XIII

El precio de Ike para actuar como guía era de cien horas.

La cifra sorprendió a Tallon. En los dos años de estancia en Emm Lutero había ido acostumbrándose a la radical “demo­cracia fiscal” que el gobierno había impuesto poco después de acceder al poder en 2168. La forma original y más pura orde­naba que por cada hora que un hombre trabajaba, fuera cual fuese su ocupación, debía cobrar una unidad monetaria llama­da “una hora”. Esa unidad estaba dividida, como el reloj lute­rano, en cien minutos; la fracción más pequeña era el cuarto: la cuarta parte de un minuto, o veinticinco segundos.

Cuando quedó sofocado el levantamiento que precedió y fue causa del término del mandato de la Tierra, el Moderador Temporal había considerado necesario modificar considera­blemente el sistema. Se habían añadido cláusulas de compleja factorización, permitiendo que aquellos que aumentaban efi­cazmente su contribución a la economía con su esfuerzo per­sonal pudieran cobrar más de una hora por hora. Pero el tope absoluto era un factor tres, lo cual era el motivo de que en Emm Lutero hubiera tan pocas empresas privadas importantes: el incentivo era limitado, tal como el Moderador se proponía que fuera.

Para acercarse al factor tres, un hombre debía poseer las más altas calificaciones profesionales y utilizarlas en su trabajo… pero aquí había un ocioso vagabundo llamado Ike exigiendo lo que Tallon calculaba muy por lo bajo como factor diez.

—Sabes que eso es inmoral —dijo Tallon, preguntándose si poseía aquella suma. Se había olvidado de contar el fajo de bi­lletes que había robado en El Gato Persa.

—No tan inmoral como hubiese sido robarte el dinero mien­tras dormías y desaparecer con él.

—Es evidente que has comprobado que tengo ese dinero. Por simple curiosidad, ¿a cuánto asciende mi capital?

Ike trató de fingir que estaba avergonzado.

—A unas noventa horas.

—Entonces, ¿cómo puedo pagarte cien?

—Bueno… tienes un aparato de radio.

Tallon rió amargamente. Suponía que debía considerarse afortunado. Era ciego, y la herida a través de sus hombros le causaba intolerables dolores cada vez que se movía. Los cua­tro vagabundos podían haberle desvalijado durante la noche; de hecho, resultaba sorprendente que estuvieran dispuestos a hacer algo a cambio de su dinero.

—¿Por qué estáis dispuestos a ayudarme? ¿Sabéis quién soy?

—Lo único que realmente sabemos de ti, hermano, es lo que deduzco de tu acento —dijo Ike—. Eres de la tierra, lo mismo que nosotros. Este era un mundo estupendo hasta que ese pu­ñado de hipócritas esgrimidores de la Biblia se impusieron e hicieron imposible para un hombre ganar un decente sueldo diario por un decente trabajo diario.

—¿Cuál era tu trabajo?

—Ninguno, hermano. Motivos de salud. Pero eso no cambia las cosas, ¿no es cierto? Si hubiera estado trabajando no ha­bría obtenido por mi trabajo un sueldo decente en buenos so­lares, ¿no es cierto? Denver vendía astillas de la Verdadera Cruz…

—Hasta que cerraron su planta de producción, supongo —dijo Tallon en tono impaciente—. ¿Cuándo podéis llevarme a la finca de Juste?

—Bueno, tendremos que permanecer aquí durante el resto del día. Te pasaremos al otro lado de la valla al anochecer. Después de eso sólo es cuestión de andar. No podemos mar­char a lo largo de los bulevares, desde luego, pero llegaremos allí antes del amanecer.

Antes del amanecer, pensó Tallon; o, si no lograba que Cari Juste le devolviera su juego de ojos, antes de la caída de la noche definitiva. Se preguntó si el hombre que lo tenía era el padre o un hermano de Helen Juste.

—De acuerdo —dijo—. Podéis tomar el dinero.

—Gracias, hermano. Ya lo tengo.

A petición de Tallon, Ike le permitió efectuar la caminata nocturna con el juego de ojos desconectado para ahorrar sus últimas reservas de vista y poder disponer de ellas cuando lle­gara a la finca. Le acompañaron solamente Ike y Denver, y cada uno de ellos agarró uno de sus brazos.

Mientras sus dos compañeros le guiaban a través de una abertura de la valla cubierta por la vegetación y hacia las si­lenciosas avenidas del exterior, Tallon se preguntó cómo los hombres de aquella raza habían sobrevivido a los siglos sin cambiar. El ininterrumpido desarrollo de la civilización no parecía haberles afectado; vivían y morían exactamente igual que los vagabundos de épocas remotas. Si la raza humana perduraba durante otro millón de años, tal vez al final de aquel periodo seguirían existiendo hombres como aquellos.

—A propósito —preguntó Tallon—, ¿qué haréis con todo ese dinero?

—Comprar comida, desde luego —respondió Ike, aparentemente sorprendido.

—¿Y cuando se haya terminado?

—Viviremos.

—Sin trabajar —dijo Tallon—. ¿No sería más fácil aceptar un empleo?

—Desde luego que sería más fácil aceptar un empleo, hermano, pero yo no voy a ir contra mis principios.

—¡Principios! —rió Tallon.

—Sí, principios. El que no le paguen a uno buenos y decen­tes solares ya es bastante malo, pero el absurdo sistema em­peora la cosa.

—¿Cómo? A mí me parece una idea razonable.

—Me asombra oírtelo decir, hermano. La factorización en sí es una buena idea, pero ellos la aplican al revés.

—¿Al revés? —Tallon no estaba seguro de si Ike estaba ex­presando una opinión sincera… o tomándole el pelo.

—Eso es lo que he dicho —Ike no bromeaba—. Pasa en la Tierra también. Tomemos a alguien como un cirujano. Ese hombre quiereser cirujano, no haría ningún otro trabajo en el mundo, y sin embargo le pagan diez o veinte veces más que a algún pobre individuo que está realizando un trabajo que odia. No es justo que alguien como… ¿quién es el jefe de la Tierra en estos momentos?

—Caldwell Dubois —dijo Tallon.

—Bueno, a él le gusta ser jefe, de modo que, ¿por qué ha de ganar mucho más dinero que alguien que atiende a una máqui­na que le resultara aborrecible? No, hermano, tendría que haber una especie de revisión psicológica cada año para todos los que trabajan. Cuando la revisión demostrara que a alguien empieza a gustarle su trabajo, deberían rebajarle el sueldo, y eso proporcionaría dinero extra para otro individuo que odia­ra su trabajo un poco más que el año anterior.

—Le transmitiré tus ideas a Caldwell Dubois la próxima vez que le vea.

—Vaya, tenemos aquí a una verdadera celebridad —dijo Denver—. Después de tomarse unas copas con Juste, va a cenar con el presidente de la Tierra.

—Hablando de principios —le dijo Tallon a Ike—, ¿te permi­tirían los tuyos devolverme un poco de dinero para un billete de tren?

—Lo siento, hermano. Los principios son los principios, pero el dinero es el dinero.

—Lo suponía. Tallon avanzaba a ciegas, permitiendo que le arrojaran sin ceremonia a jardines o portales cada vez que pasaba un auto­móvil. Los dos hombres habían aceptado sin hacer preguntas su necesidad de evitar que le vieran, y le llevaron hasta la finca de Juste sin novedad. Tallon se preguntó si, a pesar de lo que Ike había dicho, sabían realmente quién era. Ello explicaría su buena disposición para ayudarle, y también el desenfado con el que se aprovechaban de él.

—Ya hemos llegado, hermano —dijo Ike—. Esta es la verja principal. Se hará de día dentro de una hora, de modo que no intentes entrar a oscuras. Los perros son peligrosos.

—Gracias por la advertencia, Ike.


Tallon se soltó de los barrotes de la verja de acero macizo y se dejó caer al suelo. A la grisácea media luz se vio a sí mismo a través de los ojos de Seymour, que se había deslizado ya a través de los barrotes y esperaba pacientemente mientras Tallon se encaramaba a la verja. El juego de ojos, sin utilizar du­rante un día y medio, estaba proporcionando una imagen débil a su máxima potencia. Había alcanzado la fase en la cual su vida útil podía ser medida en minutos.

—Vamos, muchacho —susurró Tallon en tono apremiante.

Seymour saltó a sus brazos, haciendo girar el universo de Tallon en torno a él, pero Tallon se había acostumbrado ya a la ocasional desorientación que tendía a producirse cuando sus ojos tenían cuatro patas, un rabo y la mente de un terrier. Aunque nunca le habían interesado los animales como “ami­gos del hombre”, Tallon había llegado a experimentar un sin­cero afecto hacia Seymour.

Con el perro debajo del brazo y la pistola automática en su mano, Tallon avanzó cautelosamente por un sendero de grava que discurría a través de macizos de densa vegetación. Perdió de vista la verja inmediatamente, y se encontró avanzando a través de un túnel de ramas colgantes de árboles y lujuriante follaje oscuro. El sendero daba un par de vueltas sobre si mismo antes de llegar a un parque brumoso. También aquí había muchos árboles, pero Tallon pudo ver ahora una casa de techo bajo en la cima de una pequeña colina, con una serie de terrazas ascendentes.

Fue entonces cuando oyó a los perros aullar su profunda in­dignación ante su presencia en la finca. El espantoso sonido fue seguido por un intenso crujir de follaje mientras los perros se acercaban corriendo en su busca. Para Tallon sonaban tan grandes como caballos, y aunque no les había visto aún, parecían correr a toda velocidad.

Tallon giró en redondo sobre sus talones, un movimiento equivalente a volver la cabeza en una persona de vista normal. No ganaría nada retrocediendo, y la casa se encontraba al menos a cuatrocientos metros de distancia y en una elevación del terreno. Algunos de los árboles que crecían en las terrazas tenían troncos que se dividían en tres o cuatro gruesas ramas curvadas inmediatamente encima del suelo. Tallon corrió hacia el más próximo y se encaramó a la estrecha hendidura.

Los perros —tres formas grises— aparecieron a su izquierda, deslizándose a lo largo del borde de la vegetación. Parecían una mutación local, sin pelo, del alano original, con enormes cabezas achatadas que mantenían casi pegadas al suelo. Sus aullidos se hicieron más ruidosos cuando vieron a Tallon.

Tallon empezó a levantar la automática, pero el cuerpo de Seymour se convulsionó en sus brazos a la vista de sus enor­mes hermanos de raza. Antes de que Tallon pudiera sujetarlo, el perrito saltó al suelo aullando de miedo y corriendo frenéti­camente hacia la verja principal. Tallon gritó desesperadamen­te al ver, a un lado de la visión de Seymour, una de las formas grises separándose de las otras para interceptar al terrier. Lue­go, Tallon tuvo que pensar en su propia situación, ya que sin el uso de los ojos de Seymour era, literalmente, pan comido.

Sus dedos pulsaron los controles del juego de ojos, reseleccionando en proximidad, y se situó detrás de los ojos del perro más cercano. Fue algo así como contemplar una película tomada desde el morro de un jet volando a muy baja altura: una tremenda sensación de vuelo agitado, con el suelo deslizándose rápidamente debajo, altos tallos de hierba irguiéndose como colinas y siendo penetrados sin esfuerzo como si fueran nubes verdes. Delante, oscilando ligeramente a causa del movimiento ondulante, había una figura humana, con un rostro desesperado y pálido, colgando de las curvadas ramas de un árbol.

Tallon se obligó a sí mismo a levantar la automática y a mover su brazo en torno a él hasta que, desde el punto de vista del animal en movimiento, el hocico del arma fue un círculo negro perfecto, con igual escorzo del cañón. El truco, pensó Tallon, consistía en tratar de colocarse una bala a sí mismo entre los ojos. Apretó el gatillo y se sintió recompensado por el golpe de retroceso de inesperada potencia de la automática. Pero, aparte de un leve estremecimiento, el disparo no estable­ció ninguna diferencia en la imagen que estaba recibiendo del perro y que se agrandaba rápidamente.

Contorsionándose torpemente en el limitado espacio de las ramas del árbol, Tallon disparó instintivamente, y esta vez la recompensa fue una inmediata ceguera. Aquello significaba que había hecho un blanco perfecto. Maravillándose de la efi­cacia de la pequeña arma, deslizó sus dedos sobre el metal y descubrió que la boca del cañón, en vez de ser un simple círcu­lo, era un grupo de seis diminutas aberturas. Al parecer, Amanda Weisner no corría ningún riesgo cuando elegía un arma. La automática era de las que disparaban seis proyecti­les ultrarrápidos al mismo tiempo, uno desde el centro y cinco desde cañones ligeramente divergentes. A corta distancia, la pequeña automática incrustada en oro destrozaría a un hombre; a distancias mayores, era una inmejorable arma antimotines de bolsillo.

No oyendo ningún movimiento cerca, Tallon pulsó el botón número uno —el de Seymour—, y sólo captó oscuridad. Con un suspiro de pesar, situó el juego de ojos en “búsqueda y retención” y captó al tercer perro. Estaba avanzando a través de la densa vegetación muy lentamente, y en la borrosa zona del hocico había una rojez que obstruía el borde inferior de la imagen.

Furioso ahora, y confiando en su armamento, Tallon se apeó del árbol. Avanzando sin ninguna precaución, recogió su paquete que había caído al suelo y se encaminó hacia la colina en dirección a la casa. Como había dejado el juego de ojos sin­tonizado con el perro superviviente, estaba ciego en lo que res­pecta a sus propios movimientos, y mantenía los brazos exten­didos para no tropezar contra algún árbol. Podía haber saca­do la lámpara sonar del paquete, pero no esperaba llegar muy lejos antes de verse a sí mismo a través de los ojos del tercer perro. No se equivocaba. El animal surgió corriendo de la es­pesura de arbustos, y Tallon obtuvo una borrosa imagen de su propia figura avanzando hacia la casa. De nuevo, el suelo em­pezó a deslizarse con grandes oscilaciones.

Tallon esperó a que su espalda llenara el cuadro antes de volverse, con la llameante automática en la mano, y apagó las luces. Por ti, Seymour, pensó. Por los servicios prestados.

Tallon concentró su atención en el problema de entrar en la casa sin la ayuda de Seymour. Ike le había dicho que Cari Juste vivía solo en su enorme mansión, de modo que no le preocupaba el tener que enfrentarse a más de una persona; pero no podía ver, y la herida sin atender había convertido sus hombros en una rígida zona de dolor. Además, el ruido pro­porcionado por los perros y la automática podían haber aler­tado a Juste. Y a Tallon se le ocurrió que si Juste estaba utili­zando el otro juego de ojos debía tener uno o más animales de algún tipo cerca de él.

Tallon volvió a situar el juego de ojos en “búsqueda y reten­ción” pero no captó ninguna imagen. Sacó entonces la lámpa­ra sonar y, con su ayuda, se dirigió apresuradamente hacia la casa. Sólo habían transcurrido cuatro o cinco minutos desde que había entrado en la finca. Cuando se acercaba a la casa empezó a captar imágenes oscuras y fugaces; lo único identificable era una zona oblonga casi brillante que correspondía a una ventana vista desde el interior de la casa.

Fue incapaz de decidir si aquel interior era realmente oscu­ro, o si el juego de ojos estaba a punto de apagarse definitiva­mente. Todavía más cerca, con sus pies sobre lo que parecía un patio enlosado, percibió otros detalles. Estaba viendo un dormitorio lujosamente amueblado, al parecer desde un punto muy elevado en una de las paredes. Y estaba tratando de ima­ginar qué clase de animal podía proporcionar aquella visión tan poco corriente cuando otra zona de la habitación se hizo relativamente clara.

Un hombre muy robusto, barbudo, permanecía incorpora­do en la cama con la cabeza ladeada, en la actitud de alguien que concentra todos sus esfuerzos en escuchar. Parecía llevar unas pesadas gafas.

Los agudos pitidos del sonar indicaron a Tallon que estaba a punto de tropezar con una pared. Giró a la izquierda y avan­zó a lo largo de la pared, palpando con las manos en busca de una puerta. En el dormitorio, el hombre se levantó y sacó de un cajón algo que parecía una pistola. Las manos de Tallon encontraron el hueco de una ventana. La golpeó con su paque­te, pero éste rebotó contra el grueso cristal. Retrocediendo unos cuantos pasos, levantó la automática e hizo añicos el cristal.

Mientras penetraba en la habitación, su visión del dormitorio cambió bruscamente, y de un modo característico con el cual Tallon se había familiarizado. El animal que prestaba sus ojos era un pájaro, posiblemente un halcón, que acababa de posarse sobre el hombro de su dueño. Tallon vio que la puerta del dormitorio se hacía más amplia en su campo visual, y supo que Juste estaba saliendo en busca del intruso. Corrió precipitadamente a través de la habitación en la cual se encontraba, preguntándose cómo iba a desenvolverse en la fantástica lucha que estaba a punto de producirse. Los dos hombres estaban viendo a través del mismo tercer par de ojos, de modo que cada uno de ellos vería exactamente lo que el otro viera. Pero Juste gozaba de dos ventajas: casi no tenía desorientación, porque sus ojos estaban posados sobre su propio hombro; y su juego de ojos se hallaba en perfecto estado.

Tallon consideró la posibilidad de evitar toda clase de com­bate. Tal vez si le decía a Juste quién era y por qué estaba aquí, podrían llegar a alguna solución. Encontró una puerta en la pared interior de la habitación y giró el pomo. La imagen que estaba captando mientras lo hacía era la de un rellano en lo alto de una escalera que desembocaba en un espacioso ves­tíbulo con puertas a cada lado, lo cual significaba que Juste había salido de su dormitorio y esta esperando el próximo mo­vimiento de Tallon.

Tallon abrió ligeramente la puerta y vio aparecer una grieta oscura en el borde de una de las puertas del vestíbulo. Como siempre, experimentó un extraño desaliento ante la sensación de encontrarse en dos lugares al mismo tiempo.

—¡Just! —gritó a través de la abertura—, ¡no seamos estúpi­dos! Soy Sam Tallon… el individuo que inventó ese aparato que usted lleva. Quiero hablar con usted.

Se produjo un interminable silencio antes de que Juste con­testara.

—¿Tallon? ¿Qué está haciendo aquí?

—Puedo explicárselo. ¿Vamos a hablar?

—De acuerdo. Salga de la habitación.

Tallon empezó a abrir la puerta, y de pronto vio que estaba contemplando la oscura grieta a lo largo del cañón de una pe­sada pistola de azulado acero.

—Creí que habíamos acordado no ser estúpidos, Juste —gri­tó—. Yo también llevo un juego de ojos. Estoy sintonizando con su pájaro, y veo el arma que tiene usted en la mano. Tallon acababa de darse cuenta de su única y leve ventaja: el hombre que tenía los ojos en su hombro no podía evitar el transmitir información a su adversario.

—Muy bien, Tallon. Voy a dejar mi pistola en el suelo y a alejarme de ella; puede usted verlo, supongo. Deje también la suya en el suelo, acérquese, y hablaremos.

—De acuerdo.

Tallon soltó la automática y salió al vestíbulo. En su juego de ojos vio borrosamente su propia imagen saliendo a través de la puerta. Estaba intranquilo, no porque sospechara que Juste le engañaría, sino porque sabía que probablemente él mismo tendría que engañar a Juste para obtener lo que desea­ba. A medio camino del pie de la escalera se detuvo, pregun­tándose cómo podría desposeer a Juste del juego de ojos sin violencia.

Juste debió dirigir algún tipo de señal al pájaro, pero Tallon no la captó. Sólo el estar familiarizado ya con las oscilantes sensaciones del vuelo de las aves salvó a Tallon de encontrarse indefenso ante el inesperado ataque. Mientras su propia ima­gen parecía flotar en el aire de un lado a otro, se lanzó hacia la puerta; la había alcanzado cuando las furiosas garras descen­dieron sobre sus hombros. Encogiendo la cabeza para prote­ger su yugular, Tallon luchó a través de la puerta, notando que unas afiladas navajas desgarraban tela y piel. Cerró la puerta de golpe, atrapando al pájaro entre el borde y la jamba, y dejó caer todo su peso contra ella. Se oyó un ronco alarido, y se instaló de nuevo la oscuridad.

Tallon descubrió que una garra estaba engarriada a través de los tendones en el dorso de su mano izquierda. Operando a ciegas, sacó el cuchillo del paquete y cortó la garra del pájaro. Seguía enterrada en su mano, pero aquello tendría que espe­rar. Rebuscó con el juego de ojos, no captó ninguna imagen, recogió su automática y volvió a abrir la puerta.

—Oscuro, ¿verdad, Juste? —Su voz era ronca gritando en el vestíbulo—. Lástima que no se le ocurriera pensar que debía tener más de un pájaro en la casa. Prescindiremos de nuestra conversación. Voy a quitarle ese juego de ojos y seguiré mi camino.

—No intente acercarse a mí, Tallon—. Juste efectuó dos ensordecedores disparos en dirección al vestíbulo, pero ninguno de los proyectiles pasó cerca de Tallon.

—No desperdicie su munición. Usted no puede verme, pero yo puedo alcanzarle. Tengo algo que Helen no se llevó y que no necesita ojos.

La pistola rugió de nuevo, y fue seguida por el sonido de cristales rotos. Guiado por las señales eléctricas del sonar, Tallon corrió hacia el pie de la escalera y empezó a subirla. Se encontró con Juste, que bajaba agarrado a la barandilla, a medio camino. Tallon, temiendo que el juego de ojos de Juste pudiera sufrir algún daño, no concedió la menor oportunidad a su adversario, más robusto y más fuerte, aunque desentrena­do: aplicando una de las llaves del sistema de lucha desarrolla­do por el Bloque, inmovilizó a su rival, y luego le golpeó en la nuca con el filo de la mano derecha; los dos bajaron rodando la escalera, pero mucho antes de llegar al vestíbulo Juste era un peso muerto.

Tallon, que había estado sosteniendo la cabeza del hombre durante la última parte de la caída, tomó el juego de ojos de Juste y lo cambió por el suyo. Ahora sólo tenía que buscar un poco de dinero y de comida y marcharse a toda prisa.

Deseando comprobar si el juego de ojos había sufrido algún daño durante el breve combate, lo situó en “búsqueda y reten­ción”, y quedó asombrado al captar una imagen. Precisa, in­tensa y maravillosamente clara.

Un primer plano de una pesada puerta abriéndose y, más allá de ella, la imagen de sí mismo agachado sobre la tendida forma de Cari Juste. Tallon pudo ver la asombrada expresión de su rostro macilento y manchado de sangre.

¡Usted! —gritó una voz de mujer—. ¿Qué le ha hecho a mi hermano?

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