Exposición

Cuando tiempo después los miembros de la clase de Historia de la Arquitectura Británica pensaran en el asunto de Abinger Manor, todos coincidirían en que Sam Cleary era el candidato que más probabilidades tenía de que lo asesinaran. Ahora bien, ustedes tal vez se pregunten quién iba a querer matar a un inofensivo profesor universitario americano de botánica que, al menos en apariencia, no había hecho nada más que ir a la Universidad de Cambridge en compañía de su esposa para participar en un curso de verano en St. Stephen's College. Pero justo eso, el hecho de que su esposa lo acompañase, es el meollo de la cuestión. El viejo Sam (un hombre de setenta años por lo menos, elegante en el vestir, con cierta inclinación por las corbatas de pajarita y las chaquetas de tweed incluso en mitad del verano más caluroso que Inglaterra haya visto en décadas) tenía tendencia a olvidar que su cónyuge Frances lo había acompañado a Cambridge para tener también esa misma experiencia. Y cuando Sam se olvidaba de que Frances se hallaba allí, su mirada empezaba a vagar de un lado a otro a fin de tomar un muestreo visual de las demás señoras. Parecía un acto reflejo en aquel hombre.

Frances Cleary podría haber pasado por alto este muestreo visual. Al fin y al cabo tampoco pretendía que su marido anduviese por Cambridge con los ojos vendados, y allí en verano se ven tantas señoras estupendas como moscas en mayo. Pero cuando le dio por pasarse largas veladas en el pub del college entreteniendo a Polly Simpson, una compañera de clase de ambos, con toda suerte de anécdotas que iban desde su infancia en una granja de Vermont a sus años en Vietnam, donde, según Sam, él solo había salvado a todo el pelotón… bueno, aquello fue demasiado para Frances. Polly no sólo era lo bastante joven como para ser nieta de Sam, sino que además, si se me permite la expresión, estaba de muerte: guapísima, rubia y curvilínea como la pobre Frances no lo había sido ni en sus mejores tiempos.

De modo que cuando la noche anterior al Día en Cuestión Sam Cleary y Polly Simpson se quedaron en el pub del college hasta las dos de la mañana riendo, conversando, bromeando y tronchándose de risa como si fuesen niños, cosa que, en efecto, Polly seguía siendo a los veintitrés años, y comportándose como individuos con Algo Específico en la Mente, Frances decidió que era el momento de tener unas palabras con su marido. Y no fue éste el único que las oyó.

Noreen Tucker fue la encargada de dar noticia de tan delicado tema a la mañana siguiente a la hora del desayuno. La había despertado el sonido del disgusto cada vez mayor de Frances a las 2:23 de la madrugada, y el sonido del disgusto cada vez mayor de Frances la había mantenido despierta exactamente hasta las 4:31. Y a esa hora un portazo había marcado la decisión de Sam de no seguir escuchando las acusaciones de hombre insensible, sin corazón, y de infidelidad insidiosa que le echaba en cara su esposa.

En otras circunstancias cualquiera que hubiese oído todo aquello sin querer habría guardado el secreto del contratiempo matrimonial. Pero a Noreen Tucker le gustaba ser el centro de la atención. Y como hasta el momento no se le había hecho demasiado caso en los treinta años que llevaba dedicándose a escribir novelas de amor, trataba por todos los medios de conseguir el reconocimiento de la audiencia.

Y eso fue lo que intentó hacer la mañana del Día en Cuestión mientras otros miembros de la clase de Historia de la Arquitectura Británica se hallaban reunidos compartiendo el pan en el lóbrego comedor de St. Stephen's College. Vestida con ropa de Laura Ashley y un sombrero canotier de paja, pues albergaba la errónea creencia de que pretender aparentar juventud equivalía a ser joven, Noreen hizo partícipes a los presentes de los detalles más destacados de la discusión que había tenido lugar aquella madrugada en la habitación de los Cleary. Se inclinaba hacia delante mientras miraba a escondidas a derecha e izquierda para subrayar tanto la importancia como la naturaleza confidencial de la información que les iba a proporcionar.

– No podía dar crédito a mis oídos -les explicó casi sin aliento a sus compañeros a modo de resumen-. ¿Quién tiene un aspecto más tranquilo que Frances Cleary? Decidme, ¿quién? ¿Y quién iba a creer que conociera siquiera la existencia de semejante lenguaje…? Es que me quedé de piedra al oírlo, de veras. Me sentí completamente avergonzada. No sabía si ponerme a dar golpes en la pared para que se callase o salir a buscar ayuda. Pero imagino que el portero no habría querido involucrarse aunque yo hubiese ido a buscarlo. De todos modos, si me hubiera decidido a meterme por medio, siempre cabía la posibilidad de que Ralph, aquí presente, se hubiese visto obligado a intervenir para defenderme, ya sabéis. Y yo de ninguna manera podía arriesgarme a ponerlo a él en peligro, ¿no os parece? Quizás Sam le hubiese pedido que saliera de la habitación, y Ralph, aquí presente, no se encuentra en condiciones de meterse en una reyerta con nadie. ¿Verdad, cariño?

Ralph, enfundado en una chaqueta de safari, parecía más una visión que una persona de carne y hueso; era la sombra de Noreen y la acompañaba constantemente. Ningún alumno de la clase de Historia de la Arquitectura Británica había logrado sacarle más de diez palabras a aquel hombre en los once días que llevaba en Cambridge, y había estudiantes que asistían a otras clases en el St. Stephen's College que juraban que Ralph era mudo del todo.

Las condiciones a las que Noreen se refería eran que Ralph padecía hipoglucemia, y ése fue el tema que la mujer acometió una vez que terminó de diseccionar al matrimonio Cleary y de poner de relieve la atracción que Sam sentía hacia las damas en general y hacia Polly Simpson en particular. Ralph, informó Noreen a todos los que la escuchaban, era un mártir de la alimentación. Les explicó que el bajo nivel de azúcar en la sangre era la maldición de la familia de Ralph, y que él era el peor caso de todos. Incluso se había desmayado una vez al volante del coche mientras iba por la autopista, figúrense. Sólo pudo evitarse el desastre gracias a la rapidez con que pensó Noreen y la velocidad, aún mayor, con que actuó.

– Sujeté el volante tan deprisa que se diría que había recibido entrenamiento como profesional de algún tipo de salvamento – les explicó- Es asombroso el nivel que somos capaces de alcanzar cuando ocurre algo malo, ¿no estáis de acuerdo? – Como tenía por costumbre, no esperó a que le respondiera nadie. En lugar de eso se volvió hacia su marido y dijo -: Has cogido los frutos secos y los chicles para la excursión de hoy, ¿verdad, cariño mío? No podemos correr el riesgo de que te desmayes en mitad de Abinger Manor, ¿eh?

– Los he dejado en la habitación – le dijo Ralph con la nariz metida en el tazón de cereales.

– Pues asegúrate de no olvidártelos allí – repuso su mujer-. Ya sabes cómo estás.

– Como estás es dominado – fue la descripción que ofreció Cleve Houghton al tiempo que se sentaba a la mesa y se unía al grupo -. Lo que le hace falta a Ralph es ejercicio y no esa basura que le das de comer, Noreen.

– Mira quién habla de basura – fue la réplica de Noreen, a la que acompañó una significativa mirada al plato que él llevaba en la mano lleno a rebosar de huevos, salchichas, tomates asados y champiñones -. Yo no me daría tanta prisa en empezar a arrojar piedras, Cleve, querido. Seguro que eso no es bueno para las arterias.

– Me he hecho doce kilómetros por carreteras secundarias esta mañana – replicó Cleve -. He llegado hasta Grantchester sin tener la menor dificultad para respirar, así que tengo las arterias de primera, gracias. Vosotros también deberíais intentar correr un poco. Demonios, es el mejor ejercicio que se conoce para el ser humano. – Se echó hacia atrás el cabello espeso y oscuro, algo de lo que un hombre de cincuenta años podía sentirse orgulloso, y justo en aquel momento vio que Polly Simpson entraba en el comedor. Enmendó el comentario inmediatamente diciendo-: Bueno, el segundo mejor ejercicio.

Y sonrió con indolencia al tiempo que miraba con ojos tiernos en dirección a Polly.

Noreen se echó a reír con disimulo.

– Cielos, Cleve. Refrénate. Creo que ya está comprometida. Y corren rumores sobre ella.

Noreen utilizó su propio comentario a modo de introducción para volver a ocuparse del tema que ya había abordado antes de que Cleve hiciera aparición en escena. Pero en esta ocasión añadió pocas noticias más, la mayor parte referidas a Polly Simpson, a quien denominó Gamberra Innata; y afirmó que ella, Noreen, ya la había señalado con el dedo el Primer Día como probable causante de disensiones entre todos ellos. Al fin y al cabo, cuando no estaba haciéndole la pelota a la profesora, sin duda para trabajarse una mejor calificación final, a base de exclamaciones sobre la belleza de todas las diapositivas que aquella aburrida mujer les endilgaba a diario a los alumnos, andaba adulando a alguno de los hombres de un modo que quizás ella considerase amistoso, pero que cualquiera que tuviese un mínimo de cerebro calificaría de descaradamente provocativo.

– Y yo pregunto, ¿qué es lo que pretende? -Inquirió Noreen dirigiéndose a cualquiera que la escuchase a esas alturas-. Sam Cleary y ella se pasan noche tras noche ahí sentados con las cabezas muy juntas. ¿Y qué es lo que hacen? No me diréis que hablan de flores. Hacen planes para más adelante. Los dos juntos. Tomad nota de mis palabras.

Si tomaron nota o no de aquellas palabras fue algo que nadie comentó, ya que Polly Simpson se dio prisa en reunirse con sus compañeros de clase; sostenía en las manos una bandeja sobre la que había colocado un plátano y una taza de café, pues vigilaba atentamente las calorías. Llevaba como siempre la cámara fotográfica colgada del cuello, y después de depositar la bandeja encima de la mesa se dirigió al extremo de la misma y enfocó el grupo reunido para desayunar. El día de la primera clase de Historia de la Arquitectura Británica Polly les había informado a todos de que iba a ser la cronista oficial de aquel curso, y de momento no había faltado a su palabra.

– Creedme, querréis tener la foto como recuerdo -les aseguraba cada vez que captaba a cualquiera de ellos con la lente-. Os lo prometo. A la gente siempre le gustan las fotografías que yo hago.

– Jesús, Polly, ahora no -refunfuñó Cleve mientras la chica hacía ajustes en la lente al otro extremo de la mesa en la que desayunaban.

Pero se quejó en tono bonachón, y a nadie le pasó por alto el hecho de que se atusara el cabello con una mano para darle el punto justo de despeinado que le hacía aparentar treinta años de nuevo.

– No está presente toda la clase, Polly, querida -le comentó Noreen-. Y seguro que quieres que salgamos todos en la foto, ¿verdad?

Polly echó una ojeada a su alrededor por el comedor, sonrió y dijo:

– Bueno, pues aquí llegan Em y Howard. Ahora ya estamos casi todos.

– Pero seguro que no se encuentran aquí las personas más importantes -insistió Noreen con cierto retintín al tiempo que se les unían los otros dos alumnos-. ¿No quieres esperar a Sam y a Frances?

– No hace falta que salga todo el mundo en la foto -le dijo Polly sin darse por aludida a pesar de que la pregunta se había hecho con segunda intención.

– De todos modos… -murmuró Noreen. Y les preguntó a Emily Guy y a Howard Breen, dos oriundos de San Francisco que se habían hecho amigos el primer día de clase, si se habían cruzado con Sam o con Frances en la escalera L, que era donde se encontraban las habitaciones de todos ellos-. Es que anoche no han dormido demasiado -les comentó Noreen dirigiendo una mirada significativa a Polly-. ¿No será que no han oído el despertador esta mañana y se han dormido?

– Imposible, hace un rato Howard cantaba en la ducha -le aseguró Emily-. Yo lo he oído desde dos pisos más abajo.

– Ningún día empieza bien sin un homenaje matutino a Barbra Streisand -terció Howard.

Noreen, a quien no le agradó mucho aquel potencial cambio de tema, quiso poner punto final diciendo:

– Y yo que creía que era Bette Midler la que hacía furor entre los de tu onda.

Al oír esto se hizo un incómodo y breve silencio. Polly abrió un poco la boca y bajó la cámara fotográfica. Emily Guy arrugó profundamente el entrecejo e interpretó su papel de solterona haciendo ver que no comprendía del todo lo que Noreen quería dar a entender. Cleve Houghton lanzó un soplido sin perder por ello su pose varonil. Y Ralph Tucker siguió tomando cucharadas de copos de maíz.

Fue el propio Howard quien rompió el silencio al decir poco después:

– ¿Bette Midler? Nada de eso. Sólo me gusta Bette Midler cuando llevo zapatos de tacón alto y medias de rejilla, Noreen. Y no puedo meterme en la ducha con ellos puestos. Ya sabes, el agua estropea el charol.

Polly soltó una risita, Emily sonrió y Cleve se quedó mirando a Howard sus buenos diez segundos antes de soltar una carcajada de admiración semejante a un bramido.

– Hombre, me gustaría verte con zapatos de tacón y medias de rejilla -le dijo.

– Todo a su debido tiempo -repuso Howard-. Antes tengo que tomarme el desayuno.

Así que ya ven, Noreen Tucker también habría sido una buena candidata para que la asesinaran. Le gustaba revolver la olla para descubrir qué cosas se habían quedado pegadas al fondo, y cuando ya lo tenía todo bien revuelto le agradaba el modo en que aquellas cosas amargaban el estofado. Pero lo hacía sin ser consciente de ello. Sus intenciones eran bastante simples, fueran cuales fuesen las consecuencias. Si la conversación versaba sobre algún tema que hubiera escogido ella, orquestaba el curso de la misma y así se mantenía a la cabeza de la clase. Estar a la cabeza de la clase significaba tener todas las miradas clavadas en ella. Y tener todas las miradas fijas en ella en Cambridge aliviaba el escozor de no tener a nadie que se fijase en ella en ninguna otra parte.

El problema era Victoria Wilder-Scott, la profesora, una mujer medio chiflada a la que le encantaba llevar faldas de color caqui y camisas de madras, y que habitual e inconscientemente se sentaba en clase durante los debates de tal manera que siempre les enseñaba las bragas a los caballeros presentes. Victoria estaba allí para llenarles la cabeza de algunas minucias de arquitectura británica. No le interesaban lo más mínimo los cotilleos de los cursos de verano, y Noreen y ella se mostraron en educado aunque mortal desacuerdo desde el comienzo, enzarzadas en una batalla por ver quién iba a controlar lo que pasaba por ser el tema central de la clase. Noreen siempre trataba de ponerla en evidencia haciéndole preguntas sagaces y generalmente absurdas sobre la vida personal de los arquitectos cuya obra estudiaban: ¿Le había resultado a Christopher Wren su nombre un impedimento para encontrar un amor duradero en la vida? [1] ¿Implicaban los techos de Adams que éste tenía alguna nota profundamente sensual e ingobernable en su carácter? Pero Victoria Wilder-Scott se limitaba a quedarse mirando fijamente a Noreen como quien espera a que le llegue la traducción, y finalmente decirle:

– Sí. Pues verá…

Y se sacudía de encima las preguntas de Noreen como lo que eran, mosquitos sedientos y molestos.

Había estado preparando a sus alumnos de Historia de la Arquitectura Británica para la excursión a Abinger Manor desde el primer día de clase. Abinger Manor, en lo más profundo del paisaje de Buckinghamshire, era un buen ejemplo de la mayoría de los estilos arquitectónicos conocidos en Gran Bretaña y a la vez el depósito de toda clase de objetos, desde piezas de plata rococó de incalculable valor hasta pinturas de maestros ingleses, flamencos e italianos. Victoria había mostrado a sus alumnos numerosas diapositivas de techos abovedados, fronlones rotos, capiteles dorados, pilastras de mármol, canalones de piedra llenos de ornamentos y cornisas dentadas, y cuando los estudiantes creyeron que tenían ya la cabeza llena de detalles arquitectónicos, continuó con diapositivas de piezas de porcelana y plata, esculturas, tapices y mobiliario en abundancia. Esta casa, les explicó, era la joya de la corona del patrimonio inglés. Aquella majestuosa casa solariega se podía visitar desde hacía muy poco tiempo, y las personas que no tenían la suerte de haberse matriculado en el curso de verano sobre Historia de la Arquitectura Británica en la Universidad de Cambridge debían esperar doce meses como mínimo para verla. Y eso sólo en el supuesto de que la persona con interés en la visita se pasara varios días intentando comunicar por teléfono para hacer la reserva.

– Nada de esas tonterías de hacer reservas por Internet -les aseguró Victoria Wilder-Scott-. En Abinger Manor hacen las cosas a la antigua usanza.

Que, como puede suponerse, era la manera más apropiada de hacerlas.

Podrían ver aquel monumento a los tiempos pasados, por no decir a las propiedades, al cabo de unas horas, después de un viaje relativamente largo a través de la campiña.

Tenían que reunirse aquella mañana después del desayuno en la Queen's Gate, que daba a Garrett Hostel Lañe, al final de la cual les esperaría el minibús. Fue allí, mientras los alumnos recogían las bolsas con el almuerzo y husmeaban en ellas con las habituales quejas sobre la comida de las residencias, donde por fin se les unieron un alicaído Sam Cleary y una Frances con cara de ser muy desgraciada.

Si la ropa ponía de manifiesto el resultado de la discordia que había tenido lugar aquella madrugada, era evidente que Sam había resultado ganador, pues iba tan atildado como siempre; lucía una chaqueta deportiva de buen corte y una pajarita a juego con los tonos verde bosque de los pantalones de tweed. Frances, por el contrario, era la sosería personificada; llevaba una túnica que le iba demasiado grande y unos pantalones a juego también demasiado grandes. Parecía una refugiada de la Revolución Cultural.

Polly estaba ansiosa por remediar cualquier problema que hubiera podido causar entre el profesor y su esposa. Al fin y al cabo, era casi cincuenta años más joven que Sam, y por si eso fuera poco tenía un novio en Chicago, la ciudad donde vivía. Aunque había disfrutado con las atenciones que aquel hombre mayor (verdaderamente mayor, diría ella) le había dispensado en el pub del college varias noches seguidas, ello no significaba que hubiese considerado ni siquiera por un momento la idea de avivar el interés de Sam a fin de que aquello pudiera convertirse en algo más. Cierto que era un hombre sumamente atractivo con todo aquel cabello gris y el color sonrosado de las mejillas, síntoma de buena salud. Pero en modo alguno podía obviarse el hecho de que era ya viejo, y no resistía la comparación con David, el novio de Polly, a pesar del empeño hasta el momento inmutable y bastante obsesivo que tenía éste por dedicarse profesionalmente al estudio de los monos aulladores.

Polly les dio los buenos días a los Cleary con voz alegre y luego los enfocó con la cámara. Le había puesto un enorme teleobjetivo para la excursión, cosa que le venía muy bien para lo que se proponía en aquel momento. Podía tomar la fotografía que deseaba de Sam y de su esposa manteniéndose a cierta distancia de ellos.

– Quedaos ahí, donde termina la hierba -les pidió-. El color entona de maravilla con tu cabello, Frances.

Ésta tenía el pelo gris. No de ese asombroso color blanco con el que son bendecidas algunas mujeres, sino de color gris barco de guerra. Y además tenía mucho, lo cual era una suerte, pero lo apagado del color le proporcionaba a la mujer un aire adusto hasta en sus mejores momentos. Y como aquél no era precisamente uno de sus mejores momentos, tenía aún peor aspecto.

– Es asombroso lo que le puede hacer a una la falta de sueño, ¿verdad? -murmuró Noreen Tucker con toda intención cuando los Cleary se reunieron con el resto de los estudiantes después de posar de buen grado, por lo menos por lo que a Sam respecta, para la fotografía de Polly-. Ralph, no te habrás olvidado los frutos secos y los chicles, ¿verdad, cariño? No es conveniente que padezcas una crisis esta mañana en los sagrados salones de Abinger Manor.

La respuesta de Ralph fue un movimiento del pulgar hacia abajo, en dirección a la cintura. Aquello tenía fácil interpretación: la bolsa de plástico en la que guardaba la mezcla de frutos secos le asomaba por la chaqueta de safari como la cola de un bebé marsupial.

– Si notas que te empiezan los temblores, te tomas un puñado inmediatamente -le recordó Noreen-. No esperes a que nadie te dé permiso, ¿me oyes, Ralph?

– Sí, lo haré, no te preocupes.

Ralph se acercó a las bolsas que contenían el almuerzo, situadas junto a Queen's Gate, y se agachó resoplando para coger dos de la cesta de mimbre.

– Ese tipo tendrá mucha suerte si consigue llegar a los sesenta -le comentó Cleve Houghton a Howard Breen-. ¿Y tú qué haces para mantenerte en forma?

– Me ducho sólo con amigos -repuso Howard.

En aquel momento se reunió a ellos Victoria Wilder-Scott, que se había acercado a toda prisa vestida con su ropa de siempre, las gafas en lo alto de la cabeza y una carpeta de tres anillas apretada contra el huesudo pecho. Miró a sus alumnos con los ojos entornados y se quedó perpleja al verlos desenfocados. Instantes después cayó en la cuenta de a qué era debido.

– ¡Uy, las gafas! -exclamó-. Bueno, ya está arreglado. -Y se las bajó hasta la nariz mientras continuaba hablando en tono jovial-. Confío en que habrán leído los folletos, ¿verdad? Y el segundo capítulo de Grandes casas de las Islas Británicas. ¿Tenemos todos bien claro lo que vamos a ver en Abinger Manor? Esa maravillosa colección de Meissen que hay en el libro de texto. La mejor de Inglaterra. Las pinturas de Gainsborough, Le Brun, Turner, Constable y Reynolds. Una pieza preciosa de Whistler. Varios Holbein. La plata rococó. Algunos muebles extraordinarios. Las esculturas italianas. Toda esa maravillosa ropa de época. Los jardines son fantásticos, por cierto; rivalizan con Sissinghurst. Y el parque… bueno, no tendremos tiempo de verlo todo, pero haremos lo que podamos. ¿Han traído los cuadernos? ¿Y las cámaras fotográficas?

– Polly ha traído la suya -apuntó Noreen-. Creo que con eso las demás sobran.

Victoria parpadeó mirando en la dirección en la que se encontraba la cronista de la clase. Desde el principio no había ocultado que aprobaba el celo de Polly, y le habría gustado que hubiese más alumnos dispuestos a lanzarse a la experiencia de hacer un curso en Cambridge con tan buena disposición como aquella muchacha. Para Victoria ése era el problema que hacía que le costase trabajo impartir aquellos cursos de verano: que en general estaban llenos de americanos acaudalados cuya idea de aprender se reducía a ver documentales en la televisión sentados en el cómodo sofá del cuarto de estar.

– Sí, bueno, es verdad -convino Victoria dirigiéndole a Polly una gran sonrisa-. ¿Ya ha inmortalizado usted nuestra inminente partida?

– Poneos todos junto a la puerta, amigos -les pidió Polly a modo de respuesta-. Vamos a hacer una foto de grupo antes de emprender viaje.

– Póngase usted con los demás -le indicó Victoria-. Yo haré la foto.

– No, con esta cámara no -protestó Polly-. Tiene un medidor de luz tan complicado que hace falta ser Einstein para manejarlo. Nadie lo entiende. Era de mi abuelo.

– ¿Entonces tu abuelo aún vive? -Le preguntó Noreen con malicia-. Pues debe de tener… ¿qué edad tiene tu abuelo, Polly? Debe de ser viejísimo. ¿Setenta quizás?

– No te equivocas mucho -contestó Polly-. Tiene setenta y dos.

– Un auténtico carcamal.

– Sí, pero es un viejales que está hecho un roble, y además se le ve lleno de…

Polly se interrumpió. Miró a Sam, luego a Frances y luego a Noreen, quien preguntó en tono agradable:

– ¿Lleno de qué?

– Pues sin duda lleno de ingenio y de sabiduría -intervino Emily Guy.

Igual que Victoria Wilder-Scott, admiraba la energía y el entusiasmo de Polly y envidiaba, sin que ese sentimiento la consumiera, que la vida se estuviese abriendo ante aquella mujer y no cerrándose, como le ocurría a ella. Emily Guy había ido a Cambridge para olvidar una desgraciada relación con un hombre casado que había ocupado los siete últimos años de su vida, así que cualquier indicio de que una mujer tuviese propensión, a meterse sin remedio en un triángulo amoroso la afectaba en gran manera. Igual que Noreen, ella también había visto a Polly en animada conversación con Sam por las noches. Pero, a diferencia de aquélla, no lo había tomado por otra cosa que no fuese amabilidad por parte de una chica joven hacia un hombre mayor que a todas luces estaba locamente perdido por ella. Los celos que sentía Frances Cleary no eran problema de Polly, decidió Emily Guy la primera vez que vio a Frances fruncir el ceño y mirar por encima de la mesa en dirección a la muchacha.

No obstante, y a fin de desagraviar a Frances, Polly hizo todo lo posible por mantenerse fuera de la línea de visión de Sam Cleary durante el viaje a Abinger Manor. Se dirigió al minibús en compañía de Cleve Houghton e hizo el trayecto hasta Buckinghamshire en un asiento al otro lado del pasillo muy concentrada en una seria conversación.

Estas dos actitudes, naturalmente, no le pasaron inadvertidas a Noreen Tucker, a quien, como hemos visto, le gustaba sembrar cizaña siempre que le era posible.

– Es evidente que nuestra Polly quiere algo más que un simple cracker [2] -le murmuró a su taciturno marido mientras viajaban por el agostado paisaje veraniego-. Y puedes apostar a que lo que busca es un hombre rico.

Ralph no respondió; siempre resultaba difícil saber si estaba despierto o simplemente permanecía sonámbulo a lo largo del día. De modo que Noreen dio un vistazo a su alrededor para ver si encontraba a alguien que le prestase atención. Y encontró a Howard Breen, que se hallaba al otro lado del pasillo. Estaba hojeando el folleto que les habían proporcionado a todos sobre las glorias de Abinger Manor.

– No importa la edad cuando hay dinero de por medio, ¿no te parece, Howard? -le comentó.

Éste levantó la cabeza y dijo:

– ¿Dinero? ¿Para qué?

– Dinero para chucherías. Dinero para viajar. Dinero para llevar una vida más lujosa. Él es médico. Está divorciado. Tiene dinero a montones. Y ella no ha parado de babear con las diapositivas de Victoria desde el primer día de clase, por si no te has fijado. Así que, ¿crees que no le encantaría llevarse de recuerdo a Chicago un par de antigüedades? ¿Y no es Cleve Houghton el hombre apropiado para comprarle alguna ahora que Frances ha metido en cintura a Sam Cleary?

Howard bajó el folleto que tenía en las manos y miró a Emily Guy, su compañera de asiento, para que le interpretase los comentarios de Noreen.

– Se refiere a Polly y a Cleve Houghton -le aclaró Emily; y añadió en voz baja-: Antes eran Polly y Sam, pero ahora ha sustituido a este último por Cleve.

– El dinero lo es todo para una muchacha así -le aseguró Noreen-. Créeme, si tuvieras un par de automóviles antiguos también iría detrás de ti, Howard, a pesar de tus… bueno, de tus preferencias sexuales, si me permites decirlo así. Considérate afortunado de poder escapar.

Howard echó una mirada en dirección a Polly, que gesticulaba con las manos para ilustrar algún argumento que aducía en la conversación.

– ¡Maldición! -exclamó-. ¿Escapar? Yo no quiero escapar. Yo siempre he hecho a pelo y a pluma. Si hay luna llena y sopla el viento del este, estoy a punto para el apareamiento. Tanto es así, Noreen, que en realidad estos últimos días ha empezado a parecerme que estás la mar de buena.

Noreen se puso algo nerviosa.

– Pues yo no pienso…

– Sí, ya me he dado cuenta de que no piensas -la interrumpió Howard muy sonriente.

Noreen no era de las que se dejan acoquinar así como así, y tampoco era una mujer que respondiera a una pulla atacando de frente.

Se limitó a sonreír y dijo:

– Pues si hoy tienes esas inclinaciones, Howard, me temo que no podré ayudarte, porque ya tengo compromiso. Pero seguro que nuestra Emily se mostrará encantada de complacerte. Incluso me atrevería a decir que lo está deseando. El interés de un hombre puede hacer que la mujer piense… bueno, que todo es posible, ¿no es cierto? Incluso que el pelo se le cambie por pluma a ese hombre de modo permanente. Espero que sea eso lo que te gustaría que sucediese, Emily. Al fin y al cabo toda mujer necesita a un hombre.

Emily se acaloró y le subieron los colores a pesar de que no había manera posible en este mundo de que Noreen Tucker se hubiese enterado de su pasado reciente, de las esperanzas que ella había puesto en una relación amorosa que parecía el típico caso de dos seres hechos el uno para el otro que por fin se encuentran, pero que había resultado no ser otra cosa que un sórdido intento de convertir en algo especial lo que en realidad no era más que una serie de acoplamientos apresurados en diversos hoteles, lo que la había dejado con la sensación de estar ahora más sola que antes.

Así que no fue la primera persona aquel día en pensar que Noreen Tucker sería más útil a la humanidad si se la borrase del planeta.

Sentada en la parte delantera del autocar, Victoria Wilder-Scott se había pasado la mayor parte del viaje a través de la campiña explayándose sobre las bellezas de Abinger Manor. Se encontraba en plena perorata cuando el autocar se metió por un camino arbolado.

– Así pues, la familia continuó siendo incondicionalmente monárquica hasta el fin. En la torre norte verán ustedes el escondite donde se ocultó Carlos I antes de escapar al continente. Y en esa larga galería se les desafiará a que encuentren una puerta secreta que queda totalmente disimulada. Fue por esa puerta por donde el rey Carlos emprendió la huida aquella fatídica noche. Y debido a la continuada lealtad que la familia mostró hacia él, más tarde se le concedió al propietario de la casa el título de conde. Ese título ha ido pasando de generación en generación, como es natural, y aunque el actual conde sólo viene a la finca los fines de semana, su madre, que por cierto es a su vez hija del sexto conde de Asherton, vive habitualmente aquí, por lo que no sería sorprendente que nos tropezáramos con ella. Tiene fama de mezclarse a menudo con los visitantes. Es una mujer un poco excéntrica… cosa que sucede con frecuencia con esta clase de personas.

Cuando el autocar dobló la última curva de la carretera y los miembros de la clase de Historia de la Arquitectura Británica vislumbraron por primera vez la mansión de Abinger Manor, un murmullo de admiración se elevó entre los alumnos fuera lo que fuese lo que en aquel momento les pasaba por la cabeza. Victoria Wilder-Scott se volvió en el asiento encantada al advertir aquella reacción.

– Se lo había prometido, ¿no? -les recordó-. Este lugar no decepciona jamás.

Al otro lado del foso, tachonado de lechos de lirios, se alzaban, a ambos lados de la entrada principal del edificio, dos torres con almenas. Tenían una altura de cinco plantas y encima de las mismas unas chimeneas altas e increíblemente decoradas coronaban los tejados a dos aguas, muy inclinados. Las ventanas salientes, un añadido posterior a la casa, sobresalían por encima del foso y proporcionaban a los moradores de la misma una vista del extenso jardín. Éste estaba bordeado por un lado con un alto seto de tejo y por el otro con una pared de ladrillo junto a la cual se hallaba un arriate de plantas perennes: lavanda, áster y claveles. La clase de Historia de la Arquitectura Británica disponía de un cuarto de hora para recorrerlo a su antojo antes de comenzar la visita programada, y hacia allí se dirigieron todos en grupo.

No eran los únicos visitantes de la casa solariega aquella mañana. Un gran autocar turístico llegó a los alrededores de la mansión inmediatamente detrás de ellos, y de él bajó un grupo numeroso de turistas alemanes que inmediatamente se unieron a Polly Simpson en la tarea de sacar fotografías de la fachada de la mansión. Dos familias llegaron a la vez en sendos Range Rover y de inmediato emprendieron camino hacia el laberinto, en el que se perdieron y empezaron a llamarse a gritos para ayudarse a encontrar el camino. Y un Bentley plateado se unió a los demás vehículos momentos después, rodando casi sin hacer ruido hasta detenerse.

De este último vehículo bajó una atractiva pareja: el hombre, alto y rubio, vestía de esa manera informal pero llena de estilo que da la impresión de dinero; la mujer, morena y ágil, bostezaba como si hubiera realizado la mayor parte del viaje dormida.

Los demás visitantes de Abinger Manor de aquel Día en Cuestión no lo sabían, pero aquellos dos recién llegados eran Thomas Lynley y lady Helen Clyde, su futura esposa. Y tenían derecho a estar allí, ya que la principal moradora en la actualidad de Abinger Manor era la anteriormente mencionada y temible condesa viuda, tía Augusta para Lynley, quien deseaba que su sobrino comprobase por sí mismo que era posible abrir las puertas de la propiedad al público sin que ello supusiera un desastre. Quería que él hiciese lo mismo con la enorme finca que poseía en Cornualles, pero de momento no había conseguido gran cosa en su afán por convencerlo.

– No todos somos la duquesa de Devonshire -solía decirle Lynley con amabilidad.

– Pues si un insignificante Mitford es capaz de hacer una cosa así y de salir adelante, puedes estar seguro de que yo también puedo hacerlo -le respondía ella.

Pero no se fueron a buscar a tía Augusta, aunque bien habrían podido hacerlo dado el parentesco. En lugar de eso Thomas Lynley y Helen Clyde se reunieron con los demás en el jardín y admiraron lo que había conseguido hacer su tía para mantener bellas las flores a pesar de la sequía.

Naturalmente, los demás no tenían manera de saber que aquel Thomas Lynley que paseaba en silencio con el brazo ligeramente echado por encima de los hombros de su futura esposa era en realidad un miembro de la familia que ahora habitaba una sola ala del majestuoso edificio que visitaban. Pero más importante aún, sobre todo considerando los acontecimientos que habían de tener lugar en aquel edificio, era que los visitantes no tenían manera de saber que el trabajo de aquel hombre se desarrollaba en New Scotland Yard, donde era inspector. En cambio, lo que advirtieron fue lo que la gente en general veía cuando miraba a Thomas Lynley y a Helen Clyde: mucho dinero cuidadosamente gastado, una apariencia y una ropa en absoluto ostentosas, ese silencio educado y lleno de deferencias que se consigue con años de buena educación, y unos lazos de amor entre ellos que parecían amistad, porque había sido precisamente de la amistad de donde había florecido aquel amor.

En otras palabras, resultaban bastante llamativos y estaban un poco fuera de lugar en medio de las demás personas que aquel día visitaban Abinger Manor.

Cuando sonó el timbre que indicaba el comienzo de la visita, el grupo se congregó ante la puerta principal. Salió a recibirlos una muchacha de aire decidido, que aparentaba unos veinticinco años, con la barbilla llena de granos y los ojos demasiado maquillados. Los acompañó hasta el interior del edificio, se aseguró de cerrar con llave la puerta cuando hubieron entrado todos por si acaso alguien sentía la tentación de largarse de allí con alguna preciosa, por no decir portátil, bagatela de las que allí había, y empezó a hablar en un inglés peculiar que sugería que la habían preparado a fondo para dirigirse a extranjeros. Hablaba con palabras simples, pronunciadas de una manera sencilla y con muchas pausas.

Se hallaban, les dijo, en el pasillo original de la casa solariega. La pared de madera que tenían a la izquierda era la original. Podrían admirar el trabajo de talla que tenía cuando pasaran por el otro lado de la misma. Les pidió que hicieran el favor de permanecer agrupados y de no traspasar las zonas acordonadas… Se permitía hacer fotografías, pero solamente si no utilizaban el flash.

Todo fue bien al principio. El grupo guardaba un respetuoso silencio y sacaba fotografías sin utilizar el flash. Las únicas preguntas que se hicieron fueron las que formuló Victoria Wilder-Scott, y si la guía proporcionó alguna respuesta incorrecta, nadie se dio cuenta.

Así fue como llegaron al Gran Salón, una sala magnífica que era tal como Victoria Wilder-Scott les había comentado a sus alumnos. Mientras la guía les iba explicando las características del salón, el grupo se afanaba por centrar la atención en el alto techo abovedado, en la galería de los trovadores y su intrincado calado, en los tapices, en los retratos, en las chimeneas y en las alfombras. Las cámaras enfocaban y disparaban sin cesar. En ocasiones se elevaron murmullos de admiración entre los visitantes. En algún lugar de la sala un reloj dio delicadamente las diez y media.

A modo de acompañamiento para las campanadas del reloj, un feroz sonido de tripas interrumpió de súbito el programado discurso de la guía. Alguien se echó a reír con una risita nerviosa y unos cuantos se dieron la vuelta y vieron a Polly Simpson apretándose el estómago.

– Lo siento -se excusó ésta-. Es que sólo he desayunado un plátano.

Este comentario sirvió para animar un poco al normalmente taciturno Ralph Tucker. Mientras el grupo volvía a poner la atención en lo que decía la guía, Ralph se acercó sigilosamente a Polly y con galantería le señaló la parte delantera de la chaqueta de safari.

– Coge una inyección de energía si quieres -le dijo-. Es bueno para la sangre.

Polly Simpson le dio las gracias con una sonrisa y metió la mano en el bolsillo, de donde sacó unos cuantos frutos secos surtidos. Ralph hizo lo mismo. Tenían que comer a escondidas, naturalmente, y lo hicieron como dos colegiales traviesos, con risitas de complicidad de algunos visitantes que los sorprendieron. Resultó bastante fácil, pues la guía los conducía ya fuera del Gran Salón e iba a la cabeza del grupo, tras lo cual subieron un tramo de escaleras y fueron a dar a una sala estrecha como un pasillo.

– Esta galería alargada es una de las más famosas de Inglaterra -les informó la guía mientras todos se reunían detrás de un cordón de terciopelo que se extendía a lo largo de la habitación-. No sólo contiene la mejor colección de plata rococó del país, parte de la cual pueden ustedes ver colocada a la izquierda de la chimenea, sobre esa mesa en forma de media luna… que es una pieza de Sheraton, por cierto… sino que además hay un Le Brun, dos Gainsborough, un Reynold, un Holbein, un encantador Whistler, dos Turner, tres Van Dyck y varias piezas más de artistas menos conocidos. En la vitrina del fondo encontrarán un sombrero, guantes y unas medias que pertenecieron a Isabel I. Y aquí tienen ustedes una de las características más extraordinarias de toda la mansión.

Se acercó a un lado de la mesa Sheraton y empujó ligeramente sobre una sección del panel de madera de la pared. Inmediatamente se abrió una puerta que se hallaba oculta por la estructura de la misma pared.

Varios turistas alemanes aplaudieron con entusiasmo. La guía les explicó:

– Es una puerta Gibb. Inteligente, ¿no les parece? Los criados podían entrar o salir de los salones de la casa sin que se les viera.

Se oyeron varios disparos de cámaras fotográficas, que enfocaron hacia el lugar donde señalaba la guía. Los visitantes alargaban el cuello para mirar. Se produjo cierto revuelo y se oyeron murmullos.

Y entonces fue cuando ocurrió.

– Me gustaría que se fijaran especialmente en… -estaba diciendo la guía cuando los acontecimientos conspiraron para interrumpirla.

Alguien gritó con voz ahogada:

– ¡Cariño! ¡Nor! ¡Cariño!

Y otra persona gritó:

– ¡Oh, Dios mío!

Y una tercera voz exclamó:

– ¡Cuidado! ¡Ralph se cae!

Y dicho y hecho, eso fue exactamente lo que ocurrió. Ralph Tucker lanzó un grito inarticulado y se desplomó sobre una de las valiosas mesas de madera satinada de Abinger Manor, golpeándose con ella al caer. Hizo trizas un enorme arreglo floral, aplastó un cuenco de porcelana lleno de flores, que salieron volando y se esparcieron por la alfombra persa, y volcó la mesa, que cayó de lado. Ésta, al caer, se llevó por delante el cordón de terciopelo y los postes de bronce que lo sujetaban al tiempo que Ralph se precipitaba al suelo y se quedaba allí tendido, inmóvil.

Noreen Tucker se puso a gritar.

– ¡Ralph! ¡Amor mío!

Y se abrió paso entre la gente para acercarse a su esposo. Lo sacudió por los hombros mientras se hacía el caos a su alrededor. Unos empujaban hacia delante, otros retrocedían. Alguien empezó a rezar, otro a maldecir. Tres alemanas se dejaron caer en los sofás que ahora habían quedado a su disposición, pues el cordón de separación había desaparecido. Un hombre gritó pidiendo agua mientras otro decía que se apartasen para que pudiese pasar mejor el aire.

Había treinta y dos personas en la sala y nadie se hacía cargo de la situación, ya que la guía, cuya preparación se había limitado a memorizar los detalles más sobresalientes sobre los enseres de Abinger Manor y no sabía nada de primeros auxilios, se había quedado clavada al suelo, incapaz de moverse, como si hubiese tenido algo que ver en lo que acababa de sucederle al taciturno Ralph Tucker.

Se oían voces procedentes de todas partes.

– ¿Está…?

– Dios mío. No puede estar…

– ¡Ralph! ¡Ralphie!

– Er ist gerade obnmdchtig geworden, nicht wahr…

– Que alguien llame a una ambulancia, por el amor de Dios. -Esto último lo dijo Cleve Houghton, que había logrado abrirse paso entre la gente y se había arrodillado junto a Ralph Tucker. Le echó un vistazo al pobre hombre y empezó a practicarle un masaje cardiopulmonar-. ¡Ahora mismo! -le gritó a la guía, quien finalmente reaccionó, atravesó como una exhalación la puerta Gibb y subió las escaleras haciendo mucho ruido con los tacones.

– ¡Ralphie! ¡Ralphie! -gemía Noreen Tucker mientras Cleve hacía una pausa, le tomaba el pulso a Ralph e intentaba de nuevo reanimarlo.

– Kann er nicht etwas unternehmen? -preguntó uno de los alemanes mientras otro decía:

– Schauen Sie sich die Gesichtsfarbe an.

Fue en aquel momento cuando Thomas Lynley, tras quitarse la chaqueta y entregársela a Helen Clyde, decidió unirse a Cleve. Se abrió paso con facilidad entre la gente, se colocó a horcajadas sobre la figura mastodóntica de Ralph Tucker y se encargó del masaje cardíaco mientras Cleve Houghton le ponía los labios en la boca a la víctima y comenzaba a practicarle la respiración artificial.

– ¡Sálvenlo! ¡Sálvenlo! -Gritaba Noreen-. ¡Que alguien haga algo! Ayúdenlo. ¡Por favor!

Victoria Wilder-Scott se puso a su lado.

– Ya intentan ayudarle, querida -le dijo-. Si hace el favor de venir conmigo…

– ¡No voy a dejar aquí a mi Ralphie! Lo que le pasa es que necesitaba comer.

– ¿Se ha atragantado? -preguntó alguien.

– ¿Han probado el sistema Heimlich para reanimarlo? -terció un segundo.

La guía entró precipitadamente en la sala. Se detuvo y dijo en voz alta:

– Acabo de llamar…

Pero se le atascaron las palabras y se calló. Se dio cuenta, como todos los demás, de que los dos hombres que trabajaban en aquel cuerpo tendido en el suelo intentaban reanimar lo que ya era un cadáver.

Al llegar a ese punto Thomas Lynley se hizo cargo de la situación. Mostró su tarjeta de identificación a la guía y dijo con voz tranquila:

– Thomas Lynley. New Scotland Yard. Encargúese de que alguien le diga a mi tía, lady Fabringham, que se ha producido un percance en la galería. Pero, por el amor de Dios, no dejen que se acerque por aquí, ¿entendido?

Conocía la propensión de Augusta a meterse en asuntos que no eran de su incumbencia, y lo que menos falta le hacía en aquellos momentos era que anduviera por allí dando órdenes que sólo servirían para complicar un poco más las cosas. Al fin y al cabo, ya venía de camino una ambulancia, y no se podía hacer más que llevar a aquel desafortunado individuo a un hospital, donde un médico firmaría el certificado de defunción. Lynley sugirió que los demás continuaran con la visita a la mansión, aunque sólo fuese a fin de dejar la sala despejada para cuando llegase el equipo médico.

Nadie tenía demasiadas ganas de seguir viendo las restantes glorias de Abinger Manor en aquellas circunstancias. Pero, tras dejar atrás a la llorosa Noreen Tucker, el resto de la comitiva salió obedientemente de la sala. Pero esto fue antes de que Lynley se agachase junto al cadáver y le abriera el puño que tenía apretado con fuerza.

– Ha sido un fallo cardíaco -le dijo Cleve Houghton-. He visto morir así a otras personas.

Pero aunque Lynley hizo un gesto afirmativo con la cabeza, no contestó. Se puso a examinar los restos de frutos secos que cayeron al suelo al abrir la mano de Ralph. Cuando levantó la vista no miró a Cleve, sino más bien al grupo que se alejaba. Y se quedó observándolos mientras hacía conjeturas, porque estaba muy claro para Thomas Lynley, natural de aquella tierra, aunque para nadie más de momento, que a Ralph Tucker lo habían asesinado.

Mientras Noreen Tucker lloraba hundida en un sillón Chippendale de incalculable valor y Helen Clyde se le acercaba y le ponía una mano en el hombro para consolarla, la puerta se cerró tras el grupo. Al cabo de unos momentos la guía les sugirió que admirasen el salón, en especial los extraordinarios trabajos en escayola del techo. Se llamaba el salón del rey Eduardo, les dijo la muy alicaída guía, y tomaba el nombre de la estatua de Eduardo IV que descansaba en la repisa de la chimenea. Era una estatua realizada a tres cuartos del tamaño real, les explicó, porque a diferencia de la mayoría de los hombres de su tiempo, Eduardo IV medía bastante más de un metro ochenta de altura. De hecho, cuando entró a caballo en Londres el 26 de febrero de 1460…

Francamente, nadie acababa de creer que la joven guía continuase hablando. Había algo indecente en el hecho de que les pidiera que admirasen las lámparas del techo, el papel de las paredes, los muebles del siglo XVIII, los jarrones chinos y la chimenea francesa, cuando se hallaban en presencia de la muerte, de la muerte de Ralph Tucker. No importaba que aquel hombre no significara nada para ninguno de ellos. El hecho era que estaba muerto, y por respeto a este fallecimiento deberían haber dejado correr el resto de la visita.

Así que todos se sentían inquietos e incómodos. El aire estaba bastante cargado. Parecía que fuesen a perder la compostura de un momento a otro. Cuando por fin Cleve Houghton se reunió con ellos en el comedor de invierno y les dio la noticia de que se habían llevado el cadáver de Ralph Tucker, también les comunicó que Thomas Lynley había mandado llamar a la policía.

– ¿A la policía? -repitió en voz baja Emily Guy, horrorizada por las implicaciones que eso llevaba consigo.

Y pronto se corrió la noticia entre los restantes miembros del grupo. Los alumnos de la clase de Historia de la Arquitectura Británica empezaron a mirarse unos a otros llenos de desconfianza y recelo.

Todos sabían que tenían que haber sido los frutos secos. No obstante, la pregunta que se hacían era la misma: por qué alguien en este mundo o en cualquier otra parte iba a querer asesinar a Ralph Tucker. A Noreen Tucker sí, pues no había parado de meter la nariz en los asuntos de los demás desde el primer día. Y, desde luego, de todos los alumnos era la que menos probabilidades tenía de ganar el Premió a la Concordia. Y tal vez también a Sam Cleary, a quien su mujer habría podido cargarse por transgredir los votos matrimoniales un número excesivo de veces para su gusto. O incluso a la propia Frances, a quien quizás Sam hubiese deseado eliminar para tener así vía libre e intentar llegar a Algo Más con Polly Simpson. Pero… ¿a Ralph? No. No tenía el menor sentido.

Así pues, los pensamientos de todos iban en la misma dirección. Fue al pensar en Polly Simpson cuando algunos recordaron un detalle terrible pero significativo: Polly también había comido frutos secos de los que llevaba Ralph Tucker, y además no era la primera vez. Porque ¿acaso no había metido la mano en la bolsa de frutos secos en la primera excursión que habían hecho días antes, cuando Ralph, en un momento de cordialidad que no había vuelto a repetirse, ofreció frutos secos a todos los que viajaban en el autocar a modo de merienda al volver a Cambridge después de un largo día viendo edificios antiguos en Norfolk? Sí, en efecto. Polly era la única que había aceptado los frutos secos. Así que cabía dentro de lo posible que hubieran intentado asesinarla a ella, y que Ralph Tucker no hubiese sido más que una desafortunada víctima a la que se había liquidado de paso.

Eso hizo que más de una persona mirase a Polly con cierta preocupación mientras esperaba alguna señal de que también se iba a desplomar debido a la misma sustancia que había tomado Ralph. Incluso alguien sugirió en voz baja que quizás fuese mejor que Polly se encerrara en el lavabo e intentase vomitar, por si acaso. Pero ésta, que no parecía comprender del todo lo que querían darle a entender, se limitó a hacer una mueca de asco al oír la sugerencia y continuó haciendo fotografías, si bien se la notaba con mucha menos vitalidad de lo que era habitual en ella.

La muerte producida por unos frutos secos hizo que todas aquellas personas le diesen vueltas en la cabeza a la cuestión del veneno. Y ello las obligó a preguntarse cómo iba alguien a conseguir veneno en Cambridge. No podía entrar así como así en la farmacia y pedir algo que actuase con rapidez, que no dejase rastro y que fuera limpio. De modo que cabía pensar, sin salirse de los límites de lo razonable, que quienquiera que fuese el asesino había traído de casa el veneno en cuestión. Y eso obligó a pensar seriamente a aquellas personas en Noreen Tucker, y les hizo considerar si la devoción que ésta sentía por el querido Ralph sería en realidad lo que parecía.

El grupo se encontraba en la biblioteca cuando Thomas Lynley y su acompañante volvieron a reunirse con ellos; Lynley examinó con mirada reflexiva a todos los presentes. La mujer, a quien el policía había puesto al tanto de todo mientras metían en la ambulancia al pobre Ralph, hizo lo propio. La pareja se separó y se mezclaron con el grupo situándose en lugares distintos. No prestaron la más mínima atención a lo que decía la guía, sino que se concentraron en los visitantes de Abinger Manor.

De la biblioteca fueron a la capilla acompañados del sonido de sus propios pasos, de la voz de la guía, que producía eco entre aquellas paredes, y de algún que otro disparo de cámara fotográfica. Lynley se movía entre el grupo sin dirigirle la palabra a nadie excepto a su compañera, con la que cruzó unas palabras al llegar a la puerta. Y a continuación se separaron de nuevo. De la capilla se dirigieron a la sala de armas. De allí a la sala de billar. Luego a la sala de música. Desde allí bajaron dos tramos de escaleras y entraron en la cocina. Habían transformado la despensa situada detrás de la misma en tienda de regalos, y los alemanes se dirigieron hacia allí mientras los americanos hacían lo propio. En ese momento habló Lynley.

– Les ruego que permanezcan juntos -les pidió mientras ellos empezaban a dispersarse-. Hagan el favor de quedarse un momento aquí, en la cocina. -Los alemanes protestaron ligeramente. Los americanos no dijeron nada-. Me temo que tendremos que hacer ciertas consideraciones, pues hay un problema referente a la muerte del señor Tucker.

– ¿Un problema? -preguntó Sam Cleary.

– ¿Qué ocurre? -quiso saber alguien.

– ¿Qué tenemos nosotros que ver? -inquirió otro.

– Ha sido un fallo cardíaco -aseguró Cleve Houghton-. He visto lo suficiente como para decirle…

– Yo también -le interrumpió un hombre con fuerte acento. El comentario lo había hecho un miembro del grupo de alemanes, y no parecía hacerle ninguna gracia que les volvieran a estropear la visita-. Soy médico. Yo también he visto casos de muerte por insuficiencia cardiaca. Yo sé lo que veo.

Cosa que, naturalmente, hizo que surgiera la pregunta de por qué aquel hombre no había hecho nada por ayudar durante la crisis, pero nadie comentó nada al respecto. En cambio Thomas Lynley extendió la mano. En la palma tenía media docena de semillas.

– Parece un fallo cardíaco -explicó-. Y eso precisamente es lo que hace un alcaloide. Paraliza el corazón en cuestión de minutos. Por cierto, esto son semillas de tejo.

– ¿De tejo? -Preguntó alguien-. Lo que era de tejo…

– Las habrá cogido del ramo de flores -observó Victoria Wilder-Scott-. Se esparció por toda la alfombra cuando el señor Tucker se cayó.

Lynley hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Estaban mezcladas con los frutos secos que tenía en la mano -les explicó-. Y en la bolsa que llevaba en la chaqueta había más entre los frutos. Me temo que a ese hombre lo han asesinado.

De manera que los secretos temores de todos acabaron por confirmarse finalmente. Y mientras unos se preguntaban una vez más por qué alguien habría querido asesinar a Ralph Tucker, los demás miraban a la única persona presente en la cocina que sabía más allá de toda duda el daño potencial que podía causar una pizca de tejo.

Los alemanes, mientras tanto, protestaban acaloradamente. El médico llevaba la voz cantante.

– Nosotros no tenemos nada que ver -aseguraba-. No conocíamos a ese hombre. Insisto en que se nos permita marchar.

– Desde luego -convino Thomas Lynley-. Estoy de acuerdo con usted. Y se irán en cuanto hayamos resuelto el problema de la plata.

– ¿De qué demonios habla usted?

– Parece ser que uno de ustedes ha aprovechado la confusión que se produjo en la galería para coger dos piezas de plata rococó de la mesa colocada junto a la chimenea. Se trata de dos jarritas para leche. Son bastante pequeñas y están extraordinariamente trabajadas; y han desaparecido, en efecto. Ésta no es mi jurisdicción, por supuesto, pero en tanto no llegue aquí la policía para iniciar las pesquisas sobre la extraña muerte del señor Tucker, me gustaría encargarme en persona de este pequeño asunto de la plata.

Naturalmente, se imaginaba con toda claridad lo que diría tía Augusta si no se encargaba en persona de ello.

– ¿Qué piensa usted hacer? -le preguntó Frances Cleary un poco temerosa.

– ¿Tiene intención de retenernos aquí hasta que alguno de nosotros confiese? -Le preguntó en tono de mofa el médico alemán-. No puede registrarnos sin una orden del juez.

– Así es, en efecto -reconoció Thomas Lynley-. A menos que ustedes accedan al registro.

Todo el mundo calló. Y en medio de ese silencio se oyó que alguien movía los pies. Otro carraspeó. Se produjeron conversaciones en voz baja en alemán. Y alguien hizo ruido al pasar las hojas de un cuaderno.

Cleve Houghton fue el primero en hablar. Miró hacia el resto del grupo.

– Demonios, yo no tengo nada que objetar.

– Pero las mujeres… -apuntó Victoria Wilder-Scott con cierta prevención.

Lynley señaló con un movimiento de cabeza hacia su compañera, que se hallaba de pie detrás del grupo, junto a un expositor de calderos de cobre.

– Ésta es lady Helen Clyde -les dijo-. Se encargará de registrar a las mujeres.

Y así lo hicieron. Registraron a los hombres en el office y a las mujeres en otra sala que se encontraba enfrente, al otro lado del pasillo.

Tanto Thomas Lynley como Helen Clyde hicieron el trabajo a conciencia. Lynley iba a lo suyo sin contemplaciones. Helen mostró un poco más de tacto. Cada uno pidió a las personas a las que tenían que registrar que se desnudasen y se volvieran a vestir. Todos tuvieron que vaciar los bolsillos, los bolsos, las mochilas y las bolsas de lona. Lynley llevó a cabo todo aquello manteniendo un silencio absoluto con ánimo de intimidar. Helen charlaba con las mujeres para que se sintieran cómodas.

Sin embargo no encontraron nada. Y eso que habían registrado incluso a Victoria Wilder-Scott y a la guía.

Lynley les pidió a todos que aguardasen en el salón de té. Después se dirigió hacia las escaleras que había al fondo de la cocina.

– ¿Adonde va ahora? -preguntó Polly Simpson apretando la cámara contra el pecho con ambas manos.

– Tendrá que buscar las piezas de plata en el resto de la casa -comentó Emily Guy.

– Pues puede tardar toda la vida en eso -susurró Francés Cleary.

– Bueno, no importa. De todos modos vamos a tener que quedarnos aquí para esperar a la policía.

– Coño, no, ha sido un fallo cardíaco -aseguró Cleve Houghton-. No ha desaparecido ningún objeto de plata. Lo que pasa es que se los habrán llevado para limpiarlos.

Pero por desgracia no era ése el caso, como descubrió Lynley cuando, muy a su pesar, fue a informar a su tía paterna. Augusta se mostró debidamente horrorizada y compasiva cuando le contó que uno de los visitantes había muerto en el interior de la casa. Pero se manifestó como la venganza personificada cuando se enteró de que un «taimado delincuente de tres al cuarto» había tenido la descarada audacia de apoderarse de uno de aquellos tesoros suyos de incalculable valor. Se explayó largo y tendido durante cinco minutos diciendo lo que pensaba hacerle al autor de dicho crimen, y sólo con la promesa que le hizo Lynley a su tía de que la ley, personificada en sí mismo, trabajaría sin descanso a favor de ella, consiguió impedir que la mujer se acercara a hablar con los visitantes. Dejó a Augusta al cuidado de sus tres perros, tres corgis, y volvió sobre sus pasos para ir a reunirse con el grupo de turistas.

Éstos se habían ido ya de la despensa y lo esperaban en el patio, así que Lynley los veía desde las ventanas del ala privada donde vivía su tía. Los estuvo observando y se fijó en que incluso en los momentos de crisis las personas tienden a reunirse en estereotipos culturales. Los alemanes se juntaban con cara lúgubre y en grupos muy pequeños con aquellas personas con las que ya tenían intimidad antes. Los maridos con sus esposas. Los matrimonios con los hijos. Los parientes con los retoños, con los nietos. Los estudiantes con sus compatriotas. No se aventuraban a salir de los límites de esos grupos ya establecidos, y en su mayor parte guardaban silencio y se les notaba un poco rígidos. Los americanos, por el contrario, no sólo se mezclaban unos con otros, sino también con las familias inglesas que visitaban la mansión con ellos. Hablaban entre sí, algunos con aspecto sombrío y otros bastante animados. Y uno de ellos incluso hizo unas cuantas fotografías.

Lynley ya se había fijado en Polly Simpson antes debido al hecho de que en una época había estado enamorado de una joven fotógrafa. No habían pasado tantos años desde entonces, por lo que sin darse cuenta examinó el equipo que utilizaba Polly siguiendo la costumbre que había adquirido durante el tiempo que duró aquella relación con la fotógrafa. Era raro, pensó mientras la observaba, cómo el apego a una persona nos permite aprender cosas por las que nunca habíamos tenido interés. No sólo cosas sobre nosotros mismos, no sólo sobre esa otra persona, sino también sobre aspectos de la vida que de otro modo no nos habrían llamado la atención. Mientras observaba a Polly allí abajo, en el patio, Lynley se imaginó a su anterior novia en las mismas circunstancias, mostrando el mismo entusiasmo por la luz, la textura y la composición, capaz de concentrarse en el trabajo que llevaba a cabo sin hacer caso de lo que acababa de ocurrir.

Eso formaba parte de la capacidad de recuperación de la juventud, decidió algo pomposamente, puesto que él aún no había cumplido los cuarenta, y como se había pasado quince años persiguiendo criminales, se permitió observar con nostalgia durante un momento a Polly Simpson mientras ésta trabajaba con la cámara antes de volver a reunirse con el grupo. E iba cruzando la cocina en dirección a la despensa cuando finalmente Lynley cayó en la cuenta de la importancia de lo que acababa de ver en el patio. Y únicamente lo comprendió porque recordó que más de una vez había hecho de mula de carga para su anterior novia llevándole el material fotográfico mientras la oía decir: «Me va a hacer falta el de veintiocho milímetros para conseguir esta foto». Y Lynley se quedaba plantado cargado de paciencia mientras la muchacha cambiaba los objetivos.

Además de eso, Lynley se dio cuenta de que durante toda la visita, e incluso antes de la misma, mientras Helen y él daban una vuelta por los jardines mezclados con los demás visitantes de Abinger Manor, había visto algo sin percatarse de que lo veía. Cosa que es fácil que ocurra, pensó, cuando no se toma en consideración la lógica que existe en lo que se tiene delante de los ojos.

Pasó por la despensa caminando a grandes zancadas. Desde allí salió al patio. Tan seguro se sentía de lo que estaba a punto de hacer que dejó marchar a los alemanes y a las dos familias inglesas y esperó en circunspecto silencio a que salieran del patio. Cuando se hubieron ido buscó a Polly Simpson y, sin mayores ceremonias, le quitó la cámara del hombro.

– ¡Eh! Es mía. ¿Qué está usted…? -protestó ella.

Lynley la hizo callar y abrió el primero de los estuches para carretes que iban sujetos a la correa de la cámara. Estaba vacío. Igual que los demás.

– Me he fijado en que ha estado usted haciendo fotografías desde que llegamos. ¿Cuántas diría usted que ha disparado? -le preguntó.

Polly dijo:

– No lo sé. No llevo la cuenta. Hago fotos hasta que se me acaba el carrete.

– Pero no ha traído carretes de recambio, ¿verdad?

– No creí que fuera necesario.

– ¿No? Qué curioso. Empezó usted a hacer fotografías en el mismo momento en que entró en el jardín. Y no ha parado, excepto durante el alboroto de la galería, supongo. ¿O fotografió aquello también?

Emily Guy ahogó un grito. Y Sam Cleary dijo:

– Oiga usted…

Y habría dicho más si su esposa no le hubiera cogido un brazo con fuerza.

– Pero ¿qué es esto? -preguntó Victoria Wildcr-Scott-. Todo el mundo sabe que Polly siempre hace fotos.

– ¿De veras? ¿Con esta lente? -preguntó Lynley.

– Es un macro zoom -dijo Polly. Y como Lynley apretaba la lente con fuerza, exclamó-: ¡Oiga! ¡No haga eso! Me ha costado una fortuna.

– No me diga -comentó Lynley.

Desenroscó la lente y la quitó de la cámara. La puso hábilmente boca abajo contra la palma de la mano. Las dos pequeñas piezas de plata cayeron del interior.

Varias personas sofocaron un grito.

– Se trataba de una cámara falsa -afirmó con solemnidad Cleve Houghton.

Y todas las miradas de los presentes en el patio se volvieron hacia Polly Simpson.

Una taciturna clase de Historia de la Arquitectura Británica fue la que regresó a Cambridge aquella noche. Naturalmente faltaban tres miembros. Lo que quedaba de Ralph Tucker se sometía al bisturí de la autopsia mientras su viuda sobrellevaba lo mejor que podía las circunstancias aceptando la hospitalidad de una solícita Augusta, condesa viuda de Fabringham, que conocía bien la tendencia de los americanos a entablar pleitos a la mínima y estaba ansiosa por evitar un encuentro de cerca con cualquier forma de jurisprudencia americana. Y Polly Simpson se hallaba bajo custodia de la policía acusada en primer lugar del delito de asesinato y del de robo frustrado en segundo.

Sus compañeros de clase no podían quitarse de la cabeza a Polly Simpson. Y, ni que decir tiene, todos ellos tenían un concepto de aquella muchacha muy diferente al de antes.

Sam Cleary, para empezar, se sentía como un perfecto idiota por no haberse dado cuenta de que la fascinación de Polly hacia él se limitaba sólo a sus conocimientos de botánica. La chica no se había perdido ni una palabra ni una anécdota de las que él le había contado, era cierto, pero siempre había procurado dirigir la conversación hacia la especialidad de él hasta obtener lo que necesitaba: un veneno que se pudiera conseguir en Cambridge simplemente dando un paseo por los caminos secundarios de los alrededores del college.

Por su parte Frances Cleary se sentía algo más tranquila. Cierto que Ralph Tucker estaba muerto y que ése había sido un precio demasiado alto, pero le sirvió para enterarse de que su marido no había sido objeto de la atracción fatal de una muchacha joven, como ella se imaginaba, por lo que se sintió mucho más segura en su matrimonio. Tan segura como para dejar que Sam hiciera el viaje de vuelta en el minibús sentado al lado de Emily Guy.

Emily Guy y Victoria Wilder-Scott se sentían decepcionadas y deprimidas por los acontecimientos del día, pero por motivos diferentes. Victoria Wilder-Scott acababa de perder a la primera alumna procedente de América que había mostrado entusiasmo al hacer un curso de verano desde hacía muchos años, y Emily Guy había descubierto que una chica guapa, tan admirada porque no sentía debilidad por los hombres, la tenía en cambio por otras cosas.

¿Y los hombres? Howard Breen y Cleve Houghton consideraban que la detención de Polly era una pena. Cleve, por su parte, lamentaba el hecho de que la detención de la joven pusiese fin a las esperanzas que albergaba de llevársela a la cama a pesar de los veintisiete años de diferencia que existían entre ambos. Howard Breen estaba contento de no volver a verla… pues la desaparición de la muchacha dejaba a Cleve Houghton disponible. Y siempre hay que tener esperanzas cuando se llega al final del día.

Y eso fue lo que los americanos en realidad acabaron aprendiendo en la clase de Historia de la Arquitectura Británica aquel verano en Cambridge: que a Polly Simpson no le había dado resultado la esperanza. Pero eso no quería decir que a ellos no se lo fuera a dar.

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