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—Hay una señorita que desea verle, señor.

—¿En? —MacFarlane, sorprendido, miró a su patrona—. Oh, perdone, señora Rowse. Veía fantasmas.

—¿No lo dirá en serio, señor? Se ven cosas raras en el páramo a la caída de la noche, como la dama blanca, el herrero del diablo y el marinero y la gitana.

—¿El marinero y la gitana?

—Eso dicen, señor. Es una historieta de mis tiempos. Estaban muy enamorados.

—¿Y no podría ser que ellos ahora...?

—¡Señor! ¿Qué cosas dice usted? La señorita aguarda.

—¿Qué señorita?

—La que espera en el salón. La señorita Lawes.

—¡Oh! —exclamó MacFarlane.

¡Rachel! El recuerdo de ella le hizo descender a realidades inmediatas, a la vez que lo elevaba a un estado de felicidad. Asomado al ventanal de un mundo tenebroso se había olvidado de su prometida.

Abrió la puerta del salón y vio a su Rachel de ojos pardos y sinceros. De repente, como si despertase de un sueño, gozó la cálida y agradable sensación de estar vivo. ¡Vivo! ¡Sólo hay un mundo del cual estamos seguros! ¡Éste!

—¡Rachel! —dijo, y, levantándole la barbilla, la besó.

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