—Su hermano está bien —dijo Tallon—. Se cayó por la escalera. Estábamos discutiendo.
—¡Discutiendo! Oí los disparos cuando me acercaba a la casa. Denunciaré esto inmediatamente. —La voz de Helen Juste era fría y rabiosa al mismo tiempo.
Tallon alzó a la automática.
—Lo siento. Entre y cierre la puerta detrás de usted.
—¿Se da cuenta de lo serio que es esto?
—No he estado riendo demasiado.
Tallon retrocedió unos pasos mientras ella cerraba la puerta y se acercaba a su hermano. Le hubiera gustado poder mirar a Helen Juste, pero como ella tenía los únicos ojos que funcionaban en la casa, Tallon no veía nada excepto sus manos manicuradas moviéndose sobre el inconsciente rostro de Cari Juste. Como antes, en su presencia sentía que algo se removía profundamente en su interior. La mano de Helen se apartó de la nuca de Juste con rastros de sangre en la palma.
—Mi hermano necesita atención médica.
—Ya le he dicho que está bien. Dormirá un rato. Puede usted curarle ese corte, si quiere —Tallon hablaba confiadamente, sabiendo que había dejado inconsciente a Juste para una hora, como mínimo.
—Quiero hacerlo —dijo Helen; y Tallon notó la completa ausencia de miedo en su voz—. Tengo un maletín de primeros auxilios en mi automóvil.
—¿En su automóvil?
—Sí. Puedo asegurarle que no siento el menor deseo de escapar dejando a mi hermano solo con usted.
—Vaya, entonces.
Tallon tenía la desagradable impresión de que estaba perdiendo la iniciativa. Acompañó a Helen hasta la puerta y esperó allí mientras ella se dirigía hacia su automóvil y sacaba el maletín de un compartimiento. El automóvil era un modelo de lujo con patines antigravedad en vez de ruedas, lo cual explicaba que Tallon no la hubiera oído llegar. Contempló sus manos colocando la almohadilla de gasa y las tiras adhesivas, y por un instante casi envidió a Cari Juste. Le dolía la cabeza, sus hombros ardían, y su fatiga superaba todo lo imaginable. Tumbarse a dormir cuando uno está cansado, pensó, era un placer más exquisito que comer cuando se tiene hambre o beber cuando se tiene sed…
—¿Por qué ha hecho esto, Recluso Tallon? Debió tener en cuenta que mi hermano es ciego. —Helen habló casi abstraídamente mientras trabajaba.
—¿Por qué lo hizo usted? Podíamos haber fabricado tres juegos de ojos, seis, una docena. ¿Por qué permitió que el doctor y yo los tuviéramos cuando planeaba quitárnoslos?
—Estaba dispuesta a violar las normas en beneficio de mi brillante hermano, no en beneficio de unos declarados enemigos del gobierno —dijo Helen rígidamente—. Además, usted no ha explicado aún este absurdo ataque.
—Mi juego de ojos se estropeó, de modo que tenía que tomar este. —Tallon se sintió inundado por una oleada de irritación y elevó el tono de su voz—. En cuanto al absurdo ataque, si mira a su alrededor verá unos cuantos orificios de bala en las paredes. Y ninguno de ellos ha sido hecho por mí.
—De todos modos, mi hermano es un hombre inofensivo, y usted ha sido entrenado para matar.
—Escuche —gritó Tallon, preguntándose a qué conducía realmente aquella conversación—. Yo tengo también un cerebro, y no soy un ase… —Se interrumpió al descubrir que los ojos de Helen habían abandonado a su hermano y estaban proporcionándole una nítida imagen de su propia mano izquierda.
—¿Qué le pasa en la mano? —Helen Juste había hablado, por fin, como una mujer.
Tallon había olvidado la garra incrustada.
—Su inofensivo hermano tenía un inofensivo amigo volador. Eso es una parte de su tren de aterrizaje.
—Cari me prometió —susurró Helen—, me prometió que no…
—Más alto, por favor.
Se produjo un silencio antes de que Helen respondiera, hablando de nuevo normalmente:
—Es espantoso. Voy a extraérsela.
—Se lo agradeceré.
Súbitamente débil, Tallon esperó mientras Helen tapaba a su hermano con una manta. Luego cruzaron una puerta situada al fondo del vestíbulo y entraron en una cocina blanca y cromada, con huellas visibles de una descuidada vida de soltero. Helen Juste llevaba el maletín de primeros auxilios. Tallon se sentó ante la atestada mesa y dejó que la joven trabajara en su mano. El tacto de sus dedos parecía sólo ligeramente más sustancial que el repetido calor de su aliento sobre la desgarrada piel. Tallon resistió la tentación de prolongar la agradable sensación de verse cuidado por unas manos femeninas. Había un largo camino hasta New Wittenburg, y esta mujer era un nuevo obstáculo en aquel camino.
—Dígame —inquirió Helen—, ¿está el Recluso Winfield realmente…?
—Muerto —Tallon completó la pregunta—. Sí. Los rifles le alcanzaron.
—Lo siento.
—¿Tratándose de un declarado enemigo del gobierno luterano? Me sorprende usted.
—No se haga el gracioso conmigo, Recluso Tallon. Sé lo que le hizo usted al señor Cherkassky cuando le detuvieron.
Tallon resopló.
—¿Sabe lo que me hizo él a mí?
—Lo de sus ojos fue un accidente.
—Deje en paz a mis ojos. ¿Sabe que me sometió a un lavado de cerebro intentando eliminar todos mis recuerdos, es decir, todo lo que constituye mi personalidad, tal como usted acaba de hacer con las manchas de esta mesa?
—El señor Cherkassky es un veterano ejecutivo de Emm Lutero. No haría una cosa así.
—Olvídelo —dijo Tallon bruscamente—. Eso es lo que he hecho yo. Fuera lo que fuese… lo he olvidado.
Cuando Helen hubo terminado con su mano y cubrió la herida, Tallon flexionó sus dedos experimentalmente.
—¿Podré volver a jugar, doctor?
No hubo ninguna respuesta, y Tallon experimentó una creciente sensación de irrealidad. Helen Juste se le escapaba; era incapaz de imaginarla como un individuo humano, visualizar su lugar en la sociedad de este mundo. Físicamente sólo podía verla de un modo fugaz cuando ella se contemplaba ocasionalmente en el espejo de la cocina. Observó, también, que miraba con frecuencia hacia un estante en el cual había varios trozos de cuero blando, cosidos en forma de bolsas. Tallon se preguntó, intrigado, cuál podía ser su utilidad, hasta que recordó el pájaro de Juste y que había sido adiestrado para la halconería.
—¿Hasta qué punto está enfermo su hermano, señorita Juste?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Cómo reaccionó al juego de ojos? ¿Le gusta cazar con sus pájaros? ¿Correr con sus perros?
Helen se acercó a la ventana y contempló los lejanos árboles, iluminados por el sol naciente, antes de contestar.
—Eso no es asunto suyo.
—Creo que sí —dijo Tallon—. No me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Supe que Cherkassky estaba a punto de llegar. No quedaba tiempo para esperar la respuesta al problema de las cámaras, de modo que decidí mirar a través de los ojos de otros hombres. Fue así de sencillo. No tenía la menor idea de que estaba creando la primera forma nueva de perversión que el Imperio ha visto en mucho, muchísimo tiempo.
—¿Quiere decir que usted…?
—No, yo no. Yo he estado recorriendo un difícil camino. Pero hubo aquella mujer en Sweetwell… la que se supone que violé. Ella utilizaba el juego de ojos cuando yo estaba durmiendo. Le gustaban los gatos, si sabe a lo que me refiero.
—¿Qué le hace pensar que Cari es así?
—Usted, aunque no sé por qué. Tal vez su insistencia en que es un hombre inofensivo. Es posible que en su caso no haya ningún ángulo sexual, desde luego. He leído que cuando una persona que ha estado ciega durante mucho tiempo recobra la vista, la experiencia no es siempre tan agradable como se esperaba. Pueden existir depresiones, sentimientos de inadaptación al hecho de encontrarse súbitamente en términos de igualdad con el resto de la humanidad, sin ninguna incapacidad en la que refugiarse. Es mucho mejor ser, digamos, un halcón, con ojos agudos y garras más agudas, y una mente que no comprende la debilidad, ni nada que no sea cazar y desgarrar y…
—¡Basta!
—Lo siento —Tallon estaba levemente sorprendido de si mismo, pero había deseado llegar hasta ella y tenía la impresión de haberlo conseguido, hasta cierto punto—. ¿Cura usted únicamente las heridas que ha infligido su hermano? Hay este agujero en mi espalda…
Helen Juste fe ayudó a descubrirse los hombros y apenas pudo contener un grito cuando vio el charco de sangre coagulada en su espalda. Tallon casi gritó también al recibir la imagen. Nunca había apreciado realmente el grado de fealdad que puede reflejar la frase “una fea herida”. Esta era fea, y era una herida para el más lerdo.
—¿Puede usted hacer algo… que no sea amputar mis hombros, desde luego?
—Creo que sí. No hay bastante soldador de tejido ni vendas en mi maletín de primeros auxilios, pero Cari suele tenerlos en este armario. —Lo abrió, encontró los medicamentos, y empezó a trabajar en su hombro con un paño húmedo, eliminando cuidadosamente la sangre reseca—. ¿Es una herida de bala?
—Sí —Tallon le contó cómo había ocurrido. Casi se había convencido a si mismo de que Helen Juste era una oyente comprensiva, cuando le asaltó un súbito pensamiento—. Si sabía que su hermano tenía medicamentos aquí —dijo lentamente—, ¿por qué fue en busca de su propio maletín en el automóvil?
—Por ningún motivo concreto. La fuerza de la costumbre. Con una herida como esta, debería usted guardar cama, ¿sabe? ¿Por qué no se entrega y permite que le atiendan debidamente antes de que se produzca la reacción?
—Lo siento. Ahora tengo que buscar algo para comer; luego la ataré a usted, junto con su hermano, y seguiré mi camino.
—No llegará muy lejos.
—Tal vez no. ¿Le importa mucho, de todos modos? Tenía la idea de que el Pabellón y usted no hacían buenas migas después de lo ocurrido. ¿Es por eso por lo que está aquí ahora? ¿La han despedido?
—Recluso Tallon —dijo Helen secamente—, los presos fugados no interrogan a los ejecutivos de la prisión. Voy a preparar el desayuno. Yo también tengo hambre.
Tallon quedó levemente complacido ante aquella reacción. Se endosó de nuevo su uniforme y luego tomó un rollo de esparadrapo y ató las muñecas y los tobillos de Cari Juste. El hombre olía a brandy. Tallon regresó a la cocina y se sentó en una silla, notando el hormigueo del soldador de tejido en su espalda, mientras Helen Juste cocinaba algo que era tan parecido a huevos con jamón que Tallon estaba casi seguro de que eran huevos con jamón. Por dos veces, mientras comían, Cari Juste gimió y se removió ligeramente. Las dos veces, Tallon le permitió a Helen Juste ir a echarle una ojeada a su hermano.
—Ya le he dicho que está perfectamente —insistió Tallon—. Es un muchacho robusto y fuerte.
No volvió a intentar conversar con Helen durante la comida, limitándose a disfrutar del leve eco de domesticidad que recibía del acto de desayunar con una joven en la quietud matinal de una cocina, a pesar de los mundos de distancia que les separaban.
Tallon estaba sorbiendo su cuarta taza de café cuando oyó que alguien arañaba la puerta de la entrada al otro extremo del vestíbulo. A continuación resonó un estridente ladrido que Tallon reconoció inmediatamente.
—¡Seymour! —gritó—. Entra, granuja. Creí que estabas muerto.
Se encaminó hacia la puerta delante de Helen Juste, y casi se turbó ante la alegría que experimentó al ver la familiar figura del animal saltando a sus brazos. Por lo que podía ver a través de los ojos de Helen, el perro estaba ileso. Tal vez Seymour había logrado llegar a la verja y pasar entre los barrotes, escapando por centímetros del enorme mastín. Si este último tenía unos frenos ineficaces, ello podría explicar la rojez que Tallon había detectado alrededor de su hocico; y era posible también que Seymour se hubiera alejado con la rapidez suficiente como para estar fuera de alcance cuando Tallon había tratado de localizarle con el juego de ojos.
Apretando al excitado animal contra su pecho, Tallon reseleccionó en proximidad y situó de nuevo a Seymour en su botón número uno. Equipado una vez más con lo que eran prácticamente sus propios ojos, se volvió a mirar a Helen Juste. Era tan perfecta como recordaba, vistiendo aún el uniforme verde del Pabellón, que acentuaba su rubor. Sus cabellos eran un compacto casco de cobre, brillantemente pulimentado; sus ojos, de color whisky, estaban mirando más allá de él, a su automóvil de color azul celeste.
Tallon sintió aumentar sus suspicacias en relación con aquel automóvil. Se dirigió hacia él y abrió la portezuela. Una pequeña luz color naranja parpadeaba pacientemente, en la parte inferior del salpicadero: sobre el panel de la radio exactamente. El interruptor de transmisiónestaba en posición de “encendido”, y en la horquilla del micrófono no había nada.
Respirando pesadamente, Tallon desconectó la radio y volvió a entrar en la casa. Helen le estaba mirando fijamente, con el rostro pálido pero muy erguida.
—Tengo que admitir que es usted muy lista, señorita Juste —dijo Tallon—. ¿Dónde está el micrófono?
La joven lo sacó de su bolsillo y se lo entregó. Tal como esperaba, era un modelo que llevaba incorporado un pequeño transmisor en vez de estar conectado por cable a la radio principal. Llevaba algún tiempo en el aire, sin duda en una de las longitudes de onda de la policía. Tallon casi había olvidado la pistola automática en su mano derecha. La levantó pensativamente.
—Adelante, dispare —dijo Helen tranquilamente.
—Si creyera usted que voy a disparar, no correría el riesgo —replicó Tallon—, de modo que ahórreme la escena en la que se enfrenta con la negra boca del cañón sin parpadear. Póngase su abrigo, si tiene uno aquí. No disponemos de mucho tiempo.
—¿Mi abrigo?
—Sí. No confío en mí mismo para conducir su automóvil. Seymour tiene la mala costumbre de no mirar donde yo deseo que mire, y a gran velocidad eso podría ser peligroso. Además, no me hará ningún daño tenerla a usted como rehén.
Helen agitó la cabeza.
—No voy a salir de esta casa.
Tallon sopesó significativamente la pistola en su mano y avanzó un par de pasos.
—¿Apostamos algo? —inquirió.
Cuando estaban a punto de cruzar la puerta, Cari Juste pareció despertar del todo. Exhaló varios gemidos, cada vez más ruidosos, hasta convertirse casi en gritos; luego, al darse cuenta de su situación, cayó en un brusco silencio.
—No quiero dejarle así —dijo Helen Juste.
—No tardará en tener compañía, ¿recuerda? Siga andando.
Tallon se volvió a mirar a Cari, que estaba luchando inútilmente con sus ataduras; su frente brillaba de sudor y los ojos ciegos parpadeaban frenéticamente. Tallon vaciló. Sabía demasiado bien cómo se sentía aquel hombre después de su larga escalada desde la inconsciencia hasta un privado infierno negro de ceguera, indefensión y desesperanza.
Un momento —dijo. Retrocedió y se arrodilló al lado de Cari Juste—. Escúcheme, Juste. Me llevo su juego de ojos porque lo necesito más que usted. ¿Puede oírme?
—Le oigo… Pero usted no…
Tallon levantó la voz.
—Le dejo otro juego de ojos idéntico, que sólo necesita una batería nueva para funcionar perfectamente. Le daré también por escrito las características de la batería. Si no deja que la policía se lo lleve como prueba material, no tardará en poder volver a utilizar el juego de ojos. Con su dinero, no creo que represente un problema para usted.
Le hizo una seña a Helen Juste, y ella corrió a buscar papel y pluma. Tallon los tomó y, arrodillado aún en el suelo, empezó a escribir. Mientras lo hacia, Helen pasó un pañuelo por la frente de su hermano y le habló en un tono suave y triste que Tallon apenas reconoció. Había algo profundo y extraño en las relaciones de aquella pareja. Terminó de escribir e introdujo el papel en el bolsillo del pijama de Juste.
—Ha perdido usted mucho tiempo —dijo Helen Juste mientras se incorporaba—. No esperaba esa…
La palabra es estupidez. No me lo recuerde. Ahora, en marcha. El automóvil era cómodo, silencioso y rápido. Tal como Tallon había observado ya, era un modelo importado de sofisticado diseño, con un motor antigravitacional que en vez de impulsar al vehículo permitía que cayera hacia delante. Las naves espaciales utilizaban un sistema motriz similar en su primera época, pero debido a la dificultad de encajarlos en un espacio limitado apenas eran usados en otros vehículos, ni siquiera en aeronaves. Esto significaba que el automóvil era realmente muy caro. Helen Juste lo conducía con gran pericia. Salió a través de la verja que había dejado abierta a su llegada y enfiló la carretera con una prolongada aceleración que pegó literalmente a Tallon al respaldo de su asiento.
Mientras el automóvil tomaba una larga curva, que desembocaba en una carretera más ancha, Tallon situó a Seymour de modo que pudiera mirar a través de la ventanilla trasera. Seymour era algo miope, pero parecía haber unas manchas en el cielo meridional, avanzando con el vuelo característico de los helicópteros, es decir, con el morro ligeramente inclinado.
—Conecte la radio —dijo Tallon—. Quiero oír qué clase de delitos he cometido esta vez.
Escucharon música durante media hora; luego el programa se interrumpió para dejar paso a un boletín de noticias.
Tallon silbó.
—Se han dado mucha prisa. Oigamos ahora lo depravado que he sido desde mi última aparición en público.
Pero cuando el locutor terminó de hablar, Tallon se sintió turbado ante su exhibición de egotismo: su nombre no fue mencionado.
La noticia oficial era la de que Caldwell Dubois, por la Tierra, y el Moderador Temporal, por Emm Lutero, habían llamado simultáneamente a sus representantes diplomáticos como consecuencia de la ruptura de las negociaciones de Akkab sobre el reparto de nuevos territorios.
Oficiosamente, los dos mundos estaban al borde de la guerra.