Yo, Ricardo

Malcolm Cousins soltó un gruñido muy a su pesar. Considerando las circunstancias en las que se encontraba, aquél era el sonido que menos le convenía hacer. Un suspiro de placer o un gemido de satisfacción habrían sido mucho más apropiados. Pero la verdad era simple y había que afrontarla: ya no era el artista que había sido antes en el terreno sexual. Hubo un tiempo en que podía tirárselas a todas. Pero aquella época había desaparecido igual que le había desaparecido el cabello, y ahora, a los cuarenta y nueve años, consideraba que era un hombre de suerte cuando era capaz de mantener la herramienta erguida y en funcionamiento dos veces por semana.

Estaba tumbado encima de Betsy Perryman. Se apartó y se dejó caer de espaldas con un ruido apagado. Sintió unos pinchazos de dolor en las vértebras, y el siempre dudoso placer que acababa de obtener de los encantos corpulentos y empapados en perfume de Betsy se transformó rápidamente en un leve recuerdo. Por Dios, pensó jadeante, tendremos que olvidarnos de si el fin justifica los medios o no. ¿Acaso valía la pena tanto esfuerzo para aquel fin?

Por suerte Betsy se tomó el gruñido y el jadeo como siempre se lo tomaba todo. Se puso de lado, se incorporó, apoyó la cabeza en la palma de la mano y se quedó observando a Malcolm con una expresión que pretendía ser coqueta. Lo último que Betsy quería era que él se diera cuenta de lo desesperada que estaba por encontrar una tabla de salvación que la ayudase a salir de su actual matrimonio, que hacía el número cuatro. Y Malcolm le siguió la corriente con mucho gusto en aquello de la coquetería. A veces se le hacía un poco complicado recordar qué se suponía que sabía y qué se suponía que ignoraba, pero siempre llegaba a la conclusión de que si Betsy albergaba alguna sospecha respecto a la sinceridad de él, había una manera simple y expeditiva, aunque a Malcolm le hiciera polvo la espalda, de disipar las dudas de la mujer.

Betsy cogió la sábana, que se hallaba hecha un revoltijo, tiró de ella hacia arriba y alargó una mano rolliza. Le acarició la calva a Malcolm y sonrió perezosamente.

– Nunca lo había hecho con un calvo antes de ti. ¿Te lo había dicho ya, Male?

Siempre, todas y cada una de las veces que lo habían hecho, como ella tan poéticamente lo expresaba, recordó Malcolm. Pero se puso a pensar en Cora, la perra springer spaniel que tenía cuando era niño y a la que adoraba, y el recuerdo del animal hizo que le apareciese en el rostro la expresión de ternura apropiada para aquellos momentos. Cogió la mano de Betsy y se la puso en la mejilla para que la mujer se la acariciase con los dedos, que él fue besando uno a uno.

– Nunca tengo suficiente, niño malo -le aseguró ella-. Nunca he tenido un hombre como tú, Male Cousins.

Se trasladó al lado de la cama donde se encontraba él y se le acercó cada vez más hasta que las enormes tetas estuvieron a menos de dos centímetros de la cara de Malcolm. Desde tan cerca la hendidura situada entre los pechos se parecía bastante a un desfiladero, y resultaba igual de atractivo como objeto sexual. Por Dios, ¿había que echar un polvo otra vez?, pensó él. Moriría antes de cumplir los cincuenta si aquello continuaba así. Y sin haberse acercado nada al objetivo que perseguía.

Metió la nariz entre aquellas glándulas mamarias produciendo la clase de ruidos de deseo que Betsy quería oír. Se las chupó un poco y luego miró con ostentación el reloj de pulsera que había dejado sobre la mesilla de noche.

– ¡Dios mío! -Cogió el reloj y fingió que lo miraba mejor-. Jesús, Betsy, ya son las once. Les aseguré a esos ricardianos australianos que me reuniría con ellos en Bosworth Field a mediodía. Tengo que salir pitando.

Y eso fue lo que hizo. Se bajó de la cama antes de que la mujer tuviera tiempo de protestar. Mientras Malcolm se enfundaba en la bata, Betsy se esforzó por transformar el comentario que acababa de hacer él en algo comprensible. Arrugó la nariz y le preguntó:

– ¿Ricardianos australianos? ¿Qué coño es eso?

Se sentó en la cama, con el pelo rubio claro revuelto y desgreñado cayéndole por los hombros y la mayor parte del maquillaje corrido por la cara.

– Pues que son australianos. De Australia -le explicó Malcolm-. Estudiosos de la figura del rey Ricardo. Ya te hablé de ellos la semana pasada, Betsy.

– Ah, es eso. -Hizo un puchero-. Creí que hoy podríamos ir de merienda al campo.

– ¿Con este tiempo? -Malcolm se dirigió al cuarto de baño. No estaría bien hacer aquella visita apestando a sexo y a perfume de Shalimar-. ¿Cómo se te ha ocurrido lo de ir de excursión en enero? ¿Es que no oyes el viento? Debemos de estar a diez bajo cero ahí afuera.

– Se trataba de una merienda en la cama -le aclaró ella-. Con miel y crema. Me dijiste que ésa era una de tus fantasías. ¿O es que no te acuerdas?

Malcolm se detuvo en la puerta. No le había gustado el tono en que la mujer le había hecho la pregunta. Aquella exigencia le recordó todo lo que odiaba de las mujeres. Pues claro que no se acordaba de haberle dicho nunca que tuviese una fantasía a base de miel y crema. En los dos años que llevaban manteniendo relaciones le había dicho muchas cosas. Pero se había olvidado de la mayoría de ellas una vez que se le hizo patente que Betsy lo veía como él deseaba que lo viera. Lo único que podía hacer ahora era seguirle la corriente.

– Miel y crema -repitió con un suspiro-. ¿Has traído miel y crema? Oh, Dios mío, Bets… -Y volvió disparado a la cama. Le repasó los empastes dentales con la lengua y le apretó frenéticamente la entrepierna a la mujer-. Dios mío, vas a volverme loco. Voy a andar por ahí, paseándome por Bosworth, con la polla erecta como un atizador.

– Te está bien empleado -le dijo ella animadamente al tiempo que extendía una mano hacia los genitales del hombre.

Malcolm le cogió la mano.

– Mira que te gusta -comentó.

– No más que a ti.

Maicolm volvió a lamerle los dedos.

– Después -le indicó a la mujer-. Les daré una vuelta a toda prisa por el campo de batalla a esos puñeteros australianos, y si cuando acabe todavía sigues aquí… ya sabes lo que viene a continuación.

– Será ya demasiado tarde. Bernie piensa que he ido a la carnicería.

Malcoim la obsequió con una mirada llena de pesar para demostrarle que el solo hecho de pensar en el desventurado e ignorante marido de ella, que antes había sido su mejor amigo, le rompía el alma.

– Pues entonces vamos a tener que dejarlo para otra ocasión. Habrá cientos de ocasiones. Con miel y crema. Con caviar. O con ostras. ¿Te he explicado alguna vez lo que pienso hacerte con las ostras?

– ¿Qué? -le preguntó ella.

Malcolm sonrió.

– Tú espera y lo verás.

Se refugió en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Como de costumbre, salía poca agua y sólo templada. Se quitó la bata, comenzó a tiritar y maldijo su suerte. Veinticinco años en las aulas enseñando historia a gamberros llenos de granos que no tenían el menor interés por nada que no fuese el placer inmediato que les proporcionaban sus propias manos sudorosas, ¿y qué había obtenido a cambio? Dos habitaciones en el piso de arriba y dos abajo en una casa vieja situada en la misma calle que el instituto Gloucester Grammar. Un Vauxhall, un coche que se caía de viejo y que no tenía rueda de recambio. Una amante que coleccionaba maridos y a la que le gustaba el sexo con ciertas dosis de perversión. Y la pasión por un rey muerto, cosa que hacía mucho tiempo ya que había decidido fuese el manantial que le resolviese el futuro. Y tenía muy cerca los medios para conseguirlo, a sólo unos centímetros, al alcance de la mano. Y una vez que tuviera asegurada la reputación profesional, los contratos para el libro, los compromisos para las conferencias y las ofertas de empleo bien remunerado vendrían solas.

– Mierda -bramó cuando el agua de la ducha pasó sin más de estar templada a hervir-. ¡Maldita sea!

Buscó a tientas los grifos.

– Te está bien empleado -le comentó Betsy, que se hallaba junto a la puerta-. Eres un niño malo y a los niños malos hay que castigarlos.

Malcolm parpadeó para quitarse el agua de los ojos y miró a la mujer. La muy puñetera se había puesto la mejor camisa de franela que él tenía, precisamente la que pensaba utilizar para aquella visita a Bosworth Field, y se apoyaba en el marco de la puerta esforzándose por adoptar una pose seductora. No le hizo caso y continuó duchándose. Sabía que Betsy estaba decidida a salirse con la suya y que lo que quería era echar otro polvo antes de marcharse.

«Olvídalo, Bets -le dijo con el pensamiento-. No tientes a la suerte».

– No te entiendo, Male Cousins -le dijo ella-. Eres el único hombre en el mundo que prefiere irse a patear unos prados empapados de humedad con un grupo de turistas a meterse en la cama con la mujer a la que dice que quiere.

– No lo digo, es que es verdad -la corrigió Malcolm automáticamente.

Resultaba espantoso ver lo parecidas que llegaban a ser todas aquellas conversaciones post coito, y eso empezaba a deprimir a Malcolm.

– ¿Ah, sí? Pues nadie lo diría, oye. Cualquiera se inclinaría a pensar que ese rey… como quiera que se llame, te gusta más que yo.

Bueno, decididamente el rey Ricardo era un personaje mucho más interesante, pensó Malcolm. Pero lo que le dijo a Betsy fue:

– No seas boba. Es dinero para nuestra hucha.

– No nos hace falta ahorrar -le recordó ella-. Ya te lo he dicho cien veces. Tenemos…

– Y además es una buena manera de adquirir experiencia -la interrumpió Malcolm apresuradamente. Betsy nunca daba el brazo a torcer-. Una vez que termine el libro empezarán a hacerme entrevistas y tendré que aparecer en público y dar numerosas conferencias. Me hace falta práctica.

– Miró a la mujer con una sonrisa triunfal-. Necesito un público formado por más de una persona, querida mía. Piensa en lo que nos espera, Bets. Cambridge, Oxford, Harvard, la Sorbona. ¿No te gustaría ir a Massachusetts? ¿Y a Francia?

– El corazón vuelve a darle la lata a Bernie, Male -le comentó Betsy pasando un dedo por el marco de la puerta.

– ¿Ah, sí? Pobre Bernie -comentó Malcolm muy contento-. Pobre infeliz, Bets.


El problema que suponía Bernie era algo de lo que había que ocuparse, desde luego. Pero Malcolm confiaba en que Betsy Perryman estuviera dispuesta a afrontar el reto. Tras una sesión de sexo y champán barato, ella le había confiado en cierta ocasión que cada uno de sus cuatro matrimonios había supuesto un paso adelante y ascendente respecto al anterior, y no hacía falta tener mucha sesera para comprender que salir de un matrimonio con un borracho tan entregado como Bernie, por muy afable que fuera, para entablar relaciones con un profesor de secundaria que se encontraba en camino de desvelar un episodio de la historia medieval de su país que causaría un gran revuelo, era otro paso en la dirección acertada. De modo que, decididamente, Betsy se ocuparía de resolver el problema que suponía Bernie. Sólo era cuestión de tiempo.

El divorcio era algo que quedaba fuera de toda consideración, desde luego. Malcolm ya se había encargado de que Betsy entendiera que aunque él se sentía desesperadamente ansioso de empezar una vida nueva con ella, etc., etc., nunca sería capaz de pedirle que se fuera a vivir con él en las precarias circunstancias en que se encontraba ahora, del mismo modo como tampoco cabía esperar que la princesa de Gales se trasladase a una habitación amueblada en la orilla sur del Támesis. No sólo nunca le pediría tal cosa, sino que no lo permitiría aunque ella quisiera. Betsy, su amada, se merecía mucho más de lo que él era capaz de darle en las actuales circunstancias. Pero cuando se le presentase la oportunidad, querida Bets… O si, Dios no lo quiera, llegase a ocurrirle algo a Bernie… Confiaba en que con ese comentario a la mujer se le encendiera una luz dentro de aquella materia gris y esponjosa que tenía por cerebro.

Malcolm no sentía la menor sensación de culpa ante la idea de que Bernie Perryman falleciera. Cierto que se habían conocido de niños, pues sus respectivas madres habían sido amigas desde la infancia. Pero se habían distanciado al final de la adolescencia, cuando el pobre Bernie no logró aprobar más que una de las asignaturas de acceso a la universidad, lo que le condenó a vivir en la granja de su familia mientras Malcolm iba a la universidad. Y después de aquello… bueno, la diferencia de nivel cultural influye en la capacidad de cualquiera para comunicarse con los que antes han sido sus amigos, ahora menos cultos, ¿no es cierto? Además cuando Malcolm volvió de la universidad se dio cuenta de que su antiguo amigo le había vendido el alma al diablo del alcohol. ¿Qué provecho iba a sacar restableciendo la amistad con el borracho más prominente de todo el barrio? Sin embargo a Malcolm le gustaba creer que sentía cierta compasión por Bernie Perryman. Durante años había estado yendo una vez al mes a la granja, siempre de noche y protegido por la oscuridad, por supuesto, para jugar una partida de ajedrez con su antiguo amigo y escuchar las cavilaciones de borracho de éste sobre la infancia de ambos y lo que hubiera podido ser y no fue.

Y de ese modo se enteró de la existencia del Legado, como lo llamaba Bernie. Y para conseguir echarle mano a eso se había pasado los dos últimos años tirándose a su mujer. Betsy y Bernie no tenían hijos. Él era el último de su estirpe, por lo que a su muerte el Legado pasaría a Betsy. Y ésta iba a entregárselo a Malcolm.

Betsy aún no lo sabía. Pero se enteraría en breve.

Malcolm sonrió, pensando en lo que podría hacer la herencia de Bernie para impulsar su carrera. Durante casi diez años había estado escribiendo con frenesí sobre lo que él llamaba cariñosamente Ricardo redimido, un intento de devolverle la reputación a Ricardo III, y una vez que tuviera en sus manos el Legado vería asegurado el futuro. Mientras se dirigía hacia Bosworth Field para reunirse con los ricardianos australianos que lo aguardaban allí, se puso a recitar la primera línea del penúltimo capítulo de su obra magna. «Con la supuesta desaparición de Eduardo el Bastardo, conde de Pembroke y March, y de Ricardo, duque de York, los historiadores tradicionalmente han venido confiando en unas fuentes que ponen siempre de manifiesto su parcialidad».

Señor, qué bien escribía, pensó. Y encima lo que escribía era la verdad.


El autocar de turistas ya había llegado cuando Malcolm metió el coche en el aparcamiento. Los ocupantes habían cometido la tontería de bajarse del vehículo. Al parecer eran sólo mujeres, y de una edad tan avanzada que resultaba deprimente; estaban todas juntas, apretadas unas contra otras y tiritando; parecían ovejas abandonadas en medio de la galerna que soplaba. Cuando Malcolm bajó del coche, una de las mujeres abandonó el grupo y se dirigió hacia él. Tenía una constitución robusta y era mucho más joven que las demás, lo cual hizo que Malcolm albergase esperanzas de que la mujer le ayudase a pasar aquel trago con unas generosas dosis de encanto. Pero entonces se fijó en el cabello corto de la mujer, en aquellos enormes tobillos y en las imponentes pantorrillas… por no hablar de la tablilla sujetapapeles que llevaba en la mano y que golpeaba con la otra al caminar. Una desgraciada guía turística lesbiana y sedienta de sangre, pensó Malcolm. Dios mío, qué combinación tan mortífera.

No obstante le dirigió a la mujer una sonrisa de oreja a oreja.

– Lo siento -se excusó en tono festivo-. Es que he tenido una avería.

– Mire, amigo -le espetó la mujer con un desagradable acento gangoso y hostil-. Cuando el club Romance de Gran Bretaña paga por una visita turística a las doce del mediodía, espera que la puñetera visita empiece precisamente a las doce del mediodía. Así que, ¿se puede saber por qué llega usted tarde? Aquí hace un frío siberiano. Podríamos habernos quedado muertas de frío. Bueno, empecemos de una vez.

Dio media vuelta sobre los talones e hizo señas a las demás mujeres del grupo para que se acercasen hasta el borde del aparcamiento, donde las continuas pisadas habían acabado por hacer una vereda alrededor de la circunferencia que rodeaba el campo de batalla.

Malcolm salió disparado para darle alcance. Como veía que las propinas peligraban, tendría que compensar la tardanza con una deslumbrante exhibición de pericia.

– Sí, sí -comentó con fingida jovialidad al llegar al lado de la mujer-. Resulta increíble que mencione usted Siberia, señorita…

– Sludgecur -le dijo ella mirándole a la cara como si lo desafiase a que manifestara alguna reacción irónica ante aquel apellido. [4]

– Ah, ya. Señorita Sludgecur. Sí, por supuesto. Como le decía, es increíble que mencione usted Siberia, porque esta parte de Inglaterra es el terreno más elevado que existe al oeste de los Urales. Por eso se producen aquí estas temperaturas que parecen más propias de Moscú. Puede imaginarse lo que sería en el siglo XV cuando…

– No hemos venido aquí a hablar de meteorología -le interrumpió la mujer con algo parecido a un ladrido-. Y póngase usted a hacer su trabajo antes de que a estas señoras se les quede el culo helado.

Las señoras andaban con torpeza y se apoyaban unas en otras en medio del viento. Tenían esos rostros, semejantes a manzanas secas, propios de las personas octogenarias, y miraban a Sludgecur con la misma devoción con que miran los niños a sus padres cuando éstos se enfrentan con alguien que se ha metido con ellos y los tumban sin miramientos.

– Sí, bueno… -dijo Malcom-. El clima es el principal motivo por el que el recinto del campo de batalla permanece cerrado en invierno. Hemos hecho una excepción para este grupo porque lo componen colegas estudiosos del rey Ricardo. Y cuando unos colegas ricardianos vienen a visitar Bosworth, nos gusta complacerlos siempre. Ésa es la mejor manera de conseguir que la verdad salga a la luz, y estoy seguro de que usted estará de acuerdo conmigo en eso.

– Pero ¿de qué cojones habla? -Le preguntó Sludgecur-. ¿Colegas qué? ¿Qué dice de colegas?

Y esto sirvió para indicarle a Malcolm que durante aquella visita las cosas no iban a transcurrir tan fácilmente como había supuesto.

– Ricardianos -les repitió sonriendo a las ancianas que rodeaban a Sludgecur-. Se llaman así los que creen en la inocencia de Ricardo III.

Sludgecur se quedó mirando a Malcolm como si a éste le hubieran salido alas.

– ¿Qué dice? Estas personas que ve aquí pertenecen al club Romance de Gran Bretaña, amigo. Jane Eyre, el señor Flaming Rochester, Heathcliff y Cathy, Maxim de Winter. Gabriel Oak. Hoy es el Día del Amor en el Campo de Batalla y queremos que la visita merezca la pena, que para eso hemos pagado nuestro buen dinero. ¿Estamos?

Eso era lo único que les importaba, el dinero que habían pagado. En realidad Malcolm también se encontraba allí porque habían pagado. Pero ¿acaso sabían aquellas buscadoras de romanticismo dónde se encontraban? ¿Sabían (y mucho menos les importaba) que el último rey que murió en combate armado había hallado la muerte a menos de dos kilómetros del lugar donde estaban? ¿Y que precisamente había muerto a causa de la sedición, de la perfidia y de la traición? Era evidente que no. No habían ido allí para apoyar a Ricardo. Habían ido porque formaba parte del paquete turístico. El Amor Meditabundo, el Amor Desesperanzado y el Amor Entregado los habían tachado ya de la lista. Y ahora se suponía que él tenía que inventarse, con tal de agradar a aquellas mujeres, una versión del Amor Letal que las empujase a desprenderse de unas cuantas libras al final de la tarde. Pues muy bien. Él era capaz de eso y de mucho más.


Malcolm no se acordó de Betsy hasta que se detuvo junto al primer indicador de la ruta, que marcaba la posición de combate inicial del rey Ricardo. Mientras las mujeres hacían fotografías del estandarte del jabalí blanco que, bajo el viento helado, ondeaba en el asta que señalaba el campamento del rey, Malcolm echó una ojeada más allá, hacia los edificios en ruinas de Windsong Farm, que se veían en lo alto de la colina próxima. Alcanzaba a ver la casa y llegaba a distinguir el coche de Betsy en la explanada. El resto podía imaginárselo… y confiar en que lo que imaginaba fuera cierto.

Bernie no se habría dado cuenta de que su mujer había tardado tres horas y media en ir a comprar un paquete de carne picada en Market Bosworth. Al fin y al cabo eran casi las doce y media, y sin duda estaría sentado a la mesa de la cocina, como de costumbre, tratando de construir una de aquellas maquetas suyas de Fórmula Uno. Tendría las piezas esparcidas ante él y quizás hubiera logrado pegar una antes de que le empezasen de nuevo los temblores y decidiera tomarse una buena dosis de Black Bush para apaciguarlos. Un vaso de whisky le habría llevado a otro hasta que al final se encontrase demasiado borracho para sostener en la mano un tubo de pegamento.

También cabía la posibilidad de que Bernie se hubiera desmayado encima de la maqueta. Era sábado, y se suponía que tenía que ir a trabajar en la iglesia de St. James, pues se encargaba de prepararla para los servicios del domingo. Pero el pobre hombre no tendría ni la menor idea del día que era hasta que regresara Betsy, arrojase la carne encima de la mesa, justo al lado de la oreja de su marido, y el ruido asustase a éste y lo sacase del sopor de la embriaguez.

Cuando levantara la cabeza, Betsy vería que se le había quedado grabada en la cara la marca del coche en cuya maqueta trabajaba, y se mostraría asqueada. Como tendría a Malcolm fresco en la memoria, comprendería lo injusta que era la posición en que se hallaba.

– ¿Ya has estado en la iglesia? -le preguntaría a Bernie. Era el único empleo que éste tenía, pues ningún Perryman había labrado la tierra de la granja desde hacía por lo menos ocho generaciones-. El padre Naughton no es como los demás, Bernie. No está dispuesto a aguantarte sólo porque seas un Perryman, para que te enteres. Hoy tienes que ocuparte de la iglesia y del cementerio. Y ya es hora de que te pongas a ello.

Bernie nunca había sido un borracho beligerante y no iba a empezar a serlo ahora. Le diría a su mujer:

– Ya voy, cariño. Pero tengo una sed espantosa. Tengo la garganta como si estuviese llena de arena.

Le dedicaría la misma sonrisa afable con que había conseguido conquistar el corazón de Betsy en Blackpool, donde se conocieron. Y aquella sonrisa le recordaría a ella cuáles eran sus deberes, a pesar de las atenciones que le había dedicado Malcolm poco antes. Pero aquello estaba muy bien, porque lo último que le convenía a Malcolm Cousins era que Betsy Perryman se olvidase de cuál era su deber.

Así que le preguntaría si se había tomado la medicina, y como Bernie Perryman nunca hacía nada, salvo servirse Black Bush, sin que se lo tuvieran que recordar una docena de veces, la respuesta sería que no. Así que Betsy buscaría las píldoras y le pondría la dosis correspondiente en la palma de la mano a su marido. Y éste, obediente, se las tomaría y luego saldría tambaleante de la casa, sin chaqueta, como siempre, y se dirigiría a la iglesia de St. James para cumplir con su obligación.

Betsy lo llamaría para que cogiera la chaqueta, pero Bernie le diría que no con la mano. Y ella le gritaría:

– Bernie, te va a suceder algo…

Pero luego se callaría ante la súbita idea que le pasaría por la cabeza. Al fin y al cabo, que a Bernie le ocurriese algo, que muriese, era lo que a ella le convenía para poder estar con su amado.

Así que la mirada de la mujer se posaría en el frasco de píldoras y leería la etiqueta: «Digitoxin. No exceder de una tableta al día sin consultar con el médico».

Y quizás, llegado ese punto, Betsy recordaría la explicación del médico:

– Este producto es como el digital, del que supongo ya ha oído usted hablar. Una sobredosis lo mataría, señora Perryman, así que debe usted vigilar y encargarse de que nunca tome más de una tableta.

Las palabras «más de una tableta» le resonarían en los oídos. El polvo matutino con Malcolm aún estaría vivo en su recuerdo. Sacaría una píldora del frasco y la examinaría. Y por fin empezaría a pensar en alguna manera de hacer que el futuro encajase como debía.

Muy contento, Malcolm desvió la mirada de la granja y se centró otra vez en aquellas ricardianas en ciernes. Todo transcurría según los planes.

– Desde este lugar podemos ver la aldea de Sutton Cheney al nordeste -le explicó a aquella audiencia de ávidas buscadoras de Amor en el Campo de Batalla.

Y todas las cabezas se volvieron a la vez en la dirección indicada.

Puede que se les estuvieran helando las partes pudendas, pero por lo menos formaban un grupo que mostraba cooperación. Salvo Sludgecur, que, suponiendo que tuviese partes pudendas, sin duda las llevaría bien enfundadas en ropa interior. Miraba a Malcolm con una expresión que parecía desafiarlo a convertir la batalla de Bosworth en algo romántico. Muy bien, pensó él. Y aceptó el reto. Les daría romanticismo. Y también les proporcionaría un retazo de historia que les cambiaría la vida. Quizás aquel grupo de ancianas australianas no fueran ricardianas cuando llegaron a Bosworth Field, pero vaya si se irían de allí siendo ricardianas conversas. Y regresarían a las antípodas y les contarían a sus nietos que había sido Malcolm Cousins, el mismísimo Malcolm Cousins en persona, quien les había hecho comprender la gran injusticia que se había perpetrado con la memoria de un rey decente.

– Y fue precisamente allí, en la aldea de Sutton Cheney, en la iglesia de St. James, donde el rey Ricardo se fue a orar la noche antes de la batalla -les explicó Malcolm-. Imagínense cómo sería aquella noche.

A partir de ahí puso el piloto automático. Había contado aquella historia cientos de veces a muchos grupos a lo largo de los años en los que había servido de guía turístico especial en Bosworth Field. Lo único que tenía que hacer era sacarle jugo a la historia, exprimir todas sus cualidades románticas, lo cual no suponía ningún problema.

El ejército del rey, compuesto por doce mil hombres, había acampado en la cima de Ambion Hill, donde ahora se encontraban Malcolm Cousins y aquella banda de neorricardianas que no dejaban de tiritar. El rey sabía que a la mañana siguiente se decidiría su destino: si continuaría reinando como Ricardo III o si un advenedizo que había pasado la mayor parte de su vida en el continente, bien arropado y mimado por aquellos que desde hacía mucho tiempo ambicionaban destruir la dinastía de York, le arrebataría la corona para ceñírsela él. El rey era consciente de que en realidad su destino se hallaba en manos de los hermanos Stanley: sir William y Thomas, lord Stanley. Habían llegado a Bosworth con un gran ejército y estaban acampados al norte, no lejos del rey, pero también, y esto era un mal presagio, no lejos del pernicioso adversario del rey, Enrique Tudor, conde de Richmond, que además, curiosa circunstancia, era hijastro de lord Stanley. Para asegurarse la lealtad de éste, el rey Ricardo había tomado como rehén a uno de los hijos de sangre de lord Stanley, y la vida del joven era la prenda si su padre decidía traicionar al ungido rey de Inglaterra uniéndose a las fuerzas de Tudor en la batalla que se avecinaba. No obstante, los Stanley eran muy astutos y habían demostrado en numerosas ocasiones que no se dejaban influir por otra cosa que no fuera su propio interés, de modo que, aun teniendo como rehén a George Stanley, el rey por fuerza debía saber el riesgo tan grande que corría si confiaba la seguridad de su trono a los caprichos de unos hombres cuya devoción por sí mismos era su más destacada cualidad.

La noche antes de la batalla Ricardo vería a los Stanley instalados al norte, en la dirección donde se encuentra Market Bosworth. Enviaría un mensajero para recordarles que, como seguía teniendo a George Stanley de rehén y éste se encontraba allí mismo, en el campamento del rey, lo más prudente por parte de ellos sería enviar al ejército a combatir junto a Ricardo a la mañana siguiente.

Éste debía de estar bastante inquieto. Casi destrozado. Tras haber perdido a su hijo y heredero y después a su esposa durante su breve reinado, tras haber tenido que hacer frente a la traición de los que en otro tiempo habían sido sus amigos íntimos, ¿a alguien le cabe la menor duda de que se preguntaría, aunque sólo fuera fugazmente, cuánto tiempo más iba a poder resistir? E, instruido en la religión de su tiempo, ¿cabe alguna duda de que sería consciente de ese pecado tan grave que es la desesperación? Y, teniendo claro esto, ¿puede quedar alguna duda sobre lo que el rey decidiría hacer aquella noche, la de la víspera de la batalla?

Malcolm echó una ojeada al grupo. Sí, resultaba satisfactorio ver que a un par de mujeres los ojos se les habían empañado de lágrimas. Veían el romanticismo inherente a la situación de un rey viudo que no sólo había perdido a su esposa, sino también a su heredero, y al que sólo le faltaban unas horas para perder también la vida.

Malcolm le dirigió una mirada victoriosa a Sludgecur. Ésta le indicó con la expresión que no tentase la suerte.

Pero es que no se trataba de suerte en absoluto, le habría gustado a Malcolm decirle a aquella mujer. Era el Gran Romanticismo de Oír la Verdad. El viento soplaba con fuerza y la temperatura había descendido tres o cuatro grados, pero la pequeña banda de australianas vetustas se hallaban ahora cautivadas por aquella noche de agosto de 1485.

La noche antes de la batalla, les explicó Malcolm, Ricardo, consciente de que, en caso de perder, moriría, intentó confesarse. La historia nos cuenta que no había sacerdotes ni capellanes en el ejército de Ricardo, así que, ¿qué mejor lugar para encontrar un confesor que en la iglesia de St. James? El templo se hallaba sumido en el silencio cuando entró Ricardo. Un cirio votivo, una luz trémula y débil ardía en el interior de la nave, pero no había nada más. El único sonido en el edificio era el producido por el propio Ricardo al avanzar desde la entrada para ir a arrodillarse ante el altar: el roce de su jubón de fustán (forrado de satén, informó Malcolm a sus discípulas, pues sabía la importancia que tienen los detalles para las personas de mente romántica), el crujido del cuero de los zapatos de combate provistos de gruesa suela, el golpear metálico de la espada y la daga en las vainas mientras…

– Oh, Dios bendito -trinó una de aquellas románticas neorricardianas-. ¿Qué clase de hombre entraría en una iglesia con espadas y dagas?

Malcolm sonrió de un modo encantador. Pensó que lo haría cualquier hombre que tuviese buen uso que darles, pues era precisamente lo que se necesitaba si se quería levantar una losa. Pero lo que dijo fue:

– Es algo poco corriente, en efecto. Cuesta imaginar a alguien entrando con armas en una iglesia, ¿verdad? Pero recuerden que aquélla era la noche antes de la batalla. Los enemigos de Ricardo se encontraban por todas partes. Y él no se habría aventurado a moverse en la oscuridad sin protección.

Si el rey llevaba puesta o no la corona al entrar en la iglesia aquella noche es algo que nadie sabe, continuó explicándoles Malcolm. Pero si había un sacerdote en la iglesia para oír su confesión, ese sacerdote pronto dejó a Ricardo a solas con sus oraciones tras darle la absolución. Y allí, a oscuras, iluminado únicamente por la trémula lamparilla que había en la nave de la iglesia, Ricardo haría las paces con el Señor su Dios y se prepararía para ir al encuentro del destino que le aguardaba en la batalla al día siguiente.

Malcolm contempló a la audiencia, midió las reacciones que tenían y la atención que le prestaban. Todas las mujeres atendían con gran interés. Esperaba que estuvieran pensando qué propina darle por tan brillante interpretación bajo aquel viento mortal.

Acabadas las oraciones, siguió contándoles Malcolm, el rey desenvainaría la espada y la daga, las dejaría sobre el tosco banco de madera y se sentaría al lado de las mismas. Y allí, en la iglesia, el rey Ricardo trazaría sus planes para llevar a la perdición a Enrique Tudor en el caso de que aquel advenedizo resultase vencedor en la batalla que tendría lugar al día siguiente. Porque Ricardo sabía que era él quien llevaba la voz cantante, siempre había sido así, por encima de Enrique Tudor. La había llevado en vida como comandante victorioso en las batallas. Y la llevaría después de muerto como la única fuerza capaz de destruir al usurpador.

– Dios nos asista -murmuró alguien con admiración. Sí, en efecto, las mujeres que escuchaban a Malcolm estaban completamente inmersas en el Romanticismo del Momento. Gracias a Dios.

Ricardo, les dijo, no era ajeno a las maquinaciones que habían urdido Enrique Tudor e Isabel Woodville, viuda de su hermano Eduardo IV y madre de los dos jóvenes príncipes a quienes previamente habían encerrado en la Torre de Londres.

– Los príncipes de la Torre -comentó otra voz-. Ésos fueron los dos niños que…

– Los mismos, en efecto -interrumpió Malcolm con solemnidad-. Los sobrinos de Ricardo.

El rey estaba al corriente de que, fiel a la tendencia que tenía a barrer para su casa, Isabel Woodville le había prometido a Tudor la mano de su hija mayor si éste obtenía la corona de Inglaterra. Pero en el supuesto de que fuese así, en el supuesto de que Tudor consiguiese la corona de Inglaterra al día siguiente por la mañana, Ricardo sabía que todo hombre, mujer o niño que llevase en las venas una gota de sangre de los York corrían el grave peligro de que les eliminasen para siempre, pues de ese modo nunca podrían reclamar el trono. Y eso incluía a los hijos de Isabel Woodville.

Él mismo, Ricardo, gobernaba por derecho de sucesión y por ley. Descendiente directo, y lo que es más importante, legítimo, de Eduardo III, había llegado al trono a la muerte de su hermano Eduardo IV tras conocerse que el licencioso Eduardo había dado palabra de matrimonio a otra mujer antes de casarse con Isabel Woodville. Este contrato de matrimonio se había hecho de palabra ante un obispo. Por lo tanto era tan válido como cualquier matrimonio llevado a cabo con pompa y aparato ante mil asistentes. Y en efecto, hizo que el posterior matrimonio de Eduardo con Isabel Woodville fuera declarado nulo, Ricardo bígamo y los hijos bastardos.

Enrique Tudor sabía que a los niños los habían declarado ilegítimos mediante una ley promulgada por el Parlamento. También debía de imaginarse que, si salía victorioso de la confrontación con Ricardo III, nadie respaldaría su derecho, que no estaba demasiado claro, a reclamar el trono de Inglaterra por el hecho de estar unido en matrimonio a la hija bastarda de un rey muerto. De manera que tendría que hacer algo para resolver lo de la ilegitimidad.

El rey Ricardo había llegado a esa conclusión tras oír la noticia de que Tudor había prometido casarse con la joven. También sabía que legitimar a Isabel de York era legitimar asimismo a todas sus hermanas… y hermanos. No se podía declarar legítima a la hija mayor de un rey muerto y al mismo tiempo pretender que sus hermanos no lo fueran.

Malcolm hizo, con toda intención, una pausa en la narración. Esperó a ver si las ávidas y románticas mujeres congregadas en torno a él captaban lo que aquello implicaba. Las ancianas sonrieron, asintieron y lo miraron con afecto, pero ninguna comentó nada. Así que Malcolm se lo aclaró.

– Sus hermanos -dijo con paciencia para asegurarse de que absorbían todos los detalles románticos-. Si Enrique Tudor legitimaba a Isabel de York antes de casarse con ella, por fuerza tenía que legitimar también a sus hermanos. Y si hacía eso, el mayor de los niños…

– ¡Válgame Dios! -Exclamó una de las mujeres del grupo-. En ese caso el muchacho sería el verdadero rey una vez que Ricardo hubiese muerto.

Bendita seas, hija mía, pensó Malcolm.

– Eso se llama tener vista -apuntó.

– Oiga usted, amigo -le interrumpió Sludgecur cuando en los confines llenos de telarañas de su cerebro se hizo cierta luz sobre aquel tema-. Yo conozco esa historia, y fue Ricardo quien mató a esos niños mientras se encontraban en la Torre.

Otro pez que mordía el anzuelo de Tudor, pensó Malcolm. Habían pasado quinientos años y aquel galés intrigante y advenedizo continuaba liando a algunos. Apenas podía esperar a que su libro se publicase, momento en que la historia de Ricardo se proclamaría a los cuatro vientos como el triunfo de la verdad sobre la casuística Tudor.

Mientras explicaba esta historia Malcolm era la paciencia personificada. La muerte de los príncipes cautivos en la Torre, los dos hijos de Eduardo IV, se había atribuido tradicionalmente a su tío Ricardo, quien los habría asesinado para fortalecer así su posición como rey. Pero no hubo testigos de ese asesinato, y como Ricardo era rey por obra y gracia de una ley del Parlamento, no había motivos para matarlos. Y puesto que no tenía un heredero para el trono, ya que su propio hijo había muerto, como he dicho hace unos momentos, ¿qué mejor manera de asegurar, después de que él muriera, la continuidad de la casa de York en el trono de Inglaterra que declarando legítimos a los dos príncipes…? Pero aquello sólo podía hacerse mediante un decreto papal, y Ricardo ya había enviado a dos emisarios a Roma. ¿Y para qué iba a enviarlos tan lejos si no fuese para arreglar la legitimidad de aquellos dos niños cuyos derechos les había arrancado la conducta lasciva de su padre?

– En efecto, se rumoreó que los niños habían muerto -Malcolm trató de que la bondad se le reflejase en la voz-. Pero ese rumor, que resulta bastante interesante, nunca se había oído hasta justo antes de la invasión de Inglaterra por parte de Enrique Tudor. Quería ser rey, pero no tenía derecho a la corona. De modo que no le quedaba más remedio que desacreditar al monarca reinante. ¿Podía haber una manera más eficaz de hacerlo que propagando el rumor de que los príncipes, que habían desaparecido de la Torre, estaban muertos? Pero yo les propongo una cuestión, señoras: ¿y si no estaban muertos?

Un rumor de admiración recorrió el grupo. Malcolm le oyó comentar a una de las ancianas:

– Qué ojos tan bonitos tiene.

Y al oírlo él se volvió hacia el lugar de donde procedía el sonido de aquella voz. Parecía su abuela. También parecía rica. Se esforzó por mostrarse aún más encantador.

– ¿Y si a los niños los hubiese sacado de la Torre el propio Ricardo para ponerlos a salvo ante un posible levantamiento? Si Enrique Tudor resultaba vencedor en Bosworth Field, aquellos dos niños correrían grave peligro, y el rey Ricardo lo sabía. Tudor estaba prometido en matrimonio con la hermana de los muchachos. Para casarse con ella antes tenía que declararla legítima. Y eso los legitimaba también a ellos. Y el hecho de convertirlos en legítimos hacía que uno de ellos, el joven Eduardo, fuera, por derecho propio, el verdadero rey de Inglaterra. Es decir, que la única manera que tenía Tudor de impedir eso era librándose de ellos. Para siempre.

Malcolm aguardó un momento para permitir que las mujeres asimilaran lo que acababa de decir. Se fijó en que aquella colección de cabezas canosas se giraba hacia Sutton Cheney. Luego hacia el valle que había al norte, donde, en un asta, se veía flotando al viento el estandarte de los sediciosos Stanley. Luego miraron hacia la cumbre de Ambion Hill, donde aquel implacable viento azotaba el jabalí blanco que Ricardo tenía como estandarte. Después miraron ladera abajo, en dirección a las vías de tren donde antaño los mercenarios de Tudor habían formado la línea del frente. Como el enemigo los sobrepasaba ampliamente en número, esperaron a que los Stanley adoptaran una postura, ya fuera a favor del rey o en contra de éste. Si no se inclinaban por apoyar a Tudor con su ejército, todo estaría perdido.

Aquellas damas canosas seguían pendientes de él, según advirtió Malcolm. Pero ganarse a Sludgecur ya era harina de otro costal.

– ¿Y cómo iba Tudor a matarlos si habían desaparecido de la Torre?

Le había dado por golpearse los brazos con las manos, sin duda porque lo que habría querido en realidad habría sido golpear en la cara a Malcolm.

– Porque él no los mató personalmente, aunque sus maquiavélicas huellas se ven por todas partes en ese crimen -le aclaró Malcolm con afán de agradar-. No. Tudor no intervino directamente en el asesinato. Me temo que la situación sea un poco más desagradable todavía. ¿Quieren que sigamos caminando mientras hablamos de ello, señoras?

– También tiene un culito precioso -murmuró una mujer del grupo-. Ese hombre es un auténtico bombón.

Ah, las tenía en el bote. Malcolm estaba encantado con sus dotes de seductor.


Sabía que Betsy, en el dormitorio del primer piso, lo observaba, pues desde allí se veía el campo de batalla. ¿Cómo no iba a observarlo después de la mañana que habían pasado juntos? Vería a Malcolm llevando a aquel grupo de un lugar a otro, se fijaría en que todas las mujeres estaban pendientes de sus palabras, y pensaría que ella también había estado pendiente de él, abrazada a él, hacía menos de dos horas. Y el contraste entre el marido borracho que tenía y su viril amante no se le quitaría de la cabeza, llegando a causarle auténtico dolor.

Así Betsy se daría cuenta de que estaba desperdiciando la vida con Bernie Perryman. Pensaría que tenía cuarenta años y que se encontraba en lo mejor de la vida. Se merecía a alguien mejor que Bernie. Se merecía un hombre que comprendiera los planes de Dios al crear a nuestros primeros padres. Para crear a la mujer había utilizado la costilla del hombre, ¿no? Y al hacerlo así, al tomar las mujeres la forma y sustancia de los hombres, Dios había dejado claro que las mujeres estaban hechas para permanecer junto a los hombres, para vivir al servicio de los hombres, y la contrapartida era que la fuerza superior de éstos las protegiese y les diese cobijo. Pero Bernie Perryman sólo veía una mitad de la ecuación hombre y mujer. Y ella, Betsy, tenía que servirlo, cuidarlo, alimentarlo, procurarle bienestar. Y él Bernie, no tenía que hacer nada. Oh, bueno, claro que había realizado algún débil intento de darle gusto de vez en cuando si estaba de humor y lograba mantener la erección el tiempo suficiente. Pero hacía ya mucho que el whisky le había despojado de cualquier habilidad que hubiera podido tener alguna vez para proporcionarle placer a una mujer. Y en lo que se refiere a comprender las necesidades más sutiles de Betsy, en lo que se refiere a su capacidad para hacerles frente… había que olvidarse por completo de esa parte de la vida.

A Malcolm le gustaba pensar en Betsy; se la imaginaba en el inhóspito dormitorio de la granja alimentando un justo rencor hacia su marido. De ese rencor pasaría a considerar la idea de que él, Malcolm Cousins, era el hombre que necesitaba, y comprendería que todas las demás relaciones que había tenido a lo largo de su vida no eran más que el prólogo para la que ahora mantenía con él. Malcolm y ella estaban hechos el uno para el otro en todos los aspectos. Ésa sería la conclusión a la que tendría que llegar la mujer.

Observándolo allí, en el campo de batalla, recordaría el momento en que se conocieron y el fuego que había existido entre ellos desde el primer día, cuando Betsy empezó a trabajar en el instituto Gloucester Grammar en calidad de secretaria del director. Recordaría la chispa que había prendido cuando Malcolm se acercó a ella y le dijo:

– ¿La mujer de Bernie? -Y la había mirado de arriba abajo apreciando lo que veía sin el menor disimulo-. Pues el bueno de Bernie no me había dicho nada. Y yo que creía que compartíamos hasta los más íntimos secretos.

Y Betsy recordaría que ella le había preguntado:

– ¿Conoces a Bernie?

Se hallaba aún en el rubor de la dicha de recién casada y todavía no se había dado cuenta de que la bebida iba a impedirle a Bernie ocuparse de ella debidamente. Y recordaría muy bien que Malcolm le había respondido:

– Hace muchos años que nos conocemos. Nos criamos juntos, fuimos juntos al colegio y pasábamos las vacaciones vagando por el campo juntos. Incluso compartimos nuestra primera mujer… así que prácticamente somos hermanos de sangre -le había contado muy sonriente. Seguro que ella lo recordaba todavía-. Pero me doy cuenta de que quizás haya un impedimento insalvable para nuestra relación en el futuro, Betsy.

Y le había sostenido la mirada el tiempo suficiente para que ella comprendiera que aquella dicha suya de recién casada no era ni muchísimo menos tan ardiente como la mirada que él le dirigía en aquellos momentos.

Desde aquel dormitorio del piso de arriba Betsy vería que el grupo al que él acompañaba por el campo de batalla estaba formado sólo por mujeres, y empezaría a preocuparse. La distancia que había desde la granja hasta allí le impediría ver que la vetusta audiencia de Malcolm tenía ya un pie en la tumba, de manera que los pensamientos de la mujer irían a parar de modo ineludible a las posibilidades que implicaban las actuales circunstancias de Malcolm. ¿Cómo impedir que una de aquellas mujeres quedase cautivada por el encanto que él irradiaba?

Tales pensamientos la conducirían a la desesperación, que era lo que Malcolm llevaba meses propiciando con aplicación al susurrarle en los momentos más tiernos:

– Oh, Dios mío, si yo hubiera sabido lo que iba a ser para mí tenerte. Y ahora te deseo tanto, por completo… -Y después derramaba algunas lágrimas con la cara oculta en el cabello de Betsy, y le revelaba el profundo sufrimiento que experimentaba sintiéndose al tiempo culpable y gozoso cada vez que retozaba con deleite entre los brazos de la mujer de su antiguo amigo-. Es que no puedo soportar la idea de hacerle daño a Bernie, querida Bets. Si él y tú os divorciaseis… ¿cómo podría yo vivir con ese peso si alguna vez Bernie llegase a saber que he traicionado nuestra amistad?

Betsy recordaría esas cosas en el dormitorio de la granja con la frente apoyada en el frío vidrio de la ventana. Aquella mañana habían pasado tres horas juntos, pero la mujer comprendería que eso no era suficiente. Nunca bastaría con verse a escondidas como hacían, fingiendo indiferencia cuando se encontraban en el instituto. Hasta que formaran pareja legalmente, pues ya lo eran espiritual, mental, emocional y físicamente, Betsy no conseguiría la paz.

Pero Bernie se interponía entre ella y la felicidad, pensaría Betsy. Bernie Perryman, empujado al alcohol por miedo a que la deformación congénita que se había llevado ya de este mundo a su abuelo, a su padre y a sus dos hermanos antes de cumplir los cuarenta y cinco años se lo llevase también a él.

– Tengo el corazón débil -le habría dicho sin duda Bernie a ella, ya que durante los últimos treinta años lo utilizaba como excusa para todo lo que hacía o dejaba de hacer-. No bombea la sangre como debería. No hay más que un ligero revoloteo donde tendría que haber latidos firmes. He de tener cuidado. Tengo que tomar las píldoras.

Pero si Betsy no le recordaba cada día a su marido que se tomara las píldoras, seguro que éste se olvidaría de ellas por completo, e incluso olvidaría el motivo por el que tenía que tomárselas. Era casi como si deseara morir, lo que le sucedía a Bernie Perryman. Era como si aguardase el momento apropiado para dejarla libre a ella, su esposa.

Y una vez que ya fuera libre, pensaría Betsy, el Legado sería suyo. Y el Legado era la llave de su futuro con Malcolm. Porque con esa herencia al fin en su poder podría casarse con Malcolm, y éste dejaría su mal pagado empleo en el instituto Gloucester Grammar.

Contento con su trabajo de investigación, sus escritos y sus conferencias, se sentiría lleno de gratitud hacia ella por haber hecho posible aquella nueva vida. Y agradecido, estaría deseando satisfacer las necesidades de ella.

Y así será, pensaría Betsy.


En el pub Plantagenet de Sutton Cheney, Malcolm contaba el dinero de las propinas que había recibido por sus explicaciones de aquella mañana. Se había esforzado cuanto había podido, pero aquellas viejecitas australianas habían resultado ser una pandilla de tacañas. En total había sacado las cuarenta libras por la visita y la conferencia, precio baratísimo si se tiene en cuenta la profundidad de la información que impartía, y veinticinco libras en propinas. Gracias a Dios que existía la moneda de una libra, concluyó malhumorado. De no existir, seguro que aquellas viejas guarras y cicateras sólo se habrían desprendido de cincuenta peniques cada una.

Se metió el dinero en el bolsillo justo cuando se abría la puerta del bar y una ráfaga de aire helado entraba en el mismo produciendo un silbido. Las llamas de la chimenea junto a la que se hallaba Malcolm se inclinaron, y en el suelo delante de la misma cayó un poco de ceniza. Malcolm levantó la vista. Bernie Perryman, vestido sólo con botas vaqueras, téjanos azules y una camiseta que llevaba impresas las palabras Team Ferrari, entró en el local tambaleándose debido a la embriaguez. Malcolm trató de encogerse para que el otro no lo viera, pero resultó imposible. Tras la prolongada exposición al viento de Bosworth Field, la necesidad de calor le había hecho colocarse junto al vivo fuego de leña de haya. Y por ello quedaba justo en la línea de visión de Bernie.

– ¡Malkie! -Exclamó jubiloso Bernie; y se puso a hablar a toda prisa, como hacía siempre que se encontraban-. ¡Malkie, viejo amigo! ¿Qué te parece si hacemos una partida de ajedrez? Hay que ver lo que echo de menos nuestras partidas. -Tiritó y se golpeó los brazos con las manos. Tenía los labios prácticamente azules-. Vaya mierda, sopla un viento frío de narices ahí fuera. Ponme un Blackie -le pidió al dueño del bar-. Que sea doble, y date el doble de prisa. -Sonrió y se dejó caer en el taburete que había junto a la mesa de Malcolm-. Y cuéntame, ¿cómo va ese libro, Malcolm? ¿Va a aparecer por fin tu nombre en letra impresa? ¿Has encontrado ya editor?

Y soltó una risita.

Malcolm dejó a un lado cualquier sentimiento de culpabilidad por follarse a la mujer de aquel borracho cada vez que aquel cuerpo suyo de mediana edad estaba por la labor de cumplir. Bernie Perryman se merecía ser un cornudo como castigo por el tormento a que había sometido a Malcolm durante los diez últimos años.

– Nunca me has perdonado por aquella última partida, ¿verdad? -Bernie volvió a sonreír. Cuando el dueño del establecimiento le sirvió el Black Bush se lo metió entre pecho y espalda de un solo trago. Resopló por entre los labios y continuó hablando-: Me ha sentado de primera. -Y pidió otro-. Y cuéntame, Malkie, ¿cómo va ese libro tan largo? ¿Has llegado ya a la parte buena de la historia? Desde luego, te va a resultar difícil probarlo, ¿verdad, amigo? -Malcolm contó hasta diez. A Bernie le sirvieron el segundo whisky doble, que se tragó igual que el primero-. Pero te estoy tomando el pelo sin motivo -le dijo Bernie arrepentido de pronto, como hacen todos los borrachos-. Tú nunca me has jugado una mala pasada… excepto aquella vez en los exámenes para la universidad, claro está… y yo no debería meterme contigo ni hacerte daño. Te deseo lo mejor, de verdad. Es que las cosas nunca salen como uno quiere, ¿no te parece?

Ése era el asunto precisamente, pensó Malcolm. Las cosas, como decía Bernie, tampoco le habían salido bien a Ricardo aquella mañana en Bosworth Field. El conde de Northumberland lo había abandonado, los Stanley lo habían traicionado y un advenedizo que no tenía ni la destreza ni el valor suficiente para enfrentarse al rey personalmente en un combate decisivo había salido victorioso aquel día.

– Anda, cuéntale a Bernie otra vez esa teoría tuya. Me encanta la forma en que ves la historia. De verdad, te lo aseguro. Ojalá existiera alguna manera de probar lo que dices. Ese libro sería decisivo para ti, vaya que sí. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en él?

Bernie rebañó el interior del vaso de whisky con un dedo sucio y después se lo chupó. Se limpió la boca con el dorso de la mano. Aquella mañana no se había afeitado. Y hacía muchos días que no se bañaba. Durante unos instantes Malcolm sintió lástima por Betsy, que se veía obligada a vivir en la misma casa que aquel hombre odioso.

– He llegado a Isabel de York -le comentó Malcolm en el tono más agradable que pudo teniendo en cuenta la antipatía que sentía por Bernie-. La hija de Eduardo IV. La que luego sería esposa del rey de Inglaterra.

Bernie sonrió mostrando al hacerlo unos dientes a los que les hacía falta una buena limpieza.

– Joder, nunca me acuerdo de esa pájara, Malkie. ¿Por qué crees que será?

Pues porque todo el mundo se olvidaba siempre de Isabel, pensó Malcolm. La primogénita de Eduardo IV por lo general quedaba reducida a una nota a pie de página en los libros de historia, nota en la que se explicaba que era la hermana mayor de los príncipes de la Torre, la obediente hija de Isabel Woodville, un simple peón en la partida de ajedrez que era el poder político y más tarde esposa de Enrique IV, aquel Tudor usurpador. Su papel consistió en llevar en el vientre la semilla de la dinastía, parir los herederos y desvanecerse en el olvido.

Pero la verdad era que había sido una mujer mitad Woodville y llevaba en las venas la sangre de aquel clan intrigante y ambicioso. Que quería ser reina de Inglaterra, igual que antes lo había querido su madre, era algo que había quedado claro en el siglo XVII, cuando sir George Buck escribió (en su History of the Life and Reigne of Richard III [Historia de la vida y el reinado de Ricardo III]) sobre la carta que la joven Isabel le había enviado al duque de Norfolk pidiéndole que actuase como mediador entre el rey Ricardo y ella en el asunto relativo a su matrimonio y asegurándole que ella ya pertenecía al rey de corazón y de pensamiento. Pero que era igual de despiadada que sus dos progenitores se puso de manifiesto por el hecho de que le escribiera dicha carta a Norfolk antes de la muerte de la esposa de Ricardo, la reina Ana.

A la joven Isabel la habían sacado de Londres y la habían trasladado a Yorkshire, claramente por razones de seguridad, antes de que Enrique Tudor llevara a cabo la invasión. Allí estuvo residiendo en Sheriff Hutton, una fortaleza situada en lo más profundo de la campiña, donde la lealtad al rey Ricardo era una constante en la vida de los campesinos. Isabel estaría bien protegida, por no decir bien vigilada, en Yorkshire. Igual que lo estarían sus hermanos.

– ¿Todavía sigues loco por Lizzie? -Le preguntó Bernie al tiempo que soltaba una risita-. Joder, hay que ver lo que hablabas de esa Isabel.

Malcomí reprimió la rabia que sentía, pero no dejó de maldecir en silencio al otro hombre deseándole tormento eterno. Bernie sentía una profunda aversión por cualquiera que quisiera hacer algo en la vida. Todas esas personas le recordaban que él había desperdiciado la suya.

Bernie debió de notarle algo a Malcolm en la cara, porque tras pedir el tercer whisky, le dijo:

– No, no, no me hagas caso, sólo bromeaba. Pero bueno, cuéntame, ¿qué haces aquí hoy? ¿Eras tú el que estaba en el campo de batalla cuando he pasado en el coche?

Malcolm se dio cuenta de que Bernie ya sabía que era él. Pero hablar de ello servía para recordarles a ambos la pasión de Malcolm y el dominio que Bernie ejercía sobre la misma. Le entraron ganas de subirse a la mesa y gritar: «Me tiro a la mujer de este imbécil dos días a la semana, tres o cuatro veces si soy capaz. Llevaban dos meses casados cuando me la cepillé por primera vez, seis días después de que nos presentaran».

Pero que perdiese el control de aquella manera era precisamente lo que Bernie Perryman pretendía de su viejo amigo Malcolm Cousins. Quería hacerle pagar por no ayudarlo en los exámenes de acceso a la universidad, por no dejarle copiar. Aquel hombre tenía memoria de elefante y un espíritu muy rencoroso. Pero Malcolm también.

– No sé, Malkie -dijo Bernie moviendo a ambos lados la cabeza mientras le servían el tercer whisky. Lo cogió con mano poco firme y se humedeció los labios con la lengua inerte-. No parece muy natural que Lizzie entregase a esos niños para que los decapitasen. Al fin y al cabo, eran sus propios hermanos. Aunque fuese para convertirse en reina de Inglaterra. Además los muchachos ni siquiera se encontraban cerca de ella, ¿no? Todo eso no son más que especulaciones, si quieres saber mi opinión. Especulaciones, pero ninguna prueba.

«Nunca, nunca le cuentes a un borracho tus secretos ni tus sueños», pensó Malcolm.

– Fue Isabel de York -repitió-. Ella fue la responsable en última instancia.

Sheriff Hutton no se encontraba a excesiva distancia de las abadías de Rievaulx, Jervaulx y Fountains. Y esconder a la gente en abadías, conventos, monasterios y prioratos era una gran tradición en aquella época. Las mujeres solían ser las que más frecuentemente recibían un billete de ida hacia la vida ascética. Pero dos niños disfrazados de novicios habrían quedado fuera del alcance de Enrique Tudor si éste accedía al trono de Inglaterra mediante la conquista.

– Habría llegado a oídos de Tudor que los niños se encontraban vivos -le explicó Malcolm-. De manera que cuando se prometió en matrimonio con Isabel ya sabría que los niños estaban todavía con vida.

Bernie asintió.

– Pobres pilluelos -dijo fingiendo lástima-. Y le echaron la culpa de ello al pobre y viejo Ricardo. ¿Cómo se las arreglaría ella para echarles el guante, Malkie? ¿Crees que haría un trato con Tudor?

– Isabel quería convertirse en reina, no ser sólo la hermana del rey. Y no había más que una manera de conseguirlo. Y hay que tener en cuenta que Enrique había buscado esposa en otra parte al mismo tiempo que estaba en tratos con Isabel Woodville. La chica debió de enterarse de ello. Y sabía lo que significaba.

Bernie asintió solemnemente, como si le importase algo lo que había podido ocurrir, hacía más de quinientos años, una noche de agosto a escasamente doscientos metros del pub en el que se encontraban. Se metió entre pecho y espalda el tercer whisky doble y se dio una palmada en el estómago como quien acaba de hartarse de comer.

– He dejado la iglesia bien bonita para mañana -le informó a Malcolm-. Fíjate, es asombroso, si uno lo piensa bien. Los Perryman llevamos arreglando la iglesia de St. James doscientos años. Es como el pedigrí de la familia, ¿no te parece? Extraordinario, diría yo.

Malcolm lo miró sin inmutarse.

– Sí, completamente extraordinario, Bernie -comentó.

– ¿Has pensado alguna vez lo diferente que habría sido tu vida si tu padre, tu abuelo y tu bisabuelo se hubiesen encargado de cuidar la iglesia de St. James? Quizás yo sería tú y tú serías yo. ¿Qué te parece eso?

Lo que Malcolm pensaba no podía decírselo al hombre que tenía sentado delante de él. Muérete, pensó. Muérete antes de que te mate yo.


– ¿Quieres que estemos juntos, cariño?

La mujer le hizo la pregunta a Malcolm respirándole en la oreja.

Otro sábado. Otras tres horas tirándose a Betsy. Malcolm se preguntó cuánto tiempo más se vería obligado a continuar con aquella charada.

Tenía ganas de decirle que se apartase, pues aquella mujer era capaz de provocar claustrofobia con más eficacia que una bolsa de plástico. Pero a aquellas alturas de su relación él ya sabía que una demostración de intimidad post coito era tan importante para lograr el objetivo que perseguía como una actuación de primera categoría entre las sábanas. Y ya que su edad, sus inclinaciones y su energía se combinaban para hacer que su rendimiento bajase un grado cada vez que se hundía entre los bien rellenos muslos de Betsy, Malcolm comprendía que lo prudente era permitirle que se pegase a él, que lo abrazase y le hiciese arrumacos todo el tiempo que él aguantara sin ponerse a chillar una vez consumado entre ellos el acto primordial.

– Ya estamos juntos -le respondió acariciándole el pelo. Lo tenía duro al tacto, como alambre, de tanto decolorárselo y ponerse laca-. A no ser que te refieras a que quieres repetir. Y en ese caso necesito un poco de tiempo para recuperarme. -Volvió la cabeza y le dio un beso en la frente-. Es que me dejas agotado, ésa es la verdad, querida Bets. Eres suficiente mujer para satisfacer a una docena de hombres.

Ella emitió una risita.

– A ti te encanta hacerlo.

– No, eso no. Eres tú. Me encantas tú, te deseo y no puedo vivir sin ti.

A veces pensaba cómo era posible que se le ocurriesen todas las tonterías que le decía a su amante. Era como si una parte primitiva de su cerebro, la reservada para seducir mujeres, entrara a funcionar de modo automático en cuanto Betsy se metía en su cama.

La mujer le pasó los dedos por el vello del pecho. Malcolm se preguntó, y no por primera vez, por qué sería que cuando un hombre se quedaba calvo el vello empezaba a brotarle en el resto del cuerpo hasta cuadriplicarse.

– Me refiero a estar juntos de verdad, cariño. ¿Lo deseas? ¿Nosotros dos juntos? ¿Para siempre? ¿Lo deseas más que nada en el mundo?

La sola mención de esa idea hacía que Malcolm se sintiera como aprisionado en, hormigón.

– Querida Bets -comenzó; y al decirlo se las arregló para que la voz le temblase convenientemente-. No. Por favor. No empecemos otra vez.

Y la atrajo bruscamente hacia sí porque sabía que eso era lo que ella deseaba. Enterró la cara en la curva que formaban el hombro y el cuello de la mujer. Respiró por la boca para evitar inhalar el litro de Shalimar que se había echado Betsy. Hizo los gimoteos propios de un hombre desesperado. Dios, qué no haría él por el rey Ricardo.

– He estado navegando en Internet -le comunicó ella en voz baja mientras le acariciaba la nuca-. En la biblioteca del instituto. Lo hice el jueves y el viernes durante toda la hora de comer, cariño.

Malcolm dejó de gimotear e intentó tamizar aquella declaración en busca de un significado más profundo.

– ¿Ah, sí?

Trató de ganar tiempo mordisqueándole el lóbulo de la oreja a ella mientras esperaba más información. Y ésta llegó de modo indirecto.

– Tú me quieres, ¿verdad, Malcolm, cariño mío?

– ¿Tú qué crees?

– Y me deseas, ¿verdad?

– Eso es obvio, ¿no?

– ¿Para toda la vida?

Lo que haga falta, pensó él. Y se esforzó por demostrárselo, aunque el cuerpo no le respondió debidamente.

Después, mientras se vestía, Betsy le dijo:

– Me quedé muy sorprendida al ver que había tantos temas. Puedes mirar cualquier cosa en Internet. Figúrate, Malcom. Todo, absolutamente todo. Esta noche Bernie juega al ajedrez en el Plantagenet, cariño. Esta noche precisamente. -Malcolm arrugó la frente buscando de manera automática la relación que pudiera existir entre aquellos temas que en apariencia no tenían nada que ver entre sí. Betsy continuó hablando-. Bernie echa mucho de menos aquellas partidas que jugaba contigo. Siempre está esperando que vayas al pub las noches en que se juega al ajedrez para echar otra partida con él, cariño. -Se acercó descalza a la cómoda para retocarse el maquillaje-. Desde luego, ya sé que mi marido no juega demasiado bien. Pero utiliza el ajedrez como una excusa más para ir al pub.

Malcolm la contemplaba con los ojos entornados, esperando alguna señal. Y ella se la dio:

– Estoy muy preocupada, querido Malcolm. Al pobre Bernie cualquier día le fallará el corazón. Yo voy a ir con él esta noche, le acompañaré al bar. ¿Crees que es posible que nos veamos allí? Malcolm, cariño, ¿me amas? ¿Deseas que estemos juntos más que nada en el mundo?

Malcolm vio que la mujer lo miraba atentamente por el espejo mientras se arreglaba el maquillaje, se pintaba los labios y se daba colorete con una brocha. Pero todo ello lo hizo sin dejar de observarlo a él.

– Más que la propia vida -le contestó. Y al ver que ella sonreía comprendió que le había dado la respuesta correcta.

Aquella noche Malcolm se reunió en el pub Plantagenet con los Ajedrecistas de Sutton Cheney, de cuya sociedad había sido miembro en otra época. Bernie Perryman se mostró encantado de verle. Dejó plantado a su habitual oponente, Angus Ferguson, un anciano de setenta y dos años que con la excusa de jugar al ajedrez se cogía unas trompas comparables a las de Bernie, e insistió para que Malcolm jugase una partida con él en la mesa situada en un rincón del bar lleno de humo. Betsy tenía razón, por supuesto. Bernie, más que jugar, bebía, y el Black Bush le servía para lubricar los mecanismos de la conversación. De manera que hablaba sin parar.

Le hablaba a Betsy, que aquella noche hacía de sirvienta de su marido. Desde las siete y media hasta las diez y media la mujer no paró de hacer viajes trotando de la mesa a la barra y viceversa para llevarle a Bernie un Black Bush doble tras otro mientras le decía en tono admonitorio:

– Estás bebiendo demasiado.

Y también:

– Ésta es la última, Bernie.

Pero éste siempre se las arreglaba para convencerla de que le llevase «sólo una más, mamaíta». Y le daba un azote en el culo, le guiñaba el ojo a Malcolm y le decía en voz alta a su esposa lo que pensaba hacerle cuando llegasen a casa. Malcolm estaba por creer que había interpretado mal el mensaje implícito de Betsy aquella mañana cuando se encontraban en la cama.

El momento llegó a las diez y media, una hora antes de que George, el dueño del bar, les avisara para que pidieran la última ronda, pues se acercaba la hora de cerrar. El local estaba abarrotado de gente, y a Malcolm le hubiera pasado desapercibida por completo la maniobra de Betsy de no haberse imaginado de antemano que aquella noche iba a ocurrir algo. Mientras Bernie inclinaba la cabeza sobre el tablero de ajedrez y se pensaba las jugadas hasta extremos insospechados, Betsy se acercó a la barra para pedir otro Blackie doble. Y al hacerlo tuvo que abrirse paso con los hombros entre los Jugadores de Dardos de Sutton Cheney, las Guardianas de la Iglesia, un grupo de mujeres de Dadlington y otro de adolescentes empeñados en ganarle a una máquina tragaperras. Betsy se detuvo a hablar con una mujer que se estaba quedando calva y que al parecer admiraba el cabello de las demás con ese entusiasmo artificial que reservan las mujeres para las otras mujeres, a las que odian, y mientras las dos charlaban Malcolm la vio vaciar el contenido de un vial en el vaso de Bernie.

Se quedó impresionado de la tranquilidad con que la mujer lo hizo. Debía de haberlo ensayado durante días, supuso Malcolm. Se la notaba tan ducha que lo llevó a cabo con una sola mano y sin dejar de hablar; sacó el vial de la manga del jersey, lo destapó, lo vació y se lo volvió a guardar en la manga. Acabada la conversación, siguió su camino. Y nadie más que Malcolm se dio cuenta de que Betsy había hecho algo más que irle a buscar otro whisky a su marido. Por eso la miró con más respeto cuando ella le puso el vaso a Bernie encima de la mesa. Se alegró de no tener la menor intención de unirse a aquella perra asesina.

Sabía lo que había en aquel vaso: el resultado de las horas que Betsy se había pasado navegando por Internet. Había machacado por lo menos diez tabletas de Digitoxin hasta convertirlas en un polvo letal. Una hora después de que Bernie ingiriese aquella mezcla, sería hombre muerto.

Y en efecto, Bernie la ingirió. Se la tragó lo mismo que se tragaba todo Black Bush doble que encontraba en su camino; se lo echó directamente por la garganta y se limpió la boca con el revés de la mano. Malcolm había perdido la cuenta del número de whiskys que Bernie se había bebido aquella noche, pero le parecía que si aquella medicina no lo mataba, desde luego el alcohol sí que lo haría.

– Vamonos a casa, Bernie -le sugirió Betsy, quejosa.

– No, todavía no puedo -respondió Bernie-. Tengo que acabar la partida con Malkie. Hacía años que no jugábamos al ajedrez. Desde… -Le dirigió una sonrisa a Malcolm con los ojos empañados-. Me acuerdo de aquella noche en la granja, ¿y tú, Malkie? ¿Te acuerdas? ¿Hace ya diez años? ¿O más? Cuando tú y yo jugamos aquella última partida.

Malcolm no quería hablar de ese tema.

– Te toca mover, Bernie -le dijo-. ¿O quieres dar la partida por acabada y que quedemos en tablas?

– De eso nada, muchacho.

Bernie se tambaleó en el taburete y se quedó mirando el tablero.

– Bernie… -lo llamó Betsy en tono mimoso.

Éste le dio unas palmaditas en la mano que ella le había puesto en el hombro.

– Tú vete si quieres, Bets. Yo sé ir solo a casa. Malkie me llevará en el coche, ¿verdad, Malkie? -Se sacó del bolsillo las llaves y se las puso en la mano a su mujer-. Pero no te duermas, encanto. Tenemos negocios que hacer juntos cuando yo llegue a casa.

Betsy montó un número para hacer ver que no quería dejar solo a su marido, que le preocupaba que Malcolm también hubiera bebido demasiado y no estuviese en condiciones de llevar a su valioso Bernie a casa. Éste le dijo:

– Si veo que no es capaz de andar en línea recta en el aparcamiento, me iré a pie. Te lo prometo. Te doy mi palabra de honor.

Y Betsy le dirigió a Malcolm una mirada cargada de significado.

– Procura que no le pase nada.

Malcolm asintió. Luego Betsy se marchó. Ya sólo quedaba esperar.

Para ser una persona con insuficiencia cardiaca congénita, Bernie Perryman parecía tener la constitución de una mula. Una hora más tarde Malcolm consiguió meterlo en el coche para llevarlo a casa, pero Bernie continuaba hablando como si hubiera revivido. Estaba deseando subir las escaleras de la casa y arrancarle las bragas a su mujer. Sólo el Día del Juicio iba a impedirle a Bernie hacerle pasar el mejor rato de su vida a su mamaíta.

Malcolm cogió la ruta más larga para ir a la granja sin despertar las sospechas de Bernie; empezaba a creer que Betsy no le había puesto a su marido en el whisky una sobredosis de medicina ni nada parecido. Pero cuando Bernie bajó del coche al borde del camino, Malcolm vio renovadas sus esperanzas. Bernie le dijo:

– Me encuentro un poco pachucho, Malkie. Uff. Tengo que echar un buen polvo. Eso lo arregla todo.

Y comenzó a caminar en dirección a la casa, que se hallaba a bastante distancia. Malcolm lo estuvo observando hasta que el otro cayó de bruces sobre el seto situado al lado del camino. Al ver que no se movía después de la caída, Malcolm comprendió que por fin estaba sucediendo.

Se fue de allí muy contento. Si Bernie no estaba ya muerto al llegar al suelo, Malcolm habría jurado de que lo estaría por la mañana.

Maravilloso, pensó. Tal vez poner en práctica la ejecución del plan hubiera llevado demasiado tiempo, pero iba a compensarle con creces.


A Malcolm le preocupaba un poco que Betsy metiese la pata al representar el papel que tenía que hacer a continuación. Pero durante los días que siguieron demostró ser una actriz de gran talento. Tras despertarse por la mañana y descubrir que se encontraba sola en la cama, había hecho lo que haría cualquier mujer sensata casada con un borracho: salir a buscar a su marido. No lo encontró en la casa ni en ninguno de los edificios de la granja, de modo que hizo algunas llamadas telefónicas. Preguntó en el pub; preguntó en la iglesia; le preguntó a Malcolm. Si éste no la hubiera visto con sus propios ojos envenenar a su marido, habría quedado completamente convencido de que al otro extremo de la línea telefónica había una mujer llena de preocupación por su hombre. Pero claro, es que estaba preocupada, ¿no? Le hacía falta que apareciera el cadáver para demostrar que Bernie había muerto.

– Lo dejé a la entrada, al principio del camino -le indicó Malcolm, que también fingió preocupación y se mostró muy servicial en todo momento-. Se dirigía hacia la casa cuando lo vi por última vez, Bets.

De modo que ella salió y encontró a Bernie exactamente en el lugar donde había caído la noche anterior. Y el descubrimiento del cadáver puso en marcha los consiguientes y necesarios acontecimientos.

Hubo una investigación, desde luego. Pero fue puro trámite. El historial de Bernie con los problemas de corazón y su «dificultad con la bebida», como lo expresaron las autoridades, se aliaron con las inclemencias del tiempo de los últimos días para hacer llegar al forense a una conclusión de lo más razonable. Se dictaminó que Bernie Perryman había muerto de frío tras pasar a la intemperie la noche más fría del año; se había caído mientras subía con paso vacilante por el largo camino que llevaba a la granja después de pasar la noche en el pub Plantagenet bebiendo en abundancia; dieciséis testigos declararon que lo habían visto beberse por lo menos once whiskys dobles en poco más de dos horas.

No había motivo para hacerle análisis de sangre a fin de buscar sustancias tóxicas. Sobre todo después de que su médico afirmase que era un milagro que aquel hombre hubiera llegado a los cuarenta y nueve años, teniendo en cuenta la historia médica de su familia, llena de problemas cardíacos. Por no hablar de su «problema con la bebida».

De manera que enterraron a Bernie junto a sus antepasados en el cementerio de la iglesia de St. James, donde su padre y los demás varones de la familia anteriores a él se habían ocupado de que el templo fuera una pulcra y limpia casa de culto durante los últimos doscientos años.

Malcolm acalló cualquier pinchazo de culpa que pudiera sentir por el fallecimiento de Bernie. Este tenía un historial médico de enfermo cardíaco. Y que Bernie había sido un borracho era de todos sabido. Y si Bernie, una noche en que había bebido mucho y se encontraba como una cuba, se había desmayado en el camino a sólo cincuenta metros de su casa y, como consecuencia de ello, había muerto expuesto a la intemperie… bueno, ¿quién podía responsabilizarlo a él?

Y aunque era triste que Bernie Perryman hubiese tenido que dar la vida para servir a la causa de Malcolm, que era la persecución de la verdad, también era cierto que se había buscado su propia muerte.


Después del funeral Malcolm era consciente de que lo único que había que hacer era tener paciencia. No se había pasado los dos últimos años arando y sembrando el campo de Betsy con gran laboriosidad sólo para echar a perder todo ese esfuerzo por una indecorosa demostración de prisa en el momento de recoger la cosecha. Además Betsy ya hacía lo suficiente por su parte, de modo que él sabía que sólo era cuestión de días, o tal vez de horas, que la mujer acudiera al que era el abogado de los Perryman desde hacía mucho tiempo para que le explicase los términos de la herencia que iba a recibir.

Malcolm se había imaginado aquel momento en muchas ocasiones durante el tiempo que había durado su relación con Betsy. Y algunas veces imaginarse el momento en que ésta se enteraría de la verdad había sido la única fantasía que le había proporcionado las fuerzas necesarias para aguantar las interminables sesiones amorosas con aquella mujer.

Howard Smythe-Thomas le abriría su despacho de Nuneaton y le daría la noticia de un modo convenientemente fúnebre, sin duda alguna. Y quizás al principio Betsy pensaría que aquel porte sombrío del abogado era algo que éste adoptaba siempre para aquellas ocasiones. Comenzaría llamándola «Mi querida señora Perryman», lo que le daría a ella una idea de las malas noticias que se avecinaban, pero no tendría ni idea de hasta qué punto iban a ser malas en tanto el abogado no le expusiera la cruda realidad.

Bernie no dejaba dinero. La granja tenía tres hipotecas; no había ahorros que merecieran la pena mencionarse, y tampoco inversiones. El contenido de la casa y los edificios exteriores eran ahora de ella, por supuesto, pero sólo vendiendo hasta la última de aquellas posesiones y la propia granja podría Betsy evitar la bancarrota. Y aun así, sería lo comido por lo servido. El único motivo por el que el banco no se había decidido a ejecutar la hipoteca hasta entonces era que los Perryman habían estado haciendo negocios con la misma institución financiera durante más de doscientos años.

– Por lealtad -sin duda le diría con afectación el señor Smythe-Thomas-. Puede que Bernard haya tenido dificultades económicas, señora Perryman, pero el banco sentía respeto por su linaje. Cuando el padre de alguien, el abuelo y el bisabuelo han hecho negocios con un establecimiento bancario, se concede cierto margen que tal vez no se les conceda a otras personas menos conocidas.

Lo cual era un eufemismo para decir que, como ya no quedaban más Perryman en Windsong Farm (y el señor Smythe-Thomas le explicaría amablemente que una mujer que llevaba poco tiempo casada con un Perryman alcohólico no era realmente una Perryman aunque llevase ese apellido), sin duda el banco reclamaría las deudas de Bernie. Así que lo más prudente que podía hacer era prepararse para esa eventualidad.

Pero… ¿y el Legado?, querría saber Betsy.

– Verá, Bernie siempre andaba cotorreando acerca de una herencia.

Y se quedaría de piedra al darse cuenta de lo bien que la había engañado su marido.

El señor Smythe-Thomas, naturalmente, no sabría nada de herencia alguna. Y teniendo en cuenta el historial de los Perryman, que nunca habían hecho otra cosa para ganarse la vida que trabajar en la iglesia de Sutton Cheney… el abogado amablemente le haría ver que no era probable que alguien amasara una fortuna haciendo aquel trabajo, ¿no?

Harían falta horas, quizás incluso días, para que Betsy asimilara aquella noticia. Al principio pensaría que se había producido algún error. Seguro que habría joyas escondidas en alguna parte, dinero en efectivo oculto en algún sitio, plata, oro o escrituras de propiedad hasta el momento desconocidas, todo ello puesto a buen recaudo en el desván. Y cuando se le ocurriera empezaría a registrarlo todo. Y eso era exactamente lo que Malcolm quería que hiciera: primero buscar por todas partes y luego acudir a él bañada en llanto. Y a partir de ahí el propio Malcolm empezaría a beneficiarse de la situación.

Y mientras tanto trabajaba tan contento en lo que iba a ser su obra magna. Las páginas que tenía a la izquierda de la máquina de escribir se iban amontonando de forma realmente satisfactoria a medida que redimía la reputación del rey de Inglaterra más calumniado hasta entonces.

Muchos hombres honrados cayeron muertos aquella mañana del 22 de agosto de 1485, y entre ellos se hallaba el duque de Norfolk, que mandaba la vanguardia al frente del ejército de Ricardo. Y cuando el conde de Northumberland se negó a enviar sus fuerzas militares en ayuda de los hombres de Norfolk, que se habían quedado sin líder que los condujese, la marea psicológica de la batalla cambió de dirección.

Aquéllos eran tiempos de deserciones en masa, de cambio de fidelidades, de traiciones en el mismísimo campo de batalla. Y tanto el rey como su enemigo Tudor lo sabían. Eso explica por qué ambos hombres necesitaban y dudaban a la vez de los Stanley. Y también explica por qué, en medio de la batalla, Enrique Tudor se dirigió a los Stanley, que hasta aquel momento habían rehusado entrar en combate. En inferioridad numérica como se encontraba, la causa de Enrique Tudor estaría perdida sin la intervención de los Stanley. Y no le importaba suplicarles, por eso galopó por la llanura a la desesperada hacia el lugar donde se encontraban las fuerzas de los Stanley.

El rey Ricardo lo interceptó bajando al galope por Ambion Hill con sus caballeros y el ejército. Los dos pequeños destacamentos se enzarzaron a escasamente un kilómetro de donde se hallaban los hombres de Stanley. Los caballeros de Tudor fueron cayendo rápidamente bajo el ataque del rey. William Brandon y el estandarte de Cadwallader se desplomaron en el suelo; el enorme sir John Cheyney cayó bajo el hacha del propio rey. Sólo era cuestión de instantes que el rey consiguiese abrirse paso peleando hasta el mismísimo Enrique Tudor, y de eso ya se habían percatado los Stanley cuando tomaron la decisión de atacar la pequeña fuerza militar del rey.

En la batalla que se libró a continuación al rey Ricardo lo tiraron del caballo, aunque a pesar de todo habría podido huir del campo de batalla. Pero, asegurando que «moriría siendo rey de Inglaterra», continuó luchando a pesar de estar gravemente herido. Hicieron falta varios hombres para abatirlo. Y murió como el príncipe regio que era.

El ejército del rey huyó perseguido encarnizadamente por el conde de Oxford, cuya intención era matar a tantos cuantos le fuera posible. Los soldados supervivientes salieron disparados hacia la aldea de Stoke Golding, que se hallaba en dirección opuesta a Sutton Cheney.

Este hecho fue decisivo para los acontecimientos que ocurrieron a continuación. Cuando la vida de alguien se halla en el filo de la navaja, cuando se es pariente cercano del derrotado rey de Inglaterra, se piensa inexorablemente en conservar la vida. John de la Pole, conde de Lincoln y sobrino del rey Ricardo, se encontraba entre aquellos hombres que huían. De haber cabalgado hacia Sutton Cheney habría caído directamente en manos del conde de Northumberland, quien se había negado a acudir en ayuda del rey y que con mucho gusto, y con tal de asegurar su posición ante Enrique Tudor, le habría entregado a éste al sobrino del rey muerto. De modo que cabalgó hacia el sur en vez de marchar hacia el norte. Y al hacerlo condenó a su tío a quinientos años de propaganda Tudor.

Porque la historia la escriben siempre los vencedores, pensó Malcolm.

Sólo que a veces se reescribe.

Y mientras él, Malcolm, la reescribía, en el fondo de la mente tenía la imagen de Betsy y la creciente desesperación de ésta. Dos semanas después de la muerte de Bernie la mujer no había regresado aún al trabajo. El director del instituto Gloucester Grammar (Samuel el llorica, como a Malcolm le gustaba llamarle) les informó de que Betsy estaba postrada, destrozada debido a la súbita muerte de su marido. Necesitaba un poco de tiempo para encajar el hecho y superar la pena, le explicó con tristeza al resto del personal de la escuela.

Malcolm sabía que para lo que Betsy necesitaba tiempo era para buscar algo que pudiese ser el Legado a fin de poder así sujetarlo a él, Malcolm, a pesar de que las expectativas de la herencia se habían quedado en nada. La mujer estaría como loca poniendo patas arriba la vieja casa de la granja, repasaría el guardarropa de Bernie de hilo en hilo a ver si descubría algo de valor. Y sacudiría los libros buscando en ellos cualquier cosa, desde mapas de un tesoro hasta escrituras. Sacaría y revolvería el contenido de la media docena de baúles que había en el desván. Pondría boca abajo los edificios adyacentes a la granja mientras los labios se le quedaban azules por el frío. Y si era constante, encontraría la llave.

Y la llave la llevaría a la caja de caudales del mismo banco con el que los Perryman habían hecho sus transacciones durante doscientos años. La viuda de Bernie Perryman, con el testamento en una mano y el certificado de defunción en la otra, conseguiría que le permitieran acceder a la caja. Y allí se terminarían todas sus esperanzas.

Malcolm se preguntó qué pensaría Betsy cuando viera aquel pedazo de papel mugriento que constituía el tan cacareado Legado de los Perryman. Escrito con una caligrafía tan apretada que resultaba prácticamente ilegible, no parecía ser gran cosa para ojos inexpertos. Y eso es lo que Betsy pensaría que tenía en sus manos, nada, cuando por fin se rindiese y se pusiese a merced de Malcolm.


Pero Bernie Perryman sabía muy bien que en realidad no era así cuando, aquella noche hacía ya tanto tiempo, le había enseñado la carta a Malcolm.

– Échale un vistazo a esto, Malkie -le había pedido entonces Bernie-. Cuéntale a Bern qué te parece.

Había bebido, como de costumbre, pero todavía no estaba borracho del todo. Y Malcolm, que acababa de darle una paliza en la partida de ajedrez, se sentía expansivo, amigable, dispuesto a aguantar las divagaciones de aquel amigo de la infancia tan borracho.

Al principio creyó que Bernie sacaba la página de una Biblia grande, pero enseguida vio que lo que había tomado por una Biblia era en realidad una especie de álbum antiguo encuadernado en piel, y que la página era un documento, una carta concretamente. Aunque no tenía encabezamiento, estaba firmada en la parte inferior, y junto a la firma se veían los restos del sello estampado en el lacre con un anillo.

Bernie lo miraba de ese modo taimado en que miran los borrachos tratando de medir las reacciones de los demás. Y de ese modo Malcolm se había dado cuenta de que Bernie ya sabía perfectamente qué era lo que tenía en su poder. Y eso le había producido cierta curiosidad, pero también le había hecho mostrarse cauto.

La parte cauta le echó una ojeada rápida al documento y luego dijo:

– No sé, Bernie, no lo entiendo bien. -Pero la parte curiosa añadió-: ¿De dónde lo has sacado?

Bernie salió con una evasiva.

– Verás… aquel suelo tan antiguo siempre les causaba problemas, ¿te acuerdas, Malkie? Estaba demasiado estropeado, las losas eran demasiado toscas, no era un trabajo de construcción decente. Pero ¿qué puede esperarse de una estructura con varios siglos de antigüedad?

Malcolm trató de encontrarle sentido a aquella incongruencia. Los edificios antiguos de la zona eran la escuela Gloucester Grammar, el pub Plantagenet, el ayuntamiento de Market Bosworth, las casitas de madera de Rectory Lañe, la iglesia de St. James de…

La vista se le agudizó, y miró primero a Bernie y luego el documento. La iglesia de St. James, en Sutton Cheney, pensó. Y examinó el documento con más atención.

Y entonces fue cuando descifró la primera línea: «Yo, Ricardo, rey de Inglaterra y Francia y Señor de Irlanda por la gracia de Dios…». Y entonces bajó la mirada hasta el garabato apresurado que era la firma, que también descifró enseguida. «Ricardo R.».

Dios mío, pensó. ¿Qué sería aquello que Bernie había conseguido?

Sabía que era muy importante conservar la calma en aquellos momentos. La más ligera muestra de interés, y Bernie lo tendría en sus manos. Así que dijo:

– Con esta luz no puedo leerlo bien, Bernie. ¿Te importa que me lo lleve a casa para mirarlo mejor?

Pero Bernie no estaba dispuesto a tragar con aquella proposición.

– Es que prefiero no perderlo de vista, Malkie -le dijo-. Es un legado de la familia. Ha permanecido en nuestras manos desde épocas muy remotas, y todos nosotros hemos jurado conservarlo a salvo.

– ¿Cómo fue que…? -Pero Malcom se dio cuenta de que no le convenía preguntarle a Bernie cómo había llegado a manos de la familia una carta escrita por Ricardo III. Bernie sólo le contaría lo que considerase oportuno que Malcolm supiese. Así que le propuso-: Pues entonces vamos a verlo a la luz de la cocina. ¿Te parece bien eso?

A Bernie Perryman esta idea le pareció de perlas. Al fin y al cabo, lo que quería era que su amigo examinase el documento para ver qué era. Así que entraron en la cocina y se sentaron a la mesa. Después Malcolm se puso a examinar minuciosamente aquel grueso papel.

La letra era terrible, no se trataba de la pulcra caligrafía del escribano profesional que atendería normalmente al rey y se ocuparía de escribirle la correspondencia, sino la letra de un hombre con el ánimo destrozado. Malcolm se había pasado casi veinte años devorando cualquier retazo de información que cayese en sus manos sobre Ricardo Plantagenet, duque de Gloucester, más tarde Ricardo III, llamado el Usurpador, llamado la leyenda negra de Inglaterra, llamado el sapo jorobado y prácticamente cualquier otro vilipendio imaginable. Así que sabía que era muy posible que lo que estaba haciendo allí, en aquella granja situada a menos de doscientos metros de Bosworth Field y a unos dos kilómetros de la iglesia de St. James, fuese examinar un documento auténtico. Ricardo había pasado la última noche de su vida por aquellos contornos. Ricardo había participado en una batalla en aquel lugar. Ricardo había muerto allí. ¿Qué tenía entonces de raro que Ricardo hubiese escrito también una carta en algún lugar por allí cerca, en algún edificio donde la carta hubiera permanecido escondida hasta que…?

Malcolm repasó todo lo que sabía de la historia de aquella comarca. Y encontró lo que necesitaba.

– El suelo de la iglesia de St. James -comentó-. Lo levantaron hace doscientos años, ¿no es eso?

Y uno de los innumerables Perryman, cualquier don nadie, habría estado allí, probablemente ayudando en la obra, y había encontrado aquella carta.

Bernie lo observaba con una sonrisa astuta que le retorcía las comisuras de la boca.

– ¿Qué crees que dice ahí, Malkie? -le preguntó-. ¿Te parece que podría valer pasta?

Malcolm sintió ganas de estrangularlo, pero en vez de eso se puso a examinar de nuevo el valiosísimo documento. No era muy largo, sólo unas cuantas líneas que, según comprobó, habrían podido alterar el curso de la historia. Y que, cuando por fin él lo hiciera público a través del ensayo histórico que en aquel mismo momento decidió escribir, redimiría de una vez por todas al rey al que durante quinientos años habían vilipendiado acusándolo de carnicero por algo de lo que nunca había existido la más mínima prueba.

Yo, Ricardo, rey de Inglaterra y Francia y Señor de Irlanda por la gracia de Dios, en este día, 21 de agosto de 1485, y por este documento ordeno a los buenos padres de Jervaulx que pongan bajo la protección del portador del presente documento a Eduardo, conocido hasta la fecha como el lord Bastardo, y a su hermano Ricardo, llamado duque de York. La posesión de este documento bastará para identificar al portador como John de la Pole, conde de Lincoln, amado sobrino del rey. Escrito apresuradamente en Suton Chene. Ricardo R.

Sólo unas frases, pero suficiente para rehabilitar la reputación de un hombre. Cuando el rey murió en el campo de batalla aquel 22 de agosto de 1485 sus dos jóvenes sobrinos se hallaban con vida.

Malcolm miró a Bernie con firmeza.

– Tú sabes lo que es esto, ¿verdad, Bernie? -le preguntó a su viejo amigo.

– ¿Un idiota como yo? ¿Alguien que ni siquiera fue capaz de aprobar los exámenes de acceso a la universidad? ¿Cómo voy a saber yo qué es esa basura? Pero, dime, ¿tú qué crees? ¿Me darán algo si lo vendo?

– No puedes venderlo, Bernie.

Malcolm se precipitó al hablar, lo dijo sin pensar bien lo que decía. Y al hacerlo se descubrió.

Bernie cogió el papel de la mesa y se lo acercó al pecho sin cuidado alguno. Malcolm torció el gesto al verlo. Sólo Dios sabía los estropicios que podía hacer aquel hombre cuando estaba borracho.

– Ten cuidado con eso -le advirtió Malcolm-. Es muy frágil, Bernie.

– Igual que la amistad, ¿verdad?

Y poco después Bernie debió de llevarse a otra parte el documento, pues Malcolm no había vuelto a verlo jamás. Pero el hecho de tener conocimiento de la existencia del mismo lo había ido corroyendo por dentro durante años. Y sólo con la llegada de Betsy había vislumbrado por fin la manera de hacerse con aquel valioso pedazo de papel.

Y pronto sería suyo. En cuanto Betsy tuviera valor para llamarlo por teléfono y darle la terrible noticia de que el legado no era más que un trozo de papel viejo que, a los ojos incultos de ella, sólo valía para forrar el fondo de la jaula del periquito.


Mientras aguardaba esa llamada, Malcolm dio los toques finales a su obra La verdad sobre Ricardo y Bosworth Field, que llevaba diez años escribiendo y a la que sólo le faltaba un único y decisivo documento histórico, hasta entonces nunca visto. Con él probaría la veracidad de su teoría sobre lo acontecido a los dos jóvenes príncipes. Las horas sentado ante la máquina de escribir habían pasado volando como hojas desprendidas por el viento de los árboles del bosque de Ambion, donde en otro tiempo un pantano protegiera el flanco sur del ejército de Ricardo del ataque del ejército mercenario de Enrique Tudor.

La carta demostraba las conjeturas de Malcolm de que Ricardo le habría comunicado a alguien el paradero de los niños. En el caso de que la batalla fuera favorable a Enrique Tudor, los príncipes se encontrarían en peligro de muerte, de modo que la noche antes de la batalla Ricardo se vio en la necesidad de revelarle a alguien su secreto mejor guardado: dónde se encontraban los niños. De ese modo, si la batalla se inclinaba a favor de Tudor, podrían ir a buscar a los niños al monasterio, sacarlos del país y ponerlos a salvo fuera del alcance de quienes quisiesen hacerles daño.

John de la Pole, conde de Lincoln y amado sobrino de Ricardo III, habría sido el mejor candidato para esa misión. Habría recibido instrucciones para, en el caso de que cayese el rey, cabalgar hasta Yorkshire a fin de salvaguardar la vida de los niños, a los que con toda seguridad se declararía legítimos en el momento en que Enrique Tudor se casara con la hermana de éstos, pasando de este modo a constituir la mayor amenaza para el usurpador.

John de la Pole habría tenido conocimiento del grave peligro en que se hallaban los niños. Pero aunque su tío le dijese dónde estaban escondidos los príncipes, nunca le habrían permitido llegar hasta ellos, y mucho menos habría podido conseguir que se los entregasen, si no llevaba una orden expresa del propio rey dirigida a los monjes.

La carta le proporcionaría el acceso que necesitaba. Pero se había visto obligado a huir hacia el sur en vez de hacerlo hacia el norte. Así que no pudo sacar la carta de entre las losas de la iglesia de St. James, donde su tío la había escondido la noche antes de la batalla.

Pero aun así los dos muchachos desaparecieron y nunca volvió a tenerse noticias de ellos. ¿Qué sucedió, quién se los llevó de allí?

Sólo podía haber una respuesta a esa pregunta: Isabel de York, la hermana de los príncipes, pero también la prometida del recién coronado rey allí mismo, en el campo de batalla.

Al enterarse de la noticia de que su tío había sido derrotado, Isabel habría visto con claridad las opciones que tenía: reina de Inglaterra en el caso de que Enrique Tudor conservase el trono o hermana de un rey jovenzuelo en el caso de que su hermano Eduardo reclamase sus derechos en el momento en que Enrique la legitimase a ella o suprimiera la ley por la que la habían declarado ilegítima con anterioridad. De modo que tenía que elegir entre ser matriarca de una dinastía real o convertirse en un peón político al que darían en matrimonio a cualquiera con quien su hermano deseara formar una alianza.

Sheriff Hutton, donde Isabel residía temporalmente, no se encontraba a mucha distancia de las abadías. Como siempre había sido la sobrina favorita de su tío el rey Ricardo y conocía la inclinación de éste por los asuntos religiosos, habría adivinado, si es que el propio Ricardo no se lo había dicho directamente, dónde estaban escondidos sus hermanos. Y los muchachos se habrían ido con ella por propia voluntad. Al fin y al cabo, era su hermana.

– Soy Isabel de York -le habría dicho al abad con aquella voz imperiosa que le había oído utilizar a menudo a su astuta madre-. Quiero comprobar que mis hermanos están vivos y que se encuentran bien. Y en este mismo instante.

Y su petición se habría cumplido sin mayores dificultades. Los dos jóvenes príncipes, al ver a su hermana mayor por primera vez en quién sabe cuánto tiempo, habrían corrido hacia ella para abrazarla y se habrían vuelto ansiosos hacia el abad cuando Isabel les informase de que había ido a buscarlos por fin… ¿Y quién era el abad para negarle a una princesa real, a quien los niños habían reconocido en persona, que se llevase a sus propios hermanos? Sobre todo en aquella situación, con el rey Ricardo muerto y un hombre sentado en el trono que había dado cumplidas muestras de tener un carácter sanguinario, pues uno de sus primeros actos como rey fue declarar traidores a todos los que habían luchado al lado de Ricardo en Bosworth Field. Tudor no vería con buenos ojos la abadía que se atreviese a dar cobijo a los dos muchachos. Sólo Dios sabía cuál podría ser su venganza si llegaba a localizarlos.

De manera que al abad le pareció que lo más sensato era entregar a Eduardo, el lord Bastardo, y a su hermano Ricardo, duque de York, a la hermana de ambos, Isabel. Y ésta, una vez que tuvo a los muchachos en su poder, se los entregó a alguien. ¿A uno de los Stanley? ¿Al artero conde de Northumberland, que se había ido al norte a servir allí a Enrique Tudor? ¿A sir James Tyrell, en otro tiempo partidario de Ricardo y que recibió dos amnistías de Tudor cuando no había transcurrido ni un año desde que éste subiera al trono?

Fuera quien fuese, una vez que tuvo en sus manos a los príncipes, el destino de éstos quedó sellado para siempre. Y a nadie que desease conservar la vida se le habría ocurrido hacer acusación alguna contra la esposa del monarca reinante, hombre que ya había mostrado su afición a acusar a los demás y a confiscarles las tierras.

Fue un plan brillante por parte de Isabel, pensó Malcolm. Al fin y al cabo, era digna hija de su madre. Conocía el valor que tiene colocar el propio interés por delante de cualquier otra cosa. Además se habría dicho a sí misma que conservar a los niños con vida no haría más que prolongar innecesariamente una lucha por el trono que llevaba librándose ya treinta años. Ella podía poner fin a tanto derramamiento de sangre con sólo verter un poco más. ¿Qué mujer en su posición no habría hecho lo mismo?


El hecho de que Betsy tardase más de tres meses en hacer acopio de valor para darle a Malcolm la dolorosa noticia le proporcionó a éste algún que otro momento de preocupación. Según la composición de lugar que se había hecho mentalmente en lo referente a la cadencia de los sucesos, la mujer tendría que haber acudido a él completamente histérica veinticuatro horas después de descubrir que el Legado no era más que un papel viejo lleno de garabatos. Se habría arrojado en sus brazos llorando y esperando que él la consolase. A fin de enfatizar la calamitosa situación en que se hallaba, habría llevado consigo el papel para mostrarle lo mal que Bernie Perryman había tratado a su amante esposa. Y él, Malcomí, le habría quitado el papel de entre las manos temblorosas, le habría echado un vistazo rápido y superficial, lo habría tirado al suelo y se habría unido al llanto de Betsy, lamentando el fin de todos aquellos sueños que tanto anhelaban. Porque la mujer estaba arruinada y él, que sólo contaba con el sueldo mísero que le pagaban en el instituto Gloucester Grammar, no podía ofrecerle la vida que ella se merecía. Después, tras una memorable y vigorosa ronda de revolcones, Betsy se marcharía dejando en el suelo el desdeñado trozo de papel, olvidándose de él. Y la carta pasaría entonces a ser propiedad de Malcolm. Y cuando le publicasen el libro, cuando las conferencias, las charlas en los programas de televisión, las entrevistas y las giras para presentar el libro empezasen a acumulársele en la agenda, no tendría tiempo para una palurda, para un ama de casa tan obtusa que no había sido capaz de darse cuenta de lo que tenía entre manos.

Ése era el plan. Pero al ver que los acontecimientos no se desarrollaban al ritmo que había previsto, Malcolm sentía pinchazos de preocupación de vez en cuando. Pero se dijo a sí mismo que la renuencia de Betsy a revelar la verdad formaba parte de la divina providencia. Y eso le proporcionaba tiempo para acabar el libro. Y empleó bien ese tiempo.

Como Betsy y él habían decidido que la discreción se imponía tras la muerte de Bernie, sólo se veían en los pasillos del instituto Gloucester Grammar después de que ella se incorporase de nuevo al trabajo. Durante este tiempo Malcolm la llamaba cada noche para practicar el sexo por teléfono, pues se había dado cuenta de que podía mantenerla engrasada y entretenida y al mismo tiempo leer los capítulos anteriores de su obra para hacer las correcciones pertinentes.

Luego por fin, tres meses y cuatro días después del desgraciado fallecimiento de Bernie, Betsy le hizo un comentario en voz baja en el pasillo, justo a la puerta del despacho del director. ¿Podría Malcolm ir a cenar a la granja aquella noche? La mujer no tenía la expresión solemne que a Malcolm le hubiera gustado considerando las desgraciadas circunstancias en que se hallaba y el fin de sus sueños, pero no se preocupó mucho por eso. Betsy ya se había revelado a sus ojos como una actriz asombrosa. No querría que en el instituto se le notase que podía perder los nervios.

Antes de marcharse aquella tarde rebosante de satisfacción al comprender que sus fantasías estaban a punto de hacerse realidad, Malcolm le entregó su dimisión al director. Samuel Montgomery la aceptó con inquietante rapidez, tanta que a Malcolm aquello no le gustó demasiado, y aunque el director disimuló su sorpresa y deleite con una demostración de falso pesar por perder a una persona que era «una verdadera institución en el instituto», Malcolm lo vio saboreando las mieles del triunfo al librarse por fin de un profesor al que consideraba un dinosaurio pedagógico. De modo que ello le proporciono satisfacción de lo que había creído posible, consciente de lo Cuntir que iba a ser la victoria cuando sus teorías marcasen un hito en el estudio de la historia de Inglaterra.

Malcolm no podía sentirse más feliz mientras conducía hacia Windsong Farm aquella noche. El largo invierno de su descontento se había convertido en una hermosa primavera, y sólo faltaban unos minutos para que pudiese deshacer un entuerto que tenía quinientos años de antigüedad y que le forjaría al mismo tiempo un lugar en el panteón de los Grandes Historiadores. Dios es bueno, pensó mientras tomaba la curva y entraba en el largo camino que llevaba a la casa. Era una desgracia que Bernie Perryman hubiera tenido que morir, pero como su muerte había sido en pro de una redención histórica, habría que decir que el fin justificaba sobradamente los medios.

Cuando bajó del coche Betsy abrió la puerta de la casa. Malcolm la miró y parpadeó, desconcertado por la manera como iba vestida. Tardó un momento en digerir el hecho de que la mujer llevaba puesto un abrigo de pieles largo hasta los pies. A juzgar por el aspecto, el abrigo parecía de visón plateado, posiblemente de armiño. No era lo más apropiado para ponerse en estos tiempos llenos de activistas en favor de los derechos de los animales, pero Betsy nunca había sido una mujer a la que le importase nada que no fuesen sus propios deseos.

Antes de que Malcolm dispusiera de un momento para preguntarse cómo se las habría arreglado Betsy para financiar la adquisición de un abrigo de pieles, ésta se lo abrió y se quedó de pie a la puerta, desnuda de la cabeza a los pies.

– ¡Cariño! -exclamó-. ¡Somos ricos, ricos, ricos! ¡Y nunca adivinarás lo que he vendido para conseguirlo!

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