VI

Tallon colocó cuidadosamente la lámpara sonar en su fren­te, aplicó el auricular a su oído derecho y pulsó el interruptor. Se irguió, movió la cabeza a uno y otro lado experimentalmente, y empezó a andar. Tuvo una súbita conciencia de hasta qué punto se había acostumbrado a tantear su camino con un bastón.

El alcance de la lámpara había sido establecido para cinco metros, lo cual significaba que todo lo que se encontrara más allá de aquella distancia no produciría ningún eco. Mientras avanzaba movió la cabeza, primero horizontalmente y luego verticalmente. El último movimiento produjo un tono que podía ser comparado a una uve invertida cuando el rayo so­nar, ahora tocando el suelo, se acercaba a sus pies y volvía a retroceder.

Tallon se obligó a si mismo a andar con pasos tranquilos y uniformes, prestando toda su atención al tono electrónico as­cendente y descendente. Había recorrido casi diez metros cuando empezó a captar un leve blip próximo a la cumbre de cada rastreo vertical. Sin dejar de andar, aunque ahora más lentamente, se concentró en la parte superior del rastreo. El blip se hizo más agudo en la escala tonal con cada aparición, y finalmente Tallon fue capaz de convertirlo en una nota estable y estridente inclinando ligeramente su cabeza hacia abajo.

Extendió su mano y tocó una barra de metal suspendida in­mediatamente debajo del nivel del ojo.

—¡Maravilloso! ¡Eso es realmente maravilloso! La voz femenina sonó joven y lozana, y le pilló por sorpre­sa. Se volvió hacia ella, preguntándose qué aspecto tendría con su tosco uniforme de presidiario y una caja de plástico atada a la frente, e inmediatamente se sintió asombrado ante su propia reacción. Al parecer, su ego masculino se considera­ba aún en libertad, con unos ojos de verdad en lugar de boto­nes de plástico. En el sonar captó el tono ligeramente discor­dante producido por un ser humano.

—¿La señorita Juste? —preguntó.

—Sí. El doctor Winfield y Ed me dijeron que estaba reali­zando usted grandes progresos con el sonar, pero no imagina­ba que hubiera llegado tan lejos. Me alegro de haberlo com­probado por mí misma.

—El trabajo ayuda a pasar el tiempo.

Tallon sonrió sin demasiada convicción. Se sentía extraña­mente intranquilo, como si hubiese estado a punto de recordar algo importante y en el último segundo se le hubiera escapado. Tal vez este fuera un buen momento para empezar a hurgar en las motivaciones de la señorita Juste.

—Es usted muy amable al permitirnos trabajar en este apa­rato, visto el clima de opinión oficial.

Se produjo un breve silencio, y luego Tallon oyó el sonido familiar del bastón de Winfield y de las muletas de Hogarth acercándose a través del piso de hormigón que estaban utili­zando para las pruebas del sonar.

—Bueno, señorita Juste —dijo Winfield—. ¿Qué opina usted de eso?

—Estoy realmente impresionada. Se lo estaba diciendo al Recluso Tallon. ¿Es necesario trabajar más en un instrumento que funciona tan bien?

Tallon observó que la señorita Juste utilizaba la palabra Re­cluso al referirse a él, en contraste con su manera informal de dirigirle a Winfield y a Hogarth. Mantuvo el rayo sonar enfo­cado hacia ella, maldiciendo silenciosamente sus limitaciones. En lo que respecta al rayo, no establecía ninguna diferencia significativa entre una grúa y una artista de variedades. Tallon sintió la primera comezón de una idea.

—Las pruebas preliminares están a punto de terminar —anunció Winfield orgullosamente—. A partir de ahora, Sam y yo llevaremos los sonares permanentemente a fin de adquirir experiencia con ellos. Tardaremos unas cuantas semanas en seleccionar la mejor longitud de frecuencia y establecer la an­chura de rayo óptima.

—Comprendo. Bueno, manténganme informada de sus pro­gresos.

—Desde luego, señorita Juste. Y muchas gracias por todas sus bondades.

Tallon oyó alejarse sus pasos firmes y ligeros; luego se vol­vió hacia Winfield. Distinguir entre Winfield y Hogarth con el rayo resultaba fácil, debido a que el doctor superaba en más de una cabeza la estatura de su tullido compañero. Para de­mostrar su creciente dominio del sonar, Tallon tocó a Winfield exactamente en el hombro.

—¿Sabe una cosa, Logan? Podría usted cometer un error al no incluir en su plan general un análisis de las motivaciones de la señorita Juste. No me ha dado la impresión de ser una mu­chacha que hace las cosas sin tener un motivo concreto.

—Ya salió aquello —gruñó Hogarth—. Resulta que sabe más acerca de la señorita Juste que nosotros, sin haberla visto nun­ca. Este muchacho debió de ser un mediocre jugador de cartas cuando tenía ojos.

Tallon sonrió. Al principio le habían desconcertado las con­tinuas y directas referencias de Hogarth a su ceguera. Luego se había dado cuenta de que eran beneficiosas para su sentido de la proporción, y de que eran formuladas por aquel mismo motivo.

Por la tarde, Tallon y Winfield dieron un paseo utilizando sus sonares para orientarse. Se limitaban a recorrer una pista de tenis que no era utilizada y a la cual sólo tenían acceso los prisioneros incapacitados. Ninguno de los guardianes les interrogó acerca de las cajas atadas a sus frentes, y Tallon supuso que Helen Juste les había dado instrucciones para que les dejaran en paz. Había observado, también, que ninguno de los mé­dicos de la plantilla les había hablado acerca del proyecto sonar. Le preguntó a Winfield cuanta influencia tenía la mujer en la administración del Pabellón.

—No estoy seguro —respondió Winfield—. He oído decir que está emparentada con el propio Moderador. Me han contado que el centro de rehabilitación fue idea suya, y que el Moderador tuvo que tirar de muchos hilos para llevar la cosa adelante. La terapia ocupacional no es una doctrina ortodoxa, ¿sabes? El sínodo recomienda oración y ayuno para los in­transigentes como nosotros.

—Pero, ¿relajaría el Moderador las normas hasta ese extre­mo?

—Hijo mío, usted se lo toma todo demasiado al pie de la le­tra. Unos cuantos años en la política práctica le hubieran sen­tado muy bien. Escuche, si el jefe de un gobierno ordena a su pueblo que deje de beber porque su embriaguez está arruinando la economía del país, eso no significa que él mismo vaya a renunciar a la bebida. Y tampoco significa que la medida vaya a afectar a sus parientes y amigos. La naturaleza humana es así.

—Escuchándole a usted, todo parece muy sencillo —dijo Tallon en tono impaciente. Decidió exponer la idea que se le había ocurrido durante su conversación con Helen Juste—. ¿Sigue usted trabajando en su plan para fugarse del Pabellón?

—Hijo mío, si no puedo morir en la Tierra, no sabría cómo morir. ¿Va a venir conmigo?

—Ya le dije lo que opinaba al respecto, pero es posible que pueda ayudarle.

—¿Cómo?

—¿Cree que la señorita Juste nos proporcionaría un par de cámaras de televisión? ¿De esas del tamaño de un cacahuete que se utilizan para espiar a las personas en sus apartamentos? Probablemente las tienen instaladas por toda la prisión.

Winfield se detuvo y hundió sus dedos en el brazo de Tallon.

—¿Quiere usted decir lo que yo creo que quiere decir?

—Sí. ¿Por qué no? Los dos tenemos nuestros nervios ópti­cos intactos. Sólo es cuestión de convertir la salida de la cáma­ra al tipo de señal correcto y adaptarla a los terminales nervio­sos. Es una técnica corriente en la Tierra.

—Pero, ¿no requeriría una intervención quirúrgica? Dudo que…

—No sería necesaria ninguna intervención quirúrgica si en­focábamos exactamente la señal a través del ojo. El hecho de que tengamos pieles de plástico en nuestros ojos podría ser útil, ya que podríamos insertar un simple dispositivo X e Y en el plástico para mantener el rayo apuntado al terminal nervio­so, independientemente de los movimientos del ojo.

Winfield empezó a temblar de excitación.

—Si pudiera ver de nuevo, y con los preparativos que he hecho para el marjal, estaría paseando por la calle principal de Natchitoches dentro de un año. Lo sé —su voz normalmente poderosa, sonó extrañamente débil.

—Bueno, ese es el plan general —dijo Tallon—. Ahora tene­mos que considerar esos pequeños detalles que son mi especia­lidad. Necesitamos las cámaras y una serie de componentes microminiaturizados. Y debemos tener acceso a revistas espe­cializadas y a un lector automático: usted absorbería los datos fisiológicos; yo me ocuparía de las investigaciones sobre semi­conductores.

—Pero, ¿quién construirá las unidades? Ed no sabe nada de ese tipo de trabajo.

—Ese es otro detalle. Tendría que pedirle usted a la señorita Juste que nos permitiera utilizar un robot de montaje, al menos del Grado 2, programado para electrónica microminiatura. Probablemente tienen uno en su laboratorio de manteni­miento.

—Pero… ¡Dios mío, Sam! Esas cosas cuestan más de medio millón…

—Pídaselas, de todos modos. Ella le complacerá. Recuerde que está enamorada del color de sus ojos…

Tallon permaneció erguido por unos instantes, con el rostro vuelto hacia el cálido sol blanco de Emm Lutero, experimen­tando una rara sensación de certidumbre.

Una semana más tarde dos guardianes introducían el robot de montaje en el taller del centro sobre una carretilla de grave­dad negativa.

Tallon había pasado la mayor parte de la semana practican­do con su sonar y, al mismo tiempo, tratando de comprender lo que le había ocurrido el primer día que habló con Helen Jus­te. Una explosión psíquica, un violento trastorno en su sub­consciente… y sin ningún motivo para ello. Descartaba todos los fenómenos vagamente paranormales que a veces se aso­cian con el amor romántico, en parte por escepticismo innato, en parte porque nunca había visto a la señorita Juste. Hogarth la había descrito como una pelirroja flaca con ojos color na­ranja, de modo que no podía ser el tipo de mujer capaz de trastornar profundamente a un hombre. Y ni siquiera en el su­puesto de que hubiera sido una mujer realmente impresionante se explicaba la súbita sensación que había experimentado Tallon y a través de la cual había sabido que Helen Juste les pro­porcionaría el equipo. Cada noche, mientras yacía en su celda esperando la pálida luz de los sueños, retornaba al problema una y otra vez, intentando arrancar de él algún significado.

Pero una vez quedó instalado el robot y se inició la tarea de programarlo, la mente de Tallon se concentró exclusivamente en el proyecto. Winfield y él, durante semanas enteras, pasa­ron todas las horas del día —a excepción de las comidas y de los rezos obligatorios— en la biblioteca de la prisión, escu­chando a lectores automáticos. La mayoría de las revistas eran de fecha muy atrasada, debido a que su importación de la Tierra no había sido estimulada nunca por el gobierno luterano y, en los últimos años, había sido prácticamente prohibida por la Tierra, a causa del empeoramiento de las relaciones entre los dos planetas desde que Aitch Mülhenburg había caído en el regazo de Emm Lutero; pero la información que contenían era igualmente valiosa.

Mientras trabajaba en ella, Tallon notó que su mente se hundía a través de las capas que los años habían superimpuesto sobre su personalidad. Emergía un Sam Tallon más joven, que se había propuesto abrirse camino en el terreno de la físi­ca, hasta que algún acontecimiento olvidado le había conduci­do al vagabundeo primero y finalmente al Bloque y a todo lo que el Bloque representaba. La alegría que Tallon experimen­taba era tan profunda, que empezó a sospechar que el verda­dero motivo para iniciar el proyecto del ojo artificial había sido un impulso subconsciente… y no el deseo de recobrar la vista ni de ayudar a Winfield. Había en él una absorbente ne­cesidad de recrearse a sí mismo tal como era… ¿cuándo? ¿Y por que un solo encuentro con Helen Juste tendría que haber disparado el impulso? No recordaba a ninguna muchacha de pelo rojo y ojos de color anormal que pudiera haber sido una proto-Helen.

Cuando el programa computado tomó forma, pusieron al robot de montaje a trabajar en dos prototipos idénticos de lo que, por falta de imaginación, llamaron “juegos de ojos”. Completando el programa, con su vasto almacén de instruc­ciones incluido en él para la electrónica microminiatura, el robot montó lentamente dos pares de gafas en la intimidad ce­rrada al vacío de su vientre estéril. Tenían un aspecto conven­cional, salvo por las cuentas que eran las cámaras de televi­sión montadas sobre el puente. Los aros servían para dirigir las microondas hacia el interior de los ojos.

El único problema que Winfield y Tallon tenían que resol­ver por si mismos —a través de las manos de Ed Hogarth— era el de mantener los rayos exactamente enfocados sobre el nervio óptico. Lo resolvieron mediante una modificación del plan original de Tallon: una sola cuña de metal en el borde de cada iris de plástico. La teoría era la de que cada movimiento del ojo llevaría a la cuña de metal a una nueva posición en un débil campo magnético generado en el interior de la armazón de las gafas, proporcionando así datos de referencia a una computadora situada en el cristal que modificaría la dirección de los rayos de acuerdo con aquellos datos.

Cuando llegaron a la parte final del programa, que se ocu­paba de los circuitos para el lenguaje infinitamente más sutil de las células gliales, Tallon estaba entregado en cuerpo y alma a la aventura intelectual. Apenas tocaba sus comidas y adel­gazaba cada día más.

El prolongado ensueño llegó a su final una tarde mientras Tallon permanecía en el cono de sonido de un lector automáti­co. Supo que se acercaba Winfield por el rápido y nervioso golpeteo del bastón que el anciano seguía utilizando conjunta­mente con la lámpara sonar.

—Tengo que hablar con usted inmediatamente, hijo mío. Siento interrumpirle, pero es muy importante —la voz de Win­field sonó ronca y apremiante.

—De acuerdo, doctor. ¿Cuál es el problema? —Tallon se le­vantó del sofá y salió de la zona de sonido.

—El problema es Cherkassky. Nuestro servicio clandestino de información dice que va a salir del hospital.

—Bueno, mientras yo esté aquí no puede alcanzarme.

—Ese es el problema, hijo mío. Dicen que aún no está apto para el servicio normal, pero se las ha arreglado para integrar­se en la plantilla del Pabellón durante su convalecencia. Sabe lo que significa eso, ¿no es cierto? ¿Sabe por qué va a venir aquí?

Lentamente, Tallon alzó las manos hasta su rostro y las yemas de sus dedos recorrieron la curva de sus ojos de plásti­co.

—Sí, doctor —murmuró—. Gracias por decírmelo. Sé por qué va a venir aquí.

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