Unas buenas vallas no siempre seran suficiente

Dos veces al año un vecindario de la atractiva y antigua ciudad de East Wingate rozaba la perfección. Y siempre que esto ocurría, o quizás como indicación de que había ocurrido, el Correo de Wingate celebraba el hecho con una columna bastante extensa, lo que ya de por sí era significativo, en el centro de sus páginas, con fotografías incluidas, en la que se alababa este hecho. Los ciudadanos de East Wingate que querían mejorar de posición social, de calidad de vida o formar parte de otro círculo de amigos solían acudir entonces ansiosos y en grupo con la esperanza de poder comprarse algún terreno o alguna casa allí, en aquel vecindario.

Napier Lañe era justo la clase de lugar que en cualquier momento y en las circunstancias apropiadas podría haberse llamado el Lugar Perfecto para Vivir. Poseía un gran potencial, aunque no lo hubiera alcanzado por completo en todos los aspectos. Tenía un ambiente muy peculiar que le proporcionaban las enormes parcelas, las casas de más de un siglo de antigüedad, los robles, arces y plataneros aún más antiguos, las aceras agrietadas por el paso del tiempo, esas vallas tan características de tablas acabadas en punta y los senderos de ladrillo que serpenteaban por los jardines delanteros hasta los porches, muy acogedores, donde los vecinos suelen reunirse en las noches estivales. Y aunque todavía no se hubiesen restaurado todas las casas, cosa que generalmente llevaban a cabo parejas jóvenes llenas de energía y dadas a la nostalgia, en las curvas y baches de Napier Lañe se notaba la promesa de que sólo era cuestión de tiempo que a todas les llegase el oportuno remozado.

Cuando, cosa que sucedía rara vez, se ponía a la venta una casa en Napier Lañe, todo el barrio se mostraba inquieto hasta saber quién era el comprador. Porque si se trataba de alguien con dinero, la casa pasaría a engrosar las filas de aquellas que, pintadas y relucientes, hacían subir la cotización de la zona. Y si era alguien con dinero y además tenía un carácter propenso al despilfarro, cabía la posibilidad de que las reformas de la propiedad en cuestión se llevasen a cabo rápidamente. Pero ya con anterioridad se había dado el caso de que alguna familia comprase una casa en Napier Lañe con la idea de reformarla y restaurarla, y después se diera cuenta de lo tedioso y costoso que resultaba hacerlo. Y en más de una ocasión alguien se había embarcado en el engorroso proyecto conocido como Restaurar una Propiedad Histórica y al cabo de seis meses confesaba que aquella tarea lo había derrotado. Y acto seguido ponía la casa a la venta sin haber llevado a cabo ni siquiera una mínima parte de las reformas. Y ésta era la situación del número 1420. Sus anteriores propietarios habían pintado el exterior y habían limpiado el jardín de malas hierbas y de esos escombros que tienden a acumularse en todas partes cuando los dueños no cuidan demasiado la propiedad, pero ahí había quedado todo. La vieja casa se hallaba como la señorita Havisham cincuenta años después de la boda que nunca llegó a celebrarse: vestida de punta en blanco por fuera, pero hecha una ruina por dentro y languideciendo en medio de un paisaje inhóspito lleno de sueños truncados. De modo que todos los que vivían cerca del 1420 deseaban que alguien comprara la casa y la arreglase debidamente.

Excepto Willow McKenna, claro está. Willow, que vivía justo al lado, lo único que ansiaba era tener buenos vecinos. Con treinta y cuatro años y embarazada del tercero de los que con el tiempo serían sus siete hijos, Willow simplemente confiaba en que fuese una familia que compartiera los mismos valores que ella. Éstos eran bastante simples: un hombre y una mujer comprometidos en un matrimonio, padres amantísimos de un surtido de niños moderadamente bien educados. La raza, el color, el credo, el país de origen, la afiliación política, el gusto en la decoración de interiores… nada de eso tenía la menor importancia.

Willow simplemente confiaba en que quienquiera que comprase el número 1420 fuera un añadido positivo a lo que ella consideraba una vida dichosa. Y en su opinión eso lo representaba una familia sólida, una familia en la que el padre saliera a trabajar en un empleo de oficina, aunque no fuera excesivamente importante, la madre se quedase en casa y se ocupara de las necesidades de sus hijos, y éstos fuesen imaginativos pero obedientes, mostrando siempre respeto a sus mayores, niños felices y sin enfermedades infecciosas. El número de hijos de esas familias no importaba. Aunque por lo que a Willow concernía, cuantos más mejor.

Willow, que había crecido sin parientes pero aferrada siempre a la fútil esperanza de que algún matrimonio quisiera adoptarla, hacía mucho tiempo que había convertido la familia en una prioridad. Al casarse con Scott McKenna, a quien conocía desde el segundo año de instituto, Willow se había propuesto crear lo que el destino y una madre que la había abandonado en una tienda de comestibles le habían negado durante tanto tiempo. Primero llegó Jasmine. Max la siguió dos años más tarde. Si todo seguía según sus planes, Cooper o Blythe llegaría a continuación. Y su propia vida, que últimamente se había hecho oscura, fría y aburrida al empezar Max a ir al jardín de infancia, se alegraría, se llenaría y se alborotaría, aliviándole la presión y la ansiedad que había venido sintiendo durante los tres últimos meses.

– Pues podrías ponerte a trabajar, Will -le había comentado Scott, su marido-. A media jornada, quiero decir. Si es que te apetece, claro está. No nos hace falta económicamente, y supongo que querrás estar aquí a la hora en que los niños vuelven del colegio.

Pero no era un empleo lo que Willow deseaba. Quería llenar el vacío como sólo otro bebé puede llenarlo.

Hacia eso era a lo que tendían sus inclinaciones: hacia la familia y los bebés, no hacia la categoría de los vecindarios, se considerasen o no Lugares Perfectos Para Vivir. Así que cuando apareció el letrero de una agencia inmobiliaria en el número 1420, un cartel que anunciaba que la casa se vendía, lo que Willow se preguntó no fue cuándo comenzarían los nuevos vecinos las mejoras necesarias en su entorno (los Gilbert, que vivían al otro lado del 1420, pensaban que, para empezar, era imprescindible una valla nueva para el jardín delantero), sino más bien hasta qué punto serían una familia numerosa y si la madre querría intercambiar recetas de cocina con ella.

Y resultó que todos se llevaron una decepción. Porque no sólo no tuvo lugar transformación alguna en el 1420 de Napier Lañe, sino que ninguna familia trasladó sus numerosas pertenencias a aquella vieja casa victoriana. No interpretemos mal las cosas. Sí que hubo mudanza y se transportaron muchos enseres a la casa. Pero en lo referente a la madre, al padre y al montón de niños gritones y contentos que deberían haber acompañado a esos objetos… no hicieron nunca acto de presencia. En su lugar llegó una mujer. Una mujer sola y además, todo hay que decirlo, más bien rara.

Se llamaba Anfisa Telyegin, y era de esas mujeres que hacen que al instante surjan rumores a su alrededor.

En primer lugar había que considerar su aspecto general, que en gran medida podía describirse con una única palabra: gris. Cabello gris, tez gris, dientes grises, ojos y labios grises, y una personalidad igualmente gris. Era muy parecida al humo de las chimeneas en el cielo: está presente, pero no llama la atención. Los jóvenes de Napier Lañe decían de aquella mujer que era lúgubre. Y de ahí no había mucha distancia hasta el menos agradable término de bruja.

Y su comportamiento no ayudaba mucho a mejorar las cosas. Correspondía a los saludos que le dirigían los vecinos con la mínima cortesía. Nunca abría la puerta cuando llamaban al timbre niñas que vendían galletitas, caramelos, revistas o papel de envolver a fin de recaudar fondos para las girl scouts. No mostraba el menor interés por tomar parte en las reuniones matinales que las madres del barrio organizaban los jueves para tomar un café, reuniones que se hacían de forma rotatoria en los domicilios de aquellas madres que no trabajaban fuera de casa. Y, lo que quizás fuese su mayor pecado, no mostraba inclinación alguna por participar ni en una sola de las actividades que los vecinos de Napier Lañe creían a pies juntillas que contribuirían a que el vecindario encabezase la breve lista de lugares que se consideraban modelos de perfección en East Wingate. De manera que aquella mujer rechazó las invitaciones a cenar. Hizo caso omiso de la barbacoa que se organizó para celebrar el Cuatro de Julio. No participó en el coro de villancicos en Navidad. Y en cuanto a utilizar parte de su jardín para la búsqueda del Huevo de Pascua… aquello era una idea impensable.

En realidad seis meses después de que adquiriera el 1420 de Napier Lañe lo único que se sabía de Anfisa Telyegin era lo que la gente había oído decir y lo que habían visto. Lo que se decía era que daba clases nocturnas de ruso y de literatura rusa en la universidad. Y lo que veían era a una mujer de manos artríticas, un caso grave y lamentable de joroba provocada por la edad, carente de interés por la moda, con cierta tendencia a hablar sola y una gran pasión por el jardín.

Por lo menos eso fue lo que pareció al principio, porque en cuanto Anfisa Telyegin quitó el cartel que anunciaba que la casa se vendía del polvoriento solar en que se había convertido el jardín delantero de la misma, comenzó a plantar hiedra inglesa sin dejar de murmurar en voz baja todo el tiempo; a continuación procedió a abonarla, a regarla y a cuidarla hasta que la vegetación creció con una rapidez que no tenía parangón en toda la historia de aquella calle.

La gente tenía la sensación de que la hiedra de Anfisa Telyegin crecía de la noche a la mañana, extendiéndose por la tierra apretada y lanzando zarcillos en todas direcciones. Al cabo de un mes las relucientes hojas de las plantas habían prosperado como perros callejeros salvados de la perrera. Y al cabo de otros cinco meses todo el jardín delantero era un verdadero lago de verdor.

Llegados a ese punto la gente pensó que la mujer emprendería la tarea de arreglar la valla, cuyos tablones estaban torcidos como las piernas de un octogenario. O que repararía las chimeneas, que eran seis y todas ellas se veían llenas de guano y plagadas de aves. O incluso las ventanas, cuyas destartaladas persianas venecianas cubrían los vidrios durante los últimos cincuenta años sin que nadie les hubiera quitado el polvo ni las hubiese arreglado. Pero en vez de cualquiera o todas de esas cosas, Anfisa se dedicó al jardín de la parte de atrás, donde plantó más hiedra. Después colocó sendos setos entre su propiedad y los jardines situados a ambos lados y construyó un gallinero bastante grande al que entraba y del que salía a intervalos regulares por la mañana y por la noche con una cesta colgada del brazo. Cuando entraba la llevaba llena de grano. Cuando salía la cesta se hallaba vacía, o eso les parecía a aquellos que la veían.

– ¿Y qué hará la vieja bruja con tantos huevos? -preguntó Billy Hart, que vivía en la acera de enfrente y solía beber demasiada cerveza.

– Pues yo no he visto ningún huevo -le respondió Leslie Gilbert.

Pero aquello no tenía nada de extraño, claro está, porque Leslie nunca se acercaba a la ventana; rara vez se movía del sofá durante el día, pues los programas de entrevistas de la televisión acaparaban toda su atención. Y tampoco cabía esperar que viese a Anfisa Telyegin de noche. Era imposible hacerlo debido a la oscuridad reinante y a los árboles que la mujer había plantado en los límites de la propiedad, justo un poco más allá del seto, árboles que, al igual que la hiedra, parecían crecer a una velocidad inexplicable.

Pronto los niños de Napier Lañe reaccionaron a las extrañas costumbres de aquella mujer solitaria, y lo hicieron como suelen hacerlo los niños. Los más pequeños cruzaban de acera siempre que pasaban por delante del número 1420. Los mayores se desafiaban unos a otros a entrar en el jardín y a llamar con la mano a la combada puerta mosquitera que había perdido la tela metálica la última fiesta de Difuntos.

Llegados a este punto las cosas habrían podido irse de las manos de no haber cogido el toro por los cuernos la propia Anfisa Telyegin: acudió a la fiesta de la enchilada que se celebró al aire libre el Día de los Veteranos de Napier Lañe. Aunque bien es verdad que no llevó ningún plato a base de chiles, también es cierto que no se presentó con las manos vacías. Y no importaba que Jasmine McKenna encontrase un largo pelo gris enterrado en la ensalada de gelatina de lima con plátanos que fue la aportación que hizo Anfisa al acontecimiento. Era la intención lo que contaba (por lo menos para la madre de Jasmine, ya que no para el resto de los vecinos), y el hecho de que la mujer hubiese llevado gelatina animó a Willow a mirar con ojos compasivos a aquella extraña anciana a partir de entonces.

– Voy a llevarle una hornada de mis maravillosos brownies -le comunicó Willow a su marido una mañana, no mucho después de la fiesta de la enchilada al aire libre del Día de los Veteranos (cuyo concurso culinario, por cierto, había ganado Ava Downey por tercer año consecutivo, cosa que ya empezaba a resultar exasperante)-. Creo que lo que le sucede es, sencillamente, que no sabe cómo tratarnos. Al fin y al cabo es extranjera.

De eso se habían enterado los vecinos por boca de la propia Anfisa en la fiesta de la enchilada. Nacida en Rusia cuando ésta formaba parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la anciana les contó que había pasado su infancia en Moscú y la edad adulta en algún lugar remoto del norte hasta que la Unión Soviética se desmoronó, momento en que había emigrado a América.

– Hmm -murmuró Scott McKenna. Pero en realidad no se había enterado de lo que le había dicho su esposa. Acababa de volver del turno de noche en Tri Optics Incorporated, donde, en calidad de técnico de apoyo para los complicados paquetes de software, se veía obligado a pasarse horas y horas al teléfono hablando con europeos, asiáticos y neozelandeses que llamaban a la línea de ayuda de noche (que para los susodichos era de día) pidiendo una solución inmediata para cualquier desaguisado que sin querer hubieran causado en su sistema operativo.

– Scott, ¿me escuchas? -Le preguntó Willow, sintiéndose como se sentía cada vez que la reacción de su marido carecía del grado apropiado de entrega a la conversación y se convertía en algo aislado que flotaba en el espacio-. Sabes que me pone mala que no me escuches.

Lo dijo en tono más cortante de lo que pretendía, tanto que su hija Jasmine, que en aquel momento removía los cereales para dejarlos bien empapados, como a ella le gustaban, le dijo:

– Oye, mamá. Tranqui.

– ¿Quién le ha enseñado eso? -preguntó Scott McKenna levantando la vista de las páginas financieras del periódico mientras su hijo Max, de cinco años, que siempre era el eco de su hermana, cuando no la sombra, insistía: -Eso, mamá. Tranqui.

Y metía los dedos en la yema del huevo frito que tenía delante.

– Pues seguro que lo ha aprendido de Sierra Gilbert -sugirió Willow.

– No -replicó Jasmine mientras hacía un gesto negativo con la cabeza-. A Sierra Gilbert se lo he enseñado yo.

– Me da igual quién se lo haya enseñado a quién -intervino Scott agitando significativamente el periódico-. No quiero oírte decirle eso a tu madre nunca más, ¿estamos?

– Sólo significa…

– Jasmine.

– Uhh.

La niña les sacó la lengua. Willow se fijó en que Jasmine había vuelto a cortarse el flequillo y dejó escapar un suspiro. Se sentía derrotada por su hija, que tenía un carácter realmente fuerte y se acercaba rápidamente a la adolescencia. Confió en que Blythe o Cooper, la criatura de la que dichosamente se hallaba embarazada, fuera más la clase de crío que a ella le gustaría traer al mundo.

Willow tenía claro que Scott no iba a prestarle demasiada atención, y mucho menos a darle su beneplácito a los planes que ella tenía sobre los maravillosos bizcochos de chocolate, a menos que le explicara con claridad a su marido por qué pensaba que en aquel momento era oportuno llevar a cabo un gesto de buena voluntad hacia la vecina. Así que decidió esperar a que los niños se fueran al colegio para explicárselo. Los acompañó hasta la parada del autobús, situada al final de la calle, y se quedó esperando con ellos, a pesar de las protestas de Jasmine, hasta que las puertas amarillas del vehículo se cerraron tras sus hijos. Después volvió a casa y encontró a su marido preparándose para las cinco horas de sueño que se concedía cada día antes de ponerse a trabajar en el asesoramiento de los seis clientes con los que hasta el momento trabajaba la empresa McKenna Computing Designs. Nueve clientes más y Scott podría marcharse de TriOptics, y entonces tal vez la vida se convirtiese en algo más normal. No más sexo programado entre el momento en que los niños se acostaban y la hora en que Scott se marchaba a trabajar. No más noches interminables allí sola escuchando crujir los tablones del suelo y tratando de convencerse a sí misma de que esos ruidos no eran más que los propios de la casa al asentarse.

Scott se encontraba en el dormitorio, desnudándose. Lo dejó todo tirado en el suelo, y se echó sobre el colchón; luego se volvió de lado y se subió las mantas por encima del hombro para taparse. Estaba justo a punto de dormirse cuando Willow le habló.

– He estado pensando, cariño.

No obtuvo respuesta.

– ¿Scott?

– ¿Hmm?

– He estado pensando en la señorita Telyegin.

O en la señora Telyegin, pensó Willow. Todavía no sabía si la vecina de al lado era casada, soltera, divorciada o viuda. A Willow le daba la impresión de que era soltera, aunque no sabía explicar por qué lo pensaba. Quizás tal suposición tuviera que ver con las costumbres de la mujer, que a medida que pasaban los días y las semanas resultaban más evidentes y extrañas. Lo que más llamaba la atención era que tenía un horario casi por completo nocturno. Pero además de eso había otras cosas raras, como que las persianas venecianas del 1420 estuvieran siempre cerradas para impedir que entrase luz en la casa; o que la señorita Telyegin llevase botas de goma, lloviera o hiciera sol, cada vez que salía de la casa; o que no sólo no recibiese visitas, sino que además nunca fuera a ningún lugar aparte de su trabajo, de donde volvía a su casa cada día exactamente a la misma hora.

– ¿Y dónde comprará la comida? -le había preguntado en una ocasión Ava Downey.

– Pues seguro que se la traen a casa Willow.

– Yo a veces he visto el camión -había confirmado Leslie Gilbert.

– ¿Así que nunca sale de día?

– Nunca lo hace antes del anochecer -les había asegurado Willow.

De modo que la palabra vampiro se añadió a la de bruja, pero sólo los niños se tomaron en serio aquel apelativo. No obstante, todos los demás vecinos empezaron a rehuir de una u otra manera a Anfisa Telyegin, lo cual tuvo la consecuencia de que Willow sintiese más compasión por ella, considerase que el esfuerzo realizado por Anfisa Telyegin el día de la comida de la enchilada era todavía más digno de admiración y le aumentasen los deseos de corresponder.

– Scott, ¿me estás escuchando? -le preguntó a su adormilado marido.

– ¿No podemos hablar más tarde, Will?

– Sólo será un minuto, ya verás. Es que he estado pensando en Anfisa.

Scott se puso boca arriba y colocó los brazos detrás de la cabeza, dejando a la vista lo que a Willow menos le gustaba ver cuando miraba a su esposo: unas axilas tan peludas como la barba de Abraham.

– Vale -dijo Scott sin mostrar en absoluto paciencia marital-. ¿Qué pasa con Anfisa?

Willow se sentó al borde de la cama. Le puso una mano a Scott en el pecho para sentir su corazón. A pesar de la impaciencia que mostraba en aquel momento, su marido era un buen hombre. Tenía un corazón muy grande. Willow se lo había notado por primera vez en el baile del instituto, cuando él le pidió que fuera su pareja y la rescató de entre el grupo de chicas que siempre se quedaban solas. Ahora dependía de que ese corazón se abriera de par en par y aceptase la idea que ella había tenido.

– Ha sido duro tener a tus padres tan lejos, ¿no te parece? -le comentó Willow.

Scott entornó los ojos asaltado por el recelo propio de un hombre que desde la infancia había sufrido continuas comparaciones con su hermano mayor y que con gusto se había llevado a su esposa e hijos a otro estado con tal de poner fin a aquella situación.

– ¿Cómo que ha sido duro?

– Pues que ochocientos kilómetros es mucha distancia -le dijo Willow.

No la suficiente, pensó Scott, para apagar el eco de «tu hermano el cardiólogo» que lo seguía por todas partes.

– Ya sé que quieres estar lejos -continuó explicándole Willow-, pero los niños podrían beneficiarse de sus abuelos si estuviéramos más cerca.

– De estos abuelos no -le aseguró Scott.

Eso era lo que Willow esperaba que dijese su marido. De modo que no fue difícil saltar de allí a la idea que se le había metido en la cabeza. A ella le parecía, le explicó a Scott, que Anfisa Telyegin había tendido una mano amistosa al vecindario al asistir a la comida al aire libre, y por eso ella deseaba corresponder a aquel gesto. Porque en realidad… ¿no sería bonito llegar a conocer a aquella mujer, sobre todo teniendo en cuenta la posibilidad de que se convirtiera en abuela adoptiva de los niños? Ella, Willow, no tenía unos padres cuya sabiduría y experiencia de la vida pudiese ofrecer a Jasmine, a Max y al bebé que esperaba, Blythe o Cooper. Y como, por otra parte, la familia de Scott estaba tan lejos…

– La familia no son únicamente los parientes carnales -señaló Willow-. Leslie es como una tía para los niños. Anfisa podría ser como la abuela. Y, de todos modos, no me gusta nada verla tan sola como está. Como se acercan las vacaciones… No sé. Me parece muy triste.

A Scott le cambió la expresión; ahora mostró el alivio que sentía al ver que Willow no le sugería que se fuesen de nuevo a vivir cerca de sus aborrecibles padres. Su esposa lo apoyaba, aunque no lo comprendiera, en la resolución de no tener que sufrir más las comparaciones con su hermano, que había triunfado en la vida más que él. Y ese apoyo, que él siempre había considerado la mayor cualidad de su esposa, era algo que aceptaba, pero que no se limitaba solamente a él. Willow se preocupaba por la gente. Era uno de los motivos por los que la amaba.

– No creo que ella quiera relacionarse con nosotros, Will -le comentó.

– Pues bien vino a la comida al aire libre. Creo que quiere intentarlo.

Scott sonrió, levantó una mano y le acarició la mejilla a su mujer.

– Tú siempre recogiendo descarriados.

– Sólo si a ti te parece bien.

Scott bostezó.

– Vale. Pero no te hagas ilusiones. Me parece que esa mujer es un enigma.

– Lo que pasa es que necesita que se le ofrezca un poco de amistad, nada más.

Y Willow se puso a la labor aquel mismo día. Hizo una doble hornada de aquellos brownies suyos que estaban buenos a rabiar y luego colocó artísticamente una docena en una fuente de vidrio. Los tapó con esmero con papel de regalo y lo sujetó todo con una vistosa cinta. Con el mismo cuidado que si hubiera tenido en las manos mirra, llevó el obsequio a la casa de al lado, el número 1420.

Era un día frío. No nevaba en aquella parte del país, y aunque los otoños eran por lo general largos y llenos de colorido, a veces también se presentaban helados y grises. Ése era el caso cuando Willow salió a la calle. Aún había escarcha en el bien cuidado césped delantero, sobre la valla impecable, sobre las hojas de color carmesí del ocozol que había al borde de la acera, y un banco de niebla bajaba por la calle con la misma decisión que los gordos buscan comida.

Willow recorrió pisando con cuidado el sendero de ladrillo que llevaba desde la puerta principal de su casa hasta la puerta de la valla; sujetaba contra el pecho los pastelillos como si el hecho de exponerlos al aire fuera a hacerles algún daño. Se estremeció de frío y se preguntó cómo sería el invierno si en un día de otoño hacía ya tanto frío.

Cuando llegó a la parte delantera de la casa de Anfisa tuvo que dejar un momento la fuente de brownies en la acera. A la vieja puerta de tablones de la valla se le había salido una de las bisagras, y en vez de empujarla había que levantarla, empujarla y volverla a bajar. Y no resultaba una maniobra fácil con toda aquella hiedra que rebosaba y se metía en el sendero del jardín delantero.

Al acercarse a la casa se fijó en una cosa que no había advertido antes. La hiedra que tanto prosperaba bajo los cuidados de Anfisa había empezado a enredarse. Subía por los escalones de la entrada y trepaba por el amplio porche de la fachada para acabar enroscándose en la barandilla. Si Anfisa no se decidía a podar pronto aquella planta, la casa acabaría por desaparecer bajo la hiedra.

En el porche, que Willow no había pisado desde que los últimos habitantes del 1420 decidieron abandonar el esfuerzo de restauración y se trasladaron a una urbanización recién construida y sin sabor alguno que quedaba justo a las afueras de la ciudad, vio que Anfisa había hecho otro cambio en la casa aparte de las plantas del jardín. Junto a la puerta principal había un gran cofre de metal en cuya tapa se leía «Reparto de comestibles» en claras letras de molde de color blanco.

Qué raro, pensó Willow. Una cosa era que le llevaran a casa la compra… Ya le gustaría a ella utilizar ese servicio si alguna vez llegaba a soportar la idea de que otra persona eligiese la comida para su familia. Pero otra cosa completamente diferente era que se la dejasen a la puerta, donde podía echarse a perder si no se tenía cuidado.

No obstante, Anfisa Telyegin había llegado a la madura edad de… los años que fueran. Ya era mayorcita para saber lo que hacía, pensó Willow.

Llamó al timbre de la entrada. No le cabía la menor duda de que Anfisa se encontraba en casa y que todavía estaría allí muchas horas. Al fin y al cabo era de día.

Pero nadie respondió. Aunque a Willow le daba la impresión de que había alguien por allí cerca, alguien que escuchaba justo detrás de la puerta. Así que se decidió a llamar a la mujer en voz alta.

– ¿Señorita Telyegin? Soy Willow McKenna. Fue muy agradable verla la otra noche en la comida de enchiladas al aire libre. Le traigo unos brownies. Son mi especialidad. ¿Señorita Telyegin? Soy Willow McKenna. La vecina de al lado. Vivo en Napier Lañe 1410. A su izquierda.

Nada. Willow miró hacia las ventanas y vio que, como siempre, se encontraban cubiertas por las persianas venecianas. Decidió que quizás el timbre no funcionase y golpeó con los nudillos en la puerta verde. Volvió a llamar a la anciana.

– ¿Señorita Telyegin?

Y luego, de repente, empezó a sentirse como una tonta. Comprendió que estaba haciendo el ridículo delante de todo el vecindario.

– Y allí estaba nuestra Willow aporreando la puerta principal de esa mujer -diría Ava Downey mientras se tomaba un gin-tonic aquella tarde.

Y su marido Beau, que siempre volvía a casa de la agencia de la propiedad inmobiliaria donde trabajaba a tiempo para prepararle el cóctel de Beefeater con vermut a su esposa tal como a ella le gustaba, pasaría la información a sus amigos en la partida semanal de póquer, desde donde esos hombres llevarían la noticia a sus esposas hasta que todo el mundo se enterase de lo necesitada que estaba Willow McKenna de establecer relaciones en su pequeño mundo.

Notó que la vergüenza la invadía cada vez más. Decidió dejar allí el obsequio y llamar por teléfono a Anfisa Telyegin para decírselo. Levantó la tapa del baúl de los comestibles y colocó dentro los bizcochos.

Cuando bajaba la pesada tapa notó un ligero roce en la hiedra, a su espalda. No le hizo mucho caso hasta que oyó un correteo, unas pisadas apresuradas en la gastada madera del porche. Entonces se dio la vuelta y lanzó un chillido que apagó tapándose la boca con la mano. Una rata grande de ojos brillantes y cola escamosa la observaba. El roedor se hallaba a menos de un metro del lugar donde ella se encontraba, al borde del porche y a punto de lanzarse a la hiedra para protegerse.

– ¡Oh, Dios mío!

Willow se subió de un salto a la caja de metal sin acordarse de Ava Downey, ni de Beau, ni de la partida de póquer, ni de que podía verla el vecindario. Las ratas la aterraban, no sabría decir por qué. Miró a su alrededor buscando algo con que espantar al animal.

Pero éste se metió entre la hiedra sin que ella hiciese nada. Y mientras aquel cuerpo gris desaparecía, Willow McKenna no dudó un instante en hacer lo mismo. Saltó al suelo desde la caja y se marchó a su casa sin dejar de correr durante todo el camino.


– Te digo que era una rata -insistió Willow.

Leslie Gilbert apartó la mirada del televisor. Había quitado el sonido al llegar Willow, pero no había desviado del todo la atención de la discusión que tenía lugar en la pantalla. «Mi padre ha tenido relaciones sexuales con mi novio», eran las palabras que aparecían impresas en la parte inferior de la pantalla anunciando el tema de aquel día entre los contertulios.

– Sé reconocer perfectamente a una rata cuando la veo -le aseguró Willow.

Leslie cogió un ganchito y se puso a masticarlo con aire pensativo.

– ¿Se lo has dicho a esa mujer?

– La llamé por teléfono inmediatamente. Pero no contestó, y no tiene contestador automático.

– Pues podrías dejarle una nota.

Willow se estremeció.

– No quiero volver a entrar en ese jardín.

– Es toda esa hiedra -comentó Leslie-. Mala cosa, tener una hiedra así.

– A lo mejor no sabe que a las ratas les gusta la hiedra. Quiero decir que en Rusia debe de hacer demasiado frío para que haya ratas, ¿no?

Leslie cogió otro ganchito.

– Las ratas son como las cucarachas, Will -le aseguró-. Para ellas nada es demasiado. -Clavó los ojos en la pantalla del televisor-. Por lo menos ahora sabemos por qué tiene esa caja para los comestibles. Las ratas son capaces de morderlo todo y de entrar en cualquier sitio. Pero no pueden atravesar el acero con los dientes.

Parecía que no quedaba más remedio que escribirle una nota a Anfisa Telyegin. Willow lo hizo con presteza, pero en su opinión no era correcto darle semejante noticia a aquella mujer recluida sin ofrecerle también una solución al problema. De manera que añadió estas palabras: «He hecho algo para ayudarla». Y acto seguido compró una trampa, la untó de manteca de cacahuete a modo de cebo y la puso en el 1420.

A la mañana siguiente a la hora del desayuno le explicó a su marido lo que había hecho, y éste asintió con aire ausente mientras leía el periódico. Willow le dijo:

– Le he puesto nuestro número de teléfono en la nota. Supuse que me llamaría, pero se ve que no se ha decidido. Espero que no piense que la culpo de que haya una rata en su propiedad, que no crea que lo que quiero decir es que eso es un reflejo de su propia persona. Es evidente que no he tenido intención de insultarla.

– Hmm -murmuró Scott mientras sacudía el periódico para colocarlo adecuadamente.

Jasmine intervino:

– ¿Ratas? ¿Ratas? Qué asquerosidad, mami.

Y Max dijo:

– Asquerosidad asquerosa.

Ya que había empezado algo al dejar la trampa en el porche delantero de Anfisa Telyegin, Willow consideraba que era su deber acabarlo. De modo que regresó al 1420 mientras Scott dormía y los niños estaban en el colegio.

Mientras recorría el sendero Willow se sentía mucho más nerviosa que en la primera visita. Estaba convencida de que todos los ruidos o roces que oía entre la hiedra los producía la rata al moverse; seguro que cada sonido lo hacía el roedor al acercarse a ella despacio por detrás dispuesto a saltarle a los tobillos.

Pero sus temores se desvanecieron enseguida. Cuando subió al porche vio que sus esfuerzos por atrapar al bicho habían tenido éxito. La trampa contenía el cuerpo destrozado de la rata. Willow se estremeció al verlo, y apenas se fijó en que el roedor parecía sorprendido de que algo le rompiese el cuello cuando se disponía a desayunar.

Necesitaba que Scott la ayudase. Pero como ya se había imaginado que necesitaría ayuda, Willow había ido preparada. Llevaba consigo una pala y una bolsa de basura con la esperanza de que sus primeros pinitos en el exterminio de alimañas hubieran tenido éxito.

Llamó a la puerta de Anfisa Telyegin para comunicarle lo que estaba haciendo, pero, igual que había sucedido la vez anterior, no obtuvo respuesta. Al darse la vuelta para enfrentarse a la tarea de recoger la rata advirtió que las persianas se movían ligeramente. Llamó de nuevo a la mujer en voz alta.

– ¿Señorita Telyegin? He puesto una trampa para la rata. Ya la he capturado. No tiene que preocuparse.

Y se sintió un poco menospreciada al ver que su vecina no abría la puerta para darle las gracias por la molestia que se había tomado.

Se preparó para afrontar el trabajo que le esperaba, pues nunca le habían gustado los animales muertos, y esta ocasión no era diferente a aquellas otras en que se encontraba pegado a los neumáticos de su coche un animal al que había atropellado en la carretera. Recogió la rata con la pala. Y estaba a punto de depositar el cuerpo rígido en la bolsa de basura cuando oyó un ligero ruido entre las hojas de hiedra que la distrajo; y a continuación oyó otro sonido, el de unos pasos menudos correteando, que reconoció al instante.

Se dio la vuelta. Había dos ratas al borde del porche, ratas con ojos relucientes que arrastraban la cola por el suelo de madera.

Willow McKenna soltó la pala, que cayó al suelo con estruendo. Se marchó precipitadamente hacia la calle.


– ¿Dos más? -Ava Downey parecía dudar de lo que oía. Hizo tintinear el hielo en el vaso, y su esposo Beau interpretó aquello como la señal que era y le sirvió un poco más de gin-tonic-. ¿Cariño, estás segura de que no son imaginaciones tuyas?

– Sé muy bien lo que vi -le aseguró Willow a su vecina-. Se lo he contado a Leslie y ahora te lo digo a ti. He matado a una, pero he visto dos más. Y te juro por Dios que esos bichos sabían lo que hacían.

– Ratas inteligentes, ¿eh? -Comentó Ava Downey-. Señor, qué situación más extraña.

Pronunció la palabra con aquel deje suyo propio del sur. Miss Carolina del Norte había accedido a venir a vivir entre los mortales.

– Es un problema de todo el vecindario -le aseguró Willow-. Las ratas son portadoras de enfermedades. Crían como… bueno, crían mucho…

– Como ratas -puntualizó Beau Downey.

Le entregó la copa a su mujer y se quedó con las señoras en el bien decorado cuarto de estar. Ava era decoradora de interiores por vocación, aunque no se dedicaba profesionalmente a ello, y todo cuanto tocaba se transformaba al instante en un ambiente apropiado para salir publicado en la revista Architectural Digest.

– Muy gracioso, cariño -le dijo Ava a su marido-. Qué cosas. Después de tantos años casados no me había fijado en que tuvieras un ingenio tan agudo.

– Van a infestar todo el barrio -insistió Willow-. He intentado hablar de ello con Anfisa, pero no responde al teléfono. O no se encuentra en casa. Pero hay luces encendidas, así que creo que sí está en casa… Mirad. Tenemos que hacer algo. Hay que pensar en los niños.

Willow no había pensado en los niños hasta aquella misma tarde, después de que Scott se levantase de sus cinco horas diarias de sueño. Ella se encontraba en el huerto que tenía en el jardín, en la parte de atrás de la casa, cogiendo las últimas calabazas de aquel otoño. Al ir a coger una había metido la mano en un montón de excrementos de animal. Retrocedió al sentir el contacto y tiró de la calabaza a toda prisa desenredándola de la planta. La hortaliza tenía marcas de dientes.

Los excrementos y las marcas de dientes le habían hecho darse cuenta de lo que ocurría. Las ratas andaban por allí. Todos los jardines eran vulnerables.

Y los niños jugaban en esos jardines. Las familias celebraban en el jardín las barbacoas de verano. Los adolescentes tomaban el sol allí y los hombres fumaban puros en las cálidas noches de primavera. Aquellos jardines no estaban pensados para compartirlos con los roedores. Las ratas representaban un peligro para la salud de todos.

– El problema no son las ratas -le indicó Beau Downey-. El problema es esa mujer, Willow. Seguro que piensa que tener ratas es normal. Coño, viene de Rusia. ¿Qué se puede esperar?

Lo que Willow esperaba era cierta tranquilidad. Quería tener la seguridad de que sus hijos se hallaban a salvo, de que podría dejar que Blythe o Cooper gateara por el césped sin tener que preocuparse de si había o no ratas por allí, o excrementos de rata.

– Pues avisa a un exterminador -le sugirió Scott.

– O quema una cruz en su jardín -le aconsejó Beau.

Willow llamó a Home Safety Exterminators y en breve se presentó un profesional. Verificó las pruebas en el huerto de Willow y luego hizo una visita a los Gilbert, que vivían al otro lado del número 1420, e hizo lo mismo allí. Esto, por lo menos, consiguió que Leslie se decidiera a levantarse del sofá. Arrastró una escalera de cocina hasta la valla y se asomó al jardín trasero del 1420.

Aparte del sendero que llevaba al gallinero, la hiedra crecía por todas partes, incluso trepaba por los troncos de los árboles, que igualmente crecían muy rápido.

– Esto es un verdadero problema, señora -dijo el hombre de Home Safety Exterminators-. Esa hiedra tiene que desaparecer. Pero primero hay que acabar con las ratas.

– Pues pongámonos a ello -le indicó Willow.

Pero resultó que había un problema. Home Safety Exterminators podía poner trampas a las ratas en la propiedad de losMcKenna. Y podían ponerlas también en el jardín de los Gilbert. Incluso podía ir calle abajo y ocuparse de los Downey, y también cruzar a la otra acera y encargarse de los Hart. Pero les resultaba del todo imposible entrar en un jardín sin permiso, sin haber firmado contrato y sin llegar a un acuerdo con el propietario. Y eso era algo que no ocurriría nunca a menos que alguien se pusiera en contacto con Anfisa Telyegin. Y hasta que llegase ese momento allí no se podía hacer nada.

La única manera de conseguir aquello era esperar a la mujer una noche cuando saliera de su casa para ir a dar clase a la universidad. Willow se nombró a sí misma representante de los vecinos y decidió montar guardia desde la ventana de la cocina, alimentando mientras tanto a su familia a base de comida china y pizzas prefabricadas. Lo estuvo haciendo durante varios días para que no se le pasase el momento en que la rusa se dirigiera a la parada del autobús situada al final de Napier Lañe. Y cuando por fin ocurrió, Willow cogió a toda prisa el abrigo y salió disparada tras la mujer.

La alcanzó delante de la casa de los Downey, que, como siempre, resplandecía de luces navideñas a pesar de que aún estaban en noviembre y ni siquiera había llegado el Día de Acción de Gracias. Bajo el resplandor de Santa Claus y de los renos que se veían en el tejado, Willow le explicó la situación.

Anfisa se encontraba de espaldas a la luz, de modo que Willow no consiguió ver cómo reaccionaba. En realidad no podía verle la cara, pues la mujer iba enfundada en una bufanda que le cubría la cabeza y además llevaba un sombrero de ala ancha. A Willow le parecía bastante razonable suponer que darle la información pertinente era lo único que requería aquella desagradable situación. Pero se llevó una sorpresa.

– No hay ratas en el jardín -le aseguró Anfisa Telyegin con gran dignidad, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias-. Me temo que se equivoca usted, señora McKenna.

– Oh, no -la contradijo Willow-. No me equivoco, señorita Telyegin. Seguro que no. No sólo vi una cuando le llevé a usted los brownies… Por cierto, ¿los recogió usted? Son mi especialidad… Bueno, pues no sólo eso, sino que cuando después puse una trampa, la cacé. Y a continuación vi dos más. Y luego, cuando encontré los excrementos en mi jardín, llamé al exterminador, que anduvo mirando por allí…

– Pues ya lo ve -le dijo Anfisa-. El problema está en su jardín, no en el mío.

– Pero…

– Ahora tengo que irme.

Y Anfisa se marchó sin darle tiempo a Willow de arreglar nada.

Cuando Willow le contó lo sucedido a Scott, éste decidió que lo que se imponía era celebrar un consejo de guerra entre el vecindario, lo que era una manera de llamar a las noches de póquer en las que no se jugaba al póquer y a las que se invitaba a las mujeres. Willow estaba muy nerviosa por lo que pudiera ocurrir una vez que todo el vecindario se involucrase en el problema. A ella no le gustaban los líos. Pero al mismo tiempo deseaba que sus hijos se encontrasen a salvo de plagas como aquélla. Se pasó la mayor parte de la reunión mordiéndose las uñas llena de ansiedad.

La postura que tomó cada cual ante la situación fue una muestra de las distintas caras del prisma que es la naturaleza humana, pues todos adoptaron una postura distinta. Scott quería seguir el camino legal, cosa acorde con su personalidad, que lo hacía comportarse siempre conforme a las normas. Quería empezar por avisar al departamento de sanidad, llamar a la policía si lo primero no daba resultado, y si no recurrir a un abogado. Pero a Owen Gilbert aquella idea no le hacía la más mínima gracia. Le caía mal Anfisa Telyegin por motivos que tenían más que ver con la negativa de ésta a que él le hiciera la declaración de la renta que con los roedores que le infestaban la propiedad, y lo que deseaba era llamar al FBI y a Hacienda y que ellos se las entendieran con la mujer. Seguro que andaba metida en algún asunto turbio. Todo era posible, desde la evasión de impuestos hasta el espionaje. La mención de Hacienda hizo que a Beau Downey le viniese a la cabeza el Servicio Internacional de Noticias, cosa que fue más que suficiente para enfurecerlo. Era de esa clase de personas que piensan que los inmigrantes son la ruina de América y que, ya que el sistema legal y el gobierno no pensaban hacer nada en absoluto por mantener cerradas las fronteras a las hordas invasoras, por lo menos ellos, los allí reunidos, deberían ocuparse de cerrarles el barrio.

– Que se entere esa mujer que aquí no es bien recibida -les dijo.

Ante lo cual Ava puso los ojos en blanco. Ella nunca había mantenido en secreto que consideraba a Beau apto para prepararle las copas y para satisfacer sus necesidades sexuales, pero para pocas cosas más.

– ¿Y cómo sugieres que hagamos eso, cariño? -le preguntó a su esposo-. ¿Pintando una cruz gamada en la puerta principal de la casa, a lo mejor?

– Coño, lo que hace falta es que en esa casa se instale una familia -opinó Billy Hart mientras se bebía de un trago la cerveza. Era la séptima que se tomaba, y su mujer las había estado contando, igual que Willow, quien se preguntaba por qué diablos Rose no le impedía a su marido que se pusiera en ridículo en público en vez de quedarse allí sentada con aquella expresión de sufrimiento en la cara-. Necesitamos que venga una pareja de nuestra edad, gente con niños, tal vez con una hija quinceañera… que tenga unas tetas decentes.

Sonrió y le dirigió una mirada a Willow que a ésta no le gustó. Ella normalmente tenía los pechos pequeños, del tamaño de tazas de té, pero ahora, debido al embarazo, le habían aumentado mucho. Billy Hart clavó en ellos la mirada y luego le guiñó un ojo a Willow.

Con tantas opiniones distintas, ¿a alguien puede extrañarle que no se llegase a ningún acuerdo? Lo único que ocurrió fue que las pasiones se enardecieron. Y Willow se sintió responsable de haber provocado aquello.

Pensó que quizás hubiera otro modo de resolver la situación. Pero aunque se devanó los sesos intentándolo en los días que siguieron, no fue capaz de dar con ningún enfoque nuevo para atajar el problema.

Cuando por error entregaron una carta en su casa a Willow se le ocurrió lo que le parecía un plan de acción factible. Porque metido entre una colección de catálogos y recibos había un sobre dirigido a Anfisa Telyegin desde una dirección de Port Terryton, un pueblo pequeño junto al río Weldy situado a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Napier Lañe. Quizás alguna persona del vecindario donde había vivido antes Anfisa pudiera ayudar a sus actuales vecinos enseñándoles cuál era la mejor manera de acercarse a ella.

Así que una fría mañana, cuando los niños ya se habían ido al colegio y Scott se había metido en la cama para disfrutar de sus bien ganadas cinco horas de sueño, Willow sacó el mapa de carreteras del estado y trazó una ruta por la que pudiese llegar a Port Terryton antes de mediodía. Leslie Gilbert también fue con ella, a pesar de tener que perderse su dosis diaria de aberraciones en la televisión.

Ambas habían oído hablar de Port Terryton. Era una aldea pintoresca de unos trescientos años de antigüedad situada en medio de un bosque de vegetación antigua, toda ella de hoja caduca, que se alzaba a orillas del río Weldy. Había mucho dinero en Port Terryton. Dinero antiguo, dinero nuevo, dinero del mercado de valores, dinero de dotes, dinero heredado. Mansiones construidas en los siglos XVIII y XIX servían para exhibir una riqueza desorbitada.

En el pueblo también había otras zonas de menos categoría, calles con casitas agradables donde vivían los que servían y los más humildes. Leslie y Willow encontraron la antigua residencia de Anfisa en una de esas zonas: un encantador edificio cuidadosamente pintado de blanco al que un arce con hojas de color cobre proporcionaba sombra. El césped de la parte delantera estaba bien cortado y había arriates de flores con un aluvión de pensamientos plantados.

– ¿Qué es lo que queremos averiguar exactamente? -le preguntó Leslie mientras Willow echaba el coche a un lado y se detenía junto al bordillo.

Había llevado consigo una caja de rosquillas cubiertas de azúcar escarchada, y durante buena parte del viaje se había ido dando un hartón. Mientras hacía la pregunta se chupaba los dedos y se inclinaba para mirar por la ventanilla del coche la antigua casa de Anfisa.

– No lo sé -respondió Willow-. Algo que pueda servirnos de ayuda.

– Creo que la idea de Owen era la mejor -comentó Leslie con lealtad hacia su marido-. Era mejor llamar a los federales y entregarles a esa mujer.

– Tiene que haber algo menos… bueno, menos brutal que eso. No queremos arruinarle la vida.

– Oye, que estamos hablando de un jardín lleno de ratas -le recordó Leslie-. De unas ratas que ella niega que existan.

– Ya lo sé, pero puede que haya un motivo por el cual esa mujer no se ha enterado de que están allí. Tenemos que ayudarla a afrontarlo.

Leslie resopló y dijo:

– Como tú digas, mona.

Habían ido a Port Terryton sin saber bien qué harían una vez llegasen allí. Pero como tenían un aspecto bastante inofensivo (una de ellas con un embarazo que empezaba a notarse y la otra con la cara lo bastante beatífica como para inspirar confianza), decidieron llamar a unas cuantas puertas. La tercera donde probaron suerte fue la que les proporcionó la explicación que andaban buscando. Sin embargo, Willow habría preferido no enterarse, pues no le gustó lo que oyó.

Barbie Townsend, que vivía justo enfrente de la antigua casa de Anfisa Telyegin, les ofreció té con limón, galletas con trozos de chocolate y una gran cantidad de información. Barbie incluso había hecho un álbum de recortes sobre el Asunto de la Señora de las Ratas, como había dado en llamarlo el periódico de Port Terryton.


En el viaje de vuelta a casa, Leslie y Willow apenas hablaron. Habían pensado comer en Port Terryton, pero ninguna de las dos tenía apetito después de hablar con Barbie Townsend. Ambas deseaban llegar cuanto antes a Napier Lañe para informar a sus esposos de lo que habían averiguado. Eran los maridos, al fin y al cabo, los que debían resolver una situación como aquélla. ¿Para qué estaban, si no? Se suponía que los protectores eran ellos. Las mujeres se ocupaban de la intendencia. Así era como funcionaban las cosas.

– Había ratas por todas partes -le comunicó Willow a su marido interrumpiéndole en mitad de una conversación telefónica con un posible cliente-. Scott, hasta publicaron fotografías en los periódicos.

– Ratas -le informó Leslie a Owen, su marido. Había ido directamente al despacho de éste y había entrado a la carga, arrastrando el chal de cachemir tras de sí como si se tratase de un manto protector del que no pudiera prescindir-. El jardín estaba completamente plagado. Había plantado hiedra. Exactamente igual que aquí. El departamento de sanidad, la policía, los tribunales… todos tuvieron que tomar cartas en el asunto… los vecinos la demandaron, Owen.

– Tardaron cinco años -le explicó Willow a Scott-. Cinco años, Dios mío. Dentro de cinco años Jasmine tendrá doce. Y Max diez. Y también tendremos a Blythe o a Cooper. Y probablemente otros dos niños más. A lo mejor tres. Y si para entonces no hemos resuelto este problema…

Se echó a llorar del miedo que le entraba al pensar en lo que pudiera sucederles a sus hijos.

– Les costó una fortuna en abogados -le dijo Leslie a Owen-. Porque cada vez que el juez le decía que hiciera algo, esa mujer les ponía un pleito a su vez o interponía un recurso. O apelaba. Nosotros no tenemos tanto dinero como la gente de Port Terryton. ¿Qué vamos a hacer?

– Yo creo que esa mujer está enferma -le sugirió Willow a Scott-. Estoy convencida de ello y no quiero hacerle daño. Pero aun así, hay que hacerle ver… Pero… ¿cómo vamos a hacérselo ver si, para empezar, Anfisa ni siquiera admite que exista el problema? ¿Cómo?

Willow pretendía ir por el camino de la salud mental. Mientras los hombres de Napier Lañe se reunían cada noche para forjar un plan de acción que se encargara de resolver el problema con rapidez, Willow hizo algunas investigaciones en Internet.

Lo que averiguó hizo que se compadeciera de la rusa, pues comprendió que no era la única responsable de la plaga de ratas que infestaba su propiedad.

– Lee esto -le pidió Willow a su marido-. Lo que tiene esa mujer es una enfermedad, Scott. Es un trastorno mental. Es como… ¿Sabes cuando la gente tiene demasiados gatos? Se les puede quitar todos los gatos, pero no se resuelve el problema mental, pues ellos van y consiguen más gatos.

– ¿Me estás diciendo que colecciona ratas? -Le preguntó Scott-. No me lo creo, Willow. Si quieres optar por el punto de vista psicológico, llamemos a esto por su nombre: se trata de rechazo. Esa mujer no admite que tiene ratas por las connotaciones que llevan consigo esos animales.

Los hombres se mostraron de acuerdo con Scott, sobre todo Beau Downey, quien señaló que, como extranjera (o estranjera, como él lo pronunciaba), lo más seguro era que Anfisa Telyegin no tuviese la menor idea de lo que es la higiene, ni personal ni de ningún otro tipo. Dios sabe cómo estaría su casa por dentro. ¿Algún vecino había tenido oportunidad de verla? ¿No? Bien, pues no tenía más que decir, sobraban los comentarios. Lo que había que hacer era provocar un pequeño accidente en el 1420. Un incendio, por ejemplo, causado por un cable en mal estado o por un escape de gas justo al lado de la casa.

Scott no quiso ni oír hablar de ello y Owen Gilbert empezó a hacer ruidos para distanciarse de toda aquella situación. Rose Hart, que vivía en la acera de enfrente y no le había prestado tanta atención a aquel problema como los demás, hizo notar que en realidad no sabían cuántas ratas había, así que a lo mejor se estaban alborotando demasiado por lo que tal vez no fuera más que una situación de lo más simple.

– Willow sólo ha visto tres, la que atrapó y otras dos. Puede que nos estemos irritando demasiado. Tal vez sea un problema más sencillo de lo que creemos.

– Pero no hay que olvidar lo de Port Terryton… Y aquello sí que fue una verdadera plaga -les recordó Willow retorciéndose las manos-. Y aunque tan sólo haya una pareja de ratas más, si no las eliminarnos cuanto antes pronto nos encontraremos con que se han convertido en veinte. No podemos cerrar los ojos ante eso. ¿No te parece, Scott? Díselo tú…

Varias mujeres intercambiaron miradas de complicidad. Willow McKenna nunca había sido capaz de hacerse valer por sí sola, como resultaba evidente.

Quién lo hubiera dicho, pero fue Ava Downey la que ofreció una posible solución.

– Si, como tú sugieres, esa mujer se niega a reconocer los hechos, querido Scott, ¿por qué sencillamente no nos decidimos a hacer algo para convertir en realidad ese mundo suyo de fantasía? -le preguntó Ava.

– ¿Como qué? -le preguntó Leslie Gilbert.

No le caía demasiado bien Ava, pues consideraba que andaba siempre detrás de los maridos de las demás, y en general evitaba hablar con ella. Pero las circunstancias actuales eran lo bastante calamitosas como para que se mostrara dispuesta a dejar a un lado la aversión que sentía por ella y escuchar cualquier cosa que tuviese visos de resolver el problema con rapidez. Al fin y al cabo, aquella misma mañana, cuando había intentado poner el coche en marcha, no había podido hacerlo porque aquellas alimañas habían roído los cables del motor.

– Pues librémosla nosotros de esos animales, si ella no quiere hacerlo -les indicó Ava-. Sean dos, tres o veinte. Deshagámonos de ellas.

Billy Hart se tragó de golpe la que era su novena cerveza de la noche y señaló que ningún exterminador aceptaría aquel trabajo, ni siquiera aunque los vecinos pagasen la cuenta, si Anfisa Telyegin no quería colaborar. Owen se mostró de acuerdo, y también lo hicieron Scott y Beau. ¿Acaso Ava no se acordaba de lo que el empleado de Home Safety Exterminators les había dicho a Leslie y a Willow?

– Claro que me acuerdo -reconoció Ava-. Pero lo que yo sugiero es que hagamos el trabajo nosotros mismos.

– Pero es que se trata de la propiedad de ella -le recordó Scott.

– Pero nena, esa mujer podría avisar a la policía y hacer que nos detuvieran si nos dedicamos a poner trampas en su jardín -añadió Beau Downey.

– Entonces tendremos que hacerlo cuando ella no se encuentre en casa.

– Pero verá las trampas -comentó Willow-. Verá las ratas muertas en las trampas. Sabrá…

– Veo que no me entiendes, cariño -la interrumpió Ava con una voz que era un ronroneo-. Yo nunca he dicho que pongamos trampas.


Todos los que vivían cerca del 1420 conocían las costumbres de los demás vecinos: a qué hora Billy Hart salía tambaleante a buscar el periódico, por ejemplo, o cuánto tiempo tenía en marcha Beau Downey el motor de su SUV antes de salir disparado hacia el trabajo cada día. Todo eso formaba parte de la relación social, de estar en términos amistosos los unos con los otros. Así que nadie se sintió obligado a hacer comentario alguno sobre el hecho de que Willow McKenna pudiese decir con exactitud, al minuto, a qué hora Anfisa Telyegin se iba a trabajar a la universidad cada tarde y a qué hora volvía a casa.

El plan era muy simple: después de que Owen Gilbert hubiera conseguido calzado apropiado para todos, pues ninguno de aquellos hombres querría pisar la hiedra con el calzado habitual, ya que podría estar plagada de ratas, entrarían en acción. Ocho Camineros, como se bautizaron a sí mismos, formarían una línea hombro con hombro e irían avanzando despacio por el jardín delantero, todo cubierto de hiedra, con las gruesas botas de caucho puestas. Y los Liquidadores harían su trabajo armados con bates, palas y cualquier otra cosa que sirviese para eliminar a aquellas desagradables alimañas.

– A mí me parece que va a ser la única manera -señaló Ava Downey.

Porque aunque nadie quería que Anfisa Telyegin hallase su propiedad llena de ratas muertas en las trampas, tampoco nadie deseaba encontrarse su propio jardín lleno de alimañas, y era posible que aquellos animales se refugiasen allí antes de sucumbir al veneno. Algo impulsa a las ratas a arrastrarse para morir hasta un lugar diferente a aquel donde ingieren el veneno, si es que ése era el camino, el del veneno, que decidían seguir los vecinos.

De manera que un combate cuerpo a cuerpo con los roedores parecía ser la única solución. Y como expresó Ava Downey a su inimitable manera:

– No creo que a vosotros, que sois unos hombres fuertes y valientes, os importe mancharos las manos con un poco de sangre… sobre todo por una causa tan buena como ésta.

¿Qué iban a decir los hombres ante semejante desafío a su masculinidad? Algunos se removieron en el sitio y alguien murmuró:

– No sé yo.

Pero Ava replicó:

– Pues no se me ocurre ninguna otra manera de hacerlo. Claro que siempre estoy dispuesta a escuchar cualquier sugerencia que se haga.

Pero no hubo más sugerencias. De manera que se fijó una fecha. Y todos empezaron a prepararse.


Tres noches después reunieron a todos los niños en casa de los Hart para quitarlos de en medio y evitarles ver lo que iba a ocurrir en el 1420. Nadie quería que sus retoños vieran ni oyeran la matanza que habían planeado. Los niños son muy sensibles a estas cosas, les explicaron las mujeres a sus maridos tras una reunión celebrada aquella mañana en la que habían llegado al acuerdo por unanimidad. Cuanto menos supieran de lo que sus padres iban a hacer, mejor para todos, aseguraron. Nada de malos recuerdos ni de pesadillas.

Aquellos hombres a quienes no les gustaba la sangre, la violencia ni la muerte se aferraron a dos ideas para justificar su participación. En primer lugar tuvieron en cuenta la salud y la seguridad de sus hijos. Y en segundo lugar consideraron el bien común. Algunos se recordaron a sí mismos que un jardín lleno de ratas no quedaría nada bien en el Correo de Wingate, que no ayudaría a que Napier Lañe lograse el estatus de Lugar Perfecto para Vivir. Otros no hacían más que repetirse a sí mismos que sólo se trataba de dos ratas. ¿Dos ratas y casi veinte hombres? Bueno, así ya podrían.

Treinta minutos después de que Anfisa Telyegin saliera de casa y se encaminara hacia la parada del autobús para hacer el trayecto hasta la universidad y dar sus clases de literatura, los hombres entraron en acción protegidos por la oscuridad. Y mucho fue el alivio de los menos valientes al ver que los Camineros sólo lograban empujar hacia los Liquidadores cuatro ratas. Beau Downey pertenecía a este último grupo y se alegró de despachar él solo a las cuatro ratas mientras gritaba:

– ¡Enfocad por aquí! ¡Dadles un susto de muerte!

Y al mismo tiempo iba persiguiendo uno tras otro a los roedores.

Más tarde, desde luego, se comentaría que quizás había experimentado demasiado placer en aquel proceso. Pero ahora no dejaba de decir que había que «enganchar a esas cabronas», y lanzó un grito triunfal cuando su bate entró en contacto con la rata número cuatro.

Y él fue, además, quien apuntó que había que encargarse también del jardín trasero. De modo que llevaron a cabo allí el mismo proceso, con el resultado neto de cinco cadáveres peludos más, cinco cuerpos más en la bolsa de basura.

– Nueve ratas, no está mal -comentó Owen Gilbert con el alivio de alguien que se había cerciorado por anticipado de estar entre los Camineros, y en consecuencia se había librado de verter sangre inocente.

– Pues a mí me parece que tiene que haber más -había señalado Billy Hart- Seguro, si tenemos en cuenta los excrementos que hay en el jardín de los McKenna y los cables del coche de Leslie, que estaban roídos. No creo que nos las hayamos cargado a todas. ¿Quién está a favor de meterse debajo de la casa? Tengo un par de bombas de humo.

De modo que hicieron estallar las bombas de humo y tres ratas más siguieron el mismo destino que sus compañeras. Pero una cuarta se escapó a pesar de los esfuerzos de Beau y salió disparada hacia el gallinero de Anfisa.

– ¡Atrapadla! -gritó alguien.

Pero nadie se movió con suficiente rapidez.

El animal se escabulló por debajo del cobertizo y se perdió de vista.

Lo que resultaba raro era que las gallinas no se percataran de la presencia de la rata que se había colado entre ellas. No se oyó dentro del gallinero ni un solo aleteo, ni tampoco cacareos de protesta. Era como si hubieran drogado a las gallinas o, lo que era todavía peor presagio, como si las ratas se las hubieran comido a todas.

Estaba claro que alguien iba a tener que ir a ver si era esto último lo que había ocurrido. Pero nadie tenía prisa para comprobarlo. Los hombres avanzaron hacia el gallinero con recelo, y los que llevaban linternas se vieron incapaces de alumbrar el pequeño edificio con mano firme.

– Coge esa puerta y ábrela de una vez, Owen -le pidió uno de los hombres-. Agarremos a esa última hija de puta y larguémonos de aquí.

Owen titubeó, pues no se hallaba precisamente ansioso por enfrentarse a la escena de varias docenas de cadáveres de gallinas mutiladas. Y parecía muy probable que fuera eso lo que se iban a encontrar, numerosos cadáveres de gallinas, pues ni siquiera al acercarse los hombres se oyó sonido alguno procedente del interior del gallinero.

– Coño -exclamó Beau Downey lleno de asco al ver que Owen no se movía.

Avanzó lleno de decisión hasta adelantarle y tiró él mismo de la puerta para abrirla, tras lo cual arrojó dentro la bomba de humo.

Y entonces fue cuando ocurrió.

Por la abertura comenzó a salir un verdadero río de ratas. Salían por docenas. Ratas por centenares. Ratas pequeñas. Ratas grandes. Ratas obviamente muy bien alimentadas. Salieron como locas del gallinero y se alejaron corriendo en todas direcciones. Los hombres daban palos con los bates y las palas a diestro y siniestro. Se oía el crujir de huesos. Las ratas chillaban y daban saltos. La sangre brotaba a chorros y volaba por los aires. La luz de las linternas captaban la masacre en algo parecido a charcos de luz. Los hombres no hablaban. Sólo emitían gruñidos mientras iban eliminando una rata tras otra. Era como una batalla primitiva por la posesión del territorio librada por dos especies de las cuales sólo una habría de sobrevivir.

Al final el jardín de Anfisa Telyegin se hallaba repleto de sangre, huesos y cadáveres del enemigo. Cualquier rata que hubiera escapado se habría dirigido al jardín de los McKenna o al de los Gilbert, y allí se encargarían de ellas los profesionales. En cuanto al territorio que aquellas pocas ratas habían dejado atrás en la huida… era como el escenario de una catástrofe. No era un lugar que pudiera limpiarse con rapidez ni, desde luego, que pudiera olvidarse pronto.

Pero los hombres habían prometido a sus esposas que harían el trabajo sin dejar rastro, así que hicieron todo lo que pudieron; rastrillaron los peludos y maltrechos cuerpos y limpiaron con agua la hiedra y el exterior del gallinero para borrar la sangre. Al hacerlo descubrieron que, para empezar, nunca había habido gallinas en el gallinero; y lo que eso implicaba teniendo en cuenta el hecho de que Anfisa había llevado grano a diario al gallinero… En realidad se dieron cuenta de lo que eso decía de la propia Anfisa Telyegin…

Fue Billy Hart quien opinó:

– Está chiflada.

Y Beau Downey quien sugirió:

– Tenemos que hacer que esa mujer se vaya del vecindario.

Pero antes de que ninguno de aquellos comentarios se pudiera someter a debate, la desvencijada puerta de la valla del 1420 se abrió y la propia Anfisa entró en el jardín.

En el plan no se había podido prever la contingencia de que aquella noche los exámenes de mitad de trimestre hicieran que la clase acabara antes de lo habitual. Y tampoco lo habían madurado lo suficiente para calcular los efectos que ocho hombres pisoteando el jardín iban a producir en las plantas. Así que Anfisa Telyegin echó una ojeada al estropicio causado en su terreno, suficientemente iluminado por la farola de la calle que había delante de su casa, y soltó un grito de horror que pudo oírse hasta en la parada del autobús.

Gritó no tanto porque amase la hiedra y lamentase la exfoliación causada por ocho pares de pies calzados con botas. Más bien gritó porque intuía lo que significaba la hiedra pisoteada.

– ¡Dios mío! -gimió-. ¡No! ¡Dios mío!

No había manera de salir del jardín si no era por la parte delantera, de modo que los hombres fueron pasando uno a uno. Hallaron a Anfisa arrodillada en medio de la hiedra pisoteada, apretándose el cuerpo con los brazos y meciéndose de un lado a otro.

– ¡No, no! -exclamó. Y se echó a llorar-. ¡No comprenden lo que han hecho!

Los hombres no estaban preparados para afrontar aquello. Matar a palos a las ratas, sí, eso entraba dentro de sus capacidades. Pero ofrecer consuelo a una desconocida cuyo sufrimiento no tenía sentido para ellos… eso era otra cuestión completamente distinta. Por Dios, pero si le habían hecho un favor a aquella loca, ¿no? Dios mío. Y habían pisoteado un poco de hiedra al hacer el trabajo. Pero bueno, la hiedra crecía como las malas hierbas, sobre todo en aquel jardín. Seguro que todo habría vuelto a la normalidad en un mes.

– Voy a buscar a Willow -dijo Scott.

– Pues… bueno, iré a ver a Leslie -masculló entre dientes Owen Gilbert.

Los demás se dispersaron con tanta rapidez como pudieron, con ese mismo aire furtivo que tienen los niños que se lo han pasado demasiado bien haciendo algo por lo que pronto recibirán el castigo apropiado.

Willow y Leslie acudieron corriendo a toda velocidad desde la casa de Rose Hart. Encontraron a Anfisa llorando y meciéndose adelante y atrás mientras se golpeaba sin parar el pecho con los puños.

– ¿Puedes hacer que entre en la casa? -le preguntó Scott McKenna a su esposa.

Owen Gilbert le dijo a Leslie:

– Caray, hazle ver que lo que hemos estropeado no es más que hiedra, Les. Volverá a crecer. Y esto había que hacerlo.

Willow, para quien la empatía hacia los demás era en realidad una especie de maldición, reprimió sus propias emociones al ver la tremenda angustia de la rusa. No esperaba sentir otra cosa que no fuese alivio ante la eliminación de las ratas, así que los sentimientos de culpa y de pena que experimentaba ahora hacían que estuviera muy confusa y que la visión se le empañase a causa de las lágrimas. Se aclaró la garganta y le dijo a Leslie:

– ¿Haces el favor…? -Y a continuación se inclinó para coger del brazo a Anfisa. Luego añadió, dirigiéndose a ésta-: No se preocupe, señorita Telyegin. Ya verá como todo se arregla. ¿Quiere hacer el favor de entrar en casa? ¿Permite que le hagamos un poco de té?

Con la ayuda de Leslie levantaron a Anfisa Telyegin, y mientras el resto de las mujeres del vecindario se reunían en el jardín delantero de Rose Hart, Willow y Leslie subieron los escalones de la entrada del número 1420 y ayudaron a Anfisa a abrir la puerta.

Scott entró tras ellas. Después de lo que había visto en el gallinero no estaba dispuesto a permitir que su esposa hiciese acto de presencia en aquella casa sin él. Sólo Dios sabía lo que se podrían encontrar dentro. Pero su imaginación le había jugado una mala pasada. Porque dentro de la casa de Anfisa Telyegin no había nada fuera de su lugar. Al ver que era así Scott se sintió avergonzado de sus suposiciones, y tras excusarse dejó a Willow y a Leslie para que consolasen a Anfisa como pudieran. Leslie puso agua a hervir. Willow buscó las tazas y el té. Y Anfisa se sentó a la mesa de la cocina mientras el llanto la hacía estremecerse.

– Perdonadme. Por favor, perdonad.

– Venga, señorita Telyegin -la consoló Willow en voz baja-. Estas cosas suceden a veces. De modo que no hay nada que perdonar.

– Es que vosotras confiasteis en mí -insistió Anfisa llorando-. Siento mucho lo que he hecho. Venderé la casa. Me iré de aquí. Encontraré…

– No hay necesidad de eso -le aseguró Willow-. No queremos que se vaya usted. Sólo pretendemos que se encuentre a salvo en su propiedad, que esté segura. Todos deseamos sentirnos tranquilos.

– Lo que os he hecho, no una sino dos veces -dijo Anfisa llorosa-. No tengo perdón.

Fue al oír aquello de «sino dos veces» cuando Leslie Gilbert, llena de intranquilidad, cayó en la cuenta de que la rusa y Willow McKenna hablaban de cosas distintas.

– Oye, Will -la avisó.

Y lo hizo en tono amonestador.

– Mis queridísimas amiguitas. Todas habéis muerto -dijo Anfisa al mismo tiempo.

Y entonces fue cuando Willow notó que un escalofrío le recorría el cuerpo y por fin comprendió lo que ocurría en realidad.

Miró a Leslie.

– ¿Se refiere a…?

– Sí, Will. Me parece que sí.


Hasta dos semanas después, cuando Anfisa Telyegin puso un cartel delante de su casa de Napier Lañe anunciando que la ponía a la venta, Willow McKenna no logró que aquella mujer le contase la historia completa. Willow había ido al 1420 para llevar una fuente de galletas de Navidad como ofrenda de paz. Y a diferencia de la vez anterior, cuando había llevado los brownies, en esta ocasión Anfisa sí le abrió la puerta. Le indicó a Willow que entrase con un movimiento de cabeza. La condujo a la cocina y le ofreció una taza de té. Parecía que dos semanas habían sido tiempo suficiente no sólo para que la anciana se calmase, sino también para que decidiese que Willow podía asomarse, al menos parcialmente, a su mundo.

– Veinte años -le confió mientras se sentaban a la mesa-. Yo no deseaba convertirme en lo que ellos querían que fuese, pero tampoco quise callarme. Así que me desterraron. Primero a Lubyanka, ¿sabe dónde está eso? Allí mandaba la KGB. Un sitio espantoso. Y de allí a Siberia.

Willow le preguntó en voz baja:

– ¿A la cárcel? ¿Ha estado usted en la cárcel?

– En comparación la cárcel habría sido un lugar agradable. Aquello era un campo de concentración. Oh, sí, ya he oído a algunos compatriotas de usted reírse de ese sitio, de Siberia. Para ellos es motivo de chiste… eso de las minas de sal de Siberia. Ya lo he oído. Pero estar allí… es otra cosa. Sin nadie. Año tras año. Darse cuenta de que se olvidan de una porque el amante que tenía era la voz importante, la que contaba, que hasta que él murió no había sido más que una compañera que lo ayudaba y a la que nunca nadie tomó en serio. Pero las autoridades sí se fijaron. Fue una época terrible.

– ¿Usted era…?

– ¿Cómo lo llamaban? -Willow hizo memoria-. ¿Una disidente?

– Era una voz que a ellos no les gustaba. Una voz que no quería callarse. Una voz que enseñaba y escribía hasta que fueron a buscarla. Y entonces vino lo de Lubyanka. Y después lo de Siberia. Y allí, en aquella celda, fue cuando se me empezaron a acercar las pequeñas. Al principio me daban miedo. Y asco. Traían enfermedades. Así que las espantaba. Pero seguían viniendo. Venían y me miraban. Y entonces comprendí. Ellas querían muy poca cosa, y también tenían miedo. Así que empecé a darles miguitas. Un poco de pan. Algún trocito de carne cuando podía. Y ellas se quedaron conmigo y nunca más me sentí sola.

– Las ratas… -Willow trató de que no se le notase en la voz la aversión que sentía por aquellos animales-. Las ratas eran sus amigas.

– Y lo siguen siendo hasta el día de hoy.

– Pero señorita Telyegin, usted es una mujer culta -le dijo Willow-. Ha leído mucho. Ha estudiado. Seguro que ya sabe usted que las ratas traen enfermedades.

– Se portaron muy bien conmigo.

– Sí. Comprendo que usted lo crea así. Pero eso fue entonces, cuando estaba en la cárcel y se sentía desesperada. Ahora ya no necesita a las ratas. Deje que las personas ocupen el lugar de esos animales.

Anfisa agachó la cabeza.

– Pero es que han invadido mi propiedad y han asesinado a las ratas -le recordó a Willow-. Y hay cosas que no pueden olvidarse jamás.

– Pero pueden perdonarse. Y nadie quiere que se vaya usted. Sabemos… yo sé que ya tuvo usted que dejar su casa en otra ocasión con anterioridad. En Port Terryton. Estoy al corriente de lo que pasó allí. La policía, los pleitos, los tribunales… Señorita Telyegin, tiene que comprender que si se va de aquí para empezar de nuevo, si vuelve a consentir que las ratas vivan en su propiedad… ¿No ve que no hará más que provocar que le suceda lo mismo otra vez? Nadie va a permitirle que anteponga usted las ratas a las personas.

– Le prometo que no volveré a hacerlo -le aseguró Anfisa-. Pero no puedo quedarme aquí después de lo sucedido. No después de lo que ha pasado.


– Tanto mejor, querida -comentó Ava Downey hablando por encima del gin-tonic.

Habían transcurrido ocho meses desde la Noche de las Ratas, y Anfisa Telyegin ya se había marchado. El vecindario había vuelto a la normalidad y el 1420 lo ocupaba una familia apellidada Houston. El marido era abogado y la esposa pediatra, y tenían una au pair danesa para cuidar a dos niños bien limpios de ocho y diez años que vestían el uniforme de un colegio privado y que cuando iban y volvían llevaban los libros metidos en pulcras carteras de colegial. Por fin sucedía lo que los habitantes del lugar habían deseado durante tanto tiempo.

A lo largo de varias semanas los pintores habían trabajado con las brochas, los empapeladores habían transportado rollos al interior de la casa, los carpinteros habían lijado y teñido la madera, se habían colgado cortinas en las ventanas… El gallinero se lo habían llevado para quemarlo, habían puesto una valla nueva y habían plantado césped y parterres de flores en la parte delantera del jardín, mientras que en la parte de atrás habían hecho un huerto. Y seis meses después el Correo de Wingate había designado por fin Napier Lañe como el lugar perfecto para Vivir, y el número 1420 había sido la casa elegida para simbolizar las bellezas y virtudes del vecindario.

Y no hubo celos por ello, aunque los Downey se mostraron más bien fríos cuando los demás vecinos felicitaron a los Houston porque el periódico en cuestión había seleccionado su casa, el número 1420, como modelo de domicilio perfecto. Al fin y al cabo, los Downey habían restaurado su casa primero, y desde el primer momento Ava había tenido la amabilidad de ofrecer su experiencia en diseño de interiores a Madeline Houston… Y aunque ésta había preferido hacer caso omiso de prácticamente todas las sugerencias que le había hecho, la más elemental cortesía exigía que los Houston declinasen el honor que les concedía la revista y se lo cediesen a los Downey, que, cuando menos, eran quienes aconsejaban a todo el mundo cuando se trataba de restaurar y decorar interiores. Pero por lo visto los Houston no veían las cosas del mismo modo, por lo que posaron satisfechos a la puerta del jardín del 1420 cuando los fotógrafos del periódico fueron a verlos. Luego enmarcaron la primera página del Correo de Wingate y la colocaron en el recibidor en lugar bien visible, de manera que todos, incluidos los envidiosos Downey, pudieran verla cuando iban a visitarlos.

Por eso Ava Downey le dijo «Tanto mejor, querida» con una mezcla de sentimientos a Willow McKenna cuando ésta se detuvo para charlar con ella; Willow había salido a dar un paseo con el pequeño Cooper, que iba dormido en el cochecito. Ava se hallaba sentada en la mecedora de mimbre en el porche delantero, celebrando aquel cálido día primaveral con el primer gin-tonic que se tomaba al aire libre aquella temporada. La frase se refería a la partida de Anfisa Telyegin, a que ya no vivía entre ellos, algo que Willow, por su parte, aún no había acabado de encajar a pesar de la llegada de los Houston, que, con los niños, la au pair y el interés en la mejora de la vivienda, eran gente mucho más apropiada para Napier Lañe.

– ¿Puedes imaginarte por lo que estaríamos pasando ahora mismo si no hubiéramos dado los pasos necesarios para solventar el problema? -le preguntó Ava.

– Pero es que si tú la hubieras visto aquella noche… -Willow no podía quitarse de la cabeza la imagen de la rusa arrodillada en la hierba, llorando desconsoladamente-. Y después, cuando nos enteramos de lo que significaban para ella las ratas… Me siento tan…

– Eso es que todavía te dura la depresión post parto -le aseguró Ava-. Eso es lo que te pasa. Lo que te hace falta es una copa. ¡Beau! ¡Beau, cariño! ¿Estás ahí, querido? Sírvele a Willow…

– No, no. Tengo que preparar la cena. Y he dejado solos a los niños. Y… bueno, es que no puedo dejar de sentirme apenada por lo ocurrido. Es como si hubiéramos echado a Anfisa, y nunca fue mi intención hacer una cosa así, Ava.

Ésta se encogió de hombros y agitó el vaso para que los cubitos de hielo tintineasen.

– Ha sido mejor así -apuntó.

Lo que comentó a este respecto Leslie Gilbert un poco más tarde fue:

– Claro, no me extraña que Ava piense así. Los sureños están acostumbrados a echar a la gente de sus propiedades. Es uno de sus deportes predilectos.

Pero lo dijo sobre todo porque había sorprendido a Ava tirándole los tejos a Owen en la fiesta de Nochevieja. Todavía no había olvidado que al besarse habían utilizado la lengua, aunque Owen seguía negándolo.

– Pero no hacía falta que se marchase -le dijo Willow-. Yo la había perdonado. ¿Tú no?

– Claro que sí. Pero cuando uno siente vergüenza… ¿Qué otra cosa puede hacer?

Avergonzada era como se sentía Willow. Avergonzada de haberse dejado llevar por el pánico, avergonzada por haber seguido el rastro del domicilio anterior de Anfisa, y avergonzada sobre todo porque, después de haber averiguado la verdad en Port Terryton, no le había dado la oportunidad a la rusa de arreglar las cosas antes de que los hombres actuasen. De haberle concedido esa oportunidad, de haberle dicho a Anfisa lo que había descubierto sobre ella, seguro que la mujer habría tomado medidas para que no volviera a repetirse en East Wingate lo que le había pasado en Port Terryton.

– No le di la menor oportunidad -le aseguró a Scott-. Debería haberle dicho lo que pensábamos hacer si ella no llamaba a los exterminadores. Y también creo que debería decírselo ahora, tendría que decirle que lo que hicimos fue correcto, pero que no estuvo bien el modo en que lo hicimos. Creo que me sentiré mejor si se lo digo, Scott.

Scott McKenna creía que no era necesario darle explicaciones a Anfisa Telyegin. Pero conocía bien a Willow, y sabía que ésta no descansaría hasta hacer las paces que creía necesarias con su antigua vecina. Él personalmente opinaba que era perder el tiempo, pero estaba tan atareado atendiendo a los, gracias a Dios, doce clientes que había conseguido en McKenna Computing Designs, que cuando su esposa por fin le habló de ir a ver a Anfisa se limitó a murmurar:

– Haz lo que te parezca bien, Will.

– Estuvo en prisión -le recordó Willow-. En un campo de concentración. Si nosotros hubiéramos sabido eso entonces, seguro que habríamos hecho las cosas de otro modo. ¿No es cierto?

Scott sólo escuchaba a medias a su esposa, así que le contestó:

– Sí. Supongo que sí.

Cosa que Willow interpretó como que su marido se mostraba de acuerdo.

No fue difícil dar con el paradero de Anfisa. Willow la localizó a través de la universidad, donde una secretaria comprensiva del departamento de Recursos Humanos se reunió con ella para tomar un café y le pasó por encima de la mesa un papel con una dirección de Lower Waterford, a casi doscientos kilómetros de distancia.

Esta vez Willow no llevó a Leslie, sino que le pidió a su amiga que le cuidara a Cooper durante todo el día. Como Cooper estaba en la etapa en la que sólo dormía, comía, defecaba y se pasaba el resto del tiempo haciendo ruiditos y mirando los objetos móviles que tenía colgados por encima de la cuna, Leslie sabía que la criatura no iba a distraerla de su dosis diaria de programas de entrevistas, así que accedió a la petición. Y como esperaba con impaciencia su programa preferido, cuyo tema del día era «He practicado el sexo en grupo con los amigos de mi hijo», ni siquiera le preguntó a Willow adonde iba, ni si quería que la acompañase.

Y era mejor así, porque Willow quería hablar a solas con Anfisa Telyegin.


Encontró la nueva casa de Anfisa en Rosebloom Court, en Lower Waterford, y en cuanto la vio notó que la recorría una nueva oleada de culpabilidad; no se podía comparar con las anteriores viviendas que había poseído la mujer en Port Terryton y en Napier Lañe. Las dos casas anteriores eran edificios con historia. Ésta no. Aquéllas eran el fiel reflejo de la época en la que se habían construido. Ésta no reflejaba otra cosa que el deseo de un constructor de hacer la mayor cantidad de dinero posible con el mínimo esfuerzo creativo. Era de esos barrios, de esas urbanizaciones a las que montones de familias se habían ido a vivir después de la Segunda Guerra Mundial. Paredes de estuco, un camino de hormigón en el jardín con una grieta que lo partía por la mitad y en la que crecían las malas hierbas, y un tejado de cartón impregnado de alquitrán. A Willow se le cayó el alma a los pies al verlo.

Se quedó sentada en el coche corroída por el remordimiento; lamentaba sobre todo su propensión a dejarse llevar por el pánico. Si no le hubiera asaltado el miedo al ver la primera rata, si no se hubiera dejado llevar por el pánico cuando encontró los excrementos en el huerto, si no se hubiera aterrorizado al enterarse de los problemas que había tenido Anfisa en Port Terryton, quizás entonces no hubiese condenado a la pobre mujer a vivir ahora en aquel callejón sin salida en el que el césped estaba mal cuidado en la mayor parte de los jardines (en los que sólo crecía un árbol), las puertas de los garajes se encontraban combadas y las aceras llenas de parches y desniveles.

«Pues ella se lo buscó -habría dicho Ava Downey de haberla acompañado-. Y no olvidemos el gallinero, Willow. No tenía que haber permitido que las ratas se instalasen en su jardín, ¿no te parece?».

Willow no se quitaba esto último de la cabeza mientras se hallaba sentada en el coche delante de la casa de Anfisa. Le hacía pensar que había más diferencias entre esta casa y la anterior de la que dejaba ver el edificio en sí. Porque a diferencia de la casa de Napier Lañe, en este jardín no se veía hiedra por ninguna parte. Verdaderamente no había ningún lugar en él donde pudieran vivir las ratas. Lo único que contenía eran varios arriates de flores plantados con esmero, algunos matorrales muy bien podados y la parte delantera sembrada de un césped tan bien cortado y liso como una pista de hielo.

Willow pensó que tal vez habían hecho falta dos casas y dos vecindarios alborotados para que Anfisa Telyegin aprendiera que era imposible compartir la propiedad con las ratas y encima esperar que nadie se diese cuenta.

Willow tenía que cerciorarse de que algo bueno se había conseguido con lo sucedido en su barrio, de manera que bajó del coche y se acercó despacio y sin hacer ruido a la valla trasera para echar un vistazo. Si hubiese visto un gallinero, una caseta de perro o un cobertizo para herramientas, habría sido mala señal. Pero a Willow le bastó con echar una breve ojeada por encima de la valla al patio, al césped y a los rosales para convencerse de que esta vez la rusa no había proporcionado a los roedores ningún habitat.

«A veces las personas tienen que aprender la lección por las malas», habría dicho Ava Downey.

Y ciertamente parecía que Anfisa había aprendido, por las malas o no.

Willow se sintió en cierta medida redimida por lo que veía, pero sabía que no obtendría la absolución completa hasta que se asegurase de que a Anfisa le iba bien en su nuevo entorno. En el fondo esperaba que la conversación con Anfisa, su antigua vecina, evolucionara hasta una expresión de gratitud por parte de ésta hacia los habitantes de Napier Lañe, que habían logrado hacerle recuperar el buen juicio, aunque hubiera sido de una manera tan dramática. Eso sería algo que Willow podría llevar consigo cuando volviera a casa para contárselo a su marido y a sus amigos y así redimirse ella también a los ojos de todas aquellas personas, porque al fin y al cabo ella había sido la instigadora de todo lo sucedido.

Willow llamó a la puerta, que se encontraba en una pequeña entrada cuadrada y definida por un único escalón de hormigón. Sintió un pinchazo de preocupación cuando la cortina de una de las ventanas se movió, y entonces, con la esperanza de tranquilizar a la mujer, dijo:

– Señorita Telyegin, ¿está usted en casa? Soy yo, Willow McKenna.

Aquel saludo pareció surtir el efecto deseado. La puerta se abrió un poco dejando una rendija de diez centímetros, lo que le permitió a Willow ver una franja de Anfisa Telyegin de la cabeza a los pies.

Willow sonrió:

– Hola. Espero que no le importe que me haya atrevido a venir a verla. Me encontraba por aquí cerca y quería ver… -Se le apagó la voz. Anfisa la miraba fijamente sin dar señales de comprender nada en absoluto. Pero Willow continuó hablando-: Soy Willow McKenna, ¿no se acuerda? Su vecina de Napier Lañe, la de la casa de al lado. ¿No me recuerda? ¿Cómo está usted, señorita Telyegin?

Al oír aquello los labios de Anfisa se curvaron en una sonrisa y se apartó de la puerta; había despertado con la sola mención de Napier Lañe. Willow interpretó aquel movimiento como que le daba permiso para pasar a la casa, así que le dio un empujoncito a la puerta y entró.

Todo se veía la mar de bien. La casa estaba limpia como una patena: barrida, sin polvo y pulida. Cierto que se notaba un olor un poco raro en el ambiente, pero Willow lo atribuyó al hecho de que todas las ventanas estaban cerradas a pesar de que hacía un estupendo día de primavera. Probablemente la casa habría permanecido cerrada durante todo el invierno y la estufa habría hecho que los olores quedasen adheridos dentro, tanto los propios de la cocina como los aromas empalagosos de los productos de limpieza.

– ¿Cómo está? -Saludó Willow a la anciana-. Me he acordado mucho de usted. ¿Trabaja ahora en alguna universidad de esta zona? Porque no irá usted cada día hasta East Wingate, ¿verdad?

Anfisa sonrió con aire beatífico.

– Sí, estoy bien -le dijo-. Estoy muy bien. ¿Quiere un poco de té?

El alivio que sintió Willow ante aquella cálida acogida fue como ponerse una manta en una noche helada.

– ¿Me ha perdonado usted, Anfisa? ¿Ha podido usted perdonarme de verdad?

Lo que Anfisa le dijo en respuesta a aquello no habría podido ser más consolador ni aunque la propia Willow hubiera escrito las palabras:

– Aprendí mucho en Napier Lañe -murmuró-. Ya no vivo como vivía entonces.

– Oh, Dios mío, cuánto me alegro -le dijo Willow.

– Siéntese, siéntese -dijo Anfisa-. Pase aquí. Por favor. Permítame que vaya a hacer el té.

Willow separó con sumo gusto una silla de la mesa, se sentó en ella y miró a Anfisa mientras ésta trajinaba muy contenta por la cocina. No dejó de hablar ni un instante mientras llenaba la olla de agua y sacaba unas tazas de té y los platitos correspondientes de un armario.

Aquél era un buen lugar para instalarse, le explicó Anfisa.

Era un vecindario más sencillo, más apropiado para alguien como ella, con necesidades sencillas y gustos más sencillos aún. Las casas y los jardines eran del montón, igual que ella, y la gente en general iba a lo suyo.

– Esto es mejor para mí -le aseguró Anfisa-. Es más a lo que estoy acostumbrada.

– Pues me apena mucho saber que considera usted un error haberse ido a vivir a Napier Lañe -le dijo Willow.

– Aprendí mucho de la vida en Napier Lañe, mucho más de lo que he aprendido en ninguna otra parte -le aseguró Anfisa-. Por ese lado me siento muy agradecida. Agradecida a usted. Y a todos. No estaría como estoy ahora de no haber sido por aquella temporada en Napier Lañe.

Y como estaba ahora era en paz, le explicó. Y no sólo eran palabras, porque se reflejaba en las acciones de la mujer, en las expresiones de placer, de deleite y de satisfacción que le asomaban al rostro mientras hablaba. Se interesó por la familia de Willow. ¿Cómo estaba su marido? ¿Y su hijo? ¿Y su hija? Y ahora había otro más pequeño, ¿no? ¿Y habría más? Claro, seguro que habría más, ¿verdad?

Willow se sonrojó al oír esa última pregunta y lo que revelaba de la intuición de Anfisa. Sí, le confesó a la rusa, habría más criaturas. En realidad todavía no le había dicho nada a su marido, pero creía que ya estaba de nuevo embarazada, del cuarto McKenna ya.

– No había pensado tenerlo tan seguido después de Cooper -le confesó Willow-. Pero ahora que ha ocurrido, he de decir que me siento muy emocionada. Me encantan las familias numerosas. Es lo que siempre he deseado.

– Sí -convino Anfisa sonriendo-. Los pequeños. Ellos nos alegran la vida.

Willow le devolvió la sonrisa y se sintió tan gratificada por el recibimiento que le dispensaba Anfisa, por todas las exclamaciones de placer que hacía la rusa cada vez que ella le daba alguna noticia, que se inclinó hacia delante y le apretó la mano.

– Me alegro mucho de haber venido a verla -le dijo-. Aquí parece una persona diferente.

– Soy una persona diferente -le aseguró Anfisa-. Ya no hago lo que hacía antes.

– Porque ha aprendido -le indicó Willow-. Ya ve, así es la vida.

– La vida es buena -convino Anfisa-. La vida está llena de cosas.

– Eso es lo mejor que yo podría oír. Suena a música celestial para mis oídos, Anfisa. ¿Puedo llamarla así? ¿Me permite que la llame Anfisa? ¿Le parece a usted bien? Me gustaría que fuéramos amigas.

Anfisa le agarró la mano a Willow igual que ésta se la había cogido a ella.

– Amigas, sí -dijo-. Eso estaría bien, Willow.

– Bueno, pues tal vez se anime usted a hacernos una visita en East Wingate -le sugirió Willow-. Y nosotros también podemos venir aquí a verla a usted. No tenemos familiares en ochocientos kilómetros a la redonda y nos encantaría que usted fuera… bueno, como una especie de abuela para mis hijos, si usted quisiera. En realidad eso era lo que yo esperaba cuando usted se vino a vivir a Napier Lañe.

Anfisa se animó y se llevó una mano al pecho.

– ¿Yo…? ¿Ha pensado usted en mí como una abuela para sus pequeños? -Se echó a reír, a todas luces encantada ante la perspectiva-. Me encantaría. Me encantaría, se lo aseguro. Y usted… -Le apretó una vez más la mano a Willow-. Bueno, usted es demasiado joven para hacer de abuela. De manera que tendrá que ser la tía.

– ¿La tía? -repitió Willow.

Y sonrió, aunque muy extrañada.

– Sí, sí -insistió Anfisa-. La tía de mis pequeñas, igual que yo seré la abuela de los suyos.

– De sus… -Willow tragó saliva. No pudo evitar mirar a su alrededor. Se esforzó por sonreír y continuó hablando-. ¿Usted tiene criaturas aquí? No lo sabía, Anfisa.

– Venga conmigo. -Anfisa se levantó y le puso una mano en el hombro a Willow-. Tiene que conocerlas.

Muy en contra de su voluntad, Willow siguió a Anfisa desde la cocina hasta el cuarto de estar, y desde allí echaron a andar por un pasillo estrecho. El olor que había percibido al entrar en la casa era más fuerte en aquella parte de la casa, y todavía se hizo más fuerte cuando Anfisa abrió la puerta de uno de los dormitorios.

– Las tengo aquí dentro -le dijo Anfisa hablándole por encima del hombro- Los vecinos no lo saben, así que no se le ocurra a usted decírselo. La vida y Napier Lañe me han enseñado muchas cosas.

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