La sorpresa de su vida

Cuando Douglas Armstrong celebró la primera consulta con la médium Thistle McCloud, no tenía intención de asesinar a su mujer. En realidad no se le ocurrió lo del asesinato hasta dos semanas después de la cuarta consulta.

En aquella ocasión Douglas observaba atentamente mientras Thistle se preparaba para hacerle una revelación procedente de otra dimensión. La mujer sostenía la alianza de boda de él en la mano izquierda. Cerró los dedos en torno a la misma. Luego pasó la otra mano por encima del puño cerrado y tarareó cinco notas que sonaron sospechosamente parecidas a «I love you truly». Poco a poco los ojos se le pusieron en blanco y las pupilas se escondieron detrás de los párpados sombreados de amarillo. Douglas se quedó allí con aquella visión delante, la de una mujer de treinta años ataviada con canotier, chaleco a rayas, camisa blanca y corbata de lunares, una mujer con aspecto de pertenecer a algún cuarteto vocal que trataba desesperadamente de encontrar a sus compañeros.

La primera vez que vio a Thistle, Douglas sopesó el atuendo de la mujer, atuendo que en las visitas siguientes no varió de manera apreciable; decidió que se trataba del insidioso atavío propio de los charlatanes que desean que sus clientes concentren la atención en su aspecto personal en vez de en las maquinaciones que llevan a cabo para ahondar en el pasado, en el presente, en el futuro y, sobre todo, en las carteras de dichos clientes. Pero más tarde comprendió que el extraño atavío de Thistle no tenía la función de distraer a nadie. En aquella primera ocasión, mientras la mujer sostenía el viejo reloj Rolex de él en la mano y empezaba a hablar en voz baja e intensa del hijo pródigo, de sus incesantes idas y venidas, de sus ancianos padres, que siempre lo recibían con los brazos y el corazón abiertos, de su hermano, que observaba todo aquello con una falsa sonrisa y un silencioso grito de «¿Y yo no significo nada?», Douglas había tenido la impresión de que Thistle era exactamente lo que aparentaba ser: una médium.

Había acudido a ella por primera vez porque tenía que matar el rato durante cuarenta minutos antes de acudir a la revisión anual de próstata. Le tenía miedo a aquella visita médica, al apuro y a la dentera que le producía tener que responder a la pregunta jovial que solía hacerle el médico (¿Todo para arriba? ¿Todo funciona como es debido?) con la verdad, que era que la ley de gravedad de Newton últimamente había empezado a hacerse realidad en lo relativo al más preciado de sus apéndices. Y como le faltaban seis semanas para cumplir cincuenta y cinco años, y todos los desastres que le habían ocurrido en la vida habían tenido lugar siempre en años múltiplos de cinco, si existía la menor posibilidad de saber lo que los dioses les reservaban a él y a su próstata quería hacer algo para prevenirlo.

Todas estas cosas se le agolpaban en la cabeza mientras rodaba por la autovía de la Costa del Pacífico a la tenue luz dorada de última hora de una tarde de diciembre. En un tramo de la carretera lleno de establecimientos y negocios, principalmente pizzerías y tiendas de tablas de surf, se había fijado en el pequeño edificio azul por delante del cual había pasado mil veces antes y en el letrero pintado a mano que rezaba: consultas de espiritismo. Douglas le echó una ojeada al nivel de gasolina en busca de un pretexto para detenerse, y mientras llenaba el depósito del Mercedes de gasolina súper sin plomo en la estación de servicio que se encontraba enfrente de aquel pequeño edificio azul, se decidió. Qué coño, pensó. Había maneras peores de matar cuarenta minutos.

Así fue como se encontró en la primera sesión con Thistle McCloud, que era cualquier cosa menos lo que él se esperaba que fuese una médium, ya que no usaba bola de cristal ni cartas de tarot, le bastaba con una joya del cliente. En las tres primeras visitas la mujer siempre había captado las emanaciones psíquicas de Douglas a través del reloj Rolex de éste. Pero aquel día había dejado a un lado el reloj, pues aseguró que se había quedado sin energía, y había puesto los ojos de color niebla en el anillo de boda. Le había tocado el dedo a Douglas y le había dicho:

– Creo que hoy voy a usar esto. Siempre que lo que quiera usted sea algo menos objetivo y más propio del corazón.

Douglas le había dado el anillo precisamente por estos dos últimos motivos: «Algo menos objetivo y más propio del corazón». Estas palabras le indicaron a Douglas que la médium sabía muy bien que aquel asunto suyo de hijo pródigo pertenecía al pasado, mientras que sus más hondas preocupaciones se referían ahora al futuro.

Ahora, con el puño cerrado en torno al anillo y los ojos en blanco, Thistle dejó de tararear aquellas cinco notas, respiró profundamente seis veces y abrió los ojos. Le dirigió a Douglas una mirada melancólica que hizo que éste sintiese un vacío en el estómago.

– ¿Qué pasa? -le preguntó.

– Tiene usted que estar preparado para recibir una gran impresión -le explicó la médium-. Se trata de algo inesperado. Vendrá de súbito y sin motivo aparente, pero a causa de ello su vida cambiará para siempre en lo esencial. Y será pronto. Presiento que va a llegar muy pronto.

Dios mío, pensó Douglas. Justo lo que le faltaba oír tres semanas después de que le metieran con indiferencia el dedo índice por el culo para ver cuál era el motivo por el que no se le empinaba.

El médico le había dicho que no era cáncer, pero no se había decidido entre media docena de posibilidades. Douglas se preguntó hacia cuál de ellas acabaría de sintonizar Thistle su antena.

La médium abrió la mano y ambos se quedaron mirando la alianza de boda que tenía en la palma, que brillaba mucho a causa del sudor.

– Se trata de una impresión externa, que viene de fuera -le aclaró ella-. La fuente que provocará ese cambio brusco en su vida no sale de dentro. La impresión procede del exterior y lo va a sacudir a usted hasta lo más hondo de su ser.

– ¿Está segura? -le preguntó Douglas.

– Todo lo segura que puedo estar, teniendo en cuenta el blindaje que lleva usted puesto. -Thistle le devolvió el anillo y al hacerlo le rozó la muñeca con dedos fríos-. Usted no se llama David, ¿verdad? No se ha llamado nunca David. Y nunca se llamará David. Pero tengo la impresión de que la D sí es correcta. ¿Me equivoco?

Douglas metió la mano en el bolsillo de atrás y sacó la cartera. Teniendo buen cuidado de tapar el permiso de conducir para que la mujer no lo viera, sacó un billete de cincuenta dólares sujetándolo con los dedos pulgar e índice. Lo dobló y después se lo entregó.

– Donald -dijo la médium-. No. Tampoco es ese nombre. Darrell, quizás. O Dennis. No, aunque presiento que es un nombre de dos sílabas.

– En un trabajo como éste los nombres no tienen la menor importancia, ¿no? -dijo Douglas.

– No. Pero la verdad siempre es importante. Algún día, No David, va a tener que aprender usted a confiar en la gente, a decirle la verdad. La confianza es la clave. La confianza resulta esencial.

– La confianza es lo que acaba por joder bien a la gente -le aseguró Douglas.

Una vez fuera atravesó la carretera hasta la angosta calle que discurría paralela al océano. Siempre dejaba aparcado allí el coche cuando iba a visitar a Thistle. Teniendo en cuenta aquella curiosa matrícula, DRIL4IT [3], que prácticamente anunciaba quién era el propietario de aquel Mercedes, ya hacía tiempo que Douglas había llegado a la conclusión de que si alguien se dedicaba a hacer correr la voz de que el presidente de South Coast Oil visitaba regularmente a una médium, el resultado sería una verdadera catástrofe, pues aquello ahuyentaría a los posibles inversores en el futuro. Las inversiones arriesgadas son una cosa, pero poner el dinero en manos de un hombre al que se le puede acusar de utilizar la parapsicología en vez de la geología para buscar petróleo era otra muy distinta. Douglas jamás había hecho una cosa así, por supuesto. Nunca se había hablado de negocios en aquellas sesiones con Thistle. Pero intenten ustedes explicarle eso a la junta directiva. Intenten decírselo a cualquiera.

Subió al coche. Luego se dirigió hacia el sur en dirección a su oficina. Había dejado dicho en South Coast Oil que se iba con su esposa a comer a los riscos de Corona de Mar, pues deseaban hacer una romántica excursión invernal. Le había indicado a su secretaria que tendría apagado el teléfono móvil durante una hora por lo menos. Que procurase no llamarle y que hiciese el favor de no molestarlos. Que aquel tiempo lo tenía reservado para Donna y para él mismo.

Mencionar a Donna siempre era un truco que funcionaba muy bien cuando pretendía quitarse de encima a los de la South Coast Oil durante unas horas. Toda la empresa sentía un gran afecto por ella. En realidad todo el mundo le tenía afecto, y punto. A veces incluso le tenían demasiado afecto, pensó Douglas. Sobre todo los hombres.

«Tiene usted que estar preparado para recibir una gran impresión».

¿De veras? Douglas sopesó aquella afirmación pensando que tenía que ver con su esposa.

Cuando le hacía notar lo bien que les caía a los hombres, Donna siempre se mostraba sorprendida. Le decía que simplemente reconocían en ella a una mujer que se había criado en una familia rodeada de hermanos varones. Pero lo que Douglas veía en los ojos de los hombres cuando miraban a su mujer no tenía nada que ver con el afecto fraternal. Sí tenía que ver con desnudarla con la mirada, con llevársela a la cama en plan marrano y echar un buen polvo con ella.

«Se trata de una impresión externa, que viene de fuera».

¿Realmente? ¿De qué tipo? Douglas pensó en lo peor.

Echar un polvo era lo que, a fin de cuentas, había siempre detrás de cualquier relación entre un hombre y una mujer. De manera que, como sus recientes fracasos para lograr una erección y satisfacer a Donna le hacían sentirse frustrado, a Douglas no le quedó más remedio que admitir que le preocupaba que a Donna se le estuviera acabando la paciencia. Y cuando se le acabase empezaría a mirar a su alrededor. Eso era natural. Y una vez que empezase a mirar por ahí, seguro que encontraba a alguien, o alguien la encontraría a ella.

«La impresión procede del exterior y lo va a sacudir a usted hasta lo más hondo de su ser».

Mierda, pensó Douglas. Si la desgracia se cernía sobre su vida al acercarse su cincuenta y cinco cumpleaños, puñetero número de la mala suerte, estaba seguro de que probablemente Donna sería el principal motivo de ello. La mujer tenía veintinueve años, llevaba cuatro casada (para Douglas era su tercera esposa) y, aunque parecía contenta, él había tratado con mujeres el tiempo suficiente como para saber que generalmente las aguas tranquilas ocultan algo más que profundidad. Esconden rocas capaces de hundir un barco en cuestión de segundos si los marineros no ponen los cinco sentidos en ello. Y el amor suele hacer que las personas pierdan la cabeza. El amor hace que las personas se vuelvan un poco chifladas.

Douglas no estaba chalado, desde luego. Conservaba los cinco sentidos. Pero el hecho de estar enamorado de una mujer casi treinta años más joven que él, de una mujer cuyo aroma atraía a todos los hombres en un radio de sesenta metros, de una mujer cuyos apetitos físicos él ya no lograba satisfacer cada noche… bueno, que llevaba semanas sin satisfacer… una mujer así…

«Tranquilízate -se dijo Douglas a sí mismo con brusquedad-. Esto de la médium es una tontería, ¿vale? Vale».

Pero no dejaba de pensar en esa impresión que se avecinaba, en el trastorno que iba a sufrir su vida y en la fuente de todo ello, una causa externa. No la próstata, no la polla ni ningún otro órgano de su cuerpo. Sino otro ser humano.

– Mierda -exclamó.

Condujo el coche por la cuesta que iba a dar a la autopista Jamboree Road, seis carriles de hormigón que avanzaban entre los árboles y atravesaban algunas de las fincas más caras de Orange County. Esa carretera lo llevó hasta la torre de vidrio de color bronce que albergaba lo que era el mayor orgullo de Douglas: South Coast Oil.

Una vez dentro del edificio, y mientras se dirigía al despacho, tuvo un encuentro fortuito con dos ingenieros de la compañía, mantuvo una breve conversación con un geólogo que le mostró a la vez un mapa topográfico y un informe del Departamento de Protección del Medio Ambiente, y celebró una conferencia en el pasillo con el jefe del departamento de contabilidad. Su secretaria le entregó un puñado de mensajes cuando por fin logró llegar al despacho.

– ¿Ha ido bien la excursión? -le preguntó-. Hace un tiempo increíble, ¿verdad? -Al ver que Douglas no le contestaba, añadió-: ¿Va todo bien, señor Armstrong?

– Sí. ¿Qué? Ah, sí, de primera -respondió.

Y se puso a leer los mensajes. Aquellos nombres no le decían nada.

Se acercó a la ventana que había detrás de la mesa de despacho y contempló la vista a través del enorme panel de vidrio tintado. Allá abajo el aeropuerto de Orange Country enviaba al cielo un reactor tras otro en un ángulo tan agudo que desafiaba tanto la razón como las leyes de la aerodinámica, aunque bien es verdad que protegía las delicadas sensibilidades auditivas de los millonarios que vivían bajo la trayectoria de vuelo. Douglas estuvo mirando aquellos aviones sin verlos en realidad. Sabía que tenía que responder a los mensajes telefónicos, pero en lo único que podía pensar era en las palabras de Thistle:

«Una impresión externa».

¿Qué podía haber más externo que Donna?

Ésta usaba el perfume Obsession. Se lo ponía detrás de las orejas y entre los pechos. Cuando pasaba por una habitación dejaba tras de sí aquel aroma.

El cabello oscuro de la mujer resplandecía cuando la luz del sol se reflejaba en él. Lo llevaba corto y con un peinado muy sencillo, con raya a la izquierda, y le caía suavemente justo hasta la altura de las orejas.

Donna tenía las piernas largas. Cuando andaba lo hacía con pasos grandes y seguros. Y cuando caminaba al lado de él, colgada de su brazo y con la cabeza echada hacia atrás, Douglas era consciente de que atraía la atención de todo el mundo. Sabía que juntos eran la envidia de sus amigos y también de los desconocidos.

Veía esa envidia reflejada en los rostros de las personas con las que se cruzaban cuando Donna y él iban juntos. En el ballet, en el teatro, en los conciertos, en los restaurantes, dondequiera que fuesen todas las miradas se volvían hacia Douglas Armstrong y su esposa. En la expresión de las mujeres se leía el deseo de ser jóvenes como Donna, de volver a tener la piel lisa y suave como ella, de vibrar otra vez, de ser fecundas y de estar bien dispuestas. Y en la expresión de los hombres se leía el deseo.

Siempre había sido un placer ver cómo reaccionaban los demás ante su esposa. Pero ahora se daba cuenta de lo peligrosa que era en realidad esa atracción y de cómo amenazaba con destruir su propia paz interior, la de él.

«Una impresión -le había dicho Thistle-. Tiene usted que estar preparado para recibir una gran impresión. Prepárese para recibir una impresión que le cambiará la vida».

Aquella tarde Douglas oyó correr el agua nada más entrar en la casa, casi quinientos metros cuadrados de suelos de piedra caliza, techos abovedados y ventanas panorámicas sobre la ladera de una montaña que ofrecían una hermosa vista del océano al oeste y de las luces de Orange County al este. La casa le había costado una fortuna, pero no le importó. El dinero no significaba nada para él. Había comprado la casa para Donna. Pero si hasta entonces había tenido algunas dudas sobre su esposa, dudas nacidas de la ansiedad que le provocaba su escaso rendimiento sexual y aumentadas por las consultas celebradas con Thistle, cuando Douglas oyó correr el agua empezó a darse cuenta de la verdad. Porque Donna estaba en la ducha.

Se quedó mirando la silueta detrás de los ladrillos de vidrio translúcido que delimitaban la ducha. Donna se estaba lavando el pelo. Todavía no se había percatado de la presencia de Douglas, y éste se quedó observándola durante un momento, paseando la mirada por aquellos pechos tan firmes, por las caderas, por las largas piernas. A su esposa le gustaba bañarse, darse lánguidos baños de burbujas en aquella bañera ovalada desde la que se divisaban las luces de la ciudad de Irvine. Pero ducharse sugería un esfuerzo más serio y enérgico por limpiarse bien a fondo. Y lavarse el cabello sugería… Bueno, estaba perfectamente claro lo que sugería eso. Los olores siempre quedan atrapados en el pelo: el humo de cigarrillo, el ajo de los salteados, el olor a pescado de los barcos de pesca o el olor a semen y a sexo. Estos dos últimos eran los olores más traicioneros. Evidentemente Donna tenía que lavarse el pelo.

La ropa que se había quitado se hallaba en el suelo. Tras echar una apresurada ojeada en dirección a la ducha, Douglas revolvió con los dedos entre las prendas hasta encontrar la ropa interior de encaje. Conocía bien a las mujeres. Conocía a su esposa. Si era cierto que había estado con un hombre aquella tarde, los jugos de su cuerpo, al secarse, habrían hecho que la entrepierna de las bragas adquiriese cierta rigidez, y se podría percibir el olor de tal relación. Eso le proporcionaría una prueba. Se las acercó a la cara.

– ¡Doug! ¿Qué demonios estás haciendo?

Douglas dejó caer las bragas; sentía las mejillas y el cuello llenos de sudor. Donna lo miraba desde la ducha con el pelo enjabonado y la espuma chorreándole por la mejilla izquierda. Se la limpió con la mano.

– ¿Qué estás haciendo tú? -le preguntó él.

Tres matrimonios y dos divorcios le habían enseñado que una rápida maniobra de defensa desconcierta al oponente. Y en esta ocasión también dio resultado.

La mujer volvió a meterse bajo el chorro de agua de la ducha, cosa muy inteligente, puesto que así él no podía verle la cara, y le dijo:

– Pues está bien claro. Me estoy duchando. Dios mío, qué día he tenido.

Douglas se acercó un poco y observó a su esposa por la abertura de la ducha. No había puerta, sólo una mampara en la pared de ladrillos de vidrio. Podría observar tranquilamente el cuerpo de Donna y buscar algún signo indicativo de la clase de relación algo violenta que él sabía le agradaba a su esposa. Y ésta ni siquiera se daría cuenta de que la miraba, pues tenía la cabeza metida debajo de la ducha y se aclaraba el cabello con deleite.

– Steve llamó para avisarme de que estaba enfermo, así que he tenido que hacer yo todo el trabajo en las perreras -le comentó la mujer.

Criaba perros labradores de color chocolate. Así era como la había conocido, mientras él buscaba un perro para el más pequeño de sus hijos. Por referencias de un veterinario había descubierto las perreras que Donna poseía en Midway City, casi medio kilómetro cuadrado de tiendas de comida, perreras y lo que pasaba por ser una zona residencial de las afueras formada por viviendas en ruinas construidas en la posguerra con paredes de estuco y tejados destartalados. Era un lugar extraño para que acabase instalándose allí profesionalmente una chica de la parte cara de Corona de Mar, pero eso precisamente fue lo que a Douglas le gustó de Donna. Que no era como todas, no era un conejito playero, no era la típica chica del sur de California. O por lo menos eso era lo que a Douglas le había parecido.

– Lo peor ha sido la diarrea que padecen algunos perros -le comentó la mujer-. No me importa hacerles el aseo normal, nunca me ha importado, pero si hay algo que odio es limpiar los excrementos. Cuando he llegado a casa toda yo apestaba a caca de perro. -Cerró la ducha y cogió las toallas; se envolvió la cabeza con una y el cuerpo con otra. Salió de la de la ducha con una sonrisa y le comentó-: ¿No es extraño que unos olores se peguen a la ropa y al pelo y otros no?

Saludó a su marido con un beso y recogió las prendas del suelo. Lo echó todo en el cesto de la ropa sucia. Sin duda estaba pensando aquello de «Ojos que no ven corazón que no siente». Era así de lista.

– Ésta es la tercera vez en dos semanas que Steve llama para decir que está enfermo.

Se encaminó al dormitorio sin dejar de secarse por el camino. Dejó caer la toalla con la habitual falta de pudor que la caracterizaba y empezó a vestirse. Se puso una ropa interior pequeñísima, mallas negras y una túnica plateada.

– Como continúe así voy a tener que prescindir de sus servicios. Necesito a alguien más consistente, una persona seria y responsable. Si no es capaz de cumplir con su parte… -Donna frunció el ceño y miró a Douglas con la perplejidad reflejada en el rostro-. ¿Qué te ocurre, Doug? Me miras de una manera muy extraña. ¿Es que sucede algo malo?

– ¿Algo malo? No.

Pero pensó que había una marca, algo que parecía un moretón en el cuello de la mujer, consecuencia sin duda de un mordisco. Y se acercó a su esposa con intención de verlo mejor. Le sujetó la cara con las manos para darle un beso y le inclinó la cabeza a un lado. La sombra de la toalla que llevaba enroscada a la cabeza desapareció y dejó al descubierto una piel sin la menor tacha. Bueno, ¿y qué? No iba a ser tan estúpida como para dejar que cualquier salido la chupara en el cuello y le dejase la piel llena de marcas, por mucho que el tío la hubiese excitado. Donna no era tan tonta. Su Donna no.

Pero tampoco era tan lista como su marido.


A las seis menos cuarto del día siguiente Douglas se dirigió al departamento de personal. Era una elección mejor que recurrir a las Páginas Amarillas, porque al menos sabía que quienquiera que fuese la persona encargada de llevar a cabo las comprobaciones de los antecedentes y del entorno social de los empleados que se incorporaban a la empresa South Coast Oil, seguro que se trataba de alguien competente y discreto al mismo tiempo. Nunca nadie se había quejado de que hubiera algún detective de poca monta metiendo las narices en su vida.

El departamento se hallaba desierto, tal como Douglas esperaba. En las pantallas de todos los ordenadores se veían las imágenes cambiantes de protección: un banco de peces, pelotas botando y burbujas que estallaban. La oficina del director, situada al fondo del departamento, se encontraba a oscuras y cerrada con llave, pero la llave maestra que el presidente de la compañía llevaba en la mano resolvió ese problema. Douglas entró y encendió las luces.

Encontró el nombre que buscaba entre la manoseada agenda del director, curioso anacronismo en un despacho que en todos los demás aspectos pertenecía a la era de la informática. «Cowley e Hijo, Investigaciones», leyó en letra de imprenta medio desvaída. Aquello iba acompañado de un número de teléfono y de una dirección en la península de Balboa.

Douglas se quedó mirando la dirección durante un buen rato. En el último momento se preguntó si era mejor saber la verdad o vivir sumido en una dichosa ignorancia. Pero él no era dichoso, ¿no? Y no lo había sido desde el momento en que había fracasado en las obligaciones que se suponía tenía que realizar como hombre. Así que era mejor averiguar la verdad. Tenía que saber. El conocimiento significa poder, proporciona poder. Poder es igual a control. Y él necesitaba ambas cosas.

Cogió el teléfono.


Douglas tenía la costumbre de salir siempre a comer fuera a menos que hubiera programada alguna reunión con los geólogos o con los ingenieros, así que nadie se extrañó lo más mínimo al verlo abandonar la sede de South Coast Oil al día siguiente antes del mediodía. Una vez más cogió Jamboree con intención de dirigirse a la autopista de la Costa, pero en esta ocasión en vez de salir hacia el norte, hacia Newport, donde Thistle la médium hacía sus pronósticos, cruzó directamente al otro lado de la carretera y bajó por la pendiente hasta un puente ligeramente curvo que, cubriendo una parte del puerto de Newport, separaba la tierra firme de una porción de tierra con forma de ameba que se llamaba isla Balboa.

En verano la isla se encontraba repleta de turistas. Embotellaban las calles con los vehículos y montaban en bicicleta a toda velocidad por las aceras en cualquier rincón de la isla. Ningún oriundo del lugar que se encontrase en su sano juicio se aventuraba a poner los pies en la isla Balboa durante el verano sin tener un buen motivo para ello, a no ser que viviera allí. Pero en invierno el lugar se encontraba prácticamente desierto. Douglas tardó menos de cinco minutos en serpentear por las estrechas calles hasta llegar al extremo norte de la isla, donde aguardaba el ferry que traslada coches y peatones hasta la península en un viaje relámpago.

Allí el tiovivo con toldo a rayas y una noria daban vueltas en sentido contrario como si fueran engranajes de un reloj enorme; señalaban una parte conocida como Zona de Diversión, que mucho tiempo atrás había sido una verdadera pesadilla para la policía. Sin embargo, aquel día no se veía merodeando por allí ninguna banda juvenil con botes de aerosol en la mano listos para usar. Las únicas personas presentes en la Zona de Diversión eran un parapléjico en silla de ruedas y su acompañante, que iba en bici.

Douglas pasó junto a ellos al bajar del ferry con el coche. Estaban enfrascados en una conversación. Para aquellos dos hombres no existía ni la noria ni el tiovivo. Ni el Mercedes azul ni Douglas, cosa que a éste le iba de maravilla. No le interesaba que lo viera nadie.

Se detuvo justo al borde de la playa, en un aparcamiento donde dejar el coche quince minutos costaba un cuarto de dólar. Metió cuatro monedas en la máquina. Cerró el automóvil y se dirigió al oeste por la calle Mayor, una avenida sombreada por numerosos árboles que medía unos sesenta metros de longitud; empezaba en un falso restaurante de Nueva Inglaterra con vistas al puerto de Newport y acababa en el muelle Balboa, que se adentraba en el océano Pacífico, aquel día de un color verde grisáceo y agitado por olas turbias consecuencia de una tormenta invernal en Alaska.

Lo que Douglas buscaba era el número 107 de aquella calle, y lo encontró con facilidad. Situado al este de un callejón, el 107 era un edificio de dos pisos cuya planta baja se hallaba ocupada por una peluquería que acusaba ya el paso del tiempo; se llamaba JJ's Natural Haircutting y tenía una decoración muy recargada a base de macramé, macetas llenas de plantas y pósteres de Janis Joplin. La planta superior estaba dividida en varias oficinas a las que se subía por una escalera de dudosa estructura situada en el extremo norte del edificio. El número 107 era la primera puerta de la planta superior (JJ's Natural Haircutting al parecer era el 107-A), pero cuando Douglas quiso hacer girar el descolorido pomo de bronce que se hallaba debajo de la igualmente destartalada placa que anunciaba el negocio como cowley e hijo, investigaciones, se encontró la puerta cerrada.

Frunció el ceño y consultó el Rolex. Habían acordado una cita a las doce y cuarto. En aquel momento eran las doce y diez. ¿Dónde estaría Cowley? ¿Dónde estaría el hijo?

Volvió a la escalera dispuesto a ir hasta el coche para coger el teléfono móvil, localizar a Cowley y ponerlo a parir por concertar una cita y no presentarse. Pero cuando sólo había bajado tres peldaños vio a un hombre vestido de caqui que sorbía una naranjada con el mismo entusiasmo de un niño de doce años y que avanzaba hacia él. Aunque a juzgar por el cabello escaso y el rostro curtido por el sol y surcado de arrugas, debía de tener por lo menos cinco décadas más que un niño de doce años. Y la cojera, combinada con la ropa que vestía, sugería heridas de guerra.

– ¿Usted es Cowley? -le preguntó en voz alta desde las escaleras.

El hombre lo saludó agitando la naranjada a modo de respuesta.

– ¿Armstrong?

– El mismo -respondió Douglas-. Oiga, no dispongo de mucho tiempo.

– Igual que todos, hijo -le aseguró Cowley.

Y comenzó a subir las escaleras.

Le dirigió una amistosa inclinación de cabeza, sorbió con fuerza por la paja un poco de naranjada y pasó junto a él dejando una ráfaga de una loción para después del afeitado que Douglas hacía veinte años que no olía. Canoe. Dios bendito. ¿Todavía se vendía aquella loción?

Cowley abrió la puerta y le hizo a Douglas un gesto con la cabeza para indicarle que entrase. La oficina constaba de dos dependencias: una sala de espera escasamente amueblada a través de la cual pasaron, y otra que, obviamente, eran los dominios de Cowley. La pieza central de esta última consistía en un escritorio de acero de color verde oliva. Había también varios archivadores y estanterías a juego.

El investigador se dirigió a un viejo sillón de madera situado tras la mesa de despacho, pero no se sentó en él. En cambio, abrió uno de los cajones laterales y, justo cuando Douglas esperaba que apareciese una botella de bourbon, sacó un frasco con cápsulas amarillas. Se puso dos en la palma de la mano y se las tomó con un largo trago de naranjada. Después se hundió en el sillón y se agarró a los brazos del mismo.

– Es que tengo artritis -le comentó a Douglas-. Combato esa putada con aceite de prímula. Concédame un minuto, ¿vale? ¿Quiere un par?

– No.

Douglas miró el reloj para asegurarse de que Cowley se enteraba de que su tiempo era muy valioso. Luego se acercó despacio a las estanterías.

Esperaba encontrar manuales de municiones, códigos penales y textos de vigilancia, algo que asegurase a los posibles clientes que habían acudido al lugar adecuado con sus cuitas. Pero lo que encontró fue poesía, un volumen tras otro cuidadosamente colocados en orden alfabético por autores, desde Matthew Arnold hasta William Butler Yeats. Douglas no sabía qué pensar de aquello.

Si quedaba espacio en alguna estantería estaba ocupado con fotografías. Se hallaban torpemente enmarcadas, y en su mayor parte eran instantáneas. Mostraban niños pequeños sonrientes, una mujer con aspecto de abuela y cabellos grises, y varios adultos jóvenes. Y en medio de las fotografías, enfundado en plástico, había un Corazón Púrpura, la condecoración militar. Douglas la cogió. Nunca había visto una de aquéllas, pero le agradó saber que lo que había supuesto respecto a la causa de la cojera de Cowley era acertado.

– Veo que ha tenido usted ocasión de saber lo que es la acción -le comentó.

– Es mi culo el que lo sabe -le respondió Cowley. Al ver que Douglas miraba hacia él, el detective privado continuó hablando-: Me dieron en el culo. Esas cosas pasan. Vaya mierda, ¿no?

Apartó las manos de los brazos del sillón y las cruzó sobre el estómago. Lo mismo que el de Douglas, estaba abultado en exceso. En realidad los dos hombres tenían una constitución semejante: robustos, propensos a engordar rápidamente en cuanto dejaban de hacer ejercicio, demasiado altos para considerarlos bajos y demasiado bajos para considerarlos altos.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Armstrong?

– Se trata de mi esposa -le dijo Douglas.

– ¿Su esposa?

– Puede que ella… -Ahora que había llegado el momento de exponer el problema y la causa que lo había provocado, Douglas no sabía si sería capaz de hacerlo. Así que preguntó-: ¿Quién es el hijo?

Cowley alargó la mano para coger la naranjada y sorbió un poco con la paja.

– Murió -repuso-. Un conductor borracho se lo cargó en la autovía Ortega.

– Lo siento.

– Es lo que le he dicho. Esas cosas pasan, y son una mierda. ¿Qué mierda le ha ocurrido a usted?

Douglas dejó de nuevo el Corazón Púrpura en su sitio. Posó la vista en la abuela canosa que salía en una de las fotografías y comentó:

– ¿Es su esposa?

– Sí, en efecto. Llevamos casados cuarenta años. Se llama Maureen.

– Yo ya voy por la tercera. ¿Cómo se las ha arreglado para resistir cuarenta años con la misma mujer?

– Es que tiene sentido del humor. -Cowley abrió el cajón del medio del escritorio y sacó un bloc y un lápiz muy gastado. Escribió armstrong en la parte superior con letras mayúsculas de imprenta y lo subrayó. Luego comentó-: Me decía usted que su esposa…

– Creo que me engaña. Y quiero saber si estoy en lo cierto. Quiero saber quién es él.

Cowley dejó el lápiz en la mesa con mucho cuidado. Observó un momento a Douglas. En la calle una gaviota lanzó un graznido desde un tejado.

– ¿Qué le hace pensar que se ve con alguien?

– ¿Es que tengo que darle pruebas para que usted acepte el caso? Creía que lo contrataba para eso. Para que usted busque las pruebas.

– Pero no habría venido a verme de no tener alguna sospecha. ¿Cuáles son?

Douglas hizo memoria. No pensaba decirle a Cowley que había intentado olfatear la ropa interior de su esposa, así que tardó un momento en repasar la conducta que Donna había mantenido las últimas semanas. Y al hacerlo halló pruebas adicionales. ¿Cómo coño había podido pasarlas por alto? Se había cambiado de peinado; se había comprado ropa interior nueva… todas aquellas prendas de encaje negro de Victoria's Secret; dos veces la había encontrado hablando por teléfono al llegar a casa, pero en cuanto entraba en la habitación Donna se apresuraba a colgar; había por lo menos dos largas ausencias cuya excusa era insuficiente para justificarlas; y en seis o siete ocasiones le había dicho que se había citado con unas amigas.

Cowley asintió pensativo mientras Douglas le enumeraba las sospechas.

– ¿Le ha dado usted algún motivo para que lo engañe? -le preguntó a continuación.

– ¿Que si le he dado motivos? Pero ¿esto qué es? ¿Soy yo la parte culpable?

– Las mujeres no suelen descarriarse si no hay detrás un hombre que les dé motivos.

Cowley observaba a Douglas desde debajo de las pobladas cejas. Éste vio que al detective se le estaba formando una catarata en un ojo. Caray, el tipo aquel era un vejestorio, un auténtico carcamal.

– Pues no hay ningún motivo que yo sepa -le aseguró Douglas-. Yo no la engaño a ella. Ni siquiera siento el menor deseo de hacerlo.

– Pero es una mujer joven. Y un hombre de su edad… -Cowley se encogió de hombros-. La mierda siempre acaba salpicándonos a nosotros los viejos. Y los jóvenes no tienen suficiente paciencia para entenderlo.

Douglas tuvo ganas de hacerle notar a Cowley que él era por lo menos diez años más joven, si no más. También quería borrarse como socio del club de «nosotros los viejos». Pero el investigador privado lo miraba compasivo, de manera que en vez de discutir Douglas decidió contarle la verdad.

Cowley cogió la naranjada y se la terminó. Arrojó el vaso de papel a la papelera.

– Las mujeres tienen necesidades -le comentó. Y, llevándose las manos desde la entrepierna hasta el pecho, añadió-: Un hombre prudente no confunde lo que pasa aquí abajo con lo que pasa aquí arriba, en el pecho.

– Pues tal vez yo no sea un hombre prudente. ¿Va usted a ayudarme o no?

– ¿Seguro que desea que le ayude?

– Quiero saber la verdad. Eso soy capaz de afrontarlo. Pero no puedo vivir sin saber qué sucede. Necesito saber lo que tengo entre manos.

Daba la impresión de que Cowley estuviese comprobando hasta qué punto Douglas decía la verdad. Finalmente pareció que había tomado una decisión, pero una que en el fondo no le gustaba demasiado, porque movió la cabeza a ambos lados, cogió el lápiz y dijo:

– Pues déme algunos detalles. ¿Qué posibilidades hay de que se trate de alguien cercano?

Douglas había pensado en ello. Estaba Mike, el hombre que iba a limpiar la piscina una vez a la semana. Y Steve, que trabajaba con Donna en las perreras de Midway City. También había que contar con Jeff, el profesor de gimnasia. Y luego quedaban el cartero, el hombre de FedEx y el joven ginecólogo que trataba a Donna.

– ¿Debo suponer entonces que acepta usted el caso? -le preguntó Douglas a Cowley. Sacó la cartera y extrajo un fajo de billetes-. Supongo que querrá usted un adelanto.

– No necesito dinero, señor Armstrong.

– De todos modos… -Douglas no tenía intención de dejar rastros pagando a aquel hombre con un cheque-. ¿Cuánto tiempo le llevará?

– Déme unos cuantos días. Si su mujer se ve con alguien, antes o después se descubrirán. Siempre sucede así.

La voz de Cowley sonaba abatida.

– ¿Su mujer le ha engañado alguna vez? -le preguntó Douglas con perspicacia.

– No lo sé. Pero si lo ha hecho, probablemente me lo mereciese.


Ésa era la manera de pensar de Cowley, pero Douglas no la compartía. Él no se merecía que Donna lo engañase. Nadie se merecía eso. Y cuando averiguase quién se estaba trabajando a su mujer… bueno, se iban a enterar de que existía una clase de justicia que ni siquiera Atila, el rey de los hunos, fue capaz de hacer desaparecer.

Esta decisión suya se vio reforzada aquella misma noche en el dormitorio cuando, al saludar a su esposa con un beso, los interrumpió el teléfono. Donna se apartó de él rápidamente para contestar. Le dirigió una sonrisa a Douglas como si se sintiera culpable y se echó el cabello hacia atrás de la manera más sensual posible, ahuecándoselo con los dedos al tiempo que levantaba el auricular.

Mientras se cambiaba de ropa Douglas se quedó escuchando lo que decía su esposa. Oyó que se le animaba la voz al hablar.

– Sí, sí. Hola… No… Doug acaba de llegar a casa y estábamos hablando de cómo nos ha ido el día…

Así que quien llamaba ahora ya sabía que él se hallaba presente en la habitación. Douglas se imaginó lo que aquel cabrón, fuera quien fuese, debía de haberle preguntado a Donna:

¿Puedes hablar?

Porque ella respondió:

– No. En absoluto.

¿Quieres que te llame más tarde?

– Vaya, eso sería fantástico.

No, fantástico ha sido lo de hoy. No sabes cómo me gusta follar contigo.

– ¿De veras? Qué barbaridad. Tendré que probarlo.

Y yo quiero probarte a ti, nena. ¿Te pones húmeda al pensar en mí?

– Pues claro que sí. Escucha, ya hablaremos otro rato, ¿vale? Tengo que empezar a hacer la cena.

Pero piensa todo el tiempo en el día de hoy. Ha sido el mejor. Tú eres la mejor.

– Muy bien. Adiós.

Donna colgó y se acercó a Douglas. Le rodeó la cintura con los brazos.

– Ya me he librado de ella. Era Nancy Talbert. Por Dios, no tiene nada mejor en qué pensar que en unas rebajas de zapatos en Neiman-Marcus. Conmigo que no cuente. Por favor.

Se abrazó a Douglas. Éste no podía verle la cara a su esposa, sólo la parte de atrás de la cabeza, que se reflejaba en el espejo.

– Nancy Talbert… -repitió Douglas-. Me parece que no la conozco.

– Claro que sí, cariño. -Donna apretó las caderas contra las de Douglas, que notó cierto calor en la entrepierna, esperanzador aunque inútil-. Está conmigo en Soroptimists. La conociste el mes pasado después del ballet. Hmm, qué gusto. Me encanta que me abraces. ¿Quieres que vaya a preparar la cena o retozamos un poco antes?

Otra jugada inteligente por su parte. Douglas no pensaría que lo engañaba si Donna hacía ver que seguía deseando acostarse con él. Daba igual que no pudiera proporcionarle lo que ella quería. Donna le daba ánimos, y aquellos momentos así lo demostraban. O al menos eso creía ella.

– Me encantaría -le dijo Douglas al tiempo que le daba un azote en el trasero-. Pero será mejor que cenemos primero. Y después, allí mismo, en la mesa del comedor… -Consiguió guiñarle un ojo en un gesto que esperaba resultase libidinoso-. Tú espera y verás, niña.

La mujer se echó a reír y se marchó a la cocina. Douglas se sentó en la cama, desconsolado. Aquella charada era una tortura. Tenía que saber la verdad.


No tuvo noticias de Cowley e Hijo, Investigaciones, durante dos angustiosas semanas durante las cuales tuvo que sufrir tres conversaciones telefónicas llenas de evasivas entre Donna y su amante, cuatro falsas excusas por ausentarse de casa de manera imprevista y otras dos duchas en pleno día alegando que Steve no había podido ir a trabajar a las perreras. Cuando por fin consiguió ponerse en contacto con Cowley, Douglas tenía los nervios destrozados.

El detective tenía noticias que darle. Le dijo que le informaría en cuanto pudieran verse.

– ¿Qué le parece si nos vemos a la hora de comer? -Le preguntó Cowley-. Podríamos quedarnos por aquí, hay un lugar cerca llamado Tail of the Whale.

Douglas le dijo que nada de comidas. No era capaz de probar bocado. Iría a ver a Cowley a su despacho a la una menos cuarto.

– Bueno, pues entonces mejor quedemos en el muelle -le indicó Cowley-. Así podré tomarme una hamburguesa en Ruby's y después hablaremos. ¿Sabe usted dónde está Ruby's? Se halla al final del muelle.

Douglas conocía Ruby's. Era una cafetería de los años cincuenta situada en el muelle Balboa, y allí encontró a Cowley, según lo prometido, a la una menos cuarto. El detective daba buena cuenta de una hamburguesa con queso acompañada de patatas fritas y tenía un sobre marrón encima de la mesa, junto al batido de fresa.

Cowley llevaba la misma ropa caqui que el día en que se habían conocido. Había añadido al conjunto un sombrero panamá. Se tocó con un dedo el ala del mismo cuando vio que Douglas se le acercaba. Masticaba a dos carrillos, que tenía muy abultados con la hamburguesa y las patatas.

Douglas se sentó enfrente de Cowley y alargó un brazo para coger el sobre. Cowley se apresuró a poner la mano encima del sobre.

– Todavía no -le dijo.


– Tengo que saber lo que sea.

Cowley quitó el sobre de encima de la mesa y lo dejó sobre el asiento de vinilo que tenía a un lado. Removió un poco el batido con la paja y se quedó observando a Douglas a través de aquellos ojos opacos que parecían reflejar la luz del sol que entraba de la calle.

– Fotos -le indicó-. Es lo único que tengo para usted. Las fotos no son la verdad. ¿Lo entiende?

– De acuerdo. Fotos.

– Lo que sucede es que no sé muy bien qué es lo que estoy fotografiando. Me limito a seguir a la mujer y fotografío lo que veo. Y lo que yo veo puede que no signifique ni una mierda. ¿Me comprende?

– Mire, usted enséñeme las fotos y ya está.

– En la calle.

Cowley dejó sobre la mesa un billete de cinco dólares y tres de uno y le dijo en voz alta a la camarera:

– Ya nos veremos más tarde, Susie.

Tras lo cual salió delante de Douglas a la calle. Se acercó a la barandilla del muelle y se puso a mirar hacia el agua. Una barca de las utilizadas para la observación de ballenas se mecía aproximadamente a un cuarto de milla de distancia de la costa. En aquella época del año era todavía demasiado pronto para avistar manadas que emigrasen a Alaska, pero los turistas que iban a bordo seguramente no lo sabían. Los prismáticos que llevaban lanzaban destellos al reflejar la luz.

Douglas se acercó al detective privado y se puso a su lado. Éste le dijo:

– Tiene usted que saber que su esposa no se comporta como una mujer culpable de algo. Parece ir a lo suyo, sencillamente. Se ha visto con unos cuantos hombres, no quiero engañarle, pero no he podido sorprenderla haciendo nada malo.

– Déme las fotos.

Pero en vez de entregarle las fotografías Cowley se quedó mirando fijamente a Douglas. Éste era consciente de que la voz le traicionaba.

– Le propongo seguirla durante otras dos semanas -le dijo Cowley-. Esto que tengo aquí no es gran cosa.

Abrió el sobre. Desde donde estaba Douglas sólo se veía el dorso de las fotografías. Cowley decidió ir entregándoselas en grupos.

Las del primer grupo se habían tomado en Midway City, no lejos de las perreras, en la tienda donde Donna compraba la comida para los perros. En aquellas imágenes se la veía cargando sacos de veinte kilos en la parte de atrás de su camioneta Toyota. La ayudaba un tipo que vestía con ropa estilo Calvin Klein, vaqueros ajustados y camiseta. Ambos se reían y en una de las fotos Donna se había colocado las gafas de sol en la cabeza para mirar directamente a su acompañante.

Parecía que coqueteaba, pero se trataba de una mujer joven y bonita y coquetear era normal en ella. Aquel grupo de fotografías no tenía nada de particular. Podía haberse mostrado un poco menos contenta de hablar con aquel semental, pero era empresaria y tenía que comportarse con amabilidad para dirigir el negocio. A Douglas aquello no le preocupó.

El segundo grupo de fotografías mostraba a Donna en el gimnasio donde hacía ejercicio bajo la mirada de un profesor dos veces a la semana. El instructor tenía uno de esos cuerpos esculturales y una mata de pelo en la que cada mechón parecía recibir a diario los cuidados de un profesional. En las fotos Donna llevaba ropa adecuada para hacer ejercicio, nada que Douglas no hubiera visto ya antes, aunque ahora por primera vez se fijó en lo bien conjuntada que iba. Desde las mallas hasta los calentadores y la banda para sujetar el pelo, todo servía para realzar el atractivo de su esposa, Y al parecer el instructor lo apreciaba convenientemente, pues se hallaba agachado ante Donna mientras ésta ejecutaba algunas mariposas verticales con las piernas separadas. No cabía la menor duda de en qué parte concentraba la atención el profesor. Aquello parecía más grave.

Estaba a punto de pedirle a Cowley que siguiera al instructor, cuando el investigador observó:

– No hubo contacto corporal entre ellos aparte del normal en estas circunstancias. -A continuación le entregó el tercer grupo de fotografías-. Éstas son las únicas que a mí me parecen un poco más dudosas, pero puede que no signifiquen nada. ¿Conoce usted a este tipo?

Douglas se quedó mirándolas fijamente mientras el pensamiento «Conozco a este tipo, conozco a este tipo» le daba vueltas y vueltas dentro de la cabeza. A diferencia de las demás fotografías en las que Donna y su acompañante circunstancial se hallaban en algún lugar concreto, éstas mostraban a Donna sentada a una mesa en un restaurante con vistas al océano, o en el ferry de Balboa, o caminando por un muelle en Newport. En todas aquellas fotografías se hallaba en compañía de un hombre, siempre el mismo. En todas las fotos había contacto corporal. Nada extremado, porque se hallaban en público. Pero era una clase de contacto que los traicionaba: el hombre le pasaba un brazo por los hombros, le daba un beso en la mejilla, un abrazo completo que parecía decir: «Siente mi cuerpo, nena, porque yo no la tengo lacia como él».

Douglas sintió que el mundo se derrumbaba, pero logró sonreír con ironía.

– Ah, carajo -exclamó-. Ahora me siento como un imbécil de primera clase. ¿Este tipo? -Douglas indicó con un dedo el hombre de aspecto atlético que aparecía con Donna en las fotografías-. Éste es su hermano.

– Bromea.

– No, no, nada de eso. Trabaja de entrenador en el instituto de Newport. Es un tipo un poco… bohemio. -Douglas se agarró con fuerza a la barandilla y movió a ambos lados la cabeza en lo que esperaba pareciese un gesto de pesar-. ¿Esto es todo lo que tiene?

– Es todo. Puedo seguirla más tiempo a ver…

– No. Será mejor que lo olvide. Dios mío, me siento como un verdadero idiota. -Douglas rompió las fotografías en pedacitos. Las arrojó al agua, donde formaron un manto que pronto desapareció movido por las olas que chocaban con los pilares del muelle-. ¿Cuánto le debo, señor Cowley? -le preguntó a éste-. ¿Qué tiene que pagar este tonto del culo por no confiar en la mejor mujer de la tierra?


Llevó a Cowley a Dillman's, un local que quedaba en la esquina de la calle Mayor con el bulevar Balboa, y se sentaron a la barra con algunos vecinos del lugar. Se tomaron un par de cervezas cada uno. Douglas se esforzaba por mostrarse afable, representando el papel de marido avergonzado que de pronto comprende lo gilipollas que ha sido. Repasó todas las acciones de Donna durante las últimas semanas y se las interpretó de nuevo a Cowley. Las ausencias inexplicadas se convirtieron en el fundamento de algún capricho que ella tenía pensado para darle una sorpresa, como la compra de un coche nuevo, un viaje a Europa o el arreglo del barco que tenían. Las misteriosas llamadas telefónicas se convirtieron en mensajes de los hijos de Douglas, que estarían al corriente de los planes de Donna. La ropa interior nueva se metamorfoseó en una demostración del afán de la mujer de hacerse deseable para él, de intentar sacarlo de aquella impotencia temporal que padecía y de suscitar de nuevo en él interés por el cuerpo de su mujer. Se sentía como un completo idiota, le aseguró a Cowley. ¿No podrían quemar los dos juntos los negativos de aquellas fotos?

Lo hicieron como una ceremonia, prendiendo fuego a los negativos en el callejón que había detrás de JJ's Natural Haircutting. Después Douglas condujo con la cabeza ofuscada hacia el instituto de Newport. Se quedó sentado en el automóvil frente al edificio. Permaneció allí dos horas. Finalmente vio que su hermano menor llegaba para el entrenamiento de la tarde con una pelota de baloncesto debajo del brazo y una bolsa de deporte en la mano.

Michael, pensó. Esta vez había regresado de Grecia, pero seguía siendo el hijo pródigo de siempre. Antes de marcharse a Grecia había pasado un año con Greenpeace en el Rainbow Warrior. Y antes de eso había participado en una expedición por el río Amazonas. Y antes había asistido a una marcha contra el apartheid en Sudáfrica. Tenía un curriculum que sería la envidia de cualquier adolescente deseoso de pasarlo bien. Era el señor Aventura, el señor Irresponsabilidad y el señor Encanto. Era el señor Buenas Intenciones que nunca se llevaban a término. Cuando había que cumplir una promesa desaparecía de la vista y del país, y no se volvía a saber de él. No aparecía. Pero todo el mundo quería a aquel hijo de puta. Tenía cuarenta años; era el benjamín de los hermanos Armstrong y siempre conseguía exactamente lo que quería.

Y ahora aquel miserable cabrón quería a Donna. Le daba igual que fuera la mujer de su hermano. Eso haría que resultase mucho más divertido el hecho de conseguirla.

Douglas se sintió mal. Tenía las tripas revueltas como canicas dentro de un cubo. Le brotaba el sudor en algunas partes del cuerpo. No podía volver así al trabajo. Cogió el teléfono y llamó al despacho.

Le dijo a su secretaria que tenía trastornos digestivos. Que seguro que debía de ser algo que había comido. Así que se iba a casa. Podía avisarle allí si surgía algo.

Una vez en casa se puso a deambular por las habitaciones. Donna no estaba, tardaría horas en llegar, de manera que disponía de tiempo de sobra para meditar sobre lo que debía hacer. Volvió a ver mentalmente las fotografías que Cowley había hecho de Michael y Donna. La inteligencia de Douglas dedujo dónde había estado aquella pareja y qué había hecho antes de que se tomasen aquellas fotos.

Se dirigió a su estudio. Allí, en una vitrina, la colección de figuritas de marfil eróticas parecía burlarse de él. Eran unos asiáticos diminutos en variadas posturas sexuales que se lo pasaban en grande. Podía ver mentalmente los rasgos de Michael y Donna superpuestos en los rostros cremosos de las figurillas. Ellos gozaban a expensas suyas. Justificaban su placer echándole la culpa a la impotencia de Douglas. «Esta polla no está lacia -lo atormentaba la voz de Michael-. ¿Qué pasa, hermano mayor? ¿No eres capaz de sujetar a tu mujer?».

Douglas se sentía destrozado. Se dijo a sí mismo que habría podido encajar que su esposa hubiese hecho cualquier otra cosa, se habría enfrentado al hecho de que se viera con otro hombre. Pero no con Michael, que había ido siguiendo sus pasos en la vida y triunfando en todos los campos en los que Douglas había fracasado previamente. En el instituto había destacado en atletismo y había sido muy apreciado entre los estudiantes. En la universidad se había metido en el mundo de las asociaciones estudiantiles. De adulto había optado por una vida aventurera en vez de la rutina de los negocios. Y ahora se proponía demostrarle a Donna lo que era la verdadera virilidad.

Douglas se los imaginaba juntos con la misma facilidad con que veía aquellas figuritas eróticas abrazadas. Con los cuerpos unidos, las cabezas echadas hacia atrás, las manos entrelazadas, moviendo las caderas el uno contra el otro. Dios mío, aquellas imágenes que tenía en la mente acabarían por volverlo loco. Tenía ganas de asesinar a alguien.


La compañía telefónica le proporcionó la prueba que necesitaba. Pidió una relación de las llamadas que se habían hecho desde su casa. Y cuando la recibió comprobó que allí aparecía el número de Michael. No una vez ni dos, sino en múltiples ocasiones. Todas las llamadas se habían hecho cuando él, Douglas, no se encontraba en casa.

Había sido muy inteligente por parte de Donna utilizar para ello las noches en las que sabía que Douglas trabajaba en Newport de voluntario en la línea telefónica de emergencia para suicidas. Estaba segura de que él nunca faltaría a su turno los miércoles por la noche, pues para Douglas era muy importante trabajar en aquella línea, lo consideraba un deber con la comunidad. Su mujer era consciente de que él se estaba forjando un perfil político para presentarse a las elecciones municipales, y aquella actividad formaba parte de la imagen que quería dar de sí mismo: Douglas Armstrong, esposo, padre, petrolero y compasivo oyente de personas emocionalmente perturbadas. Necesitaba poner algo en la balanza para equilibrar las carencias que tenía relativas al medio ambiente. La línea de emergencia le permitiría decir, llegado el caso, que aunque quizás hubiera vertido petróleo sobre unos cuantos pelícanos asquerosos, por no hablar de algunas nutrias miserables, nunca dejaría colgado a un ser humano cuya vida corriera peligro.

Donna sabía que él jamás se saltaría ni siquiera parte de aquel turno de noche, así que esperaba esas ocasiones en que Douglas se hallaba ausente para llamar a Michael. Allí estaban las llamadas en la lista de la telefónica, y todas ellas se habían hecho entre las seis y las nueve de la noche de los miércoles.

Pues bien, puesto que tanto le gustaban las noches de los miércoles a su esposa, un miércoles por la noche sería cuando la matase.


Apenas podía soportar la compañía de Donna después de obtener aquellas pruebas de su traición. La mujer se daba cuenta de que algo andaba mal entre ellos porque Douglas ya nunca pretendía tocarla. Los tres intentos de acoplamiento por semana que, por desastrosos que hubieran sido, efectuaban hasta entonces, pasaron rápidamente a formar parte del pasado. Sin embargo, la mujer continuaba como si nada ni nadie se hubiera interpuesto entre ellos, paseándose por la habitación ataviada con lencería fina de la selección de noche de Victoria's Secret, tratando de cautivarle para después hacerle quedar como un tonto y así poder reírse de él con su hermano Michael.

«Nada de eso, nena -pensó Douglas-. Te arrepentirás de haberme puesto en ridículo».

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no darle un empujón y apartarla de sí cuando por fin Donna se acurrucó contra él y murmuró:

– Doug, ¿te pasa algo? ¿Quieres que hablemos? ¿Te encuentras bien?

No se encontraba bien. Nunca volvería a encontrarse bien. Pero por lo menos podría conservar el respeto hacia sí mismo dándole a aquella zorra su merecido.

Fue bastante fácil planearlo todo una vez que decidió que sería el miércoles siguiente.

Una visita a uno de los establecimientos de Radio Shack fue lo único que necesitó. Eligió el más concurrido que pudo encontrar, uno que se encontraba en el corazón del barrio hispano de Santa Ana, y deliberadamente se entretuvo mirando por allí hasta que el dependiente más joven, el que tenía más acné y menos cerebro de todos, se quedó desocupado y pudo atenderlo. Y entonces Douglas compró lo que quería, un desviador de llamadas que pagó en efectivo; el aparato era exactamente lo que necesitan aquellos que no quieren perderse ni una llamada cuando no se encuentran en casa. Una vez que Douglas hubiese programado el desvío de llamadas hacia el número deseado, tendría una coartada perfecta para la noche del asesinato de su esposa. Resultaría muy fácil.

Donna había sido una auténtica mentecata al intentar engañarle. Y más aún al llevar a cabo su engaño las noches de los miércoles, porque precisamente el hecho de hacerlo ese día por la noche fue lo que le dio la idea a Douglas de cómo liquidarla. Los voluntarios de la línea de emergencia trabajaban siempre en turnos. Por lo general había dos personas en el mismo turno, cada uno atendiendo una línea. Pero no era muy frecuente que la gente de Newport sintiera instintos suicidas, y si alguno tenía ganas de suicidarse lo más probable era que fuese a Neiman-Marcus y se comprara algo para salir definitivamente de la depresión. Los días entre semana, sobre todo el miércoles, eran los más bajos en lo referente a suicidios por ingestión de píldoras o por cortarse las venas de las muñecas, de modo que los miércoles la línea de emergencia la manejaba una sola persona, y hacían turnos para ello.

Douglas empleó los días anteriores al señalado para sincronizar el tiempo con precisión militar. Eligió las ocho y media como la hora de la muerte de Donna, lo cual le daría tiempo suficiente para salir a escondidas de la oficina donde se encontraba la centralita, ir a su casa en coche, acabar con Donna y volver a la oficina antes de que llegara la persona encargada del turno siguiente, que empezaba a las nueve. Hilaba muy fino y se dio un margen de error de sólo cinco minutos, pero tenía que hacerlo así para disponer de una coartada creíble una vez que encontrasen el cuerpo de su esposa.

Era obvio que no podía haber ruido ni sangre. Ruido porque despertaría a los vecinos. Y la sangre lo condenaría a él si una sola gota llegaba a salpicarle la ropa, siendo lo que eran en estos tiempos las pruebas de ADN. De manera que eligió cuidadosamente el arma, consciente de la ironía de aquella elección. Usaría el cinturón de satén de una de las batas de Victoria's Secret que se había comprado Donna. Tenía media docena, así que cogería una de ellas antes del asesinato, le quitaría el cinturón y la tiraría al contenedor de basura; ese detalle le gustaba, lo de deshacerse de la prueba antes del crimen. ¿A qué asesino se le pasaría por la cabeza una cosa semejante? Y después utilizaría el cinturón para estrangular a su infiel esposa el miércoles por la noche.

El desviador de llamadas serviría para establecer la coartada de Douglas. Tenía intención de llevárselo consigo a la línea de emergencia, conectarlo al teléfono y programar la desviación de llamadas a su móvil. Así, si alguien llamaba a la línea de emergencia, parecería que él no se había movido de allí mientras a su esposa la asesinaban en otro lugar. Para asegurarse de que Donna se encontrase en casa atareada con lo que siempre hacía los miércoles, la llamó desde el despacho antes de irse a cumplir el turno de la línea de emergencia.

– Estoy hecho una mierda -le confió a Donna a las seis menos veinte.

– ¡Oh, Doug, no! -repuso ella-. Lo que pasa es que estás un poco deprimido por…

– Me siento revuelto -la interrumpió Douglas. Lo último que quería oír eran las fingidas expresiones de afecto y comprensión de su esposa-. Debe de haber sido la comida.

– ¿Qué has comido?

Nada. Hacía dos días que no probaba bocado. Pero le dijo que había comido gambas porque hacía algunos años había sufrido una intoxicación a causa de unas gambas y pensó que Donna se acordaría de ello, si es que a aquellas alturas se acordaba de algo referente a él. Después continuó hablando:

– Trataré de volver a casa antes de acabar el turno. Pero si no encuentro a alguien que me sustituya, es posible que no pueda hacerlo. Ahora voy hacia allí. Si encuentro sustituto llegaré a casa temprano.

Douglas le notó en la voz a Donna que se sentía consternada cuando le contestó:

– Pero Doug… o sea… Bueno, ¿a qué hora crees que llegarás a casa?

– No lo sé. Pero a eso de las ocho, como muy tarde. ¿Qué más da eso?

– Oh, no. Nada, nada. Pero había pensado que a lo mejor te gustaría cenar…

Lo que pensaba ella ahora es que tendría que cancelar los revolcones con el hermano pequeño de Douglas. Éste sonrió al darse cuenta de lo fácilmente que acababa de estropearle el plan a su esposa.

– Demonios, no tengo hambre, Donna. Lo único que quiero es irme a la cama. ¿Vas a estar ahí para frotarme la espalda? ¿O piensas salir?

– No, claro que no. ¿Adonde quieres que vaya? Doug, estás raro. ¿Te sucede algo?

Le dijo que no le pasaba nada. Lo que ya no le contó era que todo iba, y seguiría yendo, perfecto. Tenía a Donna donde quería tenerla: en casa y sola. Quizás su esposa llamase a Michael para comunicarle que él, Douglas, iba a volver a casa temprano y que sería mejor cancelar la cita. Pero aunque lo hiciera así, la declaración que Michael pudiera hacer al respecto después de la muerte de Donna no serviría de nada, pues él, Douglas, podría asegurar que había permanecido toda la noche atendiendo la línea de emergencia para suicidas, y además estaría en condiciones de demostrarlo.

Douglas tenía que asegurarse de volver a la centralita a tiempo para desconectar el desviador de llamadas. Se desharía del aparato de camino a casa; no había nada más fácil que tirarlo a la basura detrás del enorme complejo de salas de cine que se hallaba en el trayecto de la oficina de la línea de emergencia a Harbour Heights, donde vivía. Y a continuación llegaría a casa a la hora de costumbre, las nueve y veinte, y «descubriría» el asesinato de su amada.

Era muy fácil. Y mucho más limpio que divorciarse de la muy puta.


Sentía una paz extraordinaria, dadas las circunstancias. Había vuelto a hacerle una visita a Thistle, quien había cogido en la mano el Rolex, el anillo de boda y los gemelos de Douglas para tratar de leer el futuro. Lo había saludado diciéndole que su aura era fuerte y que percibía claramente la energía que emanaba. Y cuando cerró los ojos, mientras sostenía sus pertenencias en la mano, le había dicho:

– Siento que se avecina un cambio importante en su vida, no David. Un cambio de lugar, quizás, un cambio de clima. ¿Va a hacer un viaje?

Douglas le contestó que tal vez. Hacía meses que no viajaba. ¿Podía sugerirle ella algún lugar adonde ir?

– Veo luces -respondió la médium, que iba a lo suyo-. Veo cámaras. Veo muchos rostros. Está usted rodeado de muchas personas que ama.

Aquello sería en el funeral de Donna, desde luego. Y la prensa se ocuparía de la noticia. Al fin y al cabo, él era alguien importante. No pasarían por alto el asesinato de la esposa de Douglas Armstrong. Y en cuanto a Thistle, descubriría quién era él cuando leyese el periódico o mirase el telediario en la emisora local. Pero eso no tenía la menor importancia, pues él nunca le había hablado de Donna a la médium y además tenía una coartada para la hora de la muerte de su esposa.

Llegó a la oficina de la línea de emergencia a las cinco cincuenta y seis. Relevaba a una estudiante universitaria de psiquiatría llamada Debbie que tenía muchas ganas de marcharse y que le dijo:

– Hoy sólo ha habido dos llamadas, señor Armstrong. Si su turno es igual de tranquilo que el mío, mejor que se haya traído algo para leer.

Douglas le mostró la revista Money y ocupó el lugar de la muchacha ante el escritorio. Esperó diez minutos después de que la estudiante se marchase antes de volver al coche para coger el desviador de llamadas.

La línea de emergencia tenía su sede en la zona portuaria de Newport, un laberinto de calles de una sola dirección que recorría la parte superior de la península de Balboa. De día las tiendas de antigüedades, las de provisiones para barcos y las boutiques de ropa de segunda mano atraían tanto a los habitantes del lugar como a los turistas. De noche el lugar era una ciudad fantasma, deshabitada, con la única excepción de los beatniks de nueva ola que frecuentaban un café, a tres manzanas de distancia, donde muchachas anoréxicas vestidas de negro leían poesía y rasgueaban guitarras. Así que era difícil que alguien que pasara por la calle viese a Douglas coger el desviador de llamadas del Mercedes. Y tampoco había nadie en la calle que le viera abandonar a las ocho y cuarto el pequeño cubículo de la línea de emergencia para suicidas situado detrás de la oficina de la propiedad inmobiliaria. Y si casualmente algún individuo desesperado llamaba mientras él se dirigía a su casa en el coche, la llamada sería desviada a su teléfono móvil y podría atenderla. Por Dios, el plan era perfecto.

Mientras conducía por la carretera llena de curvas que llevaba hasta su casa, Douglas le dio las gracias a su buena estrella por haber elegido para vivir un entorno en el que la intimidad era lo más importante, en opinión de los propietarios de aquellas casas. Cada propiedad se alzaba, igual que la de Douglas, detrás de vallas y cancelas, al cobijo de los árboles. A lo mejor un día de cada diez se encontraba con otro residente de aquel vecindario. Pero lo normal era que, como sucedía aquella noche, no hubiese nadie por las cercanías.

Y aunque alguien hubiera visto subir el Mercedes por la ladera de la montaña, todo estaba oscuro, como es normal en el mes de enero, y el suyo era uno más entre todos aquellos coches de lujo en una comunidad llena de Rolls-Royce, de Bentley, de BMW, de Lexus, de Range Rover y de otros muchos Mercedes. Además Douglas ya había decidido que si veía a alguien o algo sospechoso, sencillamente daría media vuelta, volvería a su puesto en la línea de emergencia y esperaría a otro miércoles por la noche para llevar a cabo sus planes.

Pero no observó nada fuera de lo corriente. No vio a nadie. Quizás hubiese algunos coches más aparcados en la calle, pero estaban vacíos. La noche era propicia.

Al llegar al final de la entrada para coches de su casa apagó el motor y dejó que el automóvil siguiese rodando por inercia hasta la puerta. El interior de la casa se encontraba a oscuras, lo que le hizo pensar que Donna debía de hallarse en la parte de atrás, en el dormitorio.

Necesitaba que Donna saliera. La casa estaba equipada con un sistema de seguridad del que se sentiría orgulloso incluso un banco, de manera que necesitaba cometer el asesinato fuera, en una parte donde un mirón, un atracador o un asesino múltiple podría agazaparse para acechar a su esposa. Pensó en Ted Bundy y en cómo engañaba a sus víctimas apelando al instinto maternal para que ellas acudieran en su ayuda. Decidió seguir el ejemplo de Bundy. Donna estaba siempre dispuesta a serle útil.

Bajó del coche sin hacer ruido y se acercó a la puerta. Tocó el timbre con el dorso de la mano para no dejar huellas en el botón. En menos de diez segundos oyó la voz de Donna por el telefonillo del portero automático.

– ¿Sí?

– Hola, nena -la saludó Douglas-. Tengo las manos ocupadas. ¿Puedes venir a abrirme?

– Un segundo -le respondió ella.

Douglas sacó el cinturón de satén del bolsillo mientras esperaba. Se imaginó el trayecto que seguiría la mujer desde la parte de atrás de la casa. Se enroscó el cinturón alrededor de las manos y tiró con fuerza. Una vez que Donna abriera la puerta él tendría que moverse a la velocidad del rayo. Sólo dispondría de una oportunidad para echarle el cinturón alrededor del cuello. La ventaja que tenía era la sorpresa.

Oyó los pasos de su esposa sobre el pavimento del suelo. Apretó el cinturón y se preparó. Pensó en Michael. Pensó en Donna y en Michael juntos. Pensó en las figurillas asiáticas eróticas. Pensó en la infidelidad, en el fracaso y en la confianza. Aquella mujer se lo merecía. Los dos se lo merecían. Lo único que lamentaba era no poder matar también a Michael.

Cuando se abrió la puerta oyó decir a Donna:

– ¡Doug! Creí que habías dicho…

Pero Douglas se echó sobre ella de un salto. Le puso el cinturón alrededor del cuello, tiró y apretó. La arrastró rápidamente fuera de la casa. Seguía apretando con todas sus fuerzas, apretaba todo lo que podía. La mujer estaba demasiado sorprendida y sobresaltada como para ofrecer resistencia. En los cinco segundos que Donna tardó en llevarse las manos a la garganta para, en un acto reflejo, tratar de quitarse el cinturón, él ya lo tenía tan apretado que los dedos de su esposa no encontraron espacio para coger la tela.

Notó que Donna se quedaba flácida.

– Dios mío. Sí. Sí.

Y entonces ocurrió todo.

Se encendieron las luces de la casa. Un mariachi empezó a tocar. La gente se puso a gritar:

– ¡Sorpresa! ¡Sorpresa! ¡Sor…!

Douglas levantó la vista, jadeante, del cuerpo de su esposa y se encontró con varios flashes y cámaras de vídeo. Los gritos de júbilo que procedían del interior de la casa fueron interrumpidos en seco por un chillido femenino. Dejó caer a Donna al suelo y se quedó mirando, sin comprender lo que pasaba, hacia la entrada de la casa y el cuarto situado más allá de la misma. Y vio que allí había por lo menos dos docenas de personas reunidas debajo de una pancarta que decía: ¡SORPRESA, DOUGIE! ¡FELICES CINCUENTA Y CINCO!

Vio las caras horrorizadas de sus hermanos, de las esposas y los hijos de éstos, de sus propios hijos, de sus propios padres. Vio a una de sus esposas anteriores. Y también a varios colegas y a su propia secretaria. Y al jefe de la policía. Y al alcalde.

«¿Qué es esto, Donna? -pensó-. ¿Se trata de alguna clase de broma?».

Y en aquel momento vio a Michael, que venía de la cocina, vio a Michael con una tarta de cumpleaños en las manos, vio a Michael que decía:

– ¿Le hemos dado una sorpresa, Donna? Pobre Doug. Espero que el corazón…

Y luego se calló en seco al ver a su hermano y a Donna en el suelo.

«Mierda -pensó Douglas-. ¿Qué he hecho?».

Y en realidad ésa era la pregunta que estaría haciéndose, y respondiéndose, el resto de su vida.

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