Capítulo 8

Al aproximarse a la sala de música llegaron a sus oídos las notas del piano y sobre ellas la inconfundible voz de Paquita, ronca e incitante, que desgranaba una alegre tonadilla.


Caballero del alto plumero,

¿Dónde camina tan pinturero?


Anthony Whitelands se detuvo ante la puerta, y lo mismo hicieron sus dos acompañantes. Con creciente emoción el inglés escuchó tras un gorjeo:


Los caminos que van a la gloria

son para andarlos con parsimonia.


Sin embargo, la alegría del apasionado oyente se vio truncada de inmediato por una voz de barítono que respondía:


Señorita que riega la albahaca,

¿Cuántas hojitas tiene la mata?

Me parece que son más de ciento,

como las plumas de mi plumero.


Su excelencia el duque de la Igualada abrió la puerta de la sala e interrumpió la romanza. Lilí se sentaba al piano y de pie, junto a él, estaba su hermana mayor, con el vestido verde que llevaba cuando Anthony la vio por primera vez en el jardín. A su lado había un hombre de unos treinta y pocos años, moreno y bien plantado, de facciones viriles, ojos grandes e inteligentes, frente despejada, cabello negro y el porte distinguido y sencillo de la aristocracia española. Con la irrupción de los recién llegados, los cantantes habían enmudecido, pero seguían mirándose a los ojos, con la boca entreabierta, todavía inmersos en la complicidad galante de la música interpretada a dúo. Al instante reaccionaron y sus miradas se dirigieron a la puerta. Brevemente se cruzaron la del inglés y la del apuesto desconocido. Advertir la presencia de la señora duquesa arrellanada en el sofá puso fin al incipiente duelo de salón entre los dos varones. Acudió solícito el inglés a cumplimentar a la dueña de la casa, que le tendió la mano diciendo:

– Alabado sea Dios, Antoñito, ya le echábamos de menos.

Anthony no supo si estas palabras encerraban afecto o burla. Quizás a la duquesa se le antojaba engorrosa su asiduidad, pensó. Poco bregado en el arte del donaire, se azaró el invitado, hasta que Lilí salvó la situación arrojándose en sus brazos con espontánea inocencia. La reprendió el señor duque:

– Alba María, deja en paz a tu protestante favorito y compórtate como una señorita fina. -Y volviéndose a Anthony en tono jovial-: Disculpe a esta niña malcriada, amigo Whitelands, y permítame presentarle al buen amigo de que le hablaba hace un rato.

Liberado de su infantil admiradora, Anthony hubo de posponer el saludo a Paquita para centrar su atención en el apuesto desconocido. El duque hizo las presentaciones de rigor.

– El marqués de Estella, además de una persona muy estimada en mi familia, es hombre de muy variados intereses. Estoy convencido de que no les faltarán temas de conversación. El señor Whitelands es un destacado experto en pintura española de paso por Madrid, que ha tenido la gentileza de echar una ojeada a ciertas piezas con fines de evaluación. El marqués de Estella -aclaró- está al corriente de nuestras intenciones.

El marqués borró todo asomo de tensión con un fuerte apretón de manos y una sonrisa luminosa y sin reservas.

– En esta casa todos se deshacen en elogios de usted -dijo-. Me alegro de conocerle.

– El gusto es mío -replicó Anthony, ganado a su pesar por la desenvoltura del gentilhombre.

El mayordomo les ofreció sendas copas de oloroso en una bandeja de plata.

– No se deje engañar por las buenas maneras -dijo el duque con sorna-. El marqués y yo pertenecemos a dos generaciones distintas y, por lo visto, a dos mundos contrapuestos. Yo soy un monárquico acérrimo y él, en cambio, es un revolucionario que pondría el mundo patas arriba si le dejaran.

– Ya será menos, don Álvaro -rió el aludido.

– No lo decía con reproche -repuso el duque-. La edad nos hace moderados. La juventud es radical. El amigo Whitelands, sin ir más lejos, con toda su flema inglesa, es un iconoclasta. Todo lo que no sea Velázquez, lo arrojaría a la hoguera. ¿O no?

Todavía en ayunas, el espeso y aromático vino nublaba el entendimiento del inglés y le trababa la lengua.

– Yo nunca he dicho nada parecido -dijo-. Toda obra de arte ha de ser valorada en sus propios términos.

Al decir esto, miró involuntariamente de soslayo a Paquita y enrojeció. Maliciosa, la joven aumentó su zozobra.

– El señor Whitelands se debate entre una erudición fría y una pasión desbocada. Salió noblemente en su defensa el apuesto marqués.

– Es natural que así sea. No puede haber convencimiento auténtico sin pasión. El sentimiento es la raíz y el sustento de las ideas profundas. A mi modo de ver, hemos de estar contentos y agradecidos de que un inglés haya puesto su corazón en algo tan español como Velázquez. Háblenos de su afición por este pintor y de cómo vino a dar en ella, señor Whitelands.

– No quisiera aburrirles con mis historias -protestó Anthony.

– Ay, hijo -intervino la duquesa con su ácido gracejo-, en esta casa sólo se oyen broncas sobre caza, toros y política. Si aún no me he muerto de aburrimiento, nada me matará. Diga usted en buena hora lo que le salga de las narices.

– Mi discurso no tiene nada de apasionado. Soy un estudioso, un universitario, más aplicado al dato escueto que a la apreciación vehemente. Las polémicas con mis colegas más parecen actas notariales que panfletos.

– Esta actitud -dijo el marqués de Estella- no se condice con un pintor tan dramático como Velázquez.

– Oh, no, perdone si discrepo de su opinión. Velázquez no tiene nada de dramático. Caravaggio es dramático, el Greco es dramático. Velázquez, por el contrario, es distante, tranquilo, pinta como a desgana, deja los cuadros a medio hacer, rara vez elige el tema, prefiere la figura fija a la escena de movimiento; hasta cuando pinta el movimiento lo pinta estático, como detenido en el tiempo. Piensen en el retrato ecuestre del príncipe Baltasar Carlos: el caballo está suspendido en un salto que nunca va a acabar y en el príncipe no se advierte el esfuerzo del jinete. El propio Velázquez era hombre de sangre fría. Su vida personal carece de relieve, la política no le interesó nunca: pasó toda su vida en la corte sin participar en las intrigas palaciegas, cosa difícil de imaginar. Prefería ser un funcionario a ser un artista, y cuando finalmente obtuvo un alto cargo burocrático, dejó de pintar o poco menos.

– Oyéndole hablar -dijo el señor duque-, nadie diría que se refiere a un gran artista universal, a un genio indiscutible.

Paquita, que se había mantenido a distancia y como abstraída, irrumpió de súbito en la conversación.

– Para mí que el señor Whitelands lleva el agua a su molino -dijo.

– ¿Qué quiere usted decir? -preguntó Anthony.

Paquita le dirigió una mirada divertida y desafiante.

– Quiero decir que, a fuerza de conocimientos adquiridos en museos y bibliotecas, se ha apoderado usted de Velázquez y lo ha moldeado a su imagen y semejanza.

Intervino conciliador su excelencia el duque.

– Paquita, no seas insolente con nuestro huésped. Insolente y temeraria. El amigo Whitelands es una autoridad mundial: lo que diga sobre Velázquez va a misa, si me permite la expresión.

– Una cosa es ir a misa y otra impartir doctrina -replicó la joven sin apartar la mirada del rostro de Anthony, el cual, en su nerviosismo, se había bebido una segunda copa de oloroso y veía girar a su alrededor el salón con sus muebles y sus ocupantes-. Yo no sé nada de Velázquez, es cierto, ¿pero significa eso que el señor Whitelands lo sabe todo? No niego que sepa todo lo que se puede saber. No obstante, de un hombre que vivió hace siglos, que pasó su vida metido en un laberinto de ceremonias, falsedades y ocultamientos, como debía de ser la corte española, y que, por añadidura, fue un gran artista, ¿cómo podemos decir que no se llevó a la tumba ningún secreto o que, astutamente, no llevó una doble vida?

Anthony hizo un esfuerzo para sobreponerse a la embriaguez y a un desconcierto que no podía atribuir únicamente al vino y al ayuno. A lo largo de su brillante carrera académica había rebatido y defendido argumentos con colegas de su mismo nivel, siempre sobre cuestiones de detalle, siempre con el pesado armamento de una voluminosa bibliografía. Ahora, en cambio, se enfrentaba a una mujer hermosa que le atacaba en su terreno y le planteaba una lucha cuerpo a cuerpo que se le antojaba trasunto de otro enfrentamiento más vital e inmediato. Algo distinto del prestigio académico estaba en juego. Se aclaró la garganta y respondió:

– No me malinterprete. En el fondo, estoy más de acuerdo con lo que usted dice que con lo que usted sugiere que yo he dicho. Podemos reconstruir la vida de Velázquez paso a paso, hasta los más mínimos incidentes. La vida en la corte de Felipe IV, como en todas las cortes de los grandes monarcas, era efectivamente un nido de falsedades, calumnias y murmuraciones, pero también, o quizá precisamente por esa causa, una fuente caudalosa de documentos oficiales, vigilancias minuciosas, informaciones pormenorizadas y chismorreo. De todo lo cual hay constancia escrita. Con mucha paciencia, medios adecuados y sentido común, no es difícil separar el grano de la paja. No obstante, por más que esto nos revela la realidad cotidiana, nada ni nadie nos revelará el último misterio del hombre y del artista. Cuanto más veo y más estudio los cuadros de Velázquez y al propio Velázquez, más cuenta me doy del profundo enigma que tengo ante mis ojos. De hecho, este enigma y la convicción de que nunca podré resolverlo es lo que hace apasionante mi trabajo y dignifica mi vida de humilde y fastidioso profesor.

Cuando acabó de hablar reinó un silencio tenso, como si en el discurso del inglés hubiera implícita una acusación. Por fortuna intervino de inmediato el duque con su bonhomía.

– Ya te dije que no te metieras con él, Paquita.

La joven dirigió al inglés una mirada cargada de significado y respondió:

– Ha sido convincente, pero las espadas siguen en alto.

– Pues yo propongo reemplazar esas espadas por la cuchara y el tenedor -dijo el señor duque señalando la puerta del comedor, que acababa de abrirse para dar paso a la criada pazguata y al anuncio de que la comida estaba servida.

Todos se dirigieron al comedor, pero en esta ocasión, por razones protocolarias, o por despecho, Paquita tomó del brazo al marqués de Estella, a cuyo oído susurró una frase ininteligible para el resto de la concurrencia.


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