YO, RICARDO


Introducción a “Yo, Ricardo”

Empecé a sentir atracción por Ricardo III, el rey más controvertido que haya tenido Inglaterra, cuando era universitaria y asistía al primer curso monográfico que hice en mi vida sobre Shakespeare. En ese curso teníamos que leer la obra Ricardo III, curiosamente titulada The Tragedy of King Richard III [La tragedia del rey Ricardo III], y así entré en contacto con un fascinante grupo de figuras históricas que nunca se han apartado de mi imaginación desde aquellas mañanas otoñales de 1968 en que las comentábamos en clase.

Poco después presencié por primera vez la obra en el festival de Shakespeare de Eos Gatos, pero no fue hasta que leí la famosa novela de Josephine Tey titulada The Daughter of Time [La hija del tiempo] cuando empecé a ver al rey Ricardo bajo una óptica diferente de aquella en que lo considera la famosa obra de Shakespeare. Después de leer dicha novela me intrigó más aquel rey tan vilipendiado y continué leyendo otras obras: Richard III, The Road to Bosworth Field [Ricardo III, el camino hacia Bosworth Field]; The Year of Three Kings 1483 [El año de los tres reyes, 1483]; The Mistery of the Princes [El misterio de la princesa]; Richard III, England's Black Legend [Ricardo III, la leyenda negra de Inglaterra]; The Deceivers [Los impostores]; y Royal Blood [Sangre Regia] se convirtió incluso en parte permanente de mi biblioteca. Y cuando creé los personajes de mis novelas de crímenes, decidí que uno de ellos fuera un apologista del rey Ricardo III para tener así la oportunidad de dirigir todas mis críticas contra el hombre al que con el tiempo he llegado a considerar el auténtico culpable de lo sucedido en 1485: Enrique Tudor, conde de Richmond, que más tarde reinaría bajo el nombre de Enrique VII.

Durante todos esos años quise escribir mi propia versión de lo que les ocurrió a los príncipes de la Torre, un relato que exonerase a Ricardo y echase la culpa a quienes realmente la tuvieron. Pero el problema era que cada cual tiene un punto de vista diferente sobre quién fue el auténtico culpable. Unos creían muy probable que Enrique Tudor hubiera hecho ejecutar a los muchachos tras ascender al trono. Otros pensaban que el duque de Buckingham había sido el responsable de los asesinatos en un intento de allanarse el camino a la corona. Y otros veían la implicación de los Stanley, del obispo de Ely o de Margaret Beaufort. Algunos sostenían que la desaparición y muerte de los muchachos había sido consecuencia de una conspiración. Otros se inclinaban por considerar aquello obra de una sola persona. Y algunos otros continuaban convencidos de que semejante acto lo había perpetrado el hombre sobre el cual había recaído la culpa durante quinientos años: el mismo sapo jorobado en persona, Ricardo, duque de Gloucester, que reinaría bajo el nombre de Ricardo III.

Yo tenía claro que no deseaba escribir una novela histórica ni cambiar de profesión para convertirme en historiadora medievalista. Pero sí quería escribir un relato sobre personas que, como yo, se interesaron por ese periodo de la historia, y lo titulé «Yo, Ricardo» porque así era como empezaban los documentos escritos por los monarcas de la época.

Para mí era un reto escribir una historia situada en el presente que tuviera que ver con otra Acaecida hace quinientos años. No quería enfocarla como lo había hecho Tey, sirviéndose de un personaje postrado en la cama de un hospital que resuelve los misterios que le plantean otros para distraerse de los males que le aquejan. Al mismo tiempo quería crear una historia en la que existiera algo, algo ficticio, naturalmente, que probase de modo irrefutable que Ricardo no fue el culpable de la muerte de sus sobrinos.

Y la primera tarea a la que me enfrentaba consistía en decidir qué era ese algo.

Mi segundo empeño fue decidir con qué clase de relato ambientado en la actualidad se podía envolver ese algo.

Abordé el argumento del modo en que lo hago siempre: visitando el lugar donde había decidido situar la historia. De manera que un mes de febrero en que hacía un frío tremendo me dirigí a Market Bosworth en compañía de una amiga sueca. Juntas recorrimos a pie todo el perímetro del lugar donde se libró la batalla, Bosworth Field; allí murió Ricardo III como resultado de la traición, el engaño y la codicia.

Bosworth Field continúa prácticamente igual que hace quinientos años, cuando los ejércitos se enfrentaron allí en agosto de 1485. No se han construido viviendas, ni Walmart ha conseguido levantar ningún desagradable metacentro comercial en los alrededores. De manera que sigue siendo un lugar abandonado y barrido por el viento; se encuentra marcado únicamente por los palos de las banderas que muestran a los visitantes dónde acamparon los distintos ejércitos, y por placas que, a lo largo de una ruta establecida, explican qué ocurrió exactamente en cada uno de aquellos lugares.

Al llegar a una placa que me hizo levantar la vista hacia la lejana aldea de Sutton Cheney, donde el rey Ricardo oró en la iglesia de St. James la noche anterior a la batalla, fue cuando me di cuenta de que mi historia empezaba a tomar forma. Y lo que me sucedió mientras me hallaba ante aquella placa fue algo que nunca antes me había sucedido ni me ha vuelto a pasar jamás. Y es lo siguiente:

Leí el texto que me pedía que buscase el molino de viento en la lejanía, a un par de kilómetros aproximadamente, y que reconociera aquel edificio como perteneciente a la aldea de Sutton Cheney, donde el rey Ricardo había rezado la noche anterior a la batalla. Y al levantar la vista y ver el molino, toda la historia que van a leer a continuación me vino a la cabeza. Toda entera, de una vez. Así de sencillo.

Lo único que tuve que hacer fue ir dictando los distintos detalles de la historia a la grabadora de bolsillo mientras el viento me abofeteaba y las bajas temperaturas me desafiaban a permanecer allí, a la intemperie, el tiempo suficiente para hacerlo.

Volví a California y perfilé los personajes que poblarían el pequeño mundo de «Yo, Ricardo». Una vez hecho eso, la historia prácticamente se escribió sola.

La culpa o la inocencia de los personajes históricos es algo que a nosotros se nos escapa, al menos mientras no se descubran documentos cuya veracidad quede fuera de toda duda. Naturalmente, a mí no me interesaba demostrar nada. Lo que quería era escribir sobre la obsesión de un hombre por un rey muerto hacía ya mucho tiempo, y hasta dónde estaba dispuesto a llegar dicho hombre con tal de avanzar bajo el estandarte de aquel derrotado jabalí blanco.

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