2



Durante el segundo día de mi estancia en Trearne, recordé la historia. Mi hermana y yo tomábamos té en la terraza.

—Kitty —pregunté—, ¿tuviste a una monja entre tus belgas?

—¿Te refieres a la hermana Marie Angelique?

—Posiblemente. Háblame de ella.

—¡Oh! Es una criatura muy misteriosa. Aún está aquí.

—¿En la casa?

—No, no. En el pueblo. El doctor Rose, ¿recuerdas al doctor Rose?

Denegué con la cabeza.

—Sólo recuerdo a un viejo de unos ochenta y tres años.

—Ése era el doctor Laird. El pobre murió ya. El doctor Rose hace pocos años que vive aquí. Es muy joven y muy dado a las nuevas ideas. Quizá por eso se tomó el mayor interés en la hermana Marie Angelique. Ella sufre alucinaciones, ¿sabes?, y, aparentemente, resulta interesantísima desde un punto de vista médico.

»La pobre no tenía dónde ir, y, en mi opinión, es una criatura insignificante que sólo causa impresión..., ¿lo entiendes? Como te he dicho, carece de sitio donde ir, y el doctor Rose logró que se afincase en el pueblo. Tengo entendido que escribe una monografía o una de esas cosas que hacen los médicos, relacionado con ella.

Después de una pausa me preguntó:

—¿Qué sabes tú?

—Oí una historia bastante curiosa.

Se la conté tal como me la explicara Ryan, y Kitty se interesó vivamente.

—Tiene aspecto de ser capaz de eso —repuso ella.

Con semejante respuesta, mi curiosidad se hizo más acusada.

—Me gustaría verla —dije.

—Hazlo. Así conoceré la opinión que te merece la hermana Marie Angelique. Primero visita al doctor Rose. ¿Por qué no das un paseo hasta el pueblo después del té?

Hallé al doctor Rose en su casa. Me pareció un joven agradable, si bien algo de su personalidad me repelió: demasiado afectado para ser agradable del todo.

En cuanto le hablé de la hermana Marie Angelique se envaró alertado. Le conté la versión de Ryan, y él no me ocultó su gran interés por aquel asunto.

—¡Ah! —exclamó pensativo—. Eso explica muchas cosas. Es un caso en verdad interesante. La hermana Marie Angelique vino a Inglaterra después de haber sufrido un grave shock mental. También es evidente, según se desprende de su historia, que ya sufría alucinaciones. Quizá le interesa acompañarme y visitarla. Oreo que vale la pena.

Acepté presuroso aquella invitación tan deseada. Iniciamos juntos el camino hacia la casita en las afueras del pueblo. Folbridge es un lugar muy pintoresco. Se extiende en la desembocadura del río Fol, mayormente en la orilla este, pues la del oeste es demasiado abrupta para edificar, si bien algunas casitas cuelgan de su escollera, como sucedía con la del propio doctor. Desde allí es todo un espectáculo la visión de las olas que, furiosas, se rompen contra las negras rocas.

La vivienda que buscábamos se hallaba tierra adentro, fuera de la vista del mar.

—La enfermera de este distrito vive aquí —me explicó el doctor Rose—. Conseguí que la hermana Marie Angelique compartiese la casa con ella. Así me es fácil ejercer una vigilancia y control de su estado.

—¿Puede considerársele como normal? —pregunté.

—Ya juzgará por usted mismo cuando la vea dentro de un instante.

La enfermera, un agradable cuerpecillo regordete, se marchaba en aquel preciso instante en su bicicleta.

—Buenas tardes, enfermera, ¿cómo se halla la paciente? —le preguntó.

—Como siempre, doctor. Sentada con las manos plegadas y la mente en quién sabe dónde. Muchas veces no me contesta cuando le hablo. Su escasa disposición hace que apenas sepa inglés, pese al tiempo que lleva aquí.

El doctor Rose saludó con la cabeza a la enfermera mientras se alejaba, y, luego, traspusimos el umbral de la casita y en su interior encontramos a la hermana Marie Angelique tendida en una silla extensible cerca de la ventana. Ésta volvió la cabeza al oírnos.

Me sobrecogió su extraño y pálido rostro. Sus enormes ojos carecían de fijeza al mirar, como si una espantosa tragedia los nublara.

—Buenas noches, hermana.

—Buenas noches, monsieur le docteur.

—Permita que le presente a mi amigo, el señor Anstruther.

Hice una reverencia y ella inclinó la cabeza, mostrándome una desmayada sonrisa.

—¿Cómo se encuentra usted hoy? —preguntó el doctor Rose sentándose junto a ella.

—Estoy más o menos como siempre —se detuvo un momento y prosiguió—: Nada me parece real. Son días... meses... años... los que pasan sin que apenas me entere. Sólo mis sueños me parecen realidad.

—¿Sueña mucho?

—Siempre... siempre... y los sueños me parecen más reales que la propia vida.

—¿Sueña en su país... en Bélgica?

Denegó con la cabeza.

—No. Sueño con un país que jamás he visto. Usted ya lo sabe, monsieur le docteur. Se lo he dicho muchas veces —después de un breve silencio preguntó—: ¿Este caballero es también doctor... un doctor de enfermedades mentales?

—No, no lo es.

Rose trataba de tranquilizarla, si bien al sonreír lucía unos puntiagudos dientes caninos, que me hacían compararlo con un lobo. Él prosiguió:

—Imaginé que, posiblemente, le interesaría conocer al señor Anstruther. Sabe noticias recientes de Bélgica. Algunas de ellas se refieren a su convento.

Los ojos de la enferma se volvieron a mí. Un leve sonrojo tiñó sus mejillas.

—En realidad poca cosa —me apresuré a decirle—. Cené la otra noche con un amigo que me describió las ruinas de su convento.

—¡Luego fue destruido!

Lo dijo con suave exclamación, como si se dirigiera a ella misma y no a nosotros. Volvió a mirarme e, indecisa, me preguntó:

—Monsieur, ¿explicó su amigo cómo fue destruido el convento?

—Lo volaron —y añadí—: Los campesinos temen al pasar por aquel camino de noche.

—¿Por qué tienen miedo?

—Una marca negra en una de las paredes provoca en ellos un temor supersticioso.

La hermana se inclinó hacia delante.

—Dígame, monsieur, dígamelo rápido. ¿A qué parece esa marca?

—Tiene la forma de un enorme perro. Los campesinos lo llaman «el podenco de la muerte».

El «¡oh!» que brotó de sus labios fue un agudo grito.

—¡Entonces, es cierto... es cierto! —exclamó—. Todo cuanto recuerdo es cierto. No es una negra pesadilla. ¡Sucedió! ¡Sucedió!

—¿Qué sucedió, hermana? —preguntó el doctor.

Ella se volvió a él ansiosa.

—Lo recuerdo. Allí, sobre los peldaños. Lo recuerdo. Recuerdo cómo fue. Estaba de pie en las gradas del altar y les conminé a que no avanzasen más. Les dije que partieran en paz. No hicieron caso a mi advertencia y continuaron adelante. Y así... —se inclinó e hizo un extraño gesto—, y así puse en libertad al podenco de la muerte contra ellos...

Temblorosa, con los ojos cerrados, la monja se recostó en la silla.

El doctor se puso en pie y cogió el vaso del aparador, que medio llenó de agua, añadiéndole unas gotas de un frasquito que sacó de su bolsillo.

—Beba —le ordenó.

La enferma obedeció mecánicamente. Sus ojos miraban sin ver, como si contemplase alguna visión interna.

—¡Todo es verdad! —dijo—. Todo. La ciudad de los círculos, la casa de cristal... Todo. Todo es cierto.

—Tranquilícese.

La voz del médico tenía suave modulación, era consoladora y parecía invitar a proseguir los pensamientos.

—Hábleme de la ciudad —le dijo—. La ciudad de los círculos, ¿no la llamó así?

La hermana Marie Angelique repuso de modo inconsciente.

—Sí... había tres círculos. El primero para los elegidos, el segundo para las sacerdotisas y el exterior para los sacerdotes.

—¿Y en el centro?

Contuvo el aliento y su voz se quebró debido a un indescriptible dolor.

—La casa de cristal...

Mientras susurraba estas palabras se llevó la mano derecha a la frente, donde trazó varios signos. Su cuerpo pareció tensarse. Mantenía los ojos cerrados. De pronto se inclinó levemente y con repentina sacudida volvió a erguirse. Entonces nos miró como quien se despierta sobresaltado.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué he dicho?

—Nada —la tranquilizó Rose—. Está cansada. ¿Quiere dormir un poco? Nos vamos.

Parecía desconcertada cuando nos marchamos.

—Bien —me preguntó Rose ya en el exterior de la casa—. ¿Qué opina?

Me observaba de reojo.

—Imagino que está desequilibrada —repuse lentamente.

—¿Lo cree de verdad?

—No. En realidad no. De hecho ha sido convincente. Mientras la escuchaba tuve la impresión de que había realizado cuanto explicaba. Algo así como si realmente fuera autora de un extraordinario milagro. Parece sincera al narrar su historia. Quizá por eso...

—Sí —me interrumpió—. Quizá por eso considera que está desquiciada. No obstante estudie el asunto desde otro ángulo. Suponga cierto que ejecutó el milagro; suponga que fue ella quien destruyó aquel edificio y a varios centenares de seres humanos.

—¿Con la simple fuerza de su voluntad? —pregunté algo escéptico.

—No; no de ese modo. Pero usted, con toda seguridad, admite que una persona puede destruir a una multitud con sólo pulsar un interruptor que controle un sistema de minas.

—En ese caso se trata de un hecho mecánico.

—Cierto; pero, en esencia, no deja de efectuarse un control sobre fuerzas naturales. El rayo y una descarga eléctrica vienen a ser una misma cosa.

—Conforme. Ahora bien, insisto en que una descarga eléctrica necesita medios mecánicos.

El doctor Rose se sonrió.

—Existe una sustancia llamada pirola. Se encuentra en la naturaleza en forma vegetal. También el hombre puede lograrla químicamente en un laboratorio.

—¿Y bien?

—Creo que algunos fenómenos pueden ser provocados por medios distintos. El hombre, normalmente, se vale de procedimientos químicos o mecánicos. Pero..., ¡puede haber otros medios! Piense en cuanto hacen los faquires indios. ¿Es fácil explicar los fenómenos que ellos provocan? Eso prueba que las cosas llamadas sobrenaturales no siempre lo son. Un rayo es algo sobrenatural para un salvaje. Luego, lo sobrenatural deja de serlo cuando son conocidas las leyes o causas que lo provocan.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunté fascinado.

—Que no rechazo enteramente la posibilidad de que un ser humano pueda provocar una fuerza destructora y usarla según su deseo. Indiscutiblemente, nos parecería un hecho sobrenatural... cuando en realidad no lo es.

Le miré perplejo.

Él se rió.

—Simple especulación, no se asuste —dijo suavemente—. ¿Notó usted el gesto que ella hizo al mencionar la casa de cristal?

—Se llevó la mano a la frente.

—Exacto. Y trazó un círculo con movimientos parecidos a los que emplea un católico al hacer la señal de la cruz. Ahora le contaré algo interesante, señor Anstruther. En vista de que mi paciente pronuncia con mucha frecuencia la palabra cristal en sus delirios decidí someterla a una prueba. Conseguí una bola de cristal de roca y se la mostré sin previo aviso.

—¿Y qué sucedió?

—El resultado fue muy curioso y sugestivo. Todo su cuerpo se tensó y sus ojos miraron la bola como si no diera crédito a lo que veía. Luego se puso de rodillas, murmuró unas palabras y se desmayó.

—¿Qué dijo?

—«¡El cristal! ¡La fe aún vive!»

—¡Extraordinario!

—Sugestivo, ¿verdad? Pero eso no fue todo. Al reponerse de su desmayo no se acordaba de nada. Le mostré la bola de cristal y le pregunté si sabía lo que era. Me repuso que se parecía a una de esas bolas de cristal que usan los adivinadores del porvenir, según la descripción que de ellas tenía. A mi pregunta de si había visto otra con anterioridad, dijo: «Jamás, monsieur le docteur.» Entonces capté la mirada perpleja de sus ojos. «¿Qué le preocupa, hermana?», indagué. «¡Es todo tan raro! —repuso—. Jamás he visto una bola de cristal y, sin embargo, siento la sensación de que me es muy familiar. Hay algo; si pudiera recordarlo...» Su esfuerzo mental era evidentemente penoso, y le prohibí que pensase más. De eso hace dos semanas. He querido que descanse ese tiempo para fortalecerla. Mañana reanudaré mi experimento.

—¿Con la bola de cristal?

—Sí. Espero obtener resultados interesantes.

—¿Qué es ello?

Hice la pregunta con simulada indiferencia y atento a su reacción. Rose se irguió. Durante breves segundos pareció vacilar; pero al fin me contestó con voz más grave, más profesional:

—Luz sobre ciertos desórdenes mentales no muy definidos. La hermana Marie Angelique es un caso rarísimo.

¿El interés del doctor Rose era meramente profesional? Me pareció dudoso.

—¿Le molestaría si yo viniese también? —pregunté.

Quizá sólo fue pura imaginación, pero lo cierto es que me pareció advertir que vacilaba antes de contestar. Pensé que no deseaba mi presencia.

—Sí, claro. No tengo inconveniente alguno —después de breve silencio añadió—: ¿Supongo que no estará usted aquí mucho tiempo?

—Hasta pasado mañana.

Evidentemente la respuesta le gustó. Desaparecieron las arrugas de su frente y empezó a contarme unos experimentos que había realizado con conejillos de Indias.

Загрузка...