La última sesión

Raoul Daubreuil cruzó el Sena tarareando una cancioncilla. Era un apuesto ingeniero francés de unos treinta y dos años, con rostro saludable y pequeño bigote negro. Cuando estuvo en la vía Cardonet, penetró en la casa número diecisiete. La portera levantó la vista y le saludó.

—Buenos días.

Él contestó alegremente, y subió las escaleras hasta un apartamento del tercer piso. Mientras aguardaba después de tocar el timbre, tarareó de nuevo su tonadilla. Raoul Daubreuil sentíase especialmente alegre aquella mañana. Una anciana abrió la puerta y su arrugado rostro se iluminó al conjuro de una sonrisa, tan pronto reconoció a su visitante.

—Buenos días, monsieur.

—Buenos días, Elise.

Ya en el recibidor, se quitó los guantes.

—Madame me espera, ¿verdad? —preguntó por encima del hombro.

—Si monsieur quiere pasar al saloncillo, madame saldrá en seguida. En este momento descansa.

Raoul levantó la vista.

—¿No se encuentra bien?

—¡Bien!

Elise dio un resoplido, pasó por delante de Raoul y abrió la puerta del saloncillo. El joven entró allí seguido de la anciana.

¡Bien! —replicó ella—. ¿Cómo va a encontrarse bien? ¡Pobrecilla! ¡Sesiones, sesiones y más sesiones! Eso no es bueno, no es natural, ni el buen Dios lo quiere para nosotros. Opino, y lo digo sin rodeos, que eso es traficar con el demonio.

Raoul le dio unos golpecitos en el hombro, tranquilizador.

—Vamos, vamos, Elise. No se altere ni vea el demonio en todo cuanto no entienda.

Elise, dubitativa, sacudió la cabeza y refunfuñó:

—Muy bien. Pero diga lo que diga usted, a mí no me gusta. Madame cada día se vuelve más blanca y delgada, y le aumentan los dolores de cabeza —y alzando las manos prosiguió—: ¡Ah, no; no es bueno todo este asunto de espíritus! Estoy conforme con los espíritus, si los buenos están en el paraíso y los otros en el purgatorio.

—Su visión de la vida después de la muerte es maravillosamente simple, Elise —dijo Raoul, y se dejó caer en una silla.

—Soy una buena católica, monsieur —luego de santiguarse se encaminó a la puerta y se detuvo con la mano en el pomo—: ¿Cuando se hayan casado, monsieur —su voz era suplicante—, todo eso se habrá acabado?

Raoul le sonrió afectuoso.

—Es usted una criatura fiel, Elise, y amante de su dueña. No tema; cuando sea mi esposa, todo ese «asunto de espíritus», como usted lo llama, cesará. Madame Daubreuil no celebrará más sesiones.

Elise le sonrió agradecida.

—¿Es cierto lo que dice?

Él asintió gravemente.

—Sí —su respuesta fue más bien para sí mismo—. Sí, todo esto debe terminar. Simone está dotada de un don maravilloso y lo ha prodigado. Ya ha hecho su parte. Es cierto lo que usted ha dicho: día a día se vuelve más blanca y delgada. La vida de una médium está siempre sometida a una ardua prueba, que exige un terrible esfuerzo nervioso. De todos modos, Elise, su ama es la mejor médium de París; aun más, de Francia. Gentes de todas partes del mundo vienen a verla porque saben que no es un engaño.

Esta vez el resoplido de Elise fue despectivo.

—¡Engaño! ¡Claro que no! Madame no sabría engañar a un recién nacido, aunque lo intentase.

—Es un Ángel —corroboró el joven francés—. Y yo haré cuanto un hombre puede porque sea feliz. ¡Esté segura de eso, Elise!

Ella respondió con sencilla dignidad:

—He servido a madame durante muchos años, monsieur. Con el respeto debido, la quiero. Si yo no creyese que usted le adora... ¡eh bien, monsieur!, sería capaz de desgarrarle uno a uno todos sus miembros.

Raoul se rió.

—¡Bravo, Elise! Admiró su fidelidad y le ruego que me quiera un poquito ahora que sabe mi decisión. Se lo aseguro: ¡Madame dejará el espiritismo!

Supuso que la anciana recibiría complacida la noticia, y le sorprendió que permaneciese en actitud grave.

—Imagine, monsieur —dijo Elise—, que los espíritus no renuncian a ella.

La sorpresa de Raoul se hizo más intensa.

—¡Eh! ¿Qué quiere decir?

—Le pregunto:. ¿Y si los espíritus no renuncian a ella?

—¿Pero no es usted incrédula en cuanto a los espíritus, Elise?

—Desde luego. Es necio creer en ellos. De todos modos...

—De todos modos... ¿qué?

—Me resulta difícil explicarlo, monsieur. Yo consideraba a estas médiums, según se llaman a sí mismas, unas inteligentes estafadoras que abusan de las pobres almas crédulas que han perdido a sus seres queridos. Sin embargo, madame no es de esas. Madame es buena. Madame es honrada y... —con un susurro de espanto añadió—: Suceden cosas. No es un truco; suceden cosas, y por eso temo. Estoy segura de ello, monsieur. Por eso digo que no está bien, pues va contra la naturaleza y le bon Dieu, alguien tendrá que pagar.

Raoul se puso en pie y le golpeó tranquilizadoramente el hombro.

—Cálmese, buena Elise —le sonrió—. Mire, le daré otra buena noticia: hoy celebraremos la última sesión de espiritismo; después de hoy, se acabó.

—Así, ¿tenemos una hoy? —preguntó suspicaz.

—La última, Elise, la última.

La anciana sacudió la cabeza desconsoladamente.

—Madame no está en condiciones...

Sus palabras fueron interrumpidas al abrirse una puerta por donde apareció una mujer alta y rubia; flexible y graciosa, con el rostro de una madonna de Botticelli. El semblante de Raoul se iluminó, y Elise se marchó rápida y discretamente.

—¡Simone!

El joven le cogió entre las suyas las blancas manos y las besó una después de otra. Ella murmuró suavemente el nombre amado.

—¡Raoul, querido mío!

De nuevo le besó las manos, y luego le miró intensamente al rostro.

—Simone, ¡qué pálida estás! Elise me dijo que descansabas. ¿No estarás enferma, amada mía?

—No, enferma no... —ella vaciló.

—Cuéntame, pues.

La médium se sonrió desmayadamente.

—Pensarás que soy boba.

—¿Pensar que tú eres boba? ¡Jamás!

Simone retiró sus manos y sentóse. La joven permaneció inmóvil durante un momento, mirando la alfombra. En su hilo de voz había preocupación.

—¡Tengo miedo, Raoul!

Éste aguardó un momento a que continuase, y al no hacerlo, la invitó animoso:

—¿Miedo de qué?

—Simplemente miedo... eso es todo.

La miró perplejo, y ella aclaró rápidamente:

—Sí, es absurdo, lo sé; pero así lo siento. Miedo, nada más. No sé de qué, o por qué, si bien continuamente estoy poseída de que algo terrible, muy terrible, me va a suceder.

Simone se quedó con los ojos fijos en el vacío, y Raoul la enlazó suavemente por los hombros.

—Querida, debes reaccionar, Cuanto te ocurre es propio de la tensión nerviosa a que se ve sometida una médium. Sólo necesitas descanso y tranquilidad.

Ella le miró agradecida.

—Sí, Raoul; tienes razón. Necesito descanso y tranquilidad.

Simone cerró los ojos y se abandonó un poco sobre el brazo varonil.

—Y felicidad —murmuró él a su oído.

El brazo acentuó su presión, y la joven, con los ojos aún cerrados, suspiró profundamente.

—Cuando me rodean tus brazos me siento segura. Me olvido de todo, incluso de la terrible vida de la médium. Sabes mucho de nosotras; sin embargo, nunca sabrás el sufrimiento de una médium en trance.

Raoul percibió el envaramiento del cuerpo femenino sobre su brazo; abrió los ojos, que volvieron a mirar fijamente la nada, y continuó:

—Cuando espero sentada en el cuarto, la oscuridad se me hace insoportable, Raoul, pues vivo la oscuridad del vacío. Entonces me concentro deliberadamente para huir de mí misma. Luego nada sé de cuanto ocurre a mi alrededor, hasta el lento, doloroso regreso, y el despertar del sueño, cansada, terriblemente cansada.

—Lo sé —murmuró Raoul—. Lo sé.

—Muy cansada —insistió Simone.

Todo su cuerpo pareció derrumbarse mientras repetía esa palabra.

—Pero eres maravillosa, Simone.

Raoul le cogió las manos e intentó imbuirle su propio entusiasmó:

—Eres única; la mejor médium que el mundo jamás ha conocido.

Ella denegó con la cabeza, sonriendo halagada por el elogio.

—Es cierto, querida —insistió Raoul, que sacó dos cartas de un bolsillo—. Mira, una es del profesor Roche, de Salpetriere, y la otra del doctor Genir, de Nancy; ambos imploran que continúes sentándote para ellos de cuando en cuando.

—¡Ah, no! ¡Eso sí que no! —Simone, de repente, se puso en pie—. ¡No lo haré! ¡No lo haré! Debe terminar todo, todo. Me lo prometiste, Raoul.

Él la miró sorprendido mientras ella, temblorosa, le suplicaba con los ojos, como si fuese una criatura acorralada. Raoul se levantó y cariñosamente, le tomó las manos.

—Desde luego —dijo—. Todo ha acabado, eso por supuesto. Pero me siento muy orgulloso de ti, Simone, y por eso mencioné estas dos cartas.

La joven, suspicaz, lo miró de reojo.

—¿De veras no querrás que me siente otra vez?

—No. A menos que tú misma lo desees, aunque sólo sea de cuando en cuando para estos viejos amigos...

Simone, excitada, lo interrumpió.

—¡No, no; nunca jamás! Hay peligro, te lo aseguro. Lo percibo; es un gran peligro —se llevó las manos a la frente un momento y luego se encaminó a la ventana, y rogó ya más calmada—: Prométeme que nunca más me sentaré.

Raoul la siguió y le puso las manos sobre los hombros.

—Querida mía —murmuró tiernamente—. Te prometo que después de hoy nunca volverás a celebrar sesión.

La joven apenas le oyó, pues seguía el propio curso de sus pensamientos.

—Es una mujer extraña, Raoul; una mujer muy extraña. ¿Sabes?, casi me provoca terror su presencia.

—¡Simone!

El reproche de su voz lo advirtió ella de inmediato.

—Eres como todos los franceses, Raoul. Para ti una madre es sagrada y no es justo que yo piense así cuando ella sufre tanto por la pérdida de su hija. Pero... no sé cómo explicártelo. Su fortaleza, su color moreno, sus manos... ¿Te has fijado en sus manos, Raoul? Son enormes y tan fuertes como las de un hombre.

Se estremeció ligeramente y cerró los párpados. Raoul retiró sus manos de los hombros de ella y, al hablar, su voz fue cortante:

—No te entiendo, Simone. Desde luego, tú, una mujer, deberías de sentir cierta compasión hacia una madre privada de su única hija.

La joven médium hizo un gesto de impaciencia.

—Eres tú quien no lo entiende, amor mío. Yo no puedo evitar estas cosas. En el mismo instante de verla sentí... —extendió su manos como si rechazase algo, y continuó—: pánico. ¿No recuerdas el mucho tiempo que, luego, me negué a sentarme para ella? Estoy segura que, de algún modo, me traerá desgracia.

Raoul se encogió de hombros.

—La realidad es que solo te trajo lo contrario —dijo secamente—. Todas las sesiones han sido un notable éxito. El espíritu de la pequeña Amelia se apoderó de ti en seguida, y las materializaciones han sido sorprendentes. El profesor Roche habría dado algo por presenciar la última.

—¡Materializaciones! —exclamó en voz baja—. Dime, Raoul, ¿son las materializaciones realmente tan maravillosas?

El asintió entusiasmado.

—En las primeras sesiones la figura de la niña fue visible en una especie de nebulosa —explicó—. Pero en la última...

—¡Sigue!

La voz de Raoul descendió paulatinamente a un leve susurro.

—Simone, la niña que había allí era una criatura viviente, de carne y hueso. Llegué a tocarla, pero el contacto fue tan agudamente doloroso que no se lo permití a madame Exe. Temí que no supiera controlarse y te produjera un daño irreparable.

Simone volvió de nuevo a la ventana.

—Me hallé totalmente extenuada cuando desperté. Raoul, ¿estás seguro de que obramos bien? Ya sabes lo que dice Elise.

—Conoces mi pensamiento en cuanto a eso, Simone. No obstante, lo desconocido puede encerrar algún peligro pero lo nuestro es una causa noble; es la causa de la ciencia. El mundo conoce a miles de mártires de la ciencia; pioneros que pagaron un alto precio para que otros siguieran trabajando para la ciencia a costa de un terrible desgaste nervioso. Tu parte está hecha, y desde hoy eres libre para seguir otra senda más feliz.

Ella le miró afectuosa, restablecida su tranquilidad. Luego miró su reloj.

—Madame Exe se retrasa —murmuró—. Quizá no venga.

—Supongo que sí —dijo Raoul—. Tu reloj se adelanta un poco.

Simone se entretuvo en arreglar algunos detalles del saloncito.

—Me gustaría saber quién es madame Exe —observó—. ¿De dónde viene? ¿Cuál es su familia? Es raro que no sepamos nada.

Raoul se encogió de hombros.

—La gente suele ampararse en el incógnito cuando visita a una médium. Es una precaución elemental.

—Sí; eso debe de ser —dijo Simone.

Un jarroncillo de porcelana le resbaló de las manos y se hizo añicos en los azulejos de la chimenea. Bruscamente, la joven se volvió a Raoul:

—Ya lo ves. Estoy nerviosa. ¿Te enojarás si digo a madame Exe que no puedo sentarme hoy?

—Lo prometiste, Simone —repuso suavemente Raoul.

La joven retrocedió hasta la pared.

—No lo haré, Raoul. ¡No lo haré!

El tierno reproche de las pupilas varoniles la hizo parpadear.

—No me importa el dinero, Simone; pero recuerda la enorme suma que esta mujer ha ofrecido por la última sesión.

La joven le contestó casi enojada:

—Hay cosas que importan más que el dinero.

—Ciertamente, las hay. A eso me refería hace un rato, Esa mujer es una madre que ha perdido a su única hija. Si no estás enferma, si sólo es un prejuicio por parte tuya... puedes negarte al capricho de una mujer rica, pero no al deseo de una madre que sólo pretende ver por última vez a su hija.

La médium movió sus manos desesperadamente, como rechazando un dolor.

—¡No me tortures! —suplicó—. Está bien; tienes razón. Lo haré, si bien ahora sé a qué tengo miedo... a la «madre».

—¡Simone!

—Raoul, muchos de los principios elementales de la vida han sido destrozados por la civilización, pero la maternidad no ha sufrido alteración alguna. Y el amor de una madre no admite parangón en este mundo. No conoce ley, ni piedad; se atreve a todo y aplasta cuanto se le opone.

Simone, jadeante, guardó silencio y luego se volvió a él con fugaz y desarmadora sonrisa.

—Estoy tonta hoy, Raoul. Lo sé.

El joven le cogió las manos.

—Acuéstate un poco. Acuéstate mientras llega.

—Está bien —le sonrió antes de salir de la estancia.

Durante un rato, Raoul se sumergió en sus propios pensamientos. Luego caminó a pasos largos hacia la puerta, cruzó el recibidor y entró en una sala muy parecida a la que había dejado. En uno de los extremos había una pequeña alcoba con un enorme sillón en su centro. Pesadas cortinas de terciopelo negro pendían dispuestas a ser corridas delante de la alcoba. Elise arreglaba la sala. Junto a la alcoba se hallaban dispuestas dos sillas y una mesa redonda. Y, sobre ésta, una pandereta, un cuerno, papel y lápices.

—¡La última vez! —exclamó Elise con lúgubre satisfacción—. Oh, monsieur, desearía que ya hubiese terminado.

El agudo sonido del timbre eléctrico resonó en el piso.

—¡Ahí está ese formidable gendarme de mujer! —dijo la vieja sirvienta—. ¿Por qué no reza decentemente por su hija en la iglesia y ofrece un cirio a la Virgen? ¿Acaso no sabe el buen Dios lo que más nos conviene?

—Atienda la llamada, Elise —fue la respuesta de Raoul.

La anciana le miró rencorosa, pero obedeció. Poco después hablaba con la visitante.

—Diré a mi ama que está usted aquí, madame.

Raoul salió al encuentro de madame Exe y le estrechó la mano. Entonces las palabras de Simone acudieron a su memoria: «Manos grandes y fuertes.»

Realmente lo eran. También le pareció exagerado el amplio velo negro que la cubría. Su voz se le antojó cavernosa.

—Temo que me he retrasado algo, monsieur.

—Sólo un poco —dijo sonriente—. Madame Simone descansa. Lamento decirle que no se encuentra muy bien; está nerviosa y trastornada.

Madame Exe, que retiraba su mano, la cerró de pronto sobre la de él.

—Pero se sentará —afirmó rudamente.

—Oh, sí, madame.

Ella dio un suspiro de alivio y se dejó caer en una silla, ahuecando el pesado velo que flotaba a su alrededor.

—Oh, monsieur —murmuró—. Usted no puede imaginarse la maravilla y el gozo que son para mí estas sesiones. ¡Mi pequeñita! ¡Mi Amelia! ¡Verla, oírla... e, incluso, si tiendo la mano tocarla!

Raoul le contestó autoritariamente:

—Madame Exe, en ningún momento hará nada sin mi expresa autorización. Lo contrario sería provocar un grave peligro.

—¿Peligro para mí?

—No, madame. Para la médium. Trataré de explicarle en lenguaje sencillo, sin terminología científica, el fenómeno que se materializa ante nosotros. Un espíritu, para manifestarse, necesita valerse de la sustancia de la médium. ¿Ha visto usted el fluido que sale de los labios de la médium? Ese fluido, al condensarse, construye la semblanza física del espíritu que se posesiona de ella. Por eso creemos que este ectoplasma es la sustancia de la médium. Algún día quizá podamos comprobarlo científicamente. De momento sólo conocemos el dolor que sufre la médium si se manipula con el fenómeno. También suponemos que si alguien cogiese la materialización, la muerte de la médium podría provocarse en el acto.

Madame Exe escuchaba atenta.

—Muy interesante, monsieur. Dígame, ¿no llegará un momento en que la materialización sea tan perfecta que pueda ser aislada de la médium?

—Una especulación fantástica, madame.

Ella insistió.

—Pero no imposible.

—Totalmente imposible hoy por hoy,

—¿Quizás en lo futuro?

La llegada en aquel momento de Simone interrumpió el diálogo. Aunque lánguida y pálida, era evidente que había recuperado el control de sí misma. Estrechó la mano de Madame Exe, y Raoul advirtió su ligero estremecimiento al sentir el contacto.

—Lamento, madame, saber que se halla usted indispuesta —dijo madame Exe.

—No es nada —repuso Simone, no sin cierta brusquedad—. ¿Empezamos?

Se fue a la alcoba, y sentóse en el sillón. Entonces fue Raoul quien sintió los efectos de una onda de temor.

—No estás lo bastante fuerte, querida. Será mejor que cancelemos la sesión, Madame Exe lo comprenderá.

—¡Monsieur! —exclamó ésta levantándose indignada.

—Lo siento, madame. Debemos suspender la sesión.

—Madame Simone me prometió una última sesión para hoy.

—Así es —intervino Simone, quedamente—, y estoy dispuesta a cumplir mi promesa.

—Y yo lo celebro, madame.

—Nunca falto a mi palabra —añadió Simone—. No temas, Raoul, es la última vez a Dios gracias.

Raoul corrió las pesadas cortinas delante de la alcoba, y también las de la ventana, de modo que la estancia quedó en penumbra. Señaló una silla a madame Exe, y se dispuso a sentarse en la otra.

—Perdón, monsieur; yo creo en su integridad y en la de madame Simone. De todos modos, con el fin de que mi testimonio sea más valioso, me tomé la libertad de traer esto conmigo.

De su bolso extrajo un trozo de cuerda fina.

—¡Madame! —gritó Raoul—. ¡Esto es un insulto!

—Una precaución, diría yo.

—¡Repito que es un insulto!

—No comprendo su objeción, monsieur. Si no hay truco, no tiene nada que temer.

—Puedo asegurarle que no temo a nada, madame. Está bien, áteme las manos y los pies, si quiere.

Sus palabras no produjeron el efecto esperado, pues madame Exe se limitó a decir sin emoción alguna.

—Gracias, monsieur —y avanzó con la cuerda en la mano.

Simone, situada detrás de la cortina, gritó:

—¡No, Raoul! ¡No dejes que lo haga!

Madame Exe se rió despreciativa.

—Madame tiene miedo.

—Recuerda lo que ha dicho, Simone —intervino Raoul—. Madame Exe tiene la impresión de que somos unos charlatanes.

—Quiero asegurarme, eso es todo —repuso la aludida.

Luego procedió metódicamente a ligar a Raoul a su silla.

—La felicito por sus nudos, madame —dijo irónico, tan pronto quedó atado—. ¿Está satisfecha ahora?

Ella no contestó. Pero sí inspeccionó minuciosamente la sala. Después cerró la puerta, se guardó la llave y regresó a su puesto.

—Bien —exclamó decidida—. Ahora estoy dispuesta.

Pasaron varios minutos antes de que se oyera detrás de la cortina la respiración de Simone, más pesada y estentórea. Seguidamente se percibieron una serie de gemidos, seguidos de un corto silencio, roto por el repentino tamborileo de la pandereta. El cuerpo fue tirado de la mesa al suelo, al mismo tiempo que se producía una risa irónica. Las cortinas de la alcoba se entreabrieron un poco, y la figura de la médium se hizo visible, con la cabeza caída sobre el pecho.

De repente, madame Exe contuvo el aliento. Un arroyo de niebla, semejante a una cinta, salía de la boca de la médium. La niebla se condensó, y empezó gradualmente a tomar la forma de una niña de corta edad.

—¡Amelia! ¡Mi pequeña Amelia!

El susurro procedía de madame Exe. La nebulosa figura se materializó aún más. Raoul miraba casi incrédulo. Jamás había presenciado un éxito tan grande.

Allí, frente a él, una niña de carne y hueso se había hecho realidad.

De pronto, se oyó la suave voz infantil.

Maman!

Madame Exe medio se levantó de su asiento, al mismo tiempo que gritaba:

—¡Hijita mía! ¡Hijita mía!

Raoul intranquilo y temeroso, exclamó:

—¡Cuidado, madame!

La criatura se movió vacilante hacia las cortinas, y se quedó allí con los brazos extendidos.

Maman! —repitió.

Madame Exe volvió a medio levantarse de su silla exclamando sordamente:

—¡Oh!

Raoul, asustado, gritó:

—¡Madame! ¡La médium!

Pero madame Exe pareció no enterarse.

—Quiero tocarla —dijo.

Tan pronto avanzó un paso, el joven suplicó:

—¡Por lo que más quiera, madame, contrólese!

Ella no le oía.

—¡Siéntese! —gritó aterrado.

—¡Mi querida! ¡Quiero tocarla!

—Madame, le ordeno que se siente. ¡Siéntese! —volvió a gritar, desesperado.

Raoul luchó denodadamente contra sus ligaduras. Fue inútil, ya que madame Exe había realizado bien su labor. La terrible sensación de inminente desastre, casi lo enloqueció.

—¡Madame! ¡Siéntese! —-vociferó, perdido el control de sus nervios—¡Tenga piedad de la médium!

Ella, indiferente a la angustia del hombre, y sumida en gozoso éxtasis, alargó un brazo y tocó la pequeña figura en pie junto a la cortina. La médium exhaló un sobrecogedor grito.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —imploró Raoul—. ¡Compadézcase de la médium!

Madame Exe se volvió hacia él.

—¿Qué me importa a mí la médium? ¡Quiero a mi hija!

—¿Está usted loca?

—¡Mi hija! ¡Es mía! ¡Mía! Mi propia carne y sangre. Es mi pequeña que vuelve a mí del mundo de los muertos.

Raoul abrió sus labios, pero no logró decir palabra. ¡Aquella mujer estaba loca! Era inútil suplicar piedad a un ser dominado por su propia pasión.

Los labios de la niña volvieron a entreabrirse, y, por tercera vez, se oyó su voz:

Maman!

—¡Ven, pequeñita mía! —gritó la madre.

Luego, sin más preámbulos, cogió a su hija en sus brazos. Detrás de las cortinas se produjo un prolongado gritó de extrema agonía.

—¡Simone! —llamó Raoul—. ¡Simone!

Madame Exe pasó precipitadamente por delante de él, abrió la puerta, y sus pasos se perdieron en las escaleras.

Detrás de la cortina aún sonaba el terrible y prolongado grito; un grito como Raoul jamás había oído. Luego se desvaneció en una especie de gorgoteo, roto por el golpe de un cuerpo al desplomarse.

El joven luchó como un loco, y sus ligaduras se partieron al fin. Mientras se ponía en pie, Elise apareció gritando:

—¡Madame!

—¡Simone! —dijo Raoul.

Juntos se precipitaron a la cortina, y la separaron.

Raoul retrocedió.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Roja... toda rojal

Elisa, temblorosa, exclamó:

—¡Madame está muerta! Monsieur, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué madame ha quedado disminuida a la mitad de su tamaño? ¿Qué ha sucedido?

—Lo ignoro.

Durante breves segundos permanecieron callados, sobrecogidos de espanto. Al fin, Raoul gritó:

—¡No lo sé! ¡No lo sé! Creo que me vuelvo loco. ¡Simone! ¡Simone!

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