XXI

Uno puede sentirse morir. Puede incluso tumbarse en el suelo y desear morir. Pero lo único que ocurre es que uno sigue viviendo.

Tallon hizo el descubrimiento lentamente, en un periodo de horas, mientras recorría la silenciosa nave. Visualizaba la Lyle Star como una burbuja de luz suspendida en un infinito de oscuridad, y a si mismo como una mancha de oscuridad moviéndose en un limitado universo de luz. Nada podía ser más inútil que prolongar aquella situación durante quince años; pero Tallon tenía hambre, y allí había comida, de modo que, ¿por que no comer?

Tallon meditó en aquello. Un objetivo a corto plazo. Una vez alcanzado, ¿qué? Una línea de pensamiento equivocada, decidió. Si uno va a existir a base de objetivos a corto plazo, tiene que descartar los procesos lógicos asociados con objetivos a largo plazo. Cuando uno tiene hambre prepara algo y se lo come. Luego tal vez se siente cansado, y duerme; y cuando despierta, vuelve a tener hambre…

Se quitó el juego de ojos, pero descubrió que sus ojos de plástico quedaban incómodamente desnudos sin aquella protección, y volvió a ponérselo. El primer objetivo a corto plazo de su nueva existencia sería disponer de un hogar aseado. Encontró el cadáver de Cherkassky, lo arrastró hasta la cámara reguladora de la presión, y lo apoyó contra la puerta exterior Tardó varios minutos en situar el cuerpo de modo que no cupiera duda de que sería arrastrado fuera de la cámara cuando se agotara el aire residual. Un cadáver era un desagradable compañero de viaje en circunstancias normales, pero una ex­posición a presión cero lo haría menos atractivo aún.

Cuando quedó satisfecho con la disposición del cadáver, fue en busca de Seymour y depositó el patético cuerpecillo sobre el regazo de Cherkassky.

De regreso en la sala de control, identificó al tacto los con­troles pertinentes y abrió la compuerta exterior de la cámara. Otros dos personajes que hacían mutis, pensó, dejando a Sam Tallon solo en el escenario. El doctor Winfield había sido el primero; luego Helen, con sus cabellos rojizos y sus ojos color whisky. Se le ocurrió que Helen podría estar viva, aunque no disponía de ningún medio para averiguarlo… y descartó la idea: se estaba dejando arrastrar de nuevo a una línea de pen­samientos equivocada.

Tallon se dirigió a la semicubierta, sacó una lata de cada uno de los compartimientos de víveres, y las abrió. Identificó sus contenidos y memorizó el lugar del que había sacado cada una de ellas. En Emm Lutero, la dieta había tenido como base —y casi como único componente— el pescado, de modo que ahora se decidió por la carne, y mientras la cocinaba descu­brió un compartimiento refrigerado con una gran cantidad de recipientes tubulares de plástico llenos de cerveza. Gracias a que Parane, de donde procedía la Lyle Star, tenía al mismo tiempo una adecuada provisión de proteínas y unos puntos de vista liberales sobre el consumo del alcohol, Tallon disfrutó en su primera comida en el espacio desconocido. Cuando termi­nó, se deshizo de los platos y utensilios de plástico, y luego se sentó a esperar… sabiendo que no podía suceder nada.

Poco después se sintió cansado y fue en busca de una cama. El sueño tardó mucho en llegar debido a que Tallon se encon­traba a muchos millares de años-luz del resto de su especie.

Tallon dejó transcurrir cuatro ciclos de actividad y sueño antes de llegar a la conclusión de que se volvería loco si continuaba de aquella manera. Decidió que debía tener un objetivo a largo plazo para dar una dirección a su vida, aunque el plazo fuese más largo que la duración de su vida y el objetivo inal­canzable.

Se dirigió a la sala de control y exploró el banco computa­dor central con las yemas de los dedos, reprochándose el no haberle prestado más atención cuando aún disponía de unos ojos. Tardó algún tiempo en comprobar a su entera satisfac­ción que era un modelo estándar, basado en el amplificador de inteligencia cibernético. El viaje por el no-espacio exigía que una nave se situara por sí misma dentro de portales que no mi­dieran más de dos segundos-luz de diámetro. Las normas de precisión involucradas requerían que los elementos computa­dores y el complejo de astrogación estuvieran unificados en un solo sistema automático.

El complejo de control estaba plenamente programado para posibles variaciones, tales como las derivadas de estrellas de magnitud cambiante, en la esfera celeste percibida; pero tam­bién se había previsto la necesidad de evitar que las fijaciones posiciónales fueran afectadas por fenómenos raros e impredecibles, como las novas y las supernovas. Esto asumía la forma de paneles de inyección de datos que proporcionaban, entre otras cosas, un acceso directo a los almacenes de instruccio­nes. El inyector de datos no había cambiado desde la primera época de los viajes por el espacio. Tallon había oído decir que el sistema relativamente primitivo era conservado únicamente porque permitía a un mecánico razonablemente competente convertir una nave espacial en un vehículo de exploración inte­restelar.

En otras palabras, la motivación de los constructores, lo que podríamos llamar su “filosofía”, era la siguiente: esta nave está plenamente garantizada y te llevará siempre a tu punto de destino; pero, si no lo hace, te permitirá tratar de encontrar otro mundo mientras estés en ella.

Tallon no había investigado nunca la cuestión personalmente, pero se inclinaba a creer que las historias eran ciertas, ya que no le serviría de nada realizar otros saltos sin disponer de algún medio para comprobar su posición. Las probabilidades de situarse al alcance de un mundo habitable eran quizá de una entre mil millones. No se engañaba a sí mismo acerca de las posibilidades de éxito, pero no había ningún otro camino abierto delante de él; y vegetar, como había hecho durante cuatro días, resultaba inaceptable. Además, en un universo realmente casual, podía dar un solo salto y encontrarse col­gando sobre la propia Tierra, casi capaz de respirar su atmós­fera, de oler el humo de hojas muertas quemadas arrastrándo­se con el suave viento de los atardeceres del mes de octubre…

Empezó a trabajar en el complejo de control central. Trans­currieron dos días más de descanso y actividad antes de que Tallon se sintiera satisfecho de haber programado el sistema para hacer frente a sus nuevas necesidades. Trabajando a cie­gas, utilizó su cerebro a fondo, alcanzando el mismo grado de eficacia que le había permitido construir los juegos de ojos.

Varias veces se descubrió a sí mismo poseído de una intensa satisfacción. En esto, pensó, es en lo que soy realmente bueno. ¿Por qué lo dejé de lado al salir de la Universidad y me dedi­qué a recorrer otros mundos? Cada vez, inexplicablemente, veía los cabellos rojizos y los ojos singulares de Helen sobreimpuestos a su cuadro mental del complejo de control. Y fi­nalmente había modificado la red de astrogación, transfor­mándola de un animal que sólo saltaría cuando supiera dónde estaba, a otro que se negaría a moverse si sus múltiples senti­dos detectaban un sistema planetario al alcance.

Cuando Tallon terminó se sintió cuerdo, con la mente aguda y despejada. Se acostó y durmió sin que su sueño se viera alterado por ningún tipo de pesadillas.

Después del desayuno, nombre que daba a su primer comi­da después de un periodo de sueño, Tallon se dirigió a la sala de control y se instaló en el asiento central. Vaciló, preparán­dose a sí mismo para la dislocación psíquica, y pulsó el botón que proyectaría a la nave a aquel otro universo incomprensi­ble. ¡Click! Un fogonazo de resplandor insoportable conmocionó sus ojos; luego, el salto quedó completado.

Tallon se arrancó el juego de ojos y se echó hacia atrás en el gran sillón, con las manos apretadas contra sus párpados, presa de una gran confusión mental. Había olvidado el fogo­nazo que se había reflejado en sus nervios ópticos cuando hizo dar el primer salto a la Lyle Star en New Wittenburg. En nin­gún manual se hablaba de que en el no-espacio se produjeran fogonazos de luz; en realidad, la mayoría de la gente experi­mentaba una momentánea ceguera durante la transición. Es­cuchó al computador y estaba silencioso, lo cual significaba que no se había materializado al alcance de ningún planeta en alguna parte de la enorme y fría galaxia.

Encogiéndose de hombros mentalmente, se preparó para dar otro salto. Esta vez redujo la sensibilidad del juego de ojos a casi cero, y cuando se produjo el fogonazo su intensidad fue mucho menor. Se quitó el juego de ojos, y dio otro salto que no produjo ninguna luz. Poniéndose de nuevo el juego de ojos, dio un cuarto salto, y el fogonazo volvió a producirse.

Tallon empezó a sentirse excitado, sin saber por qué. Lo único que parecía ser cierto era que el fogonazo estaba asocia­do con el juego de ojos. Pero, ¿cuál era la causa? ¿Existía acaso en el no-espacio alguna forma de radiación que era cap­tada por el juego de ojos? Difícilmente, dado que los circuitos estaban diseñados para cernerlo todo a excepción de las in­creíblemente sutiles emanaciones de “puesta en fase” de las células gliales. ¿Qué podía ser, pues? No había ninguna perso­na en el continuum del no-espacio.

Tallon se puso en pie y empezó a pasear por la sala de con­trol: ocho pasos hasta la pared, media vuelta, ocho pasos en sentido contrario.

Recordó la conversación con Helen Juste acerca del trabajo de su hermano para el centro de exploraciones espaciales de Emm Lutero. Cari Juste había estado trabajando sobre una hipótesis acerca de que el universo del no-espacio podía ser su­mamente pequeño, quizá de un diámetro mensurable de me­tros. El motivo de que ningún equipo de radio normal funcio­nara en el no-espacio (impidiendo así que los humanos traza­ran mapas de su topografía), ¿podía encontrarse en el hecho de que todos ellos se encharcaran en sus propias señales, debi­do a que los espacios vacíos entre los perfiles de ondas se relle­naban mientras ellos viajaban interminablemente alrededor del diminuto universo? En caso afirmativo, el ojo humano —que transmitía su información, no por amplitud, frecuencia ni si­quiera modulación de fase, sino por puesta en fase— podía ser perfectamente la única pieza de equipo “electrónico” capaz de funcionar en el no-espacio sin borrar completamente sus pro­pias señales características. Y el juego de ojos podía ser el pri­mer receptor que funcionara en el no-espacio. Pero seguía en pie la pregunta: ¿Cuál era la causa del fogonazo?

El asombro inmovilizó a Tallon mientras la respuesta se le revelaba bruscamente: ¡Había gente en el universo del no-espacio! El tiempo que tardaban los generadores en establecer su campo y apagarse de nuevo era inferior a dos segundos en un salto de mínimo incremento, pero las rutas comerciales del imperio estaban atestadas. Millones de toneladas de carga y de pasajeros pasaban a través de los caminos en zigzag del co­mercio galáctico cada hora, de modo que en cualquier instante determinado había millares de seres humanos en el continuum del no-espacio. El efecto maculante, producido por la repeti­ción de la señal en el universo claustrofóbico, podía ser sufi­ciente para unir todas sus emanaciones nervio-ópticas en una vasta y desordenada secreción.

Tallon notó que la excitación aceleraba los latidos de su co­razón. Las emanaciones de las células gliales eran tan débiles como para ser prácticamente inexistentes. Era posible que pu­dieran cruzar el universo del no-espacio sólo unas cuantas veces antes de desvanecerse, lo cual significaba que podía haber información direccional en el fogonazo que producían en el juego de ojos… sin hablar de la posibilidad de una forma de viaje por el no-espacio controlada por la voluntad humana y no por los dictados de una geometría extraña.

Tallon permaneció inmóvil unos instantes. Luego enfiló el pasillo que conducía al taller de la Lyle Star.

Tras unos minutos de rebuscar entre los bastidores de he­rramientas, Tallon logró identificar una pesada sierra eléctrica con una hoja oscilante convencional. La escogió con preferen­cia a una sierra láser, con la cual resultaría demasiado fácil que un ciego perdiera sus dedos.

Cargando la sierra sobre su hombro, se dirigió hacia la popa de la nave, orillando las balas de plantas proteínicas prensadas, y empezó a trabajar en la primera capa del sistema de tamizado de la radiación. Cortó tres paneles, cada uno de ellos de un metro y medio por sesenta centímetros, del mate­rial de casi tres centímetros de grosor; luego cortó otro más pequeño, de sesenta centímetros en cuadro. La aleación de plástico y metal era muy pesada, y Tallon cayó varias veces mientras transportaba las piezas a la sala de control.

Con las piezas en posición, efectuó varias tentativas para utilizar un multisoldador, pero su ceguera era una desventaja excesiva. Dejando el soldador a un lado, confeccionó unos toscos corchetes angulares aplastando y doblando latas de conserva vacías, y los incrustó en los paneles de plástico. La tarea le llevó mucho tiempo —incluso un familiar taladro ma­nual resultaba difícil de manejar a ciegas—, pero al final había construido algo semejante a una garita de centinela. Cambió la broca del taladro y practicó un pequeño orificio en la pared central de la garita.

Tallon se sobresaltó cuando trató de trasladar la caja al lugar que deseaba y descubrió que no podía moverla debido a su enorme peso. Tras unos minutos de inútiles esfuerzos, re­cordó que se encontraba en una nave espacial, un entorno en el cual el peso era algo contra lo que había que luchar. Encon­tró el interruptor principal del sistema de gravedad artificial y lo cerró, y la caja resultó mucho más fácil de manejar. La co­locó delante del asiento del capitán, con el lado hueco encara­do a popa, y volvió a conectar la gravedad.

Confiando en el éxito y temiendo la decepción, Tallon se en­caramó al asiento central y gateó hacia la caja. El lado abierto estaba casi en contacto con los barrotes de la silla, y cuando Tallon se arrodilló en el espacio delimitado por las tres pare­des de la garita quedó eficazmente aislado de los paneles de vi­sión directa. Colocó su mano derecha en torno al lado de la garita, atrajo hacia él la consola del motor del no-espacio, y localizó el botón del salto. Con su mano izquierda buscó el orificio que había practicado en la pared central —ahora el único canal por el cual las señales nervio-ópticas podían alcan­zarle— y situó sus ojos directamente detrás de él.

Esta vez, cuando apretó el botón del salto, el fogonazo fue —tal como había esperado— un súbito y breve resplandor de soportable intensidad. Ahora había llegado el momento de la prueba crucial. Dio una serie de saltos, procurando mantener su cabeza en la misma posición con respecto al orificio; luego salió de la garita, sonriendo de satisfacción. Los fogonazos ha­bían variado de intensidad.

Ignorando las insistentes llamadas del hambre, Tallon de­sactivó la unidad motriz del no-espacio y situó los generadores para control manual. La Lyle Star estaba ahora ajustada para viajar por el universo del no-espacio sin modificar su posición en cualquiera de los dos planos de existencia.

Tallon separó un módulo computador numérico simple de la instalación principal y pasó algún tiempo familiarizándose con su teclado, esforzándose por recuperar la antigua y casi olvidada pericia mediante la cual sus dedos convertían al ins­trumento en una extensión de su cerebro. Cuando estuvo pre­parado, se visualizó a sí mismo como situado en el centro de una esfera hueca, y asignó coordenadas básicas de dos mil puntos regularmente espaciados en la superficie interior de la esfera. El siguiente paso del proyecto era hacer girar la Lyle Star alrededor de sus tres ejes mayores, alineando la proa con todos los puntos sucesivamente. En cada una de las posiciones realizaba el tránsito al no-espacio, calculaba en una simple es­cala arbitraria la brillantez de la señal que estaba recibiendo, e introducía la información en el computador.

Tuvo que interrumpir su trabajo tres veces para dormir antes de darlo por terminado, pero al final tenía en sus manos —por lastimosamente incompleto que fuera— el primer mapa que el hombre había trazado del universo del no-espacio.

Concretamente, era un modelo computador de baja definición de la disposición de las rutas comerciales galácticas, vistas desde un punto del no-espacio. Lo que ahora necesitaba era un modelo similar del universo del espacio normal, visto desde el mismo punto. Con ello, podría introducir los dos en el gran computador, que establecería una comparación. Había diecinueve mundos en el Imperio, y como los portales iniciales y terminales para todos menos dos de ellos se encontraban cerca de la Tierra, el modelo del espacio-normal mostraría una notable concentración en aquella zona. El mapa del no espacio no mostraría una concentración idéntica, ya que no existía una correspondencia uno-por-uno entre los dos continuums, pero Tallon confiaba en que un computador encontraría alguna correlación entre los dos. Y si lo hacía… Tallon estaría en casa, en más de un sentido.

Como si quisiera celebrar el éxito por anticipado, Tallon de­cidió obsequiarse con una comida extraordinaria mientras pensaba en el paso siguiente. Guisó un enorme filete y empezó a reducir sistemáticamente su provisión de cerveza. Después de comer se sentó plácidamente en la semicubierta y pasó revista a la situación. Hasta entonces se había desenvuelto bastante bien a ciegas, pero ello era debido a que resolvía problemas familiares con instrumentos que podía manejar casi por instinto. Construir un modelo computador de su propio uní verso de espacio normal resultaría, paradójicamente, más difícil. No sería capaz de “ver” la densidad de las entretejidas rutas espaciales, y la alternativa era introducir las coordena­das galácticas de cada portal. Esto significaría una tarea enor­me: el viaje desde Emm Lutero a la Tierra, por ejemplo, impli­caría introducir tres coordenadas por cada uno de los ochenta mil portales. Podía hacerse, desde luego —los datos estarían almacenados en alguna parte—, pero sin ojos iba a resultar… difícil. La palabra “imposible” había acudido al cerebro de Tallon, que se había apresurado a rechazarla.

Tallon bebió con moderación, sintiendo apagarse su entu­siasmo inicial. Debido a su ceguera, le aguardaba al parecer la tarea de explorar a fondo el principal computador, desmon­tándolo y volviendo a montarlo en la oscuridad, simplemente para llegar a conocerlo. Luego tendría que escuchar todo lo que tuviera acceso a su memoria, hasta obtener los datos que necesitaba. Eso podía durar cinco o diez años. Podía morirse de hambre antes de llevar a cabo lo que un hombre dotado de vista, capaz de leer el lenguaje del computador, podía realizar en unas horas.

Tallon empezó a dormitar, pero fue despertado por un ruido furtivo que no había oído durante muchos años. El miedo le paralizó por unos instantes, hasta que identificó el sonido. Es­taba oyendo a un descendiente del primer polizón que navegó a bordo de un barco en épocas remotas, cuando el hombre descubrió que podía viajar por los mares de la Tierra.

Era una rata.

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