IX

Por espacio de un segundo, la embotada aguja se negó a pe­netrar; luego pinchó la piel y se deslizó profundamente en el brazo de Tallon.

—Lo siento, hijo mío —dijo Winfield—. Hace mucho tiempo que no practico.

—Mire, doctor, ¿Está usted completamente seguro acerca de todo esto? Usted preparó un segundo equipo de fuga para que pudiera acompañarle alguien capaz de ayudarle… no un hombre ciego —Tallon desenrolló su manga sobre su brazo le­vemente pulsante.

—Desde luego que estoy seguro. Además, voy a darle este juego de ojos en cuanto estemos preparados para emprender la marcha.

—Ni hablar, doctor. Usted conservará el juego de ojos y yo me las arreglaré con el sonar. Supongo que puedo considerar­me afortunado al disponer de él.

Tallon había sufrido varias caídas durante el trayecto de pe­sadilla desde el bloque de celdas hasta el lugar de reunión, pero apenas había sentido el dolor. Su cerebro estaba tratan­do de encontrar el motivo por el cual Helen Juste había confiscado su juego de ojos. ¿Por qué les había estimulado a completar los juegos de ojos antes de cambiar de actitud? ¿Acaso había llegado a sus oídos algún rumor acerca de su plan de fuga y había elegido aquel sistema de cerrarles la puer­ta?

—Bueno, eso es todo —anunció Winfield—. Quería que nos inyectáramos preventivamente antes de emprender la marcha. En esta parte del mundo, incluso las carcomas pueden tener una desagradable picadura.

Colocó un abultado paquete en los brazos de Tallon, y des­cendieron cautelosamente hacia la empalizada. El pájaro po­sado en el hombro de Winfield cloqueó aprensivamente cuando el doctor resbaló en un momento determinado sobre la hú­meda hierba. Tallon mantenía la lámpara sonar apuntada rec­tamente delante de él, atento al sonido revelador de que el rayo había chocado con la empalizada.

—Ya hemos llegado —gruñó el doctor. Su voz fue seguida por numerosos crujidos mientras astillaba con el pie la madera podrida habitada por su bien alimentada colonia de orugas. Tallon penetró detrás de él a través del agujero, haciendo una mueca cuando un contacto accidental con el borde superior derramó sobre su espalda una lluvia de millares de animalitos culebreantes. Recorrieron una corta distancia hacia el marjal hasta que el terreno se hizo más blando.

—Los plásticos, ahora —dijo Winfield bruscamente—. ¿Se ha acordado usted de no comer ni beber?

—Sí.

—Bien, pero será mejor que se ponga esto, de todos modos.

—¿Qué es?

—Un pañal.

—¿Bromea usted?

—Más tarde me lo agradecerá.

Con Winfield realizando la mayor parte del trabajo, colga­ron las hojas de plástico alrededor de sus cuellos y cerraron los bordes. Resultaba difícil manipular algo adecuadamente a través del plástico, pero Winfield sacó un rollo de cinta adhesi­va y rodeó con ella sus cuellos, muñecas y tobillos. La suje­ción les permitía andar y mover los brazos con relativa liber­tad. Para completar los grotescos atavíos, envolvieron más plástico en torno a sus cabezas, sujetándolo también con cinta adhesiva, y luego tiraron sus gorros de prisioneros.

—Yo llevaré el paquete y el pájaro —dijo Winfield—. Procu­re mantenerse lo más cerca posible de mí.

—Puede estar seguro de que lo haré, doctor.

Avanzando hacia el marjal a oscuras, Tallon estaba horro­rizado al pensar en lo que iba a hacer. Aunque ciego, supo cuando había alcanzado el borde del marjal por la pegajosa niebla que se cerraba en torno a su cuerpo, así como por el he­dor, que convertía el respirar en algo que tenía que ser planea­do por anticipado y llevado a cabo con decisión. A través del remolineante vapor, unos rumores nocturnos inidentificables le recordaban que, si bien los rifles robot habían acabado con los habitantes de sangre caliente del marjal, quedaban otros para compartir la oscuridad. Y, sin embargo, Tallon tenía consciencia de experimentar algo que se aproximaba a la paz. Finalmente se había cansado de dejarse llevar por la corriente, de contemporizar, de tener miedo. El viejo y obeso doctor, con su cerebro lleno de sueños absurdos, le estaba conduciendo a una muerte casi segura; pero le había enseñado a Tallon una gran verdad: andar hacia la muerte no es agradable, pero es preferible a saber que ésta avanza rápidamente detrás de uno.

El marjal era mucho peor de lo que Tallon había imagina­do; de hecho, descubrió que no había esperado realmente que el marjal fuera un problema. Pudieron permanecer de pie y avanzar andando y chapoteando durante la primera hora, cu­briendo casi doscientos metros con razonable comodidad. Pero de pronto Tallon empezó a encontrar trechos en los que sus pies parecían hundirse a través de quince centímetros de maleza antes de alcanzar apoyo sólido. El limo dificultaba el andar pero no lo hacía imposible, ni siquiera cuando empezó a alcanzar casi la altura de sus rodillas. Tallon continuó su mar­cha sin desfallecer, sudando en su envoltura de plástico. Lue­go, el fondo pareció hacerse insondable. En vez de encontrar lecho de roca, sus pies seguían hundiéndose cada vez más, como sí todo el planeta estuviera sorbiéndole a través de su piel.

—Déjese caer hacia delante —gritó Winfield—. Tiéndase boca abajo y mantenga los brazos extendidos.

Tallon obedeció, extendiendo los brazos sobre la densa superficie del cenagal, abrazando su suciedad. El agua salpicó su rostro y los sedimentos remolinearon hasta la superficie, des­prendiendo todos los hedores de muerte. Incontrolables espas­mos de vómitos le obligaron a inclinar de nuevo el rostro hacia el viscoso líquido.

—¿Está usted bien, hijo mío? —preguntó Winfield ansiosa­mente.

El primer impulso de Tallon fue gritar pidiendo ayuda en su negro y ciego universo, pero apretó los dientes y continuó gol­peando la superficie del cenagal con sus brazos. Gradualmen­te, sus pies se elevaron, y Tallon avanzó de nuevo con movi­mientos seminatatorios.

—Estoy perfectamente, doctor. Sigo adelante.

—Esa es la manera. No todo será como esto.

Unos furiosos chapoteos delante de él revelaron a Tallon que el doctor se había puesto de nuevo en movimiento. Con una mueca de desesperación, Tallon le siguió. A veces alcan­zaban pequeños islotes en los que podían recorrer cortas dis­tancias a pie, abriéndose paso a través de la frondosa vegeta­ción. Otras veces encontraban sólidas cortinas de enredaderas y tenían que dar un rodeo o incluso volver sobre sus pasos para eludirlas. En un momento determinado Tallon apoyó su mano sobre algo liso y frío que yacía inmediatamente debajo de la superficie y que se agitó convulsivamente, huyendo por debajo de su cuerpo con silenciosa rapidez, paralizándole de miedo.

A medida que transcurría la noche, Tallon observó que atrapaba a Winfield con creciente frecuencia, y se dio cuenta de que el doctor estaba al borde del agotamiento. La respiración de Winfield se había convertido en un ronco y monótono estertor.

—Oiga, doctor —gritó finalmente Tallon—. Los dos necesitamos un descanso. ¿Ganamos algo exponiéndonos a un ataque cardiaco?

—Siga avanzando. Mi corazón funciona perfectamente.

Tallon encontró algo de suelo firme bajo sus pies. Se preci­pitó hacia delante, arrojando su peso sobre Winfield y ha­ciéndole caer. El doctor se incorporó trabajosamente.

—Por el amor de Dios, doctor —gimió Tallon—. Estoy ha­blando de mi corazón. Tómeselo con calma, ¿quiere?

Winfield vaciló unos instantes, y luego asintió.

—De acuerdo —murmuró—. Le concedo cinco minutos.

—Le estoy muy agradecido, doctor, puede creerlo.

—Yo me estoy agradecido a mí mismo.

Reposaron muy juntos, riendo débilmente mientras la respi­ración de Winfield recobraba paulatinamente su ritmo normal. Tallon le habló de su encuentro con el animal acuático.

—Un slinker… inofensivo en esta época del año —dijo Win­field—. Sin embargo, en la temporada del desove la piel de la hembra se endurece y sus costados se aguzan como cuchillos. Con ellos corta cualquier cosa que se mueva, abriéndola e in­yectando sus huevos al mismo tiempo.

—Bonita costumbre.

—Sí. Me dijeron que lo que hay que hacer es no pensar en que se va a perder un pie, sino en que se va a ganar un lote de crías de slinker. En realidad, estamos realizando este viaje en una época muy buena. El marjal está muy tranquilo a finales de invierno. El único peligro importante son las arañas de agua.

—¿Venenosas?

—No. Con el tipo de boca que tienen, el veneno sería superfluo. Reposan en aguas poco profundas, con las patas ergui­das y sobresaliendo como si fueran juncos, y en el centro no hay más que boca. De manera que hay que evitar cuidadosa­mente los juncos formando un círculo y con un hueco en el centro.

Tallon tuvo una desagradable idea.

—¿Qué tal es la visión nocturna del pájaro? ¿Ve usted con la claridad suficiente para localizar una araña de agua?

Winfield resopló.

—¿Qué es lo que le preocupa? ¿Acaso no voy yo delante?

Cuando amaneció en el marjal, Winfield insistió en que Tallon se hiciera cargo del juego de ojos.

Tallon aceptó, agradecido por el cambio, y marchó en cabeza durante varias horas. Utilizaba una tosca azagaya, que Winfield había confeccionado arrancando un joven arbusto, para apartar a los lados la vegetación más pequeña. El pájaro gorjeaba ocasionalmente en su jaula cubierta de plástico, pero no daba muestras de sentirse realmente incómodo. Mientras avanzaba a través del goteante follaje, Tallon vio que el agua hervía de animalitos semejantes a las sanguijuelas y que se retorcían y luchaban continuamente unos con otros. Grandes bandadas de sus oscuros cuerpos se deslizaban alrededor de sus piernas. El aire vibraba con el zumbido de diminutos mosquitos, o era cruzado por legiones de enormes insectos negros volando a través del marjal con rumbo y misión desconocidos.

Dos veces durante el día, una aeronave volando a muy baja altura pasó directamente encima de sus cabezas, pero la niebla verdosa hacia invisibles a los dos fugitivos. Los procesos mentales de Tallon se ralentizaron, convirtiéndose casi en maquinales, con un radio de acción cada vez más reducido. En cambio, los periodos de descanso se hicieron más largos, y los intervalos entre ellos más cortos, a medida que la fatiga se extendía a través de sus cuerpos. Al anochecer encontraron un pequeño islote de suelo casi seco y durmieron como niños.


Los rifles robot eran más que capaces de disparar a través de la extensión de seis kilómetros de marjal, pero sus proyectiles estaban provistos de unos cohetes que limitaban el alcance a dos mil metros. Sin embargo, su alcance efectivo dependía de la densidad de la niebla del marjal. Cuando era más espesa, un hombre podía llegar a cuatrocientos metros de distancia de las columnas antes de que el calor de su cuerpo provocara el disparo. Pero incluso en los periodos de niebla más compacta, una súbita ráfaga de viento podía abrir una brecha en ella; en­tonces, las brillantes patas de saltamontes de los servos se con­traerían, y un pesado proyectil se adentraría aullando por la avenida recién abierta en la niebla.

Winfield había pensado mucho en los rifles cascabel mien­tras planeaba su fuga.

En la segunda mañana en el marjal abrió su paquete, sacó un pequeño cuchillo y rajó el plástico que cubría las manos de Tallon y las suyas. Recogieron brazadas de las gruesas hojas de dringo, eludiendo los enloquecidos saltos de los escorpiones que se guarecían debajo de ellas, y las cosieron unas a otras hasta confeccionar dos pesadas mantas de color verde oscuro.

—Pronto volveremos a pisar tierra seca —dijo Winfield—. Como puede ver, la vegetación es cada vez más rala. Esta ma­ñana la niebla es muy espesa, de modo que podremos recorrer tranquilamente unos centenares de metros; pero cuando los hayamos recorrido mantenga la cabeza baja y permanezca de­bajo de su pantalla. ¿Entendido?

—Mantener la cabeza baja y permanecer debajo de mi pan­talla.

El engorro de la pesada manta de hojas dificultaba más que nunca el avance. Tallon sudaba copiosamente debajo del plás­tico mientras luchaba detrás del doctor, privado incluso de la pobre compañía de la voz electrónica de la lámpara sonar de su oído. Había tenido que desconectarla al colocar la pantalla sobre su cabeza.

Avanzaron paso a paso durante dos horas antes de que Tallon observara que la marcha se estaba haciendo más fácil. Gradualmente tenían que dar menos rodeos, encontraban menos pozos de cieno aparentemente sin fondo. Tallon empe­zó a pensar en la posibilidad de andar erguido al aire libre, de estar limpio y seco, de volver a comer…

Súbitamente, delante de él, Winfield profirió un ronco grito.

—¡Doctor! ¿Qué sucede? —Tallon oyó unos violentos cha­poteos, y maldijo su ceguera que le convertía en un ser desvali­do e impotente—. ¿Qué sucede, doctor? —inquirió de nuevo.

—Una araña. Muy grande… —El doctor volvió a gritar, y los chapoteos se hicieron más violentos.

Tallon tiró a un lado la carga de hojas y se arrastró hacia delante con la mayor rapidez posible, esperando de un mo­mento a otro colocar su mano desprotegida en una boca húmeda y fría.

—¿Dónde está usted, doctor? ¿Puede verme?

—Por aquí, hijo mío. Ahora. Extienda su… mano izquierda.

Tallon obedeció, y notó algo ligero y rugoso que caía en sus dedos. Era el juego de ojos. Se lo colocó, y se sintió sacudido por verdes fogonazos de brillante luz. Winfield había dejado caer la jaula del pájaro, y Tallon se encontró contemplando una escena espantosa a través del plástico empapado de cieno. Al principio no reconoció la forma de estrella de mar salpica­da de fango que era él mismo, ni la otra contorsionante que era Winfield.

El doctor estaba tendido de espaldas y su pierna derecha es­taba hundida hasta la rodilla en una especie de remolino. Unas manchas rojas se extendían por el agua removida, y alrededor de su perímetro ocho tallos unidos azotaban el aire. Con un gemido de desaliento, Tallon se orientó en busca de la azagaya, que se había desprendido de la mano de Winfield. La le­vantó y la introdujo de punta a través del fango hacia donde suponía que debía encontrarse el cuerpo de la araña de agua. La superficie del marjal se agitó aún con más violencia, y la azagaya se retorció en su mano.

—Resista un poco más, doctor. La estoy atacando con la azagaya.

—Así no conseguirá nada. Tiene la piel demasiado dura. Hay que… hay que alcanzarla en la garganta. Déme la azagaya.

Tallon colocó la azagaya en la mano de Winfield, que se agitaba a ciegas en el aire. El doctor empuñó la tosca arma y la hundió de punta en el agua pegada a su pierna. Los verdes tallos se aferraron ávidamente a sus brazos y luego, súbita­mente, volvieron a erguirse.

—Lo estoy consiguiendo —gruñó Winfield—. Lo estoy consi­guiendo.

Agarró la azagaya por la parte superior y empezó a hundir­la triunfalmente, haciendo fuerza con las dos manos. La su­perficie del marjal se convulsionó a su alrededor cuando apo­yó el peso de su cuerpo sobre la vibrante azagaya. Tallon, agachado muy cerca, estaba completamente abstraído en la lucha cuando unas silenciosas alarmas empezaron a resonar en su cerebro. Winfield estaba ganando su batalla, pero había otro peligro, algo que estaban olvidando.

—¡Doctor! —gritó—. ¡Se está poniendo en pie!

Winfield se sobresaltó, con aire más culpable que asustado, y empezaba a agacharse cuando el proyectil le alcanzó.

Tallon oyó el increíble impacto, el rugido del vuelo del pro­yectil llegando a su destino, y vio el decapitado cuerpo del doctor desplomándose sobre el agua. Al cabo de unos segun­dos llegaron los resonantes ecos del disparo del rifle. La aza­gaya continuaba erguida en el cieno, oscilando ligeramente con los movimientos de la invisible araña.

Ha sido un acto absurdo, pensó Tallon, aturdido. El doctor no tenía que haberse levantado. Le había advertido a él que se mantuviera agachado, y luego, quizás instintivamente se había levantado. Tallon permaneció apoyado sobre sus manos y ro­dillas durante varios segundos, sacudiendo la cabeza, descon­certado; luego retornó la rabia, la misma rabia que le había impulsado a precipitarse contra Cherkassky y a lanzarle de­lante de él a través de la ventana de un hotel de New Wittenburg.

Tallon frotó el cieno de la cubierta de plástico de la jaula del pájaro para proporcionarse a si mismo una visión mejor de sus propios actos; luego se arrastró hasta la azagaya. Ignorando los latigazos de los tallos verdes, levantó la azagaya y vol­vió a hundirla en el mismo lugar una y otra vez, hasta que el agua se tiñó de color crema. Arrancando la azagaya por últi­ma vez, fue en busca del cadáver de Winfield. Lo encontró en un charco poco profundo, envuelto ya en una resplandeciente capa de sanguijuelas.

—Lo siento, doctor —dijo en voz alta—, pero la Tierra espera de usted una cosa más. Y sé que usted no me perdonaría que no le obligara a hacerla.

Tallon introdujo la punta de la azagaya en un pliegue del protector de plástico de Winfield y, gruñendo con el esfuerzo, levantó el cadáver y lo mantuvo en una postura erguida. Esta vez estaba mucho más cerca, y el impacto del segundo pro­yectil le dejó atontado mientras la azagaya y su macabra carga eran arrancadas de sus dedos. Tallon recogió el pájaro y el paquete de pertrechos y luego se envolvió en la pesada pan­talla de hojas de dringo. Avanzó sin detenerse durante otras cuatro horas antes de arriesgarse a practicar una abertura en el tejido de hojas y sostener al pájaro pegado a ella.

Casi había alcanzado el borde septentrional del marjal, y muy adelante, con la luz del sol brillando sobre sus superficies superiores, la esbelta columna de un rifle cascabel asomaba por encima de la niebla. Tallon no podía saber si estaba con­templando el rifle que había matado a Logan Winfield, pero en alguna parte a lo largo de la línea una de las máquinas sensi­bles habría registrado dos proyectiles disparados. Para la fuer­za de seguridad del Pabellón, dos proyectiles significarían que dos prisioneros habían cumplido definitivamente sus conde­nas.

Más allá de la esbelta columna Tallon percibió las mesetas grises del espinazo montañoso del continente. Se sentó en el suelo, con la jaula del pájaro en sus brazos, esperando a que se hiciera de noche y empezara el verdadero viaje.

Había aún dos mil kilómetros hasta New Wittenburg… y ochenta mil portales hasta la Tierra.

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