XX

Al principio existió únicamente una sensación de vacío y de alivio de unas presiones y una tensión intolerables. La sen­sación era similar a la que había experimentado la noche que huyó del Pabellón, pero ahora inmensamente amplificada. Tallon no tenía ninguna identidad, y ninguna de las responsabili­dades de la identidad. Durante un breve espacio de tiempo no fue nadie, nada, no estuvo en ninguna parte… y se sintió satis­fecho con aquel estado de no-existencia. Luego, parte de su mente empezó a captar el horror. El miedo empapó lentamen­te todo su ser, hasta que Tallon tuvo que apretar con fuerza sus dientes para contenerlo.

No había ningún camino de regreso.

Podía dar otro salto, y otro… hasta que se quedara sin ali­mentos o muriera de vejez. Los tránsitos-parpadeo le llevarían de un lado a otro a través de los campos estelares del infinito. Pero, por muchos saltos al azar que diera, las probabilidades de surgir al alcance de un planeta habitable eran tan escasas como para ser consideradas virtualmente inexistentes. Mientras envejecía, sentado en la misma silla, vería casi todas las manifestaciones de la materia y la energía —estrellas individuales, binarias, múltiples, nubes de gas sin forma, ruedas—… salvo que, desde luego, estaría ciego al cabo de unas cuantas horas.

Tallon se arrancó de la espiral descendente y volvió su atención hacia Seymour, que estaba tumbado en su regazo, tem­blando ligeramente, enroscado alrededor de la oscura herida. Las pulsaciones de su vientre eran ahora más rápidas, pero menos vigorosas. Tallon tenía la completa seguridad de que Seymour se estaba muriendo.

Se quitó la chaqueta, la dobló, la colocó sobre la consola de control de la propulsión antigravitatoria, y depositó al perro encima de ella. Seymour tenía dificultades para mantener los ojos abiertos, y Tallon padecía momentáneas pérdidas de vi­sión. Se levantó y empezó a buscar un botiquín, notando en sus pies la tracción de la gravedad artificial. El campo estaba diseñado para reproducir el peso normal de un hombre, pero como se originaba en las planchas del suelo y estaba sujeta a la ley del cuadrado inverso, la parte inferior del cuerpo era siempre mucho más pesada que la cabeza y los brazos.

No había ningún medicamento a la vista en la sala de con­trol, y para buscar en los otros compartimientos tendría que llevarse a Seymour. Necesitaría comida, y sería mejor organizarlo todo mientras podía ver lo que estaba haciendo.

—Lo siento, Seymour —dijo—. Esta será tu última tarea.

Tallon tomó cuidadosamente al perro en brazos y se dirigió hacia popa. La Lyle Star era básicamente un carguero convencional, con una semicubierta en el morro, la mayor parte de sus elementos motrices en la cola y un cuerpo cilíndrico central para la carga. Su sala de control, los alojamientos de la tripulación y unos almacenes ocupaban la semicubierta, y de­bajo se encontraban el equipo de astrogación, las plantas de energía para los servicios internos y otros heterogéneos alma­cenes. En la parte posterior de la semicubierta un estrecho pa­sillo lateral conducía a la cavernosa bodega. La parte de atrás de la bodega estaba atestada de balas de plantas proteínicas deshidratadas, pero la parte delantera aparecía despejada, con las argollas de amura del carguero recogidas en sus nichos. Tallon sabía que la nave estaba armada, pero no había ningún tipo de sistemas ofensivo a la vista, de modo que tuvo que llegar a la conclusión de que el Bloque había empezado a utilizar un material mucho más sofisticado desde la última vez en que él había viajado a bordo de una de sus embarcaciones. Una breve ojeada a los indicadores del nivel de existencias en los almacenes de víveres le permitió comprobar que dispo­nía de reservas para quince años, como mínimo. La idea de pasar todo aquel tiempo en la oscuridad y después morirse de hambre resultaba de lo más deprimente. Tallon se alejó a toda prisa de allí para ir a empujar otras puertas y asomarse breve­mente a unas habitaciones vacías.

“¡Qué final! —pensó—. ¡Qué manera más miserable y ab­surda de terminar!”

Desde que los hombres habían aprendido a enviar naves al espacio más allá del alcance de la gravedad, habían estado lle­nando el cosmos de cápsulas de metal conteniendo cualquier cosa, desde cuencos de microbios hasta cabezas de armas nu­cleares. Pero un alienígena inteligente que tropezara por ca­sualidad con la Lyle Star sólo encontraría en ella una basura cósmica todavía más asombrosa: un hombre con botones cas­taños de plástico por ojos y un perro moribundo en sus bra­zos, vagando por el interior de una nave vacía. Sin embargo, ningún alienígena subiría a bordo, porque ninguna de las innu­merables exploraciones estelares había aportado pruebas de la existencia de seres inteligentes…

¡Clang-ang-ang-ng-ng! El metal chocó con el metal en algu­na parte cerca de la cámara reguladora de la presión. Los ecos se desvanecieron en los vastos espacios de la bodega.

Las rodillas de Tallon casi se doblaron a medida que la oleada de sonidos repercutía en sus nervios. Estaba en otro pasillo que enlazaba por la parte de popa con el que desembo­caba en la bodega, y podía ver lo que había causado el ruido yendo tan sólo hasta el extremo y mirando por encima de la barandilla. Tallon avanzó hacia el oscuro rectángulo y luego se detuvo: una forma negra estaba moviéndose en la cubierta inferior, cerca de la puerta interior de la cámara reguladora de la presión.

Era Lorin Cherkassky.

Cherkassky alzó la mirada, y Tallon vio que tenía una brecha ensangrentada en la frente, y que seguía empuñando una pistola. Se miraron en silencio el uno al otro durante varios palpitantes segundos. Cherkassky dejó asomar a su rostro una helada sonrisa, mientras su cabeza oscilaba levemente sobre el largo cuello de pavo. Involuntariamente, Tallon dio un paso atrás.

—Está usted ahí, Tallon —dijo Cherkassky amablemente—. Y con su amiguito, también.

—No trate de acercarse —dijo Tallon, por decir algo.

Cherkassky apoyó su espalda contra la pared de metal, sin dejar de sonreír.

—Tallon, usted y yo sólo nos hemos encontrado en dos ocasiones antes de ahora… y cada vez ha intentado usted asesinarme. Si sus últimos proyectiles hubiesen partido unos centí­metros más bajos, en estos momentos yo estaría muerto.

—No eran mis últimos proyectiles —mintió Tallon.

—En ese caso, fue usted muy tonto al desprenderse de su pe­queña pistola. Supongo que oyó tirarla a la bodega de un pun­tapié. Si hubiera sabido que estaba cargada habría tenido más cuidado, por si acaso…

—De acuerdo, Cherkassky. Déjese de bromas de mal gusto.

Tallon retrocedió rápidamente por el pasillo, preguntándose qué podía utilizar para defenderse. La única posibilidad era encontrar algo que pudiera ser lanzado. Corrió hacia la semicubierta y abrió febrilmente alacenas y cajones con su mano libre. No había cuchillos grandes, y los cuchillos de mesa eran de plástico. Los segundos transcurrían velozmente y, para em­peorar las cosas, los ojos de Seymour estaban casi cerrados, reduciendo la visión de Tallon a unas vagas sombras grises.

Los únicos objetos que parecían prometedores eran varias latas grandes de fruta cerca de uno de los almacenes de vive res. Intentó levantarlas con un brazo, pero salieron rodando y cayeron de nuevo al suelo. Entonces, Tallon dejó a Seymour en el suelo, recogió las latas, y corrió ciegamente por el pasillo hacia la sala de control, esperando sentir en cualquier momento el impacto de un trozo de plomo en su espinazo. Llegó a la sala de control, saltó a un lado, y hurgó en los controles del juego de ojos hasta que captó los ojos de Lorin Cherkassky.

Obtuvo una imagen definida y clara del pasillo, tal como se veía desde el otro extremo, y se dio cuenta de que Cherkassky se encontraba ahora en el pasillo de la bodega y le contempla­ba mientras corría, sin disparar. Aquello significaba que el hombre estaba decidido a prolongar la caza, haciéndola maratoniana. Tallon alzó una de las pesadas latas y la lanzó a lo largo del pasillo con todas sus fuerzas. A través de los ojos de Cherkassky vio aparecer su mano y vio la lata rodando a tra­vés del aire. Cherkassky la esquivó fácilmente, y la lata rebotó ruidosamente en la bodega, llenando la nave de ecos.

Tallon se agachó y cogió otra lata. Decidió esperar hasta que Cherkassky hubiera avanzado más a lo largo del pasillo, dándole menos tiempo para ver —y esquivar— el improvisado proyectil. Con su espalda apretada contra la pared, Tallon contempló la panorámica del pasillo y el rectángulo cada vez mayor de la puerta de la sala de control. En la entrada a la semicubierta, la vista giró examinando las alacenas y los cajones en desorden; y allí estaba Seymour avanzando penosamente a través del suelo, mostrando sus afilados colmillos en un ridícu­lo intento de aparentar ferocidad. Tallon sospechó lo que ocu­rriría a continuación.

—¡Atrás, Seymour! —gritó—. Túmbate, muchacho.

Aparte de gritar, no podía hacer nada. Y el cerrar los pár­pados no borró las imágenes que estaba recibiendo. Tuvo que soportarlo y mirar a lo largo del cañón de la pistola con los ojos de Cherkassky. La pistola rugió, y el cuerpo de Seymour se aplastó contra la pared de la semicubierta.

Tallon avanzó unos pasos y lanzó la lata, proyectándola con todos los músculos de su cuerpo en tensión. La oyó estre­llarse contra algo blando, e inmediatamente echó a correr por el pasillo, impulsado por una indescriptible sensación de odio.

Las paredes de metal giraron violentamente cuando chocó con Cherkassky. Medio patinaron medio rodaron hacia el os­curo borde del pasillo, luego rebotaron de la barandilla y volvieron a deslizarse por el angosto pasadizo. En alguna parte a lo largo del camino el juego de ojos fue empujado hacia arriba, hasta su frente, y Tallon se quedó sin vista, pero esto no establecía ninguna diferencia para él. Estaba trabado con Cherkassky, y una voz sonora y cantarina en su cerebro le estaba diciendo que nada en el universo podría impedir que sus manos realizaran su tarea. Se equivocaba.

Utilizando los ritmos de combate desarrollados por el Bloque, podría haber eliminado a Cherkassky en unos segundos, pero sus dedos, obedeciendo a una disciplina más antigua, se engarfiaron en la garganta de su adversario. Sintió el cuerpo de Cherkassky transformado por la misma fuerza acerada que había desplegado cuando estaban cayendo de la ventana del hotel. Los antebrazos entrelazados de Cherkassky se triangu­laron hacia arriba en la llave más antigua del manual, y las manos de Tallon soltaron su presa. Tallon trató de evitar la separación, que daría todas las ventajas a Cherkassky, pero unos golpes de la pesada pistola entumecieron los brazos de Tallon. Se vio obligado a perder un valioso segundo tirando hacia abajo del juego de ojos, sabiendo mientras lo hacía que el combate estaba perdido.

Cherkassky aprovechó la ocasión, y Tallon recobró la visión en el momento justo para ver el cañón de la pistola avanzando hacia su plexo solar. Cayó hacia atrás en la sala de control, notando que le faltaba el aire para respirar. De nuevo miró a lo largo de la pistola de Cherkassky, con el punto de mira ascendiendo desde su vientre hasta su cabeza y volviendo a descender.

—Ha recorrido un largo camino, Tallon —dijo Cherkassky sin alzar la voz—, pero en un cierto sentido me alegro. Matar a cualquier otro prisionero arruinaría mi reputación con nuestro reverenciado Moderador, pero usted ha causado tantos problemas que nadie va a quejarse. Tallon, luchando por recobrar el aliento, hizo una débil ten­tativa para rodar sobre sí mismo mientras veía el dedo de Cherkassky tensarse sobre el gatillo; luego, la presunción sub­yacente detrás de las palabras alcanzó a su cerebro, con un mensaje final de inesperada esperanza.

—Espere… espere… —Sus pulmones lucharon para abaste­cerse del aire necesario para hablar.

—Adiós, Tallon.

—Espere, Cherkassky… ¡Mire las pantallas!

Los ojos de Cherkassky se volvieron fugazmente hacia las constelaciones desconocidas que se reflejaban en los negros paneles, para posarse de nuevo en Tallon, y otra vez en las pantallas.

—Eso es un truco —dijo Cherkassky, con una voz que no era completamente normal—. Usted no ha…

—Lo hice. Salté al no-espacio —Tallon se llenó los pulmones de aire—. De modo que estaba usted en lo cierto al decir que el matarme no arruinará su reputación. Nadie lo sabrá nunca, Cherkassky.

—Está mintiendo. Las pantallas pueden estar pasando una grabación…

—Entonces, mire los paneles de visión directa. ¿Cómo cree que salimos al espacio a través de todo aquel material que usted había acumulado?

—Ellos sabían que yo estaba en la nave. Y no habrían dispa­rado estando yo en la nave.

—Dispararon —afirmó Tallon—, y nosotros saltamos.

—No habrían hecho eso —susurró Cherkassky—. No a mí.

Tallon disparó sus pies hacia arriba, golpeando el vientre de Cherkassky y haciéndole caer hacia delante, encima de él. Esta vez luchó de un modo frío y eficaz, impermeable al miedo y al odio, al estruendoso sonido de la pistola, al conocimiento de que los ojos vivientes de su enemigo eran la única portilla que le quedaba hacia la luz, la belleza y las estrellas.

Tallon cerró aquella portilla para siempre.

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