosch telefoneó desde una mesa vacía junto a la de Iverson. Cuando Billets contestó, Harry notó que estaba comiendo. En pocos segundos la puso al día sobre su intento fallido de convencer a Goshen y sobre los planes de que la oficina del fiscal de Las Vegas llevara la vista de extradición.
– ¿Qué quiere hacer con la pistola? -preguntó Harry.
– La quiero aquí lo antes posible. Edgar ha convencido a alguien de la oficina del forense para que haga la autopsia esta tarde. Eso quiere decir que esta noche tendremos las balas y, si nos traes la pistola, podemos llevarlo todo a Balística mañana por la mañana. Hoy es martes. Dudo que se celebre una vista de extradición antes del jueves, y para entonces ya habremos recibido los resultados de Balística.
– De acuerdo. Cogeré el avión.
– Muy bien.
Bosch notó algo extraño en el tono de Billets. Parecía preocupada, y Harry sabía que no era ni por el resultado de Balística ni por lo que estaba comiendo.
– Teniente -le dijo-. ¿Qué pasa? ¿Hay algo que yo no sepa?
Ella vaciló un instante.
– La verdad es que sí.
Bosch comenzó a ruborizarse. Se imaginó que Felton lo había engañado y le había contado a Billets el asunto de Eleanor Wish.
– ¿Qué ha pasado?
– He identificado al hombre que entró en la oficina de Tony Aliso.
– Genial -contestó Bosch, aliviado. Sin embargo, le sorprendió el tono reticente de Billets-. ¿Quién es?
– De genial nada. Era Dominic Carbone, de la DCO.
Bosch se quedó mudo.
– ¿Carbone? ¿Qué coño…?
– No lo sé. Estoy intentando averiguar qué pasa. Me gustaría que estuvieras en Los Ángeles para decidir qué hacemos con todo esto. Goshen puede esperar hasta la vista de extradición; no va hablar con nadie excepto con su abogado. Si vuelves pronto, nos reuniremos todos para discutir el caso. Aún no he hablado con Kiz ni con Jerry porque siguen trabajando en el tema financiero.
– ¿Cómo identificó a Carbone?
– Por pura casualidad. Esta mañana, después de hablar contigo y el capitán, no tenía mucho que hacer en la comisaría, así que me fui a la central a ver a una amiga, una teniente como yo que trabaja en Crimen Organizado: Lucinda Barnes. ¿La conoces?
– No.
– Bueno, pues me fui a verla. Quería indagar un poco, intentar averiguar por qué la DCO había pasado de este caso. Y, mira por dónde, estábamos ahí hablando cuando entró un tío. Su cara me sonaba mucho, pero no me acordaba de quién era. Así que se lo pregunté a mi amiga y ella me contestó que era Carbone. Entonces caí. Era el tío del vídeo; iba arremangado, así que también le vi el tatuaje. Era él.
– ¿Y se lo dijo a su amiga?
– Qué va. Me comporté con naturalidad y salí a escape. Si quieres que te sea sincera, no me hace ninguna gracia esta conexión interna; no sé muy bien qué hacer.
– Ya se nos ocurrirá algo. Bueno, la dejo. Estaré ahí lo antes posible. Lo que puede hacer mientras tanto, teniente, es usar su influencia con los de Balística. Avisarles de que iremos con un código tres mañana por la mañana.
Billets acordó hacer todo lo posible.
Después de reservar el billete de regreso a Los Ángeles, Bosch tuvo el tiempo justo de coger un taxi al Mirage, pagar la factura y pasar por el apartamento de Eleanor para despedirse. Por desgracia, nadie contestó a la puerta. Como no conocía su coche, no pudo descubrir si se hallaba entre los vehículos aparcados. Harry esperó cuanto pudo, pero se arriesgaba a perder el avión. Entonces arrancó una página de su libreta, escribió una nota rápida diciendo que la llamaría y la colocó en el resquicio de la puerta para que cayera al suelo cuando Eleanor la abriera.
Bosch quería esperar un rato más para hablar con ella en persona, pero tuvo que renunciar a ello. Veinte minutos más tarde emergió de la oficina de seguridad del aeropuerto, con la pistola de Goshen envuelta en una bolsa de plástico y metida en su maletín. Y al cabo de cinco minutos se hallaba a bordo de un avión con rumbo a Los Ángeles.