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MacFarlane ascendió por la empinada carretera hasta llegar a la verja abierta de una casa en la cima de la colina. Apretó sus mandíbulas y tiró de la campanilla.

—¿Está en casa la señora Haworth?

—Sí, señor. La avisaré.

La sirvienta lo dejó en una habitación rectangular con ventanas a la agreste tierra pantanosa. MacFarlane frunció el ceño al pensar en la causa que lo había traído allí. De pronto le sobresaltó una voz que entonaba:


La joven gitana vive en el páramo...


Al interrumpirse la tonada, su corazón latió más aprisa. Luego se abrió la puerta.

Una aturdente rubicundez escandinava entró en la habitación, casi produciéndole un colapso. Pese a la descripción de Dickie, la había supuesto morena. Entonces recordó las palabras de su amigo, y su tono peculiar al decirlas: «Comprende, es muy bella... Una belleza de rara perfección.» Y una belleza de rara perfección era Alistair Haworth.

MacFarlane se puso en pie y avanzó hasta ella.

—Temo que no me conozca por mi nombre, Adam. Los Lawes me dieron las señas. Soy amigo de Dickie Carpenter.

Alistair lo miró atentamente. Luego dijo:

—Me disponía a dar un paseo por el páramo. ¿Quiere acompañarme?

Ella abrió de par en par una de las ventanas y salió al exterior. Él hizo otro tanto, y entonces vio a un hombre de aspecto bobalicón que fumaba sentado en un sillón de mimbre.

—Es mi marido —dijo a MacFarlane, y volviéndose—: Vamos al páramo, Maurice. El señor MacFarlane comerá con nosotros —y de nuevo al joven—: ¿Nos acompañará?

—Muchas gracias —repuso él.

Mientras seguía los ágiles pasos de ella hacia la cima, se preguntó: «¿Por qué, por qué diablos se casó con eso

Alistair se encaminó a unas rocas.

—Nos sentaremos aquí. Y dígame... lo que vino a decirme.

—¿Lo sabe ya?

—Sólo intuyo la vecindad de las cosas malas. Y es malo, ¿verdad? ¿Se trata de Dickie?

—Sufrió una pequeña operación con todo éxito. Pero su corazón debía ser débil, pues no resistió la anestesia.

MacFarlane no había supuesto ninguna reacción en Alistair, si bien lo hubiera esperado todo menos aquel gesto de infinito desespero. Al fin la oyó murmurar:

—Otra vez... esperar tanto tiempo... tanto tiempo...

Luego alzó la vista.

—¿Qué iba usted a preguntarme? —indagó.

—Una enfermera lo advirtió contra la operación. Él creyó que era usted.

Alistair sacudió negativamente la cabeza.

—No. Pero tengo una prima que es enfermera. Quizá fue ella. Bien, supongo que eso ya no importa, ¿verdad? —de repente se agrandaron sus ojos, y con manifiesta sorpresa exclamó—: ¡Oh, qué curioso! ¡Usted no me comprende!

MacFarlane, intrigado, la observaba.

—Le creí un iniciado. Su aspecto lo confirma.

—¿Qué confirma mi aspecto?

—El don, la maldición, llámelo como quiera. ¡Usted lo tiene! Mire fijo al fondo de las rocas. No piense en nada. ¡Ah! —Alistair notó su ligero sobresalto—. ¿Vio usted algo?

—Debe de haber sido un espejismo. Durante un segundo vi las piedras llenas de sangre.

Ella asintió.

—Advertí que usted lo tiene. Ahí es donde los antiguos adoradores del Sol sacrificaban a sus víctimas. Lo supe antes de que nadie me lo dijera. A veces cómo lo hacían; es como si yo misma hubiera estado allí. También hay algo en el páramo que me es tan familiar como mi propia casa. Pero es natural que yo posea el don. Soy una Fuerguesson. Todos los miembros de mi familia lo poseen. Mi madre fue una médium hasta casarse. Se llamaba Cristine. Era bastante célebre.

—¿Se refiere usted al «don» de ver las cosas antes de que sucedan?

—Sí; el don de ver lo futuro, lo presente o lo pasado. Por ejemplo, yo vi como usted se preguntaba por qué me casé con Maurice. ¡Oh, sí, no lo niegue! Siempre lo he sabido amenazado de algo terrible y quise salvarlo. Las mujeres somos así. Con mi don podía evitar que sucediese... si es verdad que uno puede. Ya ha comprobado que no me sirvió para ayudar a Dickie. Él no lo entendió. Tuvo miedo. Era muy joven.

—Veintidós.

—Yo treinta. Pero no me refiero a eso. Hay muchos modos de estar separados; si bien la separación del tiempo es la peor.

El sonido de un gong procedente de la casa los hizo volver al mundo de la realidad.

Durante la comida, MacFarlane estudió a Maurice Haworth, que, indudablemente, estaba enamorado de su esposa. En sus ojos se advertía la feliz sumisión del perro. También observó la tierna correspondencia de ella, no exenta de maternidad.

—Estaré en la posada un día o dos más —dijo MacFarlane a Alistair, ya en la puerta de la casa—. ¿Puedo venir mañana?

—Naturalmente, sólo que...

—¿Hay algún impedimento?

Ella se pasó la mano por los ojos.

—No lo sé. Supuse que no volveríamos a vernos... eso es todo. Adiós.

MacFarlane descendió lentamente el camino de regreso. Aunque su ánimo era esforzado, no pudo eludir la sensación de una fría mano oprimiéndole el corazón. Alistair no había dicho nada de particular, y, sin embargo...

Una motocicleta surgió de improviso en un cruce, obligándole a saltar a la cuneta con el tiempo justo. Grisácea palidez cubrió su rostro.

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