VIII

La sucursal del Silver State National Bank donde Tony Aliso había llevado a su amante estaba en la esquina de un pequeño centro comercial, entre una tienda de electrodomésticos y un restaurante mexicano llamado La Fuentes. El lunes de madrugada, cuando llegaron los detectives del Departamento de Policía de Los Ángeles y los agentes del FBI, el aparcamiento estaba casi vacío. El banco no abría hasta las nueve y los otros negocios lo hacían a las diez.

Como los establecimientos estaban cerrados, a los agentes se les presentó el problema de dónde instalar sus puestos de vigilancia. Era demasiado obvio apostar cuatro coches del gobierno en el aparcamiento. Hubieran llamado demasiado la atención, ya que allí sólo había otros cinco vehículos: cuatro en los extremos y un viejo Cadillac en primera fila, enfrente del banco. Al Cadillac le faltaba la matrícula, tenía el parabrisas roto, las ventanas abiertas y el maletero cerrado con un candado y una cadena que habían pasado por uno de sus múltiples agujeros oxidados. Parecía tristemente abandonado por su dueño, quizás otra víctima de Las Vegas. El coche se había quedado clavado a pocos metros del banco, como alguien perdido en el desierto, que muere de sed a pocos metros de un oasis.

Tras realizar un reconocimiento de la zona, los federales decidieron usar el Cadillac como escondite. Abrieron el capó y colocaron a un agente con una camiseta grasienta haciendo ver que reparaba el viejo motor. El equipo de vigilancia lo completaban cuatro agentes ocultos en una furgoneta sin ventanas, que estacionaron junto al Cadillac. A las siete de esa mañana la habían llevado al taller de material del FBI, donde habían rotulado «Restaurante Mexicano La Fuentes» en letras rojas. La pintura todavía estaba secándose cuando se llevaron la furgoneta a las ocho de la mañana.

A las nueve, el aparcamiento comenzaba a llenarse, en su mayor parte con empleados de las tiendas y un par de clientes del Silver State que esperaban a que el banco abriera para realizar alguna operación urgente. Bosch lo observaba todo desde el asiento trasero de un coche federal; en el asiento de delante estaban Lindell y un agente llamado Baker. Habían aparcado en una gasolinera al otro lado de Flamingo Road, la calle del banco. Edgar y Rider se hallaban en otro coche federal un poco más arriba. Había otros dos vehículos más del FBI, uno parado y el otro dando vueltas por la zona. Estaba previsto que Lindell entrara en el aparcamiento en cuanto éste se llenara de coches, para no llamar la atención. El plan también incluía un helicóptero del FBI que estaba sobrevolando el centro comercial.

– Ahora abren -informó una voz por la radio del coche.

– Recibido, La Fuentes -contestó Lindell.

Los vehículos del FBI iban equipados con un pedal adicional y un micrófono en la visera. De esta forma el conductor sólo tenía que pisar el pedal y hablar, es decir, se ahorraba llevarse el micrófono a la boca, un movimiento que a menudo lo delataba. Bosch había oído que también la policía de Los Ángeles se había decidido a instalar esta tecnología en sus vehículos, pero que las unidades de narcóticos y equipos de vigilancia especializados tendrían prioridad.

– Oye Lindell, ¿alguna vez has ido a hablar por radio y sin querer has pisado el freno?

– Aún no, Bosch. ¿Por qué?

– Por nada. Es sólo curiosidad por saber cómo funciona todo esto.

– Todo depende del uso que haga cada uno.

Bosch bostezó. Ya no recordaba la última vez que había dormido. Había pasado toda la noche al volante para llegar a Las Vegas y el resto del tiempo planeando la vigilancia al banco.

– ¿Tú qué opinas, Bosch? -le preguntó Lindell-. ¿Vendrán tarde o temprano?

– Vendrán esta mañana. Joey quiere su dinero y no esperará.

– Sí, puede ser.

– ¿Tú crees que vendrán más tarde?

– Si fuera yo, lo retrasaría un poco. De esa manera, si hubiera gente vigilando -el FBI, la policía, Powers o quien fuera- se habría asado de calor para cuando llegara yo. ¿Sabes lo que quiero decir?

– Sí. Si esperamos aquí todo el día no vamos a estar muy despiertos cuando llegue el momento.

Después de aquello, Bosch permaneció en silencio un buen rato. Desde el asiento de atrás, estudió la nuca de Lindell y se fijó en que el agente se había cortado el pelo. Ya no se apreciaba el lugar donde Bosch le había cortado la coleta.

– ¿Crees que vas a echarlo de menos? -preguntó Bosch.

– ¿El qué?

– La vida de agente infiltrado.

– No, ya empezaba a hartarme. Tengo ganas de hacer vida normal.

– ¿Ni siquiera a las chicas?

Bosch se fijó en que Lindell miraba de reojo a Baker y después a Bosch por el espejo retrovisor, por lo que dedujo que era mejor olvidar el asunto.

– ¿Qué tal el aparcamiento, Don? -preguntó Lindell, cambiando de tema.

Baker echó un vistazo al estacionamiento, que comenzaba a llenarse. Sin embargo, casi todos los coches se dirigían a la cafetería de la esquina.

– Creo que podemos entrar y colocarnos delante de la cafetería -contestó Baker-. Ya estamos lo bastante cubiertos.

– De acuerdo, pues. Adelante -ordenó Lindell. El agente inclinó la cabeza ligeramente para proyectar la voz hacia la visera-. Eh, La Fuentes, aquí Roy. Vamos a situarnos; os llamaremos desde la cafetería que está detrás de vosotros.

– Comprendido -respondió la radio-. Siempre has querido ponerte detrás de mí, ¿no, Roy?

– Muy gracioso -comentó Lindell.


Transcurrió una hora sin novedad en el nuevo puesto de vigilancia. Lindell pudo acercarse aún más con el coche, aparcando delante de una escuela de crupieres bastante cercana al banco. Al ser día de clase, unos cuantos aspirantes a crupier entraban y salían del aparcamiento. Era una buena tapadera.

– No sé, Bosch -dijo Lindell, rompiendo un largo silencio-. ¿Crees que van a venir o no?

– Yo sólo dije que era un presentimiento. Pero sigo creyendo que todo encaja. Sobre todo desde que llegamos aquí; la semana pasada encontré una caja de cerillas en la habitación de Aliso en el Mirage; era del restaurante La Fuentes. Vengan o no vengan, estoy seguro de que Tony tiene una caja de seguridad en ese banco.

– Estoy pensando en mandar a Don a preguntarlo. Tal vez podamos poner fin a todo esto y dejar de perder tiempo si descubrimos que no hay caja.

– Tú mandas.

– En eso te doy la razón.

Transcurrieron un par de minutos más de tenso silencio.

– ¿Y Powers? -preguntó Lindell.

– ¿Qué le pasa?

– Tampoco lo veo, Bosch. Cuando llegamos esta mañana, estabas histérico con que Powers vendría a buscarla para acribillarla a balazos. Así que, ¿dónde está?

– No lo sé, Lindell. Pero si nosotros hemos podido deducir esto, él también. No me extrañaría que Powers ya conociera la existencia de la caja de cuando espió a Tony y simplemente lo omitiera en nuestra pequeña charla.

– A mí tampoco, pero sigo pensando que sería idiota si se presenta aquí. Tiene que sospechar que nosotros estamos al acecho.

– La palabra no es idiota, sino suicida. Pero no creo que le importe; él sólo quiere cargársela. Y si lo matan, pues qué se le va a hacer. Ya te dije que estaba dispuesto a montar el número kamikaze en la comisaría cuando pensó que Verónica estaba allí.

– Bueno, esperemos que se haya tranquilizado un poco desde…

– ¡Ahí! -gritó Baker.

Bosch siguió con la vista el dedo de Baker, que apuntaba hacia la otra esquina del aparcamiento, por donde acababa de entrar una limusina blanca.

– Dios -exclamó Lindell-. No puede ser tan imbécil.

A Bosch todas las limusinas le parecían iguales, pero Lindell y Baker parecían haberla reconocido.

– ¿Es Joey El Marcas?

– Es su limusina. Le encantan esos tanques blancos, como a todos los italianos. No me lo puedo creer… No puede estar ahí dentro. Malgasté dos años de mi vida para atraparlo y… ¡el tío se presenta en persona a recoger este paquete!

La limusina se detuvo enfrente del banco.

– ¿Lo tienes, La Fuentes? -preguntó Lindell.

– Sí, lo tenemos -dijo la voz de la radio en un susurro, pese a que no había forma de que los ocupantes de la limusina oyeran a los de la furgoneta.

– Un, Dos, Tres, alerta -prosiguió Lindell-. Parece que el zorro ha entrado en el gallinero. Águila, tómate un descanso. No quiero que nos asustes al personal.

Desde el helicóptero y las otras unidades de tierra confirmaron a coro la recepción del mensaje.

– Pensándolo bien, Tres, ¿por qué no venís por la entrada sureste y me esperáis allí? -preguntó Lindell.

– Comprendido.

Finalmente se abrió la puerta de la limusina, pero en el lado oculto a Bosch. Éste contuvo la respiración un segundo hasta que el capitán Felton salió del vehículo.

Voilá! -susurró la voz por la radio.

Entonces Felton hizo salir a Verónica Aliso, agarrándola por el brazo. A continuación otro hombre se apeó de la limusina, al tiempo que la puerta del maletero se abría automáticamente. Mientras este segundo individuo, que llevaba pantalones y camisa grises con el nombre cosido en el bolsillo, se dirigía al maletero, Felton se inclinó a hablar con alguien que seguía en la limusina. Todo ello sin soltar a Verónica ni un solo instante.

Bosch sólo la vio un segundo pero, pese a hallarse a unos treinta metros de distancia, notó el miedo y el cansancio reflejados en su rostro. Seguramente había sido la noche más larga de su vida.

El segundo hombre sacó una pesada caja de herramientas del maletero y siguió a Felton y Verónica, que caminaban hacia el banco. El capitán sujetaba a la mujer con firmeza, al tiempo que escudriñaba la zona. En un momento dado, Bosch se dio cuenta de que Felton posaba unos segundos la mirada en la furgoneta para luego desviarla. El rótulo debía de haber sido el factor decisivo. Un buen detalle.


Cuando pasó junto al viejo Cadillac, Felton se inclinó para echar un vistazo al hombre que lo estaba reparando. Al estimar que no era una amenaza, el capitán se incorporó y se dirigió hacia las puertas acristaladas del banco. Antes de que entraran, Bosch se percató de que Verónica llevaba una especie de bolsa de tela en la mano, pero no pudo apreciar su tamaño porque estaba vacía y plegada.

Bosch no volvió a respirar hasta que los perdió de vista.

– Vale -dijo Lindell hablando hacia la visera-. De momento son tres: Felton, la mujer y el especialista. ¿Alguien lo conoce?

No hubo respuesta durante unos segundos hasta que alguien dijo:

– Estoy demasiado lejos, pero me ha parecido Maury Pollack. Es un experto en cajas fuertes que ya ha trabajado alguna vez para Joey.

– De acuerdo, lo comprobaremos más tarde -respondió Lindell-. Ahora mando a Baker a abrir una cuenta. Cinco minutos después entras tú, Conlon. Comprobad vuestros transmisores.

Baker se cercioró del funcionamiento de las modernas radios que Conlon y él llevaban bajo la ropa: con auriculares y sin hilos. Funcionaban, así que Baker salió del coche y caminó a paso rápido por la acera hasta llegar al banco.

– Vale, Morris -intervino Lindell-. Sal a dar un paseo y párate a mirar en la tienda de electrodomésticos.

– Comprendido.

Bosch contempló al agente Morris -que había conocido en la reunión celebrada antes del amanecer- mientras cruzaba el aparcamiento procedente de un coche en la entrada suroeste. Morris y Baker se cruzaron sin mirarse ni volver la vista hacia la limusina, que seguía aparcada con el motor en marcha enfrente del banco.

A Bosch, los siguientes cinco minutos se le antojaron horas. Aunque hacía calor, Harry sudaba principalmente por la ansiedad de la espera y la duda sobre lo que estaría ocurriendo. Desde que había entrado en el banco, Baker sólo les había informado de que los sujetos se hallaban en la cámara acorazada.

– De acuerdo, Conlon, adelante -ordenó Lindell al cumplirse los cinco minutos.

Bosch vio que Conlon salía de la cafetería y caminaba hasta la sucursal. Durante los siguientes quince minutos la tensión fue en aumento. Finalmente habló Lindell, sólo para romper el silencio.

– ¿Cómo estáis ahí fuera? ¿Todo el mundo bien?

La respuesta afirmativa se produjo en forma de chasquidos de micrófono. Justo cuando retornaron al silencio, se oyó la voz de Baker.

– Salen, salen. Algo va mal -susurró con urgencia.

Bosch miró hacia las puertas del banco y, al cabo de un segundo, emergieron Felton y Verónica. El capitán de policía todavía tenía a la mujer agarrada por el brazo mientras el especialista los seguía con su caja de herramientas en la mano.

Esa vez, Felton caminó con paso decidido hacia la limusina sin mirar a su alrededor. Él llevaba la bolsa de tela, que no parecía haber aumentado de tamaño. Si antes el rostro de Verónica expresaba temor y cansancio, en ese instante estaba aún más desencajado por el miedo. Aunque resultaba difícil asegurarlo desde la distancia, a Bosch le pareció que estaba llorando.

La puerta de la limusina se abrió desde dentro mientras el trío seguía la misma ruta que antes, pasando junto al viejo Cadillac.

– Vale -anunció Lindell a los agentes que escuchaban-. Cuando dé la orden, atacamos. Yo me acercaré a la limusina por delante y Tres me seguirá. Uno y Dos, vosotros id por la parte de atrás. Recordad que es una detención corriente de un vehículo. La Fuentes, vosotros bajad a ayudar. Si hay un tiroteo, cuidado con quedar entre dos fuegos. Mucho cuidado.

Mientras se oían «comprendidos» por la radio, Bosch observó a Verónica y se dio cuenta de que ella sabía que iba a morir. La expresión de su rostro le recordó a la de su marido; ambas poseían la certeza de que el juego había terminado.

De repente Harry vio que el maletero del Cadillac se abría de golpe. Y de dentro, como impulsado por el mismo metal, saltó Powers. Con un grito salvaje que Bosch oyó claramente y nunca olvidaría, el patrullero aterrizó en el suelo.

– ¡Verónica!

Cuando ella, Felton y el especialista se volvieron hacia el origen del alarido, Powers apuntó dos pistolas hacia ellos. En ese instante Bosch distinguió el brillo de su propia arma, la Smith & Wesson, en la mano izquierda del asesino.

– ¡Va armado! -gritó Lindell-. ¡A por ellos! ¡A por ellos!

Lindell arrancó el coche y pisó el acelerador a fondo. Aunque el vehículo avanzó a toda velocidad hacia la limusina, Bosch sabía que no había nada que hacer; estaban demasiado lejos. Harry vio cómo se desarrollaban los acontecimientos con una fascinación macabra, como si estuviera contemplando una escena a cámara lenta de una película de Sam Peckinpah.

Powers abrió fuego con ambas pistolas y los casquillos saltaban a medida que se acercaba a la limusina. Aunque Felton intentó desenfundar su propia arma, fue el primero en caer en el tiroteo. Luego le tocó el turno a Verónica, que se quedó inmóvil frente a su asesino, sin intentar correr ni parapetarse. La viuda se desplomó sobre la acera, en un lugar donde Bosch no podía verla porque la limusina se lo tapaba.

Powers seguía avanzando y disparando. El especialista soltó la caja de herramientas, alzó las manos y comenzó a alejarse de la línea de fuego. Pero Powers no le hizo caso; Bosch no sabía si el policía disparaba al cuerpo caído de Verónica o a la puerta abierta de la limusina. Entonces ésta arrancó y, después de que las ruedas giraran un segundo sobre sus ejes, comenzó a moverse, con la puerta trasera todavía abierta. Sin embargo, en seguida se estrelló contra una fila de coches aparcados y el conductor salió huyendo hacia la cafetería.

Powers no prestó atención al fugado. Al llegar al punto donde había caído Felton, dejó la pistola sobre el pecho del capitán y alargó la mano hacia la bolsa de tela, que yacía en el suelo junto a él. Al tiempo que el policía descubría que la bolsa estaba vacía, a sus espaldas se abrieron las puertas del furgón y de él emergieron los cuatro federales armados con escopetas. El agente de la camiseta grasienta se aproximaba por el lado del Cadillac, apuntando a Powers con la pistola que había escondido en el motor.

El ruido de los coches que se acercaban hizo reaccionar a Powers. El policía soltó la bolsa, se volvió hacia los cinco agentes que tenía detrás y les apuntó con la pistola que le quedaba.

Los agentes abrieron fuego antes que él y la fuerza del impacto elevó a Powers por los aires. El policía fue a estrellarse contra el capó de una camioneta que debía de pertenecer a un cliente del banco. Cayó de espaldas y perdió la pistola, que rebotó en el capó y finalmente acabó en el suelo. Los ocho segundos que duró el tiroteo fueron un infierno de sonido, pero el silencio que siguió fue aún más ensordecedor.


Powers había muerto. Felton había muerto. Giuseppe Marconi, también conocido como Joseph Marconi o Joey El Marcas, había muerto; su cuerpo ensangrentado yacía sobre la tapicería de piel de la limusina.

Cuando llegaron a Verónica Aliso, la mujer estaba agonizando. Había recibido dos balazos en el pecho y la sangre espumosa que asomaba por su boca indicaba que tenía los pulmones destrozados. Mientras los agentes del FBI se apresuraban a acordonar la zona, Bosch y Rider se quedaron con la viuda.

Verónica Aliso tenía los ojos abiertos, pero apagados. Sus pupilas se movían de un lado a otro como si buscaran algo o alguien que no estaba allí. Su mandíbula comenzó a moverse y pronunció algo inaudible. Bosch se agachó y acercó el oído a sus labios.

– Quiero… hielo -farfulló.

Bosch la miró, sin comprender. Entonces ella comenzó a hablar y él volvió a acercar el oído.

– … la acera… tan caliente. Necesito… hielo.

Bosch la miró y asintió con la cabeza.

– Ahora viene, ahora viene. Verónica, ¿dónde está el dinero?

Al inclinarse sobre ella, Bosch se dio cuenta de que tenía razón; la acera estaba ardiendo.

– Al menos… al menos no lo tienen -logró decir ella.

Entonces Verónica comenzó a toser. Era una tos fuerte y húmeda; tenía el pecho lleno de sangre y no tardaría mucho en ahogarse. Bosch no sabía qué hacer ni qué decirle a esa mujer. Era consciente de que seguramente la habían matado con sus propias balas y de que se estaba muriendo porque él había cometido un error al dejar escapar a Powers. Casi quería pedirle que lo perdonara, que ella le dijera que comprendía por qué las cosas habían salido tan mal.

Bosch desvió la mirada. En ese momento oyó unas sirenas que se aproximaban, pero Harry había visto suficientes heridas de bala para saber que Verónica no iba a necesitar la ambulancia. Bosch volvió a mirarla. Tenía la cara muy pálida y parecía a punto de desvanecerse. Cuando sus labios volvieron a moverse, su voz fue poco más que un carraspeo desesperado. Bosch no la entendió y le susurró al oído que lo repitiera.

– …jenamija…

Bosch se volvió a mirarla, perplejo, y negó con la cabeza. Ella se molestó.

– Dejen -pronunció claramente, empleando sus últimas fuerzas-, dejen… a mi hija.

Bosch la miró a los ojos mientras asimilaba la frase y, sin pensarlo, asintió con la cabeza. Entonces Verónica exhaló. Sus pupilas se apagaron para siempre.

Bosch se levantó.

– Harry, ¿qué ha dicho? -le preguntó Rider.

– Ha dicho…, no estoy muy seguro de lo que ha dicho.


Apoyados contra el maletero del coche de Roy Lindell, Harry Bosch, Edgar y Rider contemplaban a los agentes del FBI y la Metro que no cesaban de llegar a la escena del crimen. Lindell había ordenado que acordonaran todo el centro comercial, lo cual había provocado el comentario sarcástico de Edgar: «Cuando esta gente monta una juerga, nunca se quedan cortos».

Los tres detectives de la policía de Los Ángeles ya habían declarado y no formaban parte de la investigación. Habían sido meros testigos de la operación y, en esos momentos, seguían siendo simples observadores.

El agente al cargo de la oficina del FBI en Las Vegas había acudido a dirigir la investigación. Los federales también habían llevado una caravana con cuatro salas, donde estaban tomando declaración a los diversos testigos que habían presenciado el tiroteo. Los cadáveres seguían en la acera y en la limusina, aunque cubiertos con plástico amarillo: un toque de color que agradecían los periodistas que filmaban la escena desde sus helicópteros.

Bosch había logrado sacarle a Lindell un poco de información sobre lo que estaba pasando. El FBI ya había identificado el Cadillac en el que Powers se había ocultado durante al menos cuatro horas, el tiempo que el aparcamiento había estado vigilado. Por lo visto el vehículo pertenecía a un hombre de Palmdale, un pueblo en medio del desierto, al noreste de Los Ángeles. El FBI ya lo tenía fichado por participar en diversas actividades racistas, entre ellas la organización de dos manifestaciones antigubernamentales en los últimos dos Días de la Independencia. El propietario del Cadillac también había intentado recaudar fondos para contribuir a la defensa de los hombres acusados del atentado en la sala federal de justicia de Oklahoma hacía dos años. Lindell le dijo a Bosch que se había cursado una orden de arresto contra él por ayudar a Powers a planear el asesinato de Verónica.

El plan era bastante bueno. El maletero del Cadillac estaba forrado con moqueta y varias mantas. La cadena y el candado que lo cerraban se podían abrir desde dentro y los agujeros oxidados en los guardabarros y el maletero habían permitido a Powers observar y esperar hasta el momento propicio, con las pistolas listas.

El especialista en cajas de seguridad, que efectivamente era Maury Pollack, estuvo encantado de cooperar con los agentes, feliz por no haber acabado bajo aquel plástico amarillo. Pollack le contó a Lindell y a sus colegas que Joey lo había ido a buscar esa mañana; le había pedido que se pusiera ropa de trabajo y trajera su taladro. Maury desconocía el objetivo de la operación, porque nadie había hablado mucho durante el trayecto en la limusina. Sólo notó que la mujer estaba asustada.

Dentro del banco, Verónica Aliso había presentado una copia del certificado de defunción de su marido, de su testamento y una orden judicial que le concedía acceso a su caja de seguridad, por ser la única heredera de Anthony Aliso. El empleado le permitió la entrada y forzar la caja porque la señora Aliso le contó que no había podido hallar la llave de su marido. El problema fue, según Pollack, que al abrir la caja se encontraron con que estaba vacía.

– ¿Te imaginas? Todo esto para nada -comentó Lindell-. Yo esperaba hacerme con esos dos kilos. Por supuesto, nos los habríamos repartido con vuestro departamento: mitad y mitad.

– Por supuesto -dijo Bosch-. ¿Habéis hablado con el banco? ¿Cuándo fue la última vez que Tony fue a su caja?

– Ésa es otra. Se ve que el tío estuvo allí el viernes, unas doce horas antes de que lo mataran. Entró y limpió la caja. Debió de tener una premonición. El tío lo sabía.

– Quizá sí.

Bosch pensó en las cerillas del restaurante La Fuentes que había encontrado en la habitación de Tony. Aliso no fumaba, pero sí había ceniceros en la casa donde había vivido Layla.

Bosch dedujo que si Tony había vaciado la caja de seguridad y almorzado en La Fuentes el viernes, la única razón por la que tendría cerillas del restaurante era porque había comido allí con alguien que fumaba.

– Ahora la cuestión es: ¿dónde está el dinero? -se preguntó Lindell-. Si lo encontramos podemos incautarlo. El pobre Joey ya no va a necesitarlo.

Lindell miró hacia la limusina. La puerta seguía abierta y una de las piernas de Marconi asomaba por debajo del plástico amarillo. Un pantalón de color azul, un mocasín negro y un calcetín blanco. Eso era todo lo que Bosch podía ver de Joey El Marcas.

– ¿Los del banco están cooperando o tenéis que pedir una orden judicial para cada cosa? -inquirió Bosch.

– No, nos están ayudando. La directora está ahí dentro, temblando como un flan. No está acostumbrada a que haya masacres delante de la puerta del banco.

– Pues pídele que compruebe si tiene una caja a nombre de Gretchen Alexander.

– ¿Gretchen Alexander? ¿Quién es ésa?

– Tú la conoces: Layla.

– ¿Layla? ¿Me tomas el pelo? ¿Crees que el tío le daría dos millones de pavos a ese pendón verbenero?

– Pregúntaselo. Vale la pena intentarlo.

Cuando Lindell regresó al banco, Bosch se volvió hacia a sus compañeros.

Jerry, si quieres recuperar tu pistola, deberíamos decírselo ahora para que no las destruyan o las archiven para siempre.

– ¿Mi pistola? -Edgar miró hacia el plástico amarillo con una expresión de dolor-. No, no la quiero. Está maldita.

– Sí -convino Bosch-. Yo también pensaba lo mismo.

Bosch meditó un rato sobre los hechos hasta que oyó que alguien lo llamaba. Al volverse, vio que Lindell le hacía señas para que se dirigiera al banco.

– ¡Sí, señor! -anunció Lindell-. Layla tiene una caja.

Bosch y sus compañeros entraron en el edificio, donde Bosch vio a varios agentes entrevistando a los estupefactos empleados. Lindell lo condujo hasta una mesa donde estaba sentada la directora de la sucursal. Era una mujer de unos treinta años con el pelo rizado y castaño. La placa sobre su mesa decía Jeanne Connors. Lindell cogió un documento de la mesa y se lo mostró a Bosch.

– Layla tiene una caja aquí, que también está a nombre de Tony. Aliso sacó ambas cajas el viernes antes de que lo mataran. ¿Sabes lo que creo? Que vació su caja y lo puso todo en la de ella.

– Es muy probable.

Bosch estaba leyendo el registro de entradas en la cámara acorazada, que estaban escritas a mano en una ficha.

– Así que vamos a conseguir una orden de registro y abrirla a lo bestia -prosiguió Lindell, entusiasmado-. Tal vez se lo pediremos a Maury, ya que está tan dispuesto. El FBI se quedará con todo el dinero… Excepto vuestra parte, claro.

Bosch lo miró.

– Puedes forzarla si consigues pruebas para obtener la orden de registro, pero no encontrarás nada.

Bosch señaló la última entrada en la ficha. Gretchen Alexander había sacado la caja cinco días antes: el miércoles después de que mataran a Aliso. Lindell tardó unos segundos en reaccionar.

– Joder, ¿crees que la vació?

– Pues sí.

– Se ha largado, ¿no? Tú la buscaste.

– Se ha esfumado, tío. Y yo voy a hacer lo mismo.

– ¿Te vas?

– Ya he prestado declaración. Hasta la vista, Roy.

– Bueno, adiós.

Bosch se dirigió a la puerta del banco. Al abrirla, Lindell se acercó a él.

– Pero ¿por qué lo puso todo en la caja de Layla?

Lindell seguía sosteniendo la ficha como si fuera la respuesta a todas sus preguntas.

– No lo sé. Quizá…

– ¿Qué?

– … estaba enamorado de ella.

– ¿Tony? ¿De una chica así?

– Nunca se sabe. La gente mata por muchas razones. Y supongo que se enamora por muchas razones. El amor hay que pillarlo al vuelo, ya sea con una chica así o con… otra persona.

Lindell asintió y Bosch se marchó.


Bosch, Edgar y Rider cogieron un taxi hasta el edificio federal donde habían dejado su coche. Una vez allí, Bosch dijo que quería pasar un momento por la casa de North Las Vegas donde había crecido Gretchen.

– No va a estar, Harry -le advirtió Edgar.

– Ya lo sé. Sólo quiero hablar un momento con la vieja.

Bosch encontró la casa sin problemas y aparcó en la entrada. El Mazda RX7 seguía allí y no parecía que se hubiese movido.

– No tardaré. Si queréis, podéis quedaros en el coche.

– Yo voy contigo -dijo Rider.

– Yo me quedo con el motor en marcha -se ofreció Edgar-. Y conduciré la primera parte del viaje.

Edgar sustituyó a Bosch al volante, al tiempo que Bosch y Rider se dirigían a la puerta de la casa. Cuando Bosch llamó, la mujer contestó en seguida; debía de haberlos visto u oído y estaba preparada.

– Usted otra vez -dijo, mirando por la puerta entreabierta-. Gretchen sigue sin estar.

– Ya lo sé, señora Alexander. Es con usted con quien quiero hablar.

– ¿Conmigo? ¿Por qué?

– ¿Podría abrirnos, por favor? Nos estamos asando aquí fuera.

La mujer abrió con cara de resignación.

– Aquí también me estoy asando. ¿Se cree que puedo permitirme aire acondicionado?

Bosch y Rider se dirigieron al salón. Tras presentar a Rider, los tres tomaron asiento. Harry se sentó al borde del sofá, al recordar cómo se había hundido la última vez.

– De acuerdo. ¿Qué pasa? ¿Por qué quieren ustedes hablar conmigo?

– Quiero que me hable de la madre de su nieta -le dijo Bosch.

La mujer se quedó boquiabierta y Bosch notó que Rider también estaba perpleja.

– ¿Su madre? -preguntó Dorothy-. Su madre hace años que se fue. No tuvo la decencia de hacerse cargo de su propia hija, y de su madre aún menos.

– ¿Cuándo se marchó?

– Hace muchos años. Gretchen todavía llevaba pañales. Sólo me dejó una nota diciendo adiós y buena suerte. Y desapareció.

– ¿Adónde fue?

– No tengo ni la más remota idea y no quiero saberlo. Así estamos mejor. Ella abandonó a una criatura; no tuvo ni la decencia de llamar o escribir para pedir una foto.

– ¿Cómo sabía que no le había pasado algo?

– No lo sabía pero, por mí, como si se hubiera muerto.

La vieja no sabía mentir. Era la típica persona que subía la voz y sonaba indignada cuando no decía la verdad.

– Usted lo sabía -afirmó Bosch-. Le enviaba dinero, ¿no?

La mujer se miró las manos con tristeza durante un buen rato. Era su forma de confirmar la sospecha de Bosch.

– ¿Cada cuánto?

– Una o dos veces al año. Pero no lo bastante para compensarnos por lo que había hecho.

Bosch quiso preguntarle cuánto habría sido bastante, pero no lo hizo.

– ¿Cómo recibía el dinero?

– Por correo, siempre en metálico. Sé que venía de Sherman Oaks, California, porque lo ponía en el matasellos. ¿Qué tiene que ver eso?

– Dígame el nombre de su hija, Dorothy.

– Era hija mía y de mi primer marido, que se apellidaba Gilroy.

– Jennifer Gilroy -dijo Rider, al recordar el verdadero nombre de Verónica Aliso.

La anciana miró a Rider sorprendida, pero no preguntó cómo lo sabía.

– La llamábamos Jenny -le comentó-. Bueno, cuando me quedé con Gretchen volví a casarme y le puse el apellido de mi segundo marido para que los niños de la escuela no se burlaran de ella. Todo el mundo pensaba que yo era su mamá, y a nosotras no nos importaba. Nadie tenía por qué saber la verdad.

Bosch asintió en silencio. Por fin todo encajaba. Verónica Aliso era la madre de Layla; Tony Aliso había pasado de la madre a la hija. No había nada más que decir o preguntar. Bosch le dio las gracias a la anciana y le hizo un gesto a Rider para que ella saliera primero. Ya en el umbral de la puerta, Harry se detuvo y volvió la vista hacia Dorothy Alexander. Esperó unos segundos a que Rider se hubiera alejado antes de hablar.

– Cuando hable con Layla, bueno, Gretchen, dígale que no vuelva a casa. Dígale que se aleje todo lo que pueda de aquí. -Bosch sacudió la cabeza para subrayar sus palabras-. Que no vuelva nunca más.

La mujer no dijo nada. Bosch esperó un par de segundos con la vista fija en el felpudo de bienvenida. Finalmente se despidió y puso rumbo al coche.


Bosch se sentó en el asiento de atrás y Rider en el de delante. En cuanto Edgar arrancó el coche, Rider se volvió hacia Bosch.

– Harry, ¿cómo se te ocurrió eso?

– Por las últimas palabras de Verónica. Ella me dijo: «Dejen a mi hija», y entonces lo adiviné. Incluso se parecían un poco físicamente, pero hasta ahora no había caído.

– Pero si no la conoces.

– La he visto en foto.

– ¿Qué? -preguntó Edgar-. ¿Qué decís?

– ¿Crees que Tony Aliso sabía quién era? -preguntó Rider, sin hacer caso a Edgar.

– No lo sé -contestó Bosch-. Si lo sabía, resulta más fácil entender lo que pasó. A lo mejor incluso se lo había pasado a Verónica por la cara. Quizá fue eso lo que la empujó a matar.

– ¿Y Layla, bueno, Gretchen?

Edgar miraba alternativamente a Bosch y a Rider, manteniendo un ojo en la carretera y cada vez más desconcertado.

– Algo me dice que no lo sabía. Creo que si lo hubiera sabido, se lo habría dicho a su abuela. Y la vieja no estaba enterada.

– Si Tony sólo estaba usándola para cabrear a Verónica, ¿por qué le dio todo el dinero?

– Podía estar usándola o también podía estar enamorado de ella. Quizá fue casualidad que todo ocurriera el día que lo mataron. Tal vez hizo la transferencia porque tenía al fisco pisándole los talones y creía que le congelarían la cuenta. Podrían haber sido muchas cosas, pero ahora nunca lo sabremos. Todo el mundo ha muerto.

– Excepto la chica.

Edgar frenó de golpe y aparcó al lado de la carretera. Por pura casualidad, se hallaban enfrente de Dolly's.

– ¿Alguien va a contarme qué coño pasa? -exigió-. Os hago un favor y me quedo en el coche para que no se apague el aire acondicionado y luego no me explicáis nada. ¿De qué coño estáis hablando?

Edgar miraba a Bosch por el espejo retrovisor.

– Conduce, Jed. Kiz te lo contará cuando lleguemos al Flamingo.


Cuando finalmente aparcaron frente al Hilton Flamingo, Bosch se apeó y entró en el enorme casino. Tras abrirse paso entre las máquinas tragaperras, llegó a la sala de póquer, donde había quedado en pasar a buscar a Eleanor cuando terminaran. Bosch la había dejado en el Flamingo esa mañana después de que ella les indicara el banco donde había visto a Tony Aliso y Gretchen Alexander.

Había cinco mesas en la sala de póquer. Bosch recorrió las caras de los jugadores, pero no vio a Eleanor. Cuando Harry se dio la vuelta, ella estaba allí. Justo como había aparecido la primera noche que él había salido a buscarla.

– Harry.

– Eleanor. Pensaba que estarías jugando.

– No podía jugar mientras tú estabas en peligro. ¿Todo bien?

– Todo bien. Nos vamos.

– Fenomenal. Estoy harta de Las Vegas.

Bosch dudó un momento antes de hablar. Casi perdió el valor, pero al final lo recobró.

– Quiero hacer una parada antes de irnos. La que habíamos comentado. Bueno, si es que te has decidido.

Eleanor lo miró un momento y una sonrisa iluminó su rostro.

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