Tallon pasó a través de la línea de columnas al anochecer.
Suponía que el ángulo de tiro de los rifles estaría limitado al borde del marjal y más allá, pero de todos modos permaneció debajo de la pantalla, y la sensación de hormigueo entre sus omóplatos persistió hasta que hubo cruzado la línea sin novedad. Lo primero que hizo al llegar al otro lado fue cortar la envoltura de plástico, envolverla con las hojas y ocultarlo todo en una espesura de arbustos. Con rápidos movimientos, sacó a Ariadna II de su jaula, ató una de sus patas a la hombrera de su uniforme de prisionero, y escaló la empalizada que delimitaba el campo de acción de los rifles cascabel.
El júbilo de la libertad, de andar de nuevo como un ser humano sobre un suelo firme, sostuvo a Tallon mientras avanzaba diagonalmente sobre un terreno rocoso que señalaba el comienzo de una cadena de montañas que cruzaba todo el continente. Cuando ganó un poco de altura vio las luces temblorosas y multicolores de un pequeño pueblo arracimado en la curva de una bahía a unos ocho kilómetros de distancia. El imponente océano planetario extendía su negrura hacia el oeste, salpicado aquí y allá por las luces de navegación de los barcos que pescaban a la rastra. Tallon respiró profundamente, saboreando la libertad recobrada, así como el verse libre de todas las presiones de la identidad humana: una sensación que se experimenta cuando nadie en todo el universo sabe dónde estamos y ni siquiera si existimos.
En aquel momento, el viaje que Tallon estaba a punto de emprender parecía absurdamente fácil. Esta, de haber vivido, habría sido la hora de triunfo de Winfield, se dijo Tallon. Pero el doctor había muerto, y no una sino dos veces.
Súbitamente, Tallon se sintió cansado y hambriento y consciente de que apestaba. No había ninguna luz visible entre el pueblo y él —el terreno parecía demasiado escabroso para cualquier tipo de cultivo—, de modo que se encaminó de nuevo hacia la orilla del agua. Entretanto rebuscó en el paquete de Winfield y encontró, además de los verdes uniformes de guardián, una linterna, jabón y crema depilatoria. Había también varias barritas de caramelo: más recordatorios de los años de paciente trabajo del anciano doctor hacia un día que no llegaría a ver.
De pie sobre los guijarros de la estrecha playa, Tallon se desvistió y se lavó en el frío mar. Conservando sólo sus botas, se cambió de ropa, suspirando de alivio al descubrir que uno de los uniformes era de su talla. Ató al silencioso pájaro a uno de sus hombros, se colgó el paquete del otro, y echó a andar hacia el norte.
Al principio le pareció una buena idea avanzar a lo largo de la playa con preferencia a la rocosa ladera de la colina, pero no tardó en comprobar que en realidad no había ninguna playa. No era más que una franja estrecha de ásperos guijarros, y en numerosos lugares la hierba y la maleza llegaba hasta el mismo borde del agua. Entonces, Tallon recordó que no en contraría ninguna extensión de arena: Emm Lutero no tenía luna, lo cual significaba que no existían prácticamente mareas, y en consecuencia no había playas ni arena.
Si hubiera una luna, cariño, podríamos cenar en la playa a la luz de la luna, pensó, si hubiera una playa.
Masticando el caramelo, se desvió un poco tierra adentro, con la intención de andar hasta llegar a cosa de un kilómetro del pueblo, y entonces se tomaría un descanso; pero una inesperada circunstancia le obligó a cambiar sus planes. Ariadna II se durmió. Tallon le dio unos golpecitos con el dedo, y el pájaro abrió los ojos durante un par de segundos, pero volvió a cerrarlos, sumiéndole en la oscuridad. Tallon se irritó, pero su enojo se disolvió rápidamente al pensar en lo que el animalito había soportado hasta entonces. Con toda seguridad, cualquier especie de pájaro terrestre habría muerto ya en aquel viaje tan lleno de sobresaltos.
Se tumbó en el suelo y trató de dormir. Aunque estaba en el extremo más meridional del continente y sobre terreno seco, el invierno sólo empezaba a transformarse en primavera y la noche era fría. Transcurrió largo rato antes de que se sumiera en la inconsciencia, y entonces soñó: que hablaba con Winfield, que bailaba con Helen Juste, que volaba cada vez más alto a la cobriza luz del amanecer remontándose por encima del paisaje de sombras alargadas. Este último sueño fue muy vivido. Había la diminuta figura de un hombre que llevaba un uniforme de color verde oscuro tumbado allí sobre la hierba. Tallon buscaba frenéticamente algún punto de apoyo. ¡Estaba volando! Horizontes de mar y de tierra giraban en un mareante torbellino, y debajo de él no había más que aire.
Sus dedos se hundieron en la hierba. Tuvo conciencia de la presión del duro suelo contra su espalda, y se despertó del todo. Las visiones de tierra y mar remolineantes persistían, pero ahora Tallon sabía lo que las producía. Ariadna II había logrado liberarse de sus ataduras y se había escapado. Las imágenes se disiparon cuando el pájaro voló más allá del alcance del juego de ojos.
Su pérdida le planteaba otro problema: encontrar otros ojos y utilizarlos para obtener algo de comida. Le urgía ingerir algo sólido. El caramelo había elevado temporalmente el contenido de azúcar de su sangre, pero la superestimulación del páncreas que acompañaba siempre a la ingestión de hidratos de carbono puros había inundado su metabolismo de insulina aniquiladora del azúcar. El resultado era que el contenido de azúcar de su sangre había descendido de un modo alarmante, y ahora apenas podía mantenerse en pie sin que se doblaran sus rodillas. Deseó que el doctor hubiera pensado lo suficiente en los problemas de nutrición de un hombre ciego en fuga como para haber incluido sólidos lácteos o alguna otra forma adecuada de proteína en el equipo. Pero eso no le llevaba más cerca de la terminal del espacio de New Wittenburg.
Tallon situó el juego de ojos en “búsqueda y retención”, y captó aves marinas volando sobre el agua cerca de la costa. Recogió más vistas aéreas del océano con sus grises del amanecer, de la desgreñada ladera de la colina y de su propia figura color verde oscuro. Esto era suficiente para permitirle seguir avanzando hacia el norte. Era muy temprano aún, y alcanzó las afueras del pueblo cuando el lugar empezaba a despertar. Conectó con los ojos de hombres que se dirigían a sus ocupaciones. Ninguno pareció prestarle la menor atención.
De momento, Tallon se limitó a andar lentamente a lo largo de las calles silenciosas, maravillándose de la semejanza de su entorno con los de la Tierra. La gran ciudad septentrional de Testamento, donde había pasado la mayor parte del tiempo desde que llegó a Emm Lutero, tenía un carácter propio, distinto al de las ciudades de la Tierra; pero los pueblos eran pueblos en cualquier parte de la galaxia. Las casitas soñolientas en el silencioso matinal eran iguales que las que había visto en media docena de mundos; y los triciclos de los niños, aparca dos sobre el césped de los jardines de la parte delantera, estaban pintados de rojo, porque a los niños humanos de toda la galaxia les gustaban de aquel color.
¿Por qué tendría un hombre que escoger un planeta y pretender situarlo por encima de todos los demás? Si sobrevivía al destripamiento psíquico de los tránsitos parpadeo y llegaba a otro mundo milagrosamente verde, ¿por qué no habría de bastarle con eso? ¿Por qué no podía dejar atrás la carga de obediencias políticas, de conflictos doctrinales, el imperialismo, el Bloque? Y sin embargo Winfield había sido hecho pedazos, y Sam Tallon llevaba aún la situación de un nuevo planeta incrustada en su cerebro. Encontró una fonda y gastó la décima parte de su dinero en un enorme plato de filetes de pescado y verdura marina, que engulló con la ayuda de cuatro tazas de café. Ni la anciana camarera ni el otro cliente —el único aparte de él—, cuyos ojos estaba utilizando, le miraron dos veces. Admitió que por su aspecto podía ser tomado por cualquier cosa, desde un técnico en reparaciones de televisores hasta un empleado de una anónima sección del complejo de servicios públicos local.
De nuevo en la calle, compró un paquete de cigarrillos en un puesto ambulante y paseó lentamente, fumando, fingiendo contemplar los escaparates de las tiendas cada vez que dejaba de verse a si mismo. Ahora había más personas en las calles, y a Tallon le resultaba relativamente fácil conectar con nuevos ojos y localizarse rápidamente desde el nuevo ángulo visual. Descubrió que muy pocas personas tenían una vista perfecta. Los ojos que tomaba prestados sucesivamente eran présbitas o miopes, astigmáticos o daltonianos, y le sorprendió levemente comprobar que la gente con la vista más defectuosa era a menudo la que no llevaba gafas.
La mayoría de los grandes edificios tenían en sus fachadas pantallas tridimensionales que exhibían pautas cromáticas sintonizadas con pautas tonales de música corriente. No se proyectaban anuncios, pero cada quince minutos, aproximadamente, se emitía un boletín de noticias. Tallon estaba demasiado concentrado en el problema de esquivar transeúntes y cruzar calles para prestar demasiada atención a las noticias, pero súbitamente se sintió atraído por la enorme imagen de un pájaro semejante a una paloma posado sobre el dedo de un hombre. Un trozo de cordel colgaba de una de sus patas. Tallon quedó convencido de que era Ariadna II. Se paró a escuchar el comentario.
…regresó al Centro de Detención del Gobierno a primeras horas de esta mañana. Se cree que los dos reclusos ciegos se habían llevado al pájaro, y su regreso es otra prueba de que perecieron en el marjal. Los rumores de que los dos hombres habían logrado construir unos aparatos basados en el principio del radar para sustituir a unos ojos normales han sido desmentidos por un portavoz del Centro.
Y ahora, pasando de la escena local a la situación galáctica, los delegados del Moderador en la fracasada conferencia de alto nivel de Akkab llegarán a la terminal del espacio de New Wittenburg esta tarde. En los medios oficiales se considera…
Tallon echó a andar de nuevo, con el ceño fruncido. Resultaba agradable saber que le daban por muerto y que, en consecuencia, no sería perseguido, pero la noticia había replanteado en su mente el misterio de Helen Juste. ¿Estaba en dificultades con las autoridades de la prisión por su heterodoxia? ¿Había visto llegar aquellas dificultades y trató de evitarlas ordenando la confiscación de los juegos de ojos? ¿Por qué les había permitido llegar tan lejos?
Un letrero en la fachada de la oficina central de correos confirmó lo que Tallon había sospechado: se encontraba en un pueblo llamado Sirocco. Sus vagos recuerdos de la geografía luterana le revelaron que Sirocco era una de las estaciones del ferrocarril de circunvalación que rodeaba todo el continente, realizando la función de los servicios aéreos en otros mundos. Winfield había planeado viajar de noche y a pie, lo cual había sido bastante razonable, teniendo en cuenta las limitaciones de la lámpara sonar; pero Tallon podía ver. Y aparte de lo que parecía ser un par de gafas algo voluminosas, su aspecto no difería mucho del de cualquier otro ciudadano de Emm Lutero. Si tomaba el tren llegaría a New Wittenburg en poco más de un día. Una vez allí, se enfrentaría con la dificultad de establecer contacto con un agente, pero cuanto antes se enfrentara con aquel problema, tanto mejor. La alternativa al tren era andar y exponerse a todos los peligros inherentes a tener que robar comida para sobrevivir, a dormir en cobertizos o al aire libre, y en términos generales a comportarse de un modo altamente sospechoso. Tallon decidió tomar el tren.
Mientras paseaba mató el tiempo practicando la lectura de labios, algo que enseñaban en el Bloque y para lo cual nunca había encontrado ninguna aplicación práctica. Los repetidos primeros planos de rostros de personas hablando sin los correspondientes efectos de sonido eran un reto para Tallon. Quería descubrir lo que estaban diciendo.
Tallon había oído hablar con frecuencia del ferrocarril de circunvalación, y en su calidad de agente de ventas de una empresa terrestre que fabricaba sistemas de calefacción y de aire acondicionado —una tapadera para sus verdaderas actividades—, incluso lo había utilizado para enviar mercancías, pero no lo había visto nunca.
Al llegar a la estación vio una hilera de vagones que se movían lentamente junto al largo y único andén, y supuso que había llegado en el preciso instante en que un tren estaba parándose o emprendiendo su marcha. El ferrocarril funcionaba a base de un sistema de cobro automático, de modo que no era preciso adquirir previamente el billete. Una máquina proporcionaba un simple rectángulo de plástico que permitía viajar a cualquier parte del sector meridional durante un día. Se abrió paso a través de grupos de personas y montones de mercancías estacionadas en el andén, y esperó a que los vagones que se movían con lentitud acelerasen la marcha o se detuvieran del todo. Transcurrieron varios minutos antes de que se diera cuenta de que no iba a ocurrir ninguna de las dos cosas: ¡el ferrocarril de circunvalación, llamado también continuo, justificaba este último nombre!
Tallon ajustó varias veces los controles del juego de ojos hasta que captó una buena panorámica de la estación y del sistema. El cuadro que obtuvo así mostraba una hilera interminable de vagones de mercancías y de pasajeros apareciendo en la curva de la estación por el este y desapareciendo hacia el norte. Ninguno de los vagones tenía un motor ni unos controles visibles, y sin embargo avanzaban rápidamente más allá de la estación y reducían su velocidad a unos cinco kilómetros por hora cuando pasaban por delante del andén. Esto intrigó a Tallon, hasta que vio que lo que había tomado por un tercer raíl era, en realidad, una rosca giratoria montada centralmente entre los raíles que sostenían las ruedas. Entonces empezó a apreciar la belleza del sistema.
Los vagones no necesitaban ningún motor porque su energía procedía de la rosca central, que giraba a una velocidad constante accionada por unos pequeños motores magnéticos separados unos de otros de siete a ochocientos metros. Cada uno de los vagones estaba unido a lo que equivalía a una tuerca corriente, accionada a su vez por la rosca giratoria. Los vagones no necesitaban ningún control porque su velocidad de marcha estaba gobernada por un aparato cuya sencillez complació al ingeniero que había en Tallon: cuando se acercaban a la estación, el paso de la rosca central se reducía notablemente. Esto aminoraba automáticamente la velocidad de los vagones, sin frenarla del todo.
Momentáneamente pasmado admirando la mecánica práctica de Emm Lutero, Tallon se mezcló con un grupo de jóvenes estudiantes que estaban esperando el próximo vagón de pasajeros para montar. Miraba a través de los ojos de un empleado de la estación situado detrás del grupo. Cuando el vagón se acercó Tallon avanzó hacia él con los bulliciosos estudiantes, y entonces descubrió que había pasado por alto una importante característica del ferrocarril continuo. El borde del andén era un pasillo deslizante que se movía a la misma velocidad del tren, a fin de que los pasajeros pudieran subir y bajar sin el menor riesgo.
El pie derecho de Tallon resbaló debajo de él mientras avanzaba con los estudiantes, y su cuerpo se ladeó peligrosamente, perdido el equilibrio. Brotaron airadas protestas mientras se agarraba en busca de apoyo, y finalmente cayó sobre la plata forma del vagón, golpeándose en un lado de la cabeza. Disculpándose volublemente, se dejó caer en un asiento vacío, esperando no haber llamado excesivamente la atención. Notaba unos fuertes latidos en el oído derecho, pero el dolor era una consideración secundaria. El golpe había afectado directamente a la parte de la armazón del juego de ojos que ocultaba la microbatería, y Tallon creyó haber experimentado un breve oscurecimiento de la visión en el momento del impacto. Estaba recibiendo aún la visión del empleado de la estación apostado en el andén, de modo que reseleccionó la proximidad y conectó con los ojos de uno de los estudiantes que se había sentado en el lado contrario del compartimiento. Al cabo de unos instantes Tallon se relajó; el juego de ojos no parecía haber sufrido ningún daño, y los otros pasajeros habían olvidado aparentemente su espectacular entrada.
El vagón adquirió gradualmente velocidad hasta que rodó a unos sesenta kilómetros por hora en un silencio casi absoluto. La ruta hacia el norte discurría muy cerca del mar. Ocasionalmente, las montañas del otro lado retrocedían a una distancia de hasta quince kilómetros, pero normalmente estaban mucho más cerca, limitando el espacio vital, creando las presiones que se experimentaban en la Tierra. La cinta de terreno llano era un desarrollo suburbano continuo, con centros comerciales a intervalos de kilómetros casi regulares. Al cabo de media hora se hizo visible una ruptura en el espinazo continental y otro tren similar, marchando en dirección contraria, se cruzó con aquel en el que viajaba Tallon. Vio que a su velocidad máxima los escasos palmos de espacio que separaban a los vagones en una estación se multiplicaban en la misma proporción que la velocidad de los vagones, de modo que no existía el menor peligro de que entrechocaran.
Los estudiantes se apearon en uno de los ganglios urbanos, pero la corriente de nuevos pasajeros era continua, de modo que a Tallon no le faltaban ojos para tomar prestados. Observó que las mujeres iban vestidas de un modo más atractivo y más sofisticado que en el norte, más frío, donde la austera influencia de Reforma, la sede del gobierno, era más intensa. Algunas de las muchachas llevaban los nuevos visiperfumes, los cuales las rodeaban de nubes de fragancia teñidas de colores difuminados.
En un momento determinado Tallon utilizó los ojos de una joven que, a juzgar por la persistencia con que se veía a si mismo en el centro de su campo visual, estaba demostrando cierto interés hacia él. Cambió a otro par de ojos a unos cuantos asientos de distancia, y contempló a sus anchas a la mujer. Después de observar que era rubia y atractiva, Tallon, con la agradable sensación que produce un engaño llevado a cabo con éxito, volvió a cambiarse a los ojos de la rubia para averiguar hasta qué punto estaba interesada por el número de veces que le miraba.
Apaciguado por el movimiento del vagón, la cálida luz del sol, y la misma presencia de mujeres, Tallon notó el primer despertar de su instinto sexual en mucho, muchísimo tiempo. Sería estupendo, pensó vagamente, vivir de nuevo de un modo normal, nadar con las cálidas corrientes de la vida, tener a una mujer de cabellos rojizos y ojos color whisky…
Tallon desconectó su juego de ojos y durmió. Despertó ante el persistente campanilleo que resonaba en unos altavoces invisibles, y conectó de nuevo su juego de ojos. Una voz masculina anunció que el vagón estaba a punto de llegar a la ciudad de Sweetwell, el punto más septentrional del sector, y luego se desviaría hacia el este. Los pasajeros que desearan seguir viajando hacia el norte tendrían que apearse y cruzar el Estrecho Vajda en el ferry, para tomar el tren del sector central al otro lado.
Tallon había olvidado que el fondo del continente estaba separado del resto por una estrecha incursión del mar. Empezó a maldecir silenciosamente, para asombrarse a continuación del cambio que se había producido en el tras unas cuantas horas de sentirse cómodo y seguro. La noche anterior, estaba dispuesto a arrastrarse hasta New Wittenburg sobre sus manos y rodillas, en caso necesario; hoy estaba enojado por un simple transbordo durante el trayecto.
Se desperezó, y viéndose a sí mismo realizar los familiares movimientos, se dio cuenta de que la muchacha rubia estaba todavía enfrente de él y todavía demostraba interés. Tallon giró el rostro hasta que le pareció mirar directamente a sus propios ojos y exhibió la mejor de sus sonrisas. La imagen de sí mismo pálido y ojeroso, quizás algo romántica, también, permaneció durante unos segundos antes de que la mirada de la muchacha se desviara hacia los edificios que desfilaban más allá de la ventanilla. Sospechó que la muchacha le había sonreído también de un modo fugaz, y suspiró de satisfacción.
Tallon se levantó viendo acercarse el andén; el hombre más próximo a la puerta del compartimiento la abrió. La muchacha se levantó al mismo tiempo, y Tallon supo que estaba sonriéndole de nuevo. En el exterior, el andén había puesto en marcha su pasillo deslizante, y ahora era absolutamente indispensable que Tallon se apeara sin caer. Había cedido el paso maquinalmente a la muchacha, pero luego recordó que si ella pasaba delante él quedaría fuera de su campo visual.
—Lo siento, señorita —murmuró en tono contrito, apartándola con el codo y adelantándose hacia la puerta. La muchacha se quedó boquiabierta, pero la brusquedad de Tallon ejerció el útil efecto de fijar la mirada femenina en su espalda. Tallon saltó al pasillo deslizante y de allí al andén. La muchacha continuó dirigiéndole furiosas miradas cuando se apeó del tren, y hasta que estuvo fuera de alcance Tallon utilizó su atención para orientarse hacia el ferry que aguardaba. Era casi mediodía y el tiempo era espléndido. Tallon volvía a tener hambre y decidió obsequiarse con una espléndida comida al otro lado del Estrecho, sin fijarse en el precio. Viajando en tren, su dinero sería más que suficiente para llegar a New Wittenburg.
El ferry resultó ser de un modelo primitivo pero muy rápido, capaz de cruzar los dos kilómetros del Estrecho en un par de minutos. Tallon encontró estimulante el corto viaje. El característico balanceo, el rugir de las turbinas, los blancos surtidores alzándose en los costados, el bullicio de los otros pasajeros en el angosto salón donde se semiapretujaban… todo contribuía a crear un alegre ambiente de vacaciones. La embarcación atracó en el muelle. Tallon se abrió paso a través del grupo de personas que esperaban para embarcar, y empezó a buscar un buen restaurante. En el muelle había un pequeño snack pero su aspecto no satisfizo a Tallon, convencido de que le cobrarían un precio exorbitante por una comida insuficiente.
Se adentró por unas empinadas calles en dirección al centro de la ciudad, disfrutando todavía la sensación de libertad. Sweetwell era una ciudad bulliciosa que recordaba un poco a la Francia provinciana en sus sofisticadas boutiques y sus cafés con terraza. Le hubiera gustado comer a la luz del sol, pero decidió no prescindir de toda precaución: era probable que su imagen hubiera aparecido en los boletines de noticias, y siempre existía la posibilidad de que alguien le mirase de cerca y empezara a hacerse preguntas. En consecuencia, eligió un restaurante tranquilo, con una muestra gótica que lo identificaba como El Gato Persa.
Los únicos clientes, aparte de él, eran dos parejas de mujeres de mediana edad sorbiendo café y fumando, con los bolsos de la compra en el suelo, a sus pies. Tallon manipuló en el juego de ojos, se situó detrás de los ojos de una de las mujeres y se vio a sí mismo avanzar y sentarse ante una mesa desocupada. Las mesas eran de madera auténtica y estaban cubiertas con unos manteles que parecían de auténtico hilo. Dos grandes gatos grises circulaban entre las patas de las sillas. Tallon que aborrecía a los gatos hizo una mueca de desagrado y deseó que uno de los clientes le echara una ojeada a la carta.
La comida, cuando finalmente llegó, era bastante buena. El filete había sido preparado tan bien que Tallon no pudo detectar el sabor a pescado. Sospechó que la cuenta estaría en consonancia con el arte culinario. Comió rápidamente, con una súbita impaciencia por encontrarse de nuevo en el tren, se bebió el café de un trago y se llevó una mano al bolsillo, en busca de su dinero.
Su cartera había desaparecido.
Tallon rebuscó maquinalmente en los otros bolsillos, sabiendo mientras lo hacía que le habían robado la cartera, probablemente durante la travesía del Estrecho. El atestado salón del ferry era un terreno de caza ideal para los carteristas, y Tallon maldijo su propio descuido. La situación era grave, ya que ahora no podía pagar la cuenta del restaurante y más tarde no podría adquirir un billete para el tren.
Demorándose con los posos de su café, Tallon decidió que si tenía que empezar a robar dinero, El Gato Persa era un lugar tan bueno como cualquier otro para hacerlo. Al parecer sólo había una camarera, que pasaba largos ratos en la cocina, dejando desatendida la caja registradora situada sobre un mostrador cerca de la puerta. Era un exceso de confianza incomprensible, pensó; casi tan incomprensible como olvidarse de sujetar la cartera en medio de una multitud.
Dos de las clientas de mediana edad continuaban en el restaurante. Esperando que se marcharan, Tallon siseó a uno de los gatos grises y lo atrajo hacia él. Levantó el pesado animal hasta su regazo, tratando de cosquillearle detrás de las orejas, y ajustó el juego de ojos para situarse detrás de los grandes ojos amarillos del animal.
Tallon temió que las otras dos clientes se quedaran hasta que entrara alguien más y arruinara su plan, pero finalmente recogieron sus bolsos y llamaron a la camarera para saldar su cuenta. Ante la sorpresa de Tallon, la persona que salió de detrás del biombo situado al fondo de la sala no fue la camarera que las había atendido, sino una morena alta de unos treinta años, que llevaba unas gafas de montura negra y un elegante vestido. Tallon decidió que era la gerente o la propietaria del restaurante. En su camino de regreso del mostrador, la morena se detuvo delante de su mesa. Tallon levantó hasta sus labios su vacía taza de café.
—¿Puedo servirle algo más?
Tallon agitó la cabeza.
—No, gracias. Estoy saboreando su excelente café.
—Veo que le gustan mis gatos.
—Me encantan —mintió Tallon—. Son unos animales muy bellos. Este es un gato particularmente hermoso. ¿Cómo se llama?
—Ethel.
Tallon sonrió desesperadamente, preguntándose si los verdaderos amantes de los gatos son capaces de distinguir a simple vista un macho de una hembra. Se concentró en rascar la cabeza a Ethel, y la morena, después de dirigirle una mirada suspicaz, se alejó hacia el biombo. La breve conversación había llenado a Tallon de inquietud, y decidió no perder más tiempo. Sujetó al gato y lo hizo girar, asegurándose de que el restaurante estaba desierto, y luego echó a andar rápidamente hacia el mostrador. La anticuada caja registradora produciría ruido al ser abierta, de modo que Tallon entreabrió ligeramente la puerta de la calle para hacer más rápida su fuga. Apretó una tecla y cogió febrilmente un puñado de billetes del cajón.
—Recluso Samuel Tallon —dijo suavemente una voz femenina detrás de él.
Tallon giró en redondo, con el gato debajo de su brazo, y vio a la morena elegantemente vestida. Sus ojos, detrás de las gafas de montura negra, tenían un brillo especulativo. Y le estaba apuntando directamente al pecho con una pistola automática incrustada en oro.