III

Tallon no tuvo que esperar mucho.

Su primera noción de que estaba bajo los efectos de un ata­que llegó cuando se encontró bailando con Myra, una mucha­cha que había muerto en la Tierra hacía veinte años.

No, susurró, no quiero esto. Pero ella estaba en sus brazos, y giraban lentamente en la penumbra multicolor del Stardust Room. Tallon trató de sentir la dura presión de la silla en la de­saseada habitación del hotel en Emm Lutero, pero el esfuerzo resultó inútil, ya que aquello formaba parte de un futuro toda­vía muy lejano.

Súbitamente era mucho más joven, trabajando aún para graduarse en electrónica, y tenía a Myra entre sus brazos. Todo era real. Sus ojos se llenaban de embeleso con el espec­táculo de la cascada de cabellos dorados de Myra, de sus ojos color whisky. Se movían lenta y dichosamente al ritmo de la música, con Myra, como siempre, perdiendo un poco el com­pás. Como pareja de baile era una calamidad, pensó Tallon cariñosamente, pero tendría mucho tiempo para solucionar aquello cuando estuvieran casados. Entretanto, le bastaba con deslizarse con ella a través de brumas de color pastel y parpa­deos de estrellas.

El salón de baile se alejó ostensiblemente. Otro momento, otro lugar. Estaba sentado en el cómodo y antiguo bar de Berkeley, esperando a Myra. Oasis de luz anaranjada reflejándose sobre paredes artesonadas con maderas oscuras. Myra se es­taba retrasando demasiado, y él sentía aumentar su irritación. Myra sabía dónde la esperaba, de modo que si por cualquier motivo no podía acudir a la cita podía telefonearle al menos. Probablemente empezaba a sentirse demasiado segura de los sentimientos de Tallon, esperando que él fuera a su casa a en­terarse de lo que había motivado su ausencia. Bueno, le daría una lección. Empezó a beber decididamente, vengativamente… y el horror iba en aumento, extendiéndose como una mancha oscura a pesar de sus frenéticos esfuerzos por impedirlo.

La mañana siguiente. La soñolienta quietud del laboratorio de normas. El periódico extendido sobre el banco de pruebas chamuscado por cigarrillos e, increíblemente, el rostro de Myra mirándole desde las hojas de plástico. Su padre, un gi­gante triste y gruñón que había sido abandonado años antes por la madre de Myra, había asfixiado a Myra con una almo­hada y luego se había cortado las venas de las muñecas con una sierra circular portátil.

Colores disolviéndose, las penetrantes mareas de dolor, otra vez la música, y estaban bailando; pero en esta ocasión Myra se mostraba más torpe que nunca a pesar de la lentitud de los ritmos. Estaba fláccida y pesada. Tallon luchaba por sostener­la, y el aliento de Myra sollozaba y gorgoteaba en su oído…

Tallon gritó y engarfió sus dedos en los grasientos brazos del sillón.

—Ya vuelve en sí —dijo una voz—. Un tipo romántico, ¿ver­dad? Nunca puede saberse si te limitas a mirarles.

Alguien rió silenciosamente.

Tallon abrió los ojos. La habitación estaba llena de hom­bres con los uniformes grises de la fuerza de seguridad civil P.S.E.L. Portaban pequeñas armas, la mayoría de ellas con las embocaduras en forma de abanico de las pistolas-avispa, pero Tallon vio varias bocas circulares pertenecientes a un tipo de arma más tradicional. Los rostros de aquellos hombres refleja­ban diversión y desdén, y algunos de ellos aparecían marcados aún con leves líneas sonrosadas dejadas por las máscaras que les protegían del gas psiconeural. Su estómago eructaba ruidosamente con cada movimiento respiratorio, pero Tallon encontró la náusea física insignifican­te comparada con el torbellino emocional que todavía sacudía sus sentidos. El shock físico estaba mezclado con una insopor­table sensación de ultraje, de haber sido invadido, abierto en canal y clavado a la mesa de disección como un ejemplar de laboratorio. Myra, amor mío… lo siento. Oh, bastardos, son­rientes y asquerosos…

Se tensó por un instante, dispuesto a saltar hacia delante, y luego se dio cuenta de que estaba reaccionando tal como se es­peraba que lo hiciera. Por eso habían utilizado un derivado del LSD en vez de un simple gas anestesiante. Tallon se obligó a sí mismo a relajarse; podía encajar todo lo que Kreuger, Cherkassky o Zepperitz pudieran darle, y lo demostraría. Viviría, en un razonable estado de salud, aunque sólo fuera para leer todos los libros de la biblioteca de alguna prisión.

—Muy bien, Tallon —dijo una voz—. El autocontrol es muy importante en su profesión.

El que había hablado se situó en el campo visual de Tallon. Era un hombre enjuto, de rostro chupado, que llevaba la cha­queta negra y la golilla blanca de un funcionario del gobierno de Emm Lutero. Tallon reconoció el afilado rostro, el cuello verticalmente arrugado y la incongruente ondulada cabellera de Lorin Cherkassky, número dos en la jerarquía de los servi­cios de seguridad.

Tallon asintió impasiblemente.

—Buenas tardes. Me preguntaba…

—Hágale callar —interrumpió un rubio de hombros muy an­chos que llevaba los galones de sargento.

—No se preocupe, sargento —dijo Cherkassky, haciendo señal al joven para que se apartara—. No debemos desalentar al señor Tallon si desea mostrarse comunicativo. Durante los próximos días tendrá que contarnos un montón de cosas.

—Me alegrará contarles todo lo que sé, desde luego —dijo Tallon rápidamente—. ¿De qué serviría tratar de ocultarlo?

—¡Exactamente! —La voz de Cherkassky fue un excitado aullido, que le recordó a Tallon la notoria inestabilidad del hombre—. ¿De qué serviría? Me satisface que lo vea de ese modo. Ahora, señor Tallon, ¿contestará a una pregunta inme­diatamente?

—¿De qué se trata? Sí.

Cherkassky se dirigió hacia la cómoda, moviendo la cabeza sobre el largo cuello como un pavo real a cada paso, y sacó la vacía pistola automática de uno de los cajones.

—¿Dónde está la munición para esta arma?

—Allí. La tiré al cubo de la basura.

—Comprendo —dijo Cherkassky, agachándose para recupe­rar el cargador—. La ocultó usted en el cubo de la basura.

Tallon se removió en su asiento, inquieto. La cosa era de­masiado infantil para ser cierta.

—La tiré al cubo de la basura. No la quería. No quería cau­sar problemas —afirmó, sin levantar la voz.

Cherkassky asintió con una sonrisa.

—Eso es lo que yo diría si estuviera en su situación. Sí, es casi lo mejor que podría decir—. Deslizó el cargador en la cu­lata de la pistola y se la entregó al sargento—. No pierda esto, sargento. Es una prueba.

Tallon abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla bruscamente. El mismo infantilismo de los procedimientos era una parte importante de la técnica. No hay nada más irritante, más frustrante, que verse obligado a actuar como un adulto mientras todo el mundo a nuestro alrededor se comporta con una malicia juvenil. Pero él lo encajaría todo sin derrumbarse.

Siguió un largo silencio durante el cual Cherkassky le ob­servó atentamente. Tallon permaneció completamente inmó­vil, tratando de rechazar las ráfagas de brillantes recuerdos que le asaltaban ocasionalmente, imágenes de Myra llena de vida, con su piel blanca y sus ojos color whisky. Adquirió conciencia de los barrotes del asiento hundiéndose en la parte posterior de sus piernas, y se preguntó si cualquier movimiento por su parte provocaría el impacto múltiple de una pistola-avispa. La mayoría de las autoridades la consideraban como un arma humanitaria, pero Tallon había interceptado en cierta ocasión y accidentalmente una carga entera de los diminutos dardos llenos de droga, y la subsiguiente parálisis le había cau­sado treinta minutos de agonía.

A medida que el silencio se prolongaba sin que se efectuara ningún preparativo para sacarle del hotel, Tallon empezó a preocuparse. Miró a su alrededor, intentando descubrir una pista, pero los rostros de los agentes de la P.S.E.L. permane­cían profesionalmente impasibles. Cherkassky se movía de un lado a otro con aire de satisfacción, sonriendo y apoyándose contra la pared cada vez que sus ojos se encontraban con los de Tallon.

Tallon empezó a notar una extraña sensación que afectaba a la piel de su frente y de sus mejillas, una sensación de frío mezclada con oleadas de pinchazos pasando a través de los poros individuales. He sido graduado, pensó; estoy teniendo mi primer sudor frío.

Unos segundos más tarde la puerta se abrió de golpe y en­tró un hombre uniformado llevando una pesada caja de metal gris. La depositó sobre una silla, echó una breve ojeada a Tallon y se marchó. Cherkassky chasqueó sus dedos y el sargen­to rubio abrió la caja, dejando al descubierto un tablero de mandos y varias bobinas de plástico. En una bandeja poco profunda, los diez terminales circulares de un lavacerebros bri­llaban como bisutería barata.

—Ahora, Tallon… ha llegado el momento de la verdad —dijo Cherkassky, hablando en el tono de un hombre de negocios.

—¿Aquí? ¿En el hotel?

—¿Por qué no? Cuanto más tiempo conserve la informa­ción en su cerebro, más posibilidades tendrá de transmitirla a otra persona.

—Pero hace falta un psicólogo adiestrado para aislar cual­quier secuencia específica de pensamientos —protestó Tallon—. Puede usted destruir zonas completas de mi memoria que no tienen nada que ver…

Se interrumpió mientras la cabeza de Cherkassky empeza­ba a oscilar ligeramente sobre su cuello de pavo; era evidente que se sentía muy satisfecho de sí mismo. Tallon profirió una maldición que no llegó a convertirse en palabras. Se había pro­puesto encajarlo todo en silencio, absorber todo lo que le echaran… y había empezado a gimotear antes incluso de que le tocaran. Demasiado para la corta y espectacular carrera de Tallon, el Hombre de Hierro. Apretó los labios y miró fija­mente hacia delante mientras Cherkassky colocaba los enla­zados terminales en su cabeza. El sargento dio una señal, y el círculo de uniformes grises se retiró hacia el pasillo, haciendo que la habitación resultara súbitamente más amplia y más fría. A la mortecina luz, la telaraña oscilaba perezosamente, colga­da del tubo del aire caliente.

Cherkassky se situó detrás de la silla que sostenía la caja gris, agachándose un poco para efectuar algunos ajustes en los nonios. Observó atentamente las diversas esferas y alzó la mi­rada hacia el rostro de Tallon.

—¿Sabía usted, Tallon, que su resistencia basal es anormal­mente baja? Tal vez suda demasiado; eso disminuye siempre la resistencia de la piel. Normalmente, no es usted una persona inclinada a sudar, ¿verdad? —Cherkassky frunció la nariz en un gesto de desagrado, y el sargento dejó oír una risita burlo­na.

Tallon proyectó su mirada más allá de Cherkassky, hacia la ventana. La habitación se había llenado de una especie de vaho mientras estuvo atestada, y las escasas luces de la ciudad que eran visibles parecían bolas de algodón iluminado. Anheló encontrarse en el exterior, respirando el cortante aire bajo el cielo estrellado. A Myra le había gustado pasear en noches muy frías.

—El señor Tallon no quiere que perdamos más tiempo —dijo Cherkassky en tono severo—. Tiene razón, desde luego. Vayamos al asunto. En primer lugar, Tallon, convengamos en que no hay ningún malentendido por ninguna de las partes. Se en­cuentra usted en esta situación porque forma parte de una red de espionaje que por pura casualidad obtuvo detalles de las coordenadas del portal y la impulsión y puntos de salto del planeta Aitch Mühlenburg, una adquisición territorial del ve­nerado gobierno de Emm Lutero. La información le fue trans­mitida a usted, y usted la ha fijado en su memoria. ¿Correcto?

Tallon asintió dócilmente, preguntándose si el lavacerebros sería tan desagradable como la cápsula. Cherkassky conectó el control remoto y apoyó su pulgar sobre el botón rojo. Tallon tuvo la impresión de que el instrumento que estaban utili­zando era un modelo estándar, el mismo modelo utilizado por los psiquiatras de menos categoría. Empezó a preguntarse hasta qué punto no era “oficial” el tratamiento a que le sometían. En Emm Lutero, con su único continente regido por un único gobierno mundial, no había existido nunca la necesidad de desarrollar las enormes y altamente organizadas redes de espionaje y contraespionaje que todavía proliferaban en la Tierra. Por tal motivo, los tres dirigentes de la red luterana go­zaban de una libertad casi absoluta, aunque eran responsables ante el Moderador Temporal, el equivalente a un presidente del planeta. La cuestión era hasta qué punto le estaba permiti­do a Cherkassky actuar según sus propias iniciativas.

—De acuerdo, entonces —dijo Cherkassky—. Queremos que concentre sus pensamientos en la información. Procure ser concreto. Y no trate de engañarnos pensando en otras cosas; le estaremos controlando. Levantaré mi mano cuando vaya a borrar, lo cual será alrededor de cinco segundos a partir de este momento.

Tallon se dispuso a ordenar los grupos de cifras, sintiéndose súbitamente invadido por un miedo terrible a perder su propio nombre. La mano de Cherkassky realizó un movimiento preli­minar, y Tallon luchó contra su pánico mientras las cifras se negaban a fluir adecuadamente, a pesar de su memoria adiestrada en el Bloque. Luego… nada. Los números que habrían dado a la Tierra todo un mundo nuevo habían desaparecido. No se había producido ningún dolor, ningún sonido, ninguna sensación de ninguna clase, pero el fragmento vital del conoci­miento ya no era suyo. A medida que la expectación del dolor se desvanecía, Tallon empezó a relajarse.

—No ha sido tan terrible, ¿verdad? —Cherkassky se pasó una mano por la espesa cabellera que parecía medrar como un parásito a costa de su pequeño y frágil cuerpo—. Completa­mente indoloro, diría yo.

—No he sentido nada —admitió Tallon.

—¿Pero la información ha quedado borrada?

—Sí. Ha desaparecido.

—¡Asombroso! —La voz de Cherkassky se hizo coloquial—. Nunca deja de asombrarme lo que es capaz de realizar esta cajita. Hace innecesarias las bibliotecas, ¿sabe? Lo único que cualquiera tiene que hacer es tomar un libro que realmente le guste, y puede leer y borrar, leer y borrar durante el resto de su vida.

—No es mala idea —dijo Tallon suspicazmente—. ¿Le im­porta que me quite estos chismes de la cabeza?

—No mueva un solo dedo hasta que el señor Cherkassky dé la orden —el sargento rubio dio unos golpecitos en el hombro de Tallon con su pistola-avispa.

—Oh, vamos, sargento —protestó Cherkassky amablemen­te—. No sea demasiado duro con él. Después de todo, se ha mostrado cooperativo. Y muy comunicativo también. Me re­fiero a lo mucho que nos contó antes acerca de esa muchacha a la que conoció en la Tierra. La mayoría de los hombres no hablan de ese tipo de intimidades. ¿Cómo se llamaba la chica, Tallon? Ah, sí, ya recuerdo: Mary.

—Myra —rectificó Tallon maquinalmente, y observó la son­risa que se ensanchaba en el rostro del sargento.

El pulgar de Cherkassky había descendido sobre el botón rojo. Tallon vio la expresión extrañamente triunfal de los ojos de Cherkassky, y le abrumó la sensación de haber sido estafado. Algo, alguna parte de él, había desaparecido. Pero, ¿qué? In­tentó explorar su propia mente, buscando baches de oscuridad en su memoria. Sólo encontró la impresión de haber perdido algo.

La rabia hirvió entonces en su interior, limpia y pura. Tallon notó cómo fundía toda precaución y sentido común, y se sintió agradecido.

—Es usted repugnante, Cherkassky —dijo, sin alzar la voz—. Un ser asqueroso.

El cañón de la pistola-avispa cayó sobre su hombro, malig­namente, y al mismo tiempo vio el pulgar de Cherkassky acer­cándose de nuevo al botón. Tallon trató de arrojar un pensa­miento inesperado por delante de su mente antes de que se es­tableciera el contacto. La estrella quebradiza es un animal marino emparentado con el… ¡En blanco!

Cherkassky se apartó de Tallon, con la boca violentamente contraída y el pulgar apoyado en el botón. Esto puede conti­nuar durante toda la noche, pensó Tallon. Y mañana por la mañana estaré como muerto, porque Sam Tallon es la suma de todas las experiencias que recuerda, y Cherkassky va a re­ducirlas a nada.

—Adelante, Loric —dijo el sargento—. Déle otro toquecito. Siga con él.

—Lo haré, sargento, lo haré; pero hay que proceder siste­máticamente.

Cherkassky había retrocedido hasta casi la ventana, exten­diendo el cable de control hasta su límite. La calle, recordó Tallon, se encontraba siete pisos más abajo. No muy lejos, pero si suficientemente lejos.

Saltó hacia delante, percibiendo claramente con sus senti­dos súbitamente aguzados el ruido de la silla al caer, el satis­factorio impacto de su cabeza en el rostro de Cherkassky, el furioso zumbido de la pistola-avispa, el astillamiento de la ventana al ceder… y luego Cherkassky y él volaban por el aire frió y negro, con las luces de la calle floreciendo debajo.

El cuerpo de Cherkassky se puso rígido en los brazos de Tallon, y gritó mientras caían. Tallon luchó por asumir una postura vertical, pero la gravedad mucho más elevada de Emm Lutero le concedía muy poco tiempo. Quiso librarse de Cherkassky, pero los brazos de Cherkassky rodeaban el pecho de Tallon como flejes de acero. Gimiendo de pánico, Tallon se retorció hasta que sus piernas estuvieron debajo de él. Los zapatos de tracción, puestos en marcha automática­mente por la proximidad del suelo, reaccionaron violentamen­te. Mientras sus rodillas se doblaban bajo la desaceleración, Tallon notó que Cherkassky se soltaba, y el hombrecillo siguió cayendo, agitándose como un pez prendido en un anzuelo. Tallon oyó el impacto de su cuerpo sobre la calzada.

Aterrizó sobre el asfalto al lado del encogido cuerpo de Cherkassky, con la tracción de las suelas antigrav aumentan­do por cuadrados inversos hasta el momento del contacto. Cherkassky vivía aún; aquella parte del plan había fracasado. Pero al menos Tallon se encontraba de nuevo al aire libre. Se giró para echar a correr, y descubrió que de su cabeza seguían colgando los terminales del lavacerebros.

Mientras los arrancaba, observó el movimiento de unifor­mes grises en los umbrales del centro comercial al otro lado de la calle vacía. Unos silbatos dejaron oír su estridente sonido a ambos extremos de la manzana. Una fracción de segundo más tarde oyó las pistolas-avispa en acción, y una nube de dardos cayó sobre él, con un rápido ti-toctoc a medida que cosían sus ropas a su cuerpo.

Tallon se tambaleó y se desplomó, indefenso.

Yació sobre su espalda, paralizado, y encontró un momento de extraña paz. Los agentes de la P.S.E.L. seguían disparando celosamente sus pistolas-avispa pero, al estar tendido, Tallon era un mal blanco para sus enjambres horizontales de dardos, que no le alcanzaban. Las estrellas, incluso en sus constelaciones desconocidas, eran agradables a la vista. Allí había otros hombres que, suponiendo que tuvieran el valor suficiente para soportar la casual pauta galáctica de tránsitos-parpadeo que adelgazaban sus almas a través del universo, eran libres para viajar. Sam Tallon no podría ya tomar parte en aquel terrible tráfico, pero nunca sería del todo un prisionero mientras pu­diera contemplar los cielos nocturnos.

Las pistolas-avispa cesaron bruscamente de disparar. Tallon tendió el oído esperando escuchar el rumor de pasos pre­cipitados, pero en vez de eso oyó un movimiento inesperada­mente próximo.

Una figura apareció en su campo visual e, increíblemente, era Cherkassky. Su rostro era una máscara vudú de piel deso­llada y sangre, y uno de sus brazos colgaba inerte de su costa­do. Extendió hacia delante su mano sana, y Tallon vio que empuñaba una pistola-avispa.

—Ningún hombre —susurró Cherkassky—, ningún hombre se ha atrevido nunca…

Disparó la pistola a quemarropa.

Las pistolas-avispa estaban consideradas como un arma humanitaria, y habitualmente no producían lesiones perma­nentes, pero Cherkassky era un profesional. Tallon, completa­mente inmovilizado por las drogas, ni siquiera pudo parpadear mientras los dardos se clavaban en sus ojos, robándole parasiempre la luz, la belleza y las estrellas.

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