La gitana

1



MacFarlane había advertido que su amigo Dickie Carpenter sentía aversión hacia los gitanos. Y sólo llegó a conocer los motivos cuando se anuló el compromiso matrimonial de Dickie y Esther Lawes, que originó algunas confidencias entre los dos hombres.

MacFarlane tenía relaciones con la hermana de Esther, Rachel, desde hacía un año. Conoció a las dos jóvenes durante la infancia. Pero su carácter apocado hizo que tardase algún tiempo en admitir la creciente atracción que el rostro aniñado y la sinceridad de los ojos pardos de Rachel ejercían sobre él. No era una belleza como su hermana; aunque sí más sincera y dulce. El comportamiento de Dickie y la mayor de las hermanas dio vida a crecientes lazos de fraternidad entre los dos hombres.

Después de breves semanas las relaciones amorosas de Dickie y Esther se habían diluido en la nada del olvido. Hasta entonces la vida de su joven amigo había discurrido plácidamente. Su carrera de marino era acertada, pues su amor a las cosas del mar tenía profundas raíces en su ser. De hecho, en sus entrañas palpitaba el primitivo vikingo, cuya mente no es dada a sutilezas románticas. Pertenecía a esa clase de ingleses reñidos con toda manifestación emotiva, y tan torpes a la hora de transformar en palabras corrientes sus procesos mentales.

MacFarlane, un escocés de imaginación céltica, escuchaba y fumaba mientras Dickie se perdía en un mar de palabras. Intuyó la necesidad de un desahogo mental en su amigo, si bien no imaginó que siguiera derroteros tan originales, en los cuales Esther era una estrella apagada. En realidad, el relato se convirtió en una historia de terror infantil.

—Todo empezó en un sueño que tuve de niño —decía Dickie—. No fue una pesadilla; pero desde entonces la gitana estuvo siempre en mis sueños, incluso en esos sueños agradables de niño, con sus fiestas, galletas y cosas por el estilo. Aunque fuese feliz, sabía que de alzar los ojos, la vería allí, en pie, mirándome tristemente, como si ella supiese algo ignorado por mí. No sé por qué me alteraba tanto... pero era así. Al despertarme chillaba aterrorizado y mi niñera decía: «¡Vaya! ¡Dickie vuelve a tener uno de sus sueños de gitanos!»

—¿Te asustó antes la presencia de gitanos, verdad?

—¡Nunca! No los vi hasta mucho tiempo después. Por cierto que fue de un modo extraño. Buscaba a mi perro que había huido. Salí por la puerta del jardín y me interné en el bosque. Entonces vivíamos en New Forest. Llegué a una especie de claro con un puente de madera sobre un arroyo. Junto a él vi a una gitana en pie con un pañuelo rojo anudado a la cabeza, igual que en mis sueños.

»Me asusté. Sus ojos reflejaban aquella tristeza... Como si supiese algo ignorado por mí. De pronto me dijo muy suavemente, inclinando la cabeza: «Yo no pasaría por ahí de ser tú.» Me sentí preso de un pánico cerval y, como una exhalación, pasé por delante de ella hacia el puente. Quizás estuviese podrido. Lo cierto es que se rompió y caí a la fuerte corriente. Tuve que luchar como un desesperado para no ahogarme. Jamás lo he olvidado.

—Ella lo que hizo fue advertirte.

—Comprendo que lo interpretes así —hizo una pausa antes de seguir—. Estos sueños no tienen nada que ver con lo sucedido después, al menos eso creo, pero sí es el punto de partida. Así comprenderás ese estado mío que llamo «sensación de gitana».

»Bien, te contaré lo ocurrido aquella primera noche en casa de los Lawes. Acababa de regresar de la costa oeste, y sentíame feliz al pisar de nuevo las calles de Londres. Los Lawes eran viejos amigos. Llevaba sin ver a las niñas desde la edad de siete años. Arthur me escribía con frecuencia y, después de su muerte, fue Esther quien lo hizo, además de mandarme periódicos. Sus cartas eran muy alegres, y tenían la virtud de animarme en grado sumo. Muy pronto nació en mí un deseo incontenible de verla. No satisface por completo el conocer a una chica a través de sus cartas. Por eso lo primero que hice fue visitar a los Lawes. Esther se hallaba ausente, pero la esperaban aquella noche. A la hora de comer me senté junto a Rachel, y mientras observaba la larga mesa, me invadió una extraña sensación. Sentía sobre mí los ojos de alguien, y esto me puso nervioso. Entonces la vi.

—¿A quién?

—A la señora Haworth, lo que te digo.

MacFarlane estuvo a punto de decir: «Pensé que sería Esther». Pero guardó silencio. Dickie continuó:

—Algo en ella me era vagamente familiar. Permanecía sentada al lado del viejo Lawes, escuchando gravemente con la cabeza inclinada. Tenía alrededor de su cuello un pañuelo rojo, quizá no muy nuevo, si bien sus tersas puntas simulaban pequeñas lenguas de llama.

«Pregunté a Rachel: «¿Quién es aquella mujer morena que luce un pañuelo rojo?»

»—¿Te refieres a Alistair Haworth? Sí que lleva el pañuelo rojo, pero es rubia.

»Y lo era, ¿sabes? Su pelo tenía un maravilloso amarillo pálido que resplandecía. No obstante, hubiera jurado que era morena. Pensé que mis ojos me gastaban una broma. Después de comer, Rachel nos presentó y paseamos por el jardín. Hablamos sobre la reencarnación.

—¡Eso no va contigo, Dickie!

—Desde luego. Le dije que a veces entre dos personas se establece una corriente de sensibilidad que los hace sentirse unidos... como si fueran viejos conocidos. Ella me contestó:

»—¿ Se refiere al amor?

»—Percibí una leve ansiedad en su voz, que trajo a mi mente el roce de un recuerdo inconcreto. Momentos después nos llamaba el viejo Lawes desde la terraza. Esther había llegado y quería verme. La señora Haworth puso la mano en mi brazo:

»—¿Regresa usted a la casa? —me preguntó.

»—Sí —repuse—. Debo hacerlo.

Dickie guardó silencio y MacFarlane apremió:

—¿Qué sucedió?

—Parece una pesadilla. La señora Haworth me dijo: «Yo no iría de ser usted.»

Dickie volvió a enmudecer, como si se concentrase en sus pensamientos; al fin continuó:

—Me asustó. Me asustó terriblemente... porque lo dijo como si supiera algo que yo ignorase. No se trataba de una mujer hermosa empeñada en retenerme en el jardín. Pese al tono amable de su voz, capté su angustia, síntoma inequívoco de su temor a lo que iba a pasar.

»Sé que reaccioné groseramente, pues di media vuelta y casi corrí a la casa, que me pareció un puerto seguro. Entonces comprendí cuánto temor le tuve desde el principio. La visión del viejo Lawes me resultó un gran alivio. Esther se hallaba detrás de él...

Dickie vaciló un momento y luego añadió casi en un susurro:

—Tan pronto la vi me supe perdido.

La mente de MacFarlane voló a Esther Lawes. En cierta ocasión oyó decir de ella que «era seis pies y una pulgada de perfección judía». Una expresiva definición, se dijo, mientras recordaba su altura, la frágil blancura de mármol de su rostro, su delicada nariz y el negro esplendor de su pelo y ojos. No le sorprendió que la infantil simplicidad de Dickie capitulase. Sin embargo, Esther jamás hubiera acelerado los latidos de él, MacFarlane, si bien admitía el poder sugestivo de su extraordinaria belleza.

—Después —continuó Dickie—, nos comprometimos.

—¿En seguida?

—Bueno, al cabo de una semana. Pero quince días más tarde ella averiguó que yo no le importaba mucho —Dickie se rió amargamente—. La última noche, antes de volver a mi barco, regresaba del pueblo a través del bosque cuando la vi... me refiero a la señora Haworth. Lucía una roja boina de punto, y esto casi me hizo saltar. Luego caminamos juntos un rato. Nada de cuanto dijimos afectaba a Esther, pero...

—¿Seguro?

MacFarlane, inquisitivo, observó a su amigo. Resulta curioso oír a la gente su versión sobre las cosas en que han sido actores sin proponérselo.

—Seguro —repuso Dickie, y luego añadió—: La señora Haworth me retuvo un momento cuando me disponía a irme y me dijo: «Se va demasiado pronto a casa». Y tuve la seguridad de que algo desagradable me aguardaba. En cuanto llegué, Esther salió a mi encuentro y me dijo que no estaba enamorada de mí.

MacFarlane le miró apenado.

—¿Y la señora Haworth? —preguntó.

—No he vuelto a verla hasta esta noche.

—¿Esta noche?

—Sí. En la clínica del doctor Johnny. Me examinaban la pierna herida en la guerra. Hace algún tiempo que me produce molestias. El doctor me aconsejó una operación... sin importancia. Abandonaba la clínica cuando me crucé con una enfermera que vestía una blusa roja sobre su uniforme. Ésta me dijo:« Yo no me sometería a esa operación si fuese usted...» Entonces advertí que era la señora Haworth. Pasó tan rápidamente que no supe detenerla. No obstante, pregunté a otra enfermera, y ésta me aseguró que ninguna de ellas respondía a ese nombre.

—¿Estás seguro de que era la señora Haworth?

—Desde luego. Es muy guapa e inconfundible —cambió de tema—. Pienso operarme, aunque... si mi número está arriba...

—¡Bobadas!

—Claro que es una bobada. Sin embargo, me satisface haberte hablado de la gitana. Pero hay algo relacionado con ella, algo... ¡Si pudiera recordarlo!

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