3



—¡Pardiez, mis nervios están podridos! —murmuró MacFarlane al despertarse a la mañana siguiente.

Recordó los sucesos de la tarde anterior. La motocicleta; el atajo y la repentina niebla que le hizo extraviarse cerca de una peligrosa ciénaga; el trozo de chimenea desprendido en la posada; el olor a quemado durante la noche, procedente de su manta sobre el brasero. Pero esto no sería nada, nada en absoluto, de no haber oído las palabras de ella al despedirse, y de su desconocida seguridad en cuanto a que Alistair sabía...

Saltó del lecho con repentina energía, dispuesto a ir en su busca lo antes posible. Eso rompería el hechizo, si llegaba felizmente. ¡Señor, qué locura la suya!

Comió poco al desayunarse. A las diez inició el ascenso de la carretera. A las diez y media su mano tiraba de la campanilla. Entonces se permitió exhalar un largo suspiro de alivio.

—¿Está en casa la señora Haworth?

Era la misma mujer que le abrió la puerta el día anterior. Pero su rostro aparecía bañado de dolor.

—¡Oh, señor! ¿No se ha enterado usted?

—¿Enterado, de qué?

—La señora Haworth, mi linda corderita... Era su tónico. Lo tomaba todas las noches. El pobre capitán está desconsolado, casi loco. Él equivocó el frasco al cogerlo del estante en la oscuridad... Llamaron al médico, pero fue demasiado tarde.

En la mente de MacFarlane repiquetearon las viejas palabras: «Siempre lo he sabido amenazado de algo terrible. Con mi don podía evitar que sucediese... si es verdad que uno puede.» Desgraciadamente, nadie puede torcer el destino. Y, extraña fatalidad, éste había destruido a quien tanto quiso salvar.

La anciana sirvienta continuó:

—¡Mi linda corderita! Tan dulce y cariñosa, y tanto que se preocupaba por cualquiera en apuros. No soportaba que nadie sufriera daño —vaciló un segundo y luego añadió—: ¿Quiere usted subir a verla, señor? Ella me dijo que usted la conoció hace mucho tiempo. Muchísimo tiempo.

MacFarlane siguió a la anciana por las escaleras a una habitación al otro lado del salón donde oyera cantar el día anterior. Las ventanas tenían cristales de colores que lanzaban su roja luz sobre la cabecera del lecho. Una gitana con un pañuelo en la cabeza... Tonterías, sus nervios volvían a jugarle tretas. Miró largamente, y por última vez, a Alistair Haworth.

Загрузка...