Conduciendo a un promedio de casi ciento cincuenta kilómetros por hora, y contando una parada de quince minutos en un McDonald's, Bosch y Edgar se plantaron en Las Vegas en cuatro horas. Una vez allí, se dirigieron al aeropuerto internacional McCarran, dejaron el coche en el aparcamiento y sacaron sus maletines y bolsas del maletero.
Mientras Edgar esperaba fuera, Bosch entró en la terminal y alquiló un vehículo en la compañía Hertz.
Eran casi las cuatro y media cuando llegaron al edificio de la Metro. Al atravesar la oficina de detectives, Bosch vio a Iverson en su mesa, hablando con Baxter. Iverson sonrió ligeramente, pero Harry no le hizo caso y siguió caminando hasta el despacho de Felton que estaba trabajando con la puerta abierta. Harry dio dos golpecitos antes de entrar.
– Bosch, ¿dónde se había metido?
– Tenía que solucionar unos asuntos.
– ¿Es éste el fiscal?
– No, es mi compañero, Jerry Edgar. El fiscal no vendrá hasta mañana por la mañana.
Edgar y Felton se dieron la mano, pero Felton mantuvo la vista fija en Bosch.
– Pues ya puede llamarle y decirle que no se moleste.
Bosch lo miró un momento y comprendió la sonrisita de Iverson: algo había ocurrido.
– Capitán, nunca deja de sorprenderme -dijo-. ¿Qué pasa?
Felton se echó hacia atrás en la silla. En el borde de la mesa había un cigarro sin encender, con la punta empapada de saliva. El capitán lo cogió y se lo colocó entre los dedos. Era evidente que estaba alargando la situación para que Bosch picara, pero éste no mordió el anzuelo.
– Su amigo Lucky está haciendo las maletas -le informó finalmente el capitán.
– ¿Va a aceptar la extradición?
– Sí, se lo ha pensado mejor. No es tan tonto como parece.
Bosch cogió una silla frente a la mesa del capitán y Edgar otra a su derecha.
– Goshen -prosiguió Felton- ha despedido a ese esbirro de Joey, Mickey Torrino, y se ha buscado a su propio picapleitos. No es que sea una gran mejora, pero al menos el nuevo abogado defenderá sus intereses.
– ¿Y por qué ha cambiado de opinión? -preguntó Bosch-. ¿Le ha contado usted lo de Balística?
– Sí, claro. Lo traje aquí y le expliqué la situación. También le anuncié que habíamos pulverizado su coartada.
Bosch miró a Felton, pero no hizo la pregunta que éste esperaba.
– Pues sí, no se crea que nos tocamos las pelotas. Empezamos a investigar a este tío y les hemos allanado el terreno. Goshen declaró que el viernes por la noche no había salido de su despacho hasta las cuatro de la madrugada, hora en que volvió a casa. Pues bien, nos fuimos para el club y descubrimos que hay una puerta trasera, por donde Goshen podría haber entrado y salido tranquilamente. Nadie lo vio desde que Tony Aliso se marchó de Dolly's hasta que cerró el local, así que tuvo tiempo de sobras de ir a Los Ángeles, cargarse a Tony y volver en el último vuelo. -Felton hizo una pausa-. Y ahora la guinda; en el club hay una chica que trabaja con el nombre de Modesty. Pues resulta que Modesty tuvo una bronca con otra bailarina y fue al despacho de Goshen para quejarse. La chica asegura que nadie contestó cuando llamó a la puerta y que cuando le dijo a Dandi que quería ver al jefe, éste le respondió que no estaba. Eso fue hacia las doce de la noche.
Felton hizo un gesto de aprobación y guiñó el ojo.
– Vale, ¿y qué dice Dandi?
– Nada, aunque era de esperar. De todos modos, si ese matón pretende subir al estrado y apoyar la coartada de Goshen lo destrozaremos fácilmente. El tío tiene antecedentes penales desde la escuela primaria.
– De acuerdo, olvidémonos de él. ¿Y Goshen?
– Bueno, ya le digo que lo hemos traído aquí esta mañana y yo le he advertido que se le estaba acabando el tiempo. Goshen tenía que decidirse y se ha decidido; ha cambiado de abogado y, en mi opinión, ésa es una señal clara de que está dispuesto a negociar. Con un poco de suerte lo trincaremos a él, a Joey El Marcas y a unos cuantos chorizos de la ciudad. Nosotros habremos dado el mejor golpe de la Metro en diez años y todo el mundo contento.
Bosch se levantó y Edgar lo imitó.
– Es la segunda vez que me hace esto -protestó Bosch sin perder la compostura-. Y le aseguro que no habrá una tercera. ¿Dónde está Goshen?
– Tranquilo, Bosch. Todos queremos lo mismo.
– ¿Está aquí o no?
– En la sala número tres. Cuando lo dejé estaba con Alan Weiss, el nuevo abogado.
– ¿Ha hecho alguna declaración?
– No, claro que no. Weiss nos ha dictado sus condiciones. No habrá negociación hasta que llegue a Los Ángeles. En otras palabras, él acepta la extradición y ustedes lo acompañan a casa. Su gente tendrá que hacer el trato allá; nosotros nos retiramos a partir de hoy. Hasta que vuelva a buscar a Joey El Marcas; con eso le ayudaremos, Bosch. Hace años que espero ese día.
Harry salió del despacho sin decir una palabra, atravesó la oficina de la brigada de detectives sin mirar a Iverson y se dirigió al pasillo trasero que conducía a las salas de interrogación. Al llegar a la puerta de la sala tres, Bosch levantó la tapa que cubría la ventanita y vio a Goshen vestido con un mono azul de recluso. A su lado había un hombre mucho más menudo que Goshen, elegantemente trajeado. Bosch golpeó el vidrio con los nudillos, esperó un segundo y abrió la puerta.
– ¿Abogado? ¿Podría hablar con usted aquí fuera?
– ¿Es usted de Los Ángeles? Ya era hora.
– Hablemos fuera.
Cuando el abogado se levantó, Bosch miró a Goshen, que estaba esposado a la mesa. Apenas habían pasado treinta horas desde la última vez que lo había visto, pero Luke Goshen había cambiado. Tenía los hombros caídos y la mirada perdida. Parecía encerrado en sí mismo, como suele ocurrirle a la gente después de pasar una noche contemplando su destino. Goshen no miró a Bosch, que se limitó a cerrar la puerta en cuanto Weiss salió.
Weiss era un hombre de la edad de Bosch, delgado y muy bronceado. El abogado lucía unas gafas de montura dorada muy fina y, aunque no estaba seguro del todo, a Harry le pareció que llevaba peluquín. En los pocos segundos que tuvo para calar al abogado, Bosch decidió que Goshen había elegido bien.
Después de las presentaciones de rigor, Weiss fue directamente al grano.
– Mi cliente está dispuesto a aceptar cualquier petición de extradición, pero ustedes deben actuar deprisa. El señor Goshen no se siente seguro en Las Vegas, ni siquiera en la cárcel de la Metro. Yo esperaba que la vista se pudiera celebrar hoy mismo, pero ya es demasiado tarde. Mañana a las nueve en punto estaré en el juzgado. Ya hemos quedado con el señor Lipson, el fiscal local, y usted podrá llevárselo al aeropuerto hacia las diez.
– Pise el freno, abogado -dijo Edgar-. ¿Por qué tanta prisa de repente? ¿Porque Luke se ha enterado de los resultados de Balística o porque El Marcas también se ha enterado y piensa que es mejor retirarse a tiempo?
– Supongo que es más fácil para Joey encargar un asesinato en la Metro que en Los Ángeles, ¿no? -añadió Bosch.
Weiss los miró como si fueran extraterrestres.
– El señor Goshen no sabe nada de un asesinato y espero que ese comentario sea sólo parte de la estrategia de intimidación que ustedes suelen emplear. Lo que sí sabe es que existe una conspiración para cargarle con un crimen que no ha cometido. Mi cliente cree que la mejor forma de llevar esto es cooperar en todo lo que haga falta en un nuevo ambiente, lejos de Las Vegas. Los Ángeles es su única alternativa.
– ¿Podemos hablar con él ahora?
Weiss negó con la cabeza.
– El señor Goshen no dirá ni una palabra hasta que lleguemos a Los Ángeles. Allí llevará el caso mi hermano, que tiene un bufete en la ciudad. Saul Weiss, tal vez usted lo conozca.
A Bosch le sonaba el nombre, pero negó con la cabeza.
– Bueno, mi hermano ya ha hablado con el señor Gregson, su fiscal. Como ve, detective, usted es sólo un mensajero. Su trabajo es escoltar al señor Goshen hasta el avión mañana por la mañana y llevarlo sano y salvo a Los Ángeles. Después de eso lo más probable es que el caso deje de estar en sus manos.
– Lo más probable es que no -replicó Bosch.
Dicho esto, Harry sorteó al abogado y abrió la puerta de la sala de interrogación. Goshen alzó la vista. Bosch entró y puso las manos sobre la mesa. Sin embargo, antes de que pudiera hablar, intervino Weiss.
– Luke, no le digas nada a este hombre. Nada.
Bosch hizo caso omiso de Weiss y miró únicamente a Goshen.
– Todo lo que quiero de ti es una muestra de buena fe. Si quieres que te lleve a Los Ángeles y te deje allí sano y salvo, contéstame una pregunta. ¿Dónde…?
– Tiene que llevarte de todos modos, Luke. No caigas en la trampa. Yo no puedo representarte si no confías en mí.
– ¿Dónde está Layla? -preguntó Bosch-. No pienso irme de Las Vegas hasta que hable con ella. Si quieres salir de aquí mañana, tengo que hablar con ella esta noche. No está en su casa. Anoche hablé con su compañera de piso, Pandora, y me dijo que Layla lleva un par de días sin aparecer. ¿Dónde está?
Goshen miró a Bosch y luego a Weiss.
– No digas nada -le aconsejó Weiss-. Detective, ¿podría salir un momento para que yo pueda consultar con mi cliente? Es posible que no me importe que conteste esa pregunta.
– Eso espero.
Bosch salió al pasillo con Edgar. Se metió un cigarrillo en la boca, pero no lo encendió.
– ¿Por qué te interesa tanto Layla? -inquirió Edgar.
– No me gustan los cabos sueltos. Quiero saber cómo encaja ella en esta historia.
Bosch no le dijo que sabía, a través de las grabaciones ilegales, que Layla había llamado a Aliso a petición de Goshen, y le había preguntado cuándo iba a ir a Las Vegas. Si la encontraban, tendría que sonsacárselo durante el interrogatorio sin mostrar en ningún momento que él ya lo sabía.
– También es una prueba -le dijo a Edgar-. A ver hasta qué punto está dispuesto a cooperar Goshen.
En ese momento salió el abogado y cerró la puerta tras él.
– Si vuelve a intentar hablar con mi cliente cuando yo se lo he prohibido explícitamente, se acabó la colaboración entre usted y yo.
A Bosch le entraron ganas de preguntarle de qué colaboración hablaba, pero lo dejó pasar.
– ¿Va a decírnoslo?
– No, se lo voy a decir yo. Mi cliente afirma que cuando esa tal Layla empezó a trabajar en el club, él la acompañó a casa unas cuantas noches. Una de esas noches ella le pidió que la dejara en un sitio distinto porque quería evitar a alguien con quien estaba saliendo y creía que tal vez la estaba esperando en su piso. Total, que era una casa en North Las Vegas. La chica le dijo a mi cliente que era el lugar donde se crió. Él no tiene la dirección exacta, pero recuerda que estaba en la esquina noroeste de Donna Street y Lillis. Pruebe allí; es todo lo que sabe.
Bosch tomó nota de las señas.
– Gracias.
– De paso, apúntese que la vista será en la sala número diez. Allí estaremos mañana a las nueve. Espero que haya tomado medidas de seguridad para el transporte de mi cliente.
– Para eso estamos los mensajeros, ¿no?
– Perdone, detective. A veces se dicen cosas en caliente, pero no era mi intención ofenderle.
– No se preocupe.
Bosch se dirigió a la oficina de detectives para usar el teléfono de una de las mesas vacías y cambiar las reservas del vuelo de las tres al de las diez y media. Aunque no miró a Iverson, era consciente de que el detective lo observaba desde su mesa a unos cinco metros de distancia. Después de colgar, Bosch asomó la cabeza por la puerta del despacho de Felton. Como el capitán estaba al teléfono, Harry se limitó a despedirse con un saludo al estilo militar.
De vuelta en el coche de alquiler, Edgar y Bosch decidieron ir a la cárcel para preparar la transferencia de custodia antes de ir en busca de Layla. La prisión estaba al lado del juzgado. Un sargento llamado Hackett les detalló cómo y cuándo les entregarían a Goshen. Como eran más de las cinco, hora en que cambiaban los turnos, Bosch y Edgar tendrían que tratar con otro sargento por la mañana. De todos modos, Bosch se sentía más cómodo conociendo el procedimiento con antelación. Edgar y él recogerían a Goshen en una zona segura y cerrada, por lo que Bosch confiaba en que no habría problemas. Al menos en Las Vegas.
Después, siguiendo las indicaciones de Hackett, Bosch y Edgar se dirigieron a un barrio de clase media en North Las Vegas donde se hallaba la casa en que Goshen había dejado a Layla. Era una vivienda de una planta, con un toldo de aluminio sobre cada ventana y un Mazda RX7 en el garaje.
Una mujer mayor abrió la puerta. Tendría sesenta y pico años y se conservaba bien. Al mostrarle la placa, Bosch le encontró cierto parecido con la imagen de Layla en la foto.
– Señora, me llamo Harry Bosch y éste es mi compañero, Jerry Edgar. Venimos de Los Ángeles y estamos buscando a una chica para hablar con ella. Es una bailarina que se hace llamar Layla.
– No vive aquí. No sé de qué hablan.
– Creo que sí lo sabe, señora, y le agradecería mucho que colaborara con nosotros.
– Ya le he dicho que no está.
– Pues a nosotros nos han dicho que sí. ¿Es cierto? ¿Es usted su madre? -inquirió Bosch-. Layla intentó ponerse en contacto conmigo, así que no hay ninguna razón para que tenga miedo o se niegue a hablar con nosotros.
– Ya se lo diré si la veo.
– ¿Podemos entrar?
Bosch se apoyó en la puerta y comenzó a empujarla de forma lenta pero firme.
– No pueden…
La mujer no terminó la frase, porque sabía que era inútil. En un mundo ideal la policía no podía irrumpir en una casa de esa manera, pero la mujer era perfectamente consciente de que no vivía en un mundo ideal.
Una vez dentro, Bosch miró a su alrededor. Los muebles eran viejos; se notaba que habían tenido que durar más tiempo del previsto por el fabricante o por ella misma cuando los compró. En la sala de estar había un tresillo. Tanto el sofá como las butacas estaban tapados con una colcha estampada, seguramente para disimular el desgaste. También había un televisor antiguo, de los que tenían un dial para cambiar los canales, y varias revistas del corazón desperdigadas en una mesita baja.
– ¿Vive usted aquí sola? -preguntó Bosch.
– Sí, señor -contestó la mujer indignada, como si la pregunta fuera un insulto.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Layla?
– No se llama Layla.
– Bueno, ésa era mi próxima pregunta. ¿Cuál es su verdadero nombre?
– Gretchen Alexander.
– ¿Y usted es…?
– Dorothy Alexander.
– Dorothy, ¿dónde está?
– No lo sé.
– ¿Cuándo se fue?
– Ayer por la mañana.
A una señal de Bosch, Edgar dio media vuelta y se dirigió al pasillo que conducía a la parte trasera de la casa.
– ¿Adónde va? -preguntó la mujer.
– A echar un vistazo, nada más -contestó Bosch-. Siéntese aquí, Dorothy. Cuanto antes hablemos, antes saldremos de aquí.
Bosch señaló la butaca y permaneció de pie hasta que ella tomó asiento. Entonces él sorteó la mesa baja y se sentó en el sofá. Como los muelles estaban rotos, se echó hacia delante para no hundirse, pero incluso en esa postura le parecía que las rodillas le llegaban al pecho.
– No me hace gracia que su amigo toque mis cosas -protestó Dorothy, volviéndose para mirar hacia el pasillo.
– Irá con cuidado -repuso Bosch mientras sacaba su libreta-. Usted parecía saber que veníamos. ¿Cómo se enteró?
– Sólo sé lo que ella me dijo. Me avisó que podría venir la policía, pero no mencionó que vendrían desde Los Ángeles -dijo la mujer, pronunciando el nombre de la ciudad de forma extraña.
– ¿Y sabe usted por qué hemos venido?
– Por Tony. Gretchen me contó que lo mataron en Los Ángeles.
– ¿Adónde ha ido?
– No me lo dijo. Puede preguntármelo las veces que quiera pero siempre le voy a contestar lo mismo. No lo sé.
– ¿El deportivo del garaje es de ella?
– Sí, señor. Se lo compró con su propio dinero.
– ¿El que ganó haciendo strip-tease?
– El dinero es dinero, se gane como se gane.
En ese momento entró Edgar y miró a Bosch. Harry le hizo un gesto para que dijera lo que había encontrado.
– Parece que estuvo aquí. Hay un segundo dormitorio y el cenicero de la mesita de noche está sucio. En el colgador del armario hay un espacio libre como si alguien se hubiera llevado la ropa, pero se ha dejado esto.
Edgar alargó la mano y le mostró un marquito ovalado con una foto de Tony Aliso y Gretchen Alexander, cogidos y sonriendo a la cámara. Bosch asintió y volvió su atención a Dorothy Alexander.
– Si se ha ido, ¿por qué no se ha llevado el coche?
– No lo sé. Vino un taxi a buscarla.
– ¿Se iba en avión?
– ¿Cómo quiere que lo sepa si no sé adónde iba?
Bosch la apuntó con el dedo como si fuera una pistola.
– Tiene razón. ¿Le dijo cuándo volvería?
– No.
– ¿Cuántos años tiene Gretchen?
– Está a punto de cumplir veintitrés.
– ¿Cómo le sentó lo de Tony?
– Mal. Estaba enamorada y le ha afectado mucho. Estoy preocupada por ella.
– ¿Teme que haga alguna locura?
– No sé qué piensa hacer.
– ¿Le dijo ella que estaba enamorada o es lo que usted cree?
– Me lo dijo ella. Gretchen me lo contó y es verdad. También me dijo que iban a casarse.
– ¿Sabía ella que Tony ya estaba casado?
– Sí, él se lo contó. Pero también le explicó que su matrimonio no significaba nada y que era sólo cuestión de tiempo.
Bosch asintió. Se preguntaba si sería la verdad, no sólo para Gretchen sino para Tony Aliso. Entonces bajó la cabeza y miró la página en blanco de su libreta.
– Estoy tratando de recordar si hay algo más -explicó-. ¿Jerry?
Edgar negó con la cabeza, pero luego dijo:
– Bueno, me gustaría saber cómo una madre puede dejar que su hija haga eso para ganarse la vida. Desnudarse de esa manera…
– Jerry…
– Porque tiene talento. Venían a verla hombres de todo el país y siempre volvían. Todo por ella -contestó la mujer, indignada-. Y, para que lo sepa, no soy su madre, aunque como si lo fuera, porque la suya se largó y me la dejó hace muchos años. Y no pienso decirles nada más. ¡Fuera de mi casa!
La mujer se levantó, como si estuviera dispuesta a echarles por la fuerza si fuera necesario. Bosch decidió hacerle caso. Se levantó y guardó la libreta.
– Perdone la intrusión -se disculpó mientras sacaba una tarjeta de su cartera-. Si habla con ella, por favor, déle mi número y dígale que esta noche puede encontrarme en el Mirage.
– Se lo diré si hablo con ella.
Dorothy Alexander cogió la tarjeta y los siguió hasta la puerta. En el umbral, Bosch se volvió hacia ella.
– Gracias, señora Alexander.
– ¿Gracias por qué?
Edgar y Bosch permanecieron un rato en silencio mientras volvían al Strip.
– Era una vieja gruñona -contestó Edgar cuando Bosch le pidió su opinión de la entrevista-. Hice esa pregunta para ver cómo reaccionaba. Aparte de eso, creo que la tal Layla o Gretchen no nos llevará a ninguna parte. No es más que una chica tonta a quien Tony estaba engañando. Normalmente son las bailarinas las que te engatusan, pero en este caso creo que era Tony el que le tomaba el pelo.
– Puede ser.
Bosch encendió un cigarrillo y volvió a sumirse en sus pensamientos, que ya se hallaban lejos de la entrevista con la señora Alexander. Para él la jornada había terminado. En esos momentos su única preocupación era Eleanor Wish.
Cuando llegaron al Mirage, Bosch se detuvo en la puerta principal.
– Harry, ¿qué haces? -preguntó Edgar-. Puede que Billets nos pague el Mirage, pero el aparcacoches no cuela.
– Sólo te dejo a ti. Yo me voy a recoger el coche porque mañana no pienso ni acercarme al aeropuerto.
– Genial, pero yo te acompaño, tío. Aquí no hay nada que hacer aparte de perder dinero.
Bosch abrió la guantera y apretó el botón de apertura del maletero.
– No, quiero estar solo para pensar un poco. Anda, Jed, coge tus cosas.
Edgar lo miró fijamente. Hacía mucho tiempo que Bosch no le llamaba Jed. Estuvo a punto de decir algo, pero se limitó a salir del coche.
– Vale, Harry. ¿Querrás que cenemos juntos más tarde?
– Seguramente. Te llamo a tu habitación.
– De puta madre.
Después de que Edgar cerrara el maletero de golpe, Bosch se dirigió a Las Vegas Boulevard y luego al norte, a Sands. Era el atardecer y la luz del día iba dando paso a las luces de neón. Harry tardó diez minutos en llegar. Aparcó delante del edificio de pisos de Eleanor Wish, respiró hondo y salió del coche. ¿Por qué no había contestado a sus llamadas? ¿Por qué no había respondido a su mensaje? Tenía que saberlo.
Al llegar a la puerta, sintió que se le encogía el estómago. La nota que había doblado y colocado tan cuidadosamente en la jamba seguía allí. Bosch bajó la mirada hacia el ajado felpudo y cerró los ojos con fuerza, al tiempo que le embargaba una sensación de culpabilidad que hasta entonces había logrado reprimir. En una ocasión una llamada telefónica de Bosch le había costado la vida a un hombre inocente. Aunque era algo impredecible, había sido un error de todas formas. Harry había conseguido, si no superarlo, al menos aceptarlo. Ante aquella puerta, Bosch sintió que la historia se repetía con Eleanor. Bosch sabía lo que encontraría al otro lado. Pedirle a Felton el número y la dirección de Eleanor había desencadenado una terrible reacción en cadena que había terminado con la detención de Eleanor y la subsiguiente destrucción de su frágil dignidad y la superación de su pasado.
Bosch le pegó una patada al felpudo, con la vaga esperanza de que ella hubiera dejado una llave. No hubo suerte. Harry guardaba su ganzúa en la guantera del coche que había dejado en el aeropuerto. Tras dudar un instante, se concentró en un punto por encima del paño, retrocedió un poco, levantó la pierna izquierda y estampó el tacón. Al astillarse la jamba, la puerta se abrió.
A continuación Bosch entró lentamente en el apartamento. En la sala de estar todo parecía en orden. Harry avanzó rápidamente por el pasillo hasta llegar al dormitorio, donde encontró la cama vacía y deshecha. Allí se quedó un rato inmóvil mientras intentaba asimilar la situación. De pronto se dio cuenta de que no había inspirado aire desde que había abierto la puerta, así que exhaló y comenzó a respirar con normalidad. Eleanor estaba viva, en algún lugar. O al menos eso parecía. Harry se sentó en la cama, sacó un cigarrillo y lo encendió. Su sensación de alivio se complicó en seguida con otras dudas y preguntas. ¿Por qué no lo había llamado Eleanor? ¿Acaso no era real lo que habían compartido?
– ¿Hola? -dijo una voz masculina procedente de la puerta.
Bosch supuso que se trataba de alguien que lo había oído forzar la puerta. Se levantó y salió del dormitorio.
– Sí, estoy aquí -contestó-. Soy policía.
Cuando entró en la sala, Bosch se sorprendió al ver a un hombre impecablemente vestido con traje negro, camisa blanca y corbata negra.
– ¿Detective Bosch?
Harry se puso tenso.
– Hay alguien que quiere hablar con usted.
– ¿Quién?
– Él le dirá quién es y qué quiere.
El hombre salió del piso, dejando decidir a Bosch. Después de vacilar un instante, Bosch lo siguió.
En el aparcamiento había una limusina enorme con el motor en marcha. El hombre del traje negro tomó asiento al volante y, tras observarlo un momento, Bosch fue hacia el vehículo. Por el camino, palpó la chaqueta hasta notar el bulto tranquilizador de su pistola. Entonces se abrió una puerta y un hombre de rostro sombrío y facciones duras le invitó a entrar. Bosch no dudó; ya era demasiado tarde para eso.
Entró en aquel enorme vehículo y se sentó de cara a atrás. En el aterciopelado asiento había dos individuos: uno, el del rostro duro, vestido de manera informal y totalmente a sus anchas, y el otro, un hombre mayor que llevaba un traje caro con chaleco y una corbata bien apretada. Entre los dos hombres, en un apoyabrazos tapizado, había una caja negra con una lucecita verde. No era la primera vez que Bosch veía algo así. Se trataba de un artilugio que detectaba las ondas electrónicas emitidas por los aparatos de espionaje. Mientras esa lucecita brillara, podían hablar y sentirse relativamente seguros de que no los estaban oyendo o grabando.
– Detective Bosch -dijo el hombre del rostro duro.
– Usted debe de ser Joey El Marcas.
– Me llamo Joseph Marconi.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Marconi?
– Quería charlar con usted, nada más. Usted, yo y mi abogado.
– ¿El señor Torrino?
El otro hombre asintió.
– Parece que hoy ha perdido un cliente -comentó Bosch.
– De eso queríamos hablarle -replicó Marconi-. Tenemos un problema. Verá, nosotros…
– ¿Cómo ha sabido dónde encontrarme?
– Tenía a varios chicos vigilando el lugar. Nos imaginamos que volvería, sobre todo después de dejar esa nota.
No había duda de que lo habían seguido, pero Bosch se preguntaba desde cuándo. De pronto supo sobre qué iba a tratar la reunión.
– ¿Dónde está Eleanor Wish?
– ¿Eleanor Wish? -Marconi miró a Torrino y luego de nuevo a Bosch-. No la conozco, pero supongo que aparecerá.
– ¿Qué quiere, Marconi?
– Sólo quería hablar con usted, nada más. Una conversación tranquila. Tenemos un pequeño problema y quizá podamos solucionarlo. Yo quiero cooperar con usted, detective Bosch. ¿Quiere usted cooperar conmigo?
– Ya se lo he dicho: ¿qué quiere?
– Lo que quiero es aclarar esto antes de que se descontrole demasiado -contestó Marconi-. Usted es un buen hombre; lo he investigado. Tiene principios, algo que yo respeto mucho. Haga lo que haga una persona, siempre hay que tener un código ético. Sin embargo, se equivoca conmigo. Yo no tuve nada que ver con lo de Tony Aliso.
Bosch sonrió y sacudió la cabeza.
– Oiga, Marconi, no me interesa su coartada. Estoy seguro de que es perfecta, pero me importa un comino. Es posible apretar el gatillo a seiscientos kilómetros de distancia. Se ha hecho desde más lejos, ¿sabe lo que quiero decir?
– Detective Bosch, sigue equivocándose. Diga lo que diga ese cabrón, es mentira. Ni yo ni mi gente tenemos nada que ver con lo de Tony Aliso. Le estoy dando la oportunidad de rectificar.
– Ah, sí. ¿Y cómo quiere que rectifique? ¿Quiere que suelte a Goshen para que usted lo vaya a buscar a la cárcel en la limusina y se lo lleve de paseo por el desierto? ¿Cree que volveremos a verlo?
– ¿Y usted cree que volverá a ver a esa ex agente del FBI?
Bosch lo miró, dejando que la ira creciese en su interior hasta notar un ligero temblor en el cuello. Entonces, con un gesto rápido, sacó la pistola y se abalanzó sobre Marconi. Tras agarrarlo por la gruesa cadena de oro que le rodeaba el cuello, le apretó el cañón contra la mejilla.
– ¿Qué dice?
– Tranquilo, detective Bosch -intervino Torrino-. No se precipite.
Torrino le tocó el brazo a Bosch.
– ¡Quíteme las manos de encima, cabrón!
Torrino alzó ambas manos en un gesto de rendición.
– Sólo quiero calmar un poco las cosas, eso es todo.
Bosch se recostó en el asiento sin soltar la pistola. El cañón había dejado una marca circular de aceite en la mejilla de Marconi, que se la limpió con la mano.
– ¿Dónde está, Marconi?
– Sólo sé que quería marcharse unos días, Bosch. No hacía falta que reaccionara así. Aquí estamos entre amigos. Ella volverá. De hecho, ahora que sé que usted está tan…, bueno, interesado en ella, le puedo garantizar personalmente que volverá.
– ¿A cambio de qué?
Hackett seguía de servicio en la cárcel de la Metro. Bosch le dijo que tenía que hablar con Goshen unos minutos sobre un asunto de seguridad. Hackett refunfuñó y le recordó que ver a un preso fuera de horas de visita iba contra las reglas, pero Bosch sabía que de vez en cuando se hacían excepciones con los policías locales. El agente acabó por ceder y condujo a Bosch a una sala que los abogados empleaban para hablar con sus clientes. El sargento le pidió que esperase allí y, diez minutos más tarde, entró con Goshen y lo esposó a la silla. A continuación se cruzó de brazos y se quedó de pie detrás del sospechoso.
– Sargento, tenemos que hablar a solas.
– No es posible. Son las normas.
– Yo no pienso hablar -intervino Goshen.
– Sargento -insistió Bosch-. Lo que voy a decirle a este hombre, aunque él no quiera hablar conmigo, podría ponerle a usted en peligro. ¿Sabe a qué me refiero? ¿Por qué añadir ese posible riesgo a su trabajo? Sólo le pido cinco minutos.
Hackett lo consideró un momento y, sin decir una palabra, los dejó solos.
– Muy astuto, Bosch, pero no pienso hablar contigo. Weiss ya me advirtió que podrías colarte por la puerta de atrás, que intentarías conseguir algo antes de tiempo, pero no pienso seguirte el juego. Llévame a Los Ángeles, ponme delante de alguien que pueda negociar y haremos un trato. Así todos contentos.
– Calla y escucha, idiota. Me importa un huevo ese trato; ahora mismo sólo estoy dudando si salvarte la vida o no.
Bosch vio que había captado su atención y esperó unos momentos a que la tensión aumentara.
– Goshen, déjame explicarte una cosa. En Las Vegas sólo hay una persona que me importe. Una sola. Si no fuera por ella, toda la ciudad podría achicharrarse viva y yo me quedaría tan ancho. Pero resulta que esa persona está aquí y tu jefe la ha elegido a ella para presionarme.
Los ojos de Goshen mostraron preocupación. Bosch estaba hablando de su gente, así que sabía exactamente de qué iba la cosa.
– El trato es el siguiente -anunció Bosch-: Tú a cambio de ella. Joey El Marcas me ha prometido que si tú no llegas vivo a Los Ángeles, mi amiga volverá. Y viceversa. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
Goshen bajó la vista y asintió lentamente.
– ¿Sí o no?
Bosch sacó su pistola y la sostuvo a pocos centímetros del rostro de Goshen, que bizqueó al mirar el agujero negro del cañón.
– Podría volarte los sesos aquí mismo. Hackett entraría y yo le diría que intentaste quitarme la pistola. Él tendría que ponerse de mi parte, porque me permitió reunirme contigo en contra del reglamento.
Bosch retiró el arma.
– O mañana -continuó-. Mañana podría ocurrir lo siguiente: cuando estamos esperando nuestro vuelo, se arma un alboroto en las máquinas tragaperras. Alguien gana un bote enorme y mi compañero y yo cometemos el error de mirar. Mientras tanto, otra persona (tal vez tu colega Dandi) te clava un estilete de quince centímetros en el cuello. Tú pasas a mejor vida y mi amiga vuelve conmigo.
– ¿Qué quieres, Bosch? -preguntó Goshen.
Bosch se le acercó.
– Quiero que me des una razón para no hacerlo. Tú me importas una mierda, vivo o muerto, pero no voy a permitir que le pase nada a ella. He cometido muchos errores en mi vida. Por mi culpa, mataron a un hombre inocente, ¿lo entiendes? Y no pienso dejar que vuelva a ocurrir. Ésta es mi redención, Goshen. Y si el precio es una escoria humana como tú, lo pagaré -le amenazó Bosch-. Sólo hay una alternativa. Tú conoces a Joey El Marcas, ¿dónde la tendría?
Joder, no sé. -Goshen se frotó la cabeza.
– Piensa, Lucky. No es la primera vez que Joey hace algo así; para vosotros es pura rutina. ¿Dónde ocultaría a un rehén?
– Había…, hay un par de casas que usa para estas cosas. Él, bueno…, yo creo que para esto usaría a los de Samoa.
– ¿Quiénes son?
– Dos matones enormes, de Samoa. Son hermanos, con unos nombres impronunciables, así que nosotros los llamamos Tom y Jerry. Viven en una de las casas y me parece que Joey usaría la suya para esto. La otra es sobre todo para contar dinero y alojar a gente de Chicago.
– ¿Dónde está la casa de los de Samoa?
– En North Las Vegas, no demasiado lejos de Dolly's.
En una hoja de libreta que le dio Bosch, Goshen le dibujó un mapa con las instrucciones para llegar a la casa.
– ¿Has estado allí?
– Alguna vez.
Bosch le dio la vuelta a la hoja.
– Dibújame un plano del interior.
Bosch aparcó el coche cubierto de polvo que acababa de recoger del aeropuerto frente a las puertas del Mirage. Cuando salió del vehículo, se le acercó un aparcacoches del hotel, pero Bosch no le hizo caso.
– ¿Las llaves, señor?
– Es un momento.
El aparcacoches comenzó a decir que no podía dejar el coche ahí, pero Bosch desapareció por las puertas giratorias. Al atravesar el casino, Bosch buscó a Edgar entre los jugadores. Había varios negros altos pero ninguno era su compañero.
En un teléfono del vestíbulo Harry preguntó por la habitación de Edgar y soltó un suspiro de alivio cuando cogió el teléfono.
Jerry, soy yo. Te necesito.
– ¿Qué pasa?
– Baja. Te espero fuera, en la entrada principal.
– ¿Ahora? Acaban de subirme la cena. Como no me llamaste…
– Te necesito ya. ¿Te has traído el chaleco de Los Ángeles?
– ¿El chaleco? Sí. ¿Qué…?
– Pues cógelo.
Bosch colgó antes de que Edgar pudiera hacer más preguntas.
Cuando se volvió para regresar al coche, se dio de bruces con alguien conocido. Al principio, como el hombre iba bien vestido, Bosch creyó que se trataba de uno de los hombres de Joey El Marcas, pero después se acordó de él. Era Hank Meyer, el jefe de seguridad del hotel.
– Detective Bosch. No esperaba verlo por aquí.
– Acabo de llegar. He venido a buscar a alguien.
– ¿Han encontrado a su hombre?
– Eso creo.
– Felicidades.
– Perdone, Hank, pero tengo que irme. Tengo el coche aparcado en la puerta, bloqueando el tráfico.
– Ah, ¿es suyo? Acaban de decírmelo por radio. Sí, le agradecería que lo moviera.
– A eso voy. Adiós.
Bosch intentó sortearlo.
– Ah, por cierto -añadió Meyer-. Quería decirle que todavía no han reclamado el dinero de la apuesta.
– ¿Qué? -Bosch se detuvo.
– A través del ordenador encontramos el número de serie. Después lo comprobé en nuestra base de datos y nadie lo ha cobrado todavía.
– Muy bien, gracias.
– Le llamé a su oficina para decírselo, pero usted no estaba. No sabía que venía hacia aquí. De todos modos, nosotros seguiremos con los ojos abiertos.
– Gracias, Hank. Tengo que irme.
Bosch comenzó a alejarse, pero Meyer seguía hablando.
– De nada. Gracias a usted. Siempre estamos dispuestos a cooperar con nuestros hermanos de las fuerzas de seguridad.
Meyer sonrió. Bosch lo miró y le pareció que tenía una garrapata enganchada a la pierna. No podía deshacerse de él. Después de asentir por enésima vez, Harry continuó caminando al tiempo que intentaba recordar la última vez que había oído la expresión «nuestros hermanos de las fuerzas de seguridad». Había cruzado medio vestíbulo cuando echó un vistazo atrás y vio que Meyer seguía detrás de él.
– Una cosa más, detective Bosch.
Bosch se detuvo, pero perdió la paciencia.
– ¿Qué, Hank? Tengo que irme ya.
– Es sólo un segundo. Quisiera pedirle un favor. Como supongo que su departamento hará pública la detención, le agradecería mucho que no mencionara el Mirage.
– De acuerdo. No diré nada. Hasta luego.
Finalmente Bosch se volvió y se alejó con paso decidido. Aunque resultaba improbable que la policía mencionara el Mirage en el comunicado de prensa, comprendía el interés de Meyer. En ese momento, al encargado le preocupaban más las relaciones públicas que la seguridad del casino, si es que eran cosas diferentes.
Bosch llegó al Caprice justo cuando Edgar salía del hotel con el chaleco antibalas. El aparcacoches miró a Harry con una expresión funesta, que no cambió a pesar de los cinco dólares de propina. Dándolo por inútil, Edgar y Bosch se metieron en el vehículo y se marcharon.
Cuando pasaron por delante, la casa de la que Goshen le había hablado parecía desierta. Bosch aparcó a media manzana de distancia.
– Todavía no lo veo claro, Harry -protestó Edgar-. Deberíamos llamar a la Metro.
– Ya te lo he dicho; no podemos. Seguro que Joey tiene a alguien dentro. Si no, no habría sabido quién era Eleanor. Si llamamos, El Marcas se enterará y la matará o se la llevará a otro sitio. Así que primero entramos y después llamamos a la Metro.
– Si es que hay un después -replicó Edgar-. ¿Qué coño vamos a hacer? ¿Entrar a lo bestia? Esto es suicida, Harry.
– No. Tú sólo tienes que ponerte al volante, darle la vuelta al coche y estar a punto para salir a escape.
Bosch había albergado la esperanza de usar a Edgar como refuerzo, pero después de contarle la situación por el camino, comprendió que no quería cooperar. Bosch pasó al plan B, en el que Edgar era tan sólo el chofer.
– Me esperas aquí, ¿no? -le preguntó a Edgar antes de salir del coche.
– Sí, pero no te dejes matar. No quiero tener que dar explicaciones.
– Haré lo que pueda. Anda, déjame tus esposas y abre el maletero.
Bosch se metió las esposas de Edgar en el bolsillo de la chaqueta y fue a abrir el maletero. De allí sacó su chaleco, se lo puso encima de la camisa y después se colocó la chaqueta para ocultar la pistolera. A continuación levantó el fondo del maletero y la rueda de repuesto, bajo la que guardaba una Glock 17 envuelta en un trapo grasiento. Una vez que hubo comprobado que el arma estaba en condiciones, Bosch se la colocó en el cinturón. Si iba a haber disparos en aquel asalto, no sería con su pistola reglamentaria. Por último, Harry se acercó a la ventana del conductor, se despidió de Jerry y se alejó calle abajo.
La casa era una pequeña construcción de cemento y yeso muy a tono con el barrio. Bosch saltó la pequeña valla que la rodeaba, se sacó la pistola del cinturón y la mantuvo pegada al costado mientras caminaba junto a la pared lateral. No vio ninguna luz a través de las ventanas, pero sí oyó el sonido apagado de un televisor. Ella estaba allí; lo presentía. Harry sabía que Goshen había dicho la verdad.
Cuando llegó a la esquina, Bosch descubrió una piscina y un porche. También se fijó en un bloque de cemento que servía de soporte a una antena parabólica. «Es el escondrijo de la mafia moderna -pensó-. Nunca saben cuánto tiempo tendrán que ocultarse, así que más vale tener quinientos canales de televisión.»
El patio trasero estaba vacío, pero al doblar la esquina Bosch vislumbró una ventana iluminada y avanzó hacia ella en cuclillas. Por entre las lamas de la persiana, Harry logró distinguir a dos hombres gigantescos -los de Samoa, evidentemente y a Eleanor. Los de Samoa estaban sentados en un sofá, frente al televisor, y a su lado se encontraba Eleanor, con la muñeca y el tobillo esposados a una silla de cocina. La pantalla de una lámpara le impedía verle la cara, pero Bosch la reconoció por la ropa, ya que era la misma que llevaba cuando la interrogaron en la Metro. Los tres estaban viendo una reposición de El show de Mary Tyler Moore.
Bosch notó que la rabia le oprimía el pecho. Se agachó e intentó pensar en una forma de sacar a Eleanor de allí. Apoyado contra la pared, Harry miró más allá de la piscina y de pronto se le ocurrió una idea.
Después de comprobar que nadie se había movido, Bosch volvió a la esquina de la casa donde se encontraba la antena parabólica. Se guardó la pistola en el cinturón y, tras examinar el aparato unos instantes, giró el plato con las dos manos y lo apuntó hacia el suelo.
Pasaron unos cinco minutos, durante los cuales Bosch imaginó que uno de los de Samoa habría comenzado a jugar con el mando a distancia para intentar recuperar la imagen. Entonces se encendió una lámpara del porche y uno de ellos emergió por la puerta trasera. Lucía una camisa hawaiana enorme y una melena negra que le llegaba hasta los hombros.
El matón llegó hasta la antena y la observó un rato sin saber qué hacer. Luego se colocó al otro lado para examinarla desde otro ángulo, con lo cual le dio la espalda a Bosch. Harry aprovechó la ocasión para acercarse por detrás y ponerle el cañón de la Glock en la parte inferior de la espalda.
– No te muevas, grandullón -le ordenó con un tono bajo y controlado-. Y no digas nada si no quieres pasarte el resto de la vida en una silla de ruedas.
Bosch esperó. El hombre no se movió ni dijo nada.
– ¿Quién eres, Tom o Jerry?
Jerry.
– Vale, Jerry. Vamos a pasear hasta el porche. Venga.
Jerry caminó hacia uno de los dos postes metálicos que soportaban el tejado del porche, mientras Bosch mantenía la pistola apretada contra la camisa del hombre. Al llegar, Harry sacó las esposas de Edgar y las pasó por delante de la enorme barriga del matón.
– Cógelas y espósate alrededor del poste.
Bosch esperó hasta oír el chasquido de las dos esposas. Entonces se colocó frente a él y examinó sus muñecas gordezuelas para comprobar que las había cerrado bien.
– Perfecto, Jerry. Ahora, ¿quieres que mate a tu hermano? Porque puedo entrar, cargármelo y llevarme a la chica. Ésa es la forma más fácil. ¿Quieres que lo haga así?
– No.
– Pues entonces haz exactamente lo que té digo. Si la jodes, lo mato a él. Y luego a ti, porque no puedo dejar testigos. ¿Entendido?
– Sí.
– Vale, llámalo y pregúntale si la tele se ve bien. Y no digas su nombre, que no me fío. Cuando te diga que no, dile que venga a ayudarte y que no pasa nada porque ella está esposada. Hazlo bien, Jerry, y nadie morirá. Si lo haces mal, no viviréis para contarlo.
– ¿Cómo lo llamo?
– Prueba con «hermanito». Creo que funcionará.
Jerry interpretó bien su papel. Tras un breve intercambio de preguntas y respuestas, Tom salió al porche donde vio a su hermano de espaldas. Justo cuando empezaba a sospechar que algo iba mal, Bosch apareció por su punto ciego y le apuntó con la pistola. Empleando sus propias esposas, ató al segundo hermano -que parecía todavía más grande que el primero y lucía una camisa hawaiana aún más llamativa- al otro poste del porche.
– Vale, chicos. Ahora vuelvo. Ah, ¿quién tiene las llaves de las esposas de la mujer?
– Él -contestaron ambos al unísono.
– No seáis tontos. Ya os he dicho que no quiero matar a nadie. A ver, ¿quién la tiene?
– Yo -respondió una voz a su espalda.
Harry se quedó de piedra.
– Tranquilo, Bosch. Tira la pistola a la piscina y vuélvete despacio.
Bosch obedeció y se encontró cara a cara con Dandi. Incluso en la oscuridad, Harry percibió el placer y el odio en su mirada. Dandi se acercó a él con una pistola en la mano, procedente del porche. Bosch se enojó consigo mismo por no haber registrado el lugar más a fondo ni haberle preguntado al matón si había alguien más en la casa, aparte de su hermano y Eleanor. Dandi apretó el cañón de la pistola contra la mejilla izquierda de Bosch, justo debajo del ojo.
– ¿Qué? ¿Qué se siente?
– Has hablado con tu jefe, ¿no?
– Claro. ¿Te crees que somos tontos? Ya nos imaginábamos que intentarías algo así. Ahora lo llamaremos y veremos qué quiere hacer contigo, pero primero vas a soltar a Tom y Jerry.
– Muy bien.
Bosch consideró la idea de deslizar la mano bajo la chaqueta y sacar su otra pistola, pero sabía que sería un suicidio con Dandi apuntándole a quemarropa. Por lo tanto, decidió obedecer. Se disponía a sacar las llaves cuando de repente atisbó un movimiento a su izquierda.
– ¡Alto ahí, gilipollas!
Era Edgar. Dandi se quedó paralizado, ocasión que Bosch aprovechó para sacar su Smith & Wesson y ponérsela en el cuello. Los dos hombres se miraron a los ojos un buen rato.
– ¿Qué te parece? -dijo Bosch por fin-. ¿Lo probamos? ¿A ver si los dos mordemos el polvo?
Entonces Edgar se acercó y apoyó el cañón de su pistola en la sien de Dandi. Una gran sonrisa asomó al rostro de Bosch cuando le quitó el arma al gorila y la arrojó a la piscina.
– Ya me parecía que no.
Harry le hizo un gesto de agradecimiento a Edgar.
– ¿Lo tienes controlado? Voy a buscar a Eleanor.
– Sí, lo tengo y espero que se mueva, el muy cabrón.
Bosch registró a Dandi para ver si llevaba otra arma, pero no encontró nada.
– ¿Dónde está la llave? -le preguntó.
– Vete a la mierda.
– ¿Te acuerdas de la otra noche, Dandi? ¿No querrás que se repita? Pues dame la llave de una puta vez.
Aunque sabía que su propia llave seguramente serviría, Bosch quería humillarlo. Al cabo de unos segundos, el matón soltó un suspiro y confesó que la llave estaba en la encimera de la cocina.
Bosch entró en la casa poniendo en ello los cinco sentidos y con la pistola por delante. Iba preparado para más sorpresas, pero no las hubo. Harry cogió la llave de la encimera de la cocina y regresó a la habitación donde tenían prisionera a Eleanor. Cuando ella lo vio, Bosch detectó algo en su mirada que recordaría toda la vida. Fue algo inexpresable con palabras: la desaparición del miedo, el alivio de estar a salvo o quizá puro agradecimiento. «Tal vez así es como la gente ve a los héroes», pensó.
– ¿Estás bien, Eleanor? -inquirió mientras se precipitaba a quitarle las esposas.
– Sí, sí, estoy bien -respondió ella-. Lo sabía, Harry. Sabía que vendrías.
Una vez que la hubo liberado, Bosch la miró a los ojos y le dio un abrazo.
– Vámonos.
Al llegar al patio, todo seguía igual.
Jerry, ¿todo bien? Voy a buscar un teléfono para llamar a Felton.
– Sí, todo…
– No -interrumpió Eleanor-. No quiero que los llames.
Bosch la miró sorprendido.
– Eleanor, ¿qué dices? Estos tíos te han secuestrado. Si no hubiéramos venido, es muy probable que mañana hubieras acabado en el desierto con un tiro en la nuca.
– No quiero hablar con la policía. Me niego a pasar otra vez por eso; sólo quiero que termine esta pesadilla.
Bosch la miró fijamente.
Jerry, ¿todo bien? -repitió.
– Sí.
Bosch cogió a Eleanor del brazo y la condujo al interior de la casa. Cuando llegaron a la cocina, lo bastante lejos para no ser oídos, se paró y la miró a los ojos.
– Eleanor, ¿qué pasa?
– Nada. Es que no quiero que…
– ¿Te han hecho daño?
– No, estoy…
– ¿Te han violado? Dime la verdad.
– No, Harry, no es eso. Sólo quiero que esto acabe.
– Óyeme bien. Podemos detener a Joey El Marcas, a su abogado y a esos tres gilipollas del porche. Por eso estoy aquí; porque él me dijo que te había secuestrado.
– No te engañes, Harry. No podrás tocar a Joey con esto. ¿Qué te dijo concretamente? ¿Y quién va a testificar a tu favor? ¿Yo? Mírame, soy una delincuente convicta. Y no sólo eso, si no que antes era uno de los buenos. Imagínate lo que puede hacer con eso un abogado de la mafia.
Bosch no dijo nada porque sabía que Eleanor tenía razón.
– No quiero volver a pasar por ese trago -prosiguió ella-. Ya recibí mi dosis de realidad cuando me sacaron de casa para llevarme a la comisaría. No pienso ayudarles con esto. Vámonos.
– Si estás segura… Ya sabes que cuando salgamos de aquí no podrás cambiar de opinión.
– Segurísima.
Dicho esto, ambos regresaron al porche.
– Es vuestro día de suerte, chicos -anunció Bosch a los tres matones. Después se volvió hacia Edgar-. Nos vamos. Ya hablaremos.
Edgar simplemente asintió. Bosch les puso a los de Samoa las esposas con que habían apresado a Eleanor y se llevó las suyas. Entonces le mostró la llave al menor de los dos gigantes y la arrojó a la piscina. Después fue a buscar un palo con una red que había visto junto a la valla y lo usó para repescar su pistola. Harry entregó el arma a Eleanor para que se la aguantase mientras se acercaba a Dandi, que iba completamente vestido de negro. Edgar seguía a su lado con la pistola en la sien.
– Casi no te reconozco sin el esmoquin, Dandi. ¿Le darás un mensaje a Joey El Marcas?
– ¿Qué?
– Que se joda. Nada más.
– No le va a gustar.
– Me importa un huevo. Tiene suerte de que no le deje tres cadáveres de recuerdo. -Bosch miró a Eleanor y agregó-: ¿Quieres añadir algo?
Ella negó con la cabeza.
– Pues vámonos. El único problema, Dandi, es que nos faltan un par de esposas. Lo siento por ti.
– Hay cuerda en…
Antes de que terminara la frase, Bosch le pegó un culatazo en el puente de la nariz y le rompió el poco hueso que le había quedado de su anterior encuentro.
Dandi se desplomó sobre las rodillas y acto seguido se escuchó un ruido seco al estrellarse de cara contra el suelo de baldosas del porche.
– ¡Joder, Harry! -exclamó Edgar, visiblemente escandalizado por aquella explosión de violencia.
Bosch, por su parte, se limitó a mirarlo.
– Vámonos -dijo finalmente.
Cuando llegaron al apartamento de Eleanor, Bosch aparcó junto a la puerta y abrió el maletero.
– No tenemos mucho tiempo -les informó-. Jerry, tú quédate aquí a vigilar. Eleanor, llena el maletero con lo que quepa; es todo lo que puedes llevarte.
Eleanor hizo un gesto de conformidad, consciente de que Las Vegas se había acabado para ella. Después de lo ocurrido, no podía quedarse en aquel lugar. Bosch se preguntó si también se daba cuenta de que todo era culpa suya. Si él no la hubiese buscado, la vida de ella no habría cambiado.
Los tres salieron del coche y Bosch acompañó a Eleanor al apartamento. Ella se quedó mirando la puerta rota hasta que Bosch le confesó que era obra suya.
– ¿Por qué?
– Porque cuando no diste señales de vida pensé…, pensé otra cosa.
Ella asintió de nuevo. Lo había comprendido perfectamente.
– No hay mucho que llevar -comentó, al mirar a su alrededor-. La mayoría de estas cosas no me importa. No creo ni que necesite todo el maletero.
Dicho esto, se dirigió al dormitorio, donde cogió una maleta vieja y comenzó a meter ropa. Cuando terminó, Bosch se la llevó al coche. Al volver, ella estaba llenando una caja con el resto de su ropa y otros objetos personales. Bosch la vio guardar un álbum de fotos y vaciar el armarito del baño. De la cocina sólo se llevó un sacacorchos y una taza de café con el dibujo del Mirage.
– Esto lo compré la noche que gané cuatrocientos sesenta y tres dólares -explicó ella-. Estaba jugando en la mesa de apuestas altas y me había pasado de mi límite, pero al final gané. Es algo que quiero recordar. -Colocó la taza encima de todo lo demás y sentenció-: Ya está. Toda mi vida en una caja.
Bosch miró a Eleanor un instante antes de llevarse la caja al coche. Le costó un poco hacerla entrar junto a la maleta, pero cuando se volvió para decirle a Eleanor que era hora de irse, ella estaba detrás de él escudándose con la reproducción enmarcada de Aves nocturnas, el cuadro de Edward Hopper.
– ¿Cabe esto?
– Sí. Y si no, haremos que quepa.
Ya en el Mirage, Bosch aparcó de nuevo frente a la puerta principal y vio que el encargado del estacionamiento fruncía el ceño al reconocer el coche. Harry le mostró al hombre su placa lo más rápido posible -para impedir que se diera cuenta de que no era de la Metro- y le dio veinte dólares de propina.
– Policía. Tardaré veinte minutos, media hora como máximo. Necesito dejar el coche aquí porque tendré que salir a toda pastilla.
El hombre miró el billete de veinte dólares como si fuera un excremento humano. Bosch se sacó otro del bolsillo y se lo dio.
– ¿De acuerdo?
– De acuerdo. Déjeme las llaves.
– Nada de llaves. Que nadie toque el coche.
Bosch tuvo que sacar el cuadro del maletero para coger la maleta de Eleanor, un trapo y aceite para limpiar armas. Después de meter de nuevo el cuadro, cargó la maleta hasta el vestíbulo, rechazando la ayuda de un portero. Una vez dentro, lo dejó todo en el suelo y miró a Edgar.
– Muchísimas gracias por estar ahí, colega -le dijo-. Ahora Eleanor se va a cambiar y después voy a meterla en un avión. Seguramente no volveré hasta tarde, así que quedamos aquí mañana a las ocho para ir al juzgado, ¿de acuerdo?
– ¿Estás seguro de que no necesitas que te acompañe al aeropuerto?
– No, no hace falta. Joey no va a intentar nada todavía y, si tenemos suerte, Dandi no se despertará hasta dentro de una hora más o menos. Voy a registrarme.
Bosch dejó a Eleanor con Jerry y se dirigió al mostrador, donde no tuvo que esperar porque ya era tarde. Le dio su tarjeta de crédito al recepcionista, y observó a Eleanor despedirse de Edgar. Él le ofreció la mano, pero ella le dio un abrazo. Luego Edgar desapareció entre la gente del casino.
Eleanor esperó a llegar a la habitación de Bosch antes de hablar.
– ¿Por qué tengo que irme esta noche? Tú mismo has dicho que no hay peligro.
– Quiero asegurarme de que estás a salvo. Y mañana no podré ocuparme de ti porque tengo que ir al juzgado por la mañana y escoltar a Goshen hasta Los Ángeles. Necesito saber que estás bien.
– ¿Y adónde voy a ir?
– Podrías ir a un hotel, pero creo que en mi casa estarás mejor, más segura. ¿Te acuerdas de dónde está?
– Sí. ¿En Mulholland?
– Sí. Woodrow Wilson Drive. Te daré la llave. Coge un taxi en el aeropuerto y nos vemos allí mañana por la noche.
– ¿Y luego qué?
– No lo sé. Ya se verá.
Bosch se sentó junto a ella al borde de la cama y le pasó un brazo por los hombros.
– No sé si podría volver a vivir en Los Ángeles.
– Ya se verá.
Bosch la besó en la mejilla.
– No. Necesito una ducha.
Él la volvió a besar y la empujó suavemente sobre la cama. Esa vez hicieron el amor de otra manera; más despacio, con más ternura, buscando cada uno el ritmo del otro.
Después, Bosch se duchó primero y, mientras lo hacía Eleanor, comenzó a limpiar con aceite y un trapo la Glock que Dandi había arrojado a la piscina. Tras comprobar varias veces que el gatillo y el mecanismo funcionaban, Bosch llenó el cargador con nueva munición. Finalmente se fue al armario, cogió una bolsa de la lavandería del estante, metió la pistola dentro y la colocó en la maleta de Eleanor, debajo de una pila de ropa.
Ya duchada, Eleanor se puso un vestido veraniego de algodón amarillo y se hizo una trenza. A Bosch le encantaba contemplar la habilidad con que se hacía aquel peinado. Cuando hubo terminado, Harry cerró la maleta y ambos salieron de la habitación. El encargado de estacionamiento se acercó a Bosch, mientras éste guardaba la maleta en el maletero.
– La próxima vez, treinta minutos son treinta minutos. No una hora.
– Lo siento.
– Lo siento no es bastante. Me juego el puesto, macho.
Bosch no le hizo caso. De camino al aeropuerto intentó articular sus pensamientos para exponérselos a Eleanor, pero no pudo. Sus sentimientos eran demasiado caóticos.
– Eleanor -logró decir al final-. Todo lo que ha pasado ha sido culpa mía. Me gustaría compensarte.
Por toda respuesta, ella le puso la mano sobre la pierna y él hizo lo mismo.
En el aeropuerto, Bosch aparcó delante de la terminal de Southwest y sacó el equipaje del maletero. Luego dejó la pistola y la placa dentro para evitar problemas con el detector de metales.
Había un último vuelo a Los Ángeles al cabo de veinte minutos, así que Bosch le compró un billete a Eleanor y le facturó la maleta. La pistola no le causaría problemas si iba facturada. A continuación la acompañó a la terminal, donde ya había una cola de personas esperando para embarcar. Bosch extrajo la llave del llavero, se la entregó y le dio la dirección exacta de su casa.
– La casa está distinta -la advirtió-. El terremoto la destruyó y la estoy reconstruyendo, pero aún no he terminado. No te preocupes; estarás bien. Las sábanas…, bueno…, debería haberlas lavado hace unos días pero no tuve tiempo. Encontrarás limpias en el armario.
– Me las arreglaré. -Ella sonrió.
– Eh, oye, no creo que tengas nada de qué preocuparte, pero por si acaso te he metido la Glock en la maleta. Por eso la he facturado.
– La limpiaste mientras estaba en la ducha, ¿no? Me pareció oler el aceite cuando salí.
Bosch asintió.
– Gracias, pero no creo que la necesite -dijo ella.
– Yo tampoco.
Eleanor volvió la vista a la puerta, en la que ya estaban embarcando las últimas personas. Tenía que irse.
– Te has portado muy bien conmigo, Harry. Gracias.
Bosch frunció el ceño.
– No lo suficiente. No lo suficiente para compensarte por todo lo que ha pasado.
Eleanor se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.
– Adiós, Harry.
– Adiós, Eleanor.
Bosch la observó mientras mostraba la tarjeta de embarque y se alejaba por la rampa sin mirar atrás. Algo en su interior le dijo a Harry que tal vez no la volvería a ver, pero en seguida reprimió aquella sensación y echó a andar por la terminal casi desierta. La mayoría de las tragaperras del aeropuerto estaban mudas y olvidadas. Bosch notó que le invadía una inmensa sensación de soledad.
El único incidente durante el proceso judicial del jueves por la mañana ocurrió antes de empezar, cuando Weiss salió de la celda después de consultar con su cliente. Weiss fue directo hacia Bosch, que estaba charlando en el pasillo con Edgar y Lipson, el fiscal de Las Vegas que iba a solicitar la extradición. Gregson, de la oficina del fiscal de Los Ángeles, no había ido a Nevada porque Weiss y Lipson le habían asegurado que Luke Goshen aceptaría sin objeciones ser trasladado a California.
– ¿Detective Bosch? -le asaltó Weiss-. Acabo de hablar con mi cliente y él me ha pedido que obtenga cierta información antes de la vista. Me ha dicho que quería una respuesta antes de aceptar la solicitud de extradición. Yo no sé de qué va la cosa, pero espero que usted no haya estado en contacto con mi cliente.
– ¿Qué quiere saber? -dijo Bosch, que se mostró preocupado y perplejo.
– Cómo fue ayer por la noche, aunque no sé a qué se refiere. Me gustaría saber qué está pasando.
– Bueno, dígale que todo bien.
– ¿A qué se refiere?
– Si su cliente quiere contárselo, ya se lo contará. Usted déle el mensaje.
Weiss se marchó con aire ofendido. Bosch consultó su reloj. Eran las nueve menos cinco y supuso que el juez no haría su aparición en la sala hasta pasadas las nueve. Los jueces siempre llegaban tarde. Bosch se sacó el tabaco del bolsillo.
– Voy a fumar un cigarrillo -le dijo a Edgar.
Harry cogió el ascensor y salió del edificio. Fuera empezaba a hacer calor, señal de que le esperaba otro día abrasador. En septiembre en Las Vegas el calor está prácticamente garantizado. A Bosch le alegraba la perspectiva de largarse de la ciudad, aunque sabía que atravesar el desierto en pleno día sería bastante duro.
Harry no vio a Mickey Torrino hasta que estuvo a unos metros de él. El letrado también estaba fumándose un cigarrillo antes de entrar a otra sala para defender a la mafia. Bosch lo saludó y Torrino le devolvió el saludo.
– Supongo que ya se habrá enterado. No hay trato.
Torrino miró a su alrededor para ver si los observaban.
– No sé de qué habla, detective.
– Ya. Ustedes nunca saben nada.
– Lo que sí sé es que, en este caso, se equivoca. Aunque dudo que le importen esas cosas.
– No creo que me equivoque, al menos en lo principal. Tal vez no tengamos al tío que apretó el gatillo, pero hemos atrapado al tío que lo preparó. Y vamos a coger al tío que dio la orden. Quién sabe, tal vez trinquemos a todo el equipo. ¿Y para quién trabajará usted entonces? Aunque quizá lo detengamos a usted también.
Torrino sonrió despectivamente y sacudió la cabeza como si estuviera tratando con un niño tonto.
– Usted no sabe con qué se enfrenta; esto no va a colar. Tendrá suerte si coge a Goshen. Eso es lo máximo que va a conseguir.
– ¿Sabe qué? Goshen no hace más que repetir que le tendieron una trampa. Por supuesto, él dice que fuimos nosotros, pero yo sé que eso es mentira. Aún así sigo preguntándome: «¿Y si es cierto que le tendieron una trampa?». Tengo que admitir que es difícil entender por qué se quedó con esa pistola, aunque cosas más tontas he visto. Aunque si era una trampa y nosotros no fuimos, ¿quién fue? ¿Por qué iba Joey a engañar a uno de los suyos y arriesgarse a que éste lo acusara? No tiene sentido, al menos desde el punto de vista de Joey. Entonces comencé a pensar, ¿qué harías si tú fueras la mano derecha de Joey, digamos su abogado, y quisieras ser el jefe? ¿Me entiende? Sería una forma genial de eliminar de un plumazo a su competidor más cercano y a Joey. ¿Cree que colaría?
– Si se le ocurre contarle esa calumnia a alguien, le juro que se arrepentirá.
Bosch dio un paso adelante y sus caras quedaron a pocos centímetros de distancia.
– Si se le ocurre amenazarme otra vez, el que se arrepentirá será usted. Y si le vuelve a pasar algo a Eleanor Wish, le haré responsable personalmente, cabrón.
Torrino retrocedió, incapaz de sostener la mirada de Bosch. Sin decir otra palabra, regresó a la entrada del edificio. Cuando abrió la pesada puerta de cristal, volvió un momento la vista hacia Harry y, acto seguido, entró.
Al llegar al tercer piso, Bosch se encontró a Edgar que salía a paso rápido de la sala de justicia, seguido de Weiss y Lipson. Bosch miró el reloj del pasillo. Eran las nueve y cinco.
– Harry, ¿dónde estabas? ¿Fumándote un paquete entero? -preguntó Edgar.
– ¿Qué ha pasado?
– Ya está. Goshen ha aceptado la extradición. Tenemos que llevar el coche a la puerta de atrás. Nos lo entregarán dentro de quince minutos.
– ¿Detectives? -interrumpió Weiss-. Quiero saber todos los detalles de cómo van a trasladar a mi cliente y las medidas de seguridad que van a tomar.
Bosch le pasó el brazo por el hombro a Weiss y se acercó a él con aire confidencial. Todos se habían parado frente a los ascensores.
– La primera medida de seguridad que vamos a tomar es no decirle a nadie cómo o cuándo volveremos a Los Ángeles. Eso le incluye a usted, señor Weiss. Todo lo que necesita saber es que mañana por la mañana su cliente comparecerá ante el juez en el Juzgado Municipal de Los Ángeles.
– Espere un momento. No pueden…
– Sí podemos, señor Weiss -intervino Edgar cuando se abrieron las puertas del ascensor-. Su cliente ha acatado la extradición y dentro de quince minutos estará bajo nuestra custodia. No vamos a divulgar información sobre ninguna medida de seguridad. Permiso.
Bosch y Edgar entraron en el ascensor. Mientras las puertas se cerraban, Weiss les gritó algo acerca de que no estaban autorizados a hablar con su cliente hasta que éste hubiese consultado con su representante legal en Los Ángeles.
Media hora más tarde el Strip quedaba atrás y ellos conducían por el desierto.
– Ya puedes despedirte, Lucky -le dijo Bosch-. No vas a volver.
Goshen no respondió. Harry le echó un vistazo por el espejo retrovisor. El hombre tenía una expresión de resentimiento y las manos esposadas a una cadena gruesa que lo sujetaba por la cintura. Goshen le devolvió la mirada y por un breve instante a Bosch le pareció reconocerla; era la misma cara que había puesto en el dormitorio antes de que la reprimiera como a un niño malo.
– Conduce y calla -le contestó después de recobrar la compostura-. No pienso hablar con vosotros.
Bosch volvió a mirar a la carretera y sonrió.
– Tal vez ahora no, pero hablaremos. Te lo aseguro.