Cuando Bosch entró en el despacho de Billets, en seguida notó que estaba preocupada.
– Hola, Harry.
– Hola. Acabo de dejar la pistola en Balística; sólo estaban esperando a que llegaran las balas. No sé con quién ha hablado, pero ha surtido efecto.
– Bien.
– ¿Dónde están los demás?
– En el Archway. Kiz se ha pasado la mañana en Hacienda y después ha ido a ayudar a Jerry con las entrevistas a los socios de Aliso. También le he pedido a Fraudes que nos cediera un par de expertos para repasar la contabilidad de Aliso. Ahora mismo están localizando las cuentas corrientes de las empresas fantasmas para embargarlas. Cuando congelemos el dinero, es posible que salgan de quién sabe dónde unas cuantas personas de carne y hueso. Mi teoría es que Aliso no sólo blanqueaba dinero para Joey El Marcas; hay demasiada pasta en juego. Si los cálculos de Kiz son correctos, Aliso debía de trabajar para casi todos los mafiosos al oeste de Chicago.
Bosch asintió.
– Ah, por cierto -prosiguió Billets-. Le he dicho a Jerry que tú te encargarías de la autopsia para que él pueda quedarse en el Archway. Y a las seis os quiero a todos aquí para hablar de lo que tenemos.
– Vale. ¿A qué hora es la autopsia?
– A las tres y media. ¿Te va mal?
– No. ¿Puedo preguntarle una cosa? ¿Por qué ha llamado a Fraudes en lugar de a Crimen Organizado?
– Por razones obvias. No sé qué hacer con Carbone y la DCO. No sé si llamar a Asuntos Internos, hacer la vista gorda o qué.
– Bueno, no podemos hacer la vista gorda porque ellos tienen algo que nosotros necesitamos. Y si llama a Asuntos Internos, ya podemos olvidarnos del caso porque lo paralizarán todo.
– ¿Qué es lo que tienen?
– Pues si Carbone se llevó un micrófono de esa oficina…
– Habrá grabaciones, claro. Joder, no había pensado en eso.
Los dos se quedaron un rato en silencio. Finalmente Bosch tomó asiento frente a Billets.
– Déjeme hablar con Carbone para intentar averiguar qué estaban haciendo y conseguir las cintas -sugirió Bosch-. Ahora mismo tenemos la sartén por el mango.
– Podría tratarse de algo entre Fitzgerald y el gran jefe.
– Es posible.
Billets se refería a la rencilla interdepartamental entre el subdirector Leon Fitzgerald, responsable de la DCO durante más de una década, y el hombre que teóricamente estaba por encima de él, el jefe de la policía de Los Ángeles. Durante el tiempo que llevaba al mando de la División contra el Crimen Organizado, Fitzgerald había adquirido una fama parecida a la de John Edgar Hoover en el FBI; la de guardián de secretos que no dudaba en emplear para proteger su presupuesto, su división y su propio cargo. Se le acusaba de poner más interés en investigar a ciudadanos honrados, policías y oficiales elegidos por la ciudad que a gángsters a los que su división tenía como misión erradicar. En el departamento nadie ignoraba que Fitzgerald y el a la sazón jefe de policía mantenían una lucha por el poder. El jefe quería controlar la DCO, pero Fitzgerald no se sometía. Al contrario, su ambición era ampliar su dominio para llegar a ser jefe de policía. En esos momentos la lucha se hallaba en una fase de intercambio de descalificaciones. El jefe no podía despedir a Fitzgerald debido a sus derechos como funcionario. Tampoco podía obtener apoyo de la comisión de policía, el alcalde o los concejales de la ciudad porque, por lo visto, Fitzgerald poseía gruesos expedientes sobre cada uno de ellos y también sobre el jefe. Esos altos cargos no sabían con exactitud el contenido de los expedientes, pero se imaginaban lo peor que habían hecho en su vida. Por eso no apoyarían un ataque a Fitzgerald sin antes tener la seguridad de que no saldrían trasquilados.
Aunque en gran parte se trataba de rumores o leyendas del departamento, Bosch sabía que tenía que haber un fondo de verdad. Al igual que a Billets, a Harry no le apetecía remover el asunto, pero se ofreció a hacerlo porque no le quedaba otro remedio. Tenía que averiguar lo que había estado haciendo la DCO y lo que estaba protegiendo Carbone al entrar ¡legalmente en el despacho de Aliso.
– De acuerdo -concedió Billets, después de pensárselo un buen rato-, pero ten cuidado.
– ¿Dónde está el vídeo del Archway?
La teniente señaló al suelo detrás de su mesa.
– Aquí estará seguro -dijo ella, refiriéndose a la caja fuerte donde solían guardar las pruebas.
– Eso espero, porque es mi único escudo.
Billets asintió y Bosch vio que ella sabía de qué iba la cosa.
Las oficinas de la DCO estaban en el tercer piso de la División Central, en el centro de Los Ángeles. La División contra el Crimen Organizado se hallaba lejos del cuartel general de la policía porque, dado el carácter secreto de muchas de sus operaciones, no habría sido prudente que los agentes entraran y salieran de un edificio tan público como el Parker Center, la Casa de Cristal. Sin embargo, esa separación contribuía a abrir la brecha que separaba a Leon Fitzgerald del jefe de policía.
En el trayecto de Hollywood al centro, Bosch tramó un plan. Cuando llegó a la cabina del guarda y le mostró su identificación, ya sabía exactamente cómo iba a jugar sus cartas. Bosch se fijó en su placa, aparcó el coche cerca de la puerta de atrás y llamó al número de la DCO desde su teléfono móvil.
– Soy Trindle, del aparcamiento -le dijo Bosch a la secretaria que contestó el teléfono-. ¿Está Carbone?
– Sí, ahora se…
– Dígale que baje. Le han entrado en el coche.
Bosch colgó y esperó. Al cabo de tres minutos se abrieron las puertas de atrás de la comisaría y un hombre salió a toda prisa. Billets tenía razón; era el mismo que habían visto en el vídeo del Archway. Harry arrancó y lo siguió hasta darle alcance.
– ¿Carbone? -preguntó, mientras bajaba la ventanilla.
– ¿Qué?
Carbone continuó caminando, sin apenas prestar atención a Bosch.
– No hace falta que corras. A tu coche no le ha pasado nada.
Carbone se paró en seco y se quedó mirando a Bosch.
– ¿Qué? ¿Qué dices?
– Que te he llamado yo. Sólo quería que bajaras.
– ¿Y quién coño eres?
– Soy Bosch. Hablamos por teléfono la otra noche.
– Ah, sí. Por el asunto Aliso.
En ese momento Carbone comprendió que para hablar con él Bosch sólo tenía que tomar el ascensor hasta el tercer piso.
– ¿Qué es esto, Bosch? ¿Qué pasa?
– ¿Por qué no subes? Quiero dar un paseo.
– No lo sé, tío. No me gusta tu forma de actuar.
– Es por tu bien.
Bosch lo dijo con un tono y una mirada que sólo invitaban a obedecer. Carbone, un hombre corpulento de unos cuarenta años, vaciló un instante antes de entrar en el coche. Como la mayoría de los policías antimafia, llevaba un elegante traje azul marino y una fuerte colonia que impregnó todo el vehículo. A Bosch le disgustó desde el principio.
Al salir del estacionamiento, Bosch puso rumbo al norte, a Broadway. Las calles estaban atestadas de coches y peatones, por lo que avanzaron lentamente. Harry no dijo nada, a la espera de que Carbone iniciara la conversación.
– ¿Qué es tan importante para que me secuestres? -preguntó finalmente.
Bosch condujo otra manzana sin responder. Quería hacerle sufrir un poco.
– Tienes un problema gordo, Carbone -contestó finalmente-. He pensado que debería avisarte.
Carbone miró a Bosch con cautela.
– Eso ya lo sabía -contestó-. Tengo que pagar la pensión alimenticia a dos ex mujeres, tengo grietas en casa del último terremoto y poquísimas posibilidades de que nos suban el sueldo. ¿Y qué?
– Tío, eso no son problemas, sino molestias. Te hablo de problemas de verdad, como el registro ilegal que hiciste el otro día en el Archway.
Carbone permaneció un momento en silencio y a Bosch le pareció que se había puesto nervioso.
– No sé de qué hablas. Llévame a mi oficina.
– Te has equivocado de respuesta, Carbone. Yo he venido a ayudarte. No quiero perjudicar a nadie; ni a ti ni a tu jefe… Fitzgerald:
– Sigo sin saber a qué te refieres.
– Entonces te lo diré yo. El domingo por la noche te llamé para preguntarte sobre Tony Aliso y tú me telefoneaste luego para decirme que pasabais del caso y que no teníais ni idea de quién era. Pero nada más colgar, te fuiste al Archway, entraste en el despacho de Aliso y te llevaste el micrófono con el que le habíais pinchado el teléfono. -Bosch hizo una pausa-. A eso me refiero.
Por primera vez, Bosch se volvió para mirarlo y descubrió el rostro de un hombre acorralado. Lo tenía bien cogido.
– Eso es mentira.
– ¿Ah, sí, tonto del culo? Pues la próxima vez que decidas entrar sin permiso, fíjate en las cámaras de seguridad. La primera enseñanza del caso Rodney King es: «No permitirás que te graben en vídeo».
Bosch hizo otra pausa para que Carbone digiriera la información antes de darle el toque de gracia.
– Cuando rompiste la taza, la tiraste a la papelera para que nadie lo notase, ¿verdad? -le dijo-. Lo cual me recuerda otro mandamiento: «Si vas a hacer algo ilegal en manga corta, tápate el tatuaje del brazo». Los tatuajes son perfectos para identificar a gente que sale en los vídeos. Y te aseguro que tú sales un montón.
Carbone se pasó una mano por la cara.
Bosch giró en Third Avenue y se internó en el túnel que pasa por debajo de Bunker Hill.
– ¿Quién sabe esto? -preguntó por fin Carbone, en plena oscuridad.
– De momento sólo yo, pero que no se te meta ninguna idea en la cabeza. Si a mí me pasa algo, la cinta llegará a mucha gente. Aunque de momento creo que puedo controlarla.
– ¿Qué quieres?
– Quiero saber qué está pasando y que me des todas las grabaciones.
– Imposible. No puedo porque no las tengo yo. Ni siquiera era un caso mío. Yo sólo hice lo que…
– Lo que te dijo Fitz, ya lo sé, pero no me importa. Dile a Fitz o a quien sea que te las dé. Entro contigo o me espero en el coche, como quieras. Pero ahora mismo vamos a buscarlas.
– No puedo.
Carbone se refería a que no podía conseguir las cintas sin confesarle a Fitzgerald su torpeza al ejecutar sus órdenes.
– Vas a tener que hacerlo, Carbone. A mí me importa un huevo lo que te pase; sólo sé que me mentiste y jugaste con mi caso. O me das las grabaciones y una explicación o tomaré medidas. Haré tres copias del vídeo; una irá al jefe de policía en la Casa de Cristal, otra a Jim Newton del Times y otra a Stan Chambers del Canal 5. Stan es un buen periodista y sabrá qué hacer con ella. ¿Sabías que él fue el primero en recibir la cinta de Rodney King?
– ¡Joder, Bosch! ¡Me estás matando!
– Tú decides.
Salazar era el responsable de la autopsia, que ya había empezado cuando Bosch llegó al centro médico de la Universidad de California. Después de recibir un saludo seco de Salazar, Bosch -ataviado con bata de un solo uso y máscara de plástico- se apoyó en una de las mesas de acero y se limitó a observar. No esperaba mucho de la autopsia. En realidad sólo había ido a recoger las balas. Confiaba en que estuvieran en buenas condiciones para ser analizadas en Balística. Una de las razones por las cuales los asesinos a sueldo empleaban armas del veintidós era que los proyectiles a menudo se deformaban al rebotar en el interior del cráneo. Y si se deformaban no servían para hacer un estudio comparativo.
Salazar llevaba su larga melena negra recogida en una coleta y tapada con un gran gorro de papel. Como iba en una silla de ruedas, trabajaba en una mesa más baja especialmente preparada para él. Aquello proporcionaba a Bosch una mejor perspectiva del cadáver.
Durante años Bosch había bromeado con Salazar mientras éste realizaba autopsias. Sin embargo, desde su baja de nueve meses tras el accidente de moto y su regreso en una silla de ruedas, Salazar ya no había sido el hombre alegre de antaño. Rara vez conversaba con la gente.
Bosch contempló a Salazar mientras éste raspaba la sustancia blancuzca de los rabillos de los ojos de Aliso con el lado romo de un escalpelo.
El forense depositó el polvillo obtenido en un papel absorbente, que colocó en una placa de Petri. Finalmente puso la placa en una bandeja junto a las probetas llenas de sangre, orina y otras muestras que había extraído del cadáver para analizarlas.
– ¿Crees que son lágrimas? -preguntó Bosch.
– No, es demasiado espeso. Es algo que tenía en los ojos o en la piel. Ya lo averiguaremos.
Bosch asintió y Salazar comenzó a abrir el cráneo para examinar el cerebro.
– Menudo destrozo -comentó.
Minutos después, con la ayuda de unas pinzas largas, extrajo dos fragmentos de bala, que dejó caer en el plato. Bosch se acercó y, cuando los vio, frunció el ceño. Al menos una de las balas se había roto con el impacto y seguramente no serviría.
Acto seguido Salazar sacó una bala entera y la depositó sobre la bandeja.
– Ésta te valdrá -concluyó.
Bosch echó un vistazo. A consecuencia del impacto, la bala se había abierto como una flor, pero al menos la mitad del proyectil seguía intacta y presentaba los pequeños arañazos que se producían al salir por el cañón de la pistola. Harry comenzaba a animarse.
– Sí, puede ser.
La autopsia finalizó al cabo de diez minutos. En total Salazar le había dedicado a Aliso cincuenta minutos de su tiempo; algo más de lo habitual. Bosch leyó en una hoja que aquélla era la undécima autopsia de Salazar ese día.
Salazar limpió las balas y las metió en una bolsa especial para pruebas. Al entregársela a Bosch, le dijo que le informaría de los resultados de los análisis en cuanto los tuviera. Salazar también consideró importante mencionar que el hematoma en la mejilla de Aliso había sido causado cuatro o cinco horas antes de su muerte. A Bosch le pareció curioso, ya que significaba que alguien había golpeado a Aliso mientras estaba en Las Vegas, a pesar de que lo habían matado en Los Ángeles. Harry le dio las gracias a Salazar, a quien llamó Sally como lo hacía mucha gente, y se marchó. Ya estaba en el pasillo cuando recordó algo que le hizo dar media vuelta. Bosch asomó la cabeza por la puerta de la sala de autopsias y vio a Salazar envolviendo el cuerpo con una sábana y colocando bien la etiqueta de identificación que le habían colgado en el dedo gordo del pie.
– Eh, Sally, el tío tenía hemorroides, ¿no?
Salazar lo miró sorprendido.
– ¿Hemorroides? No. ¿Por qué lo dices?
– Porque encontré un tubo de pomada en la guantera del coche. Estaba empezada.
– Pues… No sé, pero de hemorroides nada.
Bosch estuvo tentado de preguntarle si estaba seguro, pero sabía que sería insultante. Así que se marchó sin decir nada.
Los detalles eran la clave de cualquier investigación; nunca debían olvidarse ni perderse de vista. Mientras se dirigía a la salida, Bosch le daba vueltas al detalle de la pomada que había hallado en la guantera del Rolls-Royce. Si Tony Aliso no padecía de hemorroides, ¿a quién pertenecía la pomada y por qué estaba en el coche? Podría haber considerado que carecía de importancia, pero Bosch no trabajaba así. Para él todo era importante en una investigación. Absolutamente todo.
Estaba tan inmerso en esta cuestión que llegó al aparcamiento sin ver a Carbone, que lo esperaba fumando un cigarrillo. Bosch lo había dejado un rato antes en la DCO, porque el policía le había pedido un par de horas para obtener las grabaciones. Bosch había accedido, pero no le había dicho que iba a una autopsia. Carbone debía de haber averiguado su paradero a través de la comisaría de Hollywood, aunque Bosch no pensaba preguntárselo. No quería mostrar ni la más mínima preocupación por el hecho de que lo hubiesen localizado con tanta facilidad.
– Bosch.
– Sí. -Hay alguien que quiere hablar contigo.
– ¿Quién? ¿Cuándo? Quiero las cintas, Carbone.
– Tranquilo. Ven.
Carbone condujo a Bosch a la segunda fila del aparcamiento, donde los aguardaba un automóvil con los cristales ahumados y el motor en marcha.
– Sube atrás -le ordenó Carbone.
Bosch se acercó a la puerta con aire despreocupado, la abrió y entró. En el asiento trasero estaba Leon Fitzgerald. El jefe de la División contra el Crimen Organizado era un hombre de casi dos metros, por lo que las rodillas le topaban con el respaldo del asiento delantero. Lucía un magnífico traje de seda azul, llevaba gafas de montura metálica y sostenía un cigarro entre los dedos. Debía de rondar los sesenta años, por lo que el pelo negro azabache era teñido. Sus ojos azules y su piel pálida delataban que era una criatura nocturna.
Jefe -le saludó Bosch.
Harry no conocía a Fitzgerald personalmente, pero lo había visto a menudo en funerales de policías y en las noticias de televisión. Leon Fitzgerald era la única cara conocida de la DCO, puesto que nadie más posaba ante las cámaras, por motivos de seguridad.
– Detective Bosch -contestó Fitzgerald-. Le conozco, bueno, conozco sus hazañas. A lo largo de estos años me han sugerido más de una vez su nombre como candidato para nuestra unidad.
– ¿Y por qué no me ha llamado?
Carbone, que se había sentado al volante, los condujo a través del aparcamiento.
– Porque ya le he dicho que le conozco -continuó Fitzgerald-. Y sabía que usted no dejaría Homicidios. Los asesinatos son su vocación, ¿verdad?
– Más o menos.
– Lo cual nos lleva al caso de homicidio que está usted investigando actualmente. Dom, por favor.
Con una mano, Carbone le pasó una caja de zapatos por encima del asiento. Fitzgerald la colocó sobre el regazo de Bosch. Al abrirla, Harry descubrió que estaba llena de casetes, todas ellas fechadas.
– ¿Son del teléfono de Aliso? -preguntó.
– Evidentemente.
– ¿Cuánto tiempo lo espiaron?
– Solamente nueve días. No obtuvimos resultados, pero las cintas son vuestras.
– ¿Y qué quiere a cambio, jefe?
– ¿Que qué quiero?
Fitzgerald miró por la ventana más allá del aparcamiento, hacia la vieja estación de maniobras del ferrocarril.
– ¿Que qué quiero? -repitió-. Quiero al asesino, por supuesto. Pero también quiero que vaya con cuidado, Bosch. El departamento ha pasado por muchos problemas en los últimos años. No nos conviene sacar a relucir los trapos sucios.
– Quiere que eche tierra al asunto.
Nadie dijo nada, pero no hacía falta. Todos los presentes sabían que Carbone obedecía órdenes, probablemente del propio Fitzgerald.
– Entonces tiene que contestarme a unas preguntas.
– Adelante.
– ¿Por qué pincharon el teléfono de Aliso?
– Por la misma razón que se pincha cualquier teléfono. Nos llegaron rumores sobre él y decidimos averiguar si eran ciertos.
– ¿Qué rumores?
– Que estaba metido en negocios sucios, que era un chorizo que blanqueaba dinero para la mafia de tres estados. Acabábamos de comenzar a investigarlo cuando lo mataron.
– ¿Y por qué pasaron del caso cuando yo los llamé?
Fitzgerald dio una larga calada al cigarro, cuyo aroma impregnaba todo el coche.
– Esa pregunta tiene una respuesta compleja, detective. Baste con decir que preferimos mantenernos al margen.
– Era una escucha ilegal, ¿no?
– La ley de este estado pone muy difícil reunir los requisitos necesarios para justificar una escucha. Los federales pueden hacerlo cuando les apetece, pero nosotros no, y a veces no queremos trabajar con los federales.
– Pero eso no explica por qué pasaron del caso. Podrían habérnoslo quitado de las manos para controlarlo, enterrarlo o hacer con él lo que quisieran. Así nadie habría sabido nada sobre sus escuchas ilegales.
– Tal vez nos equivocamos.
Bosch comprendió que lo habían subestimado a él y a su equipo. Creyeron que nadie descubriría el robo del micrófono ni la participación de la unidad antimafia. En ese momento Bosch se dio cuenta del tremendo poder que tenía sobre Fitzgerald. La información sobre la escucha ilegal era justo lo que necesitaba el jefe de policía para deshacerse de su rival.
– ¿Y qué más saben de Aliso? -preguntó Bosch-. Lo quiero todo. Si me entero de que me han ocultado algo, el trabajito ilegal de Carbone saldrá a la luz, ¿me entiende?
Fitzgerald dejó de mirar por la ventanilla para encararse con Bosch.
– Le entiendo perfectamente, pero no crea que tiene las cartas más altas en esta partida.
– Pues ponga las suyas sobre la mesa.
– Detective, voy a cooperar totalmente con usted, pero quiero que tenga en cuenta una cosa. Si intenta perjudicarme a mí o a alguien de mi división, yo le perjudicaré a usted. Por ejemplo, está el asunto de pasar la noche en compañía de un delincuente convicto.
Fitzgerald dejó que la acusación flotara en el aire, como el humo de su cigarro. Bosch se quedó estupefacto e indignado, pero hizo un esfuerzo por tragarse las ganas de estrangular a Fitzgerald.
– Hay una regla del departamento que prohíbe que un agente se relacione con delincuentes. Estoy seguro de que usted conoce y comprende la necesidad de dicha regla. Si se supiera esto sobre usted, su trabajo peligraría. ¿Qué haría entonces con su vocación?
Bosch no respondió, sino que miró directamente por encima del asiento, hacia el parabrisas. Fitzgerald se acercó hasta casi susurrarle al oído:
– Esto es lo que hemos descubierto sobre usted en menos de una hora. ¿Y si le dedicáramos un día? ¿O una semana? -le amenazó-. Ah, y puede decirle a su teniente que sí hay un «techo de cristal» en el departamento para lesbianas, especialmente si sale a la luz lo de la escucha. Su amiguita podría llegar más lejos por ser negra, pero la teniente tendrá que irse acostumbrando a Hollywood porque ahí se quedará.
Fitzgerald volvió a recostarse en el asiento y su voz recobró el tono normal.
– ¿Entendido, detective Bosch?
Bosch se volvió y finalmente le miró a los ojos.
– Entendido.
Después de dejar las balas que Salazar había extraído del cadáver en el laboratorio de balística de Boyle Heights, Bosch llegó a la División de Hollywood justo cuando todos se dirigían al despacho de Billets para la reunión de las seis.
Tras presentarle a Russell y Kuhlken, los dos investigadores de Fraudes, Billets dio por empezada la reunión. En el despacho también se hallaba presente Matthew Gregson, un ayudante del fiscal que se encargaba de querellas especiales: casos contra miembros del crimen organizado, agentes de policía y otros asuntos delicados.
El primero en tomar la palabra fue Bosch, que relató de manera concisa los hechos ocurridos en Las Vegas, explicó los primeros resultados de la autopsia y dio cuenta de su visita al laboratorio de balística del departamento. Informó de que los del laboratorio le habían prometido tener listas las conclusiones a las diez de la mañana siguiente, pero no mencionó a Carbone ni a Fitzgerald. No por la amenaza de éste -o al menos eso se dijo a sí mismo-, sino porque era preferible no comentar el tema ante un grupo tan numeroso, sobre todo con un fiscal presente. Al parecer Billets compartía su opinión, puesto que no le hizo ninguna pregunta.
La siguiente en intervenir fue Rider. La detective había hablado con el inspector de Hacienda asignado al caso de TNA Productions, un tal Hirchsfield, aunque no había obtenido demasiada información.
– Por lo visto, Hacienda tiene un programa especial para confidentes; si delatas a un evasor de impuestos, recibes un porcentaje de la suma evadida -explicó Rider-. Así es como empezó todo esto. El único problema es que, según Hirchsfield, el aviso fue anónimo, o sea que la persona que delató a Aliso no quería dinero. Hacienda recibió una carta de tres páginas que daba detalles sobre el negocio de blanqueo de dinero de Tony Aliso. Hirchsfield no me la dejó ver, porque, aunque era anónima, el reglamento del programa exige que todo sea confidencial y el lenguaje específico de la carta podría llevar a la identificación del autor…
– Eso es una tontería -intervino Gregson.
– Es posible -concedió Rider-, pero no pude hacer nada.
– Dame el nombre de ese tío y ya lo intentaré yo.
– Muy bien. Total, que los del fisco recibieron esta carta, consultaron en sus archivos el historial de TNA y concluyeron que la carta tenía fundamento. Por esa razón, el 1 de agosto notificaron a Aliso que iban a hacerle una auditoria a finales de este mes. Eso es todo lo que le saqué a Hirchsfield -admitió Rider-. Ah, sí. También me dijo que la carta anónima llevaba matasellos de Las Vegas.
Bosch casi asintió sin querer, porque ese último dato encajaba con algo que le había contado Fitzgerald.
– Bueno, ahora pasamos a los socios de Tony Aliso -prosiguió Rider-. Jerry y yo hemos entrevistado a casi toda la gente que trabajaba en esas porquerías que Aliso llamaba películas. Por lo visto, el tío reclutaba a sus «artistas» en diversas escuelas de cine locales, academias baratas de arte dramático y bares de strip-tease, pero tenía cinco colaboradores habituales en la realización. Jerry y yo los interrogamos por separado y concluimos que no sabían nada sobre la financiación de las películas ni las cuentas de la empresa. Estaban pez, ¿no, Jerry?
– Sí -convino Edgar-. Personalmente, creo que Tony los eligió porque eran un poco tontos y no hacían preguntas incómodas. Primero los mandaba a las facultades de cine de Los Ángeles para pescar a algún chico que quisiera dirigir o escribir el guión. Luego se iban a Hollywood Boulevard o a La Cienaga para buscar a chicas para interpretar los papeles femeninos. Rider y yo hemos llegado a la conclusión de que Tony era el único que participaba en el negocio de blanqueo de dinero. Sólo lo sabían él y sus clientes.
– Lo cual nos lleva a vosotros -dijo Billets, con la vista fija en Russell y Kuhlken-. ¿Habéis encontrado algo?
Kuhlken respondió que todavía estaban hasta el cuello de papeles y facturas, pero que habían descubierto que el dinero de TNA Productions iba a varias empresas fantasma en California, Nevada y Arizona. El dinero pasaba a las cuentas bancarias de TNA y luego se invertía en otras compañías aparentemente legítimas. Kuhlken agregó que, cuando tuvieran pruebas suficientes, podrían ampararse en la legislación federal en materia fiscal para requisar el dinero, basándose en que se trataba de fondos ilegales de una empresa clandestina. Russell explicó que, desgraciadamente, los trámites eran largos y complejos. Todavía tardarían al menos una semana en poder mover un dedo.
– Tomaos el tiempo que haga falta -les dijo Billets. Luego miró a Gregson-. Bueno, ¿cómo lo ves?
– Creo que vamos bien -respondió Gregson tras meditarlo un instante-. Mañana a primera hora llamaré a Las Vegas para averiguar quién lleva la vista de extradición. Puede que yo tenga que ir a controlar este tema. No me hace mucha gracia que estemos todos aquí mientras Goshen sigue en Nevada con ellos. Si tenemos suerte con los resultados de Balística, creo que Harry y yo deberíamos ir a Las Vegas a buscar a Goshen.
Bosch asintió.
– Después de escuchar vuestros informes, sólo tengo una pregunta -prosiguió Gregson-. ¿Por qué no hay alguien de Crimen Organizado en esta reunión?
Billets miró a Bosch y, con un gesto casi imperceptible, le pasó a él la pregunta.
– Les informamos del asesinato y de la identidad de la víctima, pero no les interesó el caso porque no conocían a Tony Aliso -respondió Bosch-. Hace menos de dos horas que he hablado con Leon Fitzgerald y le he contado lo que sabemos. Él me ha ofrecido la asistencia de su equipo, pero cree que ya hemos avanzado demasiado en la investigación para meter a gente nueva. Nos ha deseado buena suerte con el caso.
Gregson lo miró fijamente antes de asentir. El fiscal, de unos cuarenta y tantos años, tenía el pelo corto y muy canoso. Bosch nunca había trabajado con él, pero lo conocía de oídas. Gregson llevaba mucho tiempo en el cargo, el suficiente para intuir que las palabras de Bosch ocultaban algo más y para comprender cuándo era mejor no inmiscuirse.
– Muy bien -intervino Billets, cambiando de tema-. ¿Y si discutimos un par de teorías antes de dejarlo por hoy? ¿Qué creéis que le pasó a este hombre? Comenzamos a tener mucha información y muchas pruebas, pero ¿qué le ocurrió?
Billets recorrió con la mirada las caras de los presentes, hasta que Rider rompió el silencio.
– Yo creo que la inspección fiscal lo desencadenó todo -sugirió-. Aliso recibió la notificación por correo y cometió el error fatídico de decirle a su cliente en Las Vegas que el fisco iba a revisar sus cuentas y que el pastel podría descubrirse. Joey El Marcas reaccionó como suelen reaccionar los tipos de su calaña; se lo cargó. Le ordenó a Goshen, uno de sus esbirros, que siguiera a Tony a Los Ángeles para que todo sucediera lejos de Las Vegas.
Los presentes hicieron un gesto de aprobación con la cabeza, Bosch incluido. La información que le había proporcionado Fitzgerald también coincidía con esa explicación.
– Era un buen plan -continuó Edgar-. El único error fueron las huellas dactilares que Artie Donovan sacó de la cazadora. Tuvimos una potra increíble. Si no las hubiéramos encontrado, no creo que hubiéramos descubierto nada más.
– O quizá sí -intervino Bosch-. Las huellas de la cazadora lo aceleraron todo, pero la Metro ya estaba investigando un aviso anónimo de alguien que oyó a Goshen hablar de asesinar a un tío y meterlo en un maletero. Tarde o temprano nos habría llegado la información.
– Mejor temprano -comentó Billets-. ¿Hay alguna teoría alternativa que debiéramos investigar? ¿Qué pasa con la esposa, el guionista indignado o sus otros socios?
– De momento nada -contestó Rider-. Está claro que no había mucha pasión entre la víctima y su mujer, pero de momento ella parece libre de sospecha. Yo solicité una orden de registro para comprobar la lista de entradas y salidas de la urbanización. Según esa lista, el coche de la señora Aliso no salió de Hidden Highlands el viernes por la noche.
– ¿Y la carta que recibió Hacienda? -inquirió Gregson-. ¿Quién la envió? Obviamente alguien que sabía muy bien lo que Aliso se llevaba entre manos, pero ¿quién?
– Todo este asunto podría tratarse de una lucha jerárquica en el grupo de Joey El Marcas -contestó Bosch-. Como ya he explicado antes, Goshen se extrañó cuando vio la pistola e insistió muchísimo en que se la habían colocado… No sé, tal vez alguien avisó al fisco a sabiendas de que matarían a Tony y que después podrían cargarle el muerto a Goshen. Con Goshen fuera de juego, esa persona subiría automáticamente en el escalafón.
– ¿Quieres decir que Goshen no lo hizo? -preguntó Gregson con cara de sorpresa.
– No. Es probable que Goshen apretara el gatillo, pero no se imaginaba que esa pistola iba a aparecer detrás del retrete. Además, no tiene ningún sentido guardarla. Supongamos que Goshen se cargó a Tony a instancias de Joey y después le dio la pistola a alguien de su banda para que se deshiciera de ella. Esa persona pudo plantársela en su casa; la misma persona que envió la carta a Hacienda para poner todo esto en marcha. Y ahora, si nosotros empapelamos a Goshen, el tío que colocó la pistola y mandó la carta tiene el campo libre para subir en la organización.
Bosch vio que los demás estaban sopesando su teoría.
– Quizá Goshen no sea el objetivo de todo el golpe -sugirió Rider, y todas las miradas se posaron en ella-. Es posible que haya una jugada más. Tal vez alguien quiere librarse de Goshen y Joey para ocupar su lugar.
– ¿Y cómo se desharán de Joey? -preguntó Edgar.
– A través de Goshen -contestó Rider.
– Si Balística confirma que su pistola es el arma del crimen, Goshen está jodido -explicó Bosch-. Le caerá la pena de muerte o la perpetua sin posibilidad de conmutación. A no ser que nos dé algo.
– A Joey -contestaron Gregson y Edgar al unísono.
– Entonces, ¿quién escribió la carta? -preguntó Billets.
– ¿Quién sabe? -respondió Bosch-. Yo no conozco la organización en Las Vegas, pero los policías de allá mencionaron a un abogado, un tipo que lleva todos los asuntos de Joey. Él sabría lo del negocio sucio de Aliso y podría haber planeado todo esto. Debe de haber unas cuantas personas cercanas a Joey capaces de hacerlo.
Todos se quedaron un buen rato en silencio; la teoría tenía sentido. Era el momento propicio para dar por terminada la reunión.
– Buen trabajo -les felicitó Billets-. Matthew, gracias por venir. Te llamaré en cuanto recibamos los resultados de Balística por la mañana.
Todos se levantaron.
– Kiz y Jerry, uno de vosotros tendrá que acompañar a Bosch a Las Vegas para realizar la escolta de extradición. Son las normas. Podéis jugároslo a cara o cruz -propuso Billets-. Ah, Harry, ¿podrías quedarte un momento? Quiero consultarte algo sobre otro caso.
Después de que los otros se hubieran marchado, Billets le pidió a Bosch que cerrara la puerta. Bosch obedeció y se sentó en una de las sillas que había frente a la mesa de la teniente.
– Bueno, ¿qué ha pasado? -le preguntó Billets-. ¿Has hablado con Fitzgerald?
– Más bien él habló conmigo.
– ¿Y qué pasa?
– Pues que ellos tampoco sabían quién coño era Aliso hasta que recibieron una carta, probablemente la misma que llegó a Hacienda. Tengo una copia. La carta contiene detalles que revelan que el delator estaba enterado de todo, tal como sospechaba Kiz. El sobre que recibió la DCO también llevaba matasellos de Las Vegas e iba dirigido a Leon Fitzgerald.
– Y por eso pincharon el teléfono de su despacho.
– Eso es. Fue una escucha ilegal. Acababan de empezar (tengo las cintas correspondientes a nueve días) cuando yo llamé y les dije que Tony había sido asesinado, y les entró el pánico. Ya conoce la relación de Fitzgerald con el jefe. Si se descubría que ellos habían pinchado el teléfono de Tony y que indirectamente habían provocado su muerte porque Joey El Marcas se enteró, el jefe habría tenido todo lo necesario para expulsar a Fitzgerald y recuperar el control de la División.
– Así que Fitzgerald encargó a Carbone que retirase el micrófono y se hiciese el sueco.
– Eso es. Además, Carbone no vio la cámara o no estaríamos hablando de esto.
– Qué idiota. Cuando resolvamos el caso, lo primero que voy a hacer es pasarle toda la información al jefe.
– Em… -Bosch no estaba seguro de cómo decírselo.
– ¿Qué pasa?
– Fitzgerald ya se lo veía venir, así que he tenido que hacer un trato con él.
– ¿Que has hecho qué?
– Un trato. Él me ha dado todo: las cintas, la carta… Pero el asunto no puede salir de aquí. No puede decírselo al jefe.
– Harry, ¿cómo has podido? No tenías ningún…
– Fitzgerald tiene información contra mí. Y también contra usted… y Kiz.
Se hizo un largo silencio, durante el cual Bosch observó la rabia creciente de Billets.
– Qué hijo de puta -dijo la teniente.
Bosch le contó lo que Fitzgerald había descubierto sobre él. Puesto que él conocía el secreto de Billets, le pareció justo que ella supiera lo de Eleanor. Billets se limitó a asentir. Evidentemente seguía pensando en su propio problema y en las consecuencias que se derivaban de que Fitzgerald estuviera enterado.
– ¿Crees que me han seguido? -inquirió ella-. ¿Que Fitzgerald me está espiando?
– ¿Quién sabe? Es uno de esos tíos que actúan cuando pueden y se guardan la información para un momento de necesidad, como si fuera dinero en un banco. Hoy la necesitaba, así que la sacó -respondió Bosch-. Pero no se preocupe: el trato lo hice yo. Olvidémoslo y sigamos con el caso.
Cuando ella se quedó un momento en silencio, Bosch intentó detectar alguna señal de vergüenza, pero no la vio. Billets, por su parte, miró a Bosch en busca de algún gesto de desaprobación, pero tampoco lo vio.
– ¿Qué más hizo la DCO cuando llegó la carta? -preguntó ella.
– No mucho… Pusieron a Aliso bajo vigilancia; tengo un registro de todos sus movimientos. Pero el viernes por la noche no lo siguieron porque sabían que se había ido a Las Vegas de vacaciones -contestó Bosch-. Estaban esperando a que volviera para reanudar la vigilancia.
Billets asintió de nuevo, pero era evidente que tenía la cabeza en otra parte. Bosch se levantó.
– Esta noche escucharé las siete horas de grabaciones, aunque me han dicho que la mayor parte son conversaciones de Aliso con su amiga en Las Vegas -le informó-. ¿Algo más?
– No, ya continuaremos mañana. Quiero que me llames en cuanto recibas los resultados de Balística.
– De acuerdo.
Bosch se dirigió hacia la puerta, pero ella lo detuvo.
– Es curioso cuando no distingues a los buenos de los malos.
Harry se volvió hacia ella.
– Sí, es curioso.
Cuando Bosch finalmente llegó a su casa, todavía olía a pintura. Al mirar la pared, que había empezado a pintar tres días antes y ya no sabía cuándo iba a terminar, le dio la sensación de que había transcurrido una eternidad. Después del terremoto la casa había tenido que ser reconstruida casi por completo y hacía pocas semanas que Bosch había vuelto tras pasarse un año en un apartotel cercano a la comisaría. El terremoto también le parecía muy lejano. La vida transcurría muy deprisa en Los Ángeles. Todo lo que no fuera el presente parecía pertenecer a la prehistoria.
Bosch llamó al número de Eleanor Wish que Felton le había dado, pero no respondió nadie, ni siquiera un contestador automático. Al colgar, se preguntó si ella habría recibido su nota. Harry albergaba la esperanza de que pudieran estar juntos después del caso, aunque no sabía de qué forma soslayaría la prohibición del departamento de mantener relaciones con delincuentes.
Esa cuestión le llevó a la pregunta de cómo Fitzgerald había descubierto que había pasado la noche con Eleanor. En seguida se dio cuenta de que era muy probable que el jefe de la División contra el Crimen Organizado tuviera sus contactos en la Metro y que tal vez Felton o Iverson le habían informado sobre su relación con Eleanor Wish.
Harry se preparó dos bocadillos de embutido, sacó dos cervezas de la nevera y se lo llevó todo hasta la butaca situada junto al equipo de música. Mientras comía, comenzó a escuchar por orden cronológico las cintas que le había dado Fitzgerald, al tiempo que comprobaba en una lista la hora y el número de origen o destino de las llamadas.
Más de la mitad eran entre Aliso y su amante, en su mayoría al club -que se caracterizaba por el ruido y la música de fondo- o a un número que debía de corresponder a la casa de ella. La mujer nunca se identificaba y Tony tampoco la llamaba por su nombre, a no ser que telefoneara al club. Entonces preguntaba por ella por su nombre artístico: Layla. La mayoría de las conversaciones eran sobre temas cotidianos; él solía llamarla a su casa a media tarde. En una de las grabaciones, Layla se enfadaba con Aliso por despertarla. Él argumentaba que ya eran las doce y ella le recordaba que había trabajado en el club hasta las cuatro de la mañana. Como un niño arrepentido, él se disculpaba y prometía llamarla más tarde, cosa que hizo, a las dos de la tarde.
Además de Layla, Aliso había hablado con algunas actrices para concretar el rodaje de una escena y había hecho otras llamadas por cuestiones de trabajo. También había telefoneado dos veces a su casa, pero en ambas ocasiones, la conversación había sido rápida y al grano. En una de ellas Tony avisaba a su mujer de que iba para casa y, en la otra, que estaba muy liado y no podría volver a cenar.
Cuando Bosch terminó de repasar las cintas, eran más de las doce de la noche y sólo había encontrado una conversación de interés: una llamada al camerino del club el martes antes de que Aliso fuera asesinado. Durante una charla bastante aburrida e insustancial, Layla le preguntaba a Tony cuándo iría a Las Vegas.
– El jueves -contestó Aliso-. ¿Por qué? ¿Me echas de menos, pequeña?
– No… Bueno, claro que te echo de menos. Pero te lo decía porque me lo ha preguntado Lucky.
Layla tenía una vocecita dulce, de niña pequeña: o muy ingenua o totalmente falsa.
– Bueno, dile que iré el jueves por la noche. ¿Tú trabajas?
– Sí.
Bosch pensó en aquellas palabras. Goshen sabía, a través de Layla, que Aliso iba a ir a Las Vegas. No era mucho, pero un fiscal podría emplearlo para acusarlo de premeditación. Lástima que fuera una prueba obtenida de modo ilegal y, por lo tanto, nula ante cualquier jurado.
Bosch consultó su reloj y, aunque era tarde, decidió llamar. Sacó el número de Layla del registro de llamadas y telefoneó. Una voz de mujer contestó con un tono intencionadamente sensual.
– ¿Layla?
– No, soy Pandora.
Bosch casi se echó a reír, pero estaba demasiado cansado.
– ¿Dónde está Layla?
– No está. ¿Quién es?
– Soy Harry, un amigo suyo. Layla intentó llamarme la otra noche. ¿Sabes dónde está o cómo localizarla?
– No. Hace unos días que no la veo y no sé dónde está. ¿Es sobre Tony?
– Sí.
– Pues está bastante hecha polvo. Si quiere hablar contigo, ya te llamará. ¿Estás en Las Vegas?
– Ahora mismo no. ¿Dónde vivís vosotras?
– Bueno…, eso no te lo puedo decir.
– ¿Tú crees que Layla está asustada?
– Pues claro; acaban de matar a su novio. Cree que la gente va a pensar que ella sabe algo y no es verdad. Está muy acojonada.
Bosch le dio a Pandora el número de su casa y le pidió que se lo pasara a Layla si la veía.
Después de colgar, Harry volvió a consultar el reloj y sacó la pequeña agenda que guardaba en la chaqueta. Cuando llamó a casa de Billets, contestó un hombre, su marido. Bosch se disculpó por telefonear tan tarde y pidió por la teniente. Mientras esperaba, se preguntó si aquel hombre sabría lo de su mujer y Kizmin Rider. Finalmente, Billets cogió el teléfono y Bosch le informó del escaso valor de las cintas.
– Una de las llamadas demuestra que Goshen conocía el plan de Aliso de ir a Las Vegas y había mostrado interés en él, pero nada más. No creo que la necesitemos. Cuando encontremos a Layla, ella nos dará la información de forma legal.
– Menos mal.
Bosch la oyó exhalar. A pesar del silencio, estaba claro que la teniente temía que las cintas contuvieran información vital y que debieran presentarse a la fiscalía. Eso habría perjudicado a Fitzgerald y, por tanto, habría supuesto el final de la carrera de Billets.
– Perdone por llamar tan tarde, pero he pensado que le gustaría saberlo -le dijo Bosch.
– Gracias, Harry. Hasta mañana.
Después de colgar, Bosch intentó comunicarse con Eleanor Wish, pero de nuevo fue en vano. En ese instante el asomo de angustia que había notado en el pecho se agudizó. Harry deseó estar en Las Vegas para poder ir a su apartamento y comprobar si simplemente ella no quería contestar al teléfono o si había ocurrido algo peor.
Bosch sacó otra cerveza de la nevera y salió a la terraza. La nueva terraza era mayor que su predecesora y ofrecía una vista mejor del paso. Fuera estaba oscuro y silencioso. El lejano murmullo de la autopista que discurría a sus pies era tan constante que a Harry le resultaba fácil borrarlo de su mente. Mientras contemplaba los focos de los estudios Universal que iluminaban un cielo sin estrellas y bebía su cerveza, se preguntó dónde estaría Eleanor.
El miércoles por la mañana Bosch llegó a la comisaría a las ocho con el propósito de escribir el informe de su investigación en Las Vegas, tarea que sólo interrumpió para ir a buscar café a la oficina de guardia. Una vez acabado el informe, Harry hizo fotocopias y las depositó en el casillero de la teniente. Los originales iban destinados al expediente que Edgar había comenzado a elaborar sobre el caso y que ya tenía dos dedos de grosor. Bosch se guardaba de mencionar sus charlas con Carbone y Fitzgerald o las grabaciones realizadas por la DCO.
Aunque Bosch había finalizado todas esas tareas a las diez de la mañana, esperó otros cinco minutos antes de llamar al laboratorio de balística del departamento. La experiencia le había enseñado a no llamar antes de la hora señalada, así que añadió cinco minutos más para asegurarse. Fueron unos cinco minutos larguísimos.
Mientras marcaba el número, Edgar y Rider se acercaron a su silla para enterarse inmediatamente de los resultados. Los tres sabían que era un momento clave de la investigación. Bosch preguntó por Alfred Canterilla, el perito de balística asignado al caso, con quien había trabajado anteriormente. Canterilla era un hombre menudo que lo sabía todo sobre armas. A pesar de que él no llevaba ninguna por ser un funcionario civil, era el mejor experto del departamento.
Alfred Canterilla tenía la extraña manía de que nadie le llamara Al; insistía en que la gente le llamara Canterilla o incluso Cant, pero nunca el diminutivo de Alfred. Una vez le confesó a Bosch que temía que si le llamaban Al, algún listillo empezaría a llamarle Alcantarilla y no pensaba permitirlo.
– Alfred, soy Harry -dijo Bosch cuando cogió el teléfono-. Nos tienes a todos en vilo. ¿Qué hay?
– Una noticia buena y una mala. -Primero la mala.
– Aún no he escrito el informe, pero puedo avanzarte que limpiaron la pistola. El asesino también usó ácido para borrar el número de serie. He usado todos mis trucos, pero no he podido sacarlo.
– ¿Y la buena?
– Pues que es el arma que disparó las balas extraídas del cráneo de la víctima. No hay duda.
Bosch miró a Edgar y Rider y levantó el pulgar. Los detectives chocaron palmas y Rider le hizo el mismo gesto a la teniente. Bosch vio que Billets cogía el teléfono, seguramente para llamar a Gregson.
Canterilla le prometió a Bosch que el informe estaría listo hacia las doce y que se lo enviaría por correo interno. Tras darle las gracias, Bosch colgó y se dirigió sonriente al despacho de Billets, seguido de Edgar y Rider. La teniente seguía al teléfono y Bosch confirmó que estaba hablando con Gregson.
– El fiscal está muy contento -les contó Billets al colgar.
– No me extraña -comentó Edgar.
– Bueno. ¿Y ahora qué? -inquirió Billets.
– Ahora vamos a buscar a esa rata del desierto y traérnosla aquí por la cola -repuso Edgar.
– Sí, eso ha dicho Gregson. También ha insistido en ir a la vista, por si acaso. Es mañana por la mañana, ¿no?
– Eso parece -respondió Bosch-. Yo estaba pensando en irme hoy mismo. Aún quedan un par de cabos sueltos. Quiero localizar a la amiga de Tony y me gustaría hacer todos los preparativos para que mañana podamos llevarnos a Goshen en cuanto el juez dé el visto bueno.
– De acuerdo -accedió Billets. La teniente se volvió hacia Edgar y Rider-: ¿Habéis decidido quién va acompañar a Harry?
– Yo -le contestó Edgar-. Kiz está más metida en todo el asunto de las cuentas. Yo prefiero ir a buscar a ese mamón.
– Muy bien, de acuerdo. ¿Algo más?
Bosch les contó que era imposible seguirle el rastro a la pistola, lo que no hizo demasiada mella en la euforia generalizada. El caso parecía casi resuelto.
Después de felicitarse mutuamente, los detectives salieron del despacho y Bosch regresó a su mesa. Desde allí llamó a Felton, en Las Vegas, que cogió el teléfono inmediatamente.
– Felton, soy Bosch, de Los Ángeles.
– Bosch, ¿qué hay?
– He pensado que le gustaría saber que la pistola que me traje es la misma que disparó las balas que mataron a Tony Aliso.
Felton soltó un silbido.
– Qué bonito. Cuando se entere Goshen no le hará ninguna gracia.
– Yo voy hacia allá para decírselo en persona.
– Vale. ¿Cuándo llega?
– Aún no he reservado el billete. ¿Y la vista de extradición? ¿Todavía nos toca mañana por la mañana?
– Que yo sepa sí, pero le pediré a alguien que lo compruebe. Supongo que el abogado tratará de poner trabas, pero no creo que consiga nada. Con esta última prueba tenemos todas las de ganar.
Bosch le contó que Gregson acudiría a la vista para ayudar al fiscal local.
– Creo que no es necesario, pero bienvenido sea.
– Ya se lo diré. Oiga, si tiene a un detective sin nada que hacer, aún hay algo que quiero aclarar.
– ¿Qué?
– Busco a la amante de Tony. Trabajaba de bailarina en el Dolly's hasta que Goshen la despidió el sábado. Todavía quiero hablar con ella. Sólo sé su teléfono y su nombre artístico: Layla.
Bosch le dio a Felton el número y éste le prometió que le pediría a alguien que lo investigase.
– ¿Algo más? -preguntó el de Las Vegas.
– Sí, una cosa. Usted conoce a Fitzgerald, el jefe de la División contra el Crimen Organizado, ¿no?
– Sí, claro. Hemos trabajado juntos en varios casos.
– ¿Ha hablado con usted últimamente?
– Em, no…, no. No desde… Hace bastante tiempo.
Aunque Bosch tuvo la impresión de que mentía, no dijo nada. Necesitaba la cooperación de aquel hombre durante veinticuatro horas más.
– ¿Por qué lo pregunta, Bosch?
– Por nada. Es que nos ha ayudado un poco con el caso.
– Me alegro. Es un hombre muy hábil.
– ¿Hábil? Sí, eso sí.
En cuanto colgó, Harry se dispuso a hacer los preparativos para el viaje. Primero, reservó dos habitaciones en el Mirage. El precio superaba el máximo permitido por el departamento, pero estaba seguro de que Billets le daría el visto bueno. Además, Layla le había llamado una vez al Mirage y tal vez volviera a intentarlo. A continuación compró dos billetes de ida y vuelta a Las Vegas y reservó un asiento más para Goshen en el viaje de vuelta del jueves por la tarde.
El vuelo a Las Vegas salía a las tres y media y llegaba a su destino una hora más tarde. Bosch pensaba que aquello les daría tiempo de hacer lo que tenían que hacer.
Cuando Nash salió de su garita para recibir a Bosch, éste le presentó a Edgar.
– Menudo misterio, ¿no? -comentó el guarda con una sonrisa en los labios.
– Sí -contestó Bosch-. ¿Alguna teoría?
– Ninguna. Ya le di a su chica la lista de entradas y salidas. ¿Se lo dijo?
– No es mi chica, Nash. Es una detective y de las buenas.
– Ya lo sé. No quería ofender.
– ¿Está la señora Aliso?
– Vamos a ver. -Nash retornó a la garita, revisó unas hojas de su mesa y volvió a salir-. Debería estar en casa. No ha salido en dos días.
Bosch asintió, agradecido.
– Tengo que avisarla -les advirtió Nash-. Son las reglas.
– Adelante.
Nash alzó la verja y Bosch entró en la urbanización. Cuando llegaron a la casa, Verónica Aliso los esperaba con la puerta abierta. Llevaba unas mallas grises bajo una camiseta ancha con una reproducción de Matisse y, de nuevo, un montón de maquillaje. Después de que Bosch le presentara a Edgar, los condujo hasta la sala de estar y les ofreció algo de beber, que ellos rechazaron.
– Bueno, ¿qué puedo hacer por ustedes?
Bosch abrió su libreta, arrancó una página escrita y se la pasó.
– Ahí tiene el teléfono de la oficina del forense y el número de referencia del caso -le informó Bosch-. Ayer hicieron la autopsia, así que ya pueden entregarle el cadáver. Si piensa utilizar los servicios de una empresa de pompas fúnebres, déles la referencia y ellos se encargarán de todo.
La señora Aliso se quedó unos instantes mirando el papel.
– Gracias -dijo por fin-. ¿Han venido hasta aquí para darme esto?
– No. También tenemos noticias. Hemos detenido a un hombre por el asesinato de su marido.
Ella los miró sorprendida.
– ¿Quién? ¿Ha dicho por qué lo hizo?
– Se llama Luke Goshen y es de Las Vegas. ¿Lo conoce?
Verónica Aliso parecía confundida.
– No. ¿Quién es?
– Un mafioso, señora Aliso. Me temo que su marido lo conocía bastante. Ahora mismo vamos a Las Vegas a buscarlo y, si todo va bien, mañana nos lo traeremos a Los Ángeles. Entonces el caso pasará a los tribunales. Habrá una vista preliminar en el juzgado municipal y, si tal como esperamos se presentan cargos, el juicio se celebrará en el Tribunal Superior de Los Ángeles. Es probable que usted tenga que testificar a favor de la acusación.
Ella asintió, con la vista perdida.
– ¿Por qué lo hizo?
– Aún no estamos seguros; seguimos investigando. Lo que sí sabemos es que su marido tenía negocios con el jefe de este hombre, un tal Joseph Marconi. ¿Recuerda que su marido mencionara alguna vez los nombres Goshen o Joseph Marconi?
– No.
– ¿Y Lucky o Joey El Marcas? Ella negó con la cabeza.
– ¿Qué negocios? -preguntó la señora Aliso.
– Su marido blanqueaba dinero de la mafia a través de la productora cinematográfica. ¿Está segura de que no sabía nada de todo esto?
– Pues claro -replicó la señora Aliso-. ¿Es que necesito a mi abogado? Él ya me advirtió que no hablara con ustedes.
Bosch sonrió y alzó las manos, en gesto de inocencia.
– No, señora Aliso, no necesita a su abogado. Nosotros sólo estamos intentando averiguar qué pasó. Si usted sabe algo sobre los negocios de su marido, nos puede ayudar a atrapar a este tal Goshen y quizás a su jefe. Verá, ahora mismo tenemos a Goshen bien atado; no nos preocupa demasiado. Tenemos datos de Balística, huellas dactilares… pruebas contundentes. Pero él no habría hecho lo que hizo si Joey El Marcas no se lo hubiera ordenado. Él es el hombre que nos interesa y, cuanta más información obtengamos sobre su marido y sus negocios, más posibilidades tendremos de arrestarlo. Así que, si sabe algo, éste es el momento de decírnoslo.
Bosch se calló y esperó un rato, mientras Verónica Aliso clavaba la vista en el papel doblado que tenía en la mano. Finalmente ella asintió y levantó la cabeza.
– No sé nada de sus negocios -reiteró-, pero hubo una llamada la semana pasada, el miércoles por la noche. Tony la cogió en su despacho y cerró la puerta, pero… yo me acerqué a escuchar y oí todo lo que dijo mi marido.
– ¿Y qué dijo?
– Pues oí que llamaba al otro Lucky, de eso estoy segura. Luego estuvo un buen rato en silencio hasta que le dijo que iría a Las Vegas a finales de semana y que ya se verían en el club. Nada más.
– ¿Por qué no nos lo contó antes? -le preguntó Bosch.
– No pensaba que fuera importante… Bueno, la verdad es que no se lo dije porque creí que estaba hablando con una amante. Supuse que Lucky era el nombre de una mujer.
– ¿Y por eso lo espió detrás de la puerta?
Ella desvió la mirada y dijo que sí con la cabeza.
– Señora Aliso, ¿contrató alguna vez a un detective privado para seguir a su marido?
– No. Se me ocurrió, pero no lo hice.
– ¿Sin embargo, sospechaba que tenía una aventura?
– Varias, detective. Y no lo sospechaba; lo sabía. Yo era su mujer y esas cosas se notan.
– Muy bien, señora Aliso. ¿Recuerda algo más de la conversación telefónica? ¿Dijo su marido alguna otra cosa?
– No. Sólo lo que le he contado.
– Si pudiéramos precisar cuándo lo llamaron, nos sería útil en el juicio, para argüir premeditación. ¿Está segura de que fue el miércoles?
– Sí, porque él se fue al día siguiente.
– ¿A qué hora llamaron?
– Tarde. Estábamos viendo las noticias del Canal 4, así que debió de ser entre las once y las once y media. No puedo concretar mucho más.
– Con eso nos basta.
Bosch miró a Edgar y arqueó las cejas. Edgar hizo un gesto para indicar que no tenía más preguntas y ambos se levantaron. La señora Aliso los acompañó hasta la puerta.
– Ah -exclamó Bosch por el camino-. Tenemos una duda sobre su marido. ¿Sabe si tenía médico de cabecera?
– Sí. ¿Por qué?
– Porque quería preguntarle si padecía hemorroides.
Verónica Aliso pareció a punto de reír, pero no lo hizo.
– ¿Hemorroides? Lo dudo mucho. Le aseguro que Tony se habría quejado.
– ¿Seguro?
Bosch ya había llegado a la puerta.
– Segurísimo. Además, si han hecho la autopsia, ¿por qué no se lo pregunta al forense?
Bosch asintió. Ella tenía razón.
– Sí, sólo se lo digo porque encontramos una pomada en su coche. No entiendo qué hacía allí si no la necesitaba.
Esta vez Verónica Aliso sí se rió.
– Eso es un viejo truco de artista.
– ¿Un truco de artista?
– De actrices, modelos, bailarinas… Muchas lo usan.
Bosch la miró a la espera de más detalles, pero ella no dijo nada.
– No lo entiendo -admitió él-. ¿Para qué sirve?
– Se la ponen debajo de los ojos, detective Bosch. Al ser un antiinflamatorio, elimina las bolsas de cansancio. La mitad de la gente que la compra en esta ciudad lo usa para eso, no para las hemorroides -explicó ella-. Mi marido era un hombre coqueto. Si iba a Las Vegas para estar con una chica joven, no me extrañaría que se hubiera puesto pomada. Sería típico de él.
Bosch asintió al recordar la sustancia no identificada que hallaron bajo los ojos de Aliso. «No te acostarás sin saber una cosa más», pensó. Tendría que llamar a Salazar para decírselo.
– ¿Cómo habría descubierto su marido una cosa así? -preguntó.
Ella estuvo a punto de responder, pero se limitó a encogerse de hombros.
– En Hollywood es un secreto a voces -comentó al fin-. Cualquiera se lo podría haber dicho.
«Incluida usted», pensó Bosch mientras salía de la casa.
– Ah, una última cosa -añadió antes de que Verónica Aliso cerrara la puerta-. Seguramente la noticia de la detención llegará a los medios hoy o mañana. Nosotros intentaremos retrasarlo al máximo, pero en esta ciudad no se puede guardar un secreto mucho tiempo. Se lo digo para que esté preparada.
– Gracias, detective.
– Le recomiendo un funeral pequeño, algo íntimo. Y dígale a la persona encargada que no dé detalles por teléfono. A la prensa le encantan los funerales.
Ella asintió y cerró la puerta.
Mientras se alejaban de Hidden Highlands, Bosch encendió un cigarrillo. A pesar de que iba en contra del reglamento, Edgar no se lo recriminó.
– Qué tía tan fría -comentó.
– Mucho -contestó Bosch-. ¿Qué te parece lo de la llamada de Goshen?
– Una pieza más del rompecabezas. A ése lo tenemos cogido por las pelotas. Está acabadísimo.
Bosch descendió por la carretera de Mulholland hacia la autopista de Hollywood. Pasó sin hacer comentarios por delante de la pista forestal donde había aparecido el cuerpo de Tony Aliso y, al llegar a la autopista, se dirigió al sur para tomar la interestatal número 10 y poner rumbo al este.
– Harry, ¿qué haces? -preguntó Edgar-. Pensaba que íbamos al aeropuerto.
– No, vamos en coche. -¿Qué dices?
– He reservado los billetes por si alguien lo comprobaba. Cuando lleguemos a Las Vegas, les decimos que hemos venido en avión y que cogeremos un vuelo con Goshen después de la vista. Nadie tiene que saber que vamos en coche, ¿de acuerdo?
– Sí, ya capto. Es una precaución por si alguien lo comprueba. Con la mafia nunca se sabe.
– Ni con la policía.