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Me encontré con él a la hora convenida de la tarde siguiente para visitar a la hermana Marie Angelique. El doctor Rose fue todo ingenio, como si tratase de borrar en mí la mala impresión que hubiera podido causarme el día anterior.

—No se tome muy en serio cuanto le dije ayer —me aconsejó riéndose—. Me desagradaría que me creyese un aficionado a las ciencias ocultas. En realidad, sucede que me apasiono cuando intento esclarecer algún caso intrincado como éste.

—¿De veras?

—Sí, y cuanto más difícil es, más me gusta.

Se rió como el hombre a quien hacen gracia sus propias debilidades.

Cuando llegamos a la casita, la enfermera quiso consultar algo con el doctor Rose, y esto me obligó a permanecer solo con la hermana Marie Angelique.

La monja me observó un momento antes de decirme:

—La enfermera me ha dicho que usted es hermano de la amable señora que me dio cobijo cuando vine a Bélgica.

—Así es.

—Fue muy amable conmigo. Es buena.

Se quedó silenciosa, como sumida en algún pensamiento. Luego me preguntó:

Monsieur le docteur, ¿es bueno?

Me sentí embarazado.

—Sí, claro. Supongo que sí lo es.

Después de una pausa comentó:

—Sí; él ha sido muy bueno conmigo.

—Estoy seguro de ello —repuse.

Ella me miró fijamente.

—Monsieur... usted... usted que habla conmigo ahora, ¿cree que estoy loca?

—¡Vamos, hermana, semejante idea es un...!

Sacudió la cabeza lentamente, interrumpiendo mi

protesta.

—¿Estoy loca? No lo sé; pero, ¿por qué recuerdo cosas tan extrañas mientras me olvido de otras?

El doctor Rose penetró en la estancia, al mismo tiempo que la hermana Marie Angelique suspiraba.

La saludó alegremente y le explicó lo que deseaba que ella hiciese.

—Algunas personas tienen el don de ver las cosas en una bola de cristal. Sospecho que usted posee este don, hermana.

Ella reaccionó asustada.

—¡No, no; no puedo hacer eso! Leer el futuro, es un pecado.

El doctor Rose experimentó una sorpresa, pues no esperaba de la monja semejante reacción. Cuando se hubo repuesto cambió inteligentemente el enfoque del asunto.

—Tiene usted razón. No se debe bucear en lo futuro. Sin embargo, en lo pasado es cosa diferente.

—¿Lo pasado?

—Sí... hay cosas interesantes en lo pasado. A veces saltan de las sombras espectros olvidados que nos recuerdan otros tiempos. No se trata de que vea nada en la bola. Ya sé que le está prohibido. Pero cójala en sus manos... así. Mírela. Concéntrese. Hágalo con mayor atención. ¿Empieza a recordar, verdad? ¡Usted recuerda! Usted oye mis palabras! ¡Usted puede contestar mis preguntas! ¿Me oye?

La hermana sostenía la bola de cristal con extraña reverencia. Miraba a su interior con ojos velados, inexpresivos. Poco a poco la cabeza fue cayendo hasta hundir la barbilla en el pecho. Al fin pareció que estaba dormida.

Con extraño cuidado, el doctor Rose le quitó la bola de cristal y la dejó sobre la mesa. Luego de alzarle un párpado, vino a sentarse a mi lado.

—Hemos de esperar a que se despierte. No tardará mucho.

Tuvo razón. Pasados cinco minutos, la hermana Marie Angelique abrió sus ojos soñolientos.

—¿Dónde estoy?

—Aquí, en casa. Ha dormido un poco. Ha soñado usted, ¿verdad?

Asintió.

—Sí, he soñado.

—¿Con la bola de cristal?

—Sí.

—Díganoslo.

—Creerá que estoy loca, monsieur le docteur. En mi sueño la bola era un emblema sagrado, y yo un segundo Cristo muerto por su fe. Mis seguidores eran perseguidos... Pero la fe prevalecía. Sí, durante quince mil lunas llenas... quince mil años.

—¿Cuánto dura una luna llena?

—Trece ordinarias. Sí, durante la luna llena quince mil... yo era sacerdotisa del quinto signo, en la casa de cristal. Luego vienen los primeros días del sexto signo... —frunció las cejas y en sus ojos brilló una mirada de temor. Murmuró—: ¡Demasiado pronto! ¡Demasiado pronto! Un error... Ah, sí, recuerdo. ¡El sexto signo!

Casi se deslizó al suelo. Poco a poco irguió el cuerpo y se pasó una mano por la cara. Entonces murmuró:

—¿Qué he dicho? ¡Oh! He delirado. Esas cosas nunca sucedieron.

—No se preocupe, hermana —le dijo el doctor Rose.

Ella lo miraba con angustiosa perplejidad.

Monsieur le docteur, no comprendo. ¿Por qué he de tener estos sueños, estas fantasías? A los dieciséis años entré en la vida religiosa. Jamás he viajado y, no obstante, sueño con ciudades, gentes desconocidas y costumbres extrañas. ¿Por qué? —se presionó con ambas manos la cabeza.

—¿Recuerda si la han hipnotizado alguna vez, hermana? ¿O caído en estado de trance?

—Nunca he sido hipnotizada, monsieur le docteur. En cuanto a lo otro, mientras rezábamos en la capilla, a menudo mi espíritu parecía desligarse de mi cuerpo, quedando como muerta durante horas. Indudablemente era un estado de gracia, como decía la madre superiora.

—Me gustaría hacer un experimento, hermana —le dijo con tono despreocupado—. Con ello quizá lográsemos despejar estos dolorosos medios recuerdos. Usted mirará otra vez la bola de cristal, y a cada una de las palabras que yo pronuncie me responderá con otra. Prolongaremos la sesión hasta que se canse. Concentre su atención en la bola y no en las palabras.

Mientras, yo alcanzaba la bola de cristal y, al dársela, noté la reverente actitud de la hermana Marie Angelique al cogerla entre sus manos. Sus maravillosos y profundos ojos quedaron fijos en ella. Luego siguió un corto silencio hasta que el doctor dijo:

Podenco.

Inmediatamente la hermana Marie Angelique contestó:

Muerte.

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