Recuerda que siempre te querré

Charlie Lawton no lloró en el entierro de su marido. Ya había llorado todo lo que tenía que llorar cuando ocurrieron los hechos, y también en el funeral. Tras la horrible muerte de su esposo había llorado a mares hasta quedarse sin lágrimas. Así que lo contempló todo como atontada.

Antes le habían ofrecido las opciones para el entierro. Una de ellas era que el ministro dijese una breve oración e inmediatamente todos se marcharan a celebrar una sombría recepción en la que a los asistentes al duelo se les proporcionaría un poco de comida, de bebida y una última oportunidad de decirle palabras de consuelo a ella, la viuda de Eric Lawton. Otra consistía en quedarse y contemplar cómo bajaban el ataúd elegido a toda prisa; luego podría coger una flor de la corona funeraria que ella misma, llena de angustia, había adquirido sólo dos días antes y arrojarla dentro de la tumba, cosa que animaría al resto de asistentes a hacer lo mismo. Por último podía optar entre dirigirse a la limusina que la esperaba o quedarse todo el entierro hasta que la excavadora, que aguardaba a una discreta distancia, se acercase con estruendo y echara la tierra encima del ataúd de castaño. Cabía la posibilidad de quedarse hasta que la tumba estuviera sellada, el suelo apisonado y los cuadrados de césped colocados en su sitio. Incluso podía mirar cómo sujetaban la etiqueta de plástico al poste que marcaría el lugar de la tumba en tanto llegase la lápida. Podía leer el nombre que había en la etiqueta, Eric Lawton, como si eso le ayudase a digerir el hecho de que su marido se había marchado para siempre. Y también podía añadir lo que faltaba: «Eric Lawton, amado esposo de Charlotte. Muerto a los cuarenta y dos años».

Eligió la primera opción. Era más fácil darse media vuelta y marcharse que quedarse a contemplar cómo el ataúd desaparecía para siempre. En cuanto a lo de proporcionar a los demás asistentes al duelo la oportunidad de demostrar el afecto que sentían por Eric arrojando flores a su tumba… Charlie no quería hacer nada que le recordase que eran muy pocas las personas que habían ido allí para acompañar el duelo.

Más tarde, una vez en casa, el dolor volvió a afligirla como un virus. Se quedó de pie ante la ventana con la garganta seca y caliente, y le dio la impresión de que empezaba a tener fiebre. Miró el jardín de atrás, en cuya creación su esposo y ella habían puesto tanto esmero y que luego habían mantenido con cariño, mientras a su espalda los presentes hablaban en voz baja por respeto al dolor y a la delicadeza de la situación.

«Tragedia», dijo alguien en voz baja.

«Un hombre estupendo», oyó varias veces.

«Un hombre estupendo en todos los aspectos», oyó sólo en una ocasión.

En todos los aspectos menos en uno, pensó Charlie.

Notó que alguien le echaba un brazo por los hombros y se apoyó en Bethany Franklin, amiga suya desde hacía mucho tiempo, que había venido de Hollywood hasta aquella desalmada urbanización de las afueras de la desalmada ciudad de Los Ángeles la misma noche en que ella la había llamado por teléfono para darle la noticia. Le había dicho a gritos: «¡Eric! ¡Bethie! ¡Oh, Dios mío!». «Esa condenada motocicleta», le había contestado Bethany en un tono que hizo que Charlie se diera cuenta de que su amiga apretaba los dientes al pronunciar la última palabra. Luego había añadido: «Ahora mismo salgo hacia ahí. ¿Me oyes, Charlie? Ahora mismo salgo». Y Bethie había acudido a su lado a toda prisa.

Ahora le dijo en voz baja:

– ¿Cómo lo llevas, muchachita? ¿Quieres que le diga a toda esta gente que te dejen sola?

Haciendo un esfuerzo Charlie puso una mano sobre la que Bethany le tenía puesta a ella en el hombro.

– Todo empezó cuando le permití a Eric que comprara la Harley, Beth.

– Tú no le permitiste hacer nada, Charles. Las cosas no funcionan así.

– También se había hecho un tatuaje. ¿Ya te lo había dicho? Primero fue el tatuaje. No era más que un dibujo en el brazo y pensé: «Bueno, ¿por qué no? Eso es cosa de hombres, ¿no?». Y luego vino la Harley. ¿Qué hice mal?

– Nada -le aseguró Bethany-. Lo que ha pasado no ha sido culpa tuya.

– ¿Cómo es posible que me digas eso? Todo esto ha sucedido porque…

Bethany obligó a Charlie a darse la vuelta y después volvió a hablarle.

– No te hagas eso, Charles. ¿Qué fue lo último que te dijo tu marido?

Bethany ya lo sabía, claro está. Era una de las primeras cosas que Charlie le había contado cuando la histeria se le pasó un poco y se quedó sumida en el subsiguiente shock. Sólo se lo preguntaba con intención de que la propia Charlie se viese obligada a repetir aquellas palabras y empezase a digerirlas.

– Recuerda que siempre te querré -recitó.

– Y lo dijo por un motivo -le aseguró Bethany.

– ¿Entonces por qué…?

– Hay algunas preguntas que nunca tienen respuesta en la vida. Y «por qué» suele ser una de ellas.

Bethany la rodeó con el brazo, le dio un apretón para decirle que no se encontraba sola aunque se sintiese muy mal, aunque de ahora en adelante se sintiese como una extraña en aquella casa grande y cara de una urbanización de las afueras que habían comprado hacía tres años porque Eric le había comentado como de pasada: «Ya va siendo hora de formar una familia, ¿no te parece, Char? Y no creo que las ciudades sean buenas para los niños». Le había dicho aquello con una sonrisa contagiosa, con aquella energía y entusiasmo que siempre lo habían mantenido activo, curioso, comprometido y vivo.

Charlie miró a los invitados que había allí reunidos y observó:

– No acabo de creer que su familia no haya venido. Llamé por teléfono a su ex mujer. Le conté lo que había ocurrido. Y le pedí que se lo comunicase al resto de la familia… bueno, que se lo dijera a los padres de Eric… ¿quién más queda, en realidad? Pero nadie ha enviado ni siquiera un telegrama, Beth. Ni su padre, ni su madre, ni su propia hija.

– A lo mejor la ex no… ¿cómo se llama?

– Paula.

– A lo mejor Paula no les ha comunicado la noticia. Si el divorcio fue desagradable… ¿lo fue?

– Bastante. Se ve que había otro hombre de por medio. Eric se peleó con Paula por la custodia de Janie.

– Pues a lo mejor ha sido por eso.

– Pero es que sucedió hace años.

– Pues ahora ha querido fastidiarlo, aunque sea después de muerto. Hay personas que nunca perdonan.

– ¿Tú crees posible que no se lo haya dicho a los padres de Eric?

– Me parece bastante probable -reconoció Bethany. La idea de que Paula, en un último arranque de venganza póstuma hacia su anterior marido, hubiera podido negarse a comunicar la noticia de la muerte de Eric a los padres de éste hizo que Charlie decidiera ponerse en contacto personalmente con el matrimonio Lawton, ya ancianos. El problema era que Eric había estado mucho tiempo distanciado de sus padres, un hecho triste que le había revelado a Charlie durante las primeras fiestas que pasaron juntos. Como ésta se sentía muy unida a su familia a pesar de la distancia que los separaba, había intentado hacer planes para las fiestas. «¿Prefieres pasarlas con tu familia o con la mía? ¿O te parece que vayamos unos días a cada sitio? ¿O invitamos a todos a que vengan aquí?».

«Aquí», por aquel entonces, era un apartamento de dos habitaciones en las colinas de Hollywood desde donde Eric iba a trabajar cada día a las afueras mientras Charlie salía disparada hacia algún casting con la esperanza de que le ofrecieran algo que no fueran anuncios haciendo de mamá de la familia perfecta. Un apartamento de dos dormitorios con cocina empotrada y un solo cuarto de baño no era el lugar ideal para recibir a las dos familias, de manera que se preparó para dividir inevitablemente el tiempo de las fiestas comprendidas entre finales de noviembre y principios de enero: Acción de Gracias en un sitio, Nochebuena en otro, Navidad en un tercero y Nochevieja en casa juntos y solos delante de la chimenea artificial tomando fruta y champán. Sólo que no fue así como resultaron aquellas fiestas, porque fue entonces cuando Eric le explicó la dolorosa historia que había dado origen al distanciamiento existente entre sus padres y él. Le contó el accidente de caza causante de todo y lo que había venido a continuación.

– Tropecé y el arma se disparó -le confesó a oscuras su marido una noche con la boca pegada al pelo de Charlie-. Si hubiera sabido qué… Pero no sabía qué hacer. No tenía ni idea de primeros auxilios. Mi hermano murió desangrado, Char. Mientras yo lo zarandeaba, lo llamaba a gritos y le decía, le suplicaba, que aguantase, que aguantase.

– Lo siento muchísimo -le había dicho Charlie; y a continuación se había puesto en el pecho la cabeza de su marido porque a éste se le había quebrado la voz, le temblaba el cuerpo y se aferraba con todas sus fuerzas a ella, que no estaba acostumbrada a que los hombres mostraran las emociones-. Tu propio hermano, Eric. Qué cosa tan horrible.

– Mi hermano tenía dieciocho años. Intentaron perdonarme. Pero era… Brent era para ellos como el príncipe heredero. Yo no podía ocupar su lugar. Y me fui distanciando de ellos paulatinamente. Al principio sólo un poco. Luego cada vez más. Decidieron dejar que me fuera. Era lo mejor para todos. No pudimos superarlo. No supimos seguir adelante.

Charlie trató de imaginar cómo lo habría pasado su marido al tener que hacerse adulto y llegar luego a la madurez recordando continuamente que había matado a su propio hermano. Por lo visto habían ido a cazar pájaros, habían salido al amanecer para viajar hasta un lugar cercano al desierto donde solían invernar las palomas. Habían cazado pájaros desde la infancia, primero con su padre y luego, cuando Brent tuvo edad suficiente para conducir, ellos dos solos. Y en la segunda salida que hicieron juntos había ocurrido lo peor.

– Seguro que te han perdonado hace años -le comentó Charlie a su marido con lealtad-. ¿Has intentado ponerte en contacto con ellos?

– No quiero verles el reproche en la mirada. No quiero que me miren e intenten simular que no hay nada en esa mirada más que amor.

– Bueno, seguro que no hay odio.

– No. Sólo la pena que les causé. Por idiota. Por descuidado. Por no sujetar bien la escopeta. Por no mirar dónde pisaba.

– Sólo tenías quince años -le recordó Charlie.

– Era ya lo bastante mayor.

«¿Mayor para qué?», se había preguntado entonces ella. Pero con el tiempo encontró la respuesta: lo bastante mayor para desaparecer.

Sin embargo, sus padres tenían derecho a saber que Eric había muerto. Así que aunque Charlie no tenía ni idea de dónde vivían Marilyn y Clark Lawton, decidió que los buscaría y les comunicaría la noticia. Sabía que Eric lo habría querido así. El hecho de que su marido tuviera una auténtica galería de fotografías de familia le revelaba que Eric no había dejado nunca de sentir la dolorosa pérdida que supone no ocupar un lugar en el corazón de los propios padres.

Al día siguiente al funeral Charlie quiso ver las fotos, a pesar de que se sentía un poco mareada y tenía los músculos doloridos después del ajetreo de la última semana. La tensión que sentía en la garganta continuaba allí desde la noche en que murió Eric, lo mismo que aquella enfermiza y febril sensación que le duraba ya varios días. Ya no era capaz de recordar lo que era sentirse bien, normal. Pero había que seguir adelante y hacer las cosas necesarias.

Las fotos se hallaban en el cuarto de estar, apoyadas a intervalos, como pensamientos intrusos, en los libros de las estanterías que había a ambos lados de la chimenea. Charlie sabía quiénes eran todos aquellos individuos porque Eric se lo había explicado varias veces. Pero sólo se había referido a ellos por el nombre de pila, lo cual no servía para nada en las circunstancias actuales. La tía Marianne el día de la graduación del instituto, la tía abuela Shirley con el tío abuelo Pat, la abuela Louise (¿por parte de padre o de madre, Eric?), el tío Ross, Brent a los siete años, mamá a los diez años, papá a los trece, mamá y papá el día de su boda, el abuelo y sus hermanos, Nana Jessie-Lynn. Pero aparte del apellido de los padres de Eric no sabía el de ningún otro personaje de aquellas fotografías. Y una ojeada a la guía telefónica le informó de que ningún Lawton llamado Clark o Marilyn vivían por allí.

No es que esperase encontrarlos cerca. Al principio había albergado esperanzas de que así fuera, pero enseguida se había dado cuenta de que aquellas excursiones que hicieron los dos adolescentes hasta las proximidades del desierto sugerían una ciudad no muy lejana a un lugar todavía más árido que la urbanización de las afueras de Los Ángeles donde Eric y ella habían comprado aquella casa.

Sacó un mapa de California y pensó en comenzar la búsqueda por el sur, justo en la frontera del estado. Podía llamar a información de todas las ciudades y pueblos situados al lado de la autopista 805. Pero no llegó mucho más allá de Paradise Hills antes de reconsiderar aquel método tan concienzudo.

Volvió a ocuparse de las fotos y decidió quitarlas de los estantes. Se las llevó a la cocina y las colocó con cuidado en el mostrador de granito. Eran todas fotografías antiguas, la más reciente era la de Brent a los siete años; algunas incluso eran daguerrotipos muy bien conservados. Sin embargo, Charlie sabía que a veces las familias hacen anotaciones en las fotografías referentes a las personas que aparecen en ellas y a los lugares donde se han hecho. Y si ése era el caso de la familia de Eric, quizás encontrase alguna pista que la condujese al actual paradero de sus parientes.

De modo que quitó la parte de atrás de los marcos y examinó el reverso de las fotografías. Sólo en dos de ellas había algo escrito. En la foto del hermano de Eric habían anotado con delicada caligrafía «Brent Lawton, siete años, Yosemite». Y en la fotografía de una de las abuelas de Eric alguien había escrito con una pluma muy fina: «Jessie-Lynn justo antes de la boda de Merle». Y eso era todo.

Charlie suspiró y se dispuso a colocar todo de nuevo en el marco: vidrio, fotografía, relleno de cartón y reverso de terciopelo. Pero al llegar a la foto de boda de los Lawton se dio cuenta de que dentro del marco habían puesto algo más que el vidrio, la foto, el relleno y la parte de atrás. Quizás se debiera a que cuanto más reciente era la foto, más fino era el papel. Por ello la fotografía de la boda necesitaba algo, un poco de relleno, para el espacio que quedaba entre la misma y la parte trasera de terciopelo. Ese algo era un papel doblado que al abrirlo resultó ser el recibo en blanco de una tienda. En la parte superior del mismo se hallaba impreso el nombre del establecimiento, El Tiempo Está de Mi Parte, y además una dirección de la calle Front de Temecula, en California.

Charlie volvió a sacar el mapa. Un pinchazo de excitación y certeza la recorrió de abajo arriba cuando vio que Temecula se encontraba al borde del desierto, asentada junto a una autovía, como si esperase a que ella, Charlie, se ocupara de descubrir sus secretos.


No fue allí de inmediato. Pensó en ponerse en camino al día siguiente, pero al despertar se encontró con que las molestias de la garganta le había aumentado y el dolor de los músculos persistía y se había convertido en calambres. Se dio cuenta de que lo que tenía era algo más que simple agotamiento y tristeza. Había cogido la gripe.

A Charlie no le sorprendió demasiado y se resignó a ello. Había pasado varios días sola, hecha un manojo de nervios y sin apenas comer, mucho menos dormir. No era de extrañar que al final su persona se hubiera convertido en un campo de cultivo para la enfermedad.

Hizo un esfuerzo, se acercó a la farmacia y se puso a deambular por el pasillo de productos para el resfriado y la gripe, leyendo con ojos empañados las etiquetas de los medicamentos que prometían una rápida curación, o por lo menos un alivio temporal, para aquel desagradable virus que le invadía el organismo. Ya conocía la rutina: beber mucho líquido y hacer reposo metida en cama. Así que Charlie se puso a régimen de sopa de fideos, infusiones y Top Ramen. Se dijo que mientras funcionase el microondas se las arreglaría bastante bien. La familia de Eric podría esperar las veinticuatro o cuarenta y ocho horas que tardaría ella en recuperarse.

De manera que fue dos días más tarde cuando partió hacia Temecula. Y lo hizo en compañía de Bethany Franklin. Porque aunque se sentía bastante recuperada después de guardar cama durante cuarenta y ocho horas, interrumpidas solamente por viajes a la nevera y al microondas, no confiaba en sí misma para conducir toda aquella distancia sin que la acompañase alguien.

A Bethany no le gustó en absoluto la idea de ir a Temecula.

– Tienes muy mala cara -le dijo cuando apareció en el BMW deportivo de color plateado, su orgullo y gozo-. Deberías estar en la cama y no recorriendo el estado en busca de… ¿qué es lo que buscamos exactamente? -Había llevado consigo una bolsa de ganchitos-. Esto es un auténtico manjar de dioses -anunció mientras agitaba la bolsa como si estuviera parando un taxi.

Y siguió a Charlie desde el vestíbulo hasta la cocina sin dejar de masticar. Allí estaban las fotografías de la familia de Eric tal como Charlie las había dejado.

Ésta cogió la fotografía de los padres de Eric junto con el recibo sin utilizar de El Tiempo Está de Mi Parte y le confió a su amiga:

– Quiero contarle a su familia lo que ha ocurrido. No sé dónde viven y ésta es la única pista que tengo.

Bethany cogió la foto y el recibo mientras Charlie le explicaba dónde había encontrado este último.

– ¿Y por qué no llamamos por teléfono a este lugar, Charles? Hay un número aquí.

– ¿Y si resulta que los dueños de la tienda son los padres de Eric? ¿Qué les decimos? -Le preguntó Charlie-. No vamos a decirles sin más… -Notó que las lágrimas estaban a punto de brotarle otra vez. Otra vez. «Recuerda que siempre te querré, Char»-. Por teléfono no, Beth. No estaría bien.

– No. Tienes razón. No estaría bien comunicarles la noticia por teléfono. Pero tú no te encuentras en condiciones de viajar de un lado a otro por esas carreteras. Deja que te acompañe, si tan empeñada estás.

– Me encuentro muy bien. Estoy bien, de verdad. Me encuentro mejor. Sólo ha sido la gripe.

Quedaron en que viajarían con la capota subida y que Charlie llevaría un termo con sopa de pollo y fideos, y también un envase de zumo de naranja; se lo iría tomando durante el largo viaje hacia el sudeste. Y así se dirigieron a Temecula por la autopista 15, que se abre camino como un río de hormigón entre las montañas sembradas de rocas que separan el desierto de California del mar. Allí los avariciosos constructores han violado la polvorienta tierra, plantando en ella la semilla de varias urbanizaciones idénticas unas a otras, todas del mismo color grisáceo, todas sin un solo árbol que proporcione sombra, todas con los tejados del mismo color y las tejas iguales, lo que le había dado a uno de aquellos constructores la idea de llamar a semejante monstruosidad, y de manera ridícula, Tuscany Hills.

Llegaron a Temecula justo después de la una de la tarde y no les costó demasiado encontrar la calle Front. Ésta comprendía lo que el ayuntamiento llamaba eufemísticamente «el barrio histórico», como se anunciaba en la autopista tres kilómetros antes de llegar a la correspondiente salida.

«El barrio histórico» resultó consistir en varias manzanas separadas del resto del pueblo, la parte moderna, por la vía del ferrocarril, la autovía, un parque industrial más bien pequeño y un almacén público. Dichas manzanas se extendían a lo largo de una calle de dos carriles, y a ambos lados se veían tiendas de regalos, restaurantes y establecimientos de antigüedades, y de vez en cuando algún café, confitería o heladería. En resumen, «el barrio histórico» era sólo un nombre para atraer al turismo. Tal vez en otro tiempo hubiera sido el centro del pueblo, pero ahora era un imán para la gente que buscaba un respiro fuera de la ciudad de Los Ángeles, que crecía en todas direcciones como una mancha de aceite. En este «barrio histórico» había aceras de madera y edificios de adobe, estuco o ladrillo, llamativas pancartas de colores, letreros extravagantes y una valla con un plano y la indicación de «Usted se encuentra aquí» situada en el borde del aparcamiento público. Era la calle Mayor de Disneylandia sin tener que pagar el desorbitante precio de la entrada.

– Y tú me preguntas por qué me gusta tan poco aventurarme a salir de Los Ángeles -comentó Bethany mientras metía el coche en una plaza del aparcamiento y miraba a su alrededor con un estremecimiento-. Esto es el mejor ejemplo de lo que es la falsificación. Historia falsificada para que la gente se divierta y los que viven aquí se aprovechen. Me recuerda a la Ciudad Fantasma de Calicó. ¿Has estado allí alguna vez? La única ciudad fantasma de la Tierra que alguien ha logrado convertir en un centro comercial.

Charlie sonrió y señaló con un dedo la valla con el plano.

– Vamos a mirar ese cartel.

Así lo hicieron y encontraron que El Tiempo Está de Mi Parte era el nombre de una de las tiendas de la primera manzana de la calle del barrio histórico. Durante el trayecto hasta allí llegaron a la conclusión de que probablemente sería un establecimiento que vendiera relojes y otros pequeños artículos, pero cuando llegaron descubrieron que era, como muchos otros negocios que se encontraban por las cercanías, una tienda de antigüedades. Entraron.

Les recibió un gruñido grave seguido de la voz de un hombre en tono recriminatorio:

– Oye, Mugs. Nada de eso. -El hombre se dirigía a un terrier noruego que se hallaba enroscado en un cojín puesto encima de una silla de escritorio antigua. Ésta se encontraba junto a un buró de persiana ante el que se hallaba sentado, bajo una luz muy potente, un hombre que examinaba una botella de porcelana con una lupa de joyero. Miró por encima del mostrador a Bethany y a Charlie mientras se excusaba-. Perdonen ustedes a la perra. Algunas personas la interpretan mal. Sólo es su manera de saludar. Vuelve a dormirte, Mugs.

Por lo visto el animal entendió lo que el hombre le decía, porque volvió a enroscarse y dejó escapar un profundo suspiro. Los párpados empezaron a caérsele.

Charlie miró con atención el rostro de aquel hombre en busca de algún parecido. Tenía la esperanza de ver proyectado en los rasgos del anciano a su Eric, al que nunca volvería a ver. Tenía la edad apropiada para ser el padre de su difunto marido, pues aparentaba tener unos setenta años. Y era nervudo como Eric, con la misma mirada franca y la energía de Eric, que se manifestaba en la manera como golpeaba inquieto el travesaño de la silla con un pie.

– Están ustedes en su casa -les indicó el anciano caballero-. Echen un vistazo por ahí. ¿Buscan algo en especial?

– En realidad busco a una familia -le indicó Charlie mientras Bethany y ella se acercaban al mostrador-. A la familia de mi marido.

El hombre se rascó la cabeza. Dejó la botella de porcelana sobre el buró y colocó la lupa de joyero al lado.

– Pues yo no vendo familias -repuso sonriente.

– La familia que buscamos se apellida Lawton -le aclaró Bethany.

– Marilyn y Clark Lawton -añadió Charlie-. Nosotras… Bueno, confiaba en que usted pudiera… ¿Por casualidad es usted el señor Lawton?

– No, me llamo Henry Leel.

– Oh, vaya. -Charlie se sintió muy desanimada. Saber que aquel hombre no era el padre de Eric la afectó más de lo que había pensado. Luego añadió-: Bueno, sólo era una remota posibilidad. Pero yo esperaba… ¿No conocerá usted a alguna familia del pueblo que se llame Lawton?

Henry Leel negó con la cabeza.

– No, no conozco a nadie llamado así. ¿Son anticuarios? Abarcó con un gesto de las manos la tienda abarrotada de muebles y objetos diversos hasta tal punto que resultaba claustrofóbica.

Charlie sintió un ligero mareo e intentó sujetarse en el mostrador.

– Yo no…

Bethany la cogió por un brazo y le dijo:

– Venga, tranquilízate. -Y aclaró, dirigiéndose a Henry Leel-: Acaba de pasar la gripe. Y su marido… bueno, murió hace una semana. Los padres del difunto aún no conocen la noticia y los estamos buscando.

– ¿Y ellos son los Lawton? -les preguntó Henry Leel. Y al ver que Bethany asentía le dirigió una mirada de simpatía a Charlie-. Pobrecilla, parece muy joven para ser viuda.

– Es tremendamente joven para ser viuda. Y como le he dicho, ha estado enferma.

– Tráigala aquí para que se siente. Mugs, bájate de esa silla y déjasela a la señora. Vamos, ya me has oído. Ya está. Permítame que quite el almohadón, señorita… señora… ¿qué nombre me ha dicho?

– Lawton -le repitió Charlie-. Perdóneme. De un tiempo a esta parte no me encuentro bien. La muerte de mi marido… fue todo muy repentino.

– Lo siento muchísimo. Verá, voy a prepararle un té y le pondré un chorrito de brandy. Le sentará de primera, ya verá. No se mueva de ahí.

Cerró con llave la puerta de la calle y desapareció en la trastienda. Cuando volvió con el té llevaba consigo también una guía telefónica, deseoso de ser útil a las señoras. Pero tras buscar en ella comprobaron que no había nadie llamado Lawton en la zona.

Charlie disimuló la decepción que sentía. Se bebió el té y se recuperó lo suficiente para explicarle a Henry Leel por qué Bethany y ella habían elegido aquella tienda como punto de partida para buscar a la familia de Eric. Cuando acabó de contárselo sacó la fotografía de boda de los padres de éste. Henry la estuvo mirando larga y detenidamente, con el ceño fruncido como si se esforzase por reconocer a aquellas personas. Pero, tras examinarla detenidamente durante casi un minuto, hizo un gesto negativo con la cabeza. Finalmente dijo:

– Me resultan conocidos, tienen un aire que me es familiar, no lo niego. Pero no me atrevo a decir que los conozca. Además yo vendo fotografías antiguas muy parecidas a ésta, así que con el tiempo todas las personas de las fotos se parecen a alguien que he visto en alguna parte. Verá, permítame enseñarle una cosa.

Se dirigió a un rincón oscuro de la tienda y cogió una lata pequeña que había encima de un aparador de cocina. Se la llevó a las dos mujeres mientras les explicaba:

– No vendo muchas. Y casi todas a salones de té, a compañías de teatro o a tiendas de marcos que las utilizan para ponerlas de exposición. Esas cosas. Tenga, écheles una ojeada usted misma. -Dejó la lata encima del buró-. Mire, esta que ha traído usted… encaja perfectamente con el último grupo de la lata. Es un poco más reciente, pero tengo otras de esa misma época. Parece… déjeme ver un segundo. Sí, parece una instantánea de los años cincuenta. De finales de los años cincuenta. Tal vez de principios de los sesenta.

Charlie había empezado a sentirse incómoda tras la primera mención de aquellas fotografías. No quería mirar a Bethany, pues temía que su amiga pudiera leerle en la cara lo que sentía. Fue mirando las fotografías para darle gusto al anciano, pero no pudo evitar pensar que las fotos representaban todos los estilos y todas las épocas. Había daguerrotipos, viejas fotografías instantáneas en blanco y negro, fotos de estudio, retratos coloreados a mano. Algunos tenían anotaciones en el reverso que identificaban a las personas o a los lugares. Charlie no quería pensar lo que aquello significaba. «Jessie-Lynn justo antes de la boda de Merle».

– ¿Y cómo llegó usted a pensar que esta familia, los Lawton, estarían aquí? -le preguntó Henry Leel-. En esta tienda de Temecula precisamente.

– Porque había un recibo -le respondió Bethany-. Charlie, enséñale lo que encontraste dentro del marco.

Charlie le entregó el papel. Mientras Henry Leel la miraba con los ojos entornados, ella dijo:

– Supongo que no ha sido más que una coincidencia. La foto… ésta, la de sus padres… quedaba un poco suelta en el marco, y mi marido debió de utilizar el recibo para sujetarla bien. Me fijé en ello y… bueno, como necesitaba encontrar el paradero de su familia, decidí empezar por aquí, aunque ya veo que me he precipitado. Y eso es todo.

Henry Leel se acarició la barbilla con aire pensativo. Ladeó la cabeza y dio unos golpecitos en el recibo con el dedo índice, cuya uña se veía ennegrecida debido a alguna clase de hongo. Finalmente dijo:

– Están numerados. Aquí, ¿lo ve? Uno, cero, cinco, ocho. En la esquina superior derecha. Aguarde un momento. Tal vez pueda ayudarla. -Se puso a revolver en el interior del buró, con lo que despertó a Mugs, que dormitaba por allí cerca. La perra levantó la cabeza y miró a su amo parpadeando somnolienta antes de volver a enroscarse apoyando la cabeza en las patas. El anciano sacó un libro de aspecto oficial, con tapas negras y flexibles, muy gastado, y lo puso encima del buró-. Veamos qué podemos encontrar aquí dentro.

Lo que había allí resultaron ser copias de recibos de ventas de las mercancías de El Tiempo Está de Mi Parte. Al cabo de poco rato el dueño de la tienda había pasado las páginas hacia atrás hasta encontrar lo que había a cada lado del número 1058. El 1059 iba a nombre de una tal Barbara Fryer, con domicilio en Huntington Beach.

– Esto no nos sirve de mucho -observó Henry Leel con pesar. Pero al ver el recibo que lo precedía, añadió-: Bueno, ya está. Aquí está lo que queremos. Aquí tenemos a la persona que usted busca. Ha dicho Lawton, ¿verdad? Bueno, pues aquí mismo tengo un Lawton.

Le dio la vuelta al libro para que Charlie pudiese mirarlo, y ésta leyó lo que había supuesto que vería, aunque sin saber ni comprender por qué, desde el momento en que empezó a mirar aquellas fotografías antiguas. En el recibo número 1057 aparecía el nombre de Eric Lawton. Pero en vez de dirección había un número de teléfono, el de la empresa farmacéutica donde Eric había trabajado de director de ventas durante los siete años transcurridos desde que Charlie lo había conocido.

Debajo del nombre de Eric había una lista de las compras que éste había realizado. Charlie la leyó: «Relicario de oro (14 quilates), cajita de porcelana del siglo XIX, anillo de mujer con brillante, abanico japonés». Debajo de esta última anotación se veía el número diez y la palabra «fotografías». A Charlie no le hacía falta preguntar qué significaban aquellas últimas palabras escritas.

Bethany lo señaló con el dedo diciendo:

– Charlie, ¿esto es…?

Charlie la interrumpió. Notaba que los miembros se le habían convertido en plomo, pero así y todo consiguió moverlos; le devolvió el libro de contabilidad al dueño de la tienda al tiempo que le comentaba:

– No. Es… yo busco a Clark y Marilyn Lawton. Éste es otra persona.

– Oh, vaya -le dijo Henry Leel-. Bueno, supongo que se trata de otro hombre. Era demasiado joven para ser el que ustedes buscan. Lo recuerdo bien, y tendría… digamos… alrededor de cuarenta años. Puede que cuarenta y cinco. Me acuerdo de él porque… fíjese, se gastó casi setecientos dólares; el anillo y el relicario fueron los artículos más caros, y no se hace una venta así todos los días. Le comenté que alguna dama iba a tener mucha suerte, y él me hizo un guiño y me contestó que todas tenían suerte si eran sus damas. Lo recuerdo bien. Qué hombre más arrogante, pensé. Pero arrogante en el buen sentido. ¿Sabe lo que quiero decir?

Charlie sonrió débilmente. Se puso en pie.

– Gracias. Muchas gracias por todo.

– Siento no haber podido servirles de más ayuda -le indicó Henry Leel-. Dígame, ¿tiene que irse ya? Parece usted mareada. Creo que necesita un buen trago de brandy.

– No, no, ya me encuentro bien, de veras. Gracias -le respondió Charlie.

Cogió a Bethany por un brazo y la sacó con firmeza de la tienda.

Una vez en la calle Charlie se apoyó en una farola y se quedó mirando hacia la calzada. Pensó en aquello de «diez fotografías» y en lo que significaba. Una familia convenientemente adquirida en Temecula, California. Pero ¿qué significaba eso? ¿Y qué le decía de su marido?

Parpadeó para reprimir las lágrimas. Sintió que Bethany se ponía a su lado y le agradeció a su amiga que no hiciese ningún comentario. Continuaron andando sin hablar y recorrieron la calle soleada por la que pasaban los coches; los peatones se apartaban al verlas para cederles el sitio.

Cuando por fin pudo hablar, Charlie dijo:

– Lo que pasó fue que yo le acusé de tener una aventura con otra mujer. No aquella noche precisamente, sino una semana antes o así.

Bethany sugirió con voz fúnebre:

– Y supongo que nunca te regaló el relicario ese. Ni el anillo, ¿no?

– No, y tampoco la caja de porcelana. Todas esas cosas no me las regaló a mí.

– ¿Y si se las envió a Janie? A lo mejor intentaba ser un buen padre.

– No me comentó nada al respecto. -A pesar del esfuerzo que hacía por controlarse, las lágrimas se le agolparon en los ojos y comenzaron a caerle por las mejillas-. Eric se comportaba de un modo diferente desde hacía tres meses más o menos. Al principio pensé que era debido a problemas del trabajo, a que las ventas hubieran bajado o algo así. Pero también había que tener en cuenta aquellas llamadas de teléfono, y que siempre colgaba al entrar yo en la habitación. Y a veces llegaba tarde a casa. Siempre me llamaba para avisarme, pero las excusas eran… bueno, Beth, eran de lo más ingenuo.

Bethany suspiró.

– No sé qué decirte, Charles. Todo esto no tiene buena pinta, ya me doy cuenta. Pero es que eso no me parece propio de Eric.

– ¿Era una Harley-Davidson algo propio de Eric? ¿O tatuarse una serpiente en el brazo?

Y Charlie se echó a llorar y le contó a su amiga todos sus temores y sospechas, así como las actividades que había llevado a cabo durante la semana anterior a la muerte de Eric. Le contó a Bethany que, cuando se había encarado con su marido, éste había negado tener una aventura. Lo había negado con tanta indignación e incredulidad que Charlie había acabado por creerle. Pero tres semanas después Eric le había sugerido que no se diera prisa en decorar la casa, y sobre todo que esperase un poco antes de llevar a cabo los planes que Charlie tenía para instalar la habitación del niño, pues en realidad no estaba seguro de cuánto tiempo más iban a vivir en aquel lugar. Y esto volvió a disparar las sospechas de la mujer.

Charlie odiaba la parte de sí misma que albergaba dudas acerca de Eric, pero no había sido capaz de no pensar en ello. Las dudas la indujeron a husmear en las cosas de su marido de un modo tan despreciable que hasta le daba vergüenza reconocerlo, pues cayó tan bajo que llegó a registrar el cuarto de baño de su marido, por amor de Dios, buscando indicios de otra mujer que hubiese estado con Eric en aquella misma casa cuando ella, Charlie, se hallaba ausente.

Mientras le contaba estas cosas a su amiga, Charlie se limpió los ojos e incluso se echó a reír, temblorosa y avergonzada de su propia conducta. Se había comportado como los personajes de las telenovelas de la tarde, como una mujer cuya vida va de mal en peor, pero siempre por su propia culpa. Había repasado las facturas de teléfono para ver si había algún número desconocido; le había registrado la agenda de direcciones a su marido para buscar iniciales crípticas que representasen el nombre de una amante; examinó la ropa que Eric echaba a lavar por si veía huellas de una barra de labios que no fuera suya; había revuelto en los cajones de la cómoda de Eric buscando notas, recibos, cartas, mensajes, entradas utilizadas o cualquier otra cosa que sirviese para descubrirlo; había forzado la cerradura del portafolios de su esposo y había leído todos los documentos que contenía, como si los intrincados informes de Biosyn Inc. fueran cartas de amor o diarios escritos en clave.

Pero se había visto forzada a confesarle a su marido todo lo anterior cuando llegó incluso a abrir un jarabe para la tos que le había recetado el médico y que Charlie se había encontrado en el cuarto de baño, sin acabar de entender siquiera por qué lo abría… ¿Qué esperaba encontrar en aquella pequeña botella? ¿Un genio que le contase la verdad? Pero el frasco se le resbaló de las manos y se hizo añicos, y el jarabe se derramó por el suelo de piedra caliza. Aquello le hizo recuperar el juicio a Charlie. La sensación de frustración ante la imposibilidad de demostrar que lo que sospechaba era cierto, aquel «¡aja!» ahogado que exclamó al descubrir el frasco, el modo de apretar contra el pecho el medicamento, de desenroscar el tapón con dedos temblorosos y de quedarse mirando estupefacta cómo se le escapaba de las manos y se rompía contra el suelo, lo que hizo que se derramase el contenido y formase un charco de color ámbar… todo eso la había hecho caer en la cuenta de que se estaba comportando de una manera mezquina. Cuando ocurrió aquello comprendió lo inútiles que eran las pesquisas que llevaba a cabo y lo feo de su proceder. Y por eso finalmente decidió confesárselo todo a su marido. Le parecía que era la única manera de superar lo que la perturbaba.

– Eric me escuchó. Se llevó un disgusto tremendo. Y después de hablar se encerró en sí mismo. Pensé que era un modo de castigarme por mi manera de obrar, y yo era consciente de que me lo tenía bien merecido. Lo que había hecho estaba mal. Pero creí que a él se le pasaría el enfado, que se nos pasaría a los dos y el problema terminaría de una vez. Y sin embargo, una semana después de eso Eric estaba muerto. Y ahora… -Charlie echó una fugaz ojeada a la puerta de El Tiempo Está de Mi Parte-. Ahora lo sabemos, ¿no es cierto? Sabemos qué pasaba. Pero no sabemos con quién. Vámonos a casa, Beth.

Bethany Franklin se mostraba reacia a pensar lo peor de Eric Lawton. Le hizo notar a Charlie que sus pesquisas no la habían conducido a ninguna parte, y que a ella le daba la impresión de que Eric tenía guardados los regalos, que seguro eran para Charlie, hasta el cumpleaños de ésta, Navidad o el día de San Valentín. Algunas personas compran las cosas cuando las ven, le sugirió Bethany, y esperan al día apropiado para regalarlas.

Pero Charlie le contestó que esa explicación difícilmente podía aplicarse a las fotografías. Eric se había «comprado» una familia en El Tiempo Está de Mi Parte. ¿Y qué quería decir eso exactamente?

Que su marido tenía otra familia en algún lugar, decidió Charlie. Aparte de su anterior matrimonio con Paula, aparte de su hija Janie, y aparte de la propia Charlie.


Durante los dos días que siguieron Charlie sufrió una recaída de la gripe, y empleó el tiempo que pasó en cama pensando quién, de entre el limitado número de amigos de Eric, podría y estaría dispuesto a contarle la verdad sobre la vida privada de su marido. Decidió que Terry Stewart era el hombre apropiado. Se trataba del abogado de Eric, compañero de tenis y amigo suyo desde los días del parvulario. Si había una cara oculta de Eric Lawton, Terry Stewart tenía que conocerla por fuerza.

No obstante, antes de llamarle y quedar con él para verse, Charlie recibió el primer indicio de cuál podría ser la otra vida de Eric. Una de las colegas de éste vino a visitarla, una mujer a la que Charlie no había visto nunca y de la que jamás había oído hablar. Se llamaba Sharon Pasternak («No hay ningún parentesco», le dijo ella sonriendo cuando se presentó a sí misma a la puerta de la casa), y se disculpó por haberse presentado sin avisarla antes por teléfono. Quería saber si podía echar una ojeada a los papeles de Eric, a los papeles del trabajo. Ambos habían estado preparando juntos un informe para el consejo de dirección, y Eric se había llevado a casa la mayor parte de los documentos para ordenarlos y repasarlos.

– Sé que es demasiado pronto después de… bueno, ya me entiende. Y, sinceramente, habría esperado de ser ello posible -le explicó Sharon Pasternak cuando Charlie la hizo pasar-. Pero el consejo se reúne el mes que viene y ahora tengo que organizarlo todo yo sola… siento muchísimo haber tenido que venir… pero es que necesito ponerme a la tarea cuanto antes.

Parecía una persona seria que sentía incluso tener que pronunciar el nombre de Eric para no causarle más dolor a la viuda. Hizo todas las exclamaciones pertinentes. Por otra parte le explicó que era bióloga molecular, lo cual hizo que Charlie se preguntase por qué una mujer del departamento científico de Biosyn y el director de ventas de la empresa tendrían que escribir un informe conjuntamente.

Con cautela y todos los sentidos alerta, Charlie llevó a Sharon Pasternak al despacho de Eric, donde, sobre la mesa, estaba la cartera de su marido. Sharon le dedicó una sonrisa y dijo:

– ¿Puedo…? ¿Le importa si me siento aquí? -Y puso una mano sobre el respaldo del sillón giratorio de Eric-. Puede que tarde un rato. -Hizo un gesto abarcando la habitación-. Tiene muchísimos archivos.

– Desde luego -dijo Charlie en el tono más agradable que pudo-. Tómese todo el tiempo que quiera. Yo tengo que revisar bien esto, pero puede llevarse todo lo relacionado con… -Hizo una pausa cargada de intención-. Con su trabajo.

Sharon se ruborizó y bajó la vista.

– Muchas gracias -le dijo. Levantó la vista y luego continuó-: Siento muchísimo… todo esto, señora Lawton. Era un buen hombre. Un hombre buenísimo.

Miró a Charlie a los ojos, deteniéndose en ellos demasiado tiempo.

De modo que era eso, pensó Charlie. Así eran las cosas cuando una se veía cara a cara con el objeto de la pasión secreta de su marido. Pero Sharon Pasternak no era el tipo de mujer que le gustaba a Eric. Regordeta, con una importante mata de cabello oscuro, mal maquillada y con los tobillos demasiado gruesos. No era el tipo de su difunto marido. Aunque cabía preguntarse cuál era el tipo de Eric Lawton. ¿Cuál era su tipo de mujer? ¿Acaso lo sabía ella, su esposa?

Charlie se marchó a su habitación y corrió las cortinas. Se tumbó a oscuras y se quedó escuchando los ruidos que hacía la colega de Eric mientras revolvía lo que quiera que fuese en el despacho. La propia Charlie ya había revisado gran parte del contenido de aquella habitación mientras buscaba frenéticamente pruebas de la infidelidad de su marido. Si realmente Sharon era la mujer misteriosa, Charlie quería decirle que su secreto estaba a salvo, o por lo menos había permanecido a salvo hasta que ella se presentó a la puerta de la casa de Eric Lawton. Una jugada tonta, señorita Pasternak.


– ¿Se llama igual que Boris? -Le preguntó Bethany a Charlie más tarde-. Ése no es precisamente un apellido frecuente. ¿Te enseñó alguna identificación? Porque es posible que te diera un nombre falso.

– ¿Por qué? Si era la amante de Eric, ¿qué más da que yo sepa cómo se llama o no?

– Pero cabe dentro de lo posible que no sea la amante de Eric, Charles. Puede que sea otra persona que no tiene nada que ver con eso.

Charlie se puso a considerar ese argumento y todo lo que implicaba.

– Tengo que hablar con Terry Stewart -decidió-. Terry debe de saber con quién se veía Eric.

– Si es que se veía con alguien. Pero ¿por qué necesitas saberlo?

– Porque yo… -Charlie aspiró profundamente-. Necesito la absolución. La verdad me proporcionará la absolución.

– ¿Absolución por qué?

– Por no saber qué creer.

– Eso no es pecado.

– Para mí sí.


Charlie sabía que a Terry Stewart, el amigo más antiguo de Eric, aquel del que tantas veces su marido había asegurado que era su mejor amigo en este mundo, el que nunca le abandonaría, tenía que abordarlo sin darle tiempo a preparar una tapadera para lo que fuera que supiese de Eric. Como era abogado, en realidad había sido el abogado de Eric, Charlie sabía que con toda probabilidad se empeñaría en llevarse a la tumba los secretos de sus clientes. De manera que no quiso hacerle una visita oficial en ningún sentido. Lo que significaba que tendría que hacerse la encontradiza con él en los alrededores del despacho, situado en un edificio con enormes paredes de vidrio.

El gimnasio le pareció un lugar apropiado. Se encontró el coche de Terry aparcado allí cuando iba a buscar a éste en las canchas de tenis y reconoció la matrícula: IOS NEI. De manera que dejó el coche en el aparcamiento, vio a través de las ventanas de vidrio del establecimiento al abogado sudando en el gimnasio y decidió aguardar a que saliera. Allí al lado había un café en el que se puso a esperar.

Se hallaba en una mesa junto a una ventana bebiendo a sorbos un café cuando Terry abrió la puerta del gimnasio. Se dirigía hacia el coche e iba arreglándose la corbata mientras caminaba. Parecía recién salido de la ducha, pues tenía el pelo húmedo y la piel reluciente. Charlie dio unos golpecitos en el cristal para llamar la atención del abogado. Éste se dio la vuelta, la vio, se detuvo y sonrió. Se dirigió hacia ella y al cabo de poco se hallaba a su lado.

Tenía la cara seria y la expresión amable.

– ¿Cómo estás, Charlie?

Ésta se encogió de hombros.

– Ya ves. He estado mejor, pero sobreviviré.

– Siento no haberte llamado. Supongo que soy un cobarde. Me decía que si hablaba de ello te echarías a llorar. Y no puedo evitar hablar de ello porque no hacerlo sería ignorar la realidad. Pero no quería hacerte llorar. Ya has llorado bastante. Incluso puede ser que ya te encuentres mejor y yo te haga revivir todo de nuevo. -Acercó una silla y se sentó-. Perdona.

– Eric tenía una aventura, ¿verdad?

Terry se echó bruscamente hacia atrás, al parecer sobresaltado por aquel ataque frontal, y fue a dar contra el respaldo del asiento.

– ¿Eric?

– Primero creí que era así. Pero luego cambié de opinión. Bueno, él me convenció de que cambiara de opinión. Pero ahora… Tenía una aventura, ¿verdad?

– No. No, por Dios. ¿Qué te hace pensar…?

– Todos esos cambios que experimentó, Terry. Para empezar, la Harley y los tatuajes.

– Este condado está lleno de hombres de cuarenta y tantos años que se pasan los fines de semana montados por ahí en una Harley. Están casados, tienen hijos, gatos, perros, plazos del coche, hipoteca, pero se despiertan una mañana y se preguntan: «¿Y esto es todo en la vida?». Y quieren algo más. Es la crisis de los cuarenta, la crisis que suele tenerse cuando se está en la mitad de la vida. Quieren recuperar la ilusión, la emoción de vivir. Y las Harley se la devuelven. Eso es todo.

– Pero también había algunas llamadas telefónicas extrañas. Y a veces llegaba tarde por la noche porque se suponía que se quedaba trabajando. Y una mujer ha venido a casa a revisar sus papeles. Me dijo que se llamaba Sharon Pasternak, que era bióloga molecular y que trabajaba en Biosyn. Me explicó que Eric y ella estaban redactando juntos un informe. Terry, ¿por qué iba a hacer Eric un informe con una bióloga, por el amor de Dios? Y por lo visto tenía ciertos datos que esa mujer necesitaba para acabar el informe ella sola ahora que Eric ya no se encuentra entre nosotros. Pero cuando se marchó de casa Sharon no se llevó nada. ¿Qué quieres que piense?

– No lo sé.

– Me parece que resulta bastante obvio. Lo que buscaba eran indicios.

– ¿Indicios de qué?

– Pues ya sabes. De que Eric se veía con otra. Quizás con ella misma.

– Eso es imposible.

– ¿Por qué? ¿Por qué es imposible?

– Porque… Dios mío, Charlie. Estaba loco por ti. Y quiero decir completamente loco por ti. Desde el mismo día en que os conocisteis.

– Pues entonces esa mujer buscaba otra cosa. ¿Qué?

– Charlie, por favor. Tranquilízate, ¿vale? Estás hecha una mierda, y perdona la expresión. ¿Duermes lo suficiente últimamente? ¿Comes como es debido? ¿Has pensado en irte de viaje a algún sitio unos cuantos días?

– Eric me mintió sobre su familia. Tenía fotos. Las utilizó para fingir… Tú las has visto, Terry. Tú has estado en nuestra casa. Viste esas fotos y conoces a su familia. Crecisteis juntos. Tú tenías que saber… -Charlie se agarró a la mesa al notar que un calambre le atenazaba el estómago. Sentía náuseas. Tenía las palmas de las manos húmedas. Se estaba derrumbando, aunque odiaba que le sucediese, y ese sentimiento le hizo levantar la voz y ponerse a gritar-: Quiero toda la información de que dispongas. Tengo derecho a ello. Dime lo que sepas.

Terry parecía más desconcertado que otra cosa.

– ¿Qué fotos? -le preguntó-. ¿De qué hablas?

Charlie se lo dijo. El abogado la escuchó, pero luego hizo un movimiento negativo con la cabeza y dijo:

– Yo conocía a la familia de Eric, desde luego. Pero sólo eran su madre, su padre y su hermano Brent. Y aunque me hubiera fijado en aquellas fotos… Pero no me fijé, porque… ¿quién se detiene a mirar las fotos de familia que hay en las casas ajenas? Sólo se les echa un vistazo de pasada, ¿no te parece? Y aunque las hubiese mirado no habría podido reconocerlos. La madre de Eric murió cuando teníamos unos ocho años, y llevaba en la cama cinco a causa de una apoplejía. Sólo la vi una vez, así que reconocerla en una fotografía… No, ni hablar. Nunca habría podido hacerlo. Y hace años que no veo a Brent ni al padre de ambos. Por lo menos diez años, puede que más. Así que si las fotos eran de alguno de ellos, de todos juntos o de otras personas, yo no habría notado la diferencia.

Charlie lo escuchaba mientras notaba que los oídos le zumbaban con fuerza.

– ¿Brent? -Repitió en voz baja-. Pero Brent murió. En aquel accidente. Y después los padres de Eric…

– ¿Qué accidente? -le preguntó Terry.

– El de la escopeta. El que sufrieron cazando pájaros en el desierto. Eric tropezó y Brent… -No pudo terminar la frase porque la expresión del rostro de Terry le decía más de lo que quería saber. Notó que se quedaba con la boca abierta-. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.

Terry intentó tranquilizarla.

– Por Dios, Charlie. Por Dios. -Comenzó, muy apurado, a darle palmaditas en la mano-. Vaya. No sé qué decir.

– Cuéntame lo que sepas, cuéntame por qué me mintió. Dime quién es ella. Dime quién era él.

– Te juro por Dios…

Charlie golpeó la mesa con las manos.

– ¡Era tu mejor amigo!

Terry echó una ojeada por encima del hombro hacia el mostrador, donde la camarera empezaba a prestarles más atención a ellos que a los batidos que estaba preparando. El abogado se volvió otra vez hacia Charlie.

– Tuvo un problema con sus padres. Pero eso sucedió hace años. Es lo único que sé. Eric no hablaba nunca de ello y yo no le hacía preguntas al respecto.

– ¿Y por qué no me lo contó a mí? ¿Por qué hizo ver…?

– No lo sé. A lo mejor no querría que te enterases de ese asunto tan desagradable, pensaba que de esa manera te resultaría más glamuroso o algo así.

– ¿Cómo quieres que me resultara más glamuroso que Eric hubiese matado de un tiro a su propio hermano? No, no creo que lo hiciese por eso. El único motivo por el que un hombre le contaría semejante cuento a su esposa sería para evitar que ésta se preguntase por qué él nunca le hablaba de su familia, por qué nunca iba a verla ni tenía noticias de ella. ¿Y qué interés podría tener mi marido en hacer una cosa así, Terry? Me parece que lo sabes tan bien como yo: porque tenía otra vida que su familia conocía y yo no. ¿Me equivoco?

– No, no es ése el caso.

– ¿Cómo lo sabes?

– Mira, Charlie. ¿Tienes idea de lo complicado que resulta preparar una doble vida como la que tú te imaginas? Dios mío. ¿Sabes el dinero que haría falta? Eric no tenía tanto dinero, Charlie. Lo único que tenía eran sueños, castillos en el aire como todo el mundo.

– ¿Qué clase de castillos en el aire?

– Hablaba por hablar. Ya sabes cómo era.

– ¿De qué hablaba?

– Necesito un café.

Terry se levantó y se acercó a la barra, donde pidió el café. Luego sacó la cartera y esperó.

«Está ganando tiempo -pensó Charlie mientras tanto-. Urdiendo una historia».

Por primera vez desde la muerte de Eric se preguntó si habría alguien en quien pudiera confiar, y esa idea la hizo hundirse en el asiento y sentirse enferma hasta el alma.

– Hablaba siempre de Barbados. De Granada. De las Bahamas -le comentó Terry cuando volvió a sentarse a la mesa. Puso un capuccino sobre la misma y rasgó la parte superior de la bolsita del azúcar-. Hablaba de colocar allí el dinero, de emprender una nueva vida, de tumbarse a dormir en una hamaca en la playa bebiendo pina colada todo el tiempo.

– Dios mío, ¿qué le ocurría? -le preguntó Charlie.

– ¿No lo comprendes? Nada. Tenía cuarenta y dos años. Eso era lo que le ocurría. Eso es lo que hacen los hombres. Hablan de inversiones. De islas. De coches rápidos, de mujeres con tetas grandes, de yates y de correr en la Copa de América. De recorrer a pie el Himalaya o de alquilar un palacio en Venecia. Sólo hablaba, Charlie. Eso es lo que hacen los hombres cuando tienen cuarenta y dos años.

– ¿Tú haces eso?

Terry enrojeció vivamente.

– Es cosa de hombres.

– ¿Lo haces o no?

– No todos los hombres somos iguales. -Y al ver la desesperación reflejada en el rostro de la mujer se apresuró a continuar hablando-: No era nada importante, Charlie. Se le habría pasado.

– Se sintió atrapado y le puso remedio.

– Ni pensarlo.

– Ocurrió algo que le impidió llevar a cabo lo que pensaba hacer, y entonces sí que se sintió atrapado de verdad, de manera que…

– ¡No! No es así.

– Pues ¿cómo es? ¿Qué ocurrió?

Terry cogió el capuccino, pero no bebió.

– No lo sé.

– No te creo.

– Te estoy diciendo la verdad. -Se quedó mirando larga e intensamente a Charlie con expresión seria, como si con aquella mirada fuera a convencerla y tranquilizarla-. Convendría que vinieses a mi despacho -le indicó-. Tenemos que revisar el testamento de Eric. Y hay que ocuparse de la validación… Charlie, quiero ayudarte a superar todo esto. Yo también estoy hecho polvo. Era mi mejor amigo. ¿No podríamos servirnos de ayuda y apoyarnos el uno al otro?

– ¿Igual que nos apoyó Eric a nosotros? ¿Qué significa eso, Terry?


Su marido había muerto y eso era algo que a Charlie le resultaba bastante difícil de afrontar. La manera como había muerto, tan súbita, y el inexplicable horror de aquella muerte lo hacía todavía más difícil. Pero enfrentarse al hecho de que el hombre al que amaba, al que había perdido, no fuese ni siquiera quien ella pensaba… Era demasiado para soportarlo, y además muy difícil de asimilar. Charlie volvió a casa en el coche sintiéndose como si la hubiera atacado un virus, un intruso virulento que obligaba a su cuerpo a sufrir lo que su mente no lograba entender.

Somatización. Recordó el término aprendido hacía tantos años en psicología. No era capaz de reconocer la cruda realidad, la verdad, pero su cuerpo sí, y reaccionaba en consecuencia. No era la gripe lo que tenía Charlie, sino que estaba somatizando el disgusto. Y ahora su organismo intentaba purgarla de las mentiras de Eric, porque mientras se dirigía en el coche hacia su casa las náuseas la asaltaron de un modo tan violento que creyó imposible llegar sin vomitar antes.

Y así fue. Una vez que metió el coche en la entrada del jardín, abrió la puerta del vehículo de un empujón y bajó tambaleante. Cayó de rodillas en el bien cuidado césped mientras los espasmos le sacudían el estómago uno tras otro, haciendo subir el escaso contenido y echándolo fuera en un chorro maloliente y humillante. Charlie tuvo más arcadas al notar el sabor y el olor, y siguió vomitando hasta que lo único que le quedó dentro fueron aquellas arcadas incontrolables. Finalmente cayó de lado, jadeante, sudando profusamente por el cuello y por los párpados. Se quedó mirando hacia la casa y sintió que el vómito resbalaba por el césped, que hacía pendiente, y le rozaba la mejilla. «Recuerda que siempre te querré».

Charlie se levantó con gran esfuerzo y se acercó dando traspiés al porche, agradecida por el hecho de que su barrio, como tantos otros vecindarios suburbanos de clase alta del sur de California, se encontrase desierto a aquella hora del día. Los vecinos, dos familias que se habían instalado allí hacía poco, no regresarían a casa hasta la noche, de modo que nadie la había visto. Lo cual era un alivio.

No advirtió nada raro hasta llegar a la puerta principal. Tenía la llave a punto para abrir cuando vio unas muescas profundas alrededor de lo que quedaba de la cerradura.

Empujó ligeramente la puerta, pero tuvo la suficiente presencia de ánimo como para no entrar. Desde el porche podía ver todo lo que le hacía falta ver.


– Qué barbaridad -masculló el policía-. Vaya desorden.

Se había presentado a Charlie como el agente Marco Doyle. Diez minutos después de que ella diese el aviso el policía había llegado con la sirena ululando y las luces lanzando destellos como si fuese para eso para lo que Charlie pagaba impuestos. La compañera del agente era una perra llamada Simba, un animal importado de Europa que por el aspecto parecía un cruce de pastor alemán y el perro de los Baskerville.

– Está de servicio -le comentó Doyle a Charlie al entrar en la casa-. No le haga fiestas.

A Charlie ni siquiera se le había pasado por la cabeza hacer tal cosa.

Simba se quedó en el porche delantero bien atenta y alerta mientras Doyle entraba en la casa. Fue al llegar al cuarto de estar cuando hizo el comentario aquel que Charlie, agarrada al teléfono móvil como quien se agarra a un clavo ardiendo, oyó desde la entrada.

– Simba, ven -la llamó Doyle.

Y la perra entró de un salto al interior de la casa. El policía le dio instrucciones para que olfatease a ver si había algún intruso y mientras el animal hacía su trabajo con Doyle pisándole los talones de habitación en habitación, Charlie se puso a examinar los desperfectos.

Era evidente que la persona o personas que habían hecho aquello no tenían intención de robar, sino que lo que pretendían era registrar la casa, porque las pertenencias estaban diseminadas por todas partes de un modo que sugería que quienquiera que fuese se había dado mucha prisa; sabía lo que buscaba y había arrojado las cosas por encima del hombro para quitarlas de en medio mientras continuaba con el registro. El caos que reinaba en las habitaciones era idéntico: todos los objetos y muebles separados de las paredes; el contenido de los cajones y armarios en un montón en el centro. Hasta habían descolgado los cuadros y habían abierto los libros, arrojándolos después a un lado.

– Aquí no hay nadie -le indicó el agente Doyle-. Quienquiera que fuese ha actuado con rapidez. Hay demasiados olores para que la perra pueda captar nada útil. ¿Ha celebrado alguna fiesta aquí últimamente? Una fiesta.

– Hubo bastante gente aquí. Después del funeral. Es que mi marido…

A Charlie se le doblaron las rodillas y se desplomó en una silla.

– Vaya. Oiga, mire, lo siento mucho -le dijo Doyle-. Coño, qué mala suerte.

Si faltase algo en la casa, ¿cree que se daría usted cuenta?

– No lo sé. No creo. Parece… no sé.

Charlie se sentía tan agotada que lo único en lo que podía pensar era en meterse en la cama y en dormir durante un año. A ver si se pasaba aquella pesadilla, pensó.

Doyle le informó de que iba a llamar por radio a fin de que enviasen expertos para examinar el lugar. Tomarían huellas y recogerían todas las pruebas que encontrasen. Pero seguro que mientras tanto Charlie querría llamar a la compañía de seguros, le recordó el policía. Y otra cosa. ¿Había alguien que pudiera ayudarla a limpiar y ordenar todo aquello cuando terminaran de examinar el lugar?

Charlie, con ánimo de cooperar, le contestó que sí. Tenía una amiga que la ayudaría.

– ¿Quiere que la llame yo?

No, no, le aseguró Charlie. Ya la llamaría ella. Y además no había necesidad de hacerlo hasta que los expertos terminasen de buscar pruebas.

Doyle le comentó que aquello le parecía bastante sensato y que sería mejor que él esperase afuera con la perra hasta que viniera el equipo de expertos. Cosa que ocurrió al cabo de una hora, que fue cuando llegaron en un sedán blanco que lucía el letrero «Investigación de pruebas» impreso en un color gris suave en las puertas.

Mientras los expertos llevaban a cabo las acciones oportunas para buscar pruebas en medio del montón de escombros en que se había convertido la casa de Charlie, ésta permaneció sentada en el jardín trasero contemplando con aire ausente la pintoresca fuente que, dos años antes, su marido y ella habían pensado quitar para «cuando llegasen los bebés». Ahora daba la impresión de que todo aquello perteneciese a otra vida, a una vida que no sólo no guardaba parecido alguno con el presente, sino que además había sido una falsedad.

– Vaya, este muchacho es demasiado bueno para ser de verdad -le había comentado en voz baja su hermana Emily el día que conoció a Eric.

Y por lo visto su hermana tenía razón, pues en realidad era un mentiroso.

Cuando los expertos acabaron de examinar la casa, se marcharon tras darle a Charlie el nombre y el número de teléfono de una persona especializada «en arreglarlo y ordenarlo todo después de esta clase de cosas».

– Puede usted llamarla para que la ayude a limpiar esto. Es muy razonable.

Charlie no sabía si se referían a la forma de ser de la persona aquella o al precio de sus servicios.

En cualquier caso, daba igual. No quería que ningún otro profesional pisoteara las ruinas en que había quedado convertido su mundo.

De modo que se obligó a sí misma a recoger ella sola los restos del naufragio, y comenzó por el mismo lugar por el que, estaba segura de ello aunque no quisiera admitirlo, el intruso había empezado: el despacho de Eric.

Aquello se debía a Sharon Pasternak, pensó Charlie apoyándose cansada en el marco de la puerta del despacho. Habría que ser un necio para no relacionar el allanamiento de su casa con la visita que le había hecho Sharon Pasternak «para buscar unos documentos». Al no encontrar lo que buscaba, habría llamado a alguien con un poco más de imaginación en lo que se refiere a los registros. Y allí, ante Charlie, se encontraba ahora el resultado.

Saltó por encima de un montón de archivadores y se acercó al escritorio de Eric. Empezó por la tarea más fácil: volver a poner los cajones en su sitio y reunir el contenido de los mismos. Y en ello estaba cuando encontró un indicio de dónde, aunque no de en qué consistían, se encontraban los «documentos» que Sharon Pasternak y el intruso que había entrado a continuación buscaban. Porque tirado en el suelo al lado del escritorio de Eric, como si hubieran estado guardados en uno de los cajones inferiores, había una serie de documentos que se encontraban fuera de lugar: la escritura de la casa, los papeles de los coches y los del seguro, los certificados de nacimiento y los pasaportes. Todo aquello habría tenido que estar en la caja fuerte del banco, como siempre, y no allí, en casa. Y eso hizo que Charlie se preguntara qué sería lo que habría ahora en la bóveda acorazada ocupando el lugar de aquellos documentos, si es que había algo.


No fue al banco hasta el día siguiente. Por la tarde, después de pasarse la mañana en la cama luchando contra la inercia, que amenazaba con mantener a Charlie allí de forma permanente, se dirigió al cuarto de baño caminando con torpeza y arrastrando los pies entre el desorden. Llenó la bañera. Se sumergió en ella hasta que se enfrió el agua y entonces volvió a llenarla y comenzó a lavarse con parsimonia. Intentó recordar alguna otra ocasión en que hacer cualquier cosa, aunque fuese el menor movimiento, le hubiese costado un esfuerzo semejante al de ahora. No consiguió recordar ninguna.

Eran las dos cuando por fin entró en el banco con la llave de la caja fuerte en la mano. Tocó el timbre para que alguien fuera a atenderla y se le acercó una empleada, una chica joven recién salida de la universidad; tenía el pelo negro azabache, los ojos perfilados con lápiz negro y una etiqueta en la pechera que la identificaba como Linda.

Charlie rellenó la tarjeta pertinente. Linda leyó el nombre y el número de la caja de caudales y luego levantó la vista de la tarjeta hacia el rostro de la cliente.

– ¡Oh! Es usted… -le dijo-. Es decir, usted nunca… -Se calló como si de pronto hubiese recordado cuál era su lugar. Luego le indicó-: Venga por aquí, señora Lawton.

La caja era una de las grandes, que estaban situadas en la fila inferior. Charlie insertó la llave en la cerradura correspondiente y Linda insertó la suya. Las hicieron girar y la caja salió de su compartimento. Linda la levantó y la colocó sobre la mesa. Luego le preguntó a Charlie:

– ¿Puedo hacer algo más por usted, señora Lawton?

Y la miró con tanta intensidad al hacerle aquella pregunta que Charlie se preguntó si la chica formaría parte de la vida secreta de Eric.

– ¿Por qué lo pregunta?

– ¿Qué?

– ¿Por qué pregunta si puede hacer algo más por mí?

Linda se apartó un poco de ella caminando hacia atrás, como si de pronto se hubiese dado cuenta de que se encontraba en presencia de una loca.

– Siempre lo preguntamos. Forma parte de nuestro trabajo. ¿Le apetece un café? ¿O un poco de té?

Charlie sintió que se le disipaba la ansiedad.

– No. Perdone. Es que no me encuentro demasiado bien últimamente. No era mi intención…

– Bueno, pues entonces la dejo sola -dijo Linda.

Y pareció muy contenta de poder irse.

Sola en la cámara abovedada, Charlie respiró profundamente para coger aire. Aquel espacio estaba poco ventilado, era demasiado caluroso y silencioso. Se sentía vigilada y miró a su alrededor para ver si descubría alguna cámara, pero no vio nada. Disponía de toda la intimidad que necesitaba.

Había llegado el momento de saber qué era lo que buscaba Sharon Pasternak en el despacho de Eric. Había llegado el momento de saber por qué un intruso había irrumpido en su casa y la había destrozado.

Levantó la tapa de la caja y contuvo el aliento al ver lo que contenía: gruesos fajos de billetes de cien dólares cuidadosamente amontonados, alineados y sujetos por el centro con tiras de goma. Despedían olor a usado, a viejo y a delito.

Charlie exclamó en voz baja:

– Oh, Dios mío.

Y cerró de golpe la tapa de la caja. Se apoyó en la mesita jadeando como un corredor tras una carrera y tratando de encontrarle explicación a lo que acababa de ver. A juzgar por el grosor, los fajos parecían contener cincuenta billetes cada uno. Y había… ¿cuántos había? ¿Cincuenta, setenta, cien fajos en la caja? Eso significaba… ¿qué? Que era más dinero del que ella había visto nunca junto en su vida, sólo en el cine había visto tantos montones. Santo Dios, ¿quién era su marido? ¿Y qué había hecho?

Con el rabillo del ojo captó un movimiento que le hizo volver la cabeza. Por la rendija existente entre la pared de la cámara acorazada y la puerta de la misma, aquella chica, Linda, la estaba vigilando. Cuando vio que Charlie la miraba se apresuró a apartarse fingiendo que se dirigía con diligencia a alguno de sus quehaceres.

Charlie salió a toda prisa de la cámara y llamó a la chica por su nombre. Linda se volvió esforzándose por aparentar indiferencia profesional. No lo consiguió, pues puso la misma cara que un ciervo atrapado en el haz de luz de los faros delanteros de un coche. Preguntó en voz baja:

– Dígame, señora Lawton. ¿Necesita algo más?

Charlie le indicó a Linda con un movimiento de cabeza que quería que entrase de nuevo en la cámara. La chica miró a su alrededor como si buscase a alguien que la rescatara, pero al parecer no encontró a nadie. Había una pareja sentada a una mesa al fondo del banco abriendo una cuenta con el encargado de cuentas corrientes. Los cajeros se hallaban ocupados en sus respectivas ventanillas. La puerta del despacho del director de la sucursal estaba cerrada. Por lo demás el banco experimentaba esa languidez típica del mediodía que precede al ajetreo de la tarde.

– Es que tengo que…

Linda se puso a darle vueltas al anillo que llevaba en el dedo. Era un diamante. Charlie se preguntó si sería de compromiso o no.

– No creo que sea correcto que espíe usted a los clientes mientras se encuentran en la cámara -le recriminó Charlie-. No me gustaría tener que informar al director de que se comporta usted de este modo. ¿Quiere entrar ahí conmigo o quiere que vaya a hablar con el director?

Linda tragó saliva. Se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y siguió a Charlie al interior de la cámara.

La caja se hallaba sobre la mesa, donde Charlie la había dejado. A Linda se le fueron los ojos hacia allí sin querer. Se apretó las manos con fuerza y esperó a que Charlie dijera lo que tuviese que decir.

– Señorita, usted conocía a mi marido. Ha reconocido enseguida el nombre. Y eso es como decir que él venía por aquí con cierta frecuencia.

– Verá, yo no quiero que usted piense…

– Dígame qué sabe de esto. -Charlie abrió la caja y le mostró el contenido- Porque usted estaba al corriente de lo que hay aquí dentro. Por eso me espiaba. Porque quería saber cuál era mi reacción al verlo.

– Reconozco que no debí quedarme aquí mirándola -se apresuró a excusarse Linda-. Perdone. Por favor, no quiero quedarme sin trabajo. Es que estoy pasando por una mala época. Verá, tengo una hija.

«¿La hija de Eric?», se preguntó Charlie. Y se preparó para lo peor.

– Sólo tiene dieciocho meses -continuó explicándole Linda-. Su padre se niega a darnos nada y el mío no quiere que nos vayamos a vivir con él. Llevo aquí un año y me va bastante bien, y si me despiden…

– ¿Cuánto tiempo hace que usted y mi marido…? ¿Cómo se conocieron?

– ¿Conocernos…? -Linda se quedó aterrada al comprender lo que aquella pregunta implicaba-. Es una persona muy agradable, pero eso es todo. Él… bueno, le gusta tontear un poco, pero nada más. Yo ni siquiera sabía que estaba casado hasta que en cierta ocasión me fijé en que el nombre de usted constaba en la ficha. Y… de verdad, le aseguro que no ha habido nada entre nosotros. Es un hombre muy simpático que viene de vez en cuando, y sentí curiosidad por él, nada más.

– Así que se dedicó a vigilarlo mientras mi marido se encontraba en la cámara.

– Sólo una vez. Se lo juro. El resto del tiempo… Bueno, la primera vez que vino a hacer los depósitos… en la cuenta corriente, ¿sabe usted? Esperó para que lo atendiera yo. Dejó que otras personas le pasaran delante hasta que yo quedé libre. Una vez vio una foto de mi hija Brittany; la tengo junto a la ventanilla, ¿ve? Allí. Me preguntó por ella y así fue corno empezamos a hablar. Me contó que él también tiene una hija, aunque mayor que la mía, y que hacía años que no se veían, pero que la echaba mucho de menos, y de eso fue de lo que hablamos. Me dijo que estaba divorciado. Yo ya lo sabía porque siempre decía «mi ex mujer», y al principio pensé… Bueno, hizo que me sintiera especial y pensé: «¿No sería genial conocer a alguien aquí, en el banco?». Así que le presto atención cuando viene y me muestro simpática con él. Y a él no parece importarle.

– Ha muerto.

– ¿Que ha muerto? Oh, Dios mío. Lo siento mucho. No lo sabía. -Señaló con un gesto la caja-. Yo sentía curiosidad por eso, nada más. De verdad. Eso es todo.

– ¿Cuánto tiempo lleva esto aquí? -Le preguntó Charlie-. Me refiero al dinero.

– Pues yo no… Puede que dos semanas. Quizás tres -repuso Linda-. Fue entre dos visitas de las que solía hacer para ingresar el cheque del sueldo.

– ¿Qué pasó? ¿Por qué se fijó usted?

– Porque estaba… estaba muy excitado aquel día. Tenía un subidón.

– ¿De drogas?

– No, no de ese modo. Quiero decir que estaba muy contento. Llevaba una cartera consigo y apretó el timbre igual que ha hecho usted al llegar. Me acerqué y firmó la ficha. Me dijo: «Me alegro de que seas tú, Linda. En un día como hoy no confiaría en nadie más».

– ¿En un día como hoy?

– Verá, yo no sé a qué se refería, por eso decidí observarlo un poco. Y lo que hizo fue poner la cartera encima de la mesita. Abrió la caja, sacó un montón de papeles y los metió en la cartera, y lo que había en la cartera lo dejó en la caja. Y era el dinero. Eso es lo que vi. Pensé que era… bueno, parecía que hubiera vendido drogas o algo así, porque si no… ¿A quién se le iba a ocurrir andar por ahí con tanto dinero encima? Y yo no podía creerlo, pues su marido siempre me había parecido una persona muy decente. Y eso es todo lo que sé. Cuando se fue no hablé con él y no he vuelto a verlo.

Eric vendiendo drogas. Charlie se aferró a aquella idea. Drogas. Sí. Ésa era la respuesta. Pero no el tipo de drogas que creía Linda. La chica se imaginaba a Eric traficando con esos paquetes de cocaína semejantes a ladrillos que se ven en la televisión o en el cine. Se lo imaginaba incitando a comprar marihuana a los alumnos de los institutos a la puerta de las tiendas de bebidas alcohólicas. Pensaba que proporcionaba heroína, éxtasis o alguna otra droga de diseño a los yuppies. Pero no se lo imaginaba robando algún producto a la empresa Biosyn (un inmunoinhibidor, alguna forma de quimioterapia sin efectos secundarios, una vacuna contra el SIDA lista para salir al mercado, Viagra para mujeres… ¿Qué era, Eric?) y vendiéndolo en el mercado negro internacional al mejor postor, que haría una fortuna fabricándolo.

Mientras observaba la caja cerrada en aquella cámara acorazada del banco tan asfixiante Charlie recordó las palabras de Terry Stewart: «Castillos en el aire, Charlie. Eso es lo que eran». Pero no había sido así. No en el caso de Eric. Tenía cuarenta y dos años y había dejado atrás la mayor parte de su existencia. Se había dado cuenta de que se le presentaba la oportunidad de su vida y la había aprovechado. Una negociación, la venta y una inmensa suma de dinero en efectivo. Ahora empezaba a comprender muchas cosas. Cosas que había dicho su marido. Cosas que había hecho. Los cambios que había sufrido.

Charlie cerró la caja y volvió a dejarla en su sitio. Se sentía muy dolida, pero por lo menos empezaba a descubrir la verdad sobre su marido. La única pregunta que le quedaba por responder era qué había robado Eric en la compañía Biosyn. Y lo único que se le ocurría era que no debía de haber robado nada en absoluto.

Había aceptado dinero, quizás un pago inicial, a cambio de algo que había prometido entregar. Y como no había conseguido aquello que ya había vendido, el resultado era que estaba muerto. Y una vez desaparecido Eric habían registrado la casa en un intento de encontrar el medicamento, y ese registro presagiaba que ella, Charlie, corría peligro mientras la sustancia no estuviese en manos de quienquiera que hubiera pagado por ella. Sabía que tenía que encontrar ese medicamento y entregarlo si quería seguir con vida. Pero como encontrar aquello era una tarea imposible, el único recurso que le quedaba consistía en averiguar quién era la persona que había pagado por ello y devolverle el dinero.


Sharon Pasternak le parecía la mejor fuente de información. Había sido la primera persona que había registrado el despacho de Eric. Tras el inesperado descubrimiento del dinero, Charlie sabía que sería tonta si creyera que Sharon había ido a buscar algo en su casa que no tuviera que ver con el dinero que había en la caja fuerte.

Salió del banco y se dirigió a la autopista.

La empresa Biosyn tenía su sede en una carretera llamadael Ortega que serpenteaba en dirección a las montañas de la costa, uniendo el deprimente pueblo de Lake Elsinore con otro de mejor nivel de vida llamado San Juan Capistrano. Se trataba de una carretera polvorienta que los domingos atraía a miles de motoristas. Era una vía en su mayor parte desprovista de árboles y llena de piedras por la que durante la semana transitaban hombres y mujeres que trabajaban en los restaurantes y hoteles caros de la costa.

La compañía Biosyn se hallaba a unos veinte kilómetros hacia el interior de las montañas, y era un edificio bajo, poco acogedor y de color tierra que se encontraba separado del entorno por una valla alta de tela metálica con alambre de espino en la parte superior. Charlie no había ido nunca a Biosyn, y se habría pasado la desviación de no haber tenido que frenar porque un camión de FedEx salía a la carretera desde la entrada, que quedaba oculta, y giraba a la izquierda.

En conjunto aquél era un sitio extraño para la sede de una empresa farmacéutica, pensó Charlie mientras metía el coche por el estrecho camino de entrada. Era un lugar raro para una empresa de cualquier clase. La mayoría de las industrias se encontraban a muchos kilómetros de allí, y surgían, feas y colocadas en fila a lo largo de multitud de autopistas del condado, en distintos polígonos industriales.

A unos cincuenta metros de la entrada había una caseta de vigilancia en el camino y unas puertas de hierro que cerraban el paso a cualquiera visitante inesperado. Charlie frenó allí y dio el nombre de Sharon Pasternak y el suyo. Pasó un minuto llena de ansiedad mientras el guardia llamaba por teléfono al amplio edificio que se asentaba sobre la colina delante de ella. Charlie estaba convencida de que Sharon Pasternak era un nombre falso, lo cual parecía bastante probable si la mujer formaba parte del juego de Eric.

Pero resultó que no era ése el caso. El guardia se acercó al coche de Charlie con un pase y le dijo:

– Sharon Pasternak la espera en el vestíbulo. Aparque en la zona de visitantes. Entre directamente en el edificio, ¿me oye? No se entretenga mirando por ahí.

Mientras cogía el pase de visitante Charlie se preguntó por qué diantres iba ella a querer entretenerse mirando por ahí. Aquel lugar era un terreno yermo lleno de polvo, cantos rodados, cactus y chaparral. No era la idea que ella tenía de un lugar para ir a pasear.

Se detuvo ante la entrada principal del edificio y después entró. Hacía un frío helado y sintió un escalofrío. De momento se encontró perdida, cegada por el contraste entre la resplandeciente luz del exterior y aquellas paredes pintadas de oscuro.

Alguien desde un rincón en penumbra le habló.

– ¿Sí? ¿Puedo ayudarla en algo?

Antes de que los ojos de Charlie se adaptasen a la escasez de luz, oyó otra voz procedente del otro extremo de la misma estancia.

– La señora ha venido a verme a mí, Marión. Es la esposa de Eric Lawton.

– ¿La señora Lawton…? Oh, verá, lo siento muchísimo. ¿Cómo está usted? Lo siento de veras. Era… bueno, era un hombre encantador.

– Gracias, Marión. Señora Lawton…

Charlie por fin empezaba a distinguir las formas. Vio a la mujer de cabello blanco sentada tras un mostrador de recepción de caoba y, reflejada en el espejo que había detrás de ella, a Sharon Pasternak, que acababa de entrar por una puerta forrada de metal de aspecto muy pesado. Llevaba puesta una bata de laboratorio encima de unas mallas negras, zapatillas Nike y calcetines de deporte.

Sharon Pasternak se acercó a Charlie y le puso una mano en el brazo.

– ¿Ha encontrado por fin los documentos en los que trabajábamos su marido y yo? -le preguntó con determinación mirando fijamente a Charlie-. Me salvará usted la vida si me contesta que sí. -Le apretó el brazo a Charlie, cosa que a ésta le pareció una advertencia. Así que asintió con la cabeza y forzó una sonrisa. Luego Sharon continuó hablando-: Estupendo. Qué alivio. Venga conmigo.

– No tiene pase para entrar, doctora Pasternak -protestó Marión.

– No pasa nada, Mar. No te preocupes. La llevaré a la cafetería.

– El doctor Cabot no…

– Todo va bien -le aseguró Sharon-. Tardaremos menos de cinco minutos. Pon en marcha el cronómetro.

– Estaré pendiente del reloj -le advirtió Marión.

Sharon condujo a Charlie al otro lado del vestíbulo, no hacia la puerta pesada por la que ella había aparecido, sino en dirección a otra puerta de aspecto bastante menos seguro que daba a una estancia acondicionada como cafetería; a aquella hora del día se hallaba desierta. Una vez dentro no se anduvo con preámbulos. Le dijo con tirantez:

– Lo ha descubierto usted. Alguien debe de haber llamado a su casa. ¿Ha dado algún nombre? ¿Han dejado algún número al que yo pueda llamar?

– Han registrado mi casa -le informó Charlie-. La han destrozado. Después de que usted estuviera allí.

– ¿Qué? -Sharon miró apresuradamente a su alrededor-. Eso es un problema grave. Entonces será mejor que no hablemos aquí. Las paredes oyen. Si hace usted el favor de darme el nombre, yo misma me pondré en contacto con ellos. Es lo que a Eric le habría gustado.

– No tengo ningún nombre que darle. -Ahora Charlie tenía calor y empezaba a sentirse confundida-. Pensé que lo tendría usted. Supuse que sería así porque cuando usted vino a verme se marchó sin nada, y luego volvieron a registrar la casa… ¿Qué buscaba usted? ¿Qué nombres necesita? Lo único que yo tengo es el… -No era capaz de decirlo, tan horrible y rastrero le parecía que su marido, un hombre al que adoraba y a quien creía conocer, hubiese robado a la empresa para la que trabajaba. De modo que dijo a toda prisa antes de que se le ocurriera alguna excusa para no hablar-: Lo único que tengo es el dinero, y quiero devolverlo.

– ¿Qué dinero? -le preguntó Sharon extrañada.

– Tengo que devolverlo porque si no lo hago nunca me dejarán en paz. Se lo devolveré a quien sea. Han registrado la casa una vez, y estoy segura de que volverán a hacerlo. Estoy segura. Nadie suelta esa cantidad de dinero si no espera recibir a cambio… ¿cómo lo llamaría…? ¿La mercancía?

– Pero no es así como funcionan las cosas -le dijo Sharon-. Ellos nunca pagan por una cosa así. De manera que si hay dinero en alguna parte…

– ¿Quiénes son ellos? -Charlie oyó que levantaba la voz a medida que le aumentaba la ansiedad-. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con ellos?

– Shhh. Por favor -le rogó Sharon-. Mire, aquí no podemos hablar.

– Pero usted vino a mi casa. Y registró el despacho. Y buscaba…

– El nombre. ¿No se da cuenta? Yo no sabía con quién había hablado Eric. A mí sólo me había dicho que se trataba de la CBS. Pero ¿la CBS de dónde? ¿De Los Ángeles? ¿De Nueva York? ¿Era para el programa Sesenta minutos o sólo para las noticias de la cadena local?

Charlie se quedó mirándola.

– ¿Sesenta minutos?

– ¡Baje la voz! ¡Cielo santo! Yo estoy aquí a punto de perder mi trabajo, de ir a la cárcel o de Dios sabe qué. Y si sucede algo de eso, ¿cómo voy a serle útil a nadie? -Miró hacia la entrada de la cafetería, como si esperase que fuera a aparecer a la carga un equipo de cámaras de televisión-. Mire, tiene usted que marcharse de aquí.

– No hasta que me diga…

– Nos encontraremos dentro de una hora. En San Juan. En el distrito de Los Ríos. ¿Lo conoce? Detrás de la estación de Amtrak. Allí hay un salón de té. No sé cómo se llama, pero lo verá en cuanto cruce las vías. Luego tuerza a la derecha y lo verá enseguida. ¿De acuerdo? Dentro de una hora. Aquí no puedo hablar.

Empujó a Charlie hacia la puerta de la cafetería y la acompañó a toda prisa hasta la recepción. En el vestíbulo le dijo en tono sincero:

– Me ha ahorrado usted diez días de trabajo. No sé cómo agradecérselo. -La acompañó hasta la puerta cogiéndola con fuerza del brazo y le repitió hablando en voz baja-: Hasta dentro de una hora.

Y desapareció de nuevo en el interior del edificio, cuyas puertas se cerraron tras ella con un chasquido.

Charlie se quedó mirando el vidrio oscuro de la puerta; sentía que el cuerpo le pesaba y que tenía que llegar al coche como fuera. Intentó asimilar lo que le había dicho Sharon: CBS, Sesenta minutos, las noticias locales. Y trató de relacionar esa información con lo que había ocurrido y con lo que sabía. Pero no tenía sentido, nada lo tenía. Se sentía como los pasajeros que se equivocan de avión al llegar a su destino sin un pasaporte que enseñar.

Se dirigió tambaleante al coche. Una vez allí sufrió unos escalofríos tan fuertes que no fue capaz de meter la llave en el contacto. Por fin logró que la mano dejase de temblarle sujetándosela con la otra y de ese modo pudo poner en marcha el motor.

Volvió por el camino, salió a la carretera y se dirigió hacia la costa. Mientras conducía iba pensando en todas las cosas que había oído sobre aquel tramo de carretera en los años que llevaba viviendo en el sur de California: que era un lugar ideal para tirar cadáveres; que lo frecuentaban asesinos tan conocidos como Randy Kraft; que en los cruces y en las cunetas se llevaban a cabo contratos para cometer asesinatos; que en los barrancos que había por allí se incendiaban coches; que los conductores borrachos se salían de la carretera y encontraban la muerte en el fondo de los precipicios; que se tardaban meses en recuperar los cadáveres; que los vehículos grandes circulaban por el medio de la carretera y chocaban de frente, haciéndolo trizas, con todo lo que encontraban a su paso. ¿Qué significaba el hecho de que Biosyn estuviera situada precisamente allí? ¿Y qué significaba que Eric Lawton hubiera mantenido conversaciones con alguien que trabajaba para la CBS?

Charlie no sabía las respuestas. Sólo tenía cada vez más preguntas. Y la única opción que le quedaba era buscar aquel salón de té en el distrito de Los Ríos de San Juan Capistrano y confiar en que Sharon Pasternak decidiese cumplir su palabra y acudir a la cita.


Y la cumplió. Setenta y un minutos después de que Charlie se marchase de Biosyn, la colega de Eric entró en el salón de té, un edificio de principios de siglo que en otro tiempo había sido el hogar de una familia de colonos fundadores de la ciudad. Era un buen sitio para una cita, un lugar poco adecuado para que lo eligiera alguien con malas intenciones. Estaba coquetamente decorado a base de encajes, teteras, antigüedades, perchas de pie y chapeaux para entretenimiento y solaz de los clientes, y ofrecía a precios exorbitantes una versión americana del té de las cinco inglés.

Sharon Pasternak miró hacia atrás por encima del hombro al entrar en el edificio, donde Charlie se había sentado a una mesa para dos justo al lado de la puerta. Había otra mesa ocupada, una redonda a la que se hallaban sentadas cinco mujeres que se habían puesto sombreros del establecimiento para celebrar una alegre merienda de cumpleaños; con aquellos anacrónicos sombreros parecía que de un momento a otro fueran a unirse a la fiesta Alicia y el Conejo Blanco.

– Tenemos que cambiarnos de mesa -le dijo Sharon a Charlie sin más preámbulos-. Venga conmigo. -La condujo a una segunda sala, y de allí a una tercera situada en la trasera del establecimiento. Estaba amueblada con cinco mesas pequeñas, todas vacías, y Sharon se dirigió con paso decidido a la que quedaba más alejada de la puerta-. No puede usted volver a Biosyn -le indicó a Charlie en voz baja-. Y mucho menos preguntando por mí. Es muy arriesgado. Si fuera usted a hablar con los de recursos humanos sobre la pensión de Eric, sobre el seguro o algo así, puede que no se notase que lo que quiere en realidad es verme a mí. Podríamos encontrarnos casualmente en el pasillo o algo parecido. Pero hacerlo así, como hoy, nunca más. Marión se acordará y se lo contará a Cabot. Hace treinta y cinco años que trabaja para él, justo desde que ese hombre terminó los estudios, aunque parezca mentira, y siente más lealtad hacia él que hacia su marido. Lo llama David, lo tutea y cuando lo mira se le iluminan los ojos. En estos momentos el señor Cabot ya se habrá enterado de que ha hecho usted acto de presencia y de que ha preguntado por mí.

– Ha dicho usted la CBS -empezó Charlie-. Ha mencionado Sesenta minutos.

– Vino a verme por causa del exantrum. En su laboratorio trabajaban en otra cosa, pero Eric estaba al corriente de lo del exantrum. Todos en la División II lo sabían. Todos lo saben, aunque hagan ver que no.

– ¿Su laboratorio? ¿El de quién?

– El de Eric.

– ¿De qué habla?

– ¿Cómo que de qué hablo? ¿Qué quiere decir?

– ¿Por qué iba Eric a tener un laboratorio? Era director de ventas. Tenía frecuentes reuniones y hacía viajes de negocios por todo el país y… ¿Por qué iba a tener un laboratorio? Él no es… no era…

– ¿Ventas? -Repitió Sharon-. ¿Eso le había dicho a usted? ¿No sabía usted nada?

– ¿De qué?

– Era biólogo molecular.

– Biólogo… No. Era director de ventas. Me lo dijo muchas veces.

Pero ¿qué era exactamente lo que le había dicho su marido? ¿Y qué era lo que ella había supuesto a partir de la conducta y los comentarios de éste?

– Es biólogo, señora Lawton. Es decir, lo era. Lo sé muy bien porque trabajaba con él. Y Eric… escuche, tengo que preguntarle esto. Lo siento, pero no sé de qué otro modo puedo asegurarme de que… ¿Realmente murió como dicen que murió? ¿No fue…? No me extrañaría que Cabot lo hubiera hecho asesinar. Es un verdadero monstruo del secretismo. Pero aunque no lo fuera, este asunto es tan desagradable que si Cabot se hubiera enterado de que Eric tenía intención de llevarlo a la CBS habría hecho algo para impedírselo, créame.

– ¿Para impedirle qué?

– Que revelara lo que sin duda sería un escándalo. Eric iba a tirar de la manta para poner en evidencia a Biosyn. Estaba muerto de miedo, los dos lo estábamos, pero él se había decidido a hacerlo. Una noche yo saqué a escondidas una muestra de exantrum… ni siquiera tengo palabras para describir el pánico que sentí al acercarme a esa sustancia sin traje de protección, y se la di a Eric. Éste había decidido encontrarse con los periodistas y entregársela para que pudieran hacerla analizar en Atlanta, y después… Eso fue hace tres semanas. Supongo que tal vez se viera con ellos, aunque no me lo dijo. Y luego murió. En Biosyn no se ha notado nada, no parece que haya ningún problema, no han echado de menos la muestra, así que empecé a pensar que Eric no había contactado con el periodista. Por eso quería saber el nombre del mismo, para averiguar si el encuentro se había producido o no. Eso era lo que buscaba cuando fui a su casa. El nombre del periodista. Eso o el exantrum. Porque si el contacto no llegaba a realizarse yo tenía que poner de nuevo la sustancia en un lugar bajo control. Y de prisa.

– Charlie miraba a la mujer fijamente. No podía digerir la información que le proporcionaba con la suficiente rapidez para dar una respuesta coherente-. Ya me doy cuenta de que él no le contó a usted nada de esto -continuó diciendo Sharon-. Seguro que quería protegerla. Es admirable. Algo muy decente por parte de Eric. Y también típico. Era una gran persona. Ojalá se lo hubiera confiado a usted, porque entonces por lo menos ahora sabríamos qué es lo que tenemos entre manos. Podríamos quedarnos tranquilas. Pero tal como están las cosas… O esa sustancia anda por ahí a punto de causar estragos en el estado de California o se encuentra a salvo en el Centro para el Control de Enfermedades. Pero en cualquier caso, necesito saberlo.

El Centro para el Control de Enfermedades.

– ¿Y qué es esa sustancia? -le preguntó Charlie, a quien sus propias palabras le sonaban huecas. Sentía la garganta seca-. Yo creía que Biosyn fabricaba productos farmacéuticos. Medicamentos contra el cáncer. Medicinas para el asma y la artritis. Tal vez somníferos y antidepresivos.

– Desde luego. Ésa es una parte. La de la División I. Pero donde verdaderamente está el dinero es en la División II, que es el lugar donde trabajábamos Eric y yo, el lugar donde está el exantrum.

– ¿Qué es eso? -repitió Charlie mientras el miedo le subía hasta la garganta como si fuera bilis.

Charlie miró a su alrededor.

– Tenemos que pedir algo -observó-. Si no tomamos nada y alguien nos ve, va a resultar sospechoso. Tenemos que llamar a una camarera.

Así lo hicieron. Pidieron té con pastas, aunque ambas sabían que no iban a probar bocado. Cuando les trajeron lo que habían pedido, Sharon sirvió el té y le explicó:

– El exantrum es la llave de Cabot para la inmortalidad. Es un virus. Se descubrió en el agua estancada que había en el interior de una cueva… hace unos dos años. Un excursionista entró en una cueva de las montañas Blue Ridge. Era un día caluroso. Encontró una charca de agua. Se mojó la cara con ella, un chapuzón. A los veintiún días murió. Con fiebre y hemorragias. Los médicos de Carolina del Norte no sabían qué era ese virus ni de dónde procedía, pero se parece lo bastante al Ébola como para sembrar el pánico. Atlanta se hizo cargo del asunto y todo el mundo se puso a seguir el rastro de los lugares por donde había estado el individuo aquel, con quién se había visto y qué había hecho. Examinaron a sus compañeros con microscopio, le miraron el pasaporte para ver si había salido del país, revisaron a toda su familia para comprobar si alguno de ellos se había contagiado al entrar en contacto con otras personas. Pero no descubrieron nada. Cabot sigue de cerca todo el proceso, pero lleva a cabo su propio trabajo de investigación porque cree que se trata de algo distinto al Ébola, y lo que siempre ha querido desde que se licenció en la Universidad de California es que su nombre se asocie a algo que cambie el mundo, quiere ser como Joñas Salk, Louis Pasteur o Alexander Fleming. Probablemente al principio pensó en una cura para el virus. Pero una vez que consiguió aislarlo y el Gobierno se puso en contacto con él, la cosa pasó a ser la producción de una enfermedad. El Tío Sam pagará una buenacantidad de dinero por un arma como el exantrum. Se echa en el agua, se bebe, se lava uno la cara con esa agua y el virus se le mete en los ojos, infecta a través de un rasguño en la piel, entra por la nariz, se pisa, se respira… hay donde elegir. Pero poco importa cómo se entre en contacto con el virus porque el final es siempre el mismo. La muerte. Es un producto para la guerra biológica. Para usarlo contra los iraquíes si sacan los pies del tiesto. O contra los chinos si empiezan a agitar los sables. O contra Corea del Norte. Cabot tiene intención de amasar una fortuna con eso y Eric quería hacérselo saber al mundo. -Sharon miró la taza de té y la hizo girar sobre el plato. Por último añadió-: Su marido era un hombre verdaderamente bueno. Un hombre bueno y decente. Ojalá yo tuviera el valor que tenía él. Pero lo cierto es que no lo tengo. De modo que he de devolver el exantrum al laboratorio si Eric no llegó a entregárselo al periodista.

– Pero él… Eric no lo habría guardado en nuestra casa -dijo Charlie, que quería desesperadamente creerlo así-. Si es tan peligroso como dice usted, nunca lo habría llevado a casa. No lo habría guardado allí, ¿verdad?

– No, claro que no. Por eso cuando yo me presenté allí lo que buscaba era el nombre del periodista, no el virus. Seguro que su marido habría puesto el virus a buen recaudo en alguna parte hasta saber la hora y el lugar del encuentro con esa persona. Y si en verdad lo había puesto a salvo en algún sitio, tengo que saber dónde. O confirmar que se encuentre en Atlanta, cosa que sólo puedo hacer si hablo con el periodista con el que Eric había mantenido contactos.

Charlie oía todas aquellas palabras, pero pensaba en otras cosas: en lo que Terry le había contado sobre la crisis de los cuarenta y en lo que Linda le había dicho sobre la última visita de Eric al banco. Pensaba en todo el dinero que había en la cámara acorazada, en el registro a que habían sometido su casa y en la expresión del rostro de su marido cuando ella, arrepentida, le había contado que sospechaba que él tenía una aventura amorosa, lo cual no era cierto. Charlie pensaba ahora sobre todo en esto último. Y también en las horribles posibilidades que se le planteaban.

– ¿Cómo sacó usted el exantrum de Biosyn? -le preguntó a Sharon Pasternak.

Y se preparó para oír la respuesta.

– Me puse el traje protector y lo metí en un frasco de jarabe para la tos -le respondió Sharon-. Era muy arriesgado, pero créame, si alguien me hubiera sorprendido sacando esa sustancia habría sido mi fin.

– Sí, claro -convino Charlie-. Ya me doy cuenta de eso, desde luego.

Pero había algo más. De lo que ahora se daba cuenta también, y con absoluta claridad, era de que aquello era el fin de Charlie Lawton.

Se puso a la faena. Le dijo a Sharon:

– Iré al banco a mirar en la caja de seguridad. Quizás Eric pusiera allí el frasco.

Sharon se mostró agradecida.

– Eso sería una bendición del cielo. Pero si está allí, por el amor de Dios, no se le ocurra abrirlo pase lo que pase. Procure no tocarlo siquiera. Llámeme. Tenga, voy a darle el teléfono de mi casa. Déjeme un mensaje en el contestador, ¿vale? Diga que es de Savon, por si acaso Cabot me ha intervenido el teléfono. Diga solamente: «Ha llegado su medicina». Y yo sabré a qué se refiere usted e iré de inmediato a su casa. ¿Estamos? ¿Me ha comprendido usted?

– Sí -repuso Charlie con debilidad-. Savon. Ya lo he entendido.

– Muy bien.

Y se separaron. Sharon se marchó a toda prisa en dirección a Dana Point y Charlie echó a andar, pero no hacia el lugar donde tenía el coche, el aparcamiento municipal, sino que dio la vuelta a la manzana y bajó por la calle hacia la misión San Juan Capistrano.

Una vez dentro de los muros de la misión siguió el camino, lleno de desniveles, entre cactus deformes y amapolas sedientas. Iba sin rumbo, ya no le importaba saber cuál era su destino. Acabó en la angosta capilla construida tres siglos antes por obreros indios californianos bajo la dirección de aquel maestro de obras tan testarudo llamado Junípero Serra.

La luz del interior de la capilla era mortecina… o tal vez fuese, pensó Charlie, que la vista empezaba a fallarle igual que el resto del cuerpo. Quizás ése fuera otro efecto del contacto con el exantrum, la pérdida de visión, o quizás hubiera sufrido ya esa pérdida desde el momento en que había creído que su marido la engañaba con otra mujer.

Qué claro lo veía todo ahora. Qué bien encajaba la descripción que había hecho Terry Stewart de la crisis de los cuarenta con lo que había hecho Eric Lawton. Qué obvios resultaban los motivos por los que Eric se había inventado no sólo su presente, sino también su pasado. Qué fácil era comprender por qué se había separado de su primera esposa, de su hija y del resto de una familia que sin duda estaba al corriente de cómo se ganaba la vida. Mejor fingir que no tenía familia, hacerse el ofendido, cualquier cosa antes que reconocer abiertamente que era un científico que se ganaba el sueldo desarrollando armas letales. Y no unas armas que el ejército pudiese utilizar contra las tropas enemigas, sino armas para diezmar a civiles inocentes o, en manos de otros, por ejemplo de algún terrorista, para someter a toda la población.

Al final de aquella conversación con Sharon Pasternak, Charlie estaba segura de dos cosas. Una, que Eric, que le había hablado de no vivir más tiempo en aquella zona, de coches rápidos, de los bancos que había en las islas y de correr en la Copa de América, no se había puesto en contacto con ningún periodista ni había tenido nunca intención de hacerlo. Y dos, que su marido había hecho lo que ella pensó en un principio: venderle a alguien aquella sustancia de Biosyn. Pero no se trataba de una cura para el SIDA, para el cáncer ni para nada de lo que ella se había imaginado al ver el dinero. Y para Charlie ya no tenía la menor importancia que aquello convirtiese a Eric en un hombre malo, en un hombre descarriado y avaricioso o en el mismísimo diablo. Porque Eric Lawton ahora estaba muerto y ella por fin había averiguado el motivo de su muerte.

Se dirigió a uno de los bancos con respaldo duro. Se sentó en él. Habría podido arrodillarse y rezar, pero ya no deseaba pedirle nada al cielo. No había ayuda, ni divina ni de ninguna otra clase, para el mal que la aquejaba. Eso era algo que Eric había comprendido desde el momento en que ella le confesó lo bajo que la habían hecho caer sus sospechas de infidelidad. Y Charlie había tenido que confesárselo, había sentido la necesidad de contárselo después de que su esposo entrase triunfante tras haber realizado «la mejor venta de toda mi carrera, Char, espera a que te diga a cuánto asciende la comisión. ¿Qué te parece un crucero para celebrarlo? ¿O que cambiemos de vida? Ahora podemos permitírnoslo. Coño, cuánto siento haber estado tan apartado últimamente de todo eso, de la buena vida».

Entonces ella se dio cuenta de que sus temores no tenían fundamento, que no había ninguna otra mujer en la vida de su marido. Y, debido a que lo comprendía y buscaba la absolución por haber dudado de él, le contó la verdad.

– Char, por Dios, ya hemos hablado de esto una vez, ¿no? ¡No tengo ninguna aventura! -Eric lo había dicho con tanta seriedad que, sumada a la alegría con la que le había contado la buena fortuna que iba a tener, a ella le había resultado imposible no creerle-. Tú eres la única… Siempre has sido la única. ¿Cómo has podido pensar otra cosa? Ya sé que he estado preocupado. Que he entrado y salido a horas intempestivas. Y que me llamaban por teléfono y me marchaba sin dar explicaciones. Pero todo se debía a este asunto, y no quiero que pienses nunca que… Coño, Char, nunca. Tú eres la razón por la que hago todo esto. Para que podamos tener una vida mejor. Para nosotros. Para nuestros hijos. Algo más que una urbanización de las afueras. Tú te lo mereces. Y yo también. Y ahora que he cerrado este trato en el que había centrado todo mi trabajo… No he querido hablarte de ello hasta ahora porque no quería gafarlo. Nunca me imaginé que eso fuese a disgustarte tanto. Ven aquí, Char. Claro, coño. Dios mío. Perdóname, nena.

Y por el tono de voz Charlie comprendió que su marido lo decía en serio. Y por el tono de voz y la expresión de los ojos de Eric, que le indicaban que los temores que ella sentía eran infundados, había hallado consuelo. Así que se había entregado a su amor aquella noche y después, al amanecer, le había confesado el resto de sus pecados. Le debía aquella confesión, pensó Charlie. Sólo contándole a su marido lo bajo que había caído podría perdonarse a sí misma.

– Finalmente dejé de hacer todo eso cuando se me cayó una medicina tuya en el suelo del cuarto de baño. -Se rió de sí misma y de todos sus temores, que ya no tenían razón de ser-. Fue como si recuperase la conciencia de repente, allí de pie junto al charco de Robitussin.

Eric sonrió y le besó la punta de los dedos.

– ¿Robitussin? Char, ¿qué es lo que hacías?

– Una locura -le dijo ella-. Me sentía tan segura de que me engañabas que pensé: «Tiene que haber pruebas en alguna parte. Una prueba de algo». Así que lo registré todo. Hasta tu botiquín. Rompí ese frasco de jarabe para la tos porque se me cayó al suelo del cuarto de baño. Lo siento.

Su marido no había dejado de sonreír, pero ahora Charlie, en la capilla de San Juan Capistrano, recordó con toda claridad que la sonrisa se le había helado en el rostro. Se daba cuenta de que Eric quería aclarar lo que ella le contaba.

– En el cuarto de baño no había jarabe para la tos, Char. Debió de ser en…

– Se te habrá olvidado. La etiqueta era antigua. En realidad es mejor que se haya vertido. ¿No dicen que no se debe tomar ningún medicamento que tenga más de seis meses?

¿Se le habían quedado rígidos los labios? ¿Se le había petrificado la sonrisa?

– Sí, creo que eso es lo que dicen -convino Eric.

– Pero siento haberlo roto.

¿Había desviado él entonces la mirada?

– ¿Cómo lo limpiaste?

– Puesta a gatas, haciendo penitencia.

¿Se había reído Eric? ¿Ligeramente?

– Bueno, espero que por lo menos te pusieras guantes de goma para limpiarlo.

– Pues no. No quería que nada se interpusiera entre mi pecado y yo. ¿Por qué? ¿Acaso no era jarabe para la tos? ¿O es que tenías escondido veneno en un frasco de jarabe por si decidías liquidar a tu esposa?

Y le había hecho cosquillas para obligarle a contestar. Y se rieron y volvieron a hacer el amor.

Pero Eric no consiguió mantener la erección.

– Me hago viejo -le dijo-. Después de los cuarenta todo se va al carajo. Perdona.

Y desde entonces todo había ido de mal en peor. Eric se ausentaba cada vez más; volvía a mostrarse preocupado, y ahora más que nunca se encerraba en sí mismo y se pasaba las horas hablando por teléfono; había días en que sólo se dedicaba a navegar por Internet, investigando, le dijo a Charlie cuando ella le preguntó qué hacía. Por último, una noche sonó el teléfono y ella le oyó decir:

– Mira, esta noche no puedo, ¿estamos? Mi esposa no se encuentra bien.

Y otra vez renacieron en ella todas las sospechas de infidelidad.

Dos días después Eric volvió a casa del trabajo y se encontró a Charlie tumbada en el sofá y tapada con una manta; dormitaba con una mezcla de dolor de cabeza y molestias musculares que ella suponía eran consecuencia de la excursión a pie que había hecho por las laderas de Saddleback Mountain. Estaba dormida, pero Eric la había despertado al entrar. Cuando se arrodilló al lado del sofá, Charlie se despertó sobresaltada.

– ¿Qué tienes? -le preguntó él. ¿Era miedo lo que había en su voz, y no preocupación como ella pensó entonces?-. Char, ¿qué te pasa?

– Estoy toda dolorida -repuso ella-. Hoy he hecho demasiado ejercicio. Y también me duele la cabeza.

– Voy a hacerte un poco de sopa -le indicó Eric.

Entró en la cocina y se le oyó hacer mucho ruido allí. Diez minutos después llevó una bandeja al cuarto de estar, donde Charlie se hallaba tumbada.

– Eres un encanto -murmuró ésta-. Pero puedo levantarme. Comeremos juntos.

– Yo no voy a comer -le indicó su marido-. Ahora no. Quédate ahí.

Y comenzó a darle la sopa de tomate despacio y con mucha paciencia, cucharada tras cucharada. Incluso le limpió la boca con una servilleta de papel. Y no dijo nada cuando ella se rió un poco y le aseguró:

– De verdad, Eric, estoy bien.

Y todo se debía a que su marido ya lo sabía, pensó Charlie. Había empezado el proceso. Primero el ataque repentino marcado por la jaqueca y el dolor muscular, acompañados generalmente de unas décimas de fiebre. Y, como consecuencia de la fiebre, escalofríos y falta de apetito.

¿Y después qué? Pues lo que ella había atribuido a la aflicción primero y al rechazo después al descubrir las mentiras, cuando creyó que todo aquello había acabado por somatizarse en su organismo: dolor de garganta, mareos, náuseas y vómitos. Pero no era la reacción producida por la muerte de su marido. Era la reacción a lo que él había hecho en la vida. O a lo que había intentado hacer y habría hecho de no ser porque ella había roto el frasco de jarabe en el que se hallaba encerrado herméticamente el virus antes de que él tuviera oportunidad de entregárselo al comprador.

Se daba cuenta de que su marido debió de quedar destrozado. Atrapado en medio de algo que le había salido terriblemente mal, pues unos planes tan bien trazados habían quedado inservibles. No tenía nada que entregar a cambio de la paga y señal que había recibido por el exantrum, y su mujer se había expuesto fatalmente al virus que había robado. Y sabiendo que su mujer iba a morir, como seguramente habrían muerto miles, millones de personas de no haberse interpuesto el destino, personificado en esta ocasión en los celos de Charlie, para impedir que semejante cosa ocurriera.

Eric le daba la sopa y la observaba como si ello fuera a permitirle llevarse a la tumba la imagen de Charlie. Cuando ésta acabó de comer, cuando ya no podía tragar nada más, dejó la cuchara en el cuenco y éste en la bandeja. Se inclinó y besó a su esposa en la frente. La tapó hasta la barbilla.

– Recuerda que siempre te querré -le dijo.

– ¿Por qué me dices eso?

– Tú recuérdalo.

Se llevó la bandeja. Charlie oyó el ruido que hizo al dejarla sobre el mostrador de la cocina. Un momento después volvió y se sentó enfrente de ella, en una butaca, con un almohadón detrás de la cabeza.

– ¿Te acuerdas? -le preguntó Eric.

– ¿De qué?

– De lo que te he dicho. Recuérdalo. Siempre te querré, Char.

Y antes de que ella pudiera responder, su marido sacó el revólver de la chaqueta, se metió el cañón en la boca y se voló la tapa de los sesos.


De modo que así era como se sentía uno cuando va a morir, pensó Charlie. Se tiene sensación de flotar. Nada de pánico, que en alguna ocasión había pensado que la invadiría si le comunicaban una sentencia de muerte debida, por ejemplo, a un cáncer de páncreas. En cambio, notaba cierta sensación de entumecimiento, aunque era consciente de cada movimiento: de levantarse del banco, de acercarse al altar, de detenerse ante la imagen de un santo con túnica amarilla y verde para encenderle una vela, y luego de quedarse en el santuario y de comprender que ya no había nada que pedirle a Dios.

Se preguntó qué habría pensado Eric. Allí estaba él, a los cuarenta y dos años. Habría pensado: «¿Esto es todo? Esto es todo lo que va a ser mi vida a menos que se me presente una oportunidad de cambiarlo todo, de tener más, de ser más, de cabalgar en la cresta de la ola. Veo la oportunidad alzarse ante mí y deseo saber sobre qué orilla va a depositarme». Y también habría pensado: «Si me arriesgo una vez nada más, si corro cierto riesgo… Y en realidad no será demasiado arriesgado si juego bien y lo preveo todo; implico a Sharon Pasternak en el robo del virus, de manera que si alguien la coge sacándolo de Biosyn se la cargará ella y no yo. Haré el papel del que quiere tirar de la manta para que Sharon piense que me mueven motivos altruistas. Me pondré en contacto con alguien a quien le interese la mercancía, pero me aseguraré de que me den una paga y señal, un periodo de tiempo para hacer planes de huida por si la persona con la que he contactado intentase eliminarme. Y luego celebro una segunda reunión para entregar el exantrum, tras lo cual me largo deprisa y cojo un vuelo a… ¿adonde? A Tahití, a Belice, al sur de Francia, a Grecia». Daba igual. Lo que importaba era que las palabras «el resto de mi vida» tendrían un nuevo significado para Eric, más significado del que le habían proporcionado una moto Harley Davidson y un tatuaje en el brazo.

– Eric, Eric -susurró Charlie.

¿Dónde, cuándo y por qué se había descarriado tanto aquel hombre?

Charlie no lo sabía. No lo conocía. No estaba segura ni de conocerse a sí misma.

Salió de la capilla y volvió al coche que había dejado en el aparcamiento, junto a la estación de trenes. Subió al vehículo sintiéndose muy cansada, como si el virus que tenía dentro fuese una presencia que pudiera sentir en las venas. Y estaba allí. Lo sabía sin tener que ir a hacerse un reconocimiento a un hospital ni acercarse a Biosyn para ofrecerse al doctor Cabot como prueba de que su arma de guerra era tan eficaz como él había pensado.

Eric ya sabía que ella iba a morir. Era consciente de cómo actuaría el virus. Sabía que aquel mal no tenía cura, de modo que se había quitado la vida para no tener que presenciar la desgracia que les había acarreado a ambos.

¿Qué hacer?, se preguntó Charlie. Pero conocía la respuesta. Escribirlo todo con claridad para que después nadie corriera riesgos con su cuerpo. Y luego hacer lo que había hecho Eric, pero por motivos enteramente distintos. No era una solución noble, aunque pudiera considerarse así. Pero era la única solución. Aún tenía la pistola. Aunque eso produce sangre, y su sangre podía resultar peligrosa para otras personas. Pero lanota que pensaba escribir, y que colgaría en la puerta para que cualquiera la viese antes de entrar en la habitación, explicaría la situación con todo detalle.

Qué raro, pensó. No estaba enfadada. No tenía miedo. No sentía nada. Tal vez eso fuera bueno.

En la autovía condujo con más cuidado de lo habitual. Cada coche que pasaba a toda velocidad junto a ella era un obstáculo que superaba con gran esfuerzo. Oscurecía y le costaba trabajo ver debido al resplandor de los faros de los coches que iban en dirección opuesta, pero Charlie logró llegar a casa sin incidentes. Detuvo el coche en la entrada y notó que la invadía cierta pesadez al saber lo que tenía que hacer una vez dentro.

Más que nada lo que le apetecía era dormir. Pero no había tiempo para eso. Si malgastaba ocho horas, eso sería concederle al virus la tercera parte de un día para que siguiera actuando en su organismo. Quién sabe en qué condiciones se hallaría al día siguiente si ahora cedía al agotamiento.

Bajó del coche. Fue dando tumbos por el camino del jardín. La luz del porche no estaba encendida, por lo que no vio la silueta que emergió de entre las sombras hasta que la tuvo encima. Y entonces vio un débil destello, el brillo de la luz de la farola que había en la calle al reflejarse en el objeto metálico que aquel hombre sostenía en la mano. ¿Un cuchillo, una pistola? No podía distinguirlo.

Y el hombre le dijo:

– Señora Lawton, me parece que tiene usted algo que me pertenece.

Y su acento era tan tosco como su piel, y el tono que empleó tan negro como los ojos que llevaba medio ocultos por un pasamontañas.

Charlie no le tuvo miedo. ¿Qué había que temer? Él no podía hacerle más de lo que el exantrum le estaba haciendo ya.

– Sí, en efecto -le contestó-. Pero no en la forma que usted esperaba. Entre usted, ¿señor…?

– Los nombres no tienen importancia. Quiero que me dé lo que se me debe.

– Sí. Ya lo sé. Pues entre, señor Los Nombres No Importan. Me alegro muchísimo de poder dárselo.

Tendría que escribir la carta primero, pensó Charlie. Pero algo le decía que el señor Los Nombres No Importan estaba demasiado desesperado como para concederle el tiempo de escribir la carta.

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