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—Necesito su consejo, Seldon.

Seldon apartó un poco la silla de la mesa. Desde que se produjo la invitación, no había cesado de preguntarse cuáles serían los motivos que justificaban una cena para dos. Apenas había visto a Hamer desde el invierno, y aquella noche percibía un cambio indefinible en su amigo.

—Es algo tonto, lo sé —dijo el millonario—. Pero estoy preocupado conmigo mismo.

Seldon se sonrió mientras lo miraba por encima de la mesa.

—Su aspecto es saludable.

—No es eso —Hamer se detuvo un momento, y luego añadió quedamente—: Temo que me estoy volviendo loco.

El neurólogo alzó la cabeza, visiblemente interesado. Sin la menor prisa, se sirvió un vaso de oporto y preguntó suavemente:

—¿Qué se lo hace suponer?

—Algo que me ha sucedido. Algo inexplicable, increíble. No puede ser cierto; por eso me vuelvo loco,

—Cálmese —invitó Seldon—, y cuéntemelo.

—No creo en lo sobrenatural —empezó Hamer—. Jamás he creído. Pero esto... Bueno, es mejor que le cuente toda la historia desde el principio. Empezó el pasado invierno, una noche después de haber cenado con usted.

Entonces, breve y concisamente, le narró todos los sucesos que viviera camino de su casa.

—Aquello fue el principio. No sé explicar bien la sensación que experimento. Sólo sé que es maravilloso, distinto a todo lo sentido o soñado. Desde entonces se repite con mucha frecuencia. Oigo la música y empiezo a flotar y elevarme hasta que se produce la pugna de las dos fuerzas, una que me tira hacia arriba y otra hacia la tierra. Luego viene el dolor físico del despertar. Es como bajar de una alta montaña. ¿Conoce el dolor de oídos que produce? Pues bien, lo mío es esto, sólo que intensificado. A ello se une la terrible sensación de ser aplastado.

Después de una pausa continuó:

—Los criados ya me creen loco. No puedo soportar el tejado ni las paredes, y duermo en un lugar dispuesto en lo alto de la casa, a cielo abierto, sin muebles, cortinas ni alfombras. Aun así, las casas cercanas me oprimen del mismo modo. Prefiero el campo abierto, donde pueda respirar —miró a Seldon—. ¿Le encuentra explicación?

—Desde luego. Hay sobradas explicaciones. Usted ha sido hipnotizado o se ha autohipnotizado. Sus nervios están alterados. También puede que sea un simple sueño que se va repitiendo.

Hamer sacudió la cabeza.

—Ninguna de esas explicaciones sirve.

—Hay otras —repuso Seldon—; pero no gozan de mucho crédito.

—¿Las admite usted?

—En líneas generales, sí. Muchas cosas escapan a la comprensión humana y carecen de explicación. Entiendo que es mucho lo que ignoramos y no cierro mi mente a ellas.

—¿Qué me aconseja? —preguntó Hamer después de un breve silencio.

Seldon se inclinó hacia delante.

—Aléjese de Londres en busca de su «campo abierto». Los sueños pueden cesar.

—No lo deseo —contestó Hamer rápidamente—. He llegado al extremo de que no sé pasarme sin ellos, ni quiero.

—Lo comprendo. Hay otra alternativa: busque a ese sujeto, el inválido. Usted le atribuye toda clase de dones sobrenaturales. Háblele y quizá rompa su maleficio.

Hamer volvió a sacudir la cabeza,

—¿Por qué no? —preguntó Seldon.

—Tengo miedo.

El neurólogo hizo un gesto de impaciencia.

—No crea tan ciegamente en esas cosas. Pero dígame, la tonada, ¿qué le recuerda?

Hamer la tarareó y Seldon escuchó con el ceño fruncido.

—Recuerda la obertura de Rienzi. Es cierto que da la sensación de cosa que se remonta; si bien no advierto causa suficiente para sentirse alzado de la tierra. No obstante, esas suspensiones suyas, ¿son todas exactamente iguales?

—No, no —Hamer se inclinó hacia delante—. Parecen sometidas a una escala de progreso, pues cada vez soy consciente de algo nuevo. Es difícil explicarlo. Primero es como si llegase a un lugar desconocido, a impulsos de la música; aunque no directamente. Tengo la impresión de que las ondas se suceden y cada una me eleva un poco más, hasta que la última me sitúa en el punto más alto, de donde ya no puede pasarse. Permanezco allí algún tiempo, y luego otra fuerza me arrastra hacia abajo.

»En realidad, eso que llamo un lugar es más bien un estado. Aunque, posiblemente, esta denominación sólo sea correcta en cuanto al principio. Cuando regreso, que había cosas a mi alrededor que aguardan a ser percibidas. Piense en un cachorro. Sus ojos, al principio no ven. El animal tiene que educar su vista. Pues algo así es lo que me sucede a mí. Los sentidos naturales de la vista y el oído no me sirven, como si ellos aún no estuvieran desarrollados, si bien un sexto sentido, no corporal, los reemplaza. Así, poco a poco, percibo sensaciones de luz, de sonido, de color; pero de un modo vago. Es más bien conocimiento intuitivo de las cosas que verlas u oírlas. Primero capté una luz que se hacía más fuerte y clara; luego arena, grandes extensiones de arena rojiza, y aquí y allá, largas líneas de agua, como si fuesen canales.

Seldon contuvo el aliento.

¡Canales! Esto es interesante. ¡Siga!

—Eso carece de importancia. Son más sugestivas las otras cosas reales que no podía ver, pero sí oírlas. Así, el sonido parecido a un aleteo, que de algún modo, y no sé explicarlo, me pareció glorioso. No hay nada en la tierra a que pueda compararse. ¡Al fin, vi las alas! Sí, Seldon, ¡las alas!

—¿Qué son hombres, ángeles, pájaros?

—Lo ignoro. Aún no les he visto. Pero el color de las alas es algo maravilloso.

—¿El color de las alas? —repitió Seldon—. ¿Qué color?

Hamer movió su mano con gesto indefinido.

—¿Cómo voy a explicárselo? ¡Diga a un ciego cómo es el color azul! Es un color que usted jamás ha visto.

—¿Y bien?

—Eso es todo. Al menos por ahora. Salvo que el regreso es peor, más doloroso cada vez. No lo comprendo. Estoy convencido de que mi cuerpo jamás abandona el lecho; como también que no alcanzo físicamente ese lugar. Siendo así, ¿por qué tanto dolor físico?

Seldon. silencioso, sacudió la cabeza.

—El regreso es algo terrible —continuó Hamer—. Primero se produce el tirón, y luego el dolor que afecta a cada uno de mis miembros y nervios. Los oídos amenazan estallar y todo me presiona, produciéndome una angustiosa sensación de encarcelamiento. Entonces yo deseo libertad.

—¿Y cuál es su postura ante las cosas que tanto significan para usted en este mundo? —preguntó Seldon.

—Eso es lo peor. Siguen gustándome tanto, si no más que antes. Y estas cosas, comodidad, lujo, placer, tiran de mí hacia un punto distinto del lugar donde están las alas. Es una lucha sorda que no sé cómo terminará.

Seldon nada repuso. La extraña historia que había escuchado era fantástica. ¿Sería delirio, alucinación o, posiblemente, verdad? De serlo, ¿por qué Hamer, entre todos los hombres? Aquel materialista que amaba la carne y negaba el espíritu era el menos indicado para tener visiones de otro mundo.

Por encima de la mesa, Hamer le miró ansioso.

—Supongo —dijo Seldon lentamente— que la única solución es aguardar. Aguardar y ver qué sucede.

—¡No puedo! ¡Le digo que no puedo! Sus palabras demuestran que no me entiende. Esa cosa me destroza con su terrible lucha... esa lucha a muerte entre... entre...

—La carne y el espíritu —añadió Seldon.

Hamer, con voz desalentada, concedió:

—Supongo que sí. De todos modos es insoportable. No puedo liberarme...

Una vez más, Bernard Seldon sacudió la cabeza. El hombre se debatía en la tenaza de lo inexplicable.

—Si yo fuera usted —aconsejó—, buscaría al inválido.

De regreso a su casa, murmuró para sí:

—¡Canales... qué raro!



Silas Hamer salió a la calle al día siguiente con nueva determinación en su ánimo. Estaba decidido a seguir el consejo de Seldon y buscar al hombre sin piernas. No obstante, en su fuero interno había el convencimiento de que la búsqueda sería infructuosa, pues el hombre habría desaparecido como si la tierra se lo hubiese tragado.

Los edificios a ambos lados cerraban el paso a la luz del sol, convirtiendo el paisaje en oscuro y misterioso. A mitad del camino vio el único sitio donde unos rayos de sol iluminaban una figura sentada en el suelo. La figura... ¡era el músico!

Su instrumento permanecía apoyado contra la pared junto a las muletas, mientras él cubría las losas con dibujos en yeso de color. Dos acabados mostraban escenas rústicas de maravillosa y delicada belleza: árboles frondosos entre los cuales discurría un saltarín arroyuelo.

Hamer dudó. ¿Se trataba de un simple músico callejero o de un artista decorador de pavimentos?

De repente, sus nervios le traicionaron y gritó:

—¿Quién es usted? Por lo que más quiera, ¡dígame quién es usted!

Los ojos del inválido se encontraron con los suyos; parecían sonreír.

—¿Por qué no me contesta? ¡Hable, dígame algo!

El hombre dibujaba entonces con increíble velocidad en una losa. Hamer siguió el movimiento de su mano, y lo que sólo eran unos trazos inconcretos se transformaban en árboles gigantes. Al fin apareció un hombre sentado que tocaba un instrumento de muchos agujeros —como una flauta—, cuyo rostro era extrañamente hermoso y que tenía piernas de cabra. La mano del inválido hizo un movimiento rápido y las patas de cabra desaparecieron. Luego alzó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Hamer.

—Eran malas —dijo.

Hamer, fascinado, lo miraba fijamente. El rostro del músico era el rostro dibujado, si bien más bello. Sus facciones purificadas mostraban ahora una intensa realidad de vida forzosa.

Hamer huyó del pasaje a la brillante luz del sol, repitiéndose: «¡Imposible, imposible; estoy loco! ¡Sueño!». Pero sentíase hechizado.

Entró en el parque y sentóse en una silla. En aquella hora desierta sólo algunas niñeras con sus pequeños permanecían sentadas a la sombra de los árboles, y aquí y allá, sobre el césped, como islas en un mar verde, hombres yacentes.

«Condenados vagabundos», fue la expresiva definición que hizo Hamer de ellos. No obstante, los envidiaba.

De todos los seres creados eran los únicos libres. Tenían la tierra debajo, el cielo encima, y el mundo entero a su disposición. Aquellos hombres desarraigados no estaban encadenados.

Entonces comprendió cuál era la causa de su esclavitud; aquello que más veneraba, aquello que amaba por encima de todas las cosas... ¡la riqueza!

Pero, ¿lo era? ¿Realmente lo era? ¿No habría una verdad más profunda? ¿Era el dinero o su amor al dinero? Sí, sus ligazones tenían la marca de cosa fabricada por su propia voluntad. No era la riqueza en sí, sino el amor a la riqueza lo que formaba los eslabones de aquella cadena que le privaba de la libertad. Claramente conocía ahora las dos fuerzas que lo desgarraban: la fuerza del materialismo sujetándolo al medio ambiente y la imperativa llamada de las «alas».

Y si una peleaba, la otra no le iba a la zaga. Podía oír, de hecho oía las exigencias de la última: «No debes ponerme condiciones —le decía—. Yo estoy por encima de todas las cosas. Para seguir mi llamada has de renunciar a todo lo demás y cortar las amarras que te retienen. Sólo los libres llegarán a donde yo conduzco.»

—¡No puedo! —gritó Hamer—. ¡No puedo!

Algunas personas miraron al recio hombre, que, sentado, hablaba consigo mismo.

Le exigían sacrificar lo más querido, lo que era parte de él mismo.

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