II

Hay ochenta mil portales, en números redondos, entre Emm Lutero y la Tierra. Para regresar a casa hay que pasar a través de todos ellos, prescindiendo del miedo cada vez más intenso, prescindiendo de la impresión de sentir cómo el cuer­po deja atrás el alma durante los tránsitos-parpadeo a través de las remotas extensiones del Bloque.

La nave alcanza el primer portal cruzando diagonalmente la corriente galáctica durante casi cinco días. El portal está en la actualidad relativamente cerca de Emm Lutero, pero se es­tán separando el uno del otro a un ritmo de unos seis kilóme­tros por segundo. Esto se debe a que el planeta y su sol pater­no están nadando con la marea galáctica, en tanto que el por­tal es una esfera imaginaria anclada a un punto de la inamovi­ble topografía del no-espacio.

Si la nave lleva un buen equipo de astrogación, puede pene­trar en el portal a toda marcha; pero si las computadoras que la controlan tienen alguna duda acerca de su emplazamiento exacto, pueden pasar días enteros reduciendo velocidad y ma­niobrando para situarse en posición. Ellas saben —y uno, su­dando en su celda G, también lo sabe— que si la nave no se en­cuentra a salvo dentro del portal cuando tiene lugar el salto, sus pasajeros no volverán a respirar el aire suave y compacto de la Tierra. La geometría heterodoxa del no-espacio se encar­gará de eso.

Mientras uno espera, con la garganta seca y la frente hela­da, reza por que un desdichado azar no le proyecte a incontables años-luz de distancia del hogar. Pero esto forma parte de la emoción humana en una tarea.

El no-espacio es incomprensible, pero no irracional. Supo­niendo que todos los órganos de cristal y de metal en las entra­ñas de la nave funcionen correctamente, podrían realizarse un millón de saltos desde A hasta B a través del no-espacio sin el menor tropiezo. Las dificultades surgen debido a que el no-espacio no es reciproco. Habiendo alcanzado B, el mismo salto en dirección contraria no nos devolverá a A; de hecho, nos llevará a cualquier punto fortuito del universo excepto A. Una vez ha ocurrido eso, lo único que se puede hacer es seguir dando saltos y más saltos al azar. Con la suficiente perseve­rancia y muchísima suerte, es posible situarse al alcance de un mundo habitable, aunque las probabilidades en contra son muy elevadas.

En el primer siglo de exploración interestelar, sólo la Tierra envió alrededor de cuarenta millones de exploradores-robot, de los cuales únicamente doscientos lograron regresar. De aquellos doscientos, exactamente ocho habían encontrado sis­temas planetarios utilizables. Ni una sola del puñado de naves tripuladas por hombres que saltaron accidentalmente fuera de un sistema volvió a ser vista… al menos en la Tierra. Es po­sible que algunas de ellas sigan marchando, transportando a los descendientes de sus tripulaciones originales, Holandeses Errantes cósmicos entrevistos únicamente por remotas estre­llas mientras su destino de tránsitos-parpadeo les lleva gra­dualmente más allá del alcance del pensamiento humano.

Los ocho exploradores afortunados de aquel primer siglo es­tablecieron unas rutas zigzagueantes, que las naves tripuladas por hombres que aparecieron más tarde procuraron seguir cuidadosamente. Ese es el otro aspecto del viaje por el no-espacio que le preocupa a uno mientras espera que actúen los relés. Aunque era una deducción lógica de la ausencia de reci­procidad en el no-espacio, unos cuantos pioneros descubrieron a su costa que saltar desde un punto cercano a A no nos llevará a un punto correspondiente cercano a B. Apartarse dos segundos-luz del punto establecido para el salto, el llamado portal, equivale a iniciar un peregrinaje al azar hacia el lado más remoto de la eternidad.

Por eso, durante los lentos segundos finales en los que uno flota en su celda-G y respira el aire con olor a caucho, reza y suda.

Por eso también, el planeta Emm Lutero, anteriormente una colonia de la Tierra y ahora autónomo, conservaba celosa­mente cuatro grupos de números encerrados en el cerebro de Sam Tallon. Emm Lutero tenía un solo continente, y su acu­ciante necesidad de nuevo espacio vital igualaba al de la pro­pia Tierra. Y en un increíble golpe de suerte, un explorador había descubierto un planeta verde a sólo cuatrocientos porta­les de distancia a la ida y a menos de dos mil a la vuelta.

Lo único que se necesitaba ahora era tiempo para afincarse allí sólidamente antes de que las grandes naves —la invencible esperma de la incesante automultiplicación de la Tierra— pu­dieran penetrar en el nuevo y feraz útero.

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